I.
El país está de mal humor, y con razón. Se encuentra irritado, displicente y, al mismo tiempo, necesitado de creer en un cambio. Su desilusión viene de la frustración por las oportunidades desperdiciadas a lo largo de dos décadas que comenzaron en medio de una gran esperanza para muchos venezolanos. Y, claro, también se muestra desganado por la falta de alternativas a la vista.
Ese mal humor tiene como causante a un Gobierno que arrió las banderas más nobles y traicionó la promesa de bregar por una sociedad mejor y más justa. Un Gobierno que se volvió impresentable en cuanto a honestidad política, que no ha dado pie con bola en asuntos cruciales y ha hecho que la existencia de cada quien discurra como tragedia en un país cada vez más violento, cada vez más anárquico e impredecible, cada vez más incómodo y enrevesado, cada vez menos grato y amable, en suma, un lugar de donde cada vez más gente se quiere ir.
Tiene que ver, así mismo, con un Gobierno, obcecado por mantener el poder y al que solo le alcanzan las ideas y los esfuerzos para encarar los embrollos de la presente coyuntura, dejando de lado la tarea de escrutar los signos de estos tiempos y descifrar los códigos propios del Siglo XXI, calibrando los desafíos que presenta.
II.
Este Gobierno del que hablo nos ha traído a una situación económica que se ha vuelto casi inmanejable, cuya expresión resumida viene dada por un proceso de hiperinflación que, por su gravedad y características, tiene muy pocos precedentes en el mundo. Después de haber esquivado la cuestión durante largo tiempo, hace poco decidió, por fin, hacerle frente. Para ello diseñó y anunció un Programa de Recuperación, Crecimiento y Prosperidad Económica, hechura del propio Presidente Maduro, absolutamente original, dijo en televisión, y que, según dio a entender, tiene hasta su toquecito de magia. Sin embargo, conforme a lo que señalan los expertos, tanto nacionales como internacionales e, incluso, algunos partidarios del oficialismo, la propuesta no resolverá los problemas, si no que los agravará. Algunos, ejerciendo su derecho a la suspicacia, creen que en realidad se trata más bien, y sobre todo, de un paquete político, de allí la exigencia del Carnet de la Patria, eje de diversos mecanismos ideados para rastrear a la población y presionarla desde el punto político, poniéndolo como condición para acceder a determinados bienes y servicios cuya distribución depende de alguna manera del Estado. En otras palabras, estamos, entonces, frente a un conjunto de medidas orientadas a más bien a reforzar aún más el autoritarismo oficial en medio de un entorno económico con tendencia a empeorar.
Difícil exagerar, entonces, la gravedad de un escenario como el que deriva de lo descrito en estas líneas. E igualmente, resulta muy cuesta arriba entender que, en medio de este cuadro, no haya una oposición unida en condiciones de elaborar un relato político común que dé cuenta del país que tenemos, que recoja la queja del ochenta por ciento de los ciudadanos y asome con claridad una opción, dibujando una sociedad no sólo deseable sino posible.