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Fernando Mires

Las tres grandes mentiras del putinismo

Fernando Mires

La mentira, no lo vamos a descubrir ahora, es un arte de la guerra. Al enemigo para derrotarlo hay que sorprenderlo y, por lo mismo, engañarlo. Pero no es a esas mentiras a las que me referiré en este texto sino a otras. Las llamaré, siguiendo como tantas veces a Hannah Arendt, pero esta vez en contraposición a ella, mentiras de opinión (Arendt hablaba de verdades de opinión y de verdades de hecho). También podríamos llamarlas, mentiras legitimatorias. No son mentiras de guerra, sino mentiras sobre la guerra. Son las que pretenden justificar a una guerra sobre la base de algunas verdades, pero encapsuladas en grandes mentiras. De esas mentiras he elegido a tres que parecen ser predominantes.

1. La primera gran mentira afirma que la guerra a Ucrania es realizada por el gobierno de Putin para evitar que Ucrania ingrese a la OTAN y con ello ponga en riesgo la seguridad interior y exterior de Rusia.

Esa es también la tesis oficial del gobierno Putin. Ha tenido incluso acogida en personas y grupos que no pueden ser calificados como acólitos de Putin. Para la gran mayoría de quienes la sustentan –algunos por reflejos condicionados originados en la Guerra Fría- la OTAN es una institución expansiva al servicio de los intereses del -por el movimiento comunista así denominado- imperialismo norteamericano. Quienes alcanzamos a convivir bajo el influjo de las ideologías de ese periodo recordaremos que en los círculos de izquierda, sobre todo en los pro-soviéticos, el carácter imperialista de la OTAN estaba fuera de toda discusión. La verdad, sin embargo, dice otra cosa.

La OTAN comenzó a ser forjada desde 1947 a solicitud de los gobiernos democráticos de Europa a los EE UU cuando Stalin no ocultaba sus propósitos de enfilar hacia Turquía y Grecia. Fue entonces cuando el presidente Truman, a petición de Churchill, lanzó su legendaria advertencia a Stalin: “ni un paso más”. Así nació la OTAN, institución destinada a contener militarmente el avance soviético. De esos hechos se deducen tres consecuencias.

Primero: la OTAN nació como institución militar antimperialista (en contra del imperio de la URSS) En 1952, Grecia y Turquía ingresaron a la OTAN y con ello, la puerta del avance stalinista hacia el sur de Europa fue cerrada con candado. Si no hubiera sido por la OTAN, alguno países del sur europeo, incluida Italia donde un 40% votaba por los comunistas, habrían pasado a formar parte del imperio soviético.

Segundo: la OTAN nació como institución esencialmente defensiva y no expansiva.

Tercero: el objetivo de la OTAN de acuerdo al artículo 51 de su reglamento interno, no era proteger a todas las naciones europeas sino a las de carácter democrático. Hoy, tal vez con la excepción de la Turquía de Erdogan (no dictatorial, pero sí autoritaria) todos los países de la OTAN son democráticos.

Considerar la composición democrática de la OTAN es fundamental para contrarrestar la tesis putinista de la expansión de la OTAN en menoscabo de Rusia. En efecto, no es la OTAN la que se ha expandido, sino el número de los países democráticos europeos, los que al serlo, han solicitado su ingreso a la OTAN. Eso quiere decir desde un punto de vista historiogáfico que la tesis de la amenaza de la expansión de la OTAN debe ser puesta en orden secuencial pues al aumentar la expansión democrática en Europa aumentó el radio de acción de la OTAN, y no al revés. La conclusión es: Putin no invadió Ucrania porque podía ser miembro de la OTAN, sino porque Ucrania llegó a ser un país democrático. Un país que, por lo mismo, mantiene un régimen político alternativo y antagónico al que impera en Rusia. En otra frase: un país que es una amenaza política pero en ningún caso militar para Rusia.

El origen de la segunda expansión de la OTAN sucedió como consecuencia de la liberación nacional de los países europeos que formaban parte del área de dominación soviética, inmediatamente después de las revoluciones democráticas de 1989-1990. En todos esos acontecimientos, ni la OTAN, ni los países democráticos de Europa, movieron un solo dedo. La liberación de los países sometidos a la URSS fue pacífica, electoral y nunca militar. Luego, otra vez hay que secuenciar: primero vino la revolución democrática y después, la admisión de los países liberados, en la OTAN. No al revés. Si en Europa del Este y Central ha habido alguna expansión no ha sido la de la OTAN sino la de las democracias. La OTAN solo ha prestado cobertura militar a las democracias post-soviéticas después que estas se habían constituido.

La Ucrania de Zelenski, al solicitar su ingreso a la OTAN, no ha hecho nada distinto a lo que hicieron en el pasado reciente los gobiernos de la ex Checoeslovaquia, Polonia y Hungría, entre varios. Una Ucrania en la OTAN nunca habría sido un peligro militar para Rusia, aunque Rusia sí era un peligro para una Ucrania sin OTAN. Por lo demás, los derechos reclamados por Putin para anexar a Ucrania, todos formulados en su extenso artículo “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos” (puede ser hallado en Google), no menciona a la eventual pertenencia a la OTAN como razón de reclamo, sino a los elementos míticos que, según su arcaica ideología, conforman a una nación (lenguaje, carácter, y sobre todo, “espacio vital”). De acuerdo al tenor de ese artículo, Ucrania pertenece a Rusia “por naturaleza” (idea de origen netamente fascista).

Hemos dicho que la democracia es expansiva. Desde las “revoluciones madres” de la modernidad, la norteamericana y la francesa, la democracia como forma política hegemónica no ha cesado su expansión. Con cierta razón Claude Lefort entendía a la democracia como una revolución permanente. No solo se profundiza hacia adentro sino, además, crece hacia afuera. Revolución democrática que avanza en forma de olas –en ese punto tiene plena razón Samuel Hungtinton-.

Una gran ola apareció en los tres últimos decenios del siglo XX. Primero con las evoluciones democráticas europeas en Europa del sur: Grecia, Portugal y España. Luego con la gran revolución democrática que puso fin al comunismo y a la dominación rusa en los países de Europa Central y del Este y, finalmente, el declive de las dictaduras militares del Cono Sur en Latinoamérica. Hoy en cambio asistimos a la aparición de una fuerte ola antidemocrática, encabezada por la Rusia de Putin y seguida por una gran cantidad de gobiernos autoritarios y autocráticos en Europa, en el Oriente Medio y en América Latina. Víctima de esa contrarrevolución ha sido Ucrania, como ayer lo fueron Georgia y Chechenia.

Para poner las cosas en orden: el gran error de la OTAN no fue haber dado protección a Ucrania sino no haberlo hecho a su debido tiempo, cuando Ucrania lo solicitó. Hoy ya es tarde. Hacer ingresar en estos momentos a Ucrania a la OTAN, llevaría a una tercera guerra mundial de carácter atómico. Esa es la amenaza pronunciada por Putin. De tal modo que la renuncia a ser miembro de la OTAN planteada por Zelenski puede ser considerada como una capitulación parcial y necesaria, pero en ningún caso como el reconocimiento de un error.

Ucrania, si no hubiera mediado la amenaza atómica, habría pasado a formar parte de la OTAN. Puede ser anexada por Putin, pero -y en eso están de acuerdo la mayoría de los observadores– por derecho, por su formación política y por su reciente historia, Ucrania debe pertenecer y probablemente pertenecerá algún día a la OTAN o a una organización continental similar que la suceda. Cuando el virus de la democracia contagia a una nación, nunca se va de ella.

El ingreso a la OTAN no conducirá a ninguna nación europea a la democracia, pero el ingreso a la democracia sí debe conducir a la OTAN. Es no lo quieren entender los putinistas debido a una razón muy simple: afirmar que Putin arrasa con Ucrania para evitar la expansión de la OTAN, confiere al horroroso genocidio que hoy se está cometiendo en Ucrania, un aparente carácter defensivo y no ofensivo. No Ucrania, sino la Rusia de Putin sería la víctima. Luego, la guerra de Putin, es justa. Los anti- OTAN, sobre todo los de la “izquierda jurásica”, asumen el discurso criminal de Putin como propio.

2. La segunda gran mentira afirma que Ucrania fue impulsada por los países miembros de la OTAN y por la UE a la guerra, para luego dejarla abandonada a su suerte.

El objetivo de esa afirmación no puede ser más venenoso. La intención es hacer aparecer al gobierno de Zelenski como una marioneta de la OTAN, de los EE UU y de la UE. Precisamente lo que busca Putin. Pero esa mentira pasa por alto el hecho de que la lucha por la independencia de Ucrania no ha comenzado ahora. Por el contrario, es una historia de larga data. Comenzó antes de que apareciera Putin, desde la disgregación de la URSS.

La independencia de Ucrania fue confirmada en diversos tratados, entre otros en el artículo 2.4 de la Carta de Naciones Unidas, en el Acta de Helsinki de 1975, en los compromisos contraídos por Moscú con Ucrania sobre su integridad territorial, en el Tratado de Minsk que formaliza la disolución de la URSS en diciembre de 1991; en el Memorándum de Budapest de 1994 por el que Ucrania entregó sus armas nucleares a Rusia a cambio de una garantía de seguridad; y el Tratado de Amistad entre Rusia y Ucrania de 1997.

Naturalmente, Occidente y sus instituciones han prestado colaboración a cada uno de los acuerdos nombrados. En ese sentido ha continuado la línea política que mantuvo con los movimientos democráticos de la Europa comunista, línea que se puede definir en una frase: apoyo sin intervención. Así fue como Occidente apoyó al Solidarnosc de Lech Walesa, a Charta 77 de Vaklav Havel, y a muchos otros movimientos, pero nunca de modo directo. Recordemos que cuando se produjo el golpe de estado en Polonia en 1981, la OTAN tampoco acudió en defensa de Solidarnosc, haciendo oídos sordos ante quienes lo pedían. Ya antes, en 1956, cuando la rebelión húngara fuera destrozada por las fuerzas represivas de la URSS, la OTAN tampoco intervino, ni militar ni políticamente. Lo mismo en 1968, cuando los tanques rusos entraron a Praga. Y mucho más recientemente, cuando Lukashenko ha llevado a cabo en Bielorusia una brutal persecución a todo lo que parezca oposición, Europa y la OTAN no movilizaron a ninguna fuerza en su contra.

Tampoco Occidente ha intervenido en contra de las espantosas masacres llevadas a cabo por Putin en Georgia y en Chechenia. Y cuando el dictador ruso ocupó Crimea en 2014, Occidente dejó que los propios ucranianos resolvieran sus problemas con Rusia.

La mentirosa tesis de Putin y sus seguidores, relativas a que los patriotas ucranianos son conducidos por Occidente y la OTAN solo busca reforzar la afirmación de que Ucrania no es una nación independiente. Pero la realidad muestra exactamente lo contrario. Las luchas por la independencia nacional en Ucrania han resultado de complejas confrontaciones internas. La llamada “revolución naranja” del 2004, los avances de los grupos dirigidos por Víctor Jutschtschenko, el fracaso del pro-ruso Víctor Yanukovitsch, la ascensión de Petro Poroschenko y recientemente de Volodimir Zelenski, todo eso nos habla de una nación que ha ido formando su personalidad política en interesante y apasionada conflictividad. Ucrania, dicho en breve, posee su propia historia. Es una nación política. En virtud de los tratados firmados por los propios gobiernos rusos, es una nación jurídica. Y por su pertenencia a la ONU, es una nación independiente y soberana. Una nación que nunca ha agredido a otra y cuyo objetivo ha sido buscar un lugar en el mundo, más cerca de Europa que de Rusia, a la que aún anexada, nunca más pertenecerá.

No, Occidente no ha movilizado a Ucrania en contra de Rusia ni tampoco la ha dejado abandonada como afirman los sofistas del putinismo internacional. Pero sí ha respetado sus derechos y en su lucha por la independencia la apoya con solidaridad, dinero, ayuda a los millones de refugiados y provisión de materiales bélicos. Quizás pueda y debería hacer algo más. No hay que olvidar que Ucrania es un país que cumple con todos los requisitos para ingresar a la UE. Hasta ahora, los políticos miedosos y los burócratas de la letra chica, lo han impedido. A pesar de todo, Ucrania no está sola.

3. La tercera gran mentira es la que busca nivelar a la sangrienta invasión a Ucrania con las cometidas por EE UU y otros países occidentales en otras latitudes.

Nadie lo va a negar. Las invasiones dirigidas por Washington a Vietnam, a Irak, a Afganistán, o a otras regiones, son en muchos aspectos condenables. Así como los excesos de las tropas de Israel en Palestina. O las persecuciones al pueblo kurdo llevadas a cabo desde Estambul. Todos eso, y muchos más, no son hechos que enorgullecen la historia de esos países. Podríamos incluso seguir enumerando episodios luctuosos en donde han actuado naciones democráticas, no solo en el pasado colonial, también en nuestros días.

Nadie dice que los gobernantes y los partidos políticos de los países occidentales son ángeles de la paz. Probablemente hay algunos tan canallas como el mismo Putin. No obstante, el solo hecho de que los putinistas se sientan obligados a legitimar masacres con otras masacres - frente a las que muchos de ellos nunca protestaron en el momento en que se produjeron- solo nos muestra una perversión mayor: la de relativizar crímenes con crímenes.

Más allá de la sangre derramada, y sin intentar disculpar a nadie, parece ser necesario poner el acento en algunos puntos que confieren a la invasión y a las consecuentes masacres inducidas por el régimen de Putin en Ucrania, como un hecho inédito y mucho más peligroso que las guerras propiciadas o ejecutadas desde o por Occidente en el pasado reciente.

Un punto dice que todas las guerras de Occidente han tenido lugar en contra de dictaduras. Nunca, ningún país democrático ha ido a la guerra contra otro país democrático. No queremos decir con esto que las naciones democráticas sean poseedoras de un pasaporte de inmunidad militar. El problema es otro, y no es moral. Tal vez ni siquiera es político. Lo que se intenta destacar es que los países dominados por dictaduras carecen de medios comunicativos para resolver de modo político los conflictos que se presentan entre ellos o con otros países, sean estos democráticos o no. Esos mismos gobiernos actúan en un estado de guerra permanente en contra de su propia ciudadanía. El caso de Putin es paradigmático. El presidente ruso debe ser el gobernante que más opositores ha envenenado. Cada opositor es un enemigo. Los procedimientos en contra de Navalny así lo demuestran. Cada vez que tiene problemas, Putin aumenta los años de prisión al líder. Putin y la mayoría de los tiranos que asolan el mundo no saben, ni quieren, y tal vez ni pueden, resolver diferencias en términos políticos pues las estructuras de dominación de sus países no son políticas.

Otro punto es que los gobernantes de democracias que llevan a cabo desmanes en otras latitudes, están sujetos a vigilancia, sea parlamentaria, sea de la prensa o de sus propios partidos. No son en fin, personas políticas autónomas. Alguien puede criticarlos a fondo como ocurrió a Nixon en EE UU y después al mismo Bush jr., sin temor a ser encerrado en una cárcel. Más aún, son revocables y con ello, sus políticas también lo son. No ocurre lo mismo con dictadores como Putin. La guerra a Ucrania continuará hasta donde él, consultando a su almohada, decida mantenerla.

Hay también un tercer punto, y probablemente el mas importante. Ese punto constata que nunca un país democrático ha amenazado a otra nación en término atómicos como lo ha venido haciendo Putin, incluyendo a naciones no involucradas en el conflicto.

4. Y una reflexión final …...

La conclusión no puede ser más deplorable. Ucrania solo será una nación definitivamente libre cuando en Rusia imperen relaciones democráticas, o por lo menos, cuando se vaya Putin. Algo que por ahora solo nos está permitido soñar, porque de eso estamos lejos. Lo que sí presentimos es que debe haber millones de seres en esta tierra que pensamos lo mismo: en que el mundo sería más habitable si Putin nunca hubiera nacido.

Y así y todo lo dudamos: nunca sabremos por ejemplo si el nazismo fue una creación de Hitler o si Hitler fue un producto del nazismo. Lo mismo sucede con Putin. Más todavía cuando en este tiempo hemos observado a cantidades de personas con predisposiciones putinistas, sea en la política, en los gobiernos, en los medios de comunicación, en las redes. Seres que buscan legitimar el crimen cometido a Ucrania con sofismas o simplemente mentiras. Oportunistas que intentan desviar la atención hacia problemas secundarios. Jueces improvisados que reparten puntos para lado y lado como si la invasión a Ucrania fuese un juego de boxeo. Algunos publican su indignación porque a un director de orquesta le fue solicitado distanciarse de la guerra a Ucrania, pero callan sobre los mártires de Mariopolis y Kiev. No faltan los hipócritas que repiten “toda las guerras son malas”, como si se tratara de otra epidemia. Y aún hay peores: los que convierten a las víctimas en hechores, a los asesinados en culpables y a los perseguidos en perseguidores.

Si algo ha mostrado con claridad la guerra a Ucrania es la enorme cantidad de lacra que yace esparcida sobre el mundo. El problema es que esa lacra es humana. Los asesinos y sus seguidores viven entre nosotros. Con esa verdad tenemos que confrontarnos. La democracia no tiene seguro de vida. La democracia, al fin y al cabo, es un plebiscito cotidiano.

17 de marzo 2022

Polis

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La ruleta rusa

Fernando Mires

Para ser realistas hay que partir de una premisa. Lo peor puede suceder porque lo peor ya ha sucedido en otras ocasiones. Nadie imaginó por ejemplo, que de una escaramuza regional entre Serbia y la unidad austro-hungara iba a tener lugar la primera guerra mundial con una secuela de millones y millones de muertos. Tampoco nadie imaginó que ese grotesco payaso que se hizo del gobierno alemán iba a cumplir las barbaridades escritas en Mein Kampf, incendiar a toda Europa, e intentar hacer desaparecer de la faz de la tierra a un pueblo bíblico. Lo peor ha sucedido y lo peor puede suceder, aunque después los historiadores no se atrevan a explicar por qué sucedió. Lo peor puede suceder y ha sucedido cuando del poder humano se apodera la radicalidad del mal en toda su inconcebible dimensión.

La radicalidad del mal fue un concepto elaborado y afinado por Kant en diversos textos. Según el filósofo, en el humano existen predisposiciones hacia el bien, condicionadas por esa sociabilidad política natural que descubrió Aristóteles en nuestra especie. De allí viene la noción moral, después la religión, después la razón, después la ley civil, después la Constitución. En ese orden. Hasta la llegada de la fase constitucional, el ser humano no está constituido como ente político.

Continuamente aclaraba Kant (Metafísica de las Costumbres) que el mal no viene del desconocimiento a la ley sino de su conocimiento, en el mismo sentido como Jesús no consideraba pecadores a quienes no conocían el pecado (“perdónalos Señor, no sabe lo que hacen”) La radicalidad del mal proviene de la negación de la ley, la que para ser negada debe ser conocida. El mal es transgresión a la ley: a la ley moral, a la ley religiosa y a la ley política. El mal radical va más allá: es la destrucción intencional de la ley. De acuerdo al dictamen kantiano, Vladimir Putin sería uno de los exponentes máximos de la radicalidad del mal. Solo comparable con Hitler.

No se trata de construir analogías. Pero hay un punto en el que la comparación Hitler-Putin es innegable. Para ambos, el derecho, ya sea nacional o internacional, está subordinado a una instancia, si se quiere, a una ratio superior. Esa no es otra que la ratio del pueblo mítico, en el caso de Hitler el germano, y en el caso de Putin el eslavo. La Germania de Hitler es un equivalente a la Eurasia de Putin, concepto tomado por Putin de los fanáticos eslavistas Ivan Illyn y Aleksandr Dugin. Bajo el influjo de ambos escribió Putin un artículo (2021) en donde postula la imposibilidad de Ucrania para ser nación debido a su pertenencia “natural” a la Gran Rusia.

A Putin no importaba, por supuesto, que Ucrania hubiera sido reconocida como nación independiente y soberana por el gobierno de Yelsin, por su propio gobierno, por la UE y no por último, por la ONU. De acuerdo con José Ignacio Torreblanca: “Con la invasión de Ucrania y el vigente intento de anexión o sumisión, Rusia no sólo ha incumplido todos los compromisos de respeto de la integridad territorial de sus vecinos asumidos en el marco internacional (en concreto el artículo 2.4 de la Carta de Naciones Unidas) y europeo (Acta de Helsinki de 1975) sino los específicamente contraídos por Moscú con Ucrania respecto a la salvaguarda de su integridad territorial: el Tratado de Minsk que formaliza la disolución de la URSS en diciembre de 1991; el Memorándum de Budapest de 1994 por el que Ucrania entregó sus armas nucleares a Rusia a cambio, otra vez, de una garantía de seguridad; y el Tratado de Amistad entre Rusia y Ucrania de 1997, donde ambas partes reiteraron dicho compromiso”. En breve, con toda la legislación vigente a escala internacional.

El hecho de que la concepción geopolítica del gobierno ruso no se encuentre ajustada al derecho internacional sino a una concepción mitológica de la historia, dificulta enormemente la posibilidad para que las naciones occidentales puedan establecer con el régimen ruso una comunicación diplomática. Para Putin, las leyes, los reglamentos o los acuerdos son bagatelas comparadas con los principios supralegales en los que él cree con fervor religioso. Peor todavía si pensamos en que los principios en los cuales cree Putin, al ser míticos, no son transables y, al no serlos, tampoco son politizables.

Lo mismo que con Putin sucedía con Hitler. El caudillo nazi no se dejaba regir por ninguna ley o acuerdo. Para él todos los tratados podían ser desconocidos si una razón superior -de la cual el creía ser su voz depositaria- lo ameritaba. Así se explica por qué la ruptura del pacto de no agresión entre Alemania y Rusia fue considerada por Stalin como una traición mientras que para Hitler era una simple estratagema al servicio del mito germánico. En ese punto Putin se encuentra más cerca de Hitler que de Stalin. Como Hitler con relación a Alemania, Putin cree en el destino manifiesto de la gran nación rusa.

Podría pensarse que lo que más diferencia a Hitler de Putin es el furioso antisemitismo profesado por el primero. Probablemente Putin no es antisemita, pero sí es algo muy parecido: es anti-occidental. Y eso lo acerca demasiado al antisemitismo hitleriano. Para Hitler, no hay que olvidarlo, los judíos no eran tanto miembros de una religión sino el pueblo que más y mejor había llegado a representar a los “decadentes” valores occidentales, sobre todo en los campos de las artes, de las ciencias, de las letras, del comercio y de la economía. Los judíos eran la representación simbólica y real del anti-occidentalismo de Hitler. En cambio, para Putin, su anti-occidentalismo es directo y puro y no necesita representación. Occidente es lo que hay que destruir y los que siguen a Occidente también. Con toda seguridad, Zelenski y los suyos son para Putin traidores occidentalistas de la Madre Rusia y por lo mismo han de ser ser liquidados. Lo mimo el pueblo ucraniano que, por no recibir a sus “libertadores” rusos con los brazos abiertos, deberá ser castigado, sometido a un escarmiento infernal. La guerra a Ucrania es la expiación de sus habitantes.

Estas son razones que llevan a pensar qué durante y después del episodio de Ucrania, Occidente debe estar preparado para vivir lo peor. Putin ha descubierto la fórmula para paralizar a sus enemigos. Nos referimos a la amenaza nuclear. Esa es la particularidad de la actual guerra en Ucrania. Putin ha arrasado con todos los acuerdos y tratados relativos a la reglamentación de las armas nucleares y amenaza con convertirse en el violador del que, después de Hiroschima y Nagasaki fuera denominado, “pacto nuclear”, respetado durante todo el periodo de la Guerra Fría por los dos bloques en contienda. Eso, más que la magnitud de la masacre cometida en Ucrania, es lo absolutamente inédito en la guerra pre-mundial desatada por Putin. Eso es también lo que no logra entender una corriente relativista que ha calado hondo entre algunos sectores políticos occidentales para quienes los crímenes de Putin están justificados a priori por las invasiones armadas cometidas por EE UU en diversos puntos del globo (otros agregan las de Israel y de Turquía). Lo que no divisan esos sectores –por lo general militantes o clientes de alguna izquierda- es que en esos conflictos militares del pasado ninguna nación amenazó con poner en juego el destino de toda la humanidad mediante una operación nuclear. Ahí, justo en ese punto, yace el hueso de la maldad radical de Putin. El poseso dictador ha amenazado con que, si las naciones occidentales prestan ayuda directa a Ucrania, pulsará botones nucleares. Solo con esa declaración Putin ha roto el tabú que hacía posible la convivencia mundial, aún entre naciones enemigas, después de la segunda guerra mundial. Definitivamente, ha traspasado todos los límites. O lo dejan hacer en Ucrania lo que él quiera, o se acaba la, o una parte de, la humanidad.

Una amenaza hábil, dirán entre sí los putinistas (antioccidentalistas) admirando a su ídolo, aunque seguramente en el fondo piensen que Putin no va a cumplir con lo que dice. Putin se hace el loco, afirman algunos, no con menos admiración. No obstante, nadie está muy seguro. Pues si continuamos comparando al jerarca ruso con su par, Hitler, podríamos llegar a formular una terrible pregunta. ¿Creen ustedes de verdad que, si hubiese tenido acceso a la energía atómica, al saberse derrotado en su bunker, Hitler habría vacilado en apretar el botón del mundicidio? Entre una Alemania derrotada, humillada y ofendida, o entre pasar a la historia como pasó a ser, un monstruo ¿por qué no elegir a la nada? Recordemos que Hitler asesinó a su esposa Eva Braum antes de suicidarse. Recordemos que Joseph Goebbels asesinó a sus seis hijos mientras su mujer, Magda, decía "En la Alemania que viene no hay lugar para mis hijos".

No creo que Putin sea muy distinto a Hitler. Los dos grandes asesinos tienen algo en común: sus decisiones no están controladas por nada ni por nadie. Putin, como Hitler ayer, se ha autonomizado de toda directriz colectiva. Encerrado en sus mansiones digitalizadas, no tiene necesidad de dar cuenta a nadie. Pudiera ser incluso que Putin no va a apretar el botón nuclear como creen muchos. Pero el solo hecho de depender todos de la buena o mala voluntad de un tirano, es espeluznante. Tampoco nadie puede decir que el holocausto nuclear sea una absoluta imposibilidad. Irse de esta vida llevándose consigo, si no al mundo, a la perversa y decadente Europa, es, guste o no, algo perfectamente imaginable. Estamos siendo chantajeados por un maleante internacional. Esa es la irrefutable verdad de la guerra a Ucrania.

Para los cómodos putinistas de Occidente es muy fácil culpabilizar a las naciones democráticas y a la que en su repertorio ideológico es la “causa” de todos los males de este mundo, la OTAN. Han llegado al descaro de afirmar que la UE y los EE UU arrojan a Ucrania a la hoguera para después dejarla abandonada, haciendo aparecer así a Zelenski y a todos los que luchan por la independencia de su país, como simples títeres de los EE UU y de la UE. En otras palabras, han asumido el discurso de Putin como propio. Sospechosamente son los mismos miserables que se oponen al envío de armas a Ucrania y a las sanciones al gobierno de Rusia. Es por eso que la lucha en contra del putinismo no solo debe tener lugar en contra del gobierno de Rusia, sino al interior de cada nación. Basta ver las redes y comprobar como Putin cuenta con fans, con partidos organizados, incluso con gobiernos, sean de ultraderecha en Europa o de ultraizquierda en América Latina. Putin, lo hemos dicho otras veces, es el líder de la contrarevolución antidemocrática de nuestro tiempo.

Es cierto que Putin encontró en Ucrania una resistencia que no esperaba. Es cierto que los gobiernos de Europa han sabido unirse entre sí a pesar de no contar con instituciones que representen esa unión (la UE es una institución financiera y burocrática y no fue creada para enfrentar una guerra) Es cierto que el clamor en contra de la agresión a Putin es planetario, expresado en 141 votos contados en la ONU. Es cierto que China de aliada de Putin ha pasado a posicionarse de un modo algo neutral. Todo eso es cierto. No obstante nadie puede ni debe sacar cuentas alegres. Ni tampoco dejarse llevar por raptos de entusiasmo y repetir con Yuval Harari que “Rusia puede ganar muchas batallas y perder la guerra”. No: en la guerra no hay victorias morales. En la guerra solo hay victorias y derrotas militares.

No estamos seguros si ya hemos entrado a través de las puertas que llevan a la tercera guerra mundial. Lo único que sabemos es que en la ruleta rusa de Putin no solo está en juego el destino de la admirable y valiente Ucrania. Hay mucho más puesto en la ruleta de esa guerra. Está en juego, entre otras cosas, el derecho internacional y la jurisdicción destinada a proteger la autodeterminación de las naciones. Están en juego todos los acuerdos de posguerra, entre ellos los de la protección a la población civil. Están en juego todos los reglamentos contraídos por las potencias atómicas, incluyendo a la misma Rusia. Están en juego Polonia, los países bálticos, Finlandia e incluso Suecia. Está en juego el orden de seguridad mundial. Y no por último, y dicho sin ningún dramatismo, pero con todas sus letras, está en juego el destino de la humanidad.

13 de marzo 2022

Polis

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Putin: hegemonía y dominación

Fernando Mires

“Nosotros estamos luchando en esta guerra porque no queremos perder lo que tenemos;

no queremos perder nuestro país” (Wolodymyr Zelenski)

Si vamos a utilizar el concepto de hegemonía en lenguaje político no podemos hacerlo sin nombrar a Antonio Gramsci. Es su concepto central, el eje donde articula toda su concepción de la política. La hegemonía, en sentido gramsciano, no puede a su vez ser explicada sin utilizarse la palabra «consenso» el que, para serlo, tiene que surgir de las diferencias. No puede haber hegemonía sin diferencias y eso es lo que enlaza al concepto de hegemonía con la política.

1.

La política es lucha por el poder. En ese punto tuvieron razón, cada uno por su lado, Max Weber y Carl Schmitt. Pero a los dos les faltó agregar las dos palabras claves: poder hegemónico. Sin apelación a lo hegemónico, la lucha por el poder deja de ser política. Mucho más cerca de Gramsci que de los dos autores citados, Hannah Arendt hizo la diferencia entre poder –un concepto para ella político– y violencia -un concepto antipolítico-. Según Arendt, allí donde impera la violencia no hay lucha por el poder.

El uso de la violencia -e inevitablemente estamos pensando en el ser más violento de nuestra era: Vladimir Putin– supone la negación de la política. Expresado en vocablos gramscianos, en la lucha por el poder prima una lucha hegemónica entre la política y la violencia. Allí donde reina la violencia, desaparece la política. Así lo subrayó Arendt.

De lo que se trata, según Gramsci, es oponer el poder de la política por sobre el poder de la violencia. Razón que llevo a Ernesto Laclau a disertar sobre el carácter impuro (difuso, opaco) de la hegemonía. Para ser hegemónica, o dirigente, la política necesita ser orquestada, y su musicalidad ha de surgir de diversos instrumentos. Sin heterogeneidad y antagonismo, no hay política.

La democracia, mirada desde esa perspectiva, es el campo de encuentro y confrontación entre diversas demandas, intereses e ideales, y para que tenga lugar, precisa de instituciones, entre ellas las de los representantes y las de los representados.

Quiere decir: La política, aún sin parlamentos, debe ser parlamentada (hablada, discurseada, gramatizada). Fue así como Gramsci nos llevó a pensar sobre la diferencia entre clase dirigente y clase dominante. La política democrática sería la lucha por obtener la dirigencia (hegemonía) y no la dominación. La primera es el objetivo de lo político, lo segundo, de lo militar.

2.

La lucha social, entendida por Gramsci, no es una confrontación brutal sino, sobre todo, una lucha cultural. Sin hegemonía cultural no puede haber hegemonía política, así puede ser resumido su dictamen. No obstante, como no vivió en la era de la globalidad, sus referencias solo apuntaban a las políticas internas de cada nación. Fue un politólogo y político norteamericano, Joseph Nye jr., asesor de Clinton y Obama, quien intentaría de modo explícito extender el concepto gramsciano de hegemonía hacia el plano de las confrontaciones internacionales.

Nye desarrolló su conocida teoría del «poder blando», en contraposición al poder «duro» basado en la dominación militar. De más está quizás decir que los escritos de Nye fueron alertas y después consecuencias de las atrocidades militares y antipolíticas cometidas por Bush jr., sobre todo en Irak. Gracias a Bush jr. EE UU perdió un enorme poder hegemónico (disuasivo) en extensas áreas del globo. Hoy intenta recuperarlo, a duras penas, Joe Biden.

En su libro más popular The future of Power (2011) Joseph Nye postula que el poder blando (o hegemónico) es un instrumento complicado: primero, muchos de sus recursos vitales están fuera del control de los gobiernos y, segundo, tiende a «trabajar indirectamente formando el entorno para la política, y algunas veces toma años para producir resultados esperados». El libro identifica tres amplias categorías de poder blando: «cultura», «valores» y «políticas». Atendiendo al primer punto, el de la cultura, Nye contradice a Samuel Huntington quien ve entre las culturas solo un choque o colisión. Según Nye, la lucha cultural –ahí recurre a Gramsci– se da por medio de la persuasión, del argumento, y del convencimiento.

Como Gramsci, Nye intenta devolver la política internacional a su concepción griega originaria: el antagonismo verbal, ya no en la plaza pública sino en el espacio de la polis global, virtual y real a la vez. La política debe ser convincente, si no para todos, para la mayoría. En ese sentido, las 141 naciones que en la ONU condenaron la agresión a Ucrania infligieron a Putin una de las más estruendosas derrotas políticas que haya experimentado gobernante alguno en toda la historia de la política internacional.

Derrota política que no ha menguado la furia del déspota sobre el martirizado pueblo ucraniano. Más bien parece haberla incentivado. Esa es la razón por la que se ha escrito tantas veces que no pese, sino gracias a la probable victoria militar que logrará Putin en Ucrania, solo obtendrá una derrota moral, cultural y política cuyas enormes consecuencias son todavía difíciles de mencionar.

No sería esa por cierto la primera vez que una victoria de la dominación por sobre la hegemonía se traduce en una fuerte derrota política. En las guerras de Esparta contra Atenas, Esparta aniquiló a Atenas. Pero, ¿quién habla de Esparta hoy día? Las ideas de Atenas, en cambio, iluminan el horizonte cultural de todos los tiempos.

Joseph Nye, descubrió donde reside la principal fuerza de Occidente: en su capacidad de hegemonizar. Lo prueban las mismas oleadas migratorias que avanzan hacia Europa. ¿Cuál emigrante quiere irse a Rusia? Naturalmente, a la gran mayoría los guía la posibilidad de prosperar, pero entre hacerlo con libertad o sin ella, eligen lo primero. Occidente sigue siendo, quiera o no, un faro luminoso que atrae a jóvenes musulmanes, chinos, rusos y de otras latitudes. Por eso Occidente es un peligro para las autocracias y las dictaduras. Como también lo fue Alemania Occidental para Alemania Oriental. Como era y es la democrática y próspera Ucrania, frente a la militarizada y despótica Rusia.

3.

China o Rusia no temen a la economía, ni siquiera a los ejércitos de Occidente, pero sí temen a la promesa de libertad que ofrece Occidente. A ese Occidente que en términos políticos no es un punto geográfico sino el significante que vincula a todas las naciones en donde impera la pluralidad política, la libertad de pensamiento, la división de los poderes públicos, y el estado de derecho. En breve: la democracia.

La democracia, para criminales como Putin –en eso concuerda con las tendencias más fundamentalistas del Islam- es obscena. En ese punto, fiel creyente del cristianismo más conservador, el de la iglesia ortodoxa rusa, Putin ha iniciado una cruzada antidemocrática en contra de Occidente. Ucrania debe ser castigada por su occidentalidad, o lo que es igual, por no querer ser rusa sino por querer ser occidental.

Putin ha llegado a convertirse en el portaestandarte de la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo. Pudo incluso haberse convertido en el núcleo hegemónico de esa contrarrevolución. Pero ya ni eso puede ser. Pues Putin, al recurrir a la violencia sin política en contra del pueblo ucraniano, ha renunciado a ejercer hegemonía, aún entre los países que lo siguen. Entre la hegemonía y la dominación, eligió definitivamente la dominación.

La particularidad de la dominación putinista había sido, antes de la guerra a Ucrania, la de un poder híbrido. Por cierto, Putin falsificaba resultados electorales, perseguía o asesinaba a disidentes, prohibía partidos, y a pesar de eso, conservaba algunas formas de una república democrática. Pero la guerra emprendida en contra del pueblo ucraniano, ha determinado la derrota política de Putin.

La violencia hacia afuera no ha tardado en convertirse en violencia hacia dentro. Las cárceles de Rusia están llenas de presos políticos. Ya no existe libertad ni de opinión ni de prensa. Hay palabras como «guerra» o «invasión» que han sido proscritas. En Rusia hubo un autogolpe de Estado y nadie lo quiere decir.

La imposibilidad de ejercer hegemonía hacia el exterior ha invalidado el poder hegemónico de Putin hacia el interior. Antes de la invasión a Ucrania, el dilema de Rusia era el de ser una autocracia o una democracia. Después de la invasión el dilema ruso es: o caer bajo una dictadura militar o bajo una dominación totalitaria.

Lo más probable es que sea más lo primero que lo segundo. En tiempos digitales será muy difícil ejercer el control total sobre las mentes como en la Rusia de Stalin. Ni siquiera Putin cuenta con una ideología integrista como fue el marxismo leninismo. Sus mentores ideológicos, como ayer Iván Ilyín y hoy Aleksandr Dugin, son defensores de un eslavismo atávico, racista, patriarcal y decimonónico que a nadie, excluyendo a fascistas (o putinistas, hoy son lo mismo) atrae en Occidente. En fin, todo indica que solo una nueva revolución democrática podría salvar a la Rusia de Putin. Pero esa alternativa es por ahora un deseo. No hablemos más de ella.

Lo que sí interesa remarcar es que la invasión de Putin a Ucrania ha marcado con líneas profundas los tres poderes geopolíticos que determinarán la historia del siglo XXI. China, como representante del poder económico tecnológico y militar. Rusia, como un poder militar. Occidente, como un poder político hegemónico que no renuncia a lo militar. La constante entre esos tres poderes es “lo militar”.

No sabemos si ya estamos dentro de la tercera guerra mundial, como afirma Noam Chomsky. Hasta el momento Rusia ha perdido la guerra política frente a Occidente y Putin, con una bomba atómica en cada mano, intenta vencer, mediante chantaje, en la guerra militar. Occidente, bajo esas condiciones, no puede renunciar, más aún, debe incrementar la atracción de su poder hegemónico.

Pero este, por muy importante y decisivo que sea, no puede excluir su defensa militar. Las atenas de hoy no deben dejase avasallar por las espartas que lo acosan. La hegemonía que propusieron ayer Gramsci y ahora Nye, debe ser también defendida con armas. La frase de Unamuno, «venceréis pero no convenceréis» no sirve en medio de la guerra que Putin ha declarado a Occidente con su invasión a Ucrania. Hoy no se trata solo de con-vencer sino de vencer.

Expliquémoslo: Hemos dicho que hay dos tipos de lucha, la lucha por la hegemonía y la lucha por la dominación. En Occidente prima la primera. Pero eso no impide que en la lucha en contra de potencias antidemocráticas, sobre todo frente a un sanguinario ultranacionalista como Putin, un canalla que excluye los medios políticos de lucha, no hay que defenderse en contra de la dominación. Todo lo contrario. Como dice el Eclesiastés (3.8) «hay un tiempo para la paz, y hay un tiempo para la guerra». Lo importante es no confundir los tiempos. Hoy vivimos en tiempos de guerra.

4.

La democracia liberal no puede ser liberal con sus enemigos cuando estos, como Putin, se han convertido en enemigos existenciales. Para vencer cuenta Occidente, además del militar, con un poder económico que Putin no tiene y con un poder político hegemónico que nunca tendrá. Ahora bien, debido al predominio de lo político por sobre lo antipolítico, Occidente está en condiciones de concordar ocasionalmente con naciones no democráticas. Y es evidente que ahora hablamos de China, propietaria de un inmenso poder económico y militar, pero con una baja intensidad hegemónica y/o política.

La concordancia puntual entre Occidente y China es una alternativa que no puede ser perdida de vista. Tanto China como Occidente tienen mucho que perder en una tercera guerra mundial. Nunca seremos aliados perpetuos de China, con eso hay que contar, y es bueno que así sea. Pero el arte político, que los chinos también conocen a escala internacional, podría y debería llevar a Putin al total aislamiento mundial. Por el bien de la hoy inmolada Ucrania. Por el bien de China y Occidente. Por el bien de la misma Rusia. Y sobre todo, por el bien de todos los habitantes de esta tierra.

Para decirlo de modo gramsciano, se trata de asegurar la hegemonía de la paz política por sobre la de la guerra, sin que esta última desaparezca como posibilidad. La guerra –la frase de Clausewitz está todavía vigente– es la continuación (pero también el origen) de la política bajo otras formas. Pero lo es en el mismo sentido como la muerte es la continuación de la vida bajo otras formas. Y este mundo, no debemos olvidarlo, pertenece a los vivos.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,

Homo politicus

Fernando Mires

Los acontecimientos continúan sucediéndose. En la noche en que escribo estas líneas, Kiev está rodeada por los tanques de Putin. Nadie sabe lo que pasará mañana. En las Naciones Unidas los representantes de cada país pronuncian discursos que quedarán para la historia pero no la cambiarán. Ursula von der Leyen, comisionada de la UE, planteó claro el dilema.

Ucrania está a punto de caer en las manos de Putin, un agresor cuyo equivalente más cercano solo puede ser Hitler. Lo más probable es que Ucrania no sea un episodio aislado en el mar de la historia. Habrá un después de Ucrania y en ese después el mundo seguirá atravesado por una contradicción que es la misma que llevó Putin a atacar a Ucrania. Esa es la contradicción que hoy se presenta -en las palabras de Biden que Ursula von der Leyen hizo suyas- entre autocracias y democracias, entre estados que se rigen de acuerdo al derecho constitucional e internacional y gobernantes que intentan imponer la ley de la selva. Esa contradicción es a su vez también la misma que en términos antropológicos ha impregnado a toda la historia de la humanidad. Es la que se ha dado y sigue dándose entre la civilización y la barbarie.

La historia no tiene porque ser diferente a sus actores. Así como en cada ser humano laten los impulsos más agresivos y las ideas más sublimes, así ocurre en el alma colectiva, constatación que hizo decir a Kant que, aunque si fuéramos ángeles necesitamos de una república asentada sobre la base de leyes. El economista A. O. Hirschman, reviviendo la constatación kantiana, sugirió que el progreso de la humanidad solo ha sido posible gracias a la conversión de las pasiones en intereses. Pesimista como era, Hirschman pudo percatarse, además, que las pasiones lograban disfrazarse cada cierto tiempo bajo la forma de intereses para terminar imponiendo su hegemonía sobre otras instancias del ser. En cierto modo Hirschman rearticulaba una idea sugerida por Freud, a saber, que el Yo racional es el resultado de una conflagración entre nuestros impulsos primarios – entre ellos el de matar– anidados en las capas superiores del Ello y los de nuestros ideales, encapsulados en el por Freud llamado “aparato” del Sobreyo. De esa conflagración comenzó a surgir esa línea mediadora que es nuestro Yo de cada día. Un Yo que debe coordinar entre nuestra naturaleza más arcaica y el mundo de la razón, tarea que demanda tanto trabajo que en algunos termina por ocasionar un profundo malestar. Es el que Freud llamó, Malestar en la Cultura. Tesis muy conocidas y que aparentemente nos llevarían a contradecir las teorías evolucionistas de Charles Darwin, no en el sentido de que la humanidad avanza desde formas simples a más complejas, sino en que las primeras no han sido superadas por las segundas.

Hay dos modos de entender a Darwin. Podemos hacerlo de un modo mecánico, que es el que se enseña en las escuelas secundarias, o podemos entenderlo de un modo dialéctico. Marx, que como Hegel era dialéctico lo entendió así hasta el punto que pensó dedicar El Capital al evolucionista británico. Al final, tal vez para no meterse en bretes, optó solo por enviarle como regalo su monumental obra. Nunca se supo si Darwin la leyó.

Desde el punto de vista dialéctico, el humano no habría sustituido sino solo superado al mono de tal modo que el mono continuaría viviendo al interior de cada humano, domesticado por el poder de nuestra razón e inteligencia. O dicho así: nuestra civilización, surgida de la más oscura noche de la barbarie, no habría anulado ni sustituido a la barbarie sino simplemente integrado de modo subordinado al interior de la civilización.

En términos darwinianos, las mutaciones cambian o modifican el curso del desarrollo de las especies, pero no eliminan las fases primarias, simplemente las transportan a nuevos estadios. Por lo mismo, ni como seres individuales ni como seres colectivos estamos libres de caer en los pozos de la barbarie más primaria. Ahora bien, justamente, para evitar esas caídas, nos hemos inventado las religiones, después la moral codificada o civil, y finalmente las leyes y las constituciones por las que regimos los actos de nuestra vida en ese espacio que a falta de un nombre mejor denominamos sociedad. En términos antropológicos, el Homo sapiens no había suprimido al neandertaler sino, de acuerdo al conocido postulado de Yuval Harari, a vivir junto con él, o más todavía: con él y en él, integrado en nuestra propia naturaleza. Pero ese bárbaro maltratado por la civilización y la cultura se niega a desaparecer y cada cierto tiempo asoma su desobediente cabeza, sin borrar del todo a la civilización sino -y este es el caso de los grandes criminales de la modernidad como Hitler, Stalin y Putin -sirviéndose de alguno de sus logros, sobre todo de la ciencia y de la técnica– para imponer su ideal supremo: el regreso a la barbarie. Si quisiéramos definir a Putin en una fórmula física habría que escribir entonces: A+BA =P (Atila, más bomba atómica, igual Putin)

Como la historia no está determinada por nada diferente a su propia autoreproducción, las mutaciones experimentadas a través de su curso han sido casi siempre resultados de casualidades o errores, vale decir, de hechos no previstos. Y bien, una de esas invenciones ha sido la democracia, la que no habría sido nunca posible si no hubiéramos inventado antes a la política, pues la democracia no es más que una forma de la política.

De la política en la polis nació la democracia a la que podemos definir provisoriamente (toda definición es provisoria) como un orden político reglamentado por el derecho público y privado surgido de la discusión y del debate público en el espacio de un territorio llamado nación. El estado-nación, sería, a su vez, la nación jurídica y políticamente constituida. Esa constitución de cada nación es la que explicaría, entre otras cosas, porque entre dos naciones políticas y democráticas nunca ha habido guerra. Lo que no quiere decir que entre dos naciones democráticas no surjan antagonismos. Quiere decir simplemente que esos antagonismos son regulados por dispositivos racionales (órganos discutitivos o parlamentarios) del que carecen las naciones no democráticas.

Las guerras, o confrontación no política, surgen siempre entre naciones no democráticas, o entre una nación no democrática y otra democrática. Disculpen, pero es así. Ha sido siempre así. Y eso quiere decir que, para vivir en paz, no solo requerimos de instituciones republicanas civilmente reglamentadas como ocurrió en la antigua Roma, sino de instituciones que regulen interna y externamente las diferencias a través del debate discursivo, como ocurrió en la antigua Grecia.

Cuando hay diferencias entre naciones no democráticas prima la hegemonía de la guerra por sobre la política. Para decirlo con ejemplos subjuntivos: Si Rusia o Alemania, Serbia o Austria, hubiesen estado dotadas de instituciones democráticas no habría sido posible la primera guerra mundial. O si Hitler no hubiera logrado destruir el legado democrático de la república de Weimar, no habría habido una segunda. Y si en Rusia, la revolución democrática iniciada por Gorbachov y Jelzin no hubiese sido traicionada por Vladimir Putin, no estaríamos al borde de la tercera guerra mundial. Frente a la Rusia de Putin ha fracasado la diplomacia y la política internacional. Si en Rusia no se hubiese impuesto el autocratismo putiniano sobre la débil democracia que sucedió al fin del comunismo, hoy habría distensión en el mundo y Ucrania, convertida en nación independiente y soberana, se aprestaría a vivir en paz y en democracia como cualquiera otra nación de Europa.

De acuerdo al discurso de Putin, la agresión a Ucrania es una respuesta a la expansión de la OTAN cerca de sus fronteras geográficas. En ese sentido Putin pasará a la historia (vamos a suponer que la historia continuará después de Putin) como un manipulador superior a Hitler y a Stalin. No fue en efecto la expansión de la OTAN lo que llevó a la amenaza putinista, sino esta -materializada en genocidos como los de Chechenia o Georgia, o apropiaciones coloniales como en Bielorrusia y Siria- lo que ha llevado a la expansión de la OTAN.

No obstante, en un punto tiene razón Putin. No la NATO, ni siquiera las instituciones públicas occidentales son exportables. La democracia es expansiva, incluso imperialista, aunque no quiera serlo (Michael Ignatieff nos habla incluso de un imperialismo democrático). La realidad lo muestra así. Los jóvenes rusos no miran hacia el pasado arcaico de la Rusia de Putin sino hacia el mundo occidental. Miles de ciudadanos que viven bajo dictaduras o autocracias solo anhelan vivir en los países democráticos del occidente político. Visto así, una democracia como la ucraniana, habría sido para la autocracia rusa tan intolerable como fue la vecindad de la Alemania Democrática para la Alemania Comunista. Nadie quería atravesar el muro hacia el lado oriental. Eso lo sabía hasta ese oscuro y alcoholizado espía llamado Vladimir Putin, cuando vivía en la Alemania comunista. Ucrania, fue quizás su deducción, no debía ser nunca democrática como lo fue Alemania Occidental. Y si llegaba a serlo, debería ser destruida. La democracia es y será siempre un mal ejemplo para los dictadores.

No se trata por supuesto de que en las naciones occidentales habitan ángeles democráticos. La democracia está tejida sobre una frágil estructura y en cualquier momento puede ser destruida, eso lo sabemos todos. En los propios EE UU, el trumpismo, no solo el de los republicanos, rinde culto a Putin. No hablemos de América Latina donde la anti- democracia suele tomar formas masivas (o populistas). Putin como Hitler y Stalin ayer, ha captado que el Homo politicus, producción exquisitamente occidental, no ha asegurado su hegemonía en Occidente, vale decir, que la historia es perfectamente reversible, si no hacia el pasado, hacia otro mundo social y políticamente peor al que conocemos.

El Homo politicus es un proyecto, y no tiene ningún lugar asegurado en el futuro. Tampoco está escrito -eso sería darwinismo puro– que todas las formaciones sociales deben avanzar necesariamente desde el Homo sapiens al Homo politicus. Hay por ejemplo una gran nación llamada China que nunca ha conocido algo parecido a la democracia. China evoluciona, pero hacia otros lindes que no tienen nada que ver con los del mundo occidental. Así lo entendió perfectamente Henry Kissinger después de sus conversaciones con Mao. “China tiene otra historia, dejemos que ellos vivan la suya y nosotros la nuestra, al fin no somos vecinos y no tenemos por qué saludarnos todos los días”, fue tal vez la pragmática conclusión del gran historiador y ministro de Nixon. Distinto es el caso de Rusia, nación que tiene puesto un ojo en la democracia europea y otro en el despotismo asiático. Cuando Rusia (me refiero a sus representantes) ataca a Ucrania, en el fondo lucha consigo misma. Y eso la hace más peligrosa. Pero sobre todo, más impredecible.

Las democracias de Occidente deben aprender a dirigirse y activar a la parte democrática que late en Rusia, pero al mismo tiempo a defenderse de una barbarie despótica, como es hoy la putinista. Tarde, pero necesariamente, Europa Occidental ha entendido que la democracia liberal no puede ser liberal con sus enemigos. Que así como necesitamos dentro de la polis no solo a la polí-tica sino también a la poli-cía para defendernos de nuestros propios bárbaros, necesitamos también de los ejércitos para defendernos de los eternos Atilas que desde fuera nos asolan.

¿Y si el bárbaro -en este caso Putin- nos amenaza directamente y desde un comienzo con el exterminio atómico? A veces hay que aceptar y decir que frente a determinadas preguntas no podemos tener siempre una respuesta inmediata. El Homo politicus no responde siguiendo sus intuiciones sino de acuerdo al orden que imponen los hechos, tal como ellos se van dando. Estamos efectivamente frente a un desafío inédito en la historia universal y sobre ese tema tenemos que seguir pensando y discutiendo de un modo muy intenso.

3 de marzo 2022

Polis

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Al borde de una guerra

Fernando Mires

Con la declaración de independencia hecha por Putin con respecto a las “repúblicas” separatistas de Donetsk y Lugansk (21.02.2022) ha comenzado la ocupación rusa de Ucrania.

Una maniobra habilísima que solo se puede permitir quien consulta sus problemas con la almohada y con nadie más. Una gran ventaja de Putin sobre Occidente, donde cada resolución ha de surgir de compromisos entre una multitud de países con distintos gobiernos y, por lo mismo, con diferentes intereses. Los pasos que vendrán después del reconocimiento de las republiquetas, seguirán una práctica de “solidaridad armada”. Enseguida Putin provocará el terror entre la población de Ucrania hasta consumar la rendición del país y luego su reintegración al imperio ruso, conservado su autonomía “cultural” pero no la administrativa y mucho menos la política, al estilo de Bielorrusia. Donnetsk y Lugansk son por el momento dos enclaves militares rusos hendidos en el Este de la nación ucraniana.

La reacción del conjunto occidental hegemonizado por EE UU fue demasiado previsible. Putin la conocía de antemano: sanciones que no serán cumplidas en su totalidad y que no afectarán demasiado a la economía rusa, máxime si se tiene en cuenta de que esta ya está articulada con economías dirigidas por dictaduras, como son las de China e Irán.

Más del 60 por ciento de las naciones de este mundo no son democráticas y, por lo mismo, aliadas reales o potenciales de Rusia en su cruzada antioccidental.

Con esa parte del mundo le basta a Putin para sobrevivir sin contratiempos a las sanciones norteamericanas y europeas, cualquieras que ellas sean. Para colmo, según cálculos de sectores empresariales, las sanciones de Alemania serán más perjudiciales para la economía alemana que para la rusa. Lo mismo sucederá en otros países europeos. Entre naciones económicamente interdependientes, las sanciones se transforman, tarde o temprano, en autosanaciones.

Aparte de la capacidad de decidir solo y por su cuenta –desde Hitler no existía un gobernante tan desligado de partidos, instituciones y constituciones como Putin– el jerarca ruso, a diferencia de los países europeos, cuenta con la pasividad y control de su frente interno. No permite disidencias, es radicalmente cruel con sus opositores y cuenta con el apoyo de “la Rusia profunda” basada en la servidumbre incondicional al poder central.

En cada aldea, pueblo o ciudad existe un poder putinista expresado en jefes de la policía, alcaldes, gobernadores, toda suerte de pequeños putines, dispuestos a reventar cualquiera oposición antes aún de que esta nazca. Esa es la impresión que deja entrever el escritor francés Emmanuel Carrére en su libro Una novela rusa. Allí nos enteramos como el aparato de dominación zarista, perfeccionado por Stalin y hoy por Putin, continua siendo el mismo de los tiempos de Tolstoi, Chejov y Gorki.

Putin domina sobre un país a prueba de sanciones económicas. No así los países occidentales donde cualquier alza de precios, cualquiera caída de la bolsa, cualquier síntoma de escasez, se traducirá pronto en un malestar activo en contra de los respectivos gobiernos. En ese sentido Putin cuenta con ayudistas internos en los países de Occidente. No me refiero a sus espías, que también los tiene por montones. Ni siquiera a los partidos putinistas como son la mayoría de los nacional populistas de derecha e izquierda. Putin cuenta sobre todo con una población europea que no quiere perder su nivel de vida, que desde hace casi ochenta años no sabe de guerras ni de hambrunas, que aún en sus estratos más bajos quiere gozar la vida material, en fin, con una ciudadanía consumista, turística y lúdica. En un mano a mano con las naciones occidentales para saber quién perdería más en un periodo de tensión bélica, Putin ganaría lejos.

Putin, ha descubierto al igual que sus antecesores despóticos, la estrategia del invierno ruso, solo que esta vez el invierno no es ruso sino europeo. Por eso, Putin, calculador como es, utiliza el negocio del gas como arma militar y política.

Cuenta para eso con el pacifismo europeo, incrustado a fondo en la liturgia de los partidos izquierdistas y socialdemócratas. Ese mismo pacifismo que pavimentó el camino a Auschwitz para decirlo con las palabras de ese gran político socialcristiano que fue Heiner Geißler. Ese pacifismo sigue latente, más aún, fortalecido con la emergencia de los partidos ecologistas cuya fobia a la violencia linda con lo religioso.

Por si fuera poco, Putin cuenta con la corrupción de los gobiernos europeos. Que un “lobbista” financiado por Putin, como el ex canciller Gerhatd Schroeder, maneje los negocios del gas ruso en Alemania, habría sido visto en periodos menos materialistas que los actuales, como un escándalo de proporciones. Schroeder y los grupos mafiosos de la socialdemocracia alemana ligados al gobierno Putin, habrían sido calificados por lo menos de traidores a la patria. Hoy, en cambio, esa corrupción es vista como algo normal, algo así como un mero síntoma de la globalización. “El negocio del gas es un asunto de la economía privada”, dijo sin ningún pudor el actual canciller alemán Olaf Scholz.

Malvado, pero inteligente, Putin ha sabido esperar el momento preciso. Ese momento llegó junto con la pandemia. Definitivamente Putin ha logrado convertir en aliado suyo al Covid 19, en todas sus múltiples variantes. El bicho sigue efectivamente una estrategia muy parecida a la del gobernante ruso. Parece que por momentos se va, pero solo para volver mutado en diversas variantes.

Covid 19 cansa, agota, desquicia psíquicamente a las multitudes enmascaradas de las grandes ciudades europeas, y sobre todo, al igual que Putin, aterroriza a los mortales con la posibilidad de la muerte. Una población histérica y pandemizada no está definitivamente en condiciones de soportar un clima de guerra por mucho tiempo, ha de haber calculado Putin. El tiempo, ese es su otro aliado.

Mientras más pase el tiempo, mejor para Putin. Ese invierno ruso que es la economía occidental no podrá resistir durante largos periodos el auto asedio impuesto a sus países por sus gobernantes. Puede suceder incluso que como su socio el Covid, Putin no termine nunca de irse. Ha olido el olor del miedo europeo y ya sabe como dosificarlo con sus amenazas y chantajes.

Desde el punto de vista político, Putin ha aprendido a actuar en el momento preciso. A primera vista debe haberse dado cuenta de que el tímido Scholz no es Merkel, que está atado dentro y fuera de su partido a múltiples compromisos. Debe haber captado que Macron solo está interesado en su reelección y que una guerra sin solución no es su mejor carta para acceder al gobierno.

Observa como Boris Johnson está al borde de su caída, empantanado en el fango de una crisis política sin precedentes. Y lo más importante: entiende que después del caótico retiro de las tropas norteamericanas en Afganistán, Biden no es visto por nadie como un gran estratega, ni político ni militar. En otras palabras, Putin conoce los talones de aquiles de las democracias liberales. Puede ser entonces que su máxima preocupación sea China y no Europa.

China no se pondrá nunca al servicio de Putin. Eso quedó muy claro en el documento que firmaron durante los Juegos Olímpicos ambos gobernantes, y eso el presidente ruso lo acepta. Pero seguramente no escapa a su atención que después de los destrozos diplomáticos de Trump, China ve con suma desconfianza la política exterior de los EE UU.

Biden, quizás ese ha sido su máximo error, no se ha esforzado demasiado por mejorar las relaciones políticas de EE UU con China. Todavía podría intentarlo, pero bajo peores condiciones que en los comienzos de su mandato. Después de todo, para China, Europa y EE UU son todavía sus mejores mercados. Probablemente Xi Jinping y los suyos, a diferencia de Putin, no está interesado en arruinar a las economías occidentales. Ningún vendedor quiere eliminar a sus compradores. Pero tampoco está dispuesto a aplaudir las acciones de la OTAN ni permitir que los EE UU dirijan el concierto mundial. En fin, Putin está en condiciones de ganar la guerra en contra de Occidente, aunque esta guerra nunca tenga lugar. ¿Cuál será su próxima movida? Nadie lo sabe. Seguramente será la menos previsible.

Quizás no estamos todavía frente a esa decadencia de Occidente proclamada por Oswald Spengler hace ya más de un siglo. El capítulo ucraniano ha mostrado, sin embargo, que Occidente atraviesa por una grave crisis de identidad. Su tecnología y su capacidad de fuego siguen intactas. Pero su depresión política más que económica, lo mantiene paralizado. Puede ser que el descubrimiento de un peligro común, y hoy ese enemigo se llama Putin, haga reaccionar a Occidente. Pero también es posible que cuando eso suceda ya sea demasiado tarde.

Al fin y al cabo, pensarán algunos filósofos, Occidente no es un territorio. Ni siquiera es un conjunto de ideas. Occidente es un modo de ser libre en el mundo. Permanentemente derrotado por naciones bárbaras, el ser de las atenas y las romas ha sobrevivido a través los siglos. Eso es lo que seguramente ignora el Atila de nuestro tiempo: Vladimir Putin. ¿Un pobre consuelo frente a la nueva derrota que nos espera? Puede que sí. Pero es un consuelo basado en la evidencia.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,

La contrarrevolución antidemocrática de Vladimir Putin

Fernando Mires

Hasta el cansancio ha sido repetida aquella verdad que dice que Putin intenta restaurar el edificio geopolítico de la URSS. Hay quienes sin embargo difieren y sostienen que lo que intenta restaurar es el antiguo imperio zarista. No vamos a entrar aquí en esa más bien académica y políticamente infructuosa discusión. Lo que interesa decir por el momento es que efectivamente Putin es un restaurador, un expansionista, un imperialista e incluso un colonialista, pero sobre todo, como ha destacado recientemente Anne Appelbaum en un emotivo artículo dedicado a analizar a Putin, un antidemócrata. Pero el problema no termina ahí. Putin, además, es el representante máximo de una enorme ola antidemocrática que avanza primero hacia la por él considerada “periferia rusa”, su utópica “Eurasia” religiosa y cultural, equivalente a la “Germania” con la que soñaba ese monstruo llamado Adolf Hitler.

No hay revolución sin contrarrevolución. Desde la Santa Alianza, pasando por los totalitarismos nazi y stalinistas, hasta llegar a nuestros días, han habido diversas olas antidemocráticas, surgidas como reacción a las por Samuel Hungtinton llamadas “olas de democratización”.

La última gran ola fue la que puso término al imperio soviético durante 1989-1990. Putin, desde esa perspectiva macro-histórica, representaría una reacción en contra de la revolución democrática, rusa y europea. En ese sentido es el anti-Gorbachov. Pero no está solo. Putin es solo una parte, quizás la principal, de la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo.

Como Stalin ayer, Putin mantiene fuertes enclaves en el Occidente político. Mas, a diferencias de la era Stalin, no se trata de organizaciones doctrinarias como fueron los partidos comunistas pro-soviéticos, sino de una gama de diversos movimientos y gobiernos abiertamente anti-democráticos. Los principales por ahora son los movimientos y partidos antidemocráticos de Europa.

Entre esos gobiernos nos referimos a las autocracias europeas, sobre todo a ese trío representado por Erdogan en Turquía, Orban en Hungría, Kaczinski en Polonia.

Parecerá raro quizás incluir al tercero en la triada pro-Putin dado que Kacszinski, como la mayoría de la ciudadanía polaca, teme a que Putin, en su no oculto proyecto por restaurar la geografía soviética, intente ocupar Polonia. No obstante, Kacszinski, en su visión anti-UE es el mejor aliado de Orban. Y Orban es el más estrecho aliado europeo de Putin.

Al jerarca ruso, a diferencias de Stalin, no importan las convicciones doctrinarias. Pero sí le interesa que sus aliados objetivos de Europa mantengan un desacuerdo vital con la UE y con la OTAN. En ese sentido Kaczinski, como sus homólogos húngaro y turco, comparten con Putin similares convicciones. Los tres son partidarios de un gobierno fuerte y autoritario representado en un líder que encarne la tradición mítica de sus naciones. Los tres se entienden como restauradores del orden familiar, sexual, patriótico y religioso (no importa cual religión). Los tres son enemigos declarados de la democracia parlamentaria. Los tres creen en “el principio del caudillo”. Los tres consideran a la democracia occidental como un producto de la decadencia de Europa.

I-liberalismo llama Viktor Orban al conjunto de ideas y creencias compartidas con sus homólogos. Pero ese i-liberalismo es solo una media verdad. Desde el punto de vista económico los aliados de Putin son radicalmente liberales. Y desde el político, el enemigo no es la ideología liberal sino las instituciones de las democracias europeas. Naturalmente, ellos dicen, y probablemente creen, ser democráticos. Y en sentido literal lo son pues su ideal político está basado en una comunicación directa entre pueblo y caudillo. La democracia que ellos enaltecen no está basada en instituciones ni en constituciones sino en el “principio del líder”, tal como lo formulara el jurista alemán Carl Schmitt al que los nuevos autócratas probablemente no han leído pero, visto objetivamente, han llegado a ser sus mejores discípulos. El odio que en los autócratas despierta lo que ellos llaman “democracia liberal” está, como todo odio, basado en un miedo, en este caso, el miedo a que el control unipersonal del poder sea cuestionado. Como bien observara el historiador polaco Adam Mischnick: “Es posible que Putin no pueda implementar cada escenario, pero ha concentrado el poder político incluso más que Stalin. Stalin, al menos formalmente, estaba limitado por su “politburó”, un organismo político que en principio podía decirle que no, aunque por supuesto no lo hizo. Putin no tiene politburó, es todopoderoso, un monarca absoluto, un César”.

Naturalmente, en su reciente aventura ucraniana, Putin ha contado, si no con el apoyo directo, con el consentimiento indirecto de las tres autocracias mencionadas. Puede que pronto aparezcan más. Los movimientos de la ultraderecha avanzan de modo zigzagueante en todos los países de Europa. La Liga Norte de Salvini ha sido temporariamente desplazada en Italia pero ahora avanza el Vox español que, si bien no se ha declarado miembro del putinismo, comparte con este sus valores esenciales. Las elecciones presidenciales en Francia decidirán sobre el futuro inmediato de Europa. Le Pen es abiertamente putinista y Zemmour puede llegar a serlo sin problemas. Todos son partidarios de una Europa des-unida. Eso al fin es lo que cuenta para Putin. Por si fuera poco, a la derecha nacional-populista europea habría que agregar algunos remedos de la izquierda del pasado. Podemos de España se declara “pacifista” y anti-OTAN. Lo mismo ocurre con los socialistas de Melenchon en Francia y “Die Linke” en Alemania.

Al igual que la antigua URSS, el imperio Putin tiene importantes aliados extra-continentales. Gracias a las vacilaciones de Obama logró convertir a Siria y parte de Irak en un condominio ruso. Irán puede contarse entre sus aliados estratégicos. Los ayatollahs han descubierto que comparten con Putin las mismas obsesiones anti-occidentalistas. Para el ruso como para la camarilla teocrática persa, Occidente es un mundo degenerado. En no pocos puntos, las ideologías teocráticas de los países del Oriente Medio son compatibles con las visiones integristas de la iglesia ortodoxa rusa que ve en Putin un paladín de la cristiandad, cabalgando en contra de los demonios lujuriosos y ateos que acosan Occidente. Sin necesidad de recurrir a Max Weber podríamos afirmar que Putin encabeza una rebelión de la tradición en contra de la modernidad. Pero solamente en contra de la modernidad cultural. No así con respecto a la modernidad tecnológica, la que en sus formas digitales y nucleares pone al servicio de la expansión territorial de su país.

La gran ventaja de Putin es que sabe que al interior de la mayoría de los países occidentales existen multitudes anti-democráticas y que en no pocos de esos países la democracia se encuentra en muy precaria condición. La gran revelación para Putin fue no tanto la presidencia de Trump, la que mal que mal debió ajustar su práctica a las férreas instituciones norteamericanas, sino el carácter del movimiento que encabeza Trump. Por cierto, el ex presidente nunca ha sido un modelo democrático. Su personalismo, su autoritarismo, sus convicciones patriarcales, su escaso respeto por los valores que han permitido forjar a su nación y, no por último, su radical anti-europeísmo, no hablan bien de sus convicciones democráticas. Pero mucho menos democráticos que Trump son los trumpistas. Quizás en este caso habría que invertir la relación entre líder y masas. No es, en el caso de Trump, el líder el que ha producido un fuerte movimiento radical antidemocrático en los EE UU, sino estos últimos son los que han producido el fenómeno Trump. El asalto al Capitolio, por ejemplo, fue una muestra de como la contrarrevolución anti-democrática ha logrado apoderarse, si no del corazón, por lo menos del sistema nervioso de la democracia más antigua de la modernidad. En otras palabras, Putin ha visto en Trump a uno de los suyos.

En donde las instituciones democráticas son débiles o precarias, donde surgen caudillos que enamoran y enardecen a sus pueblos, donde las masas son organizadas desde el estado, donde no hay sociedad civil, y sobre todo, donde los canales de comunicación política se encuentran obstruidos, allí está el campo abonado para que el imperio ruso reclute contingentes. Hay una alianza perfecta entre los movimientos y gobiernos nacional-populistas y el proyecto antidemocrático mundial del cual Putin ha pasado a convertirse en su máximo líder.

Casi no hay dictadura o autocracia en el mundo que no cultive relaciones con el gobierno Putin. Se quiera o no, Putin ha logrado articular en su torno a una internacional de gobiernos y movimientos anti-democráticos. No es casualidad que las tres anti-democracias latinoamericanas, la autocracia mafiosa de Maduro, la dictadura neosomocista de Ortega y la dictadura poscastrista de Díaz Canel, se declaren partidarios incondicionales de Putin.

El proyecto inmediato de Putin es convertir a Rusia en un poder mundial. En el hecho ya lo es. Pero para que este sea más sólido, Putin requiere asegurar su dominación en el que considera espacio vital de Rusia. Ucrania representaría, simbólica y fácticamente, el último bastión que hay que derribar para dar inicio a esa locura distópica llamada por el ideólogo del putinismo, Alexandr Dogin, “Eurasia”. Eso es precisamente lo que no han entendido algunos gobiernos europeos, particularmente el alemán. Si Occidente no opone a través de su diplomacia y de sus ejércitos un decidido “no pasarán” a Putin en Ucrania, Rusia puede, definitivamente, destruir la paz mundial.

Puede ser, así opinan muchos comentaristas, que por el momento Putin decida no invadir a Ucrania. De acuerdo a una relación costo-beneficios, el precio podría ser muy alto, piensan algunos. No obstante, aún sin invadir a Ucrania, Putin ha logrado mostrar al mundo que el bloque occidental se encuentra políticamente dividido a la hora de enfrentar a un enemigo común. Con esa victoria probablemente no contaba Putin antes de enviar a sus cien mil soldados a los límites con Ucrania.

La deserción (sí, objetivamente fue deserción) de Alemania, ha debilitado, se quiera o no, la hegemonía militar y política de los EE UU en Europa. Peor aún, ha debilitado al eje Francia-Alemania y con ello ha dejado a Occidente sin conducción unitaria. Logrado ese objetivo, la invasión a Ucrania –a la que Putin nunca renunciará- puede esperar un tiempo más.

La negativa del gobierno alemán a enviar armas a Ucrania tiene un enorme significado político-simbólico. Significa, lisa y llanamente, que la principal potencia económica europea disiente de las resoluciones de la OTAN negándose con ello a aceptar la hegemonía norteamericana en la región. Para los observadores bienpensantes, Alemania ha llegado a perfilarse como un adalid de la paz. Pero las apariencias engañan.

Si bien en Alemania existen fuertes tendencias pacifistas, no podemos obviar que estas no fueron absolutamente determinantes en la política de Scholz. Hay, se quiera o no, un espacio de decisión que corresponde solo al gobierno. En ese sentido, las razones de la negativa alemana a plegarse a las decisiones confrontativas de la OTAN hay que buscarlas más bien en Olaf Scholz y en su partido. Y aquí hay que nombrar dos hechos que se cruzan entre sí. Uno es que al interior de la socialdemocracia alemana, amparada en los negocios del gas, ha cristalizado una suerte de conexión con el putinismo, vale decir, políticos profesionales que de una u otra manera consideran legítimas las pretensiones territoriales de Putin en Ucrania. Probablemente piensan –y tal vez no les falten razones– que Putin tarde o temprano terminará por construir su imperio euroasiático y con ese imperio habrá que coexistir pacíficamente en el futuro. Ahora bien, si a esas tendencias derrotistas sumamos el fuerte anti-americanismo que prima al interior de sectores de la socialdemocracia alemana y del partido Verde, la mesa estará servida para las ambiciones inmediatas de Putin. No vale la pena, en fin, morir por Ucrania– eso es lo que piensa y no dicen, no solo alemanes sino también algunos políticos europeos-.

Sobre el papel, la idea podría parecer formalmente correcta. Pero la realidad no es un papel. Lo que probablemente no entienden los nuevos estrategas de la geopolítica alemana es que, al mostrar divisiones hacia afuera, Putin ha descubierto que, si anexa a Ucrania -lo dijo el ex minitro del exterior alemán Joschka Fischer- la puerta para apoderarse de los países bálticos sería abierta de par en par. Entonces muchos harán la pregunta que el conocido historiador escocés Neal Ascherson ya formuló irónicamente. ¿Valdrá la pena después morir por Estonia? Y así sucesivamente.

Sin embargo, el problema alemán, como todo problema, tiene dos caras. A la negativa alemana de sumarse a las disposiciones de los EEUU mostrando al mundo la debilidad de liderazgo del gobierno norteamericano, hay que mencionar que, con o sin esa negativa militar, esa debilidad de liderazgo precedió a la negativa alemana. Los europeos, entre otras cosas, recuerdan muy bien que en la caída del imperio soviético EE UU tuvo muy poco que ver.

Digamos de una vez: Desde Bush jr. hasta llegar a Biden pasando por Obama y Trump, los EE UU han descapitalizado su liderazgo mundial. La guerra desatada a Irak por Bush jr. pasará a la historia como uno de los grandes crímenes a la humanidad, más aún que la guerra de Vietnam, donde al fin y al cabo EE UU intentaba frenar la expansión soviética en el sudeste asiático. El invento de las armas de destrucción masiva denunciado por el general Powell es una mancha demasiado sangrienta sobre la historia norteamericana. La reacción anti-Bush de Obama, al ceder prácticamente el espacio sirio al colonialismo ruso, permitió la entrada de la Rusia imperial de Putin en la región islámica. El deterioro de la OTAN y el descrédito que llevó Trump a la UE terminarían por exacerbar los deseos expansionistas de Putin. Si hoy gobernara Trump, Ucrania sería rusa, quizás sin necesidad de una invasión. La retirada caótica de las tropas norteamericanas de Afganistán, no mostró precisamente la cualidades estratégicas del gobierno Biden.

Los latinoamericanos ya sabemos como los intentos norteamericanos, al apoyar a dudosos grupos políticos y económicos -ayer en Cuba y hoy en Venezuela- para derribar a gobiernos anti-democráticos, han bordeado el límite de lo grotesco. En otras palabras, por su poderío económico, militar y cultural, la nación mejor condicionada para ejercer el rol hegemónico en defensa de las democracias de Occidente, no ha sabido o no ha podido cumplir su papel histórico.

Sea porque EE UU ya no tiene pretensiones territoriales en ningún lugar del mundo, sea porque no posee una doctrina internacional supra-estatal, sea simplemente porque sus gobernantes han sido políticamente deficitarios, hay que constatar que en este momento Occidente padece de una seria crisis de liderazgo. Cómo y cuándo será superada esa crisis (seguramente lo será) nadie puede saberlo. Lo que sí sabemos es que en estos momentos, esa crisis –con o sin invasión a Ucrania- favorece a los planes de Putin. Y Putin lo sabe.

Cierto, no hemos hablado de China todavía. Ya lo haremos. Cada cosa a su tiempo.

17 de febrero 2022

Polis

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En Ucrania, Alemania navega entre dos aguas

Fernando Mires

“Fue el encuentro entre un resoluto Joe Biden y un indeciso Olaf Scholz”. Así tituló el periódico Frankfurter Runschau (08.02.2022) al intercambio de opiniones entre ambos dignatarios. Los periódicos alemanes más adictos al gobierno resaltaron en cambio la unidad a toda prueba que existe entre los EE UU y Alemania. Más incisivo aún que el Rundschau fue la descripción del periódico TAZ (Tageszeitung) al publicar un comentario bajo el título: “Forzada unidad entre Alemania y los EE UU”. ¿Significa que Biden tuvo que presionar a Scholz para que hiciera concesiones a favor de la actitud a tomar frente a una eventual invasión de Rusia a Ucrania? Cito a TAZ: “el nuevo gobierno alemán ha esperado demasiado para que muchos observadores en los EE. UU. usen Nord Stream 2 como moneda de cambio contra Rusia y el presidente Vladimir Putin. Ahora fue el propio presidente de los Estados Unidos quien pronunció una palabra de poder sobre el polémico oleoducto (…..) “Si Rusia inicia una invasión, es decir, cruza la frontera de Ucrania nuevamente con tanques o tropas, entonces no habrá más Nord Stream 2. Nos ocuparemos de eso”, dijo Biden.

Esas, las que pronunció Biden, fueron palabras que debería haber pronunciado Scholz, pues si no hay más Nord Stream 2. el país más afectado sería Alemania y no los EE UU. Que las hubiera dicho Biden habría mostrado la presión que ejerció Biden sobre su atribulado interlocutor. Scholz tendría la excusa de haber sido obligado a hacer concesiones a su colega en aras de la unidad de la Alianza Atlántica. Pero ¿una excusa ante quién? En esta pregunta yace el tema clave del problema.

Para buscar una respuesta hay que tener en cuenta que Scholz es el canciller de una coalición. Y bien, precisamente esa coalición no tiene una opinión positiva con relación a un compromiso más intenso de Alemania ante una eventual agresión de Rusia a Ucrania. A diferencias del ex Canciller Helmuth Kohl quien dictó los 10 puntos de la reunificación sin consultar a ningún partido político, incluyendo al suyo, o a diferencias de Merkel, quien cuando interactuaba con Obama, Trump o Putin emitía la opinión suya y de su gobierno -la SPD no podía más que acatar–, Scholz solo emite la opinión predominante de la coalición de la que su partido forma parte.

Quizás nunca vamos a saber lo que piensa Scholz. La política internacional de Alemania durante Scholz es la política de la coalición, y esa política a su vez, un resultado de la correlación de fuerzas a nivel nacional.

Por supuesto, en todos los países existe una relación entre política interna y externa. Al mismo Macron lo vemos haciendo política internacional con Rusia y a la vez tratando de perfilarse como líder de Europa frente a sus electores. El problema es que en la actual Alemania esa relación es demasiado estrecha. Y lo es hasta el punto de que podríamos afirmar que la política alemana hacia afuera es una prolongación de la política hacia dentro. Una política interna no solo sometida a las líneas de tres partidos, sino, sobre todo, a los vaivenes de la opinión pública, medida esta por semanales encuestas.

El pueblo alemán es soberano, y justamente porque quiere vivir en paz, no quiere, además de la pandemia, una guerra. Así de simple. Olaf Scholz acata la voluntad general en un sentido casi roussoniano. Ese no era el caso de Merkel. La canciller, cuando lo consideraba necesario, aún al precio de perder popularidad, no vacilaba en contradecir la voluntad general. Recordemos que cuando estalló la crisis migratoria, en lugar de cercar al país con alambradas como hicieron otros gobiernos, abrió las puertas de Alemania bajo la consigna, “lo lograremos”. Gracias a esa inolvidable acción, Merkel fue aclamada por el mundo entero. No así en Alemania donde fue criticada por la mayoría de los partidos, sobre todo por el suyo, la CDU. Eso es precisamente lo que no puede, o no quiere, o no sabe hacer Scholz. El nuevo canciller -dicho metafóricamente– es un prisionero político de la coalición que encabeza.

Cuando socialistas, liberales y verdes formaron la “coalición semáforo”, casi todo el mundo la saludó con optimismo y alegría. No era para menos. Las tres principales tendencias de la posmodernidad política -liberalismo económico, izquierdismo democrático y ecologismo social- se hacían cargo del gobierno del país más poderoso de Europa. Los socialcristianos pasaban a la oposición y con ello el centro político sería ocupado por cuatro partidos centristas. Qué mejor. Afuera del espectro hegemónico, los partidos extremos, la Linke y AfD. Solo había un obstáculo. Esa coalición era para gobernar en tiempos normales y pacíficos. Pero para tiempos anormales y no muy pacíficos –son los que estamos viviendo– no lo es tanto.

Gobernar en tiempos normales supone lograr acuerdos destinados a administrar la economía y la vida social de un país. En tiempos anormales, en cambio, sobre todos en aquellos en los cuales se cierne el peligro de amenaza externa, las decisiones deben ser rápidas y en directa consonancia con las instituciones supranacionales (la UE, la NATO, entre otras). Esto es justamente lo que no se está dando hoy en Alemania. Las instituciones nacionales (parlamento, partidos, organizaciones civiles, iglesias) tienen más peso en las decisiones externas que las instituciones internacionales.

Alemania está enfrentanda a la más grande crisis internacional vivida por Europa desde la caída del muro, utilizando criterios nacionales. Scholz queda así situado en la situación más incómoda para un gobernante: entre una Europa que está dispuesta a enfrentar unida, y si se diera el caso, militarmente, a las pretensiones imperiales de Putin, y una coalición de gobierno que ya decidió no prestar ayuda militar a Ucrania. Así se explica por qué Scholz hace en estos momentos lo que mejor sabe hacer: callar. Callar hasta tal punto que una decisión tan radical como la de amenazar a Putin con la posibilidad del cierre del Nord Stream 2, debió ser dicha por el gobierno de los EE UU., y en los EE UU. Insólito.

Scholz es el representante de una coalición predominantemente pacifista. En tiempos de paz, estupendo. En tiempos de guerra (o pre-guerra), un desastre. Por cierto, el pacifismo de los liberales no es el de los verdes, pero ambos partidos, situados en aceras ideológicas opuestas, han manifestado su oposición a embarcarse en defensa de Ucrania. La ayuda alemana deberá ser -ese es el consenso partidario- financiera, sanitaria, no militar y, sobre todo, simbólica, como enviar cascos a Ucrania o resaltar el hecho de que se envíen, a guisa de relevo, algunos soldados a Lituania donde no hay posibilidades inmediatas de lucha. Medidas que serían cómicas si las amenazas rusas a Ucrania no fueran trágicas.

El hecho es que la no participación de Alemania está abriendo una fisura peligrosa. “La Europa Unida no está tan unida como dice estarlo”, debe haber anotado Putin en su libreta. Pero al parecer Scholz no se da, o no quiere darse cuenta, de la magnitud del problema que ocasiona no ayudar militarmente a Ucrania. Nadie le ha dicho todavía que deponer las armas frente a un enemigo monolítico acelera las posibilidades de una guerra. Scholz y su coalición no han aprendido nada de la historia de Europa. Ahí reside la miseria del pacifismo alemán.

De los liberales Scholz no puede esperar apoyo a una política pro-NATO. Los liberales alemanes son liberales más económicos que políticos. En gran medida, FDP es el partido de los empresarios y banqueros. Desde la perspectiva de FDP, toda guerra es anti-económica. Y tiene cierta razón. El problema es que el conflicto con Rusia no es solo económico.

De la socialdemocracia tampoco hay que esperar una política favorable a la OTAN. Especulando con la posibilidad de una política socialdemócrata con respecto a Ucrania, Scholz viajó a Madrid a entrevistarse con Pedro Sánchez. Parece que no le fue muy bien. Regresó sin dar un solo comentario. España, sin hacer caso al “pacifista” Podemos, se ha alineado con la NATO.

La socialdemocracia alemana, ya está claro, no es la de los tiempos de Willy Brandt, cuando todavía podía presentarse como el partido de los trabajadores organizados. En materia internacional no está alineada con ninguna tendencia mundial. Al interior del partido coexisten diversas fracciones, desde una izquierda nostálgica, hasta una burocracia más administrativa que política, formada por gestores y burócratas. A ese último grupo pertenece Olaf Scholz. Putin ha logrado, además, cooptar a políticos socialdemócratas, a los que podríamos calificar lisa y llanamente como “putinistas”. Representante de ese grupo es nada menos que el ex canciller Gerhard Schroeder (Textual:“Putin es un demócrata mirado hasta con lupa”) miembro del directorio del consorcio ruso Gazprom. Al escándalo Schroeder habría que agregar entre varios, el caso de la presidenta del parlamento de Mecklenburgo-Pommerania, Manuela Schwessig, quien no se cansa de hacer propaganda a los pipelines de Putin.

Si de liberales y socialdemócratas no puede Scholz esperar una línea europeísta, mucho menos puede extraerla del Partido Verde. Como es sabido, los Verdes alemanes no solo representan a grupos ecológicos. Son también el partido de las identidades post-modernas, entre ellas, las feministas y, sobre todo, las pacifistas. Estas últimas pesan fuerte. La razón es que el pacifismo de los verdes dista de ser pragmático como el de los liberales. Por el contrario, es un pacifismo ideológico, ritualizado, con taras anti-norteamericanas y profundamente anti-político. Para colmo, la cartera del exterior está ocupada por la ex dirigente Annalena Baerbock, quien no posee experiencia en materias internacionales y por lo mismo se encuentra bajo influencia de los viejos mentores de su partido, entre ellos el dogmático Jürgen Trittin. Así se explica por qué Baerbock viaja a través de Europa repitiendo la misma frase de los pacifistas de ayer: “Hay que dar una oportunidad a la diplomacia”. Solo el actual líder del partido, Robert Habeck, deja deslizar de vez en cuando opiniones antagónicas a Putin, pero estas no pasan de eso: simples opiniones personales. Robert Habeck, hay que decirlo, no es Joschka Fischer, el único líder que ha logrado quebrar el rígido pacifismo de los Verdes.

En mayo de 1999, en el congreso del Partido Verde, Joschka Fischer pidió apoyo para declarar la guerra en contra del genocida de Serbia, Slobodan Milosovic. Sus palabras son consideradas como el mejor discurso político pronunciado en Alemania. Pleno de ideas, pero también de emociones, aún después de haber sido agredido físicamente, Joschka “dió vuelta a la asamblea”. Aún se recuerdan sus palabras. Cito un párrafo: “Y cuando dicen: ¡Dale una oportunidad a la diplomacia! Se hizo todo lo posible para llegar a un acuerdo a través de medios diplomáticos [...] Milosevic en su brutalidad, Milosevic en su radicalismo, Milosevic en su determinación de llevar a cabo la guerra étnica sin tener en cuenta a la población civil, para llevar esta guerra étnica a un fin... [ ...] Les digo: Esta política es criminal en dos sentidos: tomar como objetivo de guerra a todo un pueblo, expulsarlo mediante el terror, mediante la opresión, mediante la violación, mediante el asesinato y al mismo tiempo desestabilizando los estados vecinos - yo llamo a esto, una política criminal…”

Hoy, desde su retiro, Fischer ha vuelto a dirigirse a los verdes en un texto en contra de Putin tan emotivo como su discurso sobre Milosevic. Pero esta vez pasó casi desapercibido. El derrotado pacifismo de ayer se ha vengado en contra suya.

Visto así, Olaf Scholz no tiene más alternativa que navegar entre dos aguas, las de los partidos de su coalición y las de las instituciones europeas y transatlánticas. Ni de los primeros ni de las segundas puede prescindir. Sin embargo, Alemania necesita de Europa más que Europa de Alemania. Puede que en algún momento Scholz se vea obligado a decidir. Deberá hacerlo a favor de Europa y de Occidente. Repetir monótonamente "tenemos todas las opciones sobre la mesa" sin nombrar a ninguna, no lo podrá seguir haciendo durante mucho tiempo.

Hasta ahora Scholz se ha comportado como un simple gobernante local. Pero el momento histórico requiere de un estadista continental. Hay, en efecto, un margen en el que le está permitido prescindir de sus ligazones partidarias. Si no usa ese margen terminará por ayudar objetivamente a Putin, sumando otro desprestigio más a la mancillada historia de su país. Y para eso no fue elegido.

Navegar entre dos aguas -como experimentado político Scholz debería saberlo- solo se puede hacer durante un breve tiempo. A la larga, conduce al naufragio.

10 de febrero 2022

Polis

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Rusia, Ucrania y un artículo sobre otro artículo

Fernando Mires

Es difícil hablar de la condición humana, entre otras cosas porque no sabemos muy bien como es. Más bien parece que en vez de ser un “es”, es un “hacerse”. No lo digo solo porque estamos sometidos a las leyes de la evolución, como todas las especies animadas lo están. Lo digo porque estamos obligados a cambiar nuestros modos de ser en el curso del tiempo, so pena de vivir bajo una tradición perpetua.

No estamos regulados por nuestros instintos. La filosofía lacaniana (sí, filosofía) diría: lo estamos por nuestros deseos. Pero no es lo mismo. Nuestros deseos no siempre están determinados por instintos. Hay deseos que vienen de la razón. Desear leer a Quevedo o Neruda no es instintivo, es un deseo adquirido desde la razón comunicativa (Habermas). Lo que sabemos, porque así lo hemos constatado, es que a diferencia de la gran mayoría de los seres animados, la condición humana carece, para bien o para mal -más bien creo que para mal- de ese atributo que los biólogos llaman “solidaridad de especie”.

Los humanos matan a humanos. Luego, el hombre no es el lobo del hombre -como dictaminó Hobbes- pues los lobos no matan lobos. En cambio nosotros, desde Caín hasta nuestros días, no hemos dejado de matarnos unos a otros. Nunca han faltado razones: ya sea por el honor, por el amor, por la familia, por la patria, por la revolución, por dios o los dioses, por la libertad y la democracia, matamos.

Creo que fue Hannah Arendt quien dijo que siempre hacemos la guerra para alcanzar la paz pero nunca hacemos la paz para alcanzar la guerra. La paz, en efecto, no requiere de ninguna fundamentación. En cambio la guerra siempre debe ser fundamentada. Y aquí topamos con una segunda característica de la supuesta condición humana. Me refiero a nuestra capacidad de fundamentar. ¿Por qué fundamentamos a las guerras? La respuesta es sencilla: porque no hay guerras sin muertos, y no matar es la primera ley de la civilización humana.

Las guerras son asesinatos colectivos y para cometerlos debemos buscar muchas razones pues esas muertes colisionan con los mandamientos de todas las religiones y con la letra de todas las constituciones. Matar es un acto pre-religioso y pre-constitucional. Podríamos agregar también, pre-político. La guerra es una regresión a los orígenes de nuestra especie. Por lo mismo, la guerra, para ser fundamentada, requiere ser presentada como acto “civilizado”.

No faltan incluso quienes han escrito sobre el “arte de la guerra” (Sun Tzu es considerado un clásico). Otros, como Clausewitz, la han convertido en ciencia. Está claro: el arte y la ciencia son disciplinas post-civilizatorias. ¿Qué mejor entonces que una guerra artística o una guerra científica? Solo los que viven las guerras (¿habrá que leer de nuevo Sin Novedad en el Frente de Erich María Remarque?) saben que destripar a un ser humano es el acto menos artístico y menos científico que podemos imaginar. La hipocresía –una característica muy propia a la condición humana– parece no tener límites.

¿Por qué estoy escribiendo estas líneas? Puede que alguien se pregunte eso, pues yo mismo me lo estoy peguntando. La razón es la siguiente: Ella está conectada con un artículo del ex ministro de relaciones exteriores de Alemania, Joschka Fischer (a mi juicio, el más brillante que ha tenido Alemania en toda su historia) donde nos dice sin anestesia una verdad que no queremos ver ni oír, la de que, independientemente a que haya guerra o no, estamos al borde de una guerra de connotaciones continentales y tal vez mundiales.

Cito a Fischer: “Todavía no lo sabΩemos, pero los hechos apuntan de manera abrumadora a una guerra inminente. Si eso llegara a ocurrir, las consecuencias para Europa serían profundas, cuestionando el orden y los principios europeos - renuncia a la violencia, a la autodeterminación, la inviolabilidad de las fronteras y la integridad territorial- sobre los que se ha basado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial”. Y agrega, más adelante: “El centro de la crisis actual se encuentra en el hecho de que la Rusia de Putin se ha convertido en una potencia revisionista. No solo ya no le interesa mantener el statu quo, sino que está dispuesta a amenazar e incluso usar la fuerza milita para cambiarlo a su favor”.

Joschka Fischer no vacila en personalizar: la causa y el origen de la agresión que se cierne sobre Europa, tiene un nombre: Vladimir Putin. “Putin quiere que la OTAN abandone su política de puertas abiertas, no solo en Europa del Este sino también en Escandinavia”. Europa, en síntesis, está amenazada por Putin. Se trata, dice Fischer, de una “amenaza existencial”. Según el ex ministro, lo que hoy está en juego es el destino de un estado soberano, Ucrania, miembro de las Naciones Unidas y del Consejo de Europa. Si Rusia anexa a Ucrania, mañana lo hará con los estados post-soviéticos (cuando escribo estas líneas el autócrata húngaro, Viktor Orban, se encuentra junto a Putin en Moscú) ¿“Qué más tiene que pasar para que los europeos despierten ante los hechos”? - pregunta Fischer angustiado.

¿Joschka Fischer desea una guerra? De ningún modo. Todo lo contrario. Lo que está exigiendo a Europa es la disposición de oponerse al proyecto bélico de Putin sin dilaciones, arriesgando, si fuera necesario, un conflicto armado.

Fischer conoce a Putin. Lo conoce personalmente. Sabe lo que Putin también sabe: que Rusia no puede jamás ocupar un lugar hegemónico sin recurrir a la violencia. El poder que quiere alcanzar Putin no es el de la hegemonía cultural, o el del convencimiento, sobre los gobiernos europeos. Tampoco es el poder de los argumentos. El de Putin es un poder asociado al uso de la violencia. Por ese motivo, Fischer está convencido de que Putin nunca va abandonar sus proyectos de dominación mediante la vía diplomática, como no se cansa de repetir la, a todas luces inexperta, ministro de relaciones exteriores de Alemania, Annalena Baerbock.

Putin no entiende la fuerza de la razón. Solo entiende la razón de la fuerza. Por eso, piensa Fischer, Alemania debe revisar todos los proyectos energéticos que le permitan a Putin ejercer chantaje sobre ese país. Alemania debe armarse, lo dice sin dilaciones. “Considerando la magnitud de las amenazas actuales ¿de verdad sigue siendo un problema la promesa del gobierno alemán saliente de destinar al menos un 2% del PIB a la defensa? ¿O es ahora más importante que el gobierno alemán haga un anuncio claro y preciso acerca de su compromiso con el apoyo a Ucrania y la defensa de los propios europeos? Eso enviaría un mensaje del que el Kemlim no se podría desentender. Pero el tiempo se acaba”

Sobre el defätismus (derrotismo) de la política exterior alemana puede ser que escriba otro artículo. Por el momento solo cabe consignar que las palabras de Joschka Fischer no se prestan a muchas interpretaciones. Para que no ocurra una guerra hay que hacer retroceder a Putin, punto. En ese tema el ex ministro es consciente de que no pocas veces la historia está decidida por una o muy pocas personas. Desde mi visión de los procesos históricos, pienso que tiene razón. ¿Habría estallado la segunda guerra mundial si no hubiera existido Adolf Hitler? Esa es una pregunta hecha en tiempo condicional y por lo mismo no puede ser respondida por nadie. Pero no por eso es menos pertinente.

La Segunda Guerra Mundial no fue el producto de una “necesidad histórica”. Si ocurrió, con todas sus funestas consecuencias, fue porque un grupo de hombres, con Hitler a la cabeza, decidió que ocurriera. Entiéndase bien: no estamos comparando a Putin con Hitler. No queremos hacer tampoco ninguna analogía histórica -todas son falsas-. El tiempo, las circunstancias, las personas del ayer, son realidades muy distintas a las de nuestros días. Sin embargo, para volver al comienzo del presente artículo, tampoco podemos dejar de pensar sobre una situación inquietante; y ella nos dice: Putin no está sometido a ninguna ley. Solo conoce el poder de la fuerza. Todo lo demás, frente a ese poder, es subalterno.Sin leyes que rijan nuestra conducta, los humanos podemos ser el más salvaje animal de la naturaleza, decía Kant. Las leyes, ordenadas en una constitución, constituyen (en sentido literal) a las disposiciones de la moral natural, pensaba el gran filósofo. Las necesitamos para vivir con los unos y con los otros. Basta observar que los maleantes, aún viviendo fuera de la ley, se ven obligados a inventar códigos de honor para reglamentar y ordenar su oprobiosa vida. Fuera de la ley está la locura, la que por ser locura, siempre será transgresora. La posibilidad inquietante, y es la que observa Fischer en Putin, es que un dictador o un autócrata, al estar situado por encima de las leyes, puede alcanzar el punto en que su palabra se convierta en ley como sucedió en el pasado con Hitler y con Stalin. ¿Pertenece Putin a ese siniestro linaje? Al menos, en el interior de su país, sí. La larga lista de asesinados por “razones de estado”, es una prueba entre tantas. Que la ausencia de ley la haga extensiva Putin fuera de sus fronteras, dependerá de la resistencia de las naciones democráticas, sobre todo las representadas en la NATO. Esa es la opinión terminante de Joschka Fischer.

Debemos tener en cuenta, además, que Putin no es un gobernante aislado. En la práctica no hay dictador o autócrata en el mundo que no le dé su apoyo. Eso lleva a pensar que luchar en contra de gobernantes anti-democráticos también es luchar en contra de Putin. Por lo mismo, luchar en contra de Putin es luchar en contra de esos gobernantes. Los límites que separan a la política internacional de la nacional son mucho más traspasables de lo que generalmente se piensa.

Las naciones democráticas de Europa han vivido mucho tiempo sin guerras. Tanto, que ya muchos europeos no conciben un mundo con guerras. Europa, por lo menos a nivel continental, creía haber realizado el ideal kantiano de “la paz perpetua”. Pero mantener ese ideal, he aquí la enorme paradoja, hay que mostrar una abierta disposición a defender esa paz. No vivimos todavía -es la cruel deducción– en una era post- bélica. Los fantasmas del sangriento pasado continúan vivos. Putin es uno de ellos. Su visión de la historia y de la vida, es arcaica, pero a la vez muy actual.

Para decirlo con las palabras de un gran revolucionario ruso, Leo Trotzki, “el desarrollo histórico es desigual y combinado”. Desigual, porque no se da en todas las naciones a la vez. Combinado, porque hasta las naciones tecnológicamente más desarrolladas –Rusia es una de ellas– arrastran consigo rémoras de un pasado histórico que no quiera ser pasado.

Putin viene del más oscuro pasado de Rusia, pero a la vez, de un pasado que es presente. A ese pasado, nos alerta Joschka Fischer, no hay que dejarlo avanzar para que no se convierta en futuro. A Putin hay que frenarlo. Ha llegado el momento.

Para leer el artículo de Joschka Fischer: https://polisfmires.blogspot.com/2022/02/joschka-fischer-ucrania-y-el-fu...

3 de febrero 2022

Polis

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En Ucrania no solo está en juego Ucrania

Fernando Mires

Hemos escuchado que estamos en una situación de pre-guerra. Si es así, tenemos que convenir en que toda pre-guerra pertenece a una guerra, vale decir, a un periodo donde se establecen las condiciones de la guerra la que, como toda guerra, intenta dirimir por la fuerza un conflicto que no puede ser resuelto mediante el uso de la razón diplomática. De tal manera que, por el momento, estamos presenciando una guerra diplomática, o si se prefiere, la fase diplomática de una guerra militar. Cabe preguntarse entonces cuáles son las razones de la guerra y sobre todo por qué el actor principal, en este caso Putin, ha elegido justo estos momentos para caminar por el sendero que conduce a la guerra, tenga esta o no lugar.

Las razones parecen evidentes: Putin busca anexar Ucrania a Rusia, y si las condiciones no son del todo favorables, una parte de Ucrania (la controlada militarmente por el movimiento pro-ruso en Donetsk y Lugansk ya la domina). Los orígenes de la guerra hay que encontrarlos entonces en la política expansionista del gobierno ruso. Dicha política a su vez, tiene sus orígenes en una mitología que dice así: Ucrania, como todo el mundo euroasiático pertenece, cuando no a la dominación, por lo menos a la hegemonía rusa. Todos los que se opongan a la expansión rusa deben ser considerados enemigos de Rusia. Y en este momento, para Putin, sus enemigos fundamentales son las democracias occidentales, sobre todo las europeas y norteamericanas.

Putin aparece así como el máximo representante de una contrarrevolución anti-occidental y anti-democrática desplegada a nivel mundial. Esa la razón por la que ha logrado unir en su torno a la gran mayoría de los gobiernos, movimientos y partidos anti-democráticos del mundo, sean estos autoritarios como los de Hungría, Polonia o Turquía, o dictaduras poscomunistas como la de China y Corea del norte, o militares como las de Cuba y Siria, o teocráticas como las de Irán, o simplemente autocracias mafiosas como las de Bielorrusia, Nicaragua, Venezuela. En Ucrania, se quiera o no, está siendo dirimido el tema de la contradicción fundamental de nuestro tiempo: la que separa al mundo democrático del antidemocrático.

¿Por qué ahora y no antes o después moviliza Putin a más de 100.000 soldados hacia los límites con Ucrania? Pues, porque ha encontrado su momento. No de atacar –de hacerlo lo habría hecho por sorpresa y de un zarpazo como cuando anexó Crimea en 2014- sino de hostigar al bloque occidental. Ucrania es el objetivo final de su actual estrategia aunque puede que no sea el principal. La fase actual está dirigida a desorientar y dividir a sus dos enemigos fundamentales. El enemigo geográfico formado por las democracias europeas, y el enemigo político-militar representado por EE UU. De hecho lo ha conseguido. Ha mostrado a todo el mundo como la Alianza Atlántica se encuentra dividida en dos fracciones: los “negociadores” (Alemania y Francia) y los “intervencionistas” (EE UU y Gran Bretaña)

No se puede negar que Putin se encuentra bien posicionado. De hecho está jugando un juego de ganar o ganar. Lo que más le interesa es desorientar al enemigo. Lo que está haciendo, y parece que pocos se han dado cuenta, es llevar a cabo una masiva operación de desgaste. No pudo haber escogido un momento mejor. Después del retiro de tropas de Afganistán, la política internacional de la alianza occidental se encuentra totalmente desorganizada. Si a ellos sumamos una Europa concentrada en combatir a la pandemia -de hecho Putin ha sabido hacer del Covid un gran aliado- lo demás viene solo. Ya las bolsas de los países europeos están experimentado estrepitosos bajones. La inflación se ha disparado. Hay asomos de miedos e histerias colectivas. Lo menos que quiere la ciudadanía europea es embarcarse en una guerra de connotaciones globales y de proyecciones indescifrables, y en ningún caso padecer frío bajo un devastador invierno como consecuencia del cierre de la llave del gas ruso.

Por si fuera poco, las dos naciones que comandan el bloque europeo, Francia y Alemania, se encuentran políticamente trabadas. Macron encara un difícil proceso electoral. Y en Alemania, su nuevo gobierno no quiere estrenar su mandato con una guerra. De ahí que los gobernantes de los dos países se han puesto de acuerdo para entonar la misma melodía. “Diplomacia sí, intervención no”. Cuando más, repiten como papagayos, “si Putin invade Ucrania, Rusia sufrirá terribles sanciones”. Nadie dice cuáles serán, pero todos sabemos lo poco que sirven las sanciones en política internacional, mucho menos si se trata de amedrentar a un gobernante que tiene como aliados económicos a países como China, Irak y Turquía. Una guerra económica nunca podrá asustar a Putin. Y una militar, frente a un bloque dividido, tampoco.

En estos momentos Putin, hay que decirlo, está infligiendo una fuerte derrota a las democracias occidentales. Ucrania, ocupada o no, pasa a ser un detalle secundario al lado de la magnitud de esa derrota. La humillación de las democracias occidentales frente al desafío ruso podría ser el gran triunfo destinado a coronar su aventurera carrera política.

En el contexto de la pre-invasión, el espectáculo más triste es el que está dando Alemania. No es para menos. La nación hasta hace poco considerada locomotora económica de Europa, ha demostrando que, en los niveles militares y políticos no pasa de ser un destartalado vagón de carga.

Alemania es un país que arrastra una gran culpa histórica, dicen siempre sus filósofos e historiadores. Ahí reside precisamente gran parte del problema. Bajo la influencia del izquierdismo pacifista y de las corrientes humanistas cristianas, prima en Alemania un discurso que puede llevar al país a la indefensión frente a sus enemigos. Desde ese prisma, la "buenista" lección extraída de su tortuoso pasado no puede ser más abstrusa. En lugar de haber sido levantada una política de animadversión en contra de países gobernados por regímenes antidemocráticos como fue el hitleriano, los gobiernos han seguido la consigna de un “abajo las armas” digna más bien de ordenes conventuales que de países enfrentados a enemigos antidemocráticos, expansivos e incluso imperiales, como Rusia. Situación irrisoria. Cuando el gobernante ucraniano Zelenski pidió a Alemania ayuda militar, Alemania le ofreció dinero para comprar medicamentos. Además, cascos militares (!!).

Si a la falsa lectura de su propia historia agregamos la facilidad con que Alemania ha entregado llaves estratégicas a Rusia -como la dependencia del gas- gracias a la irresponsabilidad e incluso venalidad de sus políticos, completamos un cuadro deplorable. Solo el hecho de que un ex canciller como Gerhard Schroeder, no habiendo pasado siquiera un mes del cese de su cargo, hubiera asumido el rol de consejero de la empresa Gazprom ligada directamente al gobierno ruso, es propio a una república bananera y no a un país que busca ocupar un lugar hegemónico en la arena continental.

Negocios son negocios y política es política dirá la Realpolitik. Precisamente, de eso se trata, podríamos responder. En Alemania no ha sido lograda la separación entre economía y política. Más bien ocurre lo contrario: la política, sobre todo la internacional, depende de la economía, y la economía, de países gobernados por anti-demócratas como Putin.

Naturalmente, hay que mantener relaciones comerciales con todos los países, más allá de ideologías políticas. Pero hay áreas estratégicas que lisa y llanamente no deben ser entregadas a gobiernos que, debido a tradiciones y formatos antidemocráticos pueden llegar en cualquier momento a convertirse en enemigos. De esa fatal dependencia económica, el gobierno de Merkel arrastrará una cuota de responsabilidad. Los grandes méritos de la gobernante no podrán ocultar esa mancha, máxime si Merkel no podrá negar que no fue advertida, incluso desde su propio partido (entre algunos, por el internacionalista Norbert Röttger).

Un país como Alemania no puede depender de la energía de un producto estratégico controlado por una autocracia. Ceder a Putin el monopolio sobre el gas fue una decisión tanto o más peligrosa que entregar la producción de energía atómica a consorcios privados de los cuales Alemania está intentando todavía liberarse. La lección nunca aprendida, la que dice que entre países democráticos jamás ha habido guerras a diferencia de los países no democráticos contra los que siempre habrá guerras, hay que volverla a estudiar.

Visto en perspectiva histórica, Ucrania más que ocupada puede llegar a ser negociada. Solo esa negociación sería un triunfo para Vladimir Putin. Pero antes que nada sería la más terrible derrota política experimentada por la comunidad democrática europea desde la segunda guerra mundial. La capitulación del occidente político mostraría al mundo entero la vulnerabilidad de sus miembros frente a potencias no democráticas. Significaría, sin más ni menos, ceder a Rusia y después a China un rol político dominante en el concierto mundial y así renunciar a uno de los principios más caros que dieron origen a las Naciones Unidas, el de la autodeterminación de las naciones.

Si el mundo democrático cede ante Putin, sentará un peligroso precedente. ¿Quién podrá oponerse si Turquía hace y deshace con los kurdos e incluso con los armenios? ¿O si la extrema derecha israelí reclama derechos “bíblicos” en territorios palestinos? ¿O si China extermina a los uiguren? (solo para nombrar algunos casos conocidos). No nos engañemos: si Rusia negocia y /o ocupa Ucrania terminará por imponerse una suerte de darwinismo geopolítico, el derecho de los más fuertes a someter a los más débiles. El regreso al siglo XlX con las armas del siglo XXl.

No podemos seguir ocultando el hecho objetivo de que las naciones democráticas han pasado a la defensiva. Razón de más para que unan sus fuerzas y elaboren nuevas estrategias no solo militares sino también políticas frente a las futuras contiendas con regímenes antidemocráticos. Las libertades ganadas en las luchas en contra del nazismo y del comunismo no deben ser abandonadas. No podemos permitir que las espartas arrasen con las atenas.

A un lado la economía digital-esclavista china. Al otro, el bárbaro militarismo ruso. Occidente, el democrático, no está en condiciones de enfrentar ambas potencias a la vez. Hay que aprender a dividirlas, a establecer alianzas con una u otra, de acuerdo a las circunstancias que se den en la política internacional. Pero para que eso sea posible, deberá nacer una nueva solidaridad entre las naciones democráticas del planeta.

Lo que está en juego en Ucrania no es solo Ucrania sino la sobrevivencia de principios y valores heredados de la era de la Ilustración. Entre ellos, los más inalienables, los derechos humanos, los mismos que son pisoteados por Putin en su propio territorio, en las frías cárceles de Siberia o en la largas listas de opositores asesinados. Todos somos Ucrania debería ser el grito de nuestro tiempo.

28 de enero 2022

Polis

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Notas sobre la expansión territorial rusa

Fernando Mires

Para nadie es un misterio que Rusia, gracias al comando de Putin, se encuentra en intenso proceso de expansión territorial. No está claro si el objetivo será la reconstrucción de un imperio euroasiático, como pronosticó en 1997 Zbigniew Brzeziński, o si ese imperio trascenderá la forma euroasiática para convertirse en una réplica territorializada de lo que fue la URSS, posibilidad considerada por el mismo autor.

Revisando los tres últimos libros que escribiera Brzeziński, El poder mundial único (1997) La segunda chance (2007) y Visión estratégica (2012), se observa en quien fuera consejero de Lyndon Johnson, Jimmy Carter y Bill Clinton, la configuración de fases estrechamente ligadas a los tres periodos en que escribió esos libros.

El primero de los citados es un libro muy optimista. Cuando fue escrito, después de la caída del comunismo, EE. UU. parecía no encontrar rivales opuestos a su hegemonía mundial. No obstante, Brzeziński ya alertaba sobre un peligro en potencia: la disgregación del espacio euroasiático o, justamente lo contrario, su proyección como fuerza geopolítica mundial bajo la batuta imperial rusa.

Para que la segunda opción fuera real, era necesario –según Brzeziński– que EE. UU. trabajara en estrecha colaboración con la Rusia poscomunista, lo que a su vez suponía que Rusia continuaría el proceso de democratización y occidentalización impulsado por Gorbachov y Yelsin. De más está decir, el proyecto de Brzeziński no ha sido realizado. Por lo menos, no en su totalidad.

Estamos efectivamente presenciando la reconstrucción de una potencia euroasiática dirigida por Rusia, pero no en cooperación sino en contraposición a los intereses de los EE. UU. y sus aliados europeos.

Para que esa visión hubiera sido realidad eran necesarias algunas condiciones a tener lugar en Europa. La primera, un bloque sólido europeo dirigido por Francia y Alemania (de modo premonitorio Brzeziński dejó afuera a Inglaterra). Esa condición se ha dado solo en parte.

La conducción franco-germana en la UE es inobjetable, pero el bloque que ambos conducen está lejos de ser sólido. La creación de un frente político-militar entre una Europa unida y los EE. UU. fue, como es sabido, interrumpida brutalmente por Trump, quien enfiló directamente en contra del que había sido el pilar más robusto de la Guerra Fría: la Alianza Atlántica y su expresión orgánica, la OTAN. Ambas se encuentran en estado de precaria reconstitución durante Biden, lo que no ha pasado por alto a esos ojos de lince que tiene Putin.

Una segunda condición, quizás la determinante, era la disposición occidentalista de Rusia de la que Brzeziński comienza a despedirse en su libro Segunda chance. Allí acusa directamente a la administración Bush Jr. de haber dilapidado en guerras absurdas, sobre todo con la destrucción de Irak, las pretensiones hegemónicas de los EE. UU.

Mirando los acontecimientos en retrospectiva, Brzeziński tenía razón. La guerra contra Irak no solo destruyó a uno de los países más modernos del Oriente Medio, además construyó el camino para que a Rusia le fuera abierta una zona geopolítica que hasta entonces había estado cerrada en la región.

El apoyo irresoluto de los EE. UU. a los movimientos que dieron origen a la Primavera Árabe (2011) creó las posibilidades para que la Rusia de Putin, en nombre de la lucha en contra del terrorismo que emergía desde las ruinas de Irak, convirtiera a Siria en un protectorado militar al servicio de la política de Rusia, no sin antes aplastar a sangre y fuego a la rebelión democrática de ese país, levantada en contra del dictador Bashar al-Ásad. Con la anexión militar de Siria, los apetitos de Putin dejaron de ser solo regionales y pasaron a ser globales.

En su último libro Visión estratégica: América y la crisis del poder global, Brzeziński, a diferencia de sus anteriores libros, escribe en un tono defensivo. Evidentemente, ha comenzado a pensar en el descenso global de los EE. UU., descenso que arrastra consigo a todo el Occidente político. La diferencia es que esta vez introduce, como factor dominante, la presencia de China.

Las tareas para evitar el descenso completo de los EE .UU. frente a la emergencia de China, la ve Brzeziński nuevamente en una suerte de triple alianza entre EE. UU., Europa y Rusia (y Turquía) coordinando el espacio euroasiático. Como es sabido, las últimas recomendaciones de Brzeziński serían tomadas muy en serio por Donald Trump.

El gobierno de Joe Biden, por el contrario, intenta volver la página hacia la era pre-Trump. Su discurso puede resumirse así: China es un competidor económico. Rusia, en cambio, ha sido reconstituida como una potencia militar cuyas ambiciones territoriales parecen ser insaciables.

Las condiciones para los EE. UU., si pensáramos desde la perspectiva de un cuarto libro que nunca Brzeziński escribió, no pueden ser peores. EE. UU. no está en condiciones de continuar su juego aliancista con Rusia, el espacio euroasiático ha sido vaciado de todo control norteamericano, y Putin avanza a paso de vencedor hacia los límites que separan a Rusia con Ucrania, la guinda de la torta euroasiática.

Como dijera el mismo Brzeziński en una entrevista concedida en 2015 a la publicación alemana Tagespiegel: «Sin Ucrania, Rusia no puede ser un imperio». Y aquí agregamos: y sin imperio, Putin no puede ser Putin.

¿Qué hacer? Hay dos posibilidades. ¿Dar libertad a Putin para que continúe su camino de anexión y luego, concluida su obra, vuelva a ser otra vez un aliado de Occidente (como soñó Brzeziński y como se disponía a creerlo Trump) en contra de China? ¿U oponerse con todos los medios posibles a que el jerarca ruso culmine su obra geopolítica en Eurasia? Son, como se ve, dos caminos contrarios. Entre esos dos caminos no hay ninguna vía intermedia. Y, lo que hace más difícil una decisión, para ambos caminos hay argumentos atendibles.

Miremos el primer camino: los argumentos que hablan a favor de dejar el campo libre a Rusia para que se apodere de Ucrania son diversos pero conectables. Ucrania ha pertenecido durante siglos al «espacio vital» de Rusia es un argumento de Putin que goza de cierta aceptación en los medios de opinión neo-nacionalistas occidentales. Para otros observadores, la reanexión de Ucrania no aumentaría el poder geopolítico sino, más bien, contribuiría a un debilitamiento económico de Rusia. Por de pronto, Rusia tendría que vivir permanentemente acosada por movimientos de liberación nacional en su periferia, sobre todo en las grandes ciudades de los países anexionados, donde la impronta antirrusa y prooccidentalista es más marcada que en las zonas agrarias.

Si a ello sumamos el hecho de que Rusia está condenada a enviar todas las semanas tropas a Bielorrusia, a Georgia, a Chechenia, a Azerbaiyán, a Taykistian, y como hemos visto recientemente, a Kazajistán, Putin se metería en su “»propio invierno ruso».

Ningún imperio, es la razonable opinión que cursa en Europa, menos uno con crecientes problemas económicos como Rusia, se encontraría en condiciones de resistir de modo permanente el acoso de tantas naciones rebeldes, aun al precio de convertir a todo el espacio euroasiático en una carnicería internacional (no negamos que Putin pueda hacerlo). En breve: para quienes defienden el camino de la no intervención, Putin es un gigante, pero con pies de barro.

La posición contraria tampoco carece de argumentos. Si Rusia es convertida en la cabeza de una Eurasia militarizada, pronto intentará alargar sus tentáculos hacia Europa del Este y hacia los países bálticos, si no para apoderarse de ellos, para mantenerlos por lo menos dentro de una subzona de influencia (sobre esa segunda posibilidad escribiremos pronto una nueva nota).

Hay que cerrar el paso a Rusia y eso pasa por impedir que Ucrania caiga en los brazos de Putin, parece ser por ahora la divisa de Biden. Pero para que ello sea posible, Biden requiere del concurso de Europa occidental y así dejar claro a Putin que la comunidad de naciones democráticas está decidida a bloquear su avance imperial, cueste lo que cueste. Pero de esa decisión –hay que decirlo– la mayoría de los gobiernos europeos están muy lejos. Siguiendo el estribillo del gobierno alemán, corean que el «problema» solo se puede solucionar de modo diplomático. Putin debe reír cuando los escucha. Y Zelenski debe llorar. El presidente ucraniano, casi al borde de la desesperación, pide armas para detener la invasión en cierne. Alemania niega ese camino. Francia duda.

Como es posible deducir, las dos alternativas, entregar Ucrania a Rusia o defenderla con decisión, son posibles. Lo que no es posible es no tomar ninguna alternativa. Tampoco es posible intentar tomar las dos al mismo tiempo y mucho menos intentar un camino intermedio (algo así como un poco de paz y un poco de guerra)

Hay que destacar por último que ambas alternativas tienen que ver con China. En caso de aceptar EE. UU. el avance de Rusia, Occidente se vería obligado a recabar la ayuda de China o, por lo menos, garantizar su neutralidad, a fin de impedir una segunda era de expansión global del imperio Putin.

La segunda, la vía militar, también requiere de la neutralidad de China y por cierto de fuertes concesiones a su hegemonía económica (en el fondo, la única que a China interesa). Desde esa perspectiva, el futuro geopolítico de los EE. UU. estaría en manos de China.

A menos, y esta sería una tercera variante, que las próximas elecciones norteamericanas sean ganadas por el nacional-populismo de Trump. En ese caso, Rusia tendría todos los caminos libres para continuar alegremente su expansión territorial bajo la condición de que se convirtiera en aliado disuasivo de los EE. UU. frente a China. El problema es que esa solo es una posibilidad. Y Putin, ya lo sabemos, no apuesta a posibilidades. Más todavía si ha observado que, aún sin tener un aliado como Trump, está mejor posicionado que los EE. UU. frente al tema Ucrania.

Borrascosas se ven las nubes que avanzan hacia Occidente. No sacamos nada con mirar hacia el lado.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.