
Editorial
Las elecciones previstas por el régimen no son un ejercicio democrático sino una maniobra para desconocer la voluntad popular expresada de forma abrumadora y transparente el pasado 28 de julio. En esa fecha, Edmundo González Urrutia fue electo presidente con base en actas verificadas, generadas por el propio sistema automatizado del CNE que el oficialismo no ha podido impugnar ni desmentir.
Lejos de corregir el fraude, el chavismo avanza hacia un nuevo proceso electoral con las mismas instituciones que despojaron al pueblo de su decisión soberana: un Consejo Nacional Electoral y un Tribunal Supremo de Justicia alineados con el poder, que niegan los resultados del 28 de julio y actúan como garantes de una legalidad secuestrada.
En estas nuevas elecciones, el único resultado predecible es la victoria asegurada del PSUV. La tarjeta de la Unidad, históricamente respaldada por millones, ha sido inhabilitada. A la oposición democrática solo le quedan tarjetas marginales, prestadas por organizaciones que decidieron participar en un proceso que ni es justo, ni es libre, ni cuenta con condiciones mínimas de equidad. Esta ruta electoral contradice el mandato claro que dieron los venezolanos en las primarias de octubre y que se consolidó en julio con la elección de González.
En toda democracia, el voto debe servir para elegir, no para simular. Por eso cabe preguntarse con fuerza y claridad: ¿Elecciones para qué, si el pueblo ya eligió y su decisión sigue siendo pisoteada?
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