En el presente texto se intentará pensar sobre dos presidentes del espacio político occidental, el francés Emmanuel Macron y el brasileño Luiz Inácio da Silva (Lula) quienes guiados por un espíritu tecnocrático y no político, más sus ansias de ejercer liderazgos regionales, viajaron a la China de Xi Jinping a contraer vínculos que van más allá de la pura conveniencia económica. Del rechazo que ambos sufrieron en los espacios que pretenden dirigir, y de la resistencia interoccidental a tales propósitos, ya hay muestras claras.
Para las dictaduras —sean personalistas como las de Putin, partidistas como la de Xi, teocráticas como las del mundo islámico— las posiciones de Macron y Putin muestran una debilidad de Occidente. Para los que piensan de modo occidental, muestran lo contrario: la fortaleza de un proyecto histórico que surge de la discrepancia y del debate, sea en la polis local o en la global. Esa razón de ser es la que hay que defender para seguir siendo lo que somos: seres que se equivocan y, por eso mismo, deben corregir.
Sin errores no hay corrección. Corregir es pensar. Solo las dictaduras y autocracias no corrigen. Por eso, tarde o temprano, fracasan.La razón política occidental no necesita líderes mesiánicos. Ni Macron ni Lula lo son. Si nos dejáramos guiar solo por ellos, Ucrania podría desaparecer del mapa. Pero sus grandes errores también tienen una virtud: la de hacernos deliberar y ordenar posiciones frente a enemigos comunes. A ese ordenamiento articulado en palabras los grecolatinos lo llamaban sintaxis.
Dos Europas
Viajó a China (5 y 7 de abril) pensando seguramente en que iba a crear mediante un golpe de efecto una nueva constelación que lo elevaría a un lugar estelar de la política mundial. Su séquito era imponente, nada menos que 60 personas, la mayoría hombres de negocios, representantes de gigantescas empresas, magnates virtuales de la globalización. Atrás quedaban los miniproblemas de las pensiones, las quemazones de autos y toda esa política local sin perspectivas ni futuros. Regresaría, no como un presidente cuestionado por izquierdas y derechas, sino como un líder europeo, el segundo de Gaulle: Emmanuel Macron.
En un continente donde izquierdas y derechas han buscado cada cierto tiempo distanciarse de los EE.UU., él, Macron, iba a decir las palabras justas en el momento justo. No imaginaba que Xi lo estaba esperando para hacerlo caer en la trampa que, hasta los menos entendidos en estrategia internacional, sabíamos que le tenía preparada.
Ignoramos si Macron llevaba en el bagaje las frases emitidas después de las conversaciones con Xi o simplemente estas fueron un intento para lograr a última hora lo que creía iba a lograr a primera: un distanciamiento de Xi con la Rusia de Putin y un acercamiento económico representado, no por la burocracia de la UE por medio de la presidente de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen —quien coincidió con Macron en su viaje a Beijing— sino por Francia, uno de los países motores de Europa Occidental. Debe haber palidecido Macron el día en que regresaba a Francia. Los comentarios de la prensa europea no pudieron ser más fulminantes.
El encargado de asuntos internacionales del Bundestag, Norbert Röttgen, resumió el resultado de la gira en una sola frase: «Macron ha convertido su viaje a China en un desastre para la política exterior de Europa». Y en una entrevista, agregó sin ambages: «Macrón debe haber perdido la cabeza». No era para menos.
Precisamente en medio de una guerra que compromete política, militar y emocionalmente a Europa, Macron fue a mostrar al presidente Xi, el aliado más estrecho de Putin, y sin que nadie lo pidiera, que Europa estaba dividida en dos bloques. Por supuesto, eso lo sabía Xi. La verdad, lo sabíamos todos. Pero una cosa es saberlo y otra consagrarlo con palabras imposibles de borrar. Tuvo que aparecer ante las cámaras norteamericanas el primer ministro polaco Mateusz Morawiecki para decir que Macron no representaba la posición de Europa. O por lo menos no a la parte europea más cercana a la guerra que está llevando a cabo Rusia en la nación ucraniana. Al eufemismo de «autonomía estratégica» de Macron, opuso el concepto de «asociación estratégica» con los EE.UU.
En fin, quedó claro ante Xi que China tiene frente a sí a dos Europas: una que busca dirigir la Francia de Macron con una parte de la Alemania de Scholz (digamos más claro: con la fracción putinista de la socialdemocracia), tendiendo un distanciamiento con respecto a la hegemonía norteamericana, y otra no dispuesta a ceder en ningún punto que pueda lesionar la alianza atlántica. Pues —eso fue lo que no sensibilizó Macron— para los países que lindan con Rusia, la alianza extracontinental tiene una importancia existencial, o sea, de vida o muerte.
Macron apenas nombró a Ucrania. Más que nada, habló sobre Taiwán. Sin embargo, es obvio que cuando en estos momentos se habla con Xi, sobre Taiwan, se habla, se quiera o no, de Ucrania. De tal manera, cuando Macron dijo, «No hay que dejarse arrastrar por los Estados Unidos», estaba abogando no solo por una distancia de Europa frente al tema Taiwan, sino sobre una distancia con los EE.UU. en general. ¡Precisamente con el país que contribuye a la defensa de Ucrania más que todos los países de Europa juntos!
En corta frase, lo que comunicó Macron a Xi fue lo siguiente: si EE.UU. se deja arrastrar en un conflicto de Europa con Ucrania, nosotros no nos dejaremos arrastrar en un conflicto de EE.UU. con China. O más simple aún: nosotros damos a usted, señor Xi, luz verde para que anexe a Taiwan cuando estime conveniente. Nuestra política no es la de EE.UU. ni la de EE.UU. es la nuestra.
Si Macron hubiese agregado alguna condición, por ejemplo: siempre y cuando usted no lleve a cabo una política en alianza con la Rusia de Putin, nosotros podríamos distanciarnos algo más de los EE.UU. Ahí por lo menos habríamos entendido algo. Pero sucedió todo lo contrario: en nombre de un acercamiento a China, Macron al distanciarse de los EE.UU., y nada menos que en la casa del potencial enemigo norteamericano, terminó trizando el eje Alemania-Francia y distanciando a Francia de una gran parte de Europa. De esa Europa que entiende que, sin una alianza con los Estados Unidos —la que como toda alianza implica reciprocidad— estaría en condiciones de ser sometida militarmente por Rusia y económicamente por China. ¿Qué nos puede extrañar que las ultraderechas europeas hayan apoyado de inmediato a Macron?
Tuvo que viajar Annalena Baerbock a Beijing a realizar una tarea de minimización de daños. Allí dejó en claro que la de Macron, en torno al tema EE.UU. y Taiwan, no es la posición de Alemania ni mucho menos la de Europa, sino solo la opinión particular de un presidente francés. Al borde de la no-diplomacia se vio obligada a decir que «la fata de voluntad de Beijing por atenerse a las reglas internacionales, hace peligrar nuestra común vida pacífica».
Naturalmente, Baerbock nombró a Taiwan y a Ucrania, dejando muy claro que la unidad estratégica con todos los miembros de la unidad atlántica continúa en vigor. Puso, en breve, las cosas en su lugar: «China es para nosotros, un competidor económico y un rival sistémico». Dichas declaraciones deben haber irritado al gobierno chino al máximo. «Lo que menos necesita China es a un maestro de Occidente», respondió de modo rudo, el ministro del exterior chino, Quin Gang. Y cuando despidió a Baerbock, soltó una boutade: «Nosotros apoyamos la reunificación de las dos Alemanias, esperamos que Alemania apoye la reunidad entre China y Taiwan». Baerbock, sorprendida, no encontró la respuesta. O si la encontró, no la dijo. La respuesta adecuada habría sido obvia: mientras en Alemania comunista hubo una revolución nacional exigiendo la unidad con la Alemania Occidental, en Taiwán no ha habido nunca un movimiento ni social ni político ni nacional que exija la unidad con China.
Pocos días después, Qin Gang viajó a Rusia donde mantuvo una reunión de ¡cuatro días¡ con Putin. Acerca de lo que hablaron no lo sabrá nunca Macron. Pero con toda seguridad, hablaron mucho sobre Macron.
Entendámonos: Nadie está pidiendo que Macron hubiera viajado a China a hacer una declaración de enemistad. No es un misterio para nadie que Francia, junto con Alemania, son los mejores socios europeos de China. Pero hubiera bastado, para seguir estrechando las relaciones que unen a Francia con China, una visita protocolar y en ningún caso una declaración de independencia de Francia de los EE.UU., hecha en territorio chino. Nunca de Gaulle, la figura edípica de todos los presidentes de Francia, habría actuado así.
Es evidente que para Europa no es lo mismo Ucrania que Taiwan. Ucrania es parte de Europa y no de Rusia, eso lo ha dicho el mismo Macron. Al apoyar a Ucrania, Europa está defendiendo territorio europeo frente a un invasor antioccidental. Por eso mismo Macron debe saber que para EE.UU. —para Japón y para Corea del Sur— el tema Taiwan es tanto o más importante que Ucrania para Europa. En otras palabras, a Macron se le olvidó que el occidente político no termina en Europa y que la defensa de los intereses europeos pasa por la defensa del occidente político no europeo, aunque ese occidente esté situado en el oriente o en el sur.
Así como existe una unidad antioccidental de la que forman parte Rusia y China, ha de existir necesariamente una unidad interoccidental. Eso no quiere decir que Europa debe sumarse militarmente a los EE.UU. en caso de estallar un conflicto militar con China. Pero la solidaridad con un país aliado no pasa solo por la vía militar. Eso lo han comprendido la mayoría de los gobiernos europeos que ahora planifican una relación económica con China que no implique caer en una dependencia estratégica, como estuvo a punto de ocurrir con Rusia.
Por lo demás, han sido los propios presidentes de los EE.UU., desde Kennedy hasta Biden, pasando por Trump, los que han insistido en que Europa debe asumir un mayor compromiso con su propia defensa sin tener que depender siempre de los EE.UU. Si Macron quiso reforzar esa tesis, debió haber agregado que Francia está dispuesta a, por lo menos, duplicar su presupuesto militar, pero no lo dijo. A estas alturas no sabemos si Macron es peor cuando calla o cuando habla. Lo que sí sabemos es que cuando habla debería callar y cuando calla debería hablar. Con razón, la influyente comentarista Michaela Wiegel lo bautizó con el nombre de «el presidente inoportuno».
¿Líder o loro?
Para su consuelo, a Macron le ha aparecido un serio competidor en materia de inoportunidad. El presidente de Brasil, alias Lula, en su reciente viaje a China pronunció justamente la frase que se deducía del discurso de Macron: la de culpar a Europa, Estados Unidos y Ucrania, de la invasión cometida por Putin. Algo que ni siquiera había sido dicho por Xi Jinping. Con razón los medios occidentales señalaron que Lula habló de acuerdo al guion de China. El portavoz de la Casa Blanca, John Kirby, declaró: «Brasil esta repitiendo como un loro la propaganda rusa y china, sin prestar atención en absoluto a los hechos».
El viaje de Lula a China parecía haber sido concebido con propósitos esencialmente comerciales, lo que se justifica plenamente. Brasil es el principal socio de Lula en América Latina y, por cierto, una puerta de entrada para la creciente «chinización» económica del continente. Ningún país de América Latina ha llegado a ser tan dependiente en su economía exterior como lo es Brasil de China. Brasil es una de las piezas claves en la estrategia china relativa a un nuevo orden mundial de características multipolares. Con el yuan como moneda internacional, paralela al dólar, objetivo tácito señalado al banco del BRICS cuya presidenta es nada menos que la exmandataria de Brasil Dilma Rousseff, el papel de Brasil ya está trazado.
Estamos, se quiera o no, ante una nueva hegemonía económica mundial conducida desde Beijing. En ese contexto, Brasil —y sus inmensos recursos energéticos— es y será una de las más importantes fichas en el proyecto global de Xi Jinping. Las relaciones económicas entre Brasil y China continuarán intensificándose y Brasil será —en cierto modo ya lo es— la representación de la economía china en Latinoamérica.
El nuevo orden mundial proclamado por Xi es multipolar y continuará siéndolo. Pero una cosa es la multipolaridad económica y otra el orden geográfico mundial. Pues bien, contra ese orden geográfico fue a atentar Lula a China al declarar que la guerra de invasión a Ucrania es producto de la política occidental, e incluso, de la propia Ucrania, aceptando de paso que la paz solo puede ser lograda si Ucrania cede a Rusia un fragmento de su geografía nacional.
Después de Putin nadie ha ofendido tanto la soberanía de la nación ucraniana como Lula en China. Al menos Macron en su viaje a China tuvo el recato de no mencionar a Ucrania. Ni siquiera Fidel Castro mostró tanta condescendencia frente a la URSS como Lula frente al imperio chino. Algo complemente innecesario. El mundo multipolar de Xi es económico, no político.
Desde su visión empresarial, tan parecida a la de Donald Trump, Xi imagina al mundo poblado por una gran cantidad de supermercados dentro de los cuales China, al ser el más poderoso, intenta formar un trust global con supermercados satélites como India, Sudáfrica, Irán, Arabia Saudita y, por supuesto, Brasil.
Para continuar con la analogía, imaginemos dos supermercados en una misma calle donde cada vecino decide en cuál de los dos hacer sus compras. También en mi barrio yo, como tantos, hago mis compras en el supermercado que vende productos de igual o mejor calidad a menor precio. Pero nadie me obliga a asumir la ideología política de los gerentes de ese supermercado. Pues bien, eso fue lo que hizo Lula en Beijing: una declaración ideológica en contra de los intereses históricos, geográficos y políticos de Ucrania y por ende de la UE y de la comunidad democrática mundial, de acuerdo a la política (repito política, no economía) de la dictadura china. .
El orden económico mundial no es un orden político mundial
Vamos a suponer, en contra de lo que piensa el parlamentario alemán Norbert Röttgen, que ni Macron ni Lula han perdido la cabeza. De modo que si nos atenemos a tres puntos comunes que unen a los dignatarios francés y brasileño, podríamos tal vez entender (no justificar) el comportamiento desleal de ambos. Esos tres puntos comunes son: el carácter tecnocrático de los dos presidentes, sus respectivas ambiciones de liderazgo y la creencia de que ha nacido un nuevo orden mundial dentro del cual deben ser reordenadas las naciones de este mundo.
Por «carácter tecnocrático» entendemos el manejo de una racionalidad de tipo instrumental (así diría Max Weber) según la cual las naciones más que naciones-Estados son naciones-empresas. A partir de esta concepción, las naciones solo son guiadas por intereses económicos. Es por eso que la mayoría de los políticos tecnócratas no han logrado descifrar por qué Putin moviliza a sus ejércitos en contra de Ucrania si eso a la postre traerá consigo enormes pérdidas económicas para Rusia. Esa es también la razón por la que historiadores de mentalidad tecnocrática no logran entender a Hitler y al nazismo ni los crímenes tan monstruosos al pueblo judío, pues estos no eran rentables ni tampoco conducían a objetivos prácticos.
En la mentalidad tecnócrata no cabe la idea de que no solo hay una racionalidad, sino diversas racionalidades y no todas ellas son razonables.
Existe, por cierto, la racionalidad de los intereses; pero, además, existe la de los ideales, la de las ideologías, la de la religión, la de las culturas y no por último , en el caso de gobernantes como Hitler, Stalin y Putin, la de las paranoias. En otros palabras, para una mentalidad tecnocrática, el antioccidentalismo del que hacen gala Putin o Xi es solo una cobertura ideológica de estrategias racionalmente calculadas. No se les pasa por la cabeza que el odio a Occidente, que ambos y otros gobernantes cultivan (pienso en los ayatolas), hunde raíces en tradiciones, en culturas, en cosmovisiones primitivas, y no por último, en patologías colectivas, imposibles de ser reducidas a cálculos racionalistas como los que manejan Macron y Lula.
Ambos presidentes, por el lugar histórico y geográfico que ocupan sus naciones, creen sentirse llamados a asumir liderazgos regionales. Dada la renuencia de Alemania a asumir un liderazgo que vaya más allá de la economía, y dada la salida de Inglaterra de la comunidad europea, Francia debería asumir parte del liderazgo de Europa. Pero Francia posee además de su historial patriótico, unas derechas e izquierdas que no aceptan la supremacía norteamericana en la región. Por eso Francia nunca ha sido demasiado fiel a los EE.UU. Y por eso también ha querido buscar, sin encontrarlo nunca, un «camino francés». Quién estuvo más cerca de lograrlo fue el general de Gaulle (de ahí el culto a su persona), pero, en las decisiones geopolíticas más importantes, siempre se mantuvo al lado de los EE.UU. (crisis de los mísiles, por ejemplo).
Lo que no tomó en cuenta Macron en su ímpetu gaullista es que las posiciones distantes respecto a los EE.UU. las decidió de Gaulle después de la guerra mundial y no durante una guerra de connotaciones mundiales, como la que ha desatado Putin con su invasión a Ucrania. De Gaulle era un político nacionalista, pero nunca fue un tecnócrata. Macron sí lo es.
Lula, a su modo populista, también es un tecnócrata. Para él rige la norma: «en política no hay amigos, solo intereses». Es por eso que, de acuerdo a los intereses económicos de Brasil, piensa que la guerra es posible terminarla mediante la formación de una comunidad de naciones por la paz (con la excepción de Brasil, solo gobiernos autocráticos) que no contradiga los intereses ni las ambiciones de China, el mejor aliado de Putin.
Elevado a líder de la paz por el propio Xi, Lula creyó llegado el momento de erigirse como líder en Latinoamérica. Sabedor de que en Brasil y en la mayoría de la región prima una ideología predominantemente antinorteamericana, otorgó a su pacifismo un carácter antinorteamericano. Seguramente, Lula esperaba ser felicitado por la mayoría de sus colegas del continente. Pero al igual que Macron, fue confrontado con la dura realidad. Al día siguiente de su regreso a China, Lavrov, el siniestro ministro del exterior de Putin, viajó a Latinoamérica a entrevistarse con el trío antidemocrático formado por Díaz-Canel, Maduro, Ortega y, además, ¡con Lula.! (Boric, Fernández y Petro guardaron dicreto silencio)
Quien había querido convertirse en líder continental, quien llegó al poder en contra del peligro de una autocracia (Bolsonaro), quien fue apoyado por todos los sectores democráticos de su país, aparecía de pronto figurando en la agenda de viaje del representante de una dictadura asesina, junto a los gobiernos más sórdidos del continente. Sin que nadie lo solicitara, solo para complacer a su socio mayor, China, Lula estaba barriendo con su propio prestigio internacional. No le quedaba, al fin, más que rectificar. Apenas despegó el vuelo de Lavrov, declaró que «condenaba la violación territorial de Ucrania«. Si lo hubiera dicho en China habría sido un gran suceso.
Evidentemente, Lula no tiene pasta de líder continental. Le falta todo.
Ojalá que Macron y Lula hayan aprendido la lección. Puede que exista un nuevo orden económico mundial y que allí China alcance primacía. Pero ese nuevo orden no es ni será por automatismo un nuevo orden político mundial. El que primaba, el que hoy prima, y el que seguirá primando, es muy antiguo: a un lado las dictaduras y autocracias, al otro lado las democracias. Ahí no hay cómo equivocarse.
Los presidentes son al fin políticos y no gerentes de empresas. Por lo tanto sus decisiones deben ser, en primera línea, políticas. Y la razón de la política es, en última instancia, la libertad. Sobre ese tema he escrito un par de artículos. Creo que próximamente deberé escribir otro.
Twitter: @FernandoMiresOl
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.