Aquella noche había alerta de tsunami. La amenaza podría llegar desde la costa del Océano Pacífico, a 300 metros de la habitación del hotel donde me alojaba en la ciudad de Manta, Ecuador. Si el aviso de tsunami se concretaba tenía que correr calle arriba y subir la cuesta durante un largo trecho hasta llegar a una zona presuntamente segura.
Recostado sobre la cama y con una extraña mezcla de cansancio y estrés, mi mirada se perdía en un punto indeterminado de la pared mientras mi mente repasaba las opciones que tenía. En el piso junto a la cama tenía la mochila con todo mi equipaje de viaje. Estaba sin desempacar, al alcance de la mano, preparada para una acción rápida. Si sonaban las sirenas debía incorporarme de un salto, echar mi mochila al hombro y correr. En el hotel me habían dicho que lo más probable sería que la amenaza de tsunami no fuera nada, pero que por las dudas estuviera atento.
Esa noche miré miles de veces la pantalla de mi móvil. Monitoreando las cuentas de Twitter que podían informar acerca de la confirmación o la cancelación de aquel evento catastrófico. Buscando señales claras que me permitieran o bien descansar o bien huir antes de que todo comenzara.
Nada ocurrió aquella noche. Al día siguiente amanecí agotado al extremo después de varias horas de estrés y ansiedad. Ya no habría tsunami, afortunadamente.
En circunstancias como la que relato, mirar obsesivamente la pantalla del móvil es una conducta que tiene una finalidad clara y que hasta puede salvar vidas. Pero al mismo tiempo me pregunto si en nuestro tiempo no pasaremos demasiado tiempo frente a las pantallas.
¿Será una conducta beneficiosa mirar obsesivamente nuestras pantallas como si estuviéramos esperando un tsunami? Más aún: ¿qué efectos sociales, culturales y políticos tiene nuestra vida en la sociedad de las pantallas planas?
Pandemia de pantallas
La pandemia de Covid-19 aceleró tendencias que ya venían creciendo a toda velocidad. Una de esas tendencias es la transformación de nuestra sociedad en una sociedad donde los seres humanos estamos constantemente conectados a una omnipresente cantidad y variedad de pantallas.
Veamos solo cuatro datos iniciales, cuatro síntomas de algo mayor que está aconteciendo:
Los niños de países desarrollados comienzan a ver televisión a los 4 meses de edad.
En Estados Unidos de América, el 75 % de los niños de 3 años ya tiene su propio dispositivo móvil personal.
Los niños norteamericanos de edad preescolar pasan una media de seis horas diarias viendo algo en una pantalla.
Entre los 8 y los 18 años ya son 9 horas diarias frente a las pantallas.
Los mayores de 16 años, en este caso en España, destinan 11 horas de cada día a mirar una pantalla.
Los datos anteriores son del año 2019. Todo parece indicar que a partir de la pandemia la fijación a las pantallas se vuelve más intensa aún.
En el marco del optimismo tecnológico que caracterizó el comienzo del siglo 21 podríamos pensar que el vínculo con las pantallas significa mayores posibilidades de aprendizaje, de comunicación y de libertad. Aunque algunos datos podrían indicar en otra dirección.
-Me imagino que sus hijos aman el iPad -le dijo el periodista a su entrevistado en 2010.
El periodista era Nick Bilton, del New York Times. El entrevistado era Steve Jobs, el mismísimo creador del iPad. Y la respuesta parecía fácil de adivinar. Pero Jobs dio una respuesta inesperada, casi perturbadora.
-Nunca lo han usado -dijo. Nosotros ponemos un límite a cuánta tecnología usan nuestros hijos.
Esta sorprendente declaración parece conectarse con otras noticias que apuntan en la misma dirección. Por ejemplo:
Uno de los colegios que los ejecutivos de Silicon Valley prefieren para sus hijos prohíbe las pantallas en el aula y trabaja con las viejas pizarras de toda la vida.
También en Silicon Valley, las niñeras que cuidan a los hijos de los ejecutivos reciben cada vez más la instrucción explícita y estricta de no permitir el contacto de los pequeños con las pantallas.
Los retiros de desintoxicación de la tecnología se han convertido en tendencia entre esos mismos directores de empresas tecnológicas.
¿Qué dicen mientras tanto las organizaciones profesionales de psicólogos y pediatras? Pues las recomendaciones profesionales son coincidentes:
Cero televisión y menos de 30 minutos diarios de otras pantallas para los menores de 2 años.
Un máximo de una hora al día frente a las pantallas para los niños entre 3 y 5 años.
Y un máximo de 2 horas al día entre los 6 y los 18 años.
¿Es que acaso tanto los ejecutivos de las empresas tecnológicas como los profesionales de la psicología y la pediatría saben algo que los usuarios de tecnología desconocen?
Pues sí.
Y lo que saben es que los seres humanos nacemos con un cerebro inmaduro que se va desarrollando y adquiriendo sus capacidades en base a la estimulación externa. Ese cerebro evolucionó durante millones de años para que pudiéramos procesar las situaciones externas a la velocidad real que ocurren.
La sobreexposición del niño a pantallas que lo bombardean con estímulos vertiginosos y cambiantes obliga a su cerebro a tratar de adaptarse a un mundo virtual que no solamente es más rápido sino que además ocurre en dos dimensiones, es plano, está coloreado artificialmente y posee cualidades al tacto y a la vista ajenas al mundo físico al que el niño debe adaptarse.
El resultado es un cerebro sobre estimulado al cual le va a ser muy difícil concentrarse en las cosas que pasan a un ritmo más lento en una realidad más física y condicionada por variables de mayor profundidad.
La evidencia en cuanto a la sobreestimulación del cerebro de los niños es abrumadora. ¿Pero qué ocurre con los adultos?
Tomando decisiones en la sociedad de las pantallas planas
El resultado de la citada sobreestimulación es similar en el adulto: dificultades para concentrarse, para fijar la atención, para hacer trabajos sostenidos y profundos, para reflexionar y para tomar decisiones sólidas y responsables.
Estos fenómenos que señalo forman parte del contexto socio-cultural en el que ocurren los procesos políticos y la comunicación política. Por lo tanto es esencial comprenderlos para poder movernos con eficacia en dichos ámbitos.
Más que nunca partidos y gobiernos tienen que considerar que los ciudadanos les están prestando poca atención. Ya sea que se pida el voto o que se pida una determinada conducta para enfrentar la pandemia, de todos modos el ciudadano no está plenamente presente mientras se le habla. En cualquier caso la atención es efímera, fragmentaria y superficial.
Claro que el fenómeno afecta también a los políticos, a los gobernantes, a los consultores, a los periodistas, a los especialistas, a quien esto escribe y a quien lo lee. A todos.
Y justo en esta peculiar encrucijada nos ha caído encima la pandemia de Covid-19.
Imagina el espanto sobrecogedor que todos tendríamos si en un mismo día se estrellaran 23 aviones repletos de pasajeros sin que ninguno de esos pasajeros sobreviviera. Imagina que al día siguiente vuelve a pasar lo mismo y otros 23 aviones caen a tierra. Y lo mismo al día siguiente. Y así todos los días durante un mes, tres meses, once meses. Uno tras otro sin que nadie lo pueda detener. Sin que nadie sepa cómo detener esa macabra realidad.
Pues eso.
Eso es lo que está ocurriendo en 2020. Así podemos visualizar el número de víctimas de Covid-19 que ya llegó al millón y medio de muertos en 11 meses. Una tragedia.
Y esa tragedia la tienen que gestionar personas que, como señalé antes, están estresadas, con dificultades para concentrarse, con déficits atencionales, con poco hábito de reflexionar, sometidas al espejismo de la multitarea, con sus cerebros saltando de un tema al otro, con dificultades para priorizar, enfocando los problemas de modo superficial y siempre al borde de la irritación y la fatiga.
Esos tomadores de decisiones, además, tienen que persuadir a miles de millones de personas para que adopten algunos hábitos esenciales para la defensa frente al coronavirus. Miles de millones de personas que al igual que ellos sufren las consecuencias cognitivas y emocionales de la sociedad de las pantallas planas.
En un momento histórico como éste es vital tomar buenas decisiones. Tanto a nivel político como empresarial y personal. Para cada decisión importante que vayamos a tomar sería aconsejable que nos alejemos aunque sea brevemente de las pantallas. Aparta tu vista de ellas. Quita los dedos de los teclados. Desconéctate. Camina un poco, conversa con alguien, reflexiona. Respira profundo. Concéntrate. Busca la calma. Y después sí: decide.
Recuerda: hay alerta de tsunami sanitario, económico y político.
Maquiavelo&Freud