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Fernando Mires

La destrucción de la realidad

Fernando Mires

La mentira es un arma de la guerra, no lo vamos a descubrir hoy. El enemigo está ahí para ser derrotado y, para derrotarlo, hay que saber engañarlo. Esa es una de las diferencias que separan a la guerra de la política. Lo que no significa por cierto que la política sea una práctica destinada a buscar la verdad.

El político no es un apóstol de la verdad, como debe ser un filósofo o un científico. Los políticos mienten, y eso tampoco vamos a descubrirlo ahora. Pero a diferencias de la práctica militar, la política no puede convertir, como sucede en una guerra, a la mentira en un sistema. Quien lo hace está destinado a perder pues cuando un político es descubierto en mentiras, suele pagarlo caro, algo que nunca puede ocurrir a un mariscal de batalla, quien está obligado por su profesión a engañar a sus enemigos.

Quizás para explicarnos mejor, debemos recurrir a algunas ideas de quien dedicara muchas páginas a pensar sobre el tema de la mentira y la verdad en la política. Por supuesto, nos referimos a Hannah Arendt.

En su escrito sobre «la verdad y la mentira en la política», así como en el apartado final de su libro «Entre el pasado y el futuro», distinguía Arendt tres tipos de mentiras en la política: las mentiras de la razón, las mentiras que se deducen de las verdades de opinión y las mentiras que provienen de las verdades de hecho.

Las mentiras de la razón – dejemos de lado las equivocaciones de la razón, eso es otra cosa – son las que provienen de la no revelación de la verdad con el objetivo de alcanzar un objetivo que puede ser simbólico o real. Arendt pone como ejemplo la mentira de los gobiernos conservadores alemanes relativa a que Alemania era una sola nación durante el periodo de la Guerra Fría pese a que sabían, más aún, aceptaban, que Alemania del Este estuviera acreditada en la ONU como nación independiente (la versión socialdemócrata era más sofisticada: «una sola nación y dos estados»). En ese sentido la mentira de «una sola nación»(que jurídicamente no existía) estaba puesta al servicio de una verdad deseada por la mayoría de los ciudadanos: la reunificación de las dos Alemanias.

Ahora bien, Putin también ha dicho y escrito que Ucrania y Rusia constituyen una sola gran nación. Para reunificarlas –de acuerdo a su versión– ha invadido a Ucrania. ¿Pueden compararse entonces la consigna de la unión de Rusia y Ucrania con la de las dos Alemanias? No. En ningún caso.

En primer lugar, Ucrania existió como una nación independiente y soberana desde marzo de 1917 (La Rada Central Ucraniana). Lenin ratificó su independencia el 18 de enero de 1918. La reanexión de Ucrania a Rusia por parte de Stalin fue, en cambio, un acto de apropiación imperial, resultado del pacto nazi-soviético de 1939. En segundo lugar, la declaración de independencia de Ucrania de 1991 fue el producto de un referéndum nacional en el que los independentistas obtuvieron una victoria con más del 90 por ciento de los votos, algo que nunca habría podido suceder en el periodo de la dictadura comunista en Alemania del Este.

Sintetizando podemos decir que mientras la mentira de una sola nación estaba puesta en Alemania al servicio de una verdad histórica y política, la mentira de una sola nación elaborada por Putin está puesta al servicio de la anexión brutal de una nación independiente. Visto así, la mentira alemana era políticamente racional, mientras que la mentira rusa era y es, políticamente irracional. La primera apuntaba a la reunificación política. La segunda, a una invasión militar.

Siempre en relación con el tema de la verdad en la política, Arendt distinguía, además, dos tipos de mentiras que se deducen de dos tipos de verdades. A una la llama verdad de opinión y a la otra, verdad de hecho. Fácil deducir es que la verdad de opinión solo puede ser verdadera si se ajusta a los hechos. Decir por ejemplo, Stalin fue un gran hombre, es una opinión. Decir en cambio, Stalin mandó asesinar a millones de personas, incluyendo a toda la vieja guardia bolchevique, es una verdad de hecho. Del mismo modo, decir que Putin es una persona bondadosa, es una verdad de opinión. Decir en cambio que las tropas rusas enviadas por Putin han asesinado a miles de ucranianos civiles, incluyendo a muchos niños, es una verdad de hecho.

Las buenas opiniones son entonces las que se ajustan a los hechos. Las que no se ajustan, o no son verdades, o son verdades a medias, o son simplemente, mentiras. Ahora, la mayor perversión política, aduce Arendt, no aparece cuando las opiniones no están sustentadas en hechos, sino cuando sustituyen a los hechos. Convertir a las opiniones en hechos, es una de las principales características de los regímenes totalitarios, agregaba. Justamente esa perversión historiográfica del putinismo es la que detectó el politólogo e historiador alemán Herbert Münkler en un reciente artículo

Para demostrar la mendacidad de Putin, Münkler hace una disección del ominoso discurso que pronunciara Putin en Volvogrado con motivo del 80 aniversario de la guerra (02-02-2023) Münkler indica con razón que la batalla de Stalingrado como punto de inflexión de la guerra es una verdad subjetiva, pues para los aliados ese punto está marcado por el desembarco en Normandía en 1944. Pero suponiendo que hubiera sido así, Putin en su verdad, omitió otra verdad muy importante, a saber, que gran parte de los contingentes que lucharon en Stalingrado eran ucranianos. Hablar solo de tropas rusas puede ser considerado entonces como una mentira por omisión, u ocultamiento intencional de una parte de la verdad. Una verdad a medias no es verdadera. Esa verdad a medias – eso no lo precisó Münkler – sirvió a Putin para fundamentar tres grandes mentiras.

La primera mentira dice que la guerra que hoy emprende Rusia en contra de Ucrania fue concebida para liberar a Ucrania de un gobierno fascista. La segunda, tanto o más grande que la otra, es que la Alemania de hoy continúa la tradición de la Alemania nazi al enviar tanques a Ucrania. Y la tercera, la más horrible de todas, es que la guerra de invasión que Putin ordenó en Ucrania, tiene un carácter defensivo. Citemos a Putin: «Hoy vemos, desgraciadamente que la ideología del nacional socialismo en su moderna configuración representa nuevamente una amenaza para la seguridad de nuestro país. Nuevamente hemos sido forzados a defendernos de la agresión del Occidente colectivo».

En su capacidad de mentir, Putin ha terminado por superar al mismo Hitler. Desde que invadió a Ucrania, en 2014, efectivamente, no ha parado de mentir.

Mintió Putin cuando calificó de fascista a la revolución del Maidán en 2013, hecho en el que participaron todos los partidos democráticos de la nación, así como miembros de todas las confesiones religiosas de Ucrania. Mintió cuando afirmó, sin ninguna fundamentación geográfica ni política, que Crimea, Sebastopol y los territorios del Donbás, pertenecen a Rusia. Mintió cuando firmó los documentos de Minsk en 2015. Mintió en su tramposo artículo del 2021 al escribir que por razones naturales y sanguíneas Ucrania era solo un territorio de Rusia. Mintió en febrero del 2022 cuando comunicó que los cien mil soldados estacionados en los límites con Ucrania realizaban solo ejercicios militares. Mintió al calificar de guerra defensiva su ataque a la población civil de Ucrania. Ha mentido negando el envenenamiento a disidentes (Navalny es solo uno de una larga fila). Ha mentido cuando presentó a la OTAN como amenaza a la integridad de Rusia, en el mismo periodo en que la OTAN se comprometía a no integrar a Ucrania. Y hoy vuelve a mentir al comparar a la democrática Alemania de nuestro tiempo, con la Alemania nazi de Hitler.

De acuerdo a la partitura de Hannah Arendt, Putin miente en todos los registros. Sus mentiras son racionales, es decir, concebidas de acuerdo a un objetivo, en este caso, construir una legitimación que sea útil a la guerra de invasión. Son también mentiras de opinión, pues no están sustentadas en ningún hecho. Y finalmente son mentiras de sustitución, ya que su objetivo es sustituir hechos por opiniones.

Al final solo queda una pregunta. ¿Creerá Putin en sus propias mentiras? Si no cree en ellas, solo queda pensar que estamos frente a un desalmado sin límites, la representación del mal radical tal como lo entendió Kant (el mal situado más allá de toda ley o norma). Si en cambio cree en sus propias mentiras, estamos frente a un psicópata que ha logrado zafarse de toda contención legal y moral, un ser enloquecido actuando sin ningún control, sin más objetivo que destruir las evidencias para sustituirlas por sus visiones. Probablemente, como suele ocurrir, las dos posibilidades no se excluyen entre sí. Ahí reside precisamente el gran peligro.

Putin, al destruir a la verdad, intenta destruir a la realidad. Una realidad que comienza pero no termina en Ucrania. Probablemente, la destrucción de la realidad, por él sistemáticamente emprendida, conducirá alguna vez la destrucción de su propia persona, como ocurrió con Hitler y en cierta medida con Stalin. Si va a ser así, solo cabe desear que ocurra pronto.

Referencias:

Hannah Arendt – Zwischen Vergangenheit und Zukunft, Piper, Munchen 2000

Hannah Arendt – Wahrheit und Lüge in der Politik, Piper, München 1987

Herfried Münkler – EL MITO DE LA BATALLA DE STALINGRADO (polisfmires.blogspot.com)

Fernando Mires – LAS TRES GRANDES MENTIRAS DEl PUTINISMO (polisfmires.blogspot.com)

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Ucrania: los cuatro bloques de la guerra

Fernando Mires

El occidente político apoya en líneas generales a la lucha de la resistencia ucraniana. Pero no todos los países que la apoyan siguen una sola línea. Hay diferencias inocultables. Tales diferencias tienen razones geográficas (no es lo mismo ser vecino de Ucrania que estar situado en otras regiones de Europa y del mundo), geoestratégicas y, por supuesto, ideológicas. Durante el curso de la guerra las diferencias se han ido ordenando en cuatro bloques: el de la UE que en general sigue una ruta franco-alemana, el de la mayoría de los países que limitan con Rusia, el de EE.UU. y los países que forman parte de su área de influencia, y el de los gobiernos antioccidentales de Occidente. Al análisis de estos cuatro bloques, y a las posibilidades de coordinación entre ellos, serán dedicadas las líneas de este texto.

1- El bloque de apoyo militar limitado

El bloque o sector hegemónico entre los que apoyan la causa ucraniana es el que, por el momento, por su poder económico y militar, juega un papel decisivo al interior de la Unión Europea. Su núcleo duro está formado por Alemania y Francia. En su torno giran la mayoría de las naciones de Europa Occidental. Núcleo que ha debido, por fuerza de las circunstancias, transformarse en eje militar, lugar para el que no estaba todavía preparado. De acuerdo a la postura predominante que ha mostrado en la ayuda militar a Ucrania podríamos denominarlo como un bloque de apoyo militar limitado, sobre todo si nos atenemos a la consigna principal, en diversas ocasiones formuladas por los mandatarios Macron y Scholz. Esa consigna es: «Ucrania no debe perder ni Rusia debe ganar». Si la traducimos al lenguaje práctico quiere decir: tanto la victoria como la derrota deben ser parciales y no totales.

Por de pronto hay que dejar en claro que el bloque de apoyo militar limitado comparte con el resto de Europa el rechazo absoluto a la invasión rusa comenzada el 24 de febrero del 2022. Está también de acuerdo en que la guerra iniciada por Putin corresponde a un proyecto de revanchismo histórico formulado por el mismo Putin, a saber, el de reconstituir el antiguo imperio zarista y estalinista bajo nuevas formas. Propósito que a la vez ha llevado a Putin a intentar revertir el orden político mundial surgido en 1989-1990. Coinciden con toda la UE y Gran Bretaña en que, con la invasión del 2022, Putin rompió con toda la legislación y acuerdos vigentes.

Por eso, el objetivo de la guerra, en la que participan enviando armas, busca hacer retroceder a Rusia a los límites establecidos hasta febrero del 2022, vale decir, hasta los estatuidos con la invasión a Crimea y la apropiación ilegal del territorio del Donbas. Esos límites geográficos determinarán también los límites de la guerra.

Francia y Alemania están de acuerdo en respetar esos límites y mantener la guerra bajo el primado de la política, lo que significa no intentar romper todos los puentes con Putin, propuesta con la que el dictador ruso parece estar de acuerdo. El trío telefonista (Putin, Macron, Scholz) no ha perdido la conexión.

En cierto modo, la idea central del “bloque de la guerra limitada” parece ser la de obtener sobre Rusia una victoria parcial que abra, en un momento determinado, un espacio negociador entre el gobierno ruso y la UE, sobre la base – no lo ha dicho nadie de modo explícito pero es un secreto a voces – de la concesión a Rusia de algunas zonas de Ucrania. Cuanto deberá reclamar Rusia para sí, y cuanto deberá corresponder a Ucrania, lo decidirá el curso de la guerra y de las negociaciones.

2-El bloque por la victoria definitiva

La idea de la guerra de objetivos limitados, patrocinada por o desde la UE, topa sin embargo, con dos oposiciones. La primera: la intransigencia del dictador ruso quien no piensa cejar hasta lograr sus objetivos, los que en el tiempo se agrandan de modo proporcional a la imposibilidad de seguir avanzando en Ucrania. La segunda: la posición de Ucrania y de los países más amenazados por la expansión rusa, entre ellos Polonia, Finlandia, los países bálticos, a los que se suma Inglaterra, políticamente más ligada a los EE.UU. que al resto de Europa y, sorpresivamente, Holanda. A ese segundo bloque lo llamaremos, el bloque por la victoria definitiva.

A diferencias del bloque anterior, el objetivo fundamental es derrotar inapelablemente a Rusia. Por eso la consigna central es: Ucrania debe ganar y Rusia debe perder. La diferencia entre el «no perder» del primer bloque y el «ganar» del segundo, es importante. Rusia, según este bloque, debe quedar militarmente inhabilitada para intentar a mediano o corto plazo otro acto de anexión a Ucrania o a otro país europeo lindante con Rusia. De ahí viene la exigencia permanente a los países europeos para que sean enviadas más y mejores armas que permitan no solo rechazar ataques sino realizar una defensa ofensiva en territorio ucraniano. Para eso y no para otra cosa, Ucrania requiere de los tanques Leopard 2 , Challenger y Abrams, y de los aviones F-16 europeos y americanos.

La posición del bloque de la victoria definitiva puede ser vista como ilusoria, pero en Ucrania parte del principio de realidad. Hay aquí una razón muy importante: Ucrania no es un país más en el conflicto, es el país que está poniendo los soldados, y en su verdad brutal, es el que está poniendo los muertos. Debido a esa razón, Zelenski y los suyos no aceptarán nunca que Ucrania sea una simple ficha puesta a jugar en tablero ajeno.

Pero además hay otra razón de peso. Ucrania no solo está luchando por Ucrania, sino por todos los países de Europa, y en primer lugar, por los más amenazados por el proyecto expansionista de Putin.

Los gobiernos que otorgan apoyo incondicional a Ucrania plantean exactamente lo mismo que Zelenski. Aducen que en caso de una paz pactada a espaldas de Ucrania, Putin y su mafia buscan ganar tiempo para rearmarse e iniciar de nuevo su ofensiva en contra de Ucrania y–o los países de Europa Central y del Este. El hecho de que Putin estará siempre dispuesto a irrespetar los acuerdos internacionales, ha sido muchas veces demostrado. Putin siempre está en guerra y la diplomacia para él es un instrumento de guerra. Sigue evidentemente a Sun Tzu: «el arte de la guerra se basa en el engaño». Por eso la victoria europea deberá ser –piensan los ucranianos y los gobiernos que les son más afines– definitiva, o no ser. ¿Qué significa en este caso definitiva?

En términos cronológicos, una victoria definitiva significa obligar a Rusia a que regrese no a 2022 (plan Macron-Scholz) sino a 2014. En términos espaciales, que retire sus milicias de todos los territorios ucranianos, incluyendo Crimea y el Donbas. Ucrania, ha dicho Zelenski, nunca podrá ser libre con enclaves rusos incrustados al interior de su cuerpo nacional.

En efecto, para el gobierno ucraniano, la invasión rusa comenzó no en el 2022 sino en el 2014. Desde esa fecha, afirman los ucranianos, ha habido resistencia y guerra en Ucrania. Febrero del 2022 habría significado solo el paso de una guerra de mediana a una de alta intensidad, pero no a una nueva guerra. Que los gobiernos occidentales no lo hayan visto así fue simplemente porque miraban hacia otro lado, obcecados como estaban en obtener gas y petróleo ruso a precios reducidos. La posición ucraniana y la del este de Europa a la que probablemente se sumará la de la República Checa después del triunfo electoral del general retirado Petr Pavel, cobra mayor fuerza si los ucranianos se sienten apoyados más allá de Europa, antes que nada por los EE.UU.

3-El bloque de ultramar

Hay coincidencias entre las posiciones que representan EE.UU., Canadá, Gran Bretaña y Japón (el bloque anti-Putin de ultramar) con las que defienden Ucrania y sus aliados europeos inmediatos. Pero esas posiciones no son idénticas. Por cierto, entre una victoria parcial, según Scholz y Macron y una victoria definitiva, según Zelenzki y sus aliados más cercanos, los EE.UU. y sus amigos elegirían sin titubear la segunda alternativa. Pero esto no quiere decir que bajo determinadas circunstancias no puedan acomodarse a una alternativa intermedia, esto es, a la de una victoria limitada o parcial. Lo único que ese bloque no puede aceptar, y bajo ninguna condición, es una victoria de Rusia. Para explicarnos mejor, podemos decir que el enfrentamiento con Rusia no termina para los EE.UU. en Rusia. El verdadero problema de los EE.UU. comienza en Rusia, pero sigue con China.

De acuerdo a la estrategia internacional norteamericana, China es el enemigo principal y Rusia el enemigo inmediato. Quiere decir, la confrontación con la Rusia de Putin es para los EE.UU. parte de una estrategia superior: la confrontación con China. En ese punto la política internacional de Biden no se diferencia de la de Trump.

China representa para los EE.UU. una amenaza doble: económica y militar. Los americanos están por cierto conscientes de que China es antes que nada una potencia económica en expansión permanente y en segundo lugar una potencia militar. Pero por eso mismo creen que China podría, bajo condiciones agudas, poner su potencial militar al servicio de su potencial económico. Ahora bien, para asegurar su lugar geopolítico en el mundo, China deberá construir en su torno un bloque de naciones aliadas, tanto o más grande que el que hegemonizan los EE.UU. Ese bloque incluiría a naciones del sudeste asiático, pero también reposaría sobre una alianza estratégica, política y militar con India, Irán, y sobre todo con Rusia.

Fue por eso que en los inicios de la guerra contra Ucrania, Xi Jinping apostó duro a favor de Rusia. Solo cuando vio que Rusia había quedado estancada en Ucrania, comenzó a recular. En cualquier caso, no ha enviado armas a Putin y ha reafirmado su negativa al uso de cualquier implemento nuclear. No obstante, la posibilidad de una alianza entre China y Rusia seguirá vigente hasta que Rusia pierda definitivamente la guerra. Para los EE.UU. esa alianza no debe consumarse jamás. Justamente por eso le es imperativo derrotar a Rusia y, de paso, convertirla en una nación militarmente debilitada.

Para EE.UU. está claro que, en caso de una victoria de Rusia en Ucrania, China volvería a insistir en su propósito de anexar Taiwán, algo que los EE.UU. no pueden aceptar. Cierto es que por derecho Taiwán pertenece a China (la existencia de «una sola China» ha sido ratificada en diferentes ocasiones por los gobiernos de EE.UU. desde los tiempos de Nixon) pero de hecho, pertenece a Occidente. Entre el derecho y el hecho, China ha actuado hasta ahora con prudencia, aceptando una situación ambigua la que, por ahora, conviene a China y a los EE.UU. Pues bien, en el caso de que EE.UU. aparezca como un derrotado y Putin logre erigirse victorioso, la ambigüedad en torno a Taiwán terminará y los EE.UU. deberán enfrentarse al que Biden llama «bloque autocrático mundial» bajo la conducción de China.

Alemania y Francia, vale decir, el eje del núcleo de la UE, parecen compartir la tesis norteamericana de que China es un potencial peligro antioccidental. Hay que anotar, empero, una diferencia. Mientras los EE.UU. han decidido practicar una política de amedrentamiento contra China, Francia, y sobre todo, Alemania, han optado por la política del «poder suave», para usar el concepto que popularizara Joseph Nye.

Lejos de distanciarse de China, Scholz ha decidido mantener una amable diplomacia con la gran potencia asiática, intensificando relaciones comerciales, aunque cuidando no caer en una dependencia estratégica como en la que cayó Alemania con Rusia. En ese marco se explica también su viaje a Latinoamérica donde consiguió al menos desactivar en parte el putinismo ideológico de Lula y abrir un espacio para que el líder brasileño expusiera su idea de un “club de la paz” que incluiría a China, India y Brasil. Si los EE.UU. actúan frente a China como “el policía malo” y Alemania (o Francia) como “el policía bueno”, o si se trata de diferencias estratégicas entre los EE.UU. y una parte de Europa Occidental, solo lo sabremos después.

Para emplear una expresión cara a Mao Zedong, en el Occidente político hay, en relación con Ucrania, diferencias pero no antagonismos. En cualquier caso, menores a los que desearía Putin. Si estas diferencias desaparecerán o se agrandarán, dependerá en primera línea del curso de la guerra en Ucrania. Nada está escrito sobre piedras.

4-El bloque antioccidental de occidente

Putin, hay que martillar sobre este punto, no está internacionalmente aislado. Cuenta con aliados atómicos, entre ellos Irán y la India. China, si los EE.UU. continúan provocándola, puede acercarse más a Rusia. América Latina está penetrada económicamente más por China que por los EE.UU. y es evidente que la ocurrencia de Lula relativa al “club de la paz”, es más de marca china que brasilera. Más aún: Rusia cuenta, sobre todo en Europa, con aliados políticos, tanto de ultraderecha como de izquierda. El lepenismo y el melencholismo, ambas formaciones putinistas, tienen acorralado a Macron en Francia. La socialdemocracia alemana ha sido corroída desde hace tiempo por la Rusia de Putin, y algunas declaraciones de Scholz han sido aplaudidas en el parlamento por la ultraizquierda y por la ultraderecha alemana. El nacional-populismo ha logrado disfrazarse de pacifismo en Europa.

Además, Putin cuenta con países aliados en los propios interiores del occidente político. La Hungría de Orban, la Turquía de Erdogan, y en cierta medida la Serbia de Vucic. comparten los mismos ideales políticos de Putin: antioccidentalismo cultural, oposición a la UE, negación radical del liberalismo político (no del económico), defensa irrestricta de valores conservadores (orden, patria, familia y estado), persecución a los disidentes sexuales, y en el caso de Hungría y Turquía, integración de las religiones al poder, sean estas católicas, ortodoxas o islámicas. Hungría ya es objetivamente una ficha de Putin en la UE, así como Turquía lo es con frecuencia en la OTAN.

El nuevo orden internacional propuesto por Putin debe surgir, de acuerdo a la racionalidad de este bloque, de un levantamiento global en contra del occidente perverso, disoluto y decadente. Con relación a la invasión a Ucrania, los gobernantes de los países mencionados mantienen la tesis de que Putin solo ha respondido, herido en su orgullo nacional, a la creciente ampliación de la OTAN. Esa, que originariamente fue la tesis de Orban, es hoy compartida por todas las derechas e izquierdas extremas de Europa.

El fenómeno por cierto, no es nuevo. Recordemos que la avanzada de Hitler sobre Europa contó con el apoyo de partidos fascistas al interior de los países europeos y la expansión de Stalin con la presencia erosiva de los partidos comunistas. Putin – lo dejó muy claro en su discurso de Stalingrado (02.02.2023) – ha logrado unir ambas dimensiones, la fascista y la comunista. La guerra que estamos viviendo no solo es militar, también es ideológica. En esa larga y cruenta guerra, la de Ucrania será probablemente una más.

5-Una reflexión final

El Occidente político está dividido y no hay que ocultarlo pues la división, cuando es política, no es necesariamente un signo de debilidad. Por el contrario. La condición natural de la política es la división. Esto vale a nivel nacional como internacional. Nadie puede pedir a las naciones democráticas aliadas en contra de Rusia que pospongan sus intereses nacionales en aras de la unidad. Una alianza fuerte no se basa en la unidad a todo precio, sino más bien en la coordinación y aceptación de las diferencias.

Los intereses de Europa occidental no pueden ser exactamente los mismos que los de Europa del este. De igual modo, los intereses de Europa no pueden ser los mismos de los EE.UU. En ese sentido no existe una posición verdadera y una falsa ante la guerra de Putin. Por el contrario: la formación de bloques político-militares no solo es inevitable sino, además, necesaria. Podemos decir que son las formas mediante las cuales son ordenadas las contradicciones. Lo que sí importa es que los distintos bloques logren adecuar sus diferencias en torno a denominadores comunes. Y hasta ahora, ha sido así. Occidente ha logrado una unidad básica, una que solo es posible que surja a través de las deliberaciones al interior de las instituciones creadas para debatir. Ahí reside precisamente la ventaja occidental: la democracia, practicada hacia el interior como hacia el exterior de sus naciones.

La paradoja de esta historia es que Putin, con su proyecto definido por él mismo como antioccidental, ha terminado por hacer renacer políticamente a Occidente, dando sentido a un «nosotros internacional» que antes no existía. Con mucha razón, en la cumbre de la UE en Kiev, dijo Ursula von der Leyen: «Ucrania es uno de los nuestros»

Quiso decir: Ucrania es un país europeo y occidental en forma. No es un paraíso, por cierto. Tampoco una unidad armónica y perfecta. Occidente puede ser tan errático y tan corrupto como Oriente. Pero hay una posibilidad que explica por qué millones de personas no occidentales quisieran vivir como se vive en Occidente; y esa es la posibilidad de disentir, o sea, la libertad de pensar y de hablar. No es poco. Nadie puede pensar sin disentir, aunque sea con uno mismo.

Y solo pensando, somos humanos. Justamente por eso Putin quiere destruir a Ucrania. La presencia de una Ucrania soberana y autónoma, pero sobre todo democrática, puede ser muy peligrosa para una autocracia sin disidencias, como la que quiere construir Putin en Rusia.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Hitler y Putin

Fernando Mires

Todas las analogías son ahistóricas. Ni la historia se repite, ni los personajes históricos son reproducidos con papel de calco. Otra cosa son las comparaciones y los paralelos, procedimientos a los que es lícito recurrir desde un punto de vista historiográfico. Naturalmente, Putin no es Hitler, aunque podemos compararlos y encontrar semejanzas y diferencias, así como también podemos hacerlo con Putin y Stalin, o Putin y Pedro el Grande, con quien se ha comparado el propio dictador ruso.

En su artículo precisamente titulado «Putin y Hitler», Manuel Castells, uno de los sociólogos de referencias de la izquierda española (Podemos y algunas fracciones del PSOE) llama «halcones» (concepto usado en los EE UU para referirse a sectores belicistas) a quienes han logrado acuerdos para enfrentar la avanzada de Putin en Ucrania. Con ello imagina tal vez situarse en la fracción de «las palomas» (moderados, en el léxico estadounidense). Pero el problema no es tan simple. Ni todos los que creen en la política de apoyo militar a Ucrania son halcones, ni todos los que creen en la política de la negociación son palomas.

Muchos pensamos que hay que buscar negociaciones entre las partes beligerantes. Pero también sabemos que el principal enemigo de las negociaciones es Putin, pues como constata el mismo Castells «Putin no va a cejar hasta ocupar la parte de Ucrania que define como rusa» (o sea toda Ucrania, según su ensayo del 2021). De ahí que el problema correctamente planteado es cómo llevar a Putin a la mesa de negociaciones, algo que no nos dice Castells.

Partamos de una premisa: mientras Putin tenga poder de fuego, no irá a negociaciones. La experiencia, por lo menos hasta ahora, muestra que Putin no va a aceptar negociar donde pueda perder (y en toda negociación los negociantes deben perder algo). Putin solo aceptará su victoria total. Visto en sentido inverso, Putin solo aceptará negociar cuando entienda que no puede ganar. Conclusión a la que no va a llegar mediante un ejercicio intelectual. De tal modo que hay que obligarlo a negociar. Bien, ese es el objetivo de esta guerra para el campo democrático occidental (halcones, según Castells)

La guerra misma es una negociación. Cada centímetro conquistado es un argumento en contra o a favor de Putin. Nadie piensa que la guerra se lleva a cabo para matar más enemigos sino para acercarse a una condición de negociación aceptable para ambas partes, no solo para una. Si fuera para una, hablaríamos de capitulación. Pues bien, eso lo que propone Castells.

A fin de convencernos, Castells usa dos premisas que a la vez son las mismas de Putin. La primera, es que en Rusia impera un sentimiento de humillación que debe ser compensado. Falso. Putin se siente humillado, pero no así la ciudadanía rusa. Para que los rusos se sintieran humillados deberíamos aceptar que el fin de la Rusia comunista fue obra de la OTAN, la que jamás movió un dedo para apoyar a las fuerzas democráticas insurgentes en Rusia (ni en Hungría de 1956, ni en Checoeslovaquia en 1968, ni en Polonia en los setenta) La caída de los sistemas comunistas fue obra de los ciudadanos del mundo comunista, no de una potencia extranjera.

Por lo demás, no fue solo la humillación derivada del Tratado de Versalles lo que determinó el ascenso de Hitler. Si Hitler llegó al poder fue en primer lugar por el miedo que sentía la población alemana frente al avance del comunismo, de la impotencia política de la república de Weimar y de la inflación desatada desde la crisis de 1929. Hitler enriqueció a Alemania. Eso explica por qué Hitler fue adorado por los alemanes como un mesías. Cosa que no ocurre con Putin, quien está empobreciendo a Rusia. Si los rusos lo vieran como un redentor histórico que va a poner fin a una humillación y luego enriquecer al país, Putin sería tan amado como Hitler. Pero Putin solo inspira miedo, o terror, pero no amor.

La segunda premisa es que Putin puede usar en algún momento los dispositivos nucleares. Y claro, es una posibilidad latente. Por eso el campo democrático usa medios para evitar un desenlace atómico sin tener que entregar Ucrania a Putin, como propone Castells. La no intervención directa de OTAN es un medio. Otro, es la diplomacia internacional, y uno de sus objetivos es lograr que China no se convierta en aliado militar de Rusia, lo que hasta ahora se ha logrado. Alemania, Francia y otros países europeos han intensificado alianzas económicas con China a un nivel incluso más alto que el que prevalecía antes de la invasión rusa.

Cambiar paz por territorio como propone brutalmente Castells, es suponer que Putin lucha por más territorio (no es lo que le interesa, aduce el mismo Castells) y no por la soberanía de Ucrania. En otras palabras, la de Castells no es una propuesta de negociación. Es una, reiteramos, de pura y simple capitulación.

Naturalmente, capitular es también una opción política y al serlo no debe ser descartada. Pero como toda opción, requiere de determinadas condiciones. La primera, que sea el gobierno ucraniano en conjunto con los gobiernos de Europa central y del este – los que en caso de capitulación son los que se verían más afectados frente a posibles nuevos avances de Putin – quienes acepten una capitulación. Sin ese procedimiento, la OTAN y la UE serían dividas en dos partes antagónicas, y eso es lo que más quisiera Putin.

La segunda condición es que el resultado de esa capitulación no sea acercarnos a una nueva guerra. Algo muy importante de tener en cuenta. Pues una capitulación llevaría al desconocimiento de todos los acuerdos y tratados internacionales, de las propias Naciones Unidas, y a una incitación a todos los poderes mundiales antidemocráticos del mundo a seguir el ejemplo de la Rusia triunfante.

Una capitulación, dicho en breve, no traería consigo ninguna promesa de paz. Lo más probable es que al día siguiente Rusia haría lo posible para hacerse de Moldavia y Georgia. Los países bálticos, más Finlandia y Polonia exigirían, y con razón, concentrar todos los dispositivos militares, incluyendo nucleares, en sus cercanías. La OTAN, o por lo menos una parte de ella, se vería presionada a intervenir directamente. En breve, una capitulación nos acercaría mucho más a la guerra nuclear en lugar de distanciarnos de ella. Pensar lo contrario sería confiarnos en las palabras de Putin. Y eso, la historia reciente lo ha demostrado, es lo que menos se puede hacer.

Y no por último, ¿con quién propone Castells llevar a cabo negociaciones que conduzcan a la capitulación? Cualquiera que entienda un poco de política internacional sabe que el bando occidental, justamente por ser democrático, no es monolítico. En los países escandinavos e Inglaterra no se piensa lo mismo que en Francia o Alemania, en Polonia no se piensa lo mismo que en Hungría, en Europa no se piensa lo mismo que en los EE UU. Turquía y Hungría están incluso más cerca de Putin que de la UE y de la OTAN. Eso significa que cualquiera proposición de capitulación llevaría a una división de las filas occidentales (el logro más alto alcanzado hasta ahora por Occidente) y por lo mismo a una nueva tentación expansionista de Rusia. ¿Es eso lo que busca Castells?

Por lo demás Occidente ya capituló una vez. La guerra que inició Putin en Ucrania en el 2014 y su apoderamiento violento de Crimea y de los territorios del Donbas, no le trajo, aparte de mínimas sanciones que no se materializaron, ningún problema con EE UU y menos con la UE. Justamente, fueron la impavidez de Occidente y la consecuente negación a que Ucrania ingresara a la OTAN, hechos que alentaron las expectativas de Putin. 2014 abriría el camino para el 2022.

Según Castells, estamos en Munich de 1938, cuando los aliados buscaron apaciguar a Hitler a espaldas de Checoeslovaquia. Pero evidentemente no es así: no estamos en Munich de 1938. No obstante, proposiciones de Castells, tendientes a repartir Ucrania a espaldas de Ucrania, sí llevarían a repetir el triste episodio de Munich de 1938. Y bien, precisamente eso es lo que hay que evitar. Un Putin vencedor es mucho más peligroso que uno perdedor. Quizás eso es lo único que une a Putin con Hitler.

Los aliados europeos tuvieron que vencer su antinorteamericanismo para lograr la unidad mundial frente a Hitler. Hoy la unidad ha sido lograda contra Putin, pero Castells y sus derechistas izquierdas quieren desvirtuarla en nombre de ese mismo antinorteamericanismo que en el pasado dejó a Europa, durante un tiempo, desamparada frente a Hitler.

La historia demostró, lamentablemente, que Chamberlain, no tenía razón.

El artículo de Manuel Castells puede ser leído en Manuel Castells – PUTIN Y HITLER (polisfmires.blogspot.com)

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

El nuevo espíritu reaccionario

Fernando Mires

Podemos utilizar el concepto «reaccionario» en dos sentidos. En sentido usual o en sentido literal. En sentido literal, reaccionario es alguien que acciona frente a una determinada realidad percibida como negativa o peligrosa. En sentido usual, el concepto reaccionario aparece como antípoda del concepto «revolucionario» y generalmente toma las formas de una protesta social y políticamente organizada. En este artículo nos referiremos a ambas actitudes: como reacción frente a un hecho o fenómeno determinado y como antípoda de la revolución. Para mejor diferenciarlas llamaremos a las primeras, reacciones reactivas y a las segundas; reacciones reaccionarias.

La revolución que nadie soñó

La segunda reacción, la contrarrevolucionaria, supone la previa existencia de una revolución. Y revolución es un cambio profundo en los órdenes que forman parte de una existencia colectiva. Fue esa perspectiva la que me llevó hace varios años, con ocasión de cambios observables en diversos campos de la vida occidental, a escribir un libro bajo el título La Revolución que nadie soñó. En ese libro me refería a cambios históricos, entre ellos a la sustitución del modo de producción industrial por el modo de producción digital, impulsor de esa otra transformación que llevaría a la globalización de los mercados. Sobre esa plataforma hicieron su puesta en escena los movimientos ambientalistas y las corrientes identitarias, indigenistas, religiosas y sobre todo de género, llevando estas últimas a rupturas radicales en las relaciones intersexuales.

No por último me referí en el mencionado texto a la revolución político-democrática que determinó la caída de tres tipos de dictaduras: las militar-integristas de España, Portugal y Grecia, las militares pretorianas del cono sur latinoamericano y, por supuesto, la gran revolución política que llevaría a la ruina del mundo comunista a partir de 1989-1990. El ideal de la república democrática parlamentaria parecía haberse impuesto a nivel global por sobre el ideal de la república autoritaria y-o dictatorial.

Finalizaba el mencionado libro con un intento de analizar una transformación –según mi opinión, determinante– a la que llamé «revolución paradigmática» cuyo objetivo fue caracterizar a transformaciones en los estilos de pensamiento, en los modos de percibir la realidad, en fin, en todo eso que Hegel llamó “espíritu del tiempo” (Zeitgeist). Lo que no escribí –aunque sí lo pensé– es que no hay revolución sin contrarrevolución. Debí haberlo hecho: la existencia de una contrarrevolución es la prueba fáctica de que ha habido una revolución.

Pienso en el pasado reciente, observo el presente que nos acosa, y presiento, como otras veces ha sucedido, que la historia no se repite, aunque avanza o retrocede de acuerdo a ritmos imposibles de ser previstos. Así pensado, no solo las revoluciones, también las contrarrevoluciones configuran el carácter político de las naciones. Cada nación es tributaria de su propia historia.

No podemos olvidar por ejemplo que la Europa de nuestros días tiene dos madres religiosas: la reforma y la contrarreforma, así como también dos madres políticas: la Revolución Francesa y la Santa Alianza. No podemos olvidar tampoco que la revolución industrial trajo consigo al movimiento obrero y que sobre su existencia fue montada la idea del futuro socialista, el que para muchos occidentales tomó forma inicial en la despótica pero «objetivamente necesaria» URSS de Stalin. Pues bien, contra el socialismo o comunismo, surgió el anticomunismo, cuya forma más exacerbada, digamos, su engendro monstruoso, fue la aparición del fascismo europeo. Como señaló el historiador alemán Ernst Nolte, el nazismo irrumpió como producto del miedo frente al avance de la URSS. Un miedo justificado, por lo demás.

El sueño húmedo de Stalin era construir un imperio ruso en nombre de un comunismo europeo dirigido por la URSS. En contra de esa distopía convertida en realidad, apareció primero una reacción reactiva (incluso al interior de los partidos socialistas y o socialdemócratas) y después una reacción definitivamente reaccionaria: El anticomunismo, independizado del comunismo, como legitimación ideológica de diversos regímenes dictatoriales. Así se explica por qué, aunque el comunismo ya no existe, el anticomunismo lo ha sobrevivido como ideología.

Pues bien, esa intuición relativa a que «la revolución que nadie soñó” podría traer consigo una “contrarrevolución que nadie imaginó”, es hoy realidad . Tenía razón Samuel Huntington con su «teoría de las olas». Desde fines del siglo XX hasta aproximadamente el primer decenio del XXI, estamos asistiendo al avance tormentoso de una ola contrarrevolucionaria: una contrarrevolución antidemocrática que avanza a pasos agigantados desde Europa hacia el resto del mundo. Ese también es el trasfondo de la guerra de Rusia a Ucrania. Como hemos escrito en otras ocasiones, la Rusia de Putin ha logrado convertirse en la vanguardia militar de casi todas las autocracias y dictaduras del mundo.

La ola contrarrevolucionaria

La ola contrarrevolucionaria comenzó a tomar forma visible a partir del surgimiento de los así llamados partidos nacional-populistas europeos. Para muchos, una repetición caricaturizada del fascismo originario. Para otros, entre ellos me cuento, una respuesta casi lógica a las transformaciones que estaban teniendo lugar, principalmente en Europa.

Los partidos mencionados, siguiendo el ejemplo del Frente Nacional de los Le Pen, se sirvieron en un principio de los excesos de los fenómenos revolucionarios aparecidos en la postrimeras del siglo XX. La sustitución del modo de producción industrial por el modo de producción digital trajo consigo la extinción de la antigua «clase obrera» (el Adiós al Proletariado, según André Gorz), la que fue reducida a una masa de fuerte composición migratoria, con precarias organizaciones laborales y sin representaciones políticas organizadas. Precisamente la carne de cañón que necesitaba el nacional populismo emergente para generar la alianza maligna que constatara Hannah Arendt en el fenómeno nazi: la alianza entre las élites y la chusma.

Los movimientos ambientalistas, bajo esas condiciones, fueron y son rechazados por los trabajadores urbanos y agrarios como agentes impulsores de formas de producción ahorrativas de fuerza de trabajo y, por supuesto, por los empresarios tradicionales, principalmente los vinculados a la producción agraria. A su vez, los excesos exhibicionistas de los movimientos de género están siendo percibidos, primero de un modo reactivo, después de un modo reaccionario, como una afrenta escandalosa a la tradición, al orden, a la patria y, sobre todo, a la familia.

La oposición radical al aborto, al matrimonio igualitario, al transexualismo, ha sido convertida en bandera de los movimientos nacional-populistas. Frente a la globalización de los mercados y las olas migratorias que de ahí provienen, ha aparecido un nuevo nacionalismo, si no fascista, con connotaciones fascistoides. En países como Hungría, Polonia, Turquía, Serbia, Italia, y probablemente Croacia, ya son gobiernos.

El movimiento trumpista (con o sin Trump) y sus secuelas sureñas, el bolsonarismo en Brasil y el buckelismo en El Salvador (nadie sabe lo que podrá suceder en Argentina) son partes de esa ola contrarrevolucionaria de carácter mundial, o si se prefiere, global.

Antiguas dicotomías políticas, entre ellas la principal, la de izquierda-derecha, no nos sirven demasiado para analizar los nuevos escenarios, toda vez que las llamada derechas reivindican hoy gran parte de las tradiciones obreras (patriarcales, autoritarias) y sectores de izquierda (Podemos, Insumisos, y la autoritaria izquierda latinoamericana) apoyan incluso, en nombre de un oxidado antimperialismo, a dictaduras que reivindican valores de la ultraderecha, entre ellos los que representan las dictaduras de Rusia y de Irán (religiosos, nacionalistas, patriarcales).

Putinismo y trumpismo

Mi tesis: El nuevo pensamiento reaccionario ha tomado dos formas principales. Una antioccidental, y otra interoccidental. Para decirlo de modo simple, la antioccidental está encabezada por la Rusia de Putin y la interoccidental por el movimiento que en los Estados Unidos lidera Donald Trump. En torno a esos dos ejes rotan diversos movimientos en diferentes países del globo. A primera vista los dos parecen ser muy distintos entre sí, pero, analizados con más atención, podemos ver que sus equivalencias son innegables.

* Putin representa un regreso al pasado, a la era de los imperios nacionales. Trump busca regresar con su América First, a aquel periodo donde Estados Unidos impuso un imperio indiscutible sobre la economía mundial.

* Putin es partidario de un nacionalismo militar y territorial. Trump es partidario de un nacionalismo económico. Ambos son enemigos de la globalización a la que consideran un atentado a las soberanías nacionales. Por eso son abiertos enemigos de la Europa moderna.

* Según Putin, Europa y la OTAN han robado a Rusia las naciones que “por derecho natural” le pertenecían. Según Trump, la Europa decadente y burocrática ha entregado su soberanía económica a China y convertido a los EE.UU. en un rehén de la UE.

* Para Putin, los movimientos ecológicos y ambientalistas atentan contra la economía rusa basada en la exportación de productos primarios. Para Trump no existe deterioro del medio ambiente ni cambio climático. Los dos líderes son en ese punto, radicales negacionistas.

* De acuerdo al ideario de Putin, los movimientos de emancipación sexual deterioran la integridad del orden social basado en la familia patriarcal. Trump es seguido sin condiciones por sectores que se plantean en contra de las libertades sexuales, de la familia tradicional, del matrimonio igualitario.

* Putin es apoyado por la ultraconservadora iglesia ortodoxa. Trump por la mayoría de las sectas conservadoras cristianas.

* En materias políticas, ambos son asesorados por ideólogos partidarios de la democracia directa, basada en el «principio del caudillo», y en contraposición a la democracia parlamentaria. La Duma, el parlamento, es en Rusia la oficina notarial que da forma legal a las ordenes que imparte Putin. La toma del Capitolio, es decir, la agresión al templo de la democracia liberal, seguido después por el clon brasileño, muestra el desprecio a la forma parlamentaria que sienten Trump y los suyos.

En suma, ambos hombres, el presidente dictador y el expresidente populista, son figuras señeras de la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo. De este modo no puede extrañar que dos de sus equivalentes europeos, el húngaro Viktor Orban y la francesa Marine Le Pen, sean fervientes admiradores de Putin y de Trump a la vez. Por cierto, Putin y Trump no son idénticos. Pero la diferencia no reside en sus personas, sino en el lugar donde habitan. Mientras Putin es dictador de una nación sin tradición democrática, Trump es el jefe de la oposición de una nación que es la madre de la democracia moderna. Diferencia que seguirá haciéndose sentir. Los dos son enemigos del Occidente político. Pero mientras Putin es un enemigo antioccidental, Trump es un enemigo interoccidental.

¿Y China? China es otra historia. En cierto modo es otro planeta dentro de nuestro planeta. La historia de Rusia está ligada por vecindad y cultura a la de Europa. La historia de los Estados Unidos proviene de Europa. Probablemente desde la perspectiva de Xi Jinping, como antes desde la de Mao, los conflictos que viven los EE. UU., Europa y Rusia, tienen lugar en un barrio lejano al de China.

China, ese fue el veredicto de Kissinger, no se inmiscuirá en los conflictos interoccidentales (para China, Rusia también es Occidente) a menos que sus intereses, los económicos en primer lugar, así lo exijan. O que el virus democrático se convierta en una pandemia que avance hacia los que considera sus reductos (Taiwan, por ejemplo). En otras palabras, el espíritu del tiempo, hoy más reaccionario que revolucionario, es exquisitamente occidental. China tiene sus propios espíritus.

Los emisarios del espíritu

Hegel distinguía de modo platónico tres dimensiones (o formas de ser) del espíritu universal. El espíritu absoluto, el espíritu objetivo y el espíritu subjetivo. Sobre el espíritu absoluto no podemos decir nada, está más allá de la historia y más cerca del infinito. Es un territorio reservado a los teólogos y a los santos. El espíritu objetivo a su vez es lo que simplemente sucede y está dado, sin pasar por evaluaciones. El espíritu subjetivo es el “cómo” percibimos lo que sucede.

De acuerdo a esa subjetividad, muchas veces expresada en lo que piensan las élites, vale decir, los que hacen del pensamiento una profesión, prima la impresión de que hoy, el espíritu del tiempo en su dimensión subjetiva es, si no reaccionario, por lo menos reactivo. En eso pensaba después de haber dedicado una parte de mi tiempo a leer el largo diálogo mantenido por dos dilectos representantes de la cultura francesa, publicado en la revista Front Populaire.

No fue un debate, más bien una amistosa conversación. Dos personajes cultos, bien informados, ocurrentes y, sobre todo, transversales, es decir, no seguidores ni de una escuela, ni de una ideología, ni de un partido: Michel Houellebecq, escritor y Michel Onfray, filósofo. Fue, como esperaba, un elegante diálogo entre dos intelectuales de tomo y lomo.

Hablaron de esto y de lo otro, aunque todo enmarcado en el ya viejo tema de la «decadencia de Occidente». Un tema que existe desde que Occidente existe, hecho que me ha llevado a pensar en que la forma natural que tiene Occidente para existir, es su decadencia.

Más superficial, y tal vez por lo mismo más brillante, Houellevecq cree haber descubierto a la demografía como explicación de la decadencia occidental. Digamos más claro: de las migraciones, sobre todo de las islámicas, hacia Occidente. De modo que Occidente está perdiendo su personalidad cultural cristiana, la que le dio forma originaria. En esa dirección hablaron de la tecnología, de la americanización de Europa, de un concepto inextricable de Onfray llamado «transhumanismo». Tuvieron algunos desacuerdos en el tema de la eutanasia, a la que ambos terminaron por aceptar bajo determinadas condiciones. También hablaron de la «idea de la muerte», y, por cierto, del tema en el que en más concordaron: el de la cultura occidental (o de lo que ellos entienden por tal) en peligro de desaparecer.

Pero sobre todo, Houllebeck y Onfray hablaron en contra de la homogenización de Europa y del papel nefasto que según ellos juega la Unión Europea. Hasta que llegaron al tema de Rusia, al que luego abandonaron, descubriendo tal vez que se estaban metiendo en un brete peligroso del que sería difícil salir. Al menos Onfray no siguió a Houellevecq cuando este dijo entender a la Rusia de Putin cuando defiende su identidad cultural en contra de Europa, aunque no comparta los medios criminales utilizados en contra de Ucrania.

Todo lo que además hablaron, era conocido de antemano: aversión a la migración incontrolada, las incompatibilidades entre las culturas islámicas y las occidentales, el complejo de culpa del ser occidental cuando acepta en otras casas delitos que no acepta en las suyas, las hipocresías de algunas feministas cuando callan frente al patriarcalismo musulmán en nombre de un izquierdismo que ya no existe. En fin, de lo que en cualquiera cafetería o cantina hablan, quizás con modos menos cultivados, una gran mayoría de franceses (lo de mayoría está demoscópicamente comprobado por la alta votación que alcanzan el melenchonismo y el lepenismo). Pues bien, en todo lo que hablaron, lo que quedó más claro, además del alto nivel cultural, fue el bajísimo nivel político de ambos pensadores.

Para ambos el problema existencial de Francia y de Europa es de índole predominantemente cultural. Para ambos, además, la cultura, en su forma de religión o de tradición, comienza y termina en sí misma. El hecho de que en su invasión a Ucrania, Putin hubiera puesto en primer lugar sus motivaciones culturales en contra de Occidente por sobre toda ley, por sobre todo acuerdo internacional, por sobre toda institución, los tiene sin cuidado. Ni por asomo llegaron a pensar que las diferencias entre los diversos grupos que habitan una nación nunca podrán ser resueltas por medios culturales sino por una instancia inventada por los occidentales. Esa instancia se llama la política. Sobre todo, la política parlamentaria, a la que no dedicaron una sola palabra.

Sin embargo, la frase que provocó escándalo en esa conversación, cuyo final fue borrado con autorización de su autor, Houellevecq, fue su opinión sobre la población islámica en Francia. Dijo Houellevecq «yo no quiero que se asimilen. Solo quiero que dejen de robarnos y agredirnos».

Ahora bien, ahí yo no veo razón para escandalizarse. Ninguna persona debe ser asimilada, pues la asimilación significa obligar a alguien a renunciar a su identidad, sea esta cultural, social o política, y eso es profundamente antidemocrático. Tampoco nadie quiere que en un país las masas migratorias agredan, roben, violen. Pero para que eso no ocurra las leyes nos dan derechos pero también exigen obligaciones a las que debemos someternos todos los habitantes (no solo ciudadanos) de una nación, independientemente de nuestras creencias, tradiciones o valores.

¿Costaba mucho decir eso tan simple a Houellevecq? ¿Por qué no lo dijo así o de un modo parecido? La razón puede ser una: Houellebecq y Onfray son radicalmente culturalistas, como son los putinistas cuando ponen a los derechos «naturales» de un país por sobre toda la legislación internacional, como son los islamistas de Irán cuando ponen a la voz de Dios representada en sus crueles sacerdotes, por sobre la Constitución y sus leyes.

Houellebeck y Onfray, en fin, no solo hablaron por ellos. Esa fue mi impresión. De una manera u otra se hicieron eco de un nuevo espíritu reaccionario, uno que en Francia al menos, amenaza ser hegemónico.

Cuando la gente conversa y discute, sean vecinos comunes y corrientes, profesionales, artistas o intelectuales, no son solo ellos los que discuten. De eso estoy profundamente convencido: No somos tan soberanos ni autónomos como creemos serlo. Aunque no lo queramos, somos emisarios no oficiales del espíritu que predomina en cada tiempo. En ese punto creo que tenía razón Hegel. Y bien, el espíritu de nuestro tiempo –ese es el problema– no solo no es hoy democrático, es además radicalmente antidemocrático y, por lo mismo, antipolítico.

Houellebecq y Onfray no son reaccionarios en el sentido usual del término. Son dos personas que reaccionan, como cualquiera de nosotros al, por Freud detectado, «malestar en la cultura». Los reaccionarios vienen después. Son los que convierten las reacciones de cada uno en sistemas de representaciones ideológicas.

Efectivamente, una cultura sin política solo produce malestar. Los reaccionarios son los que politizan ese malestar. De ahí que, en el predominio del espíritu reaccionario que asola nuestro presente, podemos ver la oscura profundidad de una crisis política, una que cruza a Occidente de punta a punta. Ahí, en esas profundidades, moran los putinismos, los trumpismos, los islamismos e, incluso, opiniones extremas – a veces lindantes con la paranoia– como fueron algunas de las emitidas por Houellebecq y Onfray. Y quién sabe cuánto más.

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Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Combatir y/o negociar

Fernando Mires

No desde una biblioteca, sino desde su experiencia, Condoleezza Rice, ex secretaria de estado norteamericana, ha puesto en un breve artículo los puntos en donde corresponde: en las razones, el curso y desenlace de la guerra desatada por Putin a través de la invasión a Ucrania. Parte de una premisa elemental: en una guerra la derrota no es una opción. El tema entonces es dilucidar que significa una derrota para cada una de las partes, y eso nos lleva a pensar en los objetivos de cada actor en una guerra.

Los cuatro jinetes de la guerra

En contra de los representantes de la escuela «realista» norteamericana, quienes han provisto de argumentos a Putin al hacer aparecer la invasión como una guerra defensiva (frente a la «expansión de la OTAN»), para Rice está claro que esa guerra no declarada por Putin no persigue otro propósito que restablecer los límites de la antigua Rusia imperial, sea en su forma zarista, sea en su forma estalinista. Frente a ese proyecto, la derrota no puede ser, ni para los Estados Unidos ni para el occidente político, una opción. ¿Por qué no puede serlo? Aquí no podemos responder sin atender a las razones de las cuatro fuerzas en contienda: Rusia, Ucrania, la UE y los EE UU.

Sobre Rusia ya está dicho: como observó el canciller alemán Scholz, la intención del dictador ruso es mover el reloj hacia antes de 1989, vale decir, restaurar el imperio, con algunas leves modificaciones. Intención que por lo demás ha dado a conocer el mismo Putin. «Sin Ucrania no hay imperio ruso», dice Rice citando a Zbigniew Brzinnski. La Rusia que imagina Putin podría prescindir de las naciones caucásicas, de las bálticas, e incluso de Bielorrusia, pero de Ucrania, no. Cito: «Para Putin la derrota no es una opción. No puede ceder a Ucrania las cuatro provincias orientales que ha declarado parte de Rusia. Si no puede tener éxito militar este año, debe mantener el control de las posiciones en el este y sur de Ucrania que brindan futuros puntos de partida para ofensivas renovadas para tomar el resto de la costa del Mar Negro de Ucrania, controlar toda la región del Donbas y luego avanzar hacia el oeste. Ocho años separaron lo toma de Crimea por parte de Rusia y su invasión hace casi un año». Putin, agrega Rice, es un imperialista con paciencia. Y cree –es su opinión central– que el tiempo está jugando a su favor.

Ucrania, por su parte, no puede sino hacer lo contrario: resistir hasta el final. Por eso los cálculos de Henry Kissinger acerca de que habría que ceder unos kilómetros cuadrados a Rusia fueron recibidos en Kiev como un agravio. Y con razón. Si alguien asalta tu casa y tú pides ayuda a tus amigos, y uno de ellos te contesta que debes cederle un par de habitaciones, corriendo el riesgo de que mañana te quite otra habitación, o simplemente la vida, es algo que nadie podría aceptar. Eso es justamente lo que no puede soportar la enfermiza fantasía de Putin: Ucrania es un país extranjero, y si no lo era del todo antes de la invasión, ahora sí lo es. Y cada vez lo será más.

Con la declaración de independencia de 1991 aprobada por el 90% de su ciudadanía, Ucrania decidió ser un país europeo, y si no miembro de la UE ni de la OTAN, la decisión de pertenecer a Europa fue aceptada por todo el mundo político, incluyendo Rusia. Por eso, y no por otras razones, Zelenzky está obligado a ser maximalista.

Pero, aunque parezca paradoja, el suyo ha sido un maximalismo realista. Por un lado defiende la integridad territorial que prevalecía antes de que la invasión comenzara – no el 2022 sino el 2014, con la anexión rusa de Crimea y la zona del Donbas-. Por otro lado, nunca ha negado su predisposición a acudir a negociaciones, pero en ningún caso bajo las condiciones dictadas por Putin.

Los gobiernos europeos han comprendido lentamente que lo que está en juego es mucho más que Ucrania. Una Ucrania en manos de Putin sería una amenaza a la soberanía territorial de Europa. Más todavía, llevaría al desconocimiento de toda la legislación internacional, de todos los tratados, a la imposición de la ley de la selva y con ello, a la ruina moral y política de la UE. Es por eso que los tanques y aviones son en estos momentos más útiles en Ucrania que guardados en los hangares europeos.

Estados Unidos comparte las posiciones de sus socios, principalmente las de los países que limitan con Rusia, razón por la cual ha entregado incondicional apoyo militar a Ucrania. Lo seguirá haciendo, también en aras de sus propios intereses. En efecto, si en la guerra a Ucrania, Putin resultara vencedor, EE UU. quedaría a punto de perder su lugar hegemónico en el mundo, en beneficio, no de Rusia -que como vencedor o ganador siempre será un imperio regional– sino de su rival estratégico mundial: China. Eso quiere decir que para mantener su lugar geopolítico estratégico frente a China, los EE UU no pueden dejarse derrotar por una potencia de segundo orden como Rusia. Biden lo ha entendido así.

Por supuesto, si miramos la escena desde una perspectiva global, nos encontramos frente a un escenario terrorífico. Ni Rusia, ni Ucrania, ni la UE, ni los EE UU, quieren ni deben perder. Pero sí, pueden. Allí está el nudo del embrollo. Por eso, lo más probable es que, más allá de acuerdos ocasionales, armisticios, interrupciones y negociaciones, es que nos encontremos frente a una larga guerra y, como ya lo estamos viendo, muy cruenta.

Entre el querer y el poder

La guerra solo será ganada cuando el enemigo, en este caso Putin, no pueda ganarla. Esa es la premisa euroamericana. El problema es que Putin piensa lo mismo, pero desde su perspectiva. Putin cree que no solo debe sino, además, puede ganar la guerra. ¿Cuáles son sus cálculos? Una respuesta nos las da Condoleezza Rice. Putin está convencido –y tiene buenas razones para estarlo– de que el tiempo está jugando a su favor.

Cierto es que Putin esperaba hacerse en un corto plazo de Ucrania, pero los hechos demuestran que también tenía un plan B. Para ejecutarlo dispone de un cuantioso armamento ofensivo y de un ejército ilimitado, al que puede renovar constantemente extrayendo fuerza de trabajo militar desde todas las regiones de Rusia.

Como ha erigido una dictadura personal, tampoco necesita consultar sus decisiones. Así puede Putin cambiar de tácticas de un día a otro sin que nadie lo contravenga. Hasta el vocabulario militar es impuesto desde el estado. Como escribí en otro texto, el desarrollo de la guerra ha acelerado un proceso en formación, el de la construcción de un nuevo totalitarismo: militar y teocrático a la vez. De ahí se explica en parte la sintonía que ha encontrado Putin con los ayatolas de Irán.

Putin cuenta, además, con el hecho de que en los países democráticos, justamente porque lo son, hay divisiones políticas. Ha tomado nota por ejemplo de que la alianza franco-alemana no está siempre en condiciones de transformar su potencia económica en potencia militar. No se le escapa que Macron está situado entre dos fuerzas proputinistas, la derecha populista de Le Pen y el socialismo populista de Melenchon. Ha advertido que Scholz cuando más es un buen administrador y no un líder político, mucho menos un estratega militar. Además quiere reanudar las relaciones económicas con Rusia después de la guerra, lo que explicaría sus deficiencias de compromiso militar durante la guerra.

Putin dispone, por si fuera poco, de dos caballos de Troya. La Hungría de Orban en la UE y la Turquía de Erdogan en la OTAN, ambos países regidos por presidentes con pretensiones teocráticas muy similares a las que caracterizan al gobierno ruso.

Y no por último, en Occidente tiene lugar una contrarrevolución antidemocrática abiertamente dirigida en contra de la UE y los EE-UU. Las insurgencias trumpistas en los EE UU. y bolsonaristas en Brasil, están evidentemente coordinadas entre sí y ambas forman parte del mismo contexto, nos advirtió recientemente la historiadora Anne Applebaum.

No obstante, si Occidente aparece relativamente debilitado frente a Rusia, Putin deberá comprender tarde o temprano que nunca lo estará lo suficiente como para cantar una victoria total sobre Ucrania. Por una parte, el ejército ucraniano compensa su inferioridad cuantitativa con su superioridad cualitativa. La diferencia es importante. Los soldados ucranianos saben por qué luchan. Los soldados rusos no lo saben. Por otra, Ucrania cuenta con un capital geopolítico que le será fiel hasta el último: son las naciones de Europa Central y del Este (dejemos a un lado la Hungría del renegado Orban)- .A ellas Putin deberá sumar las debilidades que ofrece en el flanco centro-asiático donde también existen pretensiones turcas y chinas, no compatibles con las ambiciones hegemónicas de Rusia (en Kazajstán y Kirguistán, por ejemplo)

También Putin deberá contar con que Inglaterra y los EE UU (a no mediar una reelección de Trump o algo parecido) seguirán apoyando a Ucrania sin compromisos. Hay pues un «núcleo duro» que se mantendrá firme, uno que puede impedir que Putin no gane la guerra por él mismo iniciada. Es por eso –volvemos aquí al problema planteado por Rice- que Putin busca hacer del “factor tiempo” un aliado. Y según Rice, lo está consiguiendo.

Una parte del (nuevo) plan militar de Putin consiste en evitar una confrontación directa entre tropas rusas y ucranianas, donde tiene todas las de perder. De ahí que haya elegido el camino de la guerra indirecta. En el papel puede ser vista como una opción técnica. En la práctica se trata de un genocidio sistemático. No exagero. Durante los dos últimos meses Putin ha dedicado todo su esfuerzo a destruir desde larga distancia la infraestructura ucraniana. La palabra infraestructura también nos suena como una opción técnica. En la práctica se trata de demoler psíquica, moral y físicamente a la población civil de Ucrania.

Putin ya ha pasado a la historia como el primer estratega que privilegia los ataques a la población civil por sobre la infraestructura militar. Los daños militares que sufre Ucrania son más bien colaterales. Putin quiere convertir a toda Ucrania en una inmensa Guernica. La verdad es que puede ser aún peor.

Los propios oficiales de Hitler reconocieron que el bombardeo a Guernica fue un error, algo posible de creer en una época en que no existía la precisión digital de nuestros días. Una excepción a la regla, si se quiere. En cambio los misiles digitalizados de Putin explotan de modo directo sobre establecimientos civiles, viviendas, jardines infantiles, incluso hospitales. Esos ataques no son una excepción, son la regla.

«Putin nos está torturando» –dijo frente a la pantalla una anciana surgida desde las ruinas–. Efectivamente, de eso se trata: de una tortura lenta a Ucrania, hasta que no quede nada ahí, hasta que no quede nadie ahí. La estrategia de la tabula rasa. Y en los días en que se perpetra esa masacre, Europa discute de modo bizantino si enviar armas ofensivas o no hacia Ucrania. Y mientras los gobernantes discuten, Putin cuenta con el tiempo, su aliado favorito.

Macron y Scholz esperan que alguna vez Putin accederá a sentarse en una mesa de negociaciones donde los enemigos rehusarán a poner condiciones. No los criticamos. Sabemos que las negociaciones son necesarias para finalizar toda guerra. Pero también sabemos que para hablar de negociaciones hay que conocer antes que nada el carácter de una guerra. Pues bien: esta es una guerra de invasión. Por lo tanto solo podrá terminar cuando termine la invasión. El punto entonces será encontrar una condición de tiempo y de lugar para que esta guerra llegue a su fin. La condición del tiempo responde a la pregunta cuándo. La de lugar, dónde. La respuesta de Putin a la primera pregunta es, “hasta cuando me dejen seguir”. La respuesta a la segunda, “hasta donde me dejen llegar”.

En otras palabras, Putin seguirá avanzando hasta cuándo y hasta dónde pueda avanzar. Cuando no pueda más, si no está más loco de lo que está, aceptará una negociación. En las palabras precisas del politólogo alemán Herbert Münkler, “el curso de la guerra determinará las negociaciones y no las negociaciones el curso de la guerra”. Pero en este punto habría tal vez que diferenciar entre dos palabras que a veces se confunden: conversaciones y negociaciones.

Conversaciones las hay siempre. Quizás hay muchas más de las que sabemos que hay. En toda guerra, y esta no tiene por qué ser una excepción, hay una diplomacia secreta y una diplomacia pública. El objetivo político es transformar las conversaciones en negociaciones, las que como tales, solo pueden ser públicas. Como no es difícil deducir, estas negociaciones solo tendrán lugar cuando una de las fuerzas enemigas entienda que ya no puede –aunque quiera y aunque deba– avanzar más. A ese objetivo tienen que llevar las conversaciones: A reconocer y a hacer reconocer al adversario, el punto crítico del no-poder.

El mismo Münkler explicita ese punto recordando una fina diferencia hecha por Clausewitz. Es la diferencia entre meta y propósito. La meta responde a la pregunta de qué queremos lograr con una guerra, y el propósito a la pregunta de qué queremos lograr en una guerra. Si la meta occidental es que Putin abandone Ucrania, el propósito está claro: hay que quitar el arma del tiempo a Putin. Y ese tiempo, agregamos, solo puede ser quitado con más armas y no con más palabras.

Quisiera, créanme, haber escrito justamente lo contrario (con más palabras y no con más armas). Pero no puedo. Estoy escribiendo sobre y durante una guerra genocida. Al fin y al cabo, si uno es honesto, no escribe sobre lo que quiere sino sobre lo que debe. Pero también, sobre lo que puede.

Referencias:

Anne Applebaum – LO QUE LOS MANIFESTANTES DE BRASIL APRENDIERON DE LOS ESTADOS UNIDOS

Condoleezza Rice – EL TIEMPO NO ESTÁ AL LADO DE UCRANIA

Herfried Münkler – EL CURSO DE LA GUERRA DETERMINARÁ LAS NEGOCIACIONES

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Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Diez tesis sobre la invasión de Rusia a Ucrania

Fernando Mires

1.-Hay un nexo entre la narrativa de Putin y la de la mayoría de los gobiernos occidentales con respecto a la invasión a Ucrania. Según esa narrativa la invasión comenzó el 24 de febrero de 2022. La versión del gobierno de Ucrania contradice, sin embargo, esa narrativa.

De acuerdo al gobierno de Ucrania, la invasión comenzó en el 2014 con la invasión a Crimea y la apropiación rusa de los territorios del Donbass.

La determinación de ese comienzo es fundamental para determinar cuál deberá ser el final histórico de la invasión. Si comenzó en 2022, el fin de la guerra de Putin tendrá lugar solo si este devuelve una parte de la nación a Ucrania. Según el gobierno ucraniano, en cambio, el fin de la guerra de Putin solo podrá tener lugar con el abandono de las tropas rusas de toda Ucrania. Desde el punto de vista del gobierno de Zelenski, Ucrania nunca será libre si tiene republiquetas rusas militarizadas (como las de Donesk y Luhannsk) enquistadas en su territorio.

A favor de la tesis ucraniana habla el hecho de que entre 2014 y 2022 hubo una guerra de baja a mediana intensidad entre las tropas rusas y la resistencia nacionalista de Ucrania. Lo que cambió en 2022 fue solo el grado de intensidad de la guerra, pero no la guerra. Que la mayoría de los países europeos hubiera intensificado durante 2014 y 2022 el acercamiento económico y la creación de lazos de dependencia con Rusia, no cambia en nada la razón ucraniana. Ese fue un problema europeo, no ucraniano.

2.-El paso de la guerra desde una baja a una alta intensidad en Ucrania es parte del proyecto histórico forjado por Putin. Ese proyecto persigue como objetivo la recuperación territorial del antiguo imperio ruso, sea en su forma zarista, sea en su forma estalinista, o mediante una combinación de ambas.

Según la lectura de Putin, Rusia comenzó a desmembrarse con la revolución bolchevique y la posterior decisión de Lenin de otorgar a Ucrania su independencia territorial y política. En Stalin, vio Putin, y con cierta razón, un proyecto de restauración de la Rusia zarista, aunque bajo otras formas de dominación ideológica. Gorbachov, en cambio, habría reconectado con Lenin, y facilitado la desarticulación del imperio. Partiendo de esa lectura, Putin se entiende a sí mismo –lo ha dicho reiteradamente– como continuador del legado de Pedro el Grande y de Stalin a la vez.

3.-De acuerdo a la lectura ucraniana, la lucha de liberación nacional del país comenzó a tomar formas durante y después de la revolución de Maidan (noviembre del 2013) en contra del plan de Viktor Yanukovich, seguidor de Putin, cuyo objetivo era convertir a Ucrania en una segunda Bielorrusia. Las multitudes congregadas en la plaza Maidan agruparon a ucranianos de todos los partidos, de todas las religiones, de todos los sectores sociales.

Según la versión de Putin, oficial en Rusia, la revolución de Maidan no fue más que un golpe de estado fascista. Pero según la lectura ucraniana, la del 2013 fue la continuación de una revolución que había comenzada en 1989 con el fin del imperio ruso, con la declaración de independencia de Ucrania en 1991, después continuada con “la revolución naranja” del 2004 y culminada en la plaza Maidan, el 2013. Por eso los patriotas ucranianos nos hablan del “mandato de Maidán”. Desde la perspectiva ucraniana, la guerra de resistencia a la invasión de Putin es una lucha de liberación nacional, democrática y popular.

4.-La invasión de Rusia a Ucrania no fue solo un acto de apropiación territorial. Fue también parte inicial de una contrarrevolución en contra del orden político mundial establecido después del derrumbamiento de la URSS.

5.-Putin intentó presentar la invasión como un levantamiento de Rusia en contra de la ampliación de la OTAN. Esa mentira fue hecha suya no solo por sectores putinistas, sino también por un pacifismo antipolítico que predomina en algunos países europeos e incluso en los EE. UU.

Una mentira no solo mentirosa. Es, además, perversa: su objetivo (consciente o inconsciente, no importa) es presentar la invasión a Ucrania como una guerra defensiva en contra del “imperialismo norteamericano” justificando así todas las masacres a la población civil de Ucrania. Pero esa mentira ha ido cayendo por sí sola.

La gran ampliación de la OTAN ocurrió en el 2009 y Putin, sabedor que ese era el precio que debía pagar por la destrucción de Chechenia y la sangrienta guerra a Georgia, no elevó, durante ese periodo, la menor protesta. Las peticiones de Ucrania, para ingresar a la OTAN hechas desde 2008, nunca fueron aceptadas por la UE. Fue también el peor error cometido por la política internacional europea.

Si Ucrania hubiera ingresado a la OTAN en el 2008, Putin, probablemente, no se habría atrevido a invadirla en el 2014 y mucho menos en el 2022.

6.-La invasión rusa a Ucrania ha intentado ser presentada por Rusia como parte de una lucha en contra de la dominación de Occidente dirigido por los EE UU, tesis hecha suya por la mayoría de los restos de la izquierda estalinista que perviven en diversos países occidentales.

Para el presidente Biden en cambio, es expresión de una contradicción fundamental, y esa es la que se da entre el mundo democrático y el mundo autocrático, cuyo eje militar es en estos momentos la Rusia de Putin y su eje económico, la China de Xi Jinping. Para el canciller alemán Scholz la de Putin es parte de una reacción internacional en contra del orden político mundial configurado después del fin de la URSS. Entre esas tres tesis no hay, sin embargo, ninguna contradicción.

Occidente es para Putin el conjunto de naciones democráticas del planeta, lo que viene a confirmar la tesis de Biden. No hay ninguna nación democrática que apoye a Putin. La de Putin puede ser vista como una reacción frente a la hegemonía de las democracias en contra de las autocracias, conquistada después del fin del comunismo. Desde esa perspectiva, la Rusia de Putin es, en este momento –hay que reiterarlo- la vanguardia militar de una contrarrevolución antidemocrática de carácter mundial.

7.-El orden político que representa y defiende Putin desde Rusia, tiene su correlato en el orden político impuesto por su autocracia al interior de Rusia.

Podemos caracterizarlo como un sistema de dominación sustentado en cuatro pilares: 1) El militar, 2) los servicios secretos directamente vinculados al dictador, 3) un aparato ideológico que en la Rusia poscomunista es representado por la ultrareaccionaria Iglesia ortodoxa y, 4) una clase social formada por capitalistas mafiosos, los llamados oligarcas, a los que está permitido todo, menos inmiscuirse en asuntos políticos.

Con algunas variantes es el mismo orden político antiliberal que defienden el católico Orban en Hungría, el musulmán Erdogan en Turquía, los siniestros ayatolas de Irán, y en América Latina, los neo estalinistas Ortega, Maduro y Díaz Canel.

8.-En Ucrania no solo está en juego Ucrania.

No se trata de un par de kilómetros cuadrados como imaginó Kissinger con la mirada todavía clavada en la “guerra fría”. Tampoco se trata de que Rusia por razones económicas va a frenar su expansión si obtiene como botín a Ucrania, como opinó sin ningún fundamento y con mucho cinismo el geoestratega John Mearsheimer (muy citado por los aparatos de propaganda rusa).

Rusia es parte de un conglomerado antidemocrático mundial y su derrota en Ucrania sería también una derrota de las fuerzas antidemocráticas del mundo.

Por el contrario, si Putin logra imponerse, todas las conquistas democráticas alcanzadas por Europa después de 1990 se vendrían al suelo. La ONU se convertiría en una inutilidad, y la ley de la selva regiría los destinos del planeta.

9.-A diferencias de autocracias y dictaduras, las naciones democráticas (también llamadas liberales), al haber incorporado el debate y la argumentación en sus discursos, aparecen a primera vista menos unidas entre sí que las naciones autocráticas.En el hecho, frente al caso Ucrania podemos distinguir dos segmentos. Uno de apoyo total a Ucrania. Otro de apoyo relativo. En el primero ubicamos a la mayoría de los países de Europa Central y del Este, más Inglaterra y los EE UU. En el segundo, a naciones cuyos gobiernos piensan más en términos económicos inmediatos que políticos, como son los de Alemania y Francia.

El gobierno de Ucrania ha aprendido a diferenciar entre esos dos segmentos. Su estrategia es confiar plenamente en el primero, pero tratando siempre de comprometer y vincular al segundo.

10.-La contradicción entre democracias y antidemocracias no solo tiene lugar en el espacio internacional. En cada país, en cada elección, dicha contradicción sobredetermina a las políticas aunque sus actores no se den plena cuenta de ello.

Cada autócrata políticamente derrotado en cualquier lugar del mundo, será una derrota de Putin y su proyecto de dominación internacional.

El conflicto de Ucrania no solo tiene lugar en Ucrania.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Ese inolvidable diciembre

Fernando Mires

Si no necesitamos recurrir a Einstein para saber si el tiempo es relativo, menos lo requerimos para saber si atravesamos un tiempo histórico. A veces este último suele ser muy largo (o muy lento) cuando no está marcado por acontecimientos gravitantes como son los que aparecen en las páginas de la historia, sea esta individual o colectiva. Otras veces, en cambio, irrumpen muchos acontecimientos, y el tiempo se nos va volando. Como en ese diciembre del 2022. Señal inequívoca de que no es el tiempo el que pasa –así dijo Agustín en la Ciudad de Dios– sino nosotros somos los que pasamos en el tiempo. No existe, en verdad, ningún tiempo medible a escala no humana. Somos en el tiempo y, muchas veces, somos el tiempo.

1. Comencemos por lo más espectacular y masivo. Con ese día 18 de diciembre de 2022 cuando la selección de fútbol argentina se tituló campeón mundial con Messi a la cabeza.

Un hecho que quedará grabado en la historia del fútbol y probablemente más allá del fútbol. Entre otras razones porque fue el primer mundial jugado en territorio musulmán.

No faltarán quienes medirán el curso de sus vidas entre antes y después del mundial de Qatar. El mejor mundial de fútbol habido hasta ahora. Incluso quienes no siguen el fútbol con devoción no olvidarán jamás esa tarde cuando dos equipos estelares, Francia y Argentina, midieron sus fuerzas, imponiéndose la supremacía sudamericana después de una tarde de goles, de emociones, de movidas inesperadas, de penales dramáticos, de la lucha secreta entre Messi y Mbappé, y de la coronación del capitán argentino como el mejor jugador del mundo en estado activo. Entendimos entonces por qué el fútbol no solo es el rey de los deportes, sino, además, por qué no solo es un deporte.

El fútbol, creo haberlo dicho otras veces, es un simulacro de la vida. Allí actuamos, aunque sea imaginariamente, con los nuestros y contra los otros, haciendo uso de buenas y de malas artes, con el objetivo de vencer y, si no vemos a la eternidad, logramos al menos presentirla en el curso de esa contienda que proyectamos en 22 hombres que luchan en nuestro nombre.

Luego vendrán las discusiones en la familia, en la cafetería, en la cantina. Y las inevitables controversias inútiles, pero por eso mismo tan importantes: si Messi ha desplazado a Maradona en el imaginario popular, o si cada uno ocupa un sitial diferente en la historia, o si el gesto de Dibú Martínez al final del partido fue una grosería penable por la ley, o tantos otros temas parecidos que llevan a pensar en que, cuando hablamos de fútbol, estamos hablando a la vez de otras cosas que nada tienen que ver con el fútbol.

Dime cómo hablas de fútbol y te diré quién eres, podríamos afirmar: o eres un canalla disfrazado de buen padre de familia, o un nacionalista enfermizo, o un intelectualoide que piensa en la tragedia de la vida, o un comentarista deportivo fracasado, o miles de otras posibilidades. El fútbol y su habla es un espejo del ser. Quizás por eso nos gusta tanto. Sobre esa superficie que es el campo de juego, son proyectados deseos y pasiones, ideales y esperanzas.

2. Hay quienes prefieren vivir sobre la superficie de este mundo y no en sus alturas ni bajuras. Y a veces, como es el caso de los futbolistas, tienen buenas razones. Eso no significa que sean seres superficiales. En eso pensaba cuando los periódicos anunciaron, el 28 de diciembre, el fin de la relación entre el escritor Mario Vargas Llosa y la ya veterana diva, la periodista Isabel Priesley. Dos personas de las cuales nunca me habría ocupado si es que esta separación no hubiese sido asumida por la prensa mundial de un modo tan espectacular y tronante. Como si la Reina de Saba se hubiera separado del Rey Salomón.

Priesley dio a conocer la ruptura a través de la revista Hola. Luego vinieron las declaraciones del escritor. Enseguida los artículos de opinión. La mayoría de ellos apresurados en señalar que el conflicto de la pareja venía desde hace más de dos años, pues ambos personajes públicos compartían mundos irreconciliables. Bien, eso lo sabíamos de antemano. ¿Para qué se juntaron entonces?

El escritor lo explicó así en su ya famoso cuento titulado «Los Vientos», publicado en Letras Libres: «fue un enamoramiento de la pichula, no del corazón, de esa pichula que no me sirve para nada, salvo para hacer pipi».

Eso está claro, todos los grandes enamoramientos son con pichula. Puede haber amor sin pichula, pero enamoramiento sin pichula, no. La pregunta entonces es, ¿por qué, para darle el gusto a la pichula, Vargas Llosa abandonó a su esposa a la que en el cuento decía tanto recordar? Pues, y aquí llegamos al hueso del problema: en su enamoramiento Vargas Llosa no podía hacer otra cosa pues la pichula es la representación popular del falo, y el falo es la representación del más atávico poder de la humanidad, me refiero al ejercido por el macho alfa sobre los demás hombres del clan totémico.

Puede haber sido que Vargas Llosa, a través de la pichula, en representación del mítico falo, hubiera intentado probar que, pese a los años, de los efectos devastadores del tiempo, de su robusto bastón de madera, seguía siendo un hombre sexualmente poderoso. En cierto modo fue la misma intención que buscó simbolizar Dibú, el arquero de la selección argentina, al hacer la figura de un falo para celebrar la victoria frente a Francia. Al futbolista no le bastaba ser campeón mundial, del mismo modo como al escritor no le bastaba ser premio Nobel. En lo más profundo, cada uno anhelaba otro poder: el del macho alfa que muestra su fuerza viril sobre las hembras y los demás machos.

Un poder no solo machista pues si vemos la lista de hombres que exhibe el currículum de la Priesley, encontramos a un cantante famoso, a un conde de no sé cuánto, y a un conocido político. Vargas Llosa, en esa fila, solo fue su más reciente trofeo. Un premio Nobel, nada menos. Háganme eso amigas; ni la Ava ni la Marilyn pudieron tanto (a la Isabel solo le falta Messi en la lista, escribió un travieso tuitero)

Vargas Llosa ha demostrado de modo intrafísico que, en el fondo de cada alma, incluso de las más sublimes, habita un inquilino paleolítico dispuesto a defender sus posesiones, desafiando al público con su fálico poderío. Por eso es que en la separación de Vargas Llosa no veo una tragedia personal: pero sí veo la tragedia de la vida que, queramos o no, avanza hacia el lugar donde avanzan todas las vidas: el de la nada. En otras palabras, Vargas Llosa nos ha dado a conocer la tragedia del ser que no quiere dejar de ser lo que fue, o lo que quiso ser.

Fiel a su profesión ha hecho de su persona un personaje de novela. La de un intelectual que habiendo escrito en contra de «la sociedad del espectáculo» entró en los laberintos de esa misma sociedad, para retirarse hastiado de ella. La de un viejo que, en lugar de acogerse al tibio cobijo, decidió mostrar hasta el último su fálica voluntad de ser. Puede que Vargas Llosa, como todos los humanos, sea también un ser errático. Pero inconsecuente, no ha sido.

3. Lamentablemente, hemos de volver al fútbol. Digo lamentablemente porque un día después de la separación de Isabel y Mario, el 29, murió el Rey del fútbol, Edson Arantes do Nascimento.

Pelé tuvo el tino de morir después de finalizado el mundial. Si hubiera muerto un poco antes, habría producido un tajo profundo en medio de la algarabía. Murió justo cuando comenzaba la discusión acerca de quien había sido el mejor jugador del mundo: si Messi, Maradona –algunos agregaban Di Stéfano– o Pelé. La muerte de Pelé puso fin a la discusión. No como una señal de duelo, sino debido al hecho de que a nadie se le recuerda más y mejor que cuando ya no está.

La presencia de la ausencia es la más intensa de todas las presencias. Pelé nos obligó a mirar hacia atrás, hacia aquel mundial del 58 en Estocolmo, cuando aun siendo niño, la bajó con el pecho al muslo, dio una media vuelta y la clavó en el arco sueco a través de un ángulo imposible. Todos lo supimos: ese día había nacido un genio.

Para precisar: El título de genio era reservado en la antigua Atenas a quienes por una u otra condición estaban situados más cerca del reino de los dioses que el común de los mortales. De acuerdo a ese genio llamado Sócrates (el filósofo, no el futbolista), todo genio debía ser literalmente mediocre. Mediocre, pues está situado en el medio, entre lo divino y lo humano. Pelé, en sentido griego, habría sido un perfecto mediocre. De eso han quedado, afortunadamente, testimonios.

Me pasé media tarde contemplando no solo sus goles, también sus jugadas, sus fintas, sus pases y, sobre todo, sus cambios de ritmo. Nunca he visto a un futbolista cambiar de tantas velocidades por segundo en el transcurso de una jugada cuyo desenlace parecía adivinar antes de ser iniciada. El mismo Pelé se dio cuenta del fenómeno que él había sido: mirando algunos videos, no pudo sino exclamar: «Yo fui el mejor». «Después de mí se paró la máquina». Lo dijo como si hubiera estado viendo a otro que no era él.

De vez en cuando aparecen en este mundo los llamados genios. Puede ser un Shakespeare o un Cervantes, un Miguel Ángel o un Leonardo, un Bach o un Mozart, un Einstein y hasta un Pelé. Todos seres de este mundo pero que, por momentos, parecieran haber sido tocados por una mano que no es de este mundo.

Como si Alguien hubiera querido mostrarnos que en lo humano se esconde una potencia superior, algo más allá de lo humano. Algo que está sobre el falo y, por supuesto, mucho más más allá de la pichula.

Dios está en todas partes, y si somos en Dios, podemos ser Dios. La frase no es mía. Fue una de las más discutidas de ese pensador de Dios, el papa teólogo Benedicto XVI, alias Joseph Ratzinger.

4. El último día de diciembre y del año, el 31, murió Benedicto XVI, el primer Papa que no quería ser Papa. Probablemente dedujo que podía pensar a Dios, situado más cerca de la muerte que de la vida. Sí: digo pensar. Porque para Benedicto, el pensamiento nos lo dio Dios para que nos pusiéramos en comunicación con Él, no solo como en un acto de contemplación, o de pasividad, sino en la vida activa. ¿Fueron esas las razones que llevaron a Benedicto a aceptar el nombramiento que nunca había buscado, el de Papa?

El Papa fue durante el Renacimiento, Rey de la Cristiandad. En la era moderna, su influencia es más espiritual que terrena. A diferencia de muchos teólogos, Benedicto, calificado de conservador, asumió plenamente el legado de la Ilustración. Para vivir en el espíritu es necesario separar la lógica de la fe (del pensamiento que lleva a la fe) de la razón política. Así lo especificó en diversas ocasiones. Fue, por lo mismo, enemigo de las ideologías integristas (que hoy intentan reactivar mandatarios como Putin y Orban) pero también de quienes, amparados en la fe, intentaron convertir el mensaje del crucificado en una ideología revolucionaria.

Jesús podría haber sido Barrabás, el guerrillero que también murió en la Cruz, pero su misión era otra, escribió Benedicto. Jesús era Dios. Hecho hombre, pero Dios. Su voz nos llega fuera de este mundo, pero va dirigida al mundo en donde somos y estamos. Lo importante –repetía hablando en términos agustinos– es no «olvidar» a Dios. El mal solo aparece ante la ausencia de Dios, el mal es un producto del «olvido de Dios». (Heidegger, recordemos, nos hablaba del «olvido de ser»).

Benedicto no solo pensaba en este mundo, pero la Iglesia, su iglesia, sí era de este mundo. Reorientarla, aunque fuera en parte, hacia el reino de Dios, fue su propósito. Persiguiéndolo, estaba destinado a fracasar, como fracasó el mismo Cristo sobre la tierra. Con seguridad sabía que el ser humano solo puede llegar a la verdad fracasando, vale decir, cometiendo errores.

Pues nuestro ser es errático. Por eso, cada vida, aún la más divina, es una simple búsqueda. Después de todo vinimos a este mundo a buscar lo que nunca encontraremos pero sabemos que existe. El ser es un animal metafísico, no recuerdo quien lo dijo. No todos, por supuesto. Hay algunos que son muy intrafísicos. Pero ya escribí sobre Dibú Martínez.

5. Diciembre del 2022 fue un mes de muchas historias. Sin embargo, en Europa, no solo climáticamente, esas historias han sido ensombrecidas por una guerra criminal desatada desde el Kremlin por un malvado dictador quien, en nombre de la Santa Rusia, arrasa con una nación europea reconocida desde 1991 por las Naciones Unidas como libre, independiente y soberana.

Alucinado por un pasado imperial supuestamente glorioso, por un cristianismo anticristiano, por una concepción delirante de la vida, Putin busca anexar a un país vecino, ante el espanto de todos los seres honestos del planeta.

Rusia, la Santa Rusia es una proyección enfermiza de Putin. Cada vez que habla de Rusia, de sus derechos naturales, de sus espacios vitales, solo habla de él mismo. Como suele suceder con los dictadores, cuando escapan a todo control constitucional, Putin ha confundido a su país con su miserable persona.

Rodeado de lacayos cree ser heredero de los zares y de Stalin, a quien intenta reivindicar. Persiguiendo ese objetivo, ha conferido –gracias al apoyo de la oscurantista iglesia ortodoxa rusa– a su programado genocidio, el carácter de una cruzada religiosa. Ha logrado así catalizar en torno a su persona a la mayoría de las dictaduras del mundo.

Se muestra una vez más que la historia, en contra de lo que imaginan las ideologías positivistas y marxistas, no sigue ningún plan determinado. La historia está sujeta a la contingencia, incluyendo la aparición de dictadores que cada cierto tiempo se erigen en representantes del principio de la muerte por sobre el de la vida. Ese es precisamente el nexo que une a Hitler, Stalin y Putin. Contra la hegemonía de ese principio, lucha hoy Ucrania, apoyado por la inmensa mayoría de los países democráticos del planeta. No es todavía una guerra mundial, pero sus dimensiones son mundiales.

Ucrania es, o ha llegado a ser, la vanguardia de las democracias del mundo. Por eso mismo, los gobernantes de los países democráticos, han visto en Volodomir Zelenski, el anti-Putin.

El 21 de diciembre de 2022, Zelenski viajó a los EEUU, no a recibir órdenes de Biden, como difamaban los putinistas, sino a sellar un pacto de unidad interoccidental con el presidente de un país que, se quiera o no, ha sido un baluarte en defensa del espacio democrático mundial.

EE UU. está muy lejos de ser una nación de ángeles. Algunos de sus gobiernos han cometido pavorosos errores. Nadie puede negar que la guerra en Vietnam adquirió formas genocidas, que la segunda guerra a Irak destruyó a una nación cultural para convertirla en lo que es ahora, un nido de terroristas, que la ocupación de Afganistán fue una aventura sin pies ni cabeza (sus resultados están a la vista).

EE UU. está condenado, por su poderío militar y económico, a ser un imperio global. Pero, hasta ahora, ha seguido siendo, a pesar de todo, una nación democrática. En los tres grandes conflictos mundiales, ayer contra los imperios de Hitler y Stalin, hoy contra el imperio de Putin, los EE UU. han sido una garantía en la defensa de la democracia. No deja de ser un mérito histórico.

Hacia EE UU. viajó Zelenski el 21 de diciembre, el primer viaje emprendido por el presidente ucraniano desde la invasión rusa. No solo por eso tiene una enorme fuerza simbólica. Zelenski viajó a los EE UU. donde rige la democracia más antigua de la modernidad, en su calidad de presidente de Ucrania, donde rige la última (es decir, la más reciente) democracia de la modernidad. Pero, además, Zelenski, viajó como representante de las naciones liberadas del imperio ruso después del colapso de la URSS. Todas esas naciones, con la excepción de la Hungría de Orban, han logrado conformar el núcleo duro de la resistencia internacional a Putin, rango que seguramente será proyectado hacia el futuro. Y no por último, el encuentro entre Zelenski y Biden dio un nuevo vigor a una unidad que, bajo los tiempos de Trump, estaba en franco deterioro: la unidad política y militar trasatlántica.

Biden parece haber entendido perfectamente el mensaje de Zelenski. La guerra de Ucrania es y será decisiva para el futuro del mundo democrático. Putin no puede ni debe ganar.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

El cambio de los tiempos

Fernando Mires

En sentido literal Zeitenwende se traduce como «cambio de los tiempos», expresión que tiene cierta resonancia bíblica. La idea, sin embargo, es otra. Tiene que ver con un nuevo capítulo de esa novela interminable que es la historia universal. Punto de inflexión lo llaman otros. Como sea: la intención parece ser clara: hemos entrado a otra fase del desarrollo histórico, marcada pero no creada, por la guerra de invasión de Putin a Ucrania.

El concepto Zeitenwende ha sido usado por el canciller alemán Olaf Scholz en diversas ocasiones. No obstante, faltaba afinarlo. En un reciente artículo, titulado precisamente Zeitenwende, Scholz lo hizo. Ese artículo publicado en Foreign Office, será documento de referencia cuando llegue el momento de escribir la historia de los momentos que estamos presenciando. Como toda argumentación, la de Scholz generará controversias. Lo que nadie podrá adjudicarle es falta de claridad. De acuerdo a ese estilo, Scholz caracteriza «el cambio de los tiempos» y luego intenta ubicarlo en sus relaciones de tiempo y de lugar.

¿Cuándo comenzaron a cambiar los tiempos?

El punto de origen de los cambios de los tiempos está puesto por Scholz en las relaciones de poder configuradas después de las revoluciones democráticas que pusieron fin a la URSS (1990) y con ello a la dualidad determinada por la existencia de dos bloques geopolíticos antagónicos. Según Scholz, ese gran acontecimiento abrió la transición que lleva desde un mundo bipolar a uno multipolar.

Desde un comienzo Scholz establece que, en ese nuevo orden, China ocupará un lugar decisivo, pero no determinante ya que tanto EE UU como China no conformarán una nueva bipolaridad, pero sí serán partes principales de una multipolaridad emergente.

Interpretando a Scholz, la que está siendo confirmada es una multipolaridad no solo económica sino, además, tecnológica, militar, digital, y no, por último, con tendencias hacia una democratización creciente al interior de diversas naciones.

Luego, la visualizada por el canciller alemán no solo sería una realidad multipolar sino, además, polifacética. En palabras que no son las de Scholz, estaríamos nada menos que frente a una revolución global de carácter multidimensional.

Pero como todo gran proceso histórico, el iniciado en la última década del siglo XX deberá contar con una reacción también mundial. Así se explica por qué el nuevo orden propuesto por Putin después de la invasión a Ucrania es visto como una reacción en contra del orden multipolar y polifacético que se avecina. Por eso no debe extrañar que Putin, más que en Rusia, sea seguido por las derechas y por las izquierdas más reaccionarias de Europa. Para las primeras, aparece como un baluarte de la tradición patriarcal, religiosa y nacionalista de la premodernidad. Para las segundas como un representante de las autocracias antioccidentales del ayer llamado tercer mundo, ya sea en Asia, África y América Latina.

Visto así, el nuevo orden de Putin, según Scholz, no sería más que un intento del gobernante ruso para revertir la, por la llamada, «catástrofe geopolítica» que llevó al fin del imperio soviético. Un intento desesperado por reconstruir el imperio ruso, aunque sea bajo otro nombre y otras formas. Scholz: «el brutal ataque de Rusia contra Ucrania en febrero de 2022 marcó el comienzo de una realidad fundamentalmente nueva: el imperialismo había regresado a Europa».

En el marco del nuevo orden mundial, Alemania, según Scholz, deberá ser un garante de la seguridad europea, incluso más allá de la guerra de Ucrania. Ese nuevo rol implica asumir responsabilidades hegemónicas no solo en los espacios económicos, sino también en los políticos y militares. ¿Por qué tardó tanto Scholz en darse cuenta de esa nueva realidad? Es una pregunta que a menudo nos hacemos quienes seguimos el día a día de los acontecimientos políticos.

Aprendiendo de la historia

Para responder a la pregunta planteada, hemos de tener en cuenta que Scholz hoy, como Merkel ayer, es un «Realpolitiker», es decir, alguien que no da un paso más allá de la realidad inmediata. Rusia, primero con Yelzin, después con Putin, aparecía como un muy confiable socio semi-europeo, a quien le fue ofrecido incluso la posibilidad de que ingresara a la OTAN. Lo que no captaron los gobernantes y políticos alemanes, Scholz entre ellos, es que en Rusia coexistían dos tendencias históricas, y esas a su vez cruzaban la mente de Putin: las llamaremos, una tendencia liberal y una tendencia despótica.

Mucho menos pudieron darse cuenta de que esas tendencias estaban inclinadas desde el primer momento hacia el lado despótico. Fue así que la toma abierta de posiciones de Yelzin a favor de la Serbia mini-imperial de Milosevic en la guerra de los Balcanes, no pareció preocupar a los geoestrategas de occidente.

Después de todo, como consecuencias del 11 de septiembre, Putin parecía respaldar la lucha en contra del terrorismo internacional y por lo mismo dio su apoyo a la guerra en Afganistán e incluso a las descerebradas aventuras de Bush en Irak. Más todavía: Putin parecía unir sus fuerzas a la campaña militar en contra del ISIS. Recordemos como Obama quiso creer que la ocupación de Siria por Rusia fue llevada a cabo en contra del extremismo islamista. Cuando los ejércitos de Putin comenzaron a arrasar Siria en defensa de la dictadura de Bashar al Assad, y convirtieron a ese país en un protectorado militar ruso, ya era demasiado tarde.

Hizo bien Scholz al recordar estos hechos. Sin ellos no podríamos entender las razones que llevaron a Putin a invadir a Ucrania el 2022. También hizo bien al recordar el inesperado discurso pronunciado por Putin en la conferencia de seguridad en Munich (2007) dirigido abiertamente en contra de EE UU y de los países del pacto atlántico. Putin, visto ahora en retrospectiva, ya había cambiado de línea. Un año después de ese discurso, Putin iniciaría una carnicera guerra en contra de Georgia a la que arrebataría importantes territorios. Y hacia el interior de su país, Putin convertía a la incipiente democracia legada por Yelzin, en una autocracia. Entre el liberalismo y el despotismo, de acuerdo a la tradición rusa, Putin ya había tomado partido por el despotismo.

Fue a partir de esos años cuando inició una sistemática campaña de aniquilamiento en contra de opositores. Muchos de ellos fueron asesinados. La mayoría, envenenados.

Las sangrientas tres guerras a Chechenia (que Scholz no menciona) y a Georgia, obligaron a las naciones que limitaban con Rusia a solicitar su ingreso a la OTAN. Fue la expansión rusa, por lo tanto, el hecho que llevó a la ampliación de la OTAN el año 2009 y no la ampliación de la OTAN la que llevó a la expansión rusa, como intentan tergiversar políticos antioccidentales de Occidente. A la vez, fue precisamente en esos años cuando la mayoría de los gobiernos europeos, sobre todo el alemán, intensificaron su dependencia energética con respecto a Rusia, creyendo tal vez que estas apaciguarían los proyectos imperiales que ya Putin ni se molestaba en ocultar. Ese fue el gran error de la política alemana, reconoce con honestidad, Scholz. Error que sería remachado el 2014 con la invasión de Rusia a Crimea y la ocupación militar de los territorios del Donbas en el Este de Ucrania.

La guerra a Ucrania comenzó el 2014, reconoce Scholz sin decirlo de modo textual. De otra manera no se entiende cuando afirma que en los ocho años que median entre las anexiones del 2014 y las del 2022, la política alemana (y europea) se orientó a impedir el escalamiento de la guerra. En ese contexto, tuvo lugar el «formato de Normandía» (2014) destinado a impedir la continuación de los enfrentamientos militares entre Rusia y la resistencia ucraniana, así como los acuerdos de Minsk (2014 y 2015), que Putin nunca cumplió. La política de contención de la UE y de los EE UU fracasó estrepitosamente. De esa verdad hay que partir.

Sin embargo, Scholz –y tal vez esta sea la diferencia que lo separa de gobernantes como Orban, Erdogan y Macron– parece haber sacado las conclusiones correctas de sus indecisiones. Scholz, en efecto intentó, al igual que Macron, un retorno al periodo prebélico. Pero más tarde comprendió que no se puede bailar en dos bodas a la vez. Que no se podía apoyar a Ucrania y a la vez pagar a Putin por el gas para que invirtiera ese dinero en armas en contra de Ucrania, que la que tenía lugar en Ucrania era el comienzo de una guerra en contra del occidente político, que Alemania debía adaptar su economía a las nuevas condiciones y que había que erigirse en un adalid de la unidad política y militar europea.

Los críticos «economicistas» al apoyo europeo a Ucrania arguyen que Alemania y las economías europeas se dispararon un tiro en el pie con las sanciones económicas a Rusia. Pero ¿cuál era la otra alternativa? ¿Financiar a Putin en contra de Ucrania? Hay que ser definitivamente muy limitado para sostener esa tesis, sobre todo cuando se hace en nombre de una paz que nunca ha buscado Putin.

La Europa democrática sabe que de la guerra no obtendrá ganancias, pero también que, si no apoya a Ucrania, las pérdidas serán inconmensurables. En razón de esa conclusión se explica la terminante decisión de Scholz: «Alemania mantendrá sus esfuerzos para apoyar a Ucrania durante todo el tiempo que sea necesario». Para los que quieran leer entre líneas, un claro mensaje a Macron.

Cuatro puntos cardinales

No por casualidad el artículo de Scholz fue publicado el mismo día en que el presidente francés, en una de sus ya clásicas jugadas en posición adelantada, abogaba por dar a Putin garantías sin especificar el carácter de esas garantías, aunque todo el mundo sabe que en una guerra territorial toda garantía debe ser territorial.

Para Scholz, el curso de los nuevos tiempos parece estar más claro que antes. Frente a esos tiempos que ya llegaron, Scholz propone una política de cuatro puntos. Sintetizando, son los siguientes:

  1. Europa ha entrado definitivamente a una época de rearme militar. Si Rusia es imperial, como la caracterizó el canciller alemán, Europa deberá protegerse frente a un imperio. Es por esa razón que los presupuestos militares han sido elevados notablemente en Alemania. En el mismo sentido, la alianza atlántica deberá ser fortalecida e incluso ampliada. La ayuda militar de EE UU es y será irrenunciable, pero Europa debe estar en condiciones de enfrentar a sus enemigos sin depender de terceros.»Crucial para esa misión» –agrega Scholz apuntado otra vez a Macron– «es una cooperación cada vez más estrecha entre Alemania y Francia, que comparten la misma visión de una UE fuerte y soberana».
  2. Alemania no puede volver a caer en una dependencia energética con países gobernados por dictaduras. En esa línea plantea Scholz una nueva política con relación a China cuyo objetivo deberá ser mantener todo tipo de relaciones económicas sin caer en una dependencia similar a la que cayó frente a Rusia.
  3. La guerra en Ucrania ha mostrado la necesidad de que Alemania reoriente su política energética, estimulando en un corto plazo, como ya lo venía haciendo antes de la guerra, las inversiones en energía solar y eólica. En plazos más largos –plantea Scholz– «(hacia) el 2030, al menos el 80 por ciento de la electricidad que usan los alemanes será generada por energías renovables, y para 2045, Alemania logrará emisiones netas de gases de efecto invernadero cero, o «neutralidad climática».
  4. Las relaciones internacionales no deben apuntar a favorecer una reedición del bipolarismo. En ese punto Scholz no comparte en su totalidad las posiciones del gobierno y de la oposición republicana en los EE UU, en el sentido de que la contradicción principal del futuro deberá ser dirimida entre China y los EE UU. China es un actor global muy importante, pero, a diferencia de Rusia, favorece a la globalidad y no a la regionalidad. La historia, enfatiza Scholz, no se repite. Los conflictos de occidente con China son de índole predominantemente económico. Eso no lleva por cierto a reeditar la «política de cerrar los ojos», practicada por Europa frente a Rusia. Occidente está formado por «sociedades abiertas» (Scholz usa la expresión de Popper) y naturalmente está obligado a solidarizar con todos los movimientos democráticos de diferentes zonas de la tierra. «Ningún país está obligado a ser el patio trasero de otro».

El valor de las palabras

Zeitenwende, Cambio de los Tiempos, artículo escrito por Olaf Scholz, un documento cuyo valor es haber surgido de las peores experiencias por las cuales atraviesan las naciones: las de la guerra. Su significado es testimonial. Pero, además, diseña una estrategia militar, política y económica en dirección al futuro inmediato. Nadie debe esperar que los puntos allí ordenados serán cumplidos de modo exacto. La historia es una caja de sorpresas y nunca se ha dejado regir por textos o por planes. Pero al menos son, las de Scholz, palabras que reflejan el propósito de un gobernante por aprender de la historia, buscando alternativas, sin perseguir un objetivo ideológico, ni una utopía, ni un fin de mundo. Deben ser por lo tanto leídas, estudiadas, discutidas y pensadas.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Cuba: ese tiempo que pasa y nunca se va

Fernando Mires

¿Son dos historias contrapuestas? Si es así, al leer «Personas Decentes» de Leonardo Padura podríamos decir que lo hacemos como si fueran dos novelas en una. Por un lado, leemos la que trascurre a comienzos del siglo XX. Por otro, la que se desarrolla en los comienzos del siglo XXI. Cada una marcada por un acontecimiento que concita la atención e incide en la vida de casi todos los habitantes de la isla. En la primera, el avance del cometa Halley (1916) que, según los astrónomos iba a terminar con el planeta Tierra, mientras los cubanos cantaban «a singar a singar, que el mundo se va a acabar». En la segunda, marzo del 2016, la visita de Obama y después la de Los Rollings Stones a la isla. Pero esta vez los cubanos no cantaban, hasta para eso habían perdido las ganas.

El primer acontecimiento trae consigo la posibilidad de «un fin de mundo». La segunda, la posibilidad del comienzo de una nueva era (mini Perestroika cubana, la llama Padura). Al final ninguna de las dos cosas. Tanto el cometa Halley, como Obama y Los Rolling Stones pasaron y siguieron de largo, sin dejar huellas detrás de sí. Dos estrellas fugaces que demuestran, de un modo no muy simbólico, que la historia de Cuba está hecha de materiales duros, a prueba de un tiempo que pasa y nunca se va, de ese pasado hecho presente que de modo subrepticio aparece en todas las novelas del ya famoso escritor.

Surgen entonces preguntas elementales ¿Por qué Padura escribió dos novelas en un solo libro? ¿Intentó jugar a Faulkner como lo han hecho casi todos los novelistas latinoamericanos? ¿O no son dos novelas ? Mi respuesta tentativa fue: depende de a quien veamos como personaje central. Y bien, desde un punto de vista narrativo, los dos «héroes» no pueden ser más diferentes.

En la primera novela (primera desde el punto de vista cronológico) el «héroe» es un proxeneta, Alberto Yarini y Ponce de León, aristocrático y multimilllonario devenido por su popularidad submundera en carismático político de masas. En la segunda es el ex inspector policial con sueños de escritor, el nostálgico y a veces depresivo Mario Conde a quien los que seguimos las novelas de Padura ya consideramos un viejo amigo.

Conde a su vez intenta escribir una novela sobre Yarini, de modo que Conde es también, de un modo muy indirecto, el narrador de la primera novela. Claro, existe también la otra mencionada posibilidad: que la narrada por Padura no sean dos historias sino dos episodios de una misma historia, la de la tortuosa historia moderna de Cuba. Bajo ese supuesto sería, la que he leído, una sola novela donde el actor principal no es ni Yarini ni Conde, sino Cuba. O podríamos también decir: Cuba en dos tiempos: el tiempo de la prerrevolución y el tiempo de la postrevolución, los dos sobredeterminados, en la imaginación de Padura, por el tiempo de la revolución, uno que se anuncia desde 1910, y que ya ha pasado sin pena ni gloria en el 2016. Si ese fue el propósito de Padura –y parece que ese fue– quiere decir que Padura procedió no solo como novelista sino como historiador. O, si usted prefiere, como un novelista-historiador.

La novelística y la historiografía son hermanas y algunas veces, gemelas. Quiero decir que la una se sirve de la otra. Una historia bien escrita –desde Homero a Orlando Figes– menos o más que una obra científica es también una obra literaria, aunque muchos historiadores que se las dan de «científicos» opinen lo contrario.

Una diferencia, aparte de los diálogos, es que en la novelística los hechos están puestos al servicio de la narración y en la historiografía la narración está puesta al servicio de los hechos. Por eso, desde el momento en que un historiador inventa un hecho, deja de ser historiador y se convierte automáticamente en novelista. No así si el novelista narra un hecho tal como ocurrió. En esa eventualidad, lo importante es que lo narre como si fuera imaginario.

Otra diferencia, quizás la esencial, es que la historiografía tiende a seguir una secuencia cronológica y la novelística suele permitirse la alteración de los tiempos. En ese sentido, aunque parezca raro, la novelística podría ser entendida como una expresión narrativa aún más realista que la historiografía. Para comprobarlo basta que nos conozcamos a nosotros mismos. ¿No nos pasamos gran parte de la vida recordando e imaginando?

Los recuerdos nos sobrevienen de repente, sin ninguna linealidad temporal. A su vez, las imaginaciones, dirigidas hacia el futuro, suelen carecer de un tiempo determinado. En efecto, pocas veces estamos situados de modo exacto en los momentos que nos otorga el presente. Como aduce el mismo Padura: «Si estás deprimido, estás viviendo en el pasado. Si estás ansioso, estás viviendo en el futuro. Si estás en paz, estás viviendo en el presente» (p.152). Entre la depresión que viene del pasado y la ansiedad que surge hacia el futuro, la paz del presente es un oasis.

Mario Conde, como cada uno de nosotros, vive en los tres tiempos partiendo del pasado. Pero además de vivir el pasado, trata de entenderlo. Ahora, solo podemos entender el pasado si entendemos al pasado de ese pasado. Esa es la razón que permite explicar por qué, esta vez con alma de historiador, Conde o Padura (da lo mismo) retrocede a un pasado ocurrido antes de que ellos hubieran nacido. Hacia esa Cuba del 1916, la del cometa Halley, la de quienes creían vivir en la Niza de América, la Isla de las Mujeres Bellas, y, por cierto, de los magnates cafiolos disputando territorios puteros como si fueran gangsters de Nueva York.

Pero la historia –es una novela– comienza con el futuro de ese pasado. Nada menos que con la visita de Obama y de Los Rollings Stones en marzo del 2016. A la vez comienza, no podía ser de otra manera, con un crimen. Con un crimen horrendo, con huellas de saña y odio: un cadáver con tres dedos menos y con el pene cortado.

El viejo Reynaldo Quevedo, el muerto, había sido un esbirro «cultural» del dictador al que –tal vez por algún pacto con la nomenklatura isleña– Padura nunca nombra por su nombre y, aunque no puede ni quiere ocultarlo, su fantasma aparece por todas partes determinando la biografía y el sufrimiento de muchos seres. Respetando a Padura lo llamaremos de aquí en adelante con el nombre de El Innombrable.

Bien, Quevedo fue un fiel perro de presa de El Innombrable. Un inmoral sin límites, perseguidor de artistas, literatos, entre ellos Lezama Lima, Virgilio Piñeira, Alberto Márquez, y muchos más a quienes les dio a elegir entre el exilio y el suicidio, en fin, un delincuente de tomo y lomo que actuaba, como muchos similares, en nombre de la revolución. Por si fuera poco, de una revolución que nunca hubo. Y lo que es peor, de una revolución a la que los grises dictadores de la Cuba de hoy siguen nombrando en tiempo presente en ese tiempo que pasa y nunca se va.

Hubo y hay muchos «quevedos» en la Isla, reflexiona Mario Conde. Con ello, sin proponérselo, está aplicando la teoría de la microfísica del poder según Foucault, la de ese poder atomizado que hizo decir a Adorno que el fascismo solo había sido posible debido a la existencia de “pequeños fascistas” cuyo cometido es controlar el poder desde los dormitorios de cada casa. De tal modo que, a través de sus pesquisas, el ex inspector Conde busca, si no hacer justicia –eso es imposible– mantener vivo el recuerdo de ese pasado que no se va y que no se irá mientras los cubanos sigan viviendo bajo la sombra siniestra de El Innombrable corporizado en los muchos «quevedos» que habitan en la Isla.

Sin embargo, y ahí reside la imaginación historiográfica de Padura, El Innombrable y su tiempo no llegaron de la nada. Por eso Padura retrocede en el tiempo y narra otra historia, la historia de un nombrable: Alberto Yarini, el rey de los puteríos habaneros.

El provinciano policía Arturo Saborit, convertido en sirviente personal de Yarini, narra la historia de su amo. Una historia que, igual a la de Conde, está surcada por crímenes que el inspector se encarga de descubrir de modo fácil, tan fácil como para que uno entienda que la importancia de la narración no reside en los crímenes sino en la persona imponente de Yarini: un líder sexual, ciudadano y político. Una figura erótica y avasalladora a la vez. Un personaje destinado a ser seductor, amado y odiado. Una encarnación del carisma del poder. Ante esas descripciones, que Padura nos disculpe, es imposible no pensar en el Innombrable que vendría después. Y aunque parezca insolencia a más de algún beato de esos que hoy merman en la izquierda latinoamericana, entre el cafiche Yarini y El Innombrable hay no pocos paralelos.

Ambos siguen distintos códigos y para ambos esos códigos son inquebrantables. Yarini no viene de la lucha armada, pero muere como un combatiente heroico, acribillado por los pistoleros de la mafia del proxeneta rival. El otro, después de haber vivido como un dandy revoltoso, llegó de la Sierra, pero murió en su cama. Uno se decía conservador, el otro se decía revolucionario. Y, sin embargo, comparten principios similares, entre ellos los de una Cuba libre de incumbencias extranjeras, un sentido heroico de la vida, y un moralismo cuyo objetivo es trazar la raya que separa a sus amigos, las personas decentes, de sus enemigos, las personas indecentes.

No sé si lo hizo con intención, pero cuando Padura describe a Yarini después de su muerte, no estaba hablando precisamente de Yarini: «Yarini fue la exageración, la amplificación, la hipérbole macabra de un estado social enfermo y de una condición moral en crisis profunda» (p.408) Dicho en breve, al igual que El Innombrable, Yarini fue visto y amado como un redentor que nunca fue.

Uno viene de un mundo de putas, tolerante con los homosexuales. El otro ilegalizó a las putas y persiguió a homosexuales hasta el punto de mandarlos asesinar en masa. Pero a la postre, terminó más que Yarini, emputeciendo a Cuba. Y no solo en sentido figurado: bajo otros mantos ideológicos, la isla sigue siendo lo que era en 1910, un país donde, como en el pasado, muchas mujeres a fin de sobrevivir se ven obligadas a oficiar de jineteras.

Las diferencias es que en las de hoy –acota Padura– hay algunas que ostentan título universitario, lo que las hace más interesantes para los ávidos turistas. En fin, un país en donde se sigue rindiendo culto al hombre fuerte, y cuando no hay ninguno vivo (Díaz Canel es cualquiera cosa menos un hombre fuerte) a un hombre muerto, o a uno vivo pero lejano, como a ese genocida llamado Putin, quien, ante la presencia servil de su mediocre colega tropical, hizo levantar en Moscú una estatua a El Innombrable cubano.

Y en eso llegó Obama y La Habana fue una fiesta

Conde, mientras investigaba el crimen, no tenía ninguna esperanza ni en Obama ni en Los Rolling Stones. Conoce a los de arriba, sabe que no están dispuestos a ceder ni un solo pedazo de poder. Piensa que la que vivía en la Isla con tan honorables visitas solo eran unas breves vacaciones. Presiente que después de que las visitas se vayan, seguirán hundidos en el mismo charco de siempre. Sin un Yarini, sin un Innombrable, pero bajo el peso de la noche que ambos, y otros como ellos, dejaron detrás.

Un mundo donde el envilecimiento, la corrupción y la traición son las pruebas que permiten definir a una persona como «decente».

A pesar de todo, pensaba Conde, ese momento de felicidad, de aparente distensión, de asomo hacia una libertad que no tenían, lo merecían los cubanos. Se lo habían ganado después de tanto sufrimiento inútil. Podían entonces tomar las fiestas dedicadas a las visitas como un breve descanso “de los cuentos que nos metieron y nos meten, de las promesas que se hicieron polvo en el viento (…) «nos merecemos unas vacaciones por todo lo feo, lo malo, lo jodido» (…) «Qué historia la nuestra, mira que nos han jodido. (…..) «Y si ahora mismo nos sentimos felices, vamos a disfrutarlo porque lo hemos ganado, porque somos sobrevivientes, porque no nos hemos dejado tapar por la mierda» (…) «Y ahora que vengan» esos viejos flacos que todavía dicen que son Los Rollings Stones” (p. 382)

No agrego más. Eso fue lo que pasó en la historia reciente de Cuba. Conde, como si hubiera sido un Heródoto cubano, lo dijo todo. Padura también.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Twitter: @FernandoMiresOl

Ucrania: los orígenes de la guerra están en su futuro (notas)

Fernando Mires

Hay una frase de Karl Marx considerada, aún por sus detractores, ingeniosa: «La anatomía del ser humano es la clave para entender la anatomía del mono«. Más decisiva, en mi opinión, es la que viene después. «La indicación de las formas superiores en las especies animales inferiores solo podemos entenderlas cuando nos son conocidas las formas superiores» (Grundrisse, Einleitung, 1857, MEW 13, p.636)

A primera vista una analogía extraída de algún texto de Darwin a quien Marx admiraba. Pero si leemos la frase con atención veremos que allí hay una indicación sobre la que conviene indagar. Tiene que ver con una idea de Hannah Arendt cuando afirmaba que la aparición de un hecho da cuenta de sus orígenes (no causas).

Marx, por cierto, no era un fenomenólogo, pero entendió el dilema de todo historiador al enfrentarse a la siguiente pregunta: ¿desde cuándo comenzamos a contar la historia?

En efecto, la historia no puede ser fenomenológica cuando se trata de indagar sobre los orígenes de los hechos y no solo sobre los hechos mismos. No es tarea fácil. Los determinantes indeterminados solo existen en la teología, nunca en la historiografía. Por eso los buenos historiadores, al secuensializar los hechos, deben ajustarse a condiciones impuestas por relaciones de espacio y de tiempo, y eso supone, como hacen los comisarios de la policía en la tele, mantener la vista siempre fija en el lugar de los hechos.

Hablaremos entonces de Ucrania. ¿Cuándo comenzó la invasión rusa a Ucrania?

Hasta ahora tenemos dos respuestas. La primera, la oficial, nos dice, la invasión comenzó el 24 de febrero del 2022. Pero otra es la que ha hecho suya el gobierno de Ucrania: la invasión comenzó en marzo del 2014, cuando Rusia arrebató a Ucrania, Crimea, la ciudad portuaria de Sebastopol, y los territorios del Donezk y Luhansk en la zona del Donbás. Desde la perspectiva ucraniana estaríamos hablando entonces de dos fases de una misma invasión.

Ahora bien, determinar el punto de partida dista de ser un tema exclusivo para historiadores. Su importancia política es enorme pues tiene que ver con el probable desarrollo y fin de la guerra de invasión a Ucrania. Si partimos de la primera tesis, la del 2022, el objetivo debería culminar con la expulsión de los rusos de Ucrania, pero cediendo Ucrania a Rusia los espacios arrebatados en el 2014. Si partimos en cambio de la segunda tesis, la guerra debería culminar con la expulsión de los rusos de todo lo que fue Ucrania antes del 2014.

Quienes defienden la tesis del 2022 suponen que Rusia volvería al punto de partida que regía antes de ese año. Quienes por el contrario defienden la tesis del 2014 sostienen que esa no sería una retirada de Rusia, que Ucrania seguiría siendo un país ocupado, y que no solo Ucrania, sino todos los países que limitan con Rusia, correrían el peligro de sufrir nuevas arremetidas del imperio. Esa es la razón que explica por qué la tesis ucraniana es compartida por los gobernantes de naciones que limitan con Rusia, entre ellas Polonia, Finlandia, los países bálticos, Moldavia.

Esas son también las dos posiciones que entre líneas compiten en la UE: que Rusia no entregue a Ucrania la parte robada el 2014, o que Ucrania no entregue nada a Putin.

Probablemente no serán razones históricas sino políticas las que determinaran las conversaciones que llevarán alguna vez a la paz. No obstante, las razones históricas no dejarán de pesar en las argumentaciones políticas, de ahí que es importante tenerlas en cuenta. Esas razones históricas tienen que ver con el propio surgimiento de Ucrania como nación. Ahora bien, si retrocedemos hasta ese momento de refundación, tendremos que concluir en que la nación ucraniana nació del colapso de la URSS, vale decir, de las ruinas del imperio soviético. Ese colapso permitió, en una primera instancia, la liberación de las naciones más occidentales de ese imperio.

A la liberación de la segunda fase pertenecen naciones como Bielorrusia, Moldavia, Georgia, Ucrania. Pero tanto las primeras como las segundas, obedecen al mismo fenómeno: la desintegración de la URSS, «la mayor catástrofe del siglo veinte», en la versión de Vladimir Putin. «Catástrofe» que daría nacimiento nada menos que a un nuevo orden político mundial. A ese orden pertenece y quiere pertenecer Ucrania, nación que atravesando por convulsivos periodos, entre los que destacan la «revolución naranja» de Yulia Timoschenko (2004) y la revolución proEuropa y antiYanukovisch de Maidán (2013) ha llegado a ser, bajo el gobierno constitucional de Volodomir Zelenski, una nación occidental en forma.

Ahora bien, contra el nuevo orden mundial surgido en la Europa de 1989-1990 se ha levantado Putin. Desde esa perspectiva histórica, la misión de Putin es revertir el orden geopolítico nacido en ese periodo, comenzando por recuperar las naciones más cercanas a Rusia, entre ellas, a la que considera un reservado natural de Rusia: Ucrania. Como dijo, el muy conservador líder polaco Kaczynski en los días que Putin se hacía de Crimea: «Primero viene Georgia, después Ucrania, enseguida Moldavia, después los estados bálticos y al final Polonia».

Por lo demás ha sido el mismo Putin quien ha dado a conocer los elementos componentes de su estrategia. Al decir, en los comienzos de su mandato, que el fin de la URSS fue una catástrofe geopolítica, apuntaba desde ya hacia un objetivo: no reconstituir a la URSS sino al imperio ruso.

Para Putin, como a sus huestes, la URSS era solo una forma del imperio ruso. Luego, la catástrofe de la forma no debería ser la catástrofe del contenido: el imperio. O dicho así: el imperio debería sobrevivir a la URSS. Visto de ese modo, Putin no se diferencia de las creencias de sus predecesores, Gorbachov y Jelzin.

Recordemos que Gorbachov siempre se manifestó en contra de la formación de naciones independientes desprendidas de la antigua Rusia. Su grandeza reside en no haberlas reprimido a sangre y fuego, pero no en haberles regalado una independencia que el mismo, al fin un miembro del antiguo régimen, no quería firmar. Jelzin, por su parte, aceptó como hecho objetivo la pérdida de las naciones que ya habían declarado su independencia. Pero tendió un cerco para que otras naciones, como Chechenia y Georgia, no tomaran el mismo camino. Justamente para impedirlo llamó a su ministro Putin para que “apaciguara” a esas naciones. Lo hizo primero en dos guerras a Chechenia: los primeros genocidios del siglo XXl.

Al mismo tiempo, conviene recordar, Jelzin también dio muestras de un rotundo antioccidentalismo al haber apoyado abiertamente al dictador de Serbia, Slobodan Milosovic, durante la guerra de Kosovo. Lo documentan sus ataques de furia en contra de Bill Clinton: Lo escrito, escrito está: “Bill Clinton (según Yelzin) desea que Milosevic capitule y que toda Yugoeslavia se rinda. No lo permitiremos” (20.04.1999)

Evidentemente, pese a sus promesas de amistad a los gobiernos democráticos de Europa, Jelzin no podía ocultar que en el fondo él era un defensor de la autocracia en Rusia y en otras naciones de la era soviética. De esos lodos imperiales viene Putin.

Ya en el poder, Putin siguió el mismo camino revanchista legado por Jelzin perpetrando espantosas masacres en Chechenia y en Georgia, mientras los políticos de occidente miraban, como dijo recientemente el ex ministro de finanzas alemán, Wofgang Schäuble, «para otro lado». No así los gobiernos de países que sintieron, en sus propias cercanías, las amenazas de Putin. Estos, en caso de una avanzada rusa, no tenían como defenderse frente al proyecto revanchista que provenía de las ansias de Putin. De ahí que no debe extrañar que los gobiernos de esos países pidieran la protección de la OTAN, la única que podían tener. Y bien, justamente en ese punto topamos con una de las mentiras más groseras hechas suyas primero por Putin y después por sus seguidores occidentales, a saber: que la invasión de 2022 a Ucrania tuvo como «causa» la expansión de la OTAN. Pero desenmascarar esa mentira es fácil. Basta pensar de un modo crono-lógico.

La gran ampliación de la OTAN tuvo lugar el año 2009 con la incorporación de Rumania y Bulgaria, ya planeada desde los tiempos de Jelzin. A ellas fueron agregadas Eslovenia, los tres países bálticos y Eslovaquia. Con esa ampliación Putin estuvo completamente de acuerdo. No hizo ninguna objeción.

Una segunda ampliación de la OTAN tuvo lugar en el 2017 con Croacia y Albania, y en el 2020, con Montenegro. Como es obvio deducir, estás últimas no tenían nada que ver con Rusia sino con la seguridad de la región balcánica. Putin tampoco dijo una sola palabra en contra. Es decir, la única ampliación que podía amenazarlo fue la de 2009. Mas, Putin pudo comprobar que después de sus robos territoriales en Ucrania, el 2014, la OTAN no hizo nada para impedir su expansión. Argüir hoy, como hacen los plumarios occidentales de Putin en Occidente, que la invasión a Ucrania del 2022 fue consecuencia de la ampliación de la OTAN, no lo cree el mismo Putin.

Ni siquiera en los tres primeros meses en los que tuvo sitiada a Ucrania antes de la invasión, dijo una sola palabra sobre el rol de la OTAN. Por eso el dictador ha dado otras razones para justificar su criminal invasión. Una la encontramos en su escrito del 2021 sobre Ucrania. Ahí asegura Putin que, por razones históricas, idiomáticas y lazos sanguíneos, Ucrania es un espacio natural de Rusia (del mismo modo como Hitler afirmó que los Sudetes y Polonia formaban parte del espacio vital de Alemania).Una segunda razón dada por Putin, es futurista. La guerra a Ucrania, ha afirmado en diferentes ocasiones, es una guerra en contra de Occidente.

Más : en contra de la occidentalización del mundo. Por lo mismo no solo es para él la que lleva a cabo en Ucrania una guerra geopolítica sino, además, cultural e incluso religiosa. De la OTAN casi no ha hablado Putin. Eso se los deja a sus aliados de la izquierda occidental quienes de acuerdo a la ideología que encostra sus cabezas, imaginan que toda guerra en contra de la OTAN es una guerra en contra del «imperialismo norteamericano».

La OTAN, por lo demás, no se ha expandido por cuenta propia. Siempre lo ha hecho a petición de los países interesados. Países cuyos ciudadanos sienten miedo a un eventual zarpazo ruso. Más todavía: la OTAN, por razones estratégicas, ha negado insistentemente las solicitudes de Ucrania para ingresar. De este modo, si una crítica hay que hacer a la OTAN sería otra: la de no haber incorporado a Ucrania cuando esta nación, con los mismos derechos de otros miembros de la OTAN, así lo solicitó.

Digamos claramente: si la OTAN hubiese incorporado a Ucrania el 2008, o por lo menos el 2014, cuando los gobiernos de ese país así lo pedían, probablemente Putin no se habría atrevido a dar el paso agresor que cometió el 2022.

Angela Merkel aduce con cierta razón que Ucrania no era una democracia estable en el momento en que hizo sus peticiones. Seguramente no lo era. Pero no podemos dejar de lado que la OTAN a diferencia de la UE no es una asociación política sino militar y como tal debe atender a objetivos estratégicos y militares. Entre los miembros de la OTAN, no lo olvidemos, hay una autocracia antioccidental como la Turquía de Erdogan y un gobierno pro- Putin como el húngaro de Orban. No ser miembro de la OTAN ha costado a Ucrania muchas vidas. ¿Ha evitado una guerra atómica? No lo sabemos. Esa será siempre una conjetura. Pero la historia se hace de acuerdo a hechos y no de conjeturas.

Volvamos ahora a la famosa frase de Marx pero en otra versión: las formas superiores de la guerra de Rusia a Ucrania nos están revelando sus formas primarias. Esa guerra, la de hoy, forma parte de una constelación iniciado en 1989 con el colapso de la URSS y la liberación de algunas de sus naciones. El nuevo orden de Putin es un proyecto de retorno al viejo orden surgido antes de ese colapso, a la Rusia Imperial de siempre, a la Madre Rusia de Stalin, escondida bajo el manto de la URSS. Esas son las razones por las que el gobierno de Ucrania exige, no la liberación parcial sino la liberación total frente al imperio ruso. O para decirlo con las palabras de la historiadora Anne Applebaum: “el imperio ruso debe morir”.

Debe, dice Applebaum. Ese “debe” es un imperativo histórico categórico. Otra cosa es que «pueda», nos dice la razón política. Probablemente el resultado final atenderá más a razones políticas que históricas.

Pero si la razón política se aleja demasiado de la razón histórica, que es la de los ucranianos, puede que ese no sea un resultado final, sino una simple tregua en una guerra sin final.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.