“Nosotros estamos luchando en esta guerra porque no queremos perder lo que tenemos;
no queremos perder nuestro país” (Wolodymyr Zelenski)
Si vamos a utilizar el concepto de hegemonía en lenguaje político no podemos hacerlo sin nombrar a Antonio Gramsci. Es su concepto central, el eje donde articula toda su concepción de la política. La hegemonía, en sentido gramsciano, no puede a su vez ser explicada sin utilizarse la palabra «consenso» el que, para serlo, tiene que surgir de las diferencias. No puede haber hegemonía sin diferencias y eso es lo que enlaza al concepto de hegemonía con la política.
1.
La política es lucha por el poder. En ese punto tuvieron razón, cada uno por su lado, Max Weber y Carl Schmitt. Pero a los dos les faltó agregar las dos palabras claves: poder hegemónico. Sin apelación a lo hegemónico, la lucha por el poder deja de ser política. Mucho más cerca de Gramsci que de los dos autores citados, Hannah Arendt hizo la diferencia entre poder –un concepto para ella político– y violencia -un concepto antipolítico-. Según Arendt, allí donde impera la violencia no hay lucha por el poder.
El uso de la violencia -e inevitablemente estamos pensando en el ser más violento de nuestra era: Vladimir Putin– supone la negación de la política. Expresado en vocablos gramscianos, en la lucha por el poder prima una lucha hegemónica entre la política y la violencia. Allí donde reina la violencia, desaparece la política. Así lo subrayó Arendt.
De lo que se trata, según Gramsci, es oponer el poder de la política por sobre el poder de la violencia. Razón que llevo a Ernesto Laclau a disertar sobre el carácter impuro (difuso, opaco) de la hegemonía. Para ser hegemónica, o dirigente, la política necesita ser orquestada, y su musicalidad ha de surgir de diversos instrumentos. Sin heterogeneidad y antagonismo, no hay política.
La democracia, mirada desde esa perspectiva, es el campo de encuentro y confrontación entre diversas demandas, intereses e ideales, y para que tenga lugar, precisa de instituciones, entre ellas las de los representantes y las de los representados.
Quiere decir: La política, aún sin parlamentos, debe ser parlamentada (hablada, discurseada, gramatizada). Fue así como Gramsci nos llevó a pensar sobre la diferencia entre clase dirigente y clase dominante. La política democrática sería la lucha por obtener la dirigencia (hegemonía) y no la dominación. La primera es el objetivo de lo político, lo segundo, de lo militar.
2.
La lucha social, entendida por Gramsci, no es una confrontación brutal sino, sobre todo, una lucha cultural. Sin hegemonía cultural no puede haber hegemonía política, así puede ser resumido su dictamen. No obstante, como no vivió en la era de la globalidad, sus referencias solo apuntaban a las políticas internas de cada nación. Fue un politólogo y político norteamericano, Joseph Nye jr., asesor de Clinton y Obama, quien intentaría de modo explícito extender el concepto gramsciano de hegemonía hacia el plano de las confrontaciones internacionales.
Nye desarrolló su conocida teoría del «poder blando», en contraposición al poder «duro» basado en la dominación militar. De más está quizás decir que los escritos de Nye fueron alertas y después consecuencias de las atrocidades militares y antipolíticas cometidas por Bush jr., sobre todo en Irak. Gracias a Bush jr. EE UU perdió un enorme poder hegemónico (disuasivo) en extensas áreas del globo. Hoy intenta recuperarlo, a duras penas, Joe Biden.
En su libro más popular The future of Power (2011) Joseph Nye postula que el poder blando (o hegemónico) es un instrumento complicado: primero, muchos de sus recursos vitales están fuera del control de los gobiernos y, segundo, tiende a «trabajar indirectamente formando el entorno para la política, y algunas veces toma años para producir resultados esperados». El libro identifica tres amplias categorías de poder blando: «cultura», «valores» y «políticas». Atendiendo al primer punto, el de la cultura, Nye contradice a Samuel Huntington quien ve entre las culturas solo un choque o colisión. Según Nye, la lucha cultural –ahí recurre a Gramsci– se da por medio de la persuasión, del argumento, y del convencimiento.
Como Gramsci, Nye intenta devolver la política internacional a su concepción griega originaria: el antagonismo verbal, ya no en la plaza pública sino en el espacio de la polis global, virtual y real a la vez. La política debe ser convincente, si no para todos, para la mayoría. En ese sentido, las 141 naciones que en la ONU condenaron la agresión a Ucrania infligieron a Putin una de las más estruendosas derrotas políticas que haya experimentado gobernante alguno en toda la historia de la política internacional.
Derrota política que no ha menguado la furia del déspota sobre el martirizado pueblo ucraniano. Más bien parece haberla incentivado. Esa es la razón por la que se ha escrito tantas veces que no pese, sino gracias a la probable victoria militar que logrará Putin en Ucrania, solo obtendrá una derrota moral, cultural y política cuyas enormes consecuencias son todavía difíciles de mencionar.
No sería esa por cierto la primera vez que una victoria de la dominación por sobre la hegemonía se traduce en una fuerte derrota política. En las guerras de Esparta contra Atenas, Esparta aniquiló a Atenas. Pero, ¿quién habla de Esparta hoy día? Las ideas de Atenas, en cambio, iluminan el horizonte cultural de todos los tiempos.
Joseph Nye, descubrió donde reside la principal fuerza de Occidente: en su capacidad de hegemonizar. Lo prueban las mismas oleadas migratorias que avanzan hacia Europa. ¿Cuál emigrante quiere irse a Rusia? Naturalmente, a la gran mayoría los guía la posibilidad de prosperar, pero entre hacerlo con libertad o sin ella, eligen lo primero. Occidente sigue siendo, quiera o no, un faro luminoso que atrae a jóvenes musulmanes, chinos, rusos y de otras latitudes. Por eso Occidente es un peligro para las autocracias y las dictaduras. Como también lo fue Alemania Occidental para Alemania Oriental. Como era y es la democrática y próspera Ucrania, frente a la militarizada y despótica Rusia.
3.
China o Rusia no temen a la economía, ni siquiera a los ejércitos de Occidente, pero sí temen a la promesa de libertad que ofrece Occidente. A ese Occidente que en términos políticos no es un punto geográfico sino el significante que vincula a todas las naciones en donde impera la pluralidad política, la libertad de pensamiento, la división de los poderes públicos, y el estado de derecho. En breve: la democracia.
La democracia, para criminales como Putin –en eso concuerda con las tendencias más fundamentalistas del Islam- es obscena. En ese punto, fiel creyente del cristianismo más conservador, el de la iglesia ortodoxa rusa, Putin ha iniciado una cruzada antidemocrática en contra de Occidente. Ucrania debe ser castigada por su occidentalidad, o lo que es igual, por no querer ser rusa sino por querer ser occidental.
Putin ha llegado a convertirse en el portaestandarte de la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo. Pudo incluso haberse convertido en el núcleo hegemónico de esa contrarrevolución. Pero ya ni eso puede ser. Pues Putin, al recurrir a la violencia sin política en contra del pueblo ucraniano, ha renunciado a ejercer hegemonía, aún entre los países que lo siguen. Entre la hegemonía y la dominación, eligió definitivamente la dominación.
La particularidad de la dominación putinista había sido, antes de la guerra a Ucrania, la de un poder híbrido. Por cierto, Putin falsificaba resultados electorales, perseguía o asesinaba a disidentes, prohibía partidos, y a pesar de eso, conservaba algunas formas de una república democrática. Pero la guerra emprendida en contra del pueblo ucraniano, ha determinado la derrota política de Putin.
La violencia hacia afuera no ha tardado en convertirse en violencia hacia dentro. Las cárceles de Rusia están llenas de presos políticos. Ya no existe libertad ni de opinión ni de prensa. Hay palabras como «guerra» o «invasión» que han sido proscritas. En Rusia hubo un autogolpe de Estado y nadie lo quiere decir.
La imposibilidad de ejercer hegemonía hacia el exterior ha invalidado el poder hegemónico de Putin hacia el interior. Antes de la invasión a Ucrania, el dilema de Rusia era el de ser una autocracia o una democracia. Después de la invasión el dilema ruso es: o caer bajo una dictadura militar o bajo una dominación totalitaria.
Lo más probable es que sea más lo primero que lo segundo. En tiempos digitales será muy difícil ejercer el control total sobre las mentes como en la Rusia de Stalin. Ni siquiera Putin cuenta con una ideología integrista como fue el marxismo leninismo. Sus mentores ideológicos, como ayer Iván Ilyín y hoy Aleksandr Dugin, son defensores de un eslavismo atávico, racista, patriarcal y decimonónico que a nadie, excluyendo a fascistas (o putinistas, hoy son lo mismo) atrae en Occidente. En fin, todo indica que solo una nueva revolución democrática podría salvar a la Rusia de Putin. Pero esa alternativa es por ahora un deseo. No hablemos más de ella.
Lo que sí interesa remarcar es que la invasión de Putin a Ucrania ha marcado con líneas profundas los tres poderes geopolíticos que determinarán la historia del siglo XXI. China, como representante del poder económico tecnológico y militar. Rusia, como un poder militar. Occidente, como un poder político hegemónico que no renuncia a lo militar. La constante entre esos tres poderes es “lo militar”.
No sabemos si ya estamos dentro de la tercera guerra mundial, como afirma Noam Chomsky. Hasta el momento Rusia ha perdido la guerra política frente a Occidente y Putin, con una bomba atómica en cada mano, intenta vencer, mediante chantaje, en la guerra militar. Occidente, bajo esas condiciones, no puede renunciar, más aún, debe incrementar la atracción de su poder hegemónico.
Pero este, por muy importante y decisivo que sea, no puede excluir su defensa militar. Las atenas de hoy no deben dejase avasallar por las espartas que lo acosan. La hegemonía que propusieron ayer Gramsci y ahora Nye, debe ser también defendida con armas. La frase de Unamuno, «venceréis pero no convenceréis» no sirve en medio de la guerra que Putin ha declarado a Occidente con su invasión a Ucrania. Hoy no se trata solo de con-vencer sino de vencer.
Expliquémoslo: Hemos dicho que hay dos tipos de lucha, la lucha por la hegemonía y la lucha por la dominación. En Occidente prima la primera. Pero eso no impide que en la lucha en contra de potencias antidemocráticas, sobre todo frente a un sanguinario ultranacionalista como Putin, un canalla que excluye los medios políticos de lucha, no hay que defenderse en contra de la dominación. Todo lo contrario. Como dice el Eclesiastés (3.8) «hay un tiempo para la paz, y hay un tiempo para la guerra». Lo importante es no confundir los tiempos. Hoy vivimos en tiempos de guerra.
4.
La democracia liberal no puede ser liberal con sus enemigos cuando estos, como Putin, se han convertido en enemigos existenciales. Para vencer cuenta Occidente, además del militar, con un poder económico que Putin no tiene y con un poder político hegemónico que nunca tendrá. Ahora bien, debido al predominio de lo político por sobre lo antipolítico, Occidente está en condiciones de concordar ocasionalmente con naciones no democráticas. Y es evidente que ahora hablamos de China, propietaria de un inmenso poder económico y militar, pero con una baja intensidad hegemónica y/o política.
La concordancia puntual entre Occidente y China es una alternativa que no puede ser perdida de vista. Tanto China como Occidente tienen mucho que perder en una tercera guerra mundial. Nunca seremos aliados perpetuos de China, con eso hay que contar, y es bueno que así sea. Pero el arte político, que los chinos también conocen a escala internacional, podría y debería llevar a Putin al total aislamiento mundial. Por el bien de la hoy inmolada Ucrania. Por el bien de China y Occidente. Por el bien de la misma Rusia. Y sobre todo, por el bien de todos los habitantes de esta tierra.
Para decirlo de modo gramsciano, se trata de asegurar la hegemonía de la paz política por sobre la de la guerra, sin que esta última desaparezca como posibilidad. La guerra –la frase de Clausewitz está todavía vigente– es la continuación (pero también el origen) de la política bajo otras formas. Pero lo es en el mismo sentido como la muerte es la continuación de la vida bajo otras formas. Y este mundo, no debemos olvidarlo, pertenece a los vivos.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS, Político,