Cuando fueron dados a conocer los resultados de las elecciones de Italia, nadie quedó sorprendido. Pocas veces las encuestas habían mostrado un tan alto grado de coincidencia. No había nadie que no hubiera sabido que Giorgia Meloni iba a ganar. Por eso, conocidos los números, la atención comenzó a centrarse en otro tema: el de las perspectivas que ofrece el gobierno recién elegido. Ellas dependían de la correlación de fuerzas al interior del bloque ganador.
Meloni no es putinista
Para unos fue una buena noticia saber que Meloni dejó muy atrás a los partidarios de Berlusconi y Salvini. Los Hermanos de Italia se encuentran así en el lugar desde donde pueden dictar condiciones a sus aliados. Para los contrincantes del futuro gobierno así como para la opinión pública europea, Meloni aparece como la menos fascista y la menos putinista de los tres. Desde una perspectiva de centro-democrático, podríamos decir que Italia eligió a lo menos peor. De ahí que tampoco fue extraño que la discusión de los analistas políticos girara en torno a dos preguntas: ¿Es fascista Meloni? ¿Es putinista Meloni?
Con respecto a lo segunda pregunta, la misma candidata se ha encargado de negarla durante el curso de su campaña electoral. Sean cuales sean las razones, con su apoyo a Ucrania, su distanciamiento respecto al dictador ruso ha sido claro. No así Salvini y Berlusconi. El primero por razones ideológicas. El segundo, sabe Dios por qué oscuros negocios.
Putin —evidente— cuenta con el apoyo de la ultraderecha europea. Pero ese apoyo no es homogéneo. Dos partidos del sur europeo se han distanciado públicamente de Putin: Los Hermanos en Italia y Vox en España. Esa distanciamiento es también la principal diferencia entre Meloni y Marine Le Pen. La segunda, como es sabido, no solo ha brindado público apoyo a Putin sino que ha viajado constantemente al Kremlin. La sospecha de que Putin es un gran financiador de sus campañas electorales es cada vez menos sospechosa.
Meloni no es directamente putinista, está claro. Pero puede que lo sea indirectamente. Ese putinismo indirecto es de índole ideológica. Meloni, es innegable, comparte con Putin –para decirlo en hegeliano– un mismo espíritu del tiempo. Ambos son, o dicen ser, profundamente cristianos. Ambos creen en el destino manifiesto de las naciones. Ambos se sienten patriotas de sus patrias. Ambos adversan a la UE. Ambos defienden a la sagrada familia. Ambos se han pronunciado abiertamente en contra de la no penalización del aborto y en contra del matrimonio igualitario.
Por cierto, hay también diferencias.
Una es fundamental: Putin detesta a Occidente. Meloni no, no puede hacerlo. Italia es una forjadora de la occidentalidad política y hoy sigue siendo uno de los pilares simbólicos del occidentalismo cultural. En cierto modo, entre Meloni y Putin existen diferencias muy parecidas a las que se observan entre Mateusz Morawiecki, primer ministro de Polonia, y Viktor Orbán, presidente de Hungría. En todo lo que tenga que ver con política europea hay entre ambos mandatarios una comunidad de ideales, menos en un punto, y ese punto es, en estos momentos, decisivo: el gobierno de Polonia es abiertamente contrario a la invasión rusa a Ucrania y el gobierno de Orbán no logra disimular su apoyo a la invasión. Putin, ironía de la historia, ha creado una línea divisoria al interior de las así llamadas ultraderechas europeas.
No todo lo malo es fascismo
El tema de si Meloni es fascista o no es más complicado. Cierto es que Meloni ha sido una defensora ardiente de la memoria de Mussolini. Pero también es cierto que actualmente ella no recurre a los mitos del fascismo, independiente a que entre sus más estrechos seguidores puedan encontrarse muchos enamorados de la extravagante figura del Duce.
Por cierto, Meloni es populista, y el fascismo fue populista. Pero como hemos sostenido desde hace tiempo en distintos textos, no todo populismo es fascista. El populismo —en concordancia con Ernesto Laclau— es la política de la sociedad de masas. Quien quiera llegar al poder debe levantar una política de masas o perderá las elecciones. Más todavía en tiempos en donde las clases sociales ya no actúan como tales, sino subsumidas en heterogéneos movimientos. Durante los periodos electorales todos los políticos con aspiraciones han sido y deben ser populistas. Por eso es importante diferenciar entre el populismo como movimiento y el populismo como gobierno.
Un gobierno populista actúa como si estuviera permanentemente en elecciones hasta el punto de no tomar casi nunca decisiones que no sean populares. Y bien, si el gobierno Meloni será populista, no lo sabemos todavía. Solo cabe por ahora decir que es difícil que sea fascista. Probablemente más de alguno se asombrará con esta afirmación. Cabe por lo tanto hacer una acotación. Esta tiene que ver con el uso y abuso de las tipologías políticas a las cuales son muy aficionados no pocos analistas y académicos. Hay algunos que cultivan incluso el vicio de describir la realidad a partir de un concepto tipológico, de tal manera que para ellos el concepto termina determinando a la realidad y no la realidad al concepto.
Operando de acuerdo a la razón tipológica podemos a calificar de fascista a cualquier gobierno autoritario, a cualquiera autocracia, a cualquiera dictadura, pues ninguna de esas formaciones políticas carecen de algunos elementos que fueron propios al fascismo originario. El problema grave es que al determinar la realidad de acuerdo a un diagnóstico tipológico, terminamos por deshistorizarla hasta el punto que los actores reales pueden llegar a convertirse en simples representaciones de conceptos prefabricados.
Por cierto, en el calor de la discusión no pocas veces usamos el término fascista para descalificar a un adversario (¿quién no lo ha hecho alguna vez?). Pero si hablamos seriamente, debemos ser cuidadosos con la terminología. No olvidemos que el mundo está construido con palabras, y una palabra no adecuada puede afectar al conjunto de la construcción.
Para decirlo en modo escueto: el fascismo fue una forma específica de dominación política en el periodo de la era industrial. Pero ahora vivimos en la era digital y no podemos servirnos de la misma terminología aplicada a un periodo muy diferente. De lo que se trata entonces es de hacer lo contrario: descubrir las particularidades específicas de determinados movimientos, partidos y gobiernos. De ahí que propongo que, hasta que tengamos un concepto más preciso, usemos para referirnos a los movimientos llamados de extrema derecha, el concepto amplio de nacional-populismo, y al que encabeza Giorgia Meloni en Italia, «melonismo».
«Melonismo»
El «melonismo» pertenece a la misma familia ideológica del lepenismo, de Vox, de AFD, de los «Demócratas de Suecia». Para diferenciarlos de las clásicas derechas de los conservadores de antaño, muchos hablan de extremas derechas. Y, en parte, es cierto. Como los antiguos conservadores, esas ya no nuevas formaciones políticas son nacionalistas, familiaristas, religiosas. También del antiguo conservadurismo han heredado su antiliberalismo hasta el punto de que se declaran orgullosamente iliberales, y otras veces, antiliberales. Pero su enemigo principal no son los liberales. Tampoco son los antiguos socialistas o comunistas, en Italia en estado de extinción. Sus enemigos principales son las nuevas izquierdas, sobre todos las identitarias (las de género, las multiculturales).
Agreguemos que las derechas a las que pertenece el «melonismo» intentan librar su lucha, más que en el plano social, en el plano de la cultura y de las tradiciones nacionales. Apuntando hacia ese objetivo, todas —unas más, otras menos— han detectado como principal amenaza a los movimientos migratorios. Podríamos decir sin problemas, que la política antimigratoria es la más distintiva en los movimientos nacional-populistas.
Las masas migratorias son, según los nuevos partidos de la derecha, portadoras de culturas antagónicas. El choque de las civilizaciones tiene lugar, para ellos, no entre naciones, sino al interior de cada nación occidental. Imaginan ser, sin duda, los defensores del verdadero Occidente, al que en oposición al islam, llaman cristiano. En ese punto conectan con los fundamentalistas islámicos quienes ven en las creencias occidentales una afrenta a su orden cultural y religioso. Como ha sido visto, esa defensa de lo que los nacional-populistas llaman «nuestros valores» logra éxito en sectores que por diversos motivos han llegado a ser los perdedores de una sociedad condicionada por una digitalidad global cuyas coordenadas culturales y políticas no logran entender.
Partidos movimientistas como los Hermanos de Italia son expresiones casi lógicas de la crisis de una sociedad industrial que está muriendo y de una sociedad digital que, habiendo nacido, no logra estructurar un nuevo orden social. Sectores que al no tener futuro encuentran refugio en un pasado glorioso que nunca ha existido.
Crisis política, crisis de la política
Como el fascismo del siglo pasado, las nuevas formaciones políticas —llámense de derecha o de izquierda— son el resultado de la descomposición de estructuras sociales. Esa descomposición es también política. Así visto, los Hermanos de Italia surgieron no en contra sino gracias a una profunda crisis. Giorgia Meloni, en efecto, ha hecho su aparición en un campo surcado por dos crisis cruzadas: una es la crisis política, la otra es una crisis de la política. Creo que este punto merece una explicación.
De acuerdo al profesor de la Universidad de Nápoles Marco Balbruzzi: «De hecho, el único polo de centroderecha se enfrentó a tres variantes diferentes de centroizquierda: una de impronta populista-laborista (M5S), otra orientada al progresismo proeuropeo (Partito Democrático) y la última de carácter neoliberal formada por el nuevo partido de Renzi (Italia Viva) y la formación del eurodiputado Carlo Calenda (Azione). Si estas tres formaciones, que obtuvieron en conjunto alrededor del 49% de los votos, hubieran encontrado la manera de coordinar sus esfuerzos, el juego electoral en las circunscripciones uninominales habría sido menos previsible y la victoria del centroderecha ciertamente más incierta».
En el mismo sentido se ha expresado el filósofo italiano Lorenzo Marsil: «Los demócratas de centroizquierda, encabezados por Enrico Letta, pusieron un veto a cualquier alianza con el Movimiento Cinco Estrellas de izquierda, y los liberales centristas, a su vez, pusieron un veto a los demócratas. Este narcisismo poco cooperativo allanó el camino para la victoria de la extrema derecha».
Según los dos autores citados, Meloni logró triunfar gracias a la fractura del centro político. La explicación es clara: sin centro político, hay crisis política.
Que los adversarios del bloque de Meloni hubieran obtenido más votos y que a pesar de eso no hayan coincidido en una plataforma unitaria, es una prueba evidente de una crisis del centro político. Esa crisis es, a su vez, expresión de la crisis integral de toda la política italiana. Aquí reside justamente el problema más grave: la crisis política derivada de la fractura del centro no solo lleva al triunfo de un extremo sino a una crisis política general de una nación.
La crisis de la política se demuestra en el hecho de que detrás de Meloni no había una mayoría aplastante ni un entusiasmo político que atravesara de punta a cabo a Italia. La abstención parece haber batido todos los récords. Solo acudió a votar el 63,91% del electorado, nueve puntos menos que hace cuatro años. La abstención se ha disparado sobre todo en las regiones del sur. En Calabria solo votó el 50% y en Campania solo el 54%.
Más allá de los números, lo importante es que una nueva (y a la vez antigua) formación política que habitaba en los extremos se ha hecho del gobierno. Esa derecha de masas (la verdad es que ni siquiera sabemos si podemos llamarla derecha) está ahí. En un breve lapso ha vencido en Suecia y en Italia. Probablemente lo mismo ocurrirá en otros países europeos.
Sin embargo, tanto en Suecia como en Italia, los vencedores nacional-populistas —y esto es lo nuevo de esos sucesos— han declarado abiertamente su oposición a la guerra de Putin en Ucrania. Del mismo modo, ninguno ha cuestionado la integración de sus países en la OTAN. El tirano de Moscú no ha podido celebrar el triunfo de Meloni como esperaba hacerlo con un eventual triunfo electoral de Le Pen en Francia.
La paradoja democrática
La paradoja de la democracia es que para ser democracia debe aceptar compartir el poder con sectores antidemocráticos, siempre y cuando estos últimos no infrinjan la norma constitucional. Los nacional-populismos —sobre todo los que se sirven de una retórica de derecha— han llegado a ser, se quiera o no, parte del paisaje político y cultural europeo. Vinieron para quedarse.
Ya hemos visto que en algunos países acatar la constitucionalidad y la institucionalidad vigente es el precio que tienen que pagar los nacional-populistas para acceder al poder político. Eso les ha llevado a frenar los instintos más agresivos de sus contingentes. Por ejemplo, todos sabemos que Marine Le Pen es reaccionaria más que conservadora, pero sabemos que está lejos del fascismo declarado de su padre. Cierto también es que Meloni debió cambiar su discurso de corte mussoliniano por otro más bien de tipo democrático. Y cierto es que, aun compartiendo algunos sesgos culturales con Putin, Meloni ha mostrado abiertamente su oposición a la invasión de Rusia a Ucrania.
Puede suceder incluso que alguna vez esas derechas sean domesticadas por las mismas instituciones que dicen combatir. No sería la primera vez. Muchos de los hoy muy civilizados partidos políticos europeos de centro (pensemos en los socialistas y en los ecologistas) tuvieron una infancia salvaje. La realidad suele ser más fuerte que las ideologías.
Por lo demás, hay temas aludidos por los nacional-populismos que no son invenciones. Su agresiva política puede ser vista en muchos casos como una respuesta al antidemocratismo de determinados grupos de izquierda. Las luchas feministas, para poner un ejemplo, no solo han cuestionado estructuras patriarcales sino también han agredido sensibilidades que no se adaptan tan rápido al nuevo orden sexual que el feminismo radical quiere imponer a troche y moche. Temas como el del aborto se han convertido para los dos extremos en emblemas de movilizaciones que no se caracterizan por su extrema racionalidad.
No podemos negar que las migraciones suelen ser caóticas y que los partidos tradicionales no han encontrado todavía un paradigma migratorio que permita regular la llegada de nuevos habitantes a Europa. La convivencia con otras culturas, particularmente la islámica, no está exenta de dificultades y a veces —hay que decirlo— estas son insuperables.
Tampoco todas las críticas a la UE son injustificadas. La UE es un elefante burocrático destinado a cumplir funciones financieras más que políticas. La llegada a la UE de los sectores anti-EU podría, si se dan las condiciones, politizar a la UE. Pero para que ello ocurra son necesarias muchas reformas al interior de la UE. La ingenua idea de que para tomar resoluciones claves hay que contar con la aprobación de los 27 miembros, ha demostrado, durante el curso de la guerra en Ucrania, ser absolutamente inoperable. La unidad no pude ser forzada.
Las UE, así la concibieron sus fundadores, debería ser un escenario de discusión continental, uno en los que incluso los sectores anti-sistema deben participar. Nos guste o no, ya no podemos ignorar a los partidos de la ultraderecha. Solo porque existen, son parte del debate público.
No la polis hizo a la discusión sino la discusión a la polis. Eso quiere decir: para oponernos al «melonismo», o a otros gobiernos y movimientos de la misma familia, necesitamos de argumentos, no de insultos. De ideas, no de consignas. La pura demonización no lleva a nada.
Por ahora quedémonos con lo poco de bueno que dejaron las elecciones italianas detrás de sí: el «melonismo» no es (todavía) putinismo. Que no llegue nunca a serlo dependerá no solo de Meloni, sino fundamentalmente de esa oposición democrática y unitaria que necesita con urgencia Italia.
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Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.