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Fernando Mires

El abismo político de Jürgen Habermas

Fernando Mires

Cada vez que Jürgen Habermas se pronuncia sobre un tema, sus palabras tienen para gran parte de la intelectualidad alemana un efecto parecido a una encíclica vaticana. Para muchos, no exagero, Habermas ejerce un carisma papal. Su Teoría de la Acción Comunicativa es obligatoria lectura en todos los institutos de sociología e incluso, aunque un poco menos, de filosofía. Pero además, para muchos sus palabras poseen una autoridad moral. Para otros, los menos, es el filósofo de la socialdemocracia bien pensante alemana. Y, por cierto, en estos momentos marcados por una guerra cuyo final no se divisa, sus palabras son esperadas con devoción

Nacional-pacifismo y filosofía social

Las palabras del filósofo social sobre la guerra en Ucrania coinciden en el tiempo con un muy divulgado Manifiesto por la Paz, escrito por la díscola izquierdista Sahra Wagenknecht y la veterana feminista, Alice Schwarz. Un texto redactado en estilo populista, dirigido a tres sectores del mundo político alemán: los pro-Putin (sobre todo los dos partidos extremos (la Linke por la izquierda y AfD por la derecha), el pacifismo fundamentalista (aún muy fuerte entre los Verdes y sus electores) y un conglomerado amplio de la sociedad alemana que siente un natural, lógico y comprensible miedo a la guerra.

El de ambas publicistas es una exigencia dirigida a no enviar más armas a Ucrania. El llamado Manifiesto condena de modo formal a Putin, pero es evidente que el mensaje es, «esta no es nuestra guerra». Demasiado basal para ser aplaudido por los partidos de centro. No extraña así que la extrema derecha (AfD) se haya sumado gustosa al manifiesto de Wagenknecht y Schwarz.

Habermas, no cabe la menor duda, es de otro calibre, y en ningún caso puede ser señalado como miembro activo del nacional-pacifismo alemán. Pero tampoco cabe duda que, de acuerdo al tenor de sus teorías y pese a su lenguaje cuidadosamente sociologista, termina coincidiendo, en estilo académico, con la vulgaridad de Wagenknecht y Schwarz. Su intención es repensar el hasta dónde y el hasta cuándo se puede «ayudar a Ucrania» , llamando a promover negociaciones (incluso sin los ucranianos) con la dictadura rusa. Ahí, en ese punto, quiera uno o no, hay una zona de contacto entre la prudencia culta y el pacifismo plebeyo. ¿Una objetiva «alianza entre la chusma y las élites» como observó Hannah Arendt en el origen de los movimientos totalitarios? No está descartado.

Miedo como factor político

Habermas continúa la línea iniciada en un artículo anterior en contra del belicismo, según él, dominante en la nación. Citemos: «Desde la perspectiva de la victoria a toda costa, la mejora de la calidad de las armas que entregamos ha adquirido un impulso propio que podría rempujarnos de manera más o menos inadvertida a traspasar el umbral de una tercera guerra mundial».

La verdad, no hay ningún partido político alemán que utilice consignas belicistas ni en el gobierno ni en la oposición. El canciller Scholz, siempre receptivo a la voz de la opinión pública, es quizás el gobernante de Europa que más cuida sus palabras, hasta el punto de que muchas veces no habla. La ciudadanía, por su parte, se encuentra, según periódicas encuestas, dividida entre una mitad que está por abstenerse de toda ayuda en la guerra y otra que está por apoyar la causa ucraniana aunque cuidando no escalar.

En ningún lugar del país domina un espíritu beligerante, como aduce Habermas. Todo lo contrario. El espíritu que predomina –en Habermas también– es miedo, un miedo legítimo y natural, pero miedo.

Es breve, no hay entusiasmo militarista. Pero, como si lo hubiera, Habermas nos habla del peligro del «rearme» frente a la Rusia de Putin. Cabría entonces preguntar: ¿Cuál es la alternativa frente al supuesto rearme? No lo dice Habermas, pero no hay otra respuesta: el desarme. Aquí no podemos sino advertir un signo de oportunismo.

La palabra «rearme», como es sabido, proviene del léxico de la guerra fría, cuando sectores predominantemente de izquierda se pronunciaban en contra del rearme europeo y alemán. Pero sacada de ese contexto, la palabra rearme adquiere otra connotación. Pues si hay algo que puede aumentar la ya de por sí alta cuota de miedo colectivo, sería una Europa desarmada. No deja de llamar la atención en ese punto que sean los sectores más antinorteamericanos los que condenen el supuesto «rearme» sin darse cuenta (o dándose malignamente cuenta) de que un desarme aumentaría la dependencia política de Europa con respecto a los EE UU.

Peor aún: un desarme, o un «abajo las armas», en las condiciones actuales, inhabilitaría radicalmente el propósito de Habermas destinado a encaminar negociaciones con la Rusia de Putin. ¿O creerá Habermas que es posible conversar con Putin –si es que se dignara a conversar– asumiendo una actitud pacifista? Putin, lo sabemos, piensa como Stalin cuando se refería al Papa. ¿Cuántas divisiones tiene Scholz, o Macron o Biden? Más no le interesa.

Las armas en una guerra no son argumentos, pero argumentos sin armas no sirven para nada en una guerra. Eso lo sabe muy bien Putin.

A Putin no lo podemos convencer haciendo uso de la lógica de la razón comunicativa habermasiana, concebida para ciudadanos políticos, pero no para dictadores sedientos de sangre. Para decirlo con Hannah Arendt -cuyo modo de pensar no pudo ser más lejano al de Habermas– el filósofo social confunde sus verdades de opinión con verdades de hecho. Putin –así han mostrado los hechos- no conoce más razones que las que provienen de la fuerza militar. En eso coincide la mayoría de los políticos que han tenido oportunidad de compartir con el dictador ruso.

De la fuerza, repetimos. De la fuerza que proviene de una nación invasora. Por eso, para ayudar a Ucrania hay que obligar a Putin a negociar. Y Putin solo podrá negociar cuando no pueda ganar (como han remarcado repetidamente politólogos como Herbert Münker y Carlo Masala) o cuando ganar tenga para él un precio impagable. Y bien, precisamente en ese punto es cuando Habermas nos habla con la voz de Wagenknecht y Schwarz, a quienes definitivamente no interesa que Ucrania pierda la guerra.

De acuerdo a las tímidas palabras de Scholz, Ucrania no debe perder. Dichas palabras son apoyadas por Habermas pero, al igual que Scholz, sin explicar que significa «no debe perder», aparte de un llamado a privilegiar negociaciones que nunca ha pedido Putin. Desde las humillantes mesas largas en las que recibió a Macron y a Scholz cuando ambos buscaban –todavía buscan– salidas diplomáticas, Putin ha renunciado explícitamente a todo tipo de negociación. El problema entonces no es convencer a Occidente de la necesidad de negociar, sino intentar convencer a Putin acerca de la necesidad de una negociación. Ciertamente, sobre eso Habermas no dice una palabra.

Por el contrario, Habermas culpa a las democracias europeas de la no existencia de una negociación. Que esa negociación será necesaria, estamos de acuerdo todos los que no queremos más guerra. Pero para que Putin llegue a negociar, es lo que no dice Habermas, hay que someterlo a presión, no a argumentos lúcidos. La entrega de armas en ese sentido, no son solo un medio para que Ucrania no pierda la guerra sino, sobre todo, para obligar a Putin a una negociación. Carlo Masala, que de lógica política-militar entiende algo más que Habermas, ha sido muy explícito: «Las condiciones para las negociaciones se crean en el campo de batalla. Ese es el punto»

La moral y la historia

De acuerdo a su interpretación deducida de la ética política predominante, las guerras, al cobrar millares de vidas de gente inocente son, para Habermas, altamente inmorales. Lo que no dice Habermas es que esta inmoralidad de la guerra no la están cometiendo ambos contrincantes, sino uno solo: el invasor. Ucrania no ha invadido a ningún país. Los muertos en la población civil no han sido rusos. La guerra es radicalmente asimétrica. Luego, los responsables no pueden ser, bajo ningún caso ambos contrincantes, sino quien ha provocado la guerra y, por la misma razón, el único que podría poner fin a esa guerra: Vladimir Putin.

El gobernante ruso, si quisiera, podría terminar la guerra en un minuto. Eso justamente es lo que no puede hacer el gobernante ucraniano. Si Putin detiene la guerra, nace la paz. Si Zelenski detiene la guerra, muere Ucrania. Los ucranianos están obligados a luchar a menos de negarse a sí mismos como ucranianos. En ese sentido debe ser entendida la frase de Scholz. «Ucrania no debe perder». Significa lisa y llanamente: Ucrania no debe perder porque no puede perder.

Ucrania no debe perder no es una consigna complicada. Significa que Ucrania no puede desaparecer como nación independiente y soberana.

Para los soldados rusos hacer la guerra es una obligación profesional, pero para los soldados ucranianos es una obligación existencial. Por eso, medir con la misma vara a agresores y a agredidos, o a invasores e invadidos, en nombre de una alta moralidad, puede convertirse en una alta inmoralidad. O en una moral de moralistas, para decirlo con Kant.

En ese marco debe ser entendida entonces la consigna de Biden (para Habermas belicista): “apoyaremos a Ucrania hasta que sea necesario”. Esa frase significa, apoyaremos a Ucrania hasta que Ucrania no necesite ser apoyada. Y esa necesidad de no ser apoyada comenzará, obviamente, el día en que la independencia geográfica, histórica y política de Ucrania, quede definitivamente asegurada.

Lo dicho no significa que la conducción de la guerra la deban asumir solo los EE UU. Tampoco significa que la debe asumir solo Ucrania. La conducción hasta ahora ha sido asumida de un modo colectivo, y probablemente así seguirá ocurriendo. No obstante, hay que tener en cuenta que EE UU. y Ucrania son los actores decisivos dentro de la alianza democrática. El primero, porque invierte más capacidad militar que Europa en su conjunto. El segundo, porque invierte su propio cuerpo nacional, incluyendo sus ciudadanos, expuestos cada día a la muerte.

Sin embargo, Habermas alerta sobre la posibilidad, hasta ahora nunca dada, de que sea Ucrania la nación que conduzca a todo el Occidente al abismo. Cito: “Caminar sonámbulo al borde del abismo se convierte en un peligro real sobre todo porque la alianza occidental no solo respalda a Ucrania, sino que no se cansa de asegurarle que apoyará a su Gobierno durante “el tiempo que sea necesario”, y que el Gobierno ucranio es el único que puede decidir el calendario y el objetivo de las posibles negociaciones“

Una salida negociada hecha a espaldas de los EE UU. no puede ser ni militar ni políticamente posible. Pero una salida negociada hecha a espaldas de Ucrania, atentaría contra la moral pura y contra la moral práctica. Mejor aconsejado por sí mismo estaría Habermas, si en vez de defender la posibilidad de una paz negociada al precio de la división de las fuerzas aliadas, hubiera puesto el acento en la unidad de los diversos intereses nacionales, como ha venido ocurriendo hasta ahora. Solo el hecho de descartar a Ucrania en una eventual negociación, debe ser rechazado de inmediato, no solo como un agravio a toda ética, sino además como una aventura divisionista. Habermas, si escribe sobre la guerra, no puede ignorar que Inglaterra, Polonia, Finlandia y los países bálticos, están dispuestas a apoyar a Ucrania hasta el final. Una negociación sin participación activa de Ucrania, dejaría afuera a un conjunto de países democráticos.

Astucias de la razón histórica

El argumento histórico de Habermas nos dice que la guerra, si es prolongada, no solo puede escalar, sino, lo que sería peor, podría escapar al control de sus participantes hasta el punto de alcanzar una situación similar a la guerra de 1914, cuando perdidos de vista los objetivos originarios, los países europeos se trenzaron en un aniquilamiento colectivo al que nadie podía poner coto. Habermas: “Porque a partir de la moderación interpreto la advertencia de que tampoco Occidente, que permite que Ucrania siga la lucha contra un agresor criminal, debe olvidar ni el número de víctimas, ni el peligro al que se exponen las víctimas eventuales, ni la magnitud de la destrucción real y posible que se acepta con el corazón encogido en nombre del objetivo legítimo”.

Sin embargo, al retroceder al año 1914, Habermas olvidó un «pequeño detalle»: En el espacio histórico en el que tuvo lugar la primera guerra mundial no existían legislaciones internacionales que reglaran la guerra, ni instituciones supranacionales que avalaran un foro público mundial (razón comunicativa a escala mundial, para parafrasear al mismo Habermas), ni acuerdos internacionales de carácter global (solo había relaciones bilaterales). Es decir, todo lo que ha desconocido Putin, antes y durante la guerra a Ucrania.

Si seguimos el hilo de la argumentación de Habermas, no podemos sino convenir en que ha sido Putin quien ha actuado de acuerdo a la lógica que prevalecía en 1914. A la inversa, el compromiso establecido por los actores europeos y norteamericanos ha estado desde un principio orientado a restablecer la legislación y el peso de las instituciones internacionales, que son a la vez, fundamentos de la política internacional europea y mundial.

De este modo, una derrota de Ucrania no solo significaría una derrota de Ucrania, sino un regreso a aquella Europa prepolítica y predemocrática de 1914. Significaría, además, echar por la borda todos los tratados y acuerdos firmados desde 1945, incluyendo la Carta de las Naciones Unidas, vale decir, todo eso que el propio Habermas llama «revolución del derecho internacional».

No hay comunicación ni diálogo, o sea, no hay discurso político sin instituciones políticas, aprendimos de los escritos de Habermas. Eso es justamente lo que no había en 1914, y esa fue la razón por la que los partidos de la guerra caminaban como “sonámbulos al borde del abismo”. Bien, a ese mismo abismo nos ha acercado Putin con su declaración de odio a Occidente: una declaración de guerra en contra de las instituciones que en su espíritu y materia nacieron desde Occidente después de dos guerras mundiales.

Putin, con su promesa de derrotar a Occidente, ha emprendido una guerra a favor del caos. Al revés de lo que dice Habermas, Ucrania y Occidente intentan restablecer el orden mundial alterado por Putin. Un orden que parecía haber emergido después de la debacle del comunismo mundial, cuando viejas-antiguas naciones reclamaron el derecho a vivir su propia historia. Contra ese orden ha iniciado Putin una revuelta que, si es apoyada por China, podría convertirse en una contrarrevolución antipolítica de carácter mundial.

Ese derecho a vivir en su propia historia es el que reclama Ucrania para sí, no desde ahora, sino desde 1991, cuando fue proclamada por decisión ciudadana y con una aplastante votación, la independencia de la nación. Independencia que está dispuesto Habermas a reconocer, pero no a defender. Por lo menos no hasta las últimas consecuencias. Hacerlo, opina el filósofo, significaría entrar a una guerra que solo puede llevar a la muerte colectiva. Para reforzar su posición, Habermas recurre a un argumento geopolítico. Afirma algo obvio: que no todas las naciones tienen los mismos intereses que Ucrania. En palabras no dichas por Habermas, pero así entendidas, los países europeos deben acompañar a los ucranianos un largo trecho, pero solo hasta la puerta del cementerio. Es evidente entonces que Habermas entiende el apoyo de Europa a Ucrania como un gesto de solidaridad a otro país, pero no como una actitud de defensa frente a un dictador que no ha vacilado en declarar que su guerra es contra Occidente, contra sus valores, contra sus instituciones y no por último, contra sus ciudadanos.

Fue la ministra del exterior alemana, Annalena Baerbock quien, llevada por la emoción, habló de una guerra en contra de Putin, precisamente la frase que Scholz y Macron querían evitar a todo precio. Evidentemente, ni Occidente, ni siquiera los EE UU han declarado la guerra a Putin, pero Putin sí ha declarado la guerra a Occidente. Eso fue lo que quiso decir Baerbock. Y es cierto. Ucrania es para Putin un momento de la guerra entre Rusia y Occidente y si así lo vemos, ayudar a Ucrania es ayudar a un bastión europeo, no a un “país lejano”, al margen de la civilización occidental, como parece pensar Habermas.

En el artículo de Habermas permanece como fondo oculto la intención de demostrar que, bajo determinadas condiciones, antes de caer en el abismo de una guerra mundial, sería necesario sacrificar a Ucrania. No de otra manera se entiende cuando afirma que Ucrania es (solo) una nación en ciernes (es decir, no una nación en forma). Cito el párrafo: “Esa toma de partido tiene que ver con la simpatía por la dolorosa suerte de una población que, tras muchos siglos de dominación extranjera polaca, rusa y austriaca, no obtuvo su independencia como Estado hasta la caída de la Unión Soviética. Entre las naciones europeas “tardías”, Ucrania es la más reciente. Podría decirse que es todavía una nación en ciernes”.

Tuve que leer de nuevo, no lo podía creer. ¿No nos encontramos aquí con una reformulación de la infeliz tesis de Hegel, hecha después suya por Friedrich Engels, de que hay naciones sin historia y naciones con historia? ¿No es claudicar frente a la premisa de Putin relativa a que Ucrania es un territorio ruso, convertido en nación como consecuencia de una catástrofe geo-política (el fin del comunismo)?

Lo peor es que Habermas, al dejarse llevar por su espíritu pacificador, no parece darse cuenta del anacronismo por él formulado. Eso fue también lo que no lo dejó ver que Ucrania no solo es una antigua nación (con un Estado más antiguo que el de Alemania) como han demostrado historiadores de la talla de Andreas Kappeler, quien al referirse a una posición similar a la de Habermas («dudo de que exista una nación ucraniana») emitida en el 2014 por el ex canciller Helmuth Schmidt, dijo: «Helmuth Schmidt estaba profundamente equivocado. Pero esta declaración ilustra cuán omnipresente ha sido la visión de Ucrania en Occidente. Desde nuestro punto de vista, Ucrania era un espacio en blanco, supuestamente un país sin su propia cultura, lengua e historia. Ese punto de vista, que se alinea perfectamente con el de Vladimir Putin, estuvo muy extendido hasta hace poco y, lamentablemente, a menudo no fue cuestionado» (Entrevista en t-online, 16.02.2023 )

Ucrania es una nación acreditada en las Naciones Unidas, vale decir, una nación con todos los derechos y deberes que corresponden a todas las naciones del mundo. Una nación que no es menos nación que Alemania. ¿No se da cuenta Habermas de que la misma Alemania, de acuerdo a su criterio sería una nación «en ciernes», una que posee incluso la misma edad cronológica que Ucrania?

Tanto Ucrania como Alemania son naciones que debieron hacerse de nuevo después de la debacle del comunismo. Ucrania no era una nación independiente, pero la parte del este alemán tampoco lo era. La reunificación, después de la caída del muro, llevaría a la formación de una nueva nación. Alemania occidental ya no sería más la RFA, como Alemania del este ya no sería más la RDA. Alemania es definitivamente, después de 1991, solo Alemania. Como la República Popular Ucraniana es, después de 1991, solo Ucrania.

Hay entre Alemania y Ucrania una comunidad de destino (para usar un concepto de Otto Bauer). Romper esa comunidad de destino dejaría librada a Ucrania a su suerte (no a otra cosa podría llevar una negociación en medio de una confrontación militar que no ha perdido Rusia). Eso llevaría a su vez, a negar el sentido histórico de las revoluciones democráticas que impulsaron a muchas naciones a liberarse del yugo soviético entre 1989-1990.

Putin, sin duda, ha entendido el dilema mejor que Habermas. Para Putin la guerra en Ucrania es contra Europa y Occidente a la vez. Habermas piensa que esa guerra es solo contra Ucrania. De ahí viene su mal oculta predisposición a negociar sobre Ucrania, partiendo de la falsa premisa de que los intereses de Ucrania y Alemania no son los mismos.

Habermas ha sido fiel consigo

Puedo imaginar que hay más de algún seguidor de Habermas que comparte las diferentes tesis formuladas por el autor en sus muchos libros, pero no está de acuerdo con sus opiniones con respecto a la guerra en Ucrania. Defendiendo en cierto modo a Habermas, creo estar en condiciones de afirmar que no hay en su artículo ninguna ruptura con su pensamiento socio-filosófico y sus actuales posiciones frente a la guerra. Habermas ha sido fiel consigo.

El pensamiento de Habermas nació en una sociedad democrática. Por eso, el suyo, es parte de un discurso democrático no hecho para entender los antagonismos que se dan a escala mundial entre democracias y antidemocracias.

La lógica discursiva que lleva a la configuración y a la vez surge de una sociedad moderna, hecha a partir del debate público a través de sus más diferentes canales, precisa de seres racionales, con conciencia ciudadana, en condiciones de argumentar y discutir de acuerdo a sus intereses, ideas e ideales. Sin embargo ese discurso no es aplicable, o por lo menos no lo es en su totalidad, a naciones no democráticas, más aún, antidemocráticas y antipolíticas como es la Rusia de Putin.

O dicho en breve: la filosofía social de Habermas no fue concebida para entender la barbarie, sino la civilización. Por eso, durante el periodo de dominación comunista, Habermas no se interesó por lo que sucedía al interior de los países europeos del este. No manifestó solidaridad con el Solidarnosc de Walesa y mostró escasa preocupación por las luchas disidentes que tuvieron lugar en la Alemania del este y en otras regiones dominadas por el imperio comunista, ni tampoco por los acontecimientos que llevaron al colapso de la Rusia comunista. Como consecuencia de sus propias teorías tampoco ha logrado Habermas entender las intenciones de Putin y, por lo mismo, a los putinistas que habitan en su propio país, Alemania. Su pensamiento es cosmopolita, sin dudas. Pero no es universal. No está hecho para esa multitud de naciones representadas en las Naciones Unidas en muchas de las cuales la lógica de la guerra predomina por sobre la lógica de la paz.

El pensamiento habermasiano para desarrollarse en plenitud, requiere de la paz, no de la guerra. Esa es la razón por la que afirmo que en tiempos como los que ahora estamos viviendo, situados frente a una barbarie organizada por autocracias -de las que Putin solo es la más agresiva- podemos prescindir del pensamiento de Habermas.

Solo queda entonces rescatar un solo acuerdo con Habermas: Hay que negociar. Pero cuándo y dónde, y sobre todo quienes, lo decidirán los acontecimientos de la guerra. Y sobre eso nadie, ni siquiera Habermas, puede adelantarnos nada. La política y la guerra son realidades contingentes.

Después de todo, los seres humanos estamos condenados a caminar siempre como sonámbulos al borde del abismo (o entre el ser y la nada). Es nuestra condición.

El artículo de Habermas puede ser leído en español en

Jürgen Habermas – NEGOCIAR LA PAZ (polisfmires.blogspot.com)

y en inglés en

https://www.sueddeutsche.de/projekte/artikel/kultur/juergen-habermas-ukraine-sz-negotiations-e480179/

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Amor como religión

Fernando Mires

El personaje central de la novela Nosotros de Manuel Vilas (Premio Nadal 2023) es una mujer enamorada de un hombre muerto. De su marido: un hombre que ya no existe más allá de las remembranzas, la mayoría de ellas imaginadas por la viuda. En las palabras de Manuel Vilas, Irene es un ángel del amor. Vive del amor, vive para el amor.

1.

Según Vilas los ángeles existen: son las representaciones humanas del amor. Como todo ángel, Irene es parte de una religión. Una religión no oficial, creada por ella misma, con sus propios rituales y cultos. Una religión en la que el dios es el hombre ausente y como todo dios es invisible pero a la vez está en todas partes, adónde ella vaya, incluso en las escaleras en donde ese dios, su marido muerto, su dios-fantasma, la mira fornicar con otros hombres que actúan en el lugar del amor que no está, algo así como el pan en la liturgia cristiana, representando al cuerpo del sacrificado, y el vino, a su sangre.

Los orgasmos de Irene con sus ocasionales amantes son rituales consagrados al amor perdido, sacrificios de placer ofrendados ante el altar invisible del difunto. O como decía Agustín, a cuyas palabras Vilas recurre a veces: «Dios aparece solo cuando recordamos a Dios». En este caso, es el dios-Marcelo, o Marce como le decía ella. O su marido, como remarcaba, no su pareja como dicen hoy tantos.

La diferencia es importante: la pareja suele ser circunstancial, una relación flexible. El marido en cambio es el hombre consagrado como hombre de una mujer ante la ley judicial y-o religiosa, vínculo valido para todos los tiempos de una vida: en el pasado imaginado sobre una base existente, en el futuro, donde su amor la espera después de la valla de la muerte, y en el presente, tierra de expiación, goce y agonía.

De los tres tiempos, «el presente es el misterio» –dice Vilas– «porque el misterio del tiempo pasado es que fue tiempo presente, y el misterio del futuro es el que vendrá en tiempo presente». Ese tiempo revivido en la memoria, tiempo tan agustino, es el tiempo de Dios o de los dioses. Un tiempo en presente rodeado por un pasado que ya no existe y un futuro que todavía no existe. Un tiempo en ningún caso cronológico ya que es recreado e interferido por el presente al mismo tiempo que el presente actúa como una prolongación del pasado, sea este verdadero o imaginado. Ese es el tiempo del amor. Un tiempo que, para la viuda Irene, solo podía ser vivido como religión pues, si ese no es el tiempo de Dios, es el que más se le parece.

2.

Amor como religión. Ese «como» es importante. No quiere decir que el amor sea una religión. Solo significa que, en algunos casos, puede ser vivido como religión cuyo dios no aparece nunca como sí mismo sino en sus múltiples formas y modos de representación. Un Dios ausente de las cosas y a la vez presente en cada cosa. O todavía más: un Dios que solo se hace presente en su ausencia.

Sin la ausencia de Dios, en efecto, no existe el llamado de Dios. Como el amor, el dios de Irene aparece como un medio para enfrentar la ausencia de un sujeto del amor. El amor, para ella, es el recuerdo revivido pues solo recordamos lo que no está. De otra manera no rendiríamos culto a Dios. Mediante el culto, revivimos la presencia del dios. Y el culto en la vida de Irene está formado por objetos, ornamentos. Pueden ser relojes Cartier o Rolex, nunca Casios («los relojes de oro miden el tiempo de los dioses, los relojes de plástico miden el tiempo de los sirvientes», dice Irene), muebles carísimos, nunca Ikea, lujos exorbitantes y, por cierto, peregrinajes a lugares sagrados: en el caso de Irene a las playas mediterráneas, las que en su imaginación de viuda amante ocupan el lugar de la Tierra Santa de los cruzados, de Santiago de Compostela para los peregrinos, de Roma para los papistas, de la Mekka para los islamistas.

Allí, en esos hoteles donde estuvo (a veces solo en la imaginación) con su marido, lleva a cabo Irene sus lujuriosos ritos de amor, donde los hombres (y cuando faltan, las mujeres) son vestales de las que se sirve para conmemorar el amor al difunto. Así fue como en esa orgía de ritos millonarios me fue inevitable no recordar el siempre sugerente ensayo de Walter Benjamin titulado Capitalismo como religión.

En los símbolos del capital, los billetes impresos con personajes famosos, en los bancos que parecen templos, en la propaganda que incita el clamor de los sentidos, descubrió Benjamin que la razón del éxito del capitalismo no residía solo en su capacidad para explotar la fuerza de trabajo, sino en su simbología, en su exaltación del lujo, en la conversión del tener, en poder, y del poder, en objetos simbólicos de poder a los cuales rendimos cultos que, sin darnos cuenta, practicamos a diario, aunque sea yendo de shopping, o vitrineando por las calles, mirando objetos de consumo como si fueran obras de arte.

Irene, hija de millonarios, también honra al capitalismo, pero no lo convierte en religión. Más bien lo pone al servicio de su dios personal, el marido que murió en un accidente. No sé si Vilas leyó a Benjamin, pero hay en su novela palabras que podrían ser del atormentado filósofo. Por ejemplo: «El lujo es una forma de protección contra la estupidez de la vida social, contra el vacío de todas las ideologías de la historia».

El lujo de las vestimentas, de los zapatos, de los relojes, de las joyas, de los muebles, de las habitaciones de hotel, protegía a Irene de la atroz desnudez de su vida. Su locura que, como descubrió su inteligente psiquiatra, era una forma, un medio para protegerse de otra locura: la peor de todas: la locura de no ser nada. «Estás enamorada de la fantasía de vivir, mi muchachita valiente», le explica el médico. Una forma elegante de decir: la fantasía de la vida te salva de la fantasía de la muerte. Por eso también el psiquiatra la nombra como a «mi Quijota». Podría haberle dicho también, mi santa Teresita de Jesús, quien desde la oscuridad de su convento escribía versos profanos a su amor que era Dios y a su Dios que era su amor:

Vida, ¿qué puedo yo darle

a mi Dios, que vive en mí,
si no es el perderte a ti
para mejor a Él gozarle?
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero.

3.

Irene amaba de verdad a «su hombre», como Teresa a su Dios. Escribo «su hombre» entre comillas, porque ese hombre, su hombre, no era exactamente el hombre con el que había vivido, sino más bien una recreación artística que tenía muy poco que ver con el hombre existente y real que había sido Marce. Más que una idealización en extremo, Marce era, o llegó a ser, una invención personal e inconsciente de Irene, un resultado del abismo al que había sido llevada «gracias» a la muerte súbita de Marce. Ese resultado era el sustituto, no de Marce, sino del amor, no a Marce, sino del amor del que Marce también había sido solo una simple representación del mismo modo como los amantes hoteleros de Irene, eran la simple representación de Marce. Podría haber sido otro. O algo otro. Lo importante es que tanto en cuerpo como en alma, Irene percibía que sin ese «amor constante, más allá de la muerte» (según los versos de Quevedo) no podemos vivir.

Sin amor no somos nada. No es la existencia la que da sentido al amor sino el amor es el que da sentido a la existencia. O como dice Vilas: «No basta con saber que el amor existe. Hay que creer en él. Mucha gente no cree en el amor porque el amor exige un reino de destrucción, de miedo y de pánico». Como en toda religión, en la del amor, el amor puede ser también un dios muy cruel. Pero a la vez, ese era el razonamiento de Irene, de una crueldad sin la cual no podemos vivir, aunque ese amor esté situado, según Quevedo, «más allá de la muerte».

Más allá de la vida sería la frase exacta. Ese amor a la vida que según Vilas es el amor atávico, disolvente, primitivo. El amor del Ello, no del Yo, diría Freud. Ese amor que «se lleva por delante toda construcción humana, incluso la justicia, que es la construcción humana más solemne y menos agria». Razón mediante la cual Irene, al construir la memoria de Marce, la deconstruye. El breve lapso que vivieron juntos lo transforma en largos años, y el accidente que le quitó la vida, lo convierte en larga agonía, es decir en vida, porque la vida será siempre agonía. Si lo miramos bien, no tanto una locura sino una estrategia mental muy racional. Creo que debo explicar lo que he dicho.

Todos, unos más, otros menos, somos tributarios del pasado. En algunos casos, ese pasado es, o lo vemos, como amenazante, incluso tortuoso, de modo que para vivir en presente tenemos que «defendernos» del pasado. En esa línea defensiva hay tres alternativas: la primera, lo enfrentamos, con el peligro de ser derrotados y así padecer bajo su peso. La segunda, lo olvidamos, lo damos por inexistente, pero con ello nos convertimos en fantasmas (zombis) ya que un ser sin pasado no puede transitar sobre el pavimento del presente. La tercera posibilidad es la de modificar al pasado, aun sabiendo en nuestro fuero interno, que eso es absolutamente imposible. Esta última fue la estrategia de la razón de Irene.

En cierto modo Irene pone orden sobre el caos de lo fortuito, de lo accidental. De esa infamia del destino que le impidió envejecer junto a su Marce. Aunque envejecer no era el verbo adecuado para Vilas. Lo sustituye por el de morir. Vista así, la vejez no existe ni para Irene ni para Vilas. Solo existen las cercanías y las lejanías de la muerte. Estar cerca de la muerte es plena vida pues mediante el recuerdo, pensamos en la juventud que sin la muerte cercana es imposible percibir.

Solo piensan en la juventud los que ya no la viven, opina Vilas en uno de sus tantos arranques filosóficos. En fórmula cartesiana podría haber dicho: «muero, luego soy». Y bien, de ese morir-viviendo habían sido privados Irene y Marce. Fue así que, mediante un gesto profundamente religioso, Irene reconstruye la vida de Marce. A su modo lo resucita. Amor genial el suyo, al transformar la defunción en resurrección. Esa es también “la genialidad del cristianismo”.

El cuerpo de Marce ya no existía. Su recuerdo, vale decir, su alma, continuaba viviendo en el cuerpo envejecido de Irene, resucitado y transformado, convertido en amor propio. En amor a sí misma, a su vida y a su muerte. Fenomenología transformada en literatura e incluso en poesía por el escritor español, procedimiento que le permitirá percibir la mismisidad del amor. Ese amor que no es tanto amor al otro, sino a la vida, y como la vida es vivida por uno, a la propia vida.

El amor, bajo la forma del amor al otro, más que amor al otro, es el centro de gravedad (textual) que necesitamos para ser nos-otros. «Nosotros, que nos queremos tanto, debemos separarnos» y al separarnos dejamos de ser nosotros, y nos convertimos en simplemente otros, aún frente a nosotros mismos, como sucedía por momentos a Irene. Por eso ella necesitaba un otro para volver a ser sí misma, un otro que si no regresaba en su cuerpo, lo hacía al menos en la imaginación. «Misión de la imaginación de las viudas es prolongar el pasado, agigantarlo, recrearlo, y si no se puede, porque duró poco, inventarlo». Así dice un enunciado de Vilas. Otro nos dice, «necesitamos del otro porque sin ese otro, nos morimos en vida».

En palabras más racionales, en el amor hay una relación de intercambio donde mediante tu presencia en mi alma entiendo mi presencia en la vida, hecho que a la vez te permite, a través de la vida mía, vivir la tuya. En cierto modo, el amor reposa sobre una relación de interés y de conveniencia como la hay en toda religión.

Un contrato tácito si se quiere, y que más o menos dice así: «Dios, yo creo en ti y tú me proteges del peligro de ser solo yo mismo». Luego, opina Vilas, no es necesario que el otro te comprenda, del mismo modo como tampoco es necesario que yo te comprenda a ti. Basta que yo me comprenda a través de ti y que tú te comprendas a través de mí (¿no es ese también el secreto religioso de toda relación psicoanalítica?) El amor, desde esa perspectiva, será siempre egoísta, pero bajo la condición de que sea asociativo. Expresión de esa asociación es para Vilas el cuadro de Magritte, «los amantes». Ambos se besan, pero no se ven. O se ven solo a sí mismos, hacia adentro, en el beso del otro.

Sin ese otro, mi ego se derrumba y sin ese ego no puedo ni siquiera ser egoísta. A su modo, trastocando su imaginación, Irene rescataba la imagen del otro, la que le permitía volver a ser sí misma, aún al precio de entrar en esa habitación que llamamos locura y que no es más que la protección frente a otra locura: la de la soledad radical del ser frente a sí. «Dormir juntos es una lucha común en contra de la oscuridad de la especie», piensa con su lúcida locura, Irene.

Amor, en sentido platónico es la luz: la luz de la vida. Amor es amar a la vida a través de otro (real, imaginario o simbólico, no importa aquí) que concentra en sí mismo, para ti y para mí, a todo lo viviente que hay en este mundo.

Sobre la literatura de Manuel Vilas he escrito también:

Fernando Mires – VILAS, ELOGIO A LA VIDA

Fernando Mires – MANUEL VILAS, EL SER Y EL TODO

Fernando Mires – AMOR EN TIEMPOS DE PANDEMIA

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

La destrucción de la realidad

Fernando Mires

La mentira es un arma de la guerra, no lo vamos a descubrir hoy. El enemigo está ahí para ser derrotado y, para derrotarlo, hay que saber engañarlo. Esa es una de las diferencias que separan a la guerra de la política. Lo que no significa por cierto que la política sea una práctica destinada a buscar la verdad.

El político no es un apóstol de la verdad, como debe ser un filósofo o un científico. Los políticos mienten, y eso tampoco vamos a descubrirlo ahora. Pero a diferencias de la práctica militar, la política no puede convertir, como sucede en una guerra, a la mentira en un sistema. Quien lo hace está destinado a perder pues cuando un político es descubierto en mentiras, suele pagarlo caro, algo que nunca puede ocurrir a un mariscal de batalla, quien está obligado por su profesión a engañar a sus enemigos.

Quizás para explicarnos mejor, debemos recurrir a algunas ideas de quien dedicara muchas páginas a pensar sobre el tema de la mentira y la verdad en la política. Por supuesto, nos referimos a Hannah Arendt.

En su escrito sobre «la verdad y la mentira en la política», así como en el apartado final de su libro «Entre el pasado y el futuro», distinguía Arendt tres tipos de mentiras en la política: las mentiras de la razón, las mentiras que se deducen de las verdades de opinión y las mentiras que provienen de las verdades de hecho.

Las mentiras de la razón – dejemos de lado las equivocaciones de la razón, eso es otra cosa – son las que provienen de la no revelación de la verdad con el objetivo de alcanzar un objetivo que puede ser simbólico o real. Arendt pone como ejemplo la mentira de los gobiernos conservadores alemanes relativa a que Alemania era una sola nación durante el periodo de la Guerra Fría pese a que sabían, más aún, aceptaban, que Alemania del Este estuviera acreditada en la ONU como nación independiente (la versión socialdemócrata era más sofisticada: «una sola nación y dos estados»). En ese sentido la mentira de «una sola nación»(que jurídicamente no existía) estaba puesta al servicio de una verdad deseada por la mayoría de los ciudadanos: la reunificación de las dos Alemanias.

Ahora bien, Putin también ha dicho y escrito que Ucrania y Rusia constituyen una sola gran nación. Para reunificarlas –de acuerdo a su versión– ha invadido a Ucrania. ¿Pueden compararse entonces la consigna de la unión de Rusia y Ucrania con la de las dos Alemanias? No. En ningún caso.

En primer lugar, Ucrania existió como una nación independiente y soberana desde marzo de 1917 (La Rada Central Ucraniana). Lenin ratificó su independencia el 18 de enero de 1918. La reanexión de Ucrania a Rusia por parte de Stalin fue, en cambio, un acto de apropiación imperial, resultado del pacto nazi-soviético de 1939. En segundo lugar, la declaración de independencia de Ucrania de 1991 fue el producto de un referéndum nacional en el que los independentistas obtuvieron una victoria con más del 90 por ciento de los votos, algo que nunca habría podido suceder en el periodo de la dictadura comunista en Alemania del Este.

Sintetizando podemos decir que mientras la mentira de una sola nación estaba puesta en Alemania al servicio de una verdad histórica y política, la mentira de una sola nación elaborada por Putin está puesta al servicio de la anexión brutal de una nación independiente. Visto así, la mentira alemana era políticamente racional, mientras que la mentira rusa era y es, políticamente irracional. La primera apuntaba a la reunificación política. La segunda, a una invasión militar.

Siempre en relación con el tema de la verdad en la política, Arendt distinguía, además, dos tipos de mentiras que se deducen de dos tipos de verdades. A una la llama verdad de opinión y a la otra, verdad de hecho. Fácil deducir es que la verdad de opinión solo puede ser verdadera si se ajusta a los hechos. Decir por ejemplo, Stalin fue un gran hombre, es una opinión. Decir en cambio, Stalin mandó asesinar a millones de personas, incluyendo a toda la vieja guardia bolchevique, es una verdad de hecho. Del mismo modo, decir que Putin es una persona bondadosa, es una verdad de opinión. Decir en cambio que las tropas rusas enviadas por Putin han asesinado a miles de ucranianos civiles, incluyendo a muchos niños, es una verdad de hecho.

Las buenas opiniones son entonces las que se ajustan a los hechos. Las que no se ajustan, o no son verdades, o son verdades a medias, o son simplemente, mentiras. Ahora, la mayor perversión política, aduce Arendt, no aparece cuando las opiniones no están sustentadas en hechos, sino cuando sustituyen a los hechos. Convertir a las opiniones en hechos, es una de las principales características de los regímenes totalitarios, agregaba. Justamente esa perversión historiográfica del putinismo es la que detectó el politólogo e historiador alemán Herbert Münkler en un reciente artículo

Para demostrar la mendacidad de Putin, Münkler hace una disección del ominoso discurso que pronunciara Putin en Volvogrado con motivo del 80 aniversario de la guerra (02-02-2023) Münkler indica con razón que la batalla de Stalingrado como punto de inflexión de la guerra es una verdad subjetiva, pues para los aliados ese punto está marcado por el desembarco en Normandía en 1944. Pero suponiendo que hubiera sido así, Putin en su verdad, omitió otra verdad muy importante, a saber, que gran parte de los contingentes que lucharon en Stalingrado eran ucranianos. Hablar solo de tropas rusas puede ser considerado entonces como una mentira por omisión, u ocultamiento intencional de una parte de la verdad. Una verdad a medias no es verdadera. Esa verdad a medias – eso no lo precisó Münkler – sirvió a Putin para fundamentar tres grandes mentiras.

La primera mentira dice que la guerra que hoy emprende Rusia en contra de Ucrania fue concebida para liberar a Ucrania de un gobierno fascista. La segunda, tanto o más grande que la otra, es que la Alemania de hoy continúa la tradición de la Alemania nazi al enviar tanques a Ucrania. Y la tercera, la más horrible de todas, es que la guerra de invasión que Putin ordenó en Ucrania, tiene un carácter defensivo. Citemos a Putin: «Hoy vemos, desgraciadamente que la ideología del nacional socialismo en su moderna configuración representa nuevamente una amenaza para la seguridad de nuestro país. Nuevamente hemos sido forzados a defendernos de la agresión del Occidente colectivo».

En su capacidad de mentir, Putin ha terminado por superar al mismo Hitler. Desde que invadió a Ucrania, en 2014, efectivamente, no ha parado de mentir.

Mintió Putin cuando calificó de fascista a la revolución del Maidán en 2013, hecho en el que participaron todos los partidos democráticos de la nación, así como miembros de todas las confesiones religiosas de Ucrania. Mintió cuando afirmó, sin ninguna fundamentación geográfica ni política, que Crimea, Sebastopol y los territorios del Donbás, pertenecen a Rusia. Mintió cuando firmó los documentos de Minsk en 2015. Mintió en su tramposo artículo del 2021 al escribir que por razones naturales y sanguíneas Ucrania era solo un territorio de Rusia. Mintió en febrero del 2022 cuando comunicó que los cien mil soldados estacionados en los límites con Ucrania realizaban solo ejercicios militares. Mintió al calificar de guerra defensiva su ataque a la población civil de Ucrania. Ha mentido negando el envenenamiento a disidentes (Navalny es solo uno de una larga fila). Ha mentido cuando presentó a la OTAN como amenaza a la integridad de Rusia, en el mismo periodo en que la OTAN se comprometía a no integrar a Ucrania. Y hoy vuelve a mentir al comparar a la democrática Alemania de nuestro tiempo, con la Alemania nazi de Hitler.

De acuerdo a la partitura de Hannah Arendt, Putin miente en todos los registros. Sus mentiras son racionales, es decir, concebidas de acuerdo a un objetivo, en este caso, construir una legitimación que sea útil a la guerra de invasión. Son también mentiras de opinión, pues no están sustentadas en ningún hecho. Y finalmente son mentiras de sustitución, ya que su objetivo es sustituir hechos por opiniones.

Al final solo queda una pregunta. ¿Creerá Putin en sus propias mentiras? Si no cree en ellas, solo queda pensar que estamos frente a un desalmado sin límites, la representación del mal radical tal como lo entendió Kant (el mal situado más allá de toda ley o norma). Si en cambio cree en sus propias mentiras, estamos frente a un psicópata que ha logrado zafarse de toda contención legal y moral, un ser enloquecido actuando sin ningún control, sin más objetivo que destruir las evidencias para sustituirlas por sus visiones. Probablemente, como suele ocurrir, las dos posibilidades no se excluyen entre sí. Ahí reside precisamente el gran peligro.

Putin, al destruir a la verdad, intenta destruir a la realidad. Una realidad que comienza pero no termina en Ucrania. Probablemente, la destrucción de la realidad, por él sistemáticamente emprendida, conducirá alguna vez la destrucción de su propia persona, como ocurrió con Hitler y en cierta medida con Stalin. Si va a ser así, solo cabe desear que ocurra pronto.

Referencias:

Hannah Arendt – Zwischen Vergangenheit und Zukunft, Piper, Munchen 2000

Hannah Arendt – Wahrheit und Lüge in der Politik, Piper, München 1987

Herfried Münkler – EL MITO DE LA BATALLA DE STALINGRADO (polisfmires.blogspot.com)

Fernando Mires – LAS TRES GRANDES MENTIRAS DEl PUTINISMO (polisfmires.blogspot.com)

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Ucrania: los cuatro bloques de la guerra

Fernando Mires

El occidente político apoya en líneas generales a la lucha de la resistencia ucraniana. Pero no todos los países que la apoyan siguen una sola línea. Hay diferencias inocultables. Tales diferencias tienen razones geográficas (no es lo mismo ser vecino de Ucrania que estar situado en otras regiones de Europa y del mundo), geoestratégicas y, por supuesto, ideológicas. Durante el curso de la guerra las diferencias se han ido ordenando en cuatro bloques: el de la UE que en general sigue una ruta franco-alemana, el de la mayoría de los países que limitan con Rusia, el de EE.UU. y los países que forman parte de su área de influencia, y el de los gobiernos antioccidentales de Occidente. Al análisis de estos cuatro bloques, y a las posibilidades de coordinación entre ellos, serán dedicadas las líneas de este texto.

1- El bloque de apoyo militar limitado

El bloque o sector hegemónico entre los que apoyan la causa ucraniana es el que, por el momento, por su poder económico y militar, juega un papel decisivo al interior de la Unión Europea. Su núcleo duro está formado por Alemania y Francia. En su torno giran la mayoría de las naciones de Europa Occidental. Núcleo que ha debido, por fuerza de las circunstancias, transformarse en eje militar, lugar para el que no estaba todavía preparado. De acuerdo a la postura predominante que ha mostrado en la ayuda militar a Ucrania podríamos denominarlo como un bloque de apoyo militar limitado, sobre todo si nos atenemos a la consigna principal, en diversas ocasiones formuladas por los mandatarios Macron y Scholz. Esa consigna es: «Ucrania no debe perder ni Rusia debe ganar». Si la traducimos al lenguaje práctico quiere decir: tanto la victoria como la derrota deben ser parciales y no totales.

Por de pronto hay que dejar en claro que el bloque de apoyo militar limitado comparte con el resto de Europa el rechazo absoluto a la invasión rusa comenzada el 24 de febrero del 2022. Está también de acuerdo en que la guerra iniciada por Putin corresponde a un proyecto de revanchismo histórico formulado por el mismo Putin, a saber, el de reconstituir el antiguo imperio zarista y estalinista bajo nuevas formas. Propósito que a la vez ha llevado a Putin a intentar revertir el orden político mundial surgido en 1989-1990. Coinciden con toda la UE y Gran Bretaña en que, con la invasión del 2022, Putin rompió con toda la legislación y acuerdos vigentes.

Por eso, el objetivo de la guerra, en la que participan enviando armas, busca hacer retroceder a Rusia a los límites establecidos hasta febrero del 2022, vale decir, hasta los estatuidos con la invasión a Crimea y la apropiación ilegal del territorio del Donbas. Esos límites geográficos determinarán también los límites de la guerra.

Francia y Alemania están de acuerdo en respetar esos límites y mantener la guerra bajo el primado de la política, lo que significa no intentar romper todos los puentes con Putin, propuesta con la que el dictador ruso parece estar de acuerdo. El trío telefonista (Putin, Macron, Scholz) no ha perdido la conexión.

En cierto modo, la idea central del “bloque de la guerra limitada” parece ser la de obtener sobre Rusia una victoria parcial que abra, en un momento determinado, un espacio negociador entre el gobierno ruso y la UE, sobre la base – no lo ha dicho nadie de modo explícito pero es un secreto a voces – de la concesión a Rusia de algunas zonas de Ucrania. Cuanto deberá reclamar Rusia para sí, y cuanto deberá corresponder a Ucrania, lo decidirá el curso de la guerra y de las negociaciones.

2-El bloque por la victoria definitiva

La idea de la guerra de objetivos limitados, patrocinada por o desde la UE, topa sin embargo, con dos oposiciones. La primera: la intransigencia del dictador ruso quien no piensa cejar hasta lograr sus objetivos, los que en el tiempo se agrandan de modo proporcional a la imposibilidad de seguir avanzando en Ucrania. La segunda: la posición de Ucrania y de los países más amenazados por la expansión rusa, entre ellos Polonia, Finlandia, los países bálticos, a los que se suma Inglaterra, políticamente más ligada a los EE.UU. que al resto de Europa y, sorpresivamente, Holanda. A ese segundo bloque lo llamaremos, el bloque por la victoria definitiva.

A diferencias del bloque anterior, el objetivo fundamental es derrotar inapelablemente a Rusia. Por eso la consigna central es: Ucrania debe ganar y Rusia debe perder. La diferencia entre el «no perder» del primer bloque y el «ganar» del segundo, es importante. Rusia, según este bloque, debe quedar militarmente inhabilitada para intentar a mediano o corto plazo otro acto de anexión a Ucrania o a otro país europeo lindante con Rusia. De ahí viene la exigencia permanente a los países europeos para que sean enviadas más y mejores armas que permitan no solo rechazar ataques sino realizar una defensa ofensiva en territorio ucraniano. Para eso y no para otra cosa, Ucrania requiere de los tanques Leopard 2 , Challenger y Abrams, y de los aviones F-16 europeos y americanos.

La posición del bloque de la victoria definitiva puede ser vista como ilusoria, pero en Ucrania parte del principio de realidad. Hay aquí una razón muy importante: Ucrania no es un país más en el conflicto, es el país que está poniendo los soldados, y en su verdad brutal, es el que está poniendo los muertos. Debido a esa razón, Zelenski y los suyos no aceptarán nunca que Ucrania sea una simple ficha puesta a jugar en tablero ajeno.

Pero además hay otra razón de peso. Ucrania no solo está luchando por Ucrania, sino por todos los países de Europa, y en primer lugar, por los más amenazados por el proyecto expansionista de Putin.

Los gobiernos que otorgan apoyo incondicional a Ucrania plantean exactamente lo mismo que Zelenski. Aducen que en caso de una paz pactada a espaldas de Ucrania, Putin y su mafia buscan ganar tiempo para rearmarse e iniciar de nuevo su ofensiva en contra de Ucrania y–o los países de Europa Central y del Este. El hecho de que Putin estará siempre dispuesto a irrespetar los acuerdos internacionales, ha sido muchas veces demostrado. Putin siempre está en guerra y la diplomacia para él es un instrumento de guerra. Sigue evidentemente a Sun Tzu: «el arte de la guerra se basa en el engaño». Por eso la victoria europea deberá ser –piensan los ucranianos y los gobiernos que les son más afines– definitiva, o no ser. ¿Qué significa en este caso definitiva?

En términos cronológicos, una victoria definitiva significa obligar a Rusia a que regrese no a 2022 (plan Macron-Scholz) sino a 2014. En términos espaciales, que retire sus milicias de todos los territorios ucranianos, incluyendo Crimea y el Donbas. Ucrania, ha dicho Zelenski, nunca podrá ser libre con enclaves rusos incrustados al interior de su cuerpo nacional.

En efecto, para el gobierno ucraniano, la invasión rusa comenzó no en el 2022 sino en el 2014. Desde esa fecha, afirman los ucranianos, ha habido resistencia y guerra en Ucrania. Febrero del 2022 habría significado solo el paso de una guerra de mediana a una de alta intensidad, pero no a una nueva guerra. Que los gobiernos occidentales no lo hayan visto así fue simplemente porque miraban hacia otro lado, obcecados como estaban en obtener gas y petróleo ruso a precios reducidos. La posición ucraniana y la del este de Europa a la que probablemente se sumará la de la República Checa después del triunfo electoral del general retirado Petr Pavel, cobra mayor fuerza si los ucranianos se sienten apoyados más allá de Europa, antes que nada por los EE.UU.

3-El bloque de ultramar

Hay coincidencias entre las posiciones que representan EE.UU., Canadá, Gran Bretaña y Japón (el bloque anti-Putin de ultramar) con las que defienden Ucrania y sus aliados europeos inmediatos. Pero esas posiciones no son idénticas. Por cierto, entre una victoria parcial, según Scholz y Macron y una victoria definitiva, según Zelenzki y sus aliados más cercanos, los EE.UU. y sus amigos elegirían sin titubear la segunda alternativa. Pero esto no quiere decir que bajo determinadas circunstancias no puedan acomodarse a una alternativa intermedia, esto es, a la de una victoria limitada o parcial. Lo único que ese bloque no puede aceptar, y bajo ninguna condición, es una victoria de Rusia. Para explicarnos mejor, podemos decir que el enfrentamiento con Rusia no termina para los EE.UU. en Rusia. El verdadero problema de los EE.UU. comienza en Rusia, pero sigue con China.

De acuerdo a la estrategia internacional norteamericana, China es el enemigo principal y Rusia el enemigo inmediato. Quiere decir, la confrontación con la Rusia de Putin es para los EE.UU. parte de una estrategia superior: la confrontación con China. En ese punto la política internacional de Biden no se diferencia de la de Trump.

China representa para los EE.UU. una amenaza doble: económica y militar. Los americanos están por cierto conscientes de que China es antes que nada una potencia económica en expansión permanente y en segundo lugar una potencia militar. Pero por eso mismo creen que China podría, bajo condiciones agudas, poner su potencial militar al servicio de su potencial económico. Ahora bien, para asegurar su lugar geopolítico en el mundo, China deberá construir en su torno un bloque de naciones aliadas, tanto o más grande que el que hegemonizan los EE.UU. Ese bloque incluiría a naciones del sudeste asiático, pero también reposaría sobre una alianza estratégica, política y militar con India, Irán, y sobre todo con Rusia.

Fue por eso que en los inicios de la guerra contra Ucrania, Xi Jinping apostó duro a favor de Rusia. Solo cuando vio que Rusia había quedado estancada en Ucrania, comenzó a recular. En cualquier caso, no ha enviado armas a Putin y ha reafirmado su negativa al uso de cualquier implemento nuclear. No obstante, la posibilidad de una alianza entre China y Rusia seguirá vigente hasta que Rusia pierda definitivamente la guerra. Para los EE.UU. esa alianza no debe consumarse jamás. Justamente por eso le es imperativo derrotar a Rusia y, de paso, convertirla en una nación militarmente debilitada.

Para EE.UU. está claro que, en caso de una victoria de Rusia en Ucrania, China volvería a insistir en su propósito de anexar Taiwán, algo que los EE.UU. no pueden aceptar. Cierto es que por derecho Taiwán pertenece a China (la existencia de «una sola China» ha sido ratificada en diferentes ocasiones por los gobiernos de EE.UU. desde los tiempos de Nixon) pero de hecho, pertenece a Occidente. Entre el derecho y el hecho, China ha actuado hasta ahora con prudencia, aceptando una situación ambigua la que, por ahora, conviene a China y a los EE.UU. Pues bien, en el caso de que EE.UU. aparezca como un derrotado y Putin logre erigirse victorioso, la ambigüedad en torno a Taiwán terminará y los EE.UU. deberán enfrentarse al que Biden llama «bloque autocrático mundial» bajo la conducción de China.

Alemania y Francia, vale decir, el eje del núcleo de la UE, parecen compartir la tesis norteamericana de que China es un potencial peligro antioccidental. Hay que anotar, empero, una diferencia. Mientras los EE.UU. han decidido practicar una política de amedrentamiento contra China, Francia, y sobre todo, Alemania, han optado por la política del «poder suave», para usar el concepto que popularizara Joseph Nye.

Lejos de distanciarse de China, Scholz ha decidido mantener una amable diplomacia con la gran potencia asiática, intensificando relaciones comerciales, aunque cuidando no caer en una dependencia estratégica como en la que cayó Alemania con Rusia. En ese marco se explica también su viaje a Latinoamérica donde consiguió al menos desactivar en parte el putinismo ideológico de Lula y abrir un espacio para que el líder brasileño expusiera su idea de un “club de la paz” que incluiría a China, India y Brasil. Si los EE.UU. actúan frente a China como “el policía malo” y Alemania (o Francia) como “el policía bueno”, o si se trata de diferencias estratégicas entre los EE.UU. y una parte de Europa Occidental, solo lo sabremos después.

Para emplear una expresión cara a Mao Zedong, en el Occidente político hay, en relación con Ucrania, diferencias pero no antagonismos. En cualquier caso, menores a los que desearía Putin. Si estas diferencias desaparecerán o se agrandarán, dependerá en primera línea del curso de la guerra en Ucrania. Nada está escrito sobre piedras.

4-El bloque antioccidental de occidente

Putin, hay que martillar sobre este punto, no está internacionalmente aislado. Cuenta con aliados atómicos, entre ellos Irán y la India. China, si los EE.UU. continúan provocándola, puede acercarse más a Rusia. América Latina está penetrada económicamente más por China que por los EE.UU. y es evidente que la ocurrencia de Lula relativa al “club de la paz”, es más de marca china que brasilera. Más aún: Rusia cuenta, sobre todo en Europa, con aliados políticos, tanto de ultraderecha como de izquierda. El lepenismo y el melencholismo, ambas formaciones putinistas, tienen acorralado a Macron en Francia. La socialdemocracia alemana ha sido corroída desde hace tiempo por la Rusia de Putin, y algunas declaraciones de Scholz han sido aplaudidas en el parlamento por la ultraizquierda y por la ultraderecha alemana. El nacional-populismo ha logrado disfrazarse de pacifismo en Europa.

Además, Putin cuenta con países aliados en los propios interiores del occidente político. La Hungría de Orban, la Turquía de Erdogan, y en cierta medida la Serbia de Vucic. comparten los mismos ideales políticos de Putin: antioccidentalismo cultural, oposición a la UE, negación radical del liberalismo político (no del económico), defensa irrestricta de valores conservadores (orden, patria, familia y estado), persecución a los disidentes sexuales, y en el caso de Hungría y Turquía, integración de las religiones al poder, sean estas católicas, ortodoxas o islámicas. Hungría ya es objetivamente una ficha de Putin en la UE, así como Turquía lo es con frecuencia en la OTAN.

El nuevo orden internacional propuesto por Putin debe surgir, de acuerdo a la racionalidad de este bloque, de un levantamiento global en contra del occidente perverso, disoluto y decadente. Con relación a la invasión a Ucrania, los gobernantes de los países mencionados mantienen la tesis de que Putin solo ha respondido, herido en su orgullo nacional, a la creciente ampliación de la OTAN. Esa, que originariamente fue la tesis de Orban, es hoy compartida por todas las derechas e izquierdas extremas de Europa.

El fenómeno por cierto, no es nuevo. Recordemos que la avanzada de Hitler sobre Europa contó con el apoyo de partidos fascistas al interior de los países europeos y la expansión de Stalin con la presencia erosiva de los partidos comunistas. Putin – lo dejó muy claro en su discurso de Stalingrado (02.02.2023) – ha logrado unir ambas dimensiones, la fascista y la comunista. La guerra que estamos viviendo no solo es militar, también es ideológica. En esa larga y cruenta guerra, la de Ucrania será probablemente una más.

5-Una reflexión final

El Occidente político está dividido y no hay que ocultarlo pues la división, cuando es política, no es necesariamente un signo de debilidad. Por el contrario. La condición natural de la política es la división. Esto vale a nivel nacional como internacional. Nadie puede pedir a las naciones democráticas aliadas en contra de Rusia que pospongan sus intereses nacionales en aras de la unidad. Una alianza fuerte no se basa en la unidad a todo precio, sino más bien en la coordinación y aceptación de las diferencias.

Los intereses de Europa occidental no pueden ser exactamente los mismos que los de Europa del este. De igual modo, los intereses de Europa no pueden ser los mismos de los EE.UU. En ese sentido no existe una posición verdadera y una falsa ante la guerra de Putin. Por el contrario: la formación de bloques político-militares no solo es inevitable sino, además, necesaria. Podemos decir que son las formas mediante las cuales son ordenadas las contradicciones. Lo que sí importa es que los distintos bloques logren adecuar sus diferencias en torno a denominadores comunes. Y hasta ahora, ha sido así. Occidente ha logrado una unidad básica, una que solo es posible que surja a través de las deliberaciones al interior de las instituciones creadas para debatir. Ahí reside precisamente la ventaja occidental: la democracia, practicada hacia el interior como hacia el exterior de sus naciones.

La paradoja de esta historia es que Putin, con su proyecto definido por él mismo como antioccidental, ha terminado por hacer renacer políticamente a Occidente, dando sentido a un «nosotros internacional» que antes no existía. Con mucha razón, en la cumbre de la UE en Kiev, dijo Ursula von der Leyen: «Ucrania es uno de los nuestros»

Quiso decir: Ucrania es un país europeo y occidental en forma. No es un paraíso, por cierto. Tampoco una unidad armónica y perfecta. Occidente puede ser tan errático y tan corrupto como Oriente. Pero hay una posibilidad que explica por qué millones de personas no occidentales quisieran vivir como se vive en Occidente; y esa es la posibilidad de disentir, o sea, la libertad de pensar y de hablar. No es poco. Nadie puede pensar sin disentir, aunque sea con uno mismo.

Y solo pensando, somos humanos. Justamente por eso Putin quiere destruir a Ucrania. La presencia de una Ucrania soberana y autónoma, pero sobre todo democrática, puede ser muy peligrosa para una autocracia sin disidencias, como la que quiere construir Putin en Rusia.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Hitler y Putin

Fernando Mires

Todas las analogías son ahistóricas. Ni la historia se repite, ni los personajes históricos son reproducidos con papel de calco. Otra cosa son las comparaciones y los paralelos, procedimientos a los que es lícito recurrir desde un punto de vista historiográfico. Naturalmente, Putin no es Hitler, aunque podemos compararlos y encontrar semejanzas y diferencias, así como también podemos hacerlo con Putin y Stalin, o Putin y Pedro el Grande, con quien se ha comparado el propio dictador ruso.

En su artículo precisamente titulado «Putin y Hitler», Manuel Castells, uno de los sociólogos de referencias de la izquierda española (Podemos y algunas fracciones del PSOE) llama «halcones» (concepto usado en los EE UU para referirse a sectores belicistas) a quienes han logrado acuerdos para enfrentar la avanzada de Putin en Ucrania. Con ello imagina tal vez situarse en la fracción de «las palomas» (moderados, en el léxico estadounidense). Pero el problema no es tan simple. Ni todos los que creen en la política de apoyo militar a Ucrania son halcones, ni todos los que creen en la política de la negociación son palomas.

Muchos pensamos que hay que buscar negociaciones entre las partes beligerantes. Pero también sabemos que el principal enemigo de las negociaciones es Putin, pues como constata el mismo Castells «Putin no va a cejar hasta ocupar la parte de Ucrania que define como rusa» (o sea toda Ucrania, según su ensayo del 2021). De ahí que el problema correctamente planteado es cómo llevar a Putin a la mesa de negociaciones, algo que no nos dice Castells.

Partamos de una premisa: mientras Putin tenga poder de fuego, no irá a negociaciones. La experiencia, por lo menos hasta ahora, muestra que Putin no va a aceptar negociar donde pueda perder (y en toda negociación los negociantes deben perder algo). Putin solo aceptará su victoria total. Visto en sentido inverso, Putin solo aceptará negociar cuando entienda que no puede ganar. Conclusión a la que no va a llegar mediante un ejercicio intelectual. De tal modo que hay que obligarlo a negociar. Bien, ese es el objetivo de esta guerra para el campo democrático occidental (halcones, según Castells)

La guerra misma es una negociación. Cada centímetro conquistado es un argumento en contra o a favor de Putin. Nadie piensa que la guerra se lleva a cabo para matar más enemigos sino para acercarse a una condición de negociación aceptable para ambas partes, no solo para una. Si fuera para una, hablaríamos de capitulación. Pues bien, eso lo que propone Castells.

A fin de convencernos, Castells usa dos premisas que a la vez son las mismas de Putin. La primera, es que en Rusia impera un sentimiento de humillación que debe ser compensado. Falso. Putin se siente humillado, pero no así la ciudadanía rusa. Para que los rusos se sintieran humillados deberíamos aceptar que el fin de la Rusia comunista fue obra de la OTAN, la que jamás movió un dedo para apoyar a las fuerzas democráticas insurgentes en Rusia (ni en Hungría de 1956, ni en Checoeslovaquia en 1968, ni en Polonia en los setenta) La caída de los sistemas comunistas fue obra de los ciudadanos del mundo comunista, no de una potencia extranjera.

Por lo demás, no fue solo la humillación derivada del Tratado de Versalles lo que determinó el ascenso de Hitler. Si Hitler llegó al poder fue en primer lugar por el miedo que sentía la población alemana frente al avance del comunismo, de la impotencia política de la república de Weimar y de la inflación desatada desde la crisis de 1929. Hitler enriqueció a Alemania. Eso explica por qué Hitler fue adorado por los alemanes como un mesías. Cosa que no ocurre con Putin, quien está empobreciendo a Rusia. Si los rusos lo vieran como un redentor histórico que va a poner fin a una humillación y luego enriquecer al país, Putin sería tan amado como Hitler. Pero Putin solo inspira miedo, o terror, pero no amor.

La segunda premisa es que Putin puede usar en algún momento los dispositivos nucleares. Y claro, es una posibilidad latente. Por eso el campo democrático usa medios para evitar un desenlace atómico sin tener que entregar Ucrania a Putin, como propone Castells. La no intervención directa de OTAN es un medio. Otro, es la diplomacia internacional, y uno de sus objetivos es lograr que China no se convierta en aliado militar de Rusia, lo que hasta ahora se ha logrado. Alemania, Francia y otros países europeos han intensificado alianzas económicas con China a un nivel incluso más alto que el que prevalecía antes de la invasión rusa.

Cambiar paz por territorio como propone brutalmente Castells, es suponer que Putin lucha por más territorio (no es lo que le interesa, aduce el mismo Castells) y no por la soberanía de Ucrania. En otras palabras, la de Castells no es una propuesta de negociación. Es una, reiteramos, de pura y simple capitulación.

Naturalmente, capitular es también una opción política y al serlo no debe ser descartada. Pero como toda opción, requiere de determinadas condiciones. La primera, que sea el gobierno ucraniano en conjunto con los gobiernos de Europa central y del este – los que en caso de capitulación son los que se verían más afectados frente a posibles nuevos avances de Putin – quienes acepten una capitulación. Sin ese procedimiento, la OTAN y la UE serían dividas en dos partes antagónicas, y eso es lo que más quisiera Putin.

La segunda condición es que el resultado de esa capitulación no sea acercarnos a una nueva guerra. Algo muy importante de tener en cuenta. Pues una capitulación llevaría al desconocimiento de todos los acuerdos y tratados internacionales, de las propias Naciones Unidas, y a una incitación a todos los poderes mundiales antidemocráticos del mundo a seguir el ejemplo de la Rusia triunfante.

Una capitulación, dicho en breve, no traería consigo ninguna promesa de paz. Lo más probable es que al día siguiente Rusia haría lo posible para hacerse de Moldavia y Georgia. Los países bálticos, más Finlandia y Polonia exigirían, y con razón, concentrar todos los dispositivos militares, incluyendo nucleares, en sus cercanías. La OTAN, o por lo menos una parte de ella, se vería presionada a intervenir directamente. En breve, una capitulación nos acercaría mucho más a la guerra nuclear en lugar de distanciarnos de ella. Pensar lo contrario sería confiarnos en las palabras de Putin. Y eso, la historia reciente lo ha demostrado, es lo que menos se puede hacer.

Y no por último, ¿con quién propone Castells llevar a cabo negociaciones que conduzcan a la capitulación? Cualquiera que entienda un poco de política internacional sabe que el bando occidental, justamente por ser democrático, no es monolítico. En los países escandinavos e Inglaterra no se piensa lo mismo que en Francia o Alemania, en Polonia no se piensa lo mismo que en Hungría, en Europa no se piensa lo mismo que en los EE UU. Turquía y Hungría están incluso más cerca de Putin que de la UE y de la OTAN. Eso significa que cualquiera proposición de capitulación llevaría a una división de las filas occidentales (el logro más alto alcanzado hasta ahora por Occidente) y por lo mismo a una nueva tentación expansionista de Rusia. ¿Es eso lo que busca Castells?

Por lo demás Occidente ya capituló una vez. La guerra que inició Putin en Ucrania en el 2014 y su apoderamiento violento de Crimea y de los territorios del Donbas, no le trajo, aparte de mínimas sanciones que no se materializaron, ningún problema con EE UU y menos con la UE. Justamente, fueron la impavidez de Occidente y la consecuente negación a que Ucrania ingresara a la OTAN, hechos que alentaron las expectativas de Putin. 2014 abriría el camino para el 2022.

Según Castells, estamos en Munich de 1938, cuando los aliados buscaron apaciguar a Hitler a espaldas de Checoeslovaquia. Pero evidentemente no es así: no estamos en Munich de 1938. No obstante, proposiciones de Castells, tendientes a repartir Ucrania a espaldas de Ucrania, sí llevarían a repetir el triste episodio de Munich de 1938. Y bien, precisamente eso es lo que hay que evitar. Un Putin vencedor es mucho más peligroso que uno perdedor. Quizás eso es lo único que une a Putin con Hitler.

Los aliados europeos tuvieron que vencer su antinorteamericanismo para lograr la unidad mundial frente a Hitler. Hoy la unidad ha sido lograda contra Putin, pero Castells y sus derechistas izquierdas quieren desvirtuarla en nombre de ese mismo antinorteamericanismo que en el pasado dejó a Europa, durante un tiempo, desamparada frente a Hitler.

La historia demostró, lamentablemente, que Chamberlain, no tenía razón.

El artículo de Manuel Castells puede ser leído en Manuel Castells – PUTIN Y HITLER (polisfmires.blogspot.com)

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

El nuevo espíritu reaccionario

Fernando Mires

Podemos utilizar el concepto «reaccionario» en dos sentidos. En sentido usual o en sentido literal. En sentido literal, reaccionario es alguien que acciona frente a una determinada realidad percibida como negativa o peligrosa. En sentido usual, el concepto reaccionario aparece como antípoda del concepto «revolucionario» y generalmente toma las formas de una protesta social y políticamente organizada. En este artículo nos referiremos a ambas actitudes: como reacción frente a un hecho o fenómeno determinado y como antípoda de la revolución. Para mejor diferenciarlas llamaremos a las primeras, reacciones reactivas y a las segundas; reacciones reaccionarias.

La revolución que nadie soñó

La segunda reacción, la contrarrevolucionaria, supone la previa existencia de una revolución. Y revolución es un cambio profundo en los órdenes que forman parte de una existencia colectiva. Fue esa perspectiva la que me llevó hace varios años, con ocasión de cambios observables en diversos campos de la vida occidental, a escribir un libro bajo el título La Revolución que nadie soñó. En ese libro me refería a cambios históricos, entre ellos a la sustitución del modo de producción industrial por el modo de producción digital, impulsor de esa otra transformación que llevaría a la globalización de los mercados. Sobre esa plataforma hicieron su puesta en escena los movimientos ambientalistas y las corrientes identitarias, indigenistas, religiosas y sobre todo de género, llevando estas últimas a rupturas radicales en las relaciones intersexuales.

No por último me referí en el mencionado texto a la revolución político-democrática que determinó la caída de tres tipos de dictaduras: las militar-integristas de España, Portugal y Grecia, las militares pretorianas del cono sur latinoamericano y, por supuesto, la gran revolución política que llevaría a la ruina del mundo comunista a partir de 1989-1990. El ideal de la república democrática parlamentaria parecía haberse impuesto a nivel global por sobre el ideal de la república autoritaria y-o dictatorial.

Finalizaba el mencionado libro con un intento de analizar una transformación –según mi opinión, determinante– a la que llamé «revolución paradigmática» cuyo objetivo fue caracterizar a transformaciones en los estilos de pensamiento, en los modos de percibir la realidad, en fin, en todo eso que Hegel llamó “espíritu del tiempo” (Zeitgeist). Lo que no escribí –aunque sí lo pensé– es que no hay revolución sin contrarrevolución. Debí haberlo hecho: la existencia de una contrarrevolución es la prueba fáctica de que ha habido una revolución.

Pienso en el pasado reciente, observo el presente que nos acosa, y presiento, como otras veces ha sucedido, que la historia no se repite, aunque avanza o retrocede de acuerdo a ritmos imposibles de ser previstos. Así pensado, no solo las revoluciones, también las contrarrevoluciones configuran el carácter político de las naciones. Cada nación es tributaria de su propia historia.

No podemos olvidar por ejemplo que la Europa de nuestros días tiene dos madres religiosas: la reforma y la contrarreforma, así como también dos madres políticas: la Revolución Francesa y la Santa Alianza. No podemos olvidar tampoco que la revolución industrial trajo consigo al movimiento obrero y que sobre su existencia fue montada la idea del futuro socialista, el que para muchos occidentales tomó forma inicial en la despótica pero «objetivamente necesaria» URSS de Stalin. Pues bien, contra el socialismo o comunismo, surgió el anticomunismo, cuya forma más exacerbada, digamos, su engendro monstruoso, fue la aparición del fascismo europeo. Como señaló el historiador alemán Ernst Nolte, el nazismo irrumpió como producto del miedo frente al avance de la URSS. Un miedo justificado, por lo demás.

El sueño húmedo de Stalin era construir un imperio ruso en nombre de un comunismo europeo dirigido por la URSS. En contra de esa distopía convertida en realidad, apareció primero una reacción reactiva (incluso al interior de los partidos socialistas y o socialdemócratas) y después una reacción definitivamente reaccionaria: El anticomunismo, independizado del comunismo, como legitimación ideológica de diversos regímenes dictatoriales. Así se explica por qué, aunque el comunismo ya no existe, el anticomunismo lo ha sobrevivido como ideología.

Pues bien, esa intuición relativa a que «la revolución que nadie soñó” podría traer consigo una “contrarrevolución que nadie imaginó”, es hoy realidad . Tenía razón Samuel Huntington con su «teoría de las olas». Desde fines del siglo XX hasta aproximadamente el primer decenio del XXI, estamos asistiendo al avance tormentoso de una ola contrarrevolucionaria: una contrarrevolución antidemocrática que avanza a pasos agigantados desde Europa hacia el resto del mundo. Ese también es el trasfondo de la guerra de Rusia a Ucrania. Como hemos escrito en otras ocasiones, la Rusia de Putin ha logrado convertirse en la vanguardia militar de casi todas las autocracias y dictaduras del mundo.

La ola contrarrevolucionaria

La ola contrarrevolucionaria comenzó a tomar forma visible a partir del surgimiento de los así llamados partidos nacional-populistas europeos. Para muchos, una repetición caricaturizada del fascismo originario. Para otros, entre ellos me cuento, una respuesta casi lógica a las transformaciones que estaban teniendo lugar, principalmente en Europa.

Los partidos mencionados, siguiendo el ejemplo del Frente Nacional de los Le Pen, se sirvieron en un principio de los excesos de los fenómenos revolucionarios aparecidos en la postrimeras del siglo XX. La sustitución del modo de producción industrial por el modo de producción digital trajo consigo la extinción de la antigua «clase obrera» (el Adiós al Proletariado, según André Gorz), la que fue reducida a una masa de fuerte composición migratoria, con precarias organizaciones laborales y sin representaciones políticas organizadas. Precisamente la carne de cañón que necesitaba el nacional populismo emergente para generar la alianza maligna que constatara Hannah Arendt en el fenómeno nazi: la alianza entre las élites y la chusma.

Los movimientos ambientalistas, bajo esas condiciones, fueron y son rechazados por los trabajadores urbanos y agrarios como agentes impulsores de formas de producción ahorrativas de fuerza de trabajo y, por supuesto, por los empresarios tradicionales, principalmente los vinculados a la producción agraria. A su vez, los excesos exhibicionistas de los movimientos de género están siendo percibidos, primero de un modo reactivo, después de un modo reaccionario, como una afrenta escandalosa a la tradición, al orden, a la patria y, sobre todo, a la familia.

La oposición radical al aborto, al matrimonio igualitario, al transexualismo, ha sido convertida en bandera de los movimientos nacional-populistas. Frente a la globalización de los mercados y las olas migratorias que de ahí provienen, ha aparecido un nuevo nacionalismo, si no fascista, con connotaciones fascistoides. En países como Hungría, Polonia, Turquía, Serbia, Italia, y probablemente Croacia, ya son gobiernos.

El movimiento trumpista (con o sin Trump) y sus secuelas sureñas, el bolsonarismo en Brasil y el buckelismo en El Salvador (nadie sabe lo que podrá suceder en Argentina) son partes de esa ola contrarrevolucionaria de carácter mundial, o si se prefiere, global.

Antiguas dicotomías políticas, entre ellas la principal, la de izquierda-derecha, no nos sirven demasiado para analizar los nuevos escenarios, toda vez que las llamada derechas reivindican hoy gran parte de las tradiciones obreras (patriarcales, autoritarias) y sectores de izquierda (Podemos, Insumisos, y la autoritaria izquierda latinoamericana) apoyan incluso, en nombre de un oxidado antimperialismo, a dictaduras que reivindican valores de la ultraderecha, entre ellos los que representan las dictaduras de Rusia y de Irán (religiosos, nacionalistas, patriarcales).

Putinismo y trumpismo

Mi tesis: El nuevo pensamiento reaccionario ha tomado dos formas principales. Una antioccidental, y otra interoccidental. Para decirlo de modo simple, la antioccidental está encabezada por la Rusia de Putin y la interoccidental por el movimiento que en los Estados Unidos lidera Donald Trump. En torno a esos dos ejes rotan diversos movimientos en diferentes países del globo. A primera vista los dos parecen ser muy distintos entre sí, pero, analizados con más atención, podemos ver que sus equivalencias son innegables.

* Putin representa un regreso al pasado, a la era de los imperios nacionales. Trump busca regresar con su América First, a aquel periodo donde Estados Unidos impuso un imperio indiscutible sobre la economía mundial.

* Putin es partidario de un nacionalismo militar y territorial. Trump es partidario de un nacionalismo económico. Ambos son enemigos de la globalización a la que consideran un atentado a las soberanías nacionales. Por eso son abiertos enemigos de la Europa moderna.

* Según Putin, Europa y la OTAN han robado a Rusia las naciones que “por derecho natural” le pertenecían. Según Trump, la Europa decadente y burocrática ha entregado su soberanía económica a China y convertido a los EE.UU. en un rehén de la UE.

* Para Putin, los movimientos ecológicos y ambientalistas atentan contra la economía rusa basada en la exportación de productos primarios. Para Trump no existe deterioro del medio ambiente ni cambio climático. Los dos líderes son en ese punto, radicales negacionistas.

* De acuerdo al ideario de Putin, los movimientos de emancipación sexual deterioran la integridad del orden social basado en la familia patriarcal. Trump es seguido sin condiciones por sectores que se plantean en contra de las libertades sexuales, de la familia tradicional, del matrimonio igualitario.

* Putin es apoyado por la ultraconservadora iglesia ortodoxa. Trump por la mayoría de las sectas conservadoras cristianas.

* En materias políticas, ambos son asesorados por ideólogos partidarios de la democracia directa, basada en el «principio del caudillo», y en contraposición a la democracia parlamentaria. La Duma, el parlamento, es en Rusia la oficina notarial que da forma legal a las ordenes que imparte Putin. La toma del Capitolio, es decir, la agresión al templo de la democracia liberal, seguido después por el clon brasileño, muestra el desprecio a la forma parlamentaria que sienten Trump y los suyos.

En suma, ambos hombres, el presidente dictador y el expresidente populista, son figuras señeras de la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo. De este modo no puede extrañar que dos de sus equivalentes europeos, el húngaro Viktor Orban y la francesa Marine Le Pen, sean fervientes admiradores de Putin y de Trump a la vez. Por cierto, Putin y Trump no son idénticos. Pero la diferencia no reside en sus personas, sino en el lugar donde habitan. Mientras Putin es dictador de una nación sin tradición democrática, Trump es el jefe de la oposición de una nación que es la madre de la democracia moderna. Diferencia que seguirá haciéndose sentir. Los dos son enemigos del Occidente político. Pero mientras Putin es un enemigo antioccidental, Trump es un enemigo interoccidental.

¿Y China? China es otra historia. En cierto modo es otro planeta dentro de nuestro planeta. La historia de Rusia está ligada por vecindad y cultura a la de Europa. La historia de los Estados Unidos proviene de Europa. Probablemente desde la perspectiva de Xi Jinping, como antes desde la de Mao, los conflictos que viven los EE. UU., Europa y Rusia, tienen lugar en un barrio lejano al de China.

China, ese fue el veredicto de Kissinger, no se inmiscuirá en los conflictos interoccidentales (para China, Rusia también es Occidente) a menos que sus intereses, los económicos en primer lugar, así lo exijan. O que el virus democrático se convierta en una pandemia que avance hacia los que considera sus reductos (Taiwan, por ejemplo). En otras palabras, el espíritu del tiempo, hoy más reaccionario que revolucionario, es exquisitamente occidental. China tiene sus propios espíritus.

Los emisarios del espíritu

Hegel distinguía de modo platónico tres dimensiones (o formas de ser) del espíritu universal. El espíritu absoluto, el espíritu objetivo y el espíritu subjetivo. Sobre el espíritu absoluto no podemos decir nada, está más allá de la historia y más cerca del infinito. Es un territorio reservado a los teólogos y a los santos. El espíritu objetivo a su vez es lo que simplemente sucede y está dado, sin pasar por evaluaciones. El espíritu subjetivo es el “cómo” percibimos lo que sucede.

De acuerdo a esa subjetividad, muchas veces expresada en lo que piensan las élites, vale decir, los que hacen del pensamiento una profesión, prima la impresión de que hoy, el espíritu del tiempo en su dimensión subjetiva es, si no reaccionario, por lo menos reactivo. En eso pensaba después de haber dedicado una parte de mi tiempo a leer el largo diálogo mantenido por dos dilectos representantes de la cultura francesa, publicado en la revista Front Populaire.

No fue un debate, más bien una amistosa conversación. Dos personajes cultos, bien informados, ocurrentes y, sobre todo, transversales, es decir, no seguidores ni de una escuela, ni de una ideología, ni de un partido: Michel Houellebecq, escritor y Michel Onfray, filósofo. Fue, como esperaba, un elegante diálogo entre dos intelectuales de tomo y lomo.

Hablaron de esto y de lo otro, aunque todo enmarcado en el ya viejo tema de la «decadencia de Occidente». Un tema que existe desde que Occidente existe, hecho que me ha llevado a pensar en que la forma natural que tiene Occidente para existir, es su decadencia.

Más superficial, y tal vez por lo mismo más brillante, Houellevecq cree haber descubierto a la demografía como explicación de la decadencia occidental. Digamos más claro: de las migraciones, sobre todo de las islámicas, hacia Occidente. De modo que Occidente está perdiendo su personalidad cultural cristiana, la que le dio forma originaria. En esa dirección hablaron de la tecnología, de la americanización de Europa, de un concepto inextricable de Onfray llamado «transhumanismo». Tuvieron algunos desacuerdos en el tema de la eutanasia, a la que ambos terminaron por aceptar bajo determinadas condiciones. También hablaron de la «idea de la muerte», y, por cierto, del tema en el que en más concordaron: el de la cultura occidental (o de lo que ellos entienden por tal) en peligro de desaparecer.

Pero sobre todo, Houllebeck y Onfray hablaron en contra de la homogenización de Europa y del papel nefasto que según ellos juega la Unión Europea. Hasta que llegaron al tema de Rusia, al que luego abandonaron, descubriendo tal vez que se estaban metiendo en un brete peligroso del que sería difícil salir. Al menos Onfray no siguió a Houellevecq cuando este dijo entender a la Rusia de Putin cuando defiende su identidad cultural en contra de Europa, aunque no comparta los medios criminales utilizados en contra de Ucrania.

Todo lo que además hablaron, era conocido de antemano: aversión a la migración incontrolada, las incompatibilidades entre las culturas islámicas y las occidentales, el complejo de culpa del ser occidental cuando acepta en otras casas delitos que no acepta en las suyas, las hipocresías de algunas feministas cuando callan frente al patriarcalismo musulmán en nombre de un izquierdismo que ya no existe. En fin, de lo que en cualquiera cafetería o cantina hablan, quizás con modos menos cultivados, una gran mayoría de franceses (lo de mayoría está demoscópicamente comprobado por la alta votación que alcanzan el melenchonismo y el lepenismo). Pues bien, en todo lo que hablaron, lo que quedó más claro, además del alto nivel cultural, fue el bajísimo nivel político de ambos pensadores.

Para ambos el problema existencial de Francia y de Europa es de índole predominantemente cultural. Para ambos, además, la cultura, en su forma de religión o de tradición, comienza y termina en sí misma. El hecho de que en su invasión a Ucrania, Putin hubiera puesto en primer lugar sus motivaciones culturales en contra de Occidente por sobre toda ley, por sobre todo acuerdo internacional, por sobre toda institución, los tiene sin cuidado. Ni por asomo llegaron a pensar que las diferencias entre los diversos grupos que habitan una nación nunca podrán ser resueltas por medios culturales sino por una instancia inventada por los occidentales. Esa instancia se llama la política. Sobre todo, la política parlamentaria, a la que no dedicaron una sola palabra.

Sin embargo, la frase que provocó escándalo en esa conversación, cuyo final fue borrado con autorización de su autor, Houellevecq, fue su opinión sobre la población islámica en Francia. Dijo Houellevecq «yo no quiero que se asimilen. Solo quiero que dejen de robarnos y agredirnos».

Ahora bien, ahí yo no veo razón para escandalizarse. Ninguna persona debe ser asimilada, pues la asimilación significa obligar a alguien a renunciar a su identidad, sea esta cultural, social o política, y eso es profundamente antidemocrático. Tampoco nadie quiere que en un país las masas migratorias agredan, roben, violen. Pero para que eso no ocurra las leyes nos dan derechos pero también exigen obligaciones a las que debemos someternos todos los habitantes (no solo ciudadanos) de una nación, independientemente de nuestras creencias, tradiciones o valores.

¿Costaba mucho decir eso tan simple a Houellevecq? ¿Por qué no lo dijo así o de un modo parecido? La razón puede ser una: Houellebecq y Onfray son radicalmente culturalistas, como son los putinistas cuando ponen a los derechos «naturales» de un país por sobre toda la legislación internacional, como son los islamistas de Irán cuando ponen a la voz de Dios representada en sus crueles sacerdotes, por sobre la Constitución y sus leyes.

Houellebeck y Onfray, en fin, no solo hablaron por ellos. Esa fue mi impresión. De una manera u otra se hicieron eco de un nuevo espíritu reaccionario, uno que en Francia al menos, amenaza ser hegemónico.

Cuando la gente conversa y discute, sean vecinos comunes y corrientes, profesionales, artistas o intelectuales, no son solo ellos los que discuten. De eso estoy profundamente convencido: No somos tan soberanos ni autónomos como creemos serlo. Aunque no lo queramos, somos emisarios no oficiales del espíritu que predomina en cada tiempo. En ese punto creo que tenía razón Hegel. Y bien, el espíritu de nuestro tiempo –ese es el problema– no solo no es hoy democrático, es además radicalmente antidemocrático y, por lo mismo, antipolítico.

Houellebecq y Onfray no son reaccionarios en el sentido usual del término. Son dos personas que reaccionan, como cualquiera de nosotros al, por Freud detectado, «malestar en la cultura». Los reaccionarios vienen después. Son los que convierten las reacciones de cada uno en sistemas de representaciones ideológicas.

Efectivamente, una cultura sin política solo produce malestar. Los reaccionarios son los que politizan ese malestar. De ahí que, en el predominio del espíritu reaccionario que asola nuestro presente, podemos ver la oscura profundidad de una crisis política, una que cruza a Occidente de punta a punta. Ahí, en esas profundidades, moran los putinismos, los trumpismos, los islamismos e, incluso, opiniones extremas – a veces lindantes con la paranoia– como fueron algunas de las emitidas por Houellebecq y Onfray. Y quién sabe cuánto más.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Combatir y/o negociar

Fernando Mires

No desde una biblioteca, sino desde su experiencia, Condoleezza Rice, ex secretaria de estado norteamericana, ha puesto en un breve artículo los puntos en donde corresponde: en las razones, el curso y desenlace de la guerra desatada por Putin a través de la invasión a Ucrania. Parte de una premisa elemental: en una guerra la derrota no es una opción. El tema entonces es dilucidar que significa una derrota para cada una de las partes, y eso nos lleva a pensar en los objetivos de cada actor en una guerra.

Los cuatro jinetes de la guerra

En contra de los representantes de la escuela «realista» norteamericana, quienes han provisto de argumentos a Putin al hacer aparecer la invasión como una guerra defensiva (frente a la «expansión de la OTAN»), para Rice está claro que esa guerra no declarada por Putin no persigue otro propósito que restablecer los límites de la antigua Rusia imperial, sea en su forma zarista, sea en su forma estalinista. Frente a ese proyecto, la derrota no puede ser, ni para los Estados Unidos ni para el occidente político, una opción. ¿Por qué no puede serlo? Aquí no podemos responder sin atender a las razones de las cuatro fuerzas en contienda: Rusia, Ucrania, la UE y los EE UU.

Sobre Rusia ya está dicho: como observó el canciller alemán Scholz, la intención del dictador ruso es mover el reloj hacia antes de 1989, vale decir, restaurar el imperio, con algunas leves modificaciones. Intención que por lo demás ha dado a conocer el mismo Putin. «Sin Ucrania no hay imperio ruso», dice Rice citando a Zbigniew Brzinnski. La Rusia que imagina Putin podría prescindir de las naciones caucásicas, de las bálticas, e incluso de Bielorrusia, pero de Ucrania, no. Cito: «Para Putin la derrota no es una opción. No puede ceder a Ucrania las cuatro provincias orientales que ha declarado parte de Rusia. Si no puede tener éxito militar este año, debe mantener el control de las posiciones en el este y sur de Ucrania que brindan futuros puntos de partida para ofensivas renovadas para tomar el resto de la costa del Mar Negro de Ucrania, controlar toda la región del Donbas y luego avanzar hacia el oeste. Ocho años separaron lo toma de Crimea por parte de Rusia y su invasión hace casi un año». Putin, agrega Rice, es un imperialista con paciencia. Y cree –es su opinión central– que el tiempo está jugando a su favor.

Ucrania, por su parte, no puede sino hacer lo contrario: resistir hasta el final. Por eso los cálculos de Henry Kissinger acerca de que habría que ceder unos kilómetros cuadrados a Rusia fueron recibidos en Kiev como un agravio. Y con razón. Si alguien asalta tu casa y tú pides ayuda a tus amigos, y uno de ellos te contesta que debes cederle un par de habitaciones, corriendo el riesgo de que mañana te quite otra habitación, o simplemente la vida, es algo que nadie podría aceptar. Eso es justamente lo que no puede soportar la enfermiza fantasía de Putin: Ucrania es un país extranjero, y si no lo era del todo antes de la invasión, ahora sí lo es. Y cada vez lo será más.

Con la declaración de independencia de 1991 aprobada por el 90% de su ciudadanía, Ucrania decidió ser un país europeo, y si no miembro de la UE ni de la OTAN, la decisión de pertenecer a Europa fue aceptada por todo el mundo político, incluyendo Rusia. Por eso, y no por otras razones, Zelenzky está obligado a ser maximalista.

Pero, aunque parezca paradoja, el suyo ha sido un maximalismo realista. Por un lado defiende la integridad territorial que prevalecía antes de que la invasión comenzara – no el 2022 sino el 2014, con la anexión rusa de Crimea y la zona del Donbas-. Por otro lado, nunca ha negado su predisposición a acudir a negociaciones, pero en ningún caso bajo las condiciones dictadas por Putin.

Los gobiernos europeos han comprendido lentamente que lo que está en juego es mucho más que Ucrania. Una Ucrania en manos de Putin sería una amenaza a la soberanía territorial de Europa. Más todavía, llevaría al desconocimiento de toda la legislación internacional, de todos los tratados, a la imposición de la ley de la selva y con ello, a la ruina moral y política de la UE. Es por eso que los tanques y aviones son en estos momentos más útiles en Ucrania que guardados en los hangares europeos.

Estados Unidos comparte las posiciones de sus socios, principalmente las de los países que limitan con Rusia, razón por la cual ha entregado incondicional apoyo militar a Ucrania. Lo seguirá haciendo, también en aras de sus propios intereses. En efecto, si en la guerra a Ucrania, Putin resultara vencedor, EE UU. quedaría a punto de perder su lugar hegemónico en el mundo, en beneficio, no de Rusia -que como vencedor o ganador siempre será un imperio regional– sino de su rival estratégico mundial: China. Eso quiere decir que para mantener su lugar geopolítico estratégico frente a China, los EE UU no pueden dejarse derrotar por una potencia de segundo orden como Rusia. Biden lo ha entendido así.

Por supuesto, si miramos la escena desde una perspectiva global, nos encontramos frente a un escenario terrorífico. Ni Rusia, ni Ucrania, ni la UE, ni los EE UU, quieren ni deben perder. Pero sí, pueden. Allí está el nudo del embrollo. Por eso, lo más probable es que, más allá de acuerdos ocasionales, armisticios, interrupciones y negociaciones, es que nos encontremos frente a una larga guerra y, como ya lo estamos viendo, muy cruenta.

Entre el querer y el poder

La guerra solo será ganada cuando el enemigo, en este caso Putin, no pueda ganarla. Esa es la premisa euroamericana. El problema es que Putin piensa lo mismo, pero desde su perspectiva. Putin cree que no solo debe sino, además, puede ganar la guerra. ¿Cuáles son sus cálculos? Una respuesta nos las da Condoleezza Rice. Putin está convencido –y tiene buenas razones para estarlo– de que el tiempo está jugando a su favor.

Cierto es que Putin esperaba hacerse en un corto plazo de Ucrania, pero los hechos demuestran que también tenía un plan B. Para ejecutarlo dispone de un cuantioso armamento ofensivo y de un ejército ilimitado, al que puede renovar constantemente extrayendo fuerza de trabajo militar desde todas las regiones de Rusia.

Como ha erigido una dictadura personal, tampoco necesita consultar sus decisiones. Así puede Putin cambiar de tácticas de un día a otro sin que nadie lo contravenga. Hasta el vocabulario militar es impuesto desde el estado. Como escribí en otro texto, el desarrollo de la guerra ha acelerado un proceso en formación, el de la construcción de un nuevo totalitarismo: militar y teocrático a la vez. De ahí se explica en parte la sintonía que ha encontrado Putin con los ayatolas de Irán.

Putin cuenta, además, con el hecho de que en los países democráticos, justamente porque lo son, hay divisiones políticas. Ha tomado nota por ejemplo de que la alianza franco-alemana no está siempre en condiciones de transformar su potencia económica en potencia militar. No se le escapa que Macron está situado entre dos fuerzas proputinistas, la derecha populista de Le Pen y el socialismo populista de Melenchon. Ha advertido que Scholz cuando más es un buen administrador y no un líder político, mucho menos un estratega militar. Además quiere reanudar las relaciones económicas con Rusia después de la guerra, lo que explicaría sus deficiencias de compromiso militar durante la guerra.

Putin dispone, por si fuera poco, de dos caballos de Troya. La Hungría de Orban en la UE y la Turquía de Erdogan en la OTAN, ambos países regidos por presidentes con pretensiones teocráticas muy similares a las que caracterizan al gobierno ruso.

Y no por último, en Occidente tiene lugar una contrarrevolución antidemocrática abiertamente dirigida en contra de la UE y los EE-UU. Las insurgencias trumpistas en los EE UU. y bolsonaristas en Brasil, están evidentemente coordinadas entre sí y ambas forman parte del mismo contexto, nos advirtió recientemente la historiadora Anne Applebaum.

No obstante, si Occidente aparece relativamente debilitado frente a Rusia, Putin deberá comprender tarde o temprano que nunca lo estará lo suficiente como para cantar una victoria total sobre Ucrania. Por una parte, el ejército ucraniano compensa su inferioridad cuantitativa con su superioridad cualitativa. La diferencia es importante. Los soldados ucranianos saben por qué luchan. Los soldados rusos no lo saben. Por otra, Ucrania cuenta con un capital geopolítico que le será fiel hasta el último: son las naciones de Europa Central y del Este (dejemos a un lado la Hungría del renegado Orban)- .A ellas Putin deberá sumar las debilidades que ofrece en el flanco centro-asiático donde también existen pretensiones turcas y chinas, no compatibles con las ambiciones hegemónicas de Rusia (en Kazajstán y Kirguistán, por ejemplo)

También Putin deberá contar con que Inglaterra y los EE UU (a no mediar una reelección de Trump o algo parecido) seguirán apoyando a Ucrania sin compromisos. Hay pues un «núcleo duro» que se mantendrá firme, uno que puede impedir que Putin no gane la guerra por él mismo iniciada. Es por eso –volvemos aquí al problema planteado por Rice- que Putin busca hacer del “factor tiempo” un aliado. Y según Rice, lo está consiguiendo.

Una parte del (nuevo) plan militar de Putin consiste en evitar una confrontación directa entre tropas rusas y ucranianas, donde tiene todas las de perder. De ahí que haya elegido el camino de la guerra indirecta. En el papel puede ser vista como una opción técnica. En la práctica se trata de un genocidio sistemático. No exagero. Durante los dos últimos meses Putin ha dedicado todo su esfuerzo a destruir desde larga distancia la infraestructura ucraniana. La palabra infraestructura también nos suena como una opción técnica. En la práctica se trata de demoler psíquica, moral y físicamente a la población civil de Ucrania.

Putin ya ha pasado a la historia como el primer estratega que privilegia los ataques a la población civil por sobre la infraestructura militar. Los daños militares que sufre Ucrania son más bien colaterales. Putin quiere convertir a toda Ucrania en una inmensa Guernica. La verdad es que puede ser aún peor.

Los propios oficiales de Hitler reconocieron que el bombardeo a Guernica fue un error, algo posible de creer en una época en que no existía la precisión digital de nuestros días. Una excepción a la regla, si se quiere. En cambio los misiles digitalizados de Putin explotan de modo directo sobre establecimientos civiles, viviendas, jardines infantiles, incluso hospitales. Esos ataques no son una excepción, son la regla.

«Putin nos está torturando» –dijo frente a la pantalla una anciana surgida desde las ruinas–. Efectivamente, de eso se trata: de una tortura lenta a Ucrania, hasta que no quede nada ahí, hasta que no quede nadie ahí. La estrategia de la tabula rasa. Y en los días en que se perpetra esa masacre, Europa discute de modo bizantino si enviar armas ofensivas o no hacia Ucrania. Y mientras los gobernantes discuten, Putin cuenta con el tiempo, su aliado favorito.

Macron y Scholz esperan que alguna vez Putin accederá a sentarse en una mesa de negociaciones donde los enemigos rehusarán a poner condiciones. No los criticamos. Sabemos que las negociaciones son necesarias para finalizar toda guerra. Pero también sabemos que para hablar de negociaciones hay que conocer antes que nada el carácter de una guerra. Pues bien: esta es una guerra de invasión. Por lo tanto solo podrá terminar cuando termine la invasión. El punto entonces será encontrar una condición de tiempo y de lugar para que esta guerra llegue a su fin. La condición del tiempo responde a la pregunta cuándo. La de lugar, dónde. La respuesta de Putin a la primera pregunta es, “hasta cuando me dejen seguir”. La respuesta a la segunda, “hasta donde me dejen llegar”.

En otras palabras, Putin seguirá avanzando hasta cuándo y hasta dónde pueda avanzar. Cuando no pueda más, si no está más loco de lo que está, aceptará una negociación. En las palabras precisas del politólogo alemán Herbert Münkler, “el curso de la guerra determinará las negociaciones y no las negociaciones el curso de la guerra”. Pero en este punto habría tal vez que diferenciar entre dos palabras que a veces se confunden: conversaciones y negociaciones.

Conversaciones las hay siempre. Quizás hay muchas más de las que sabemos que hay. En toda guerra, y esta no tiene por qué ser una excepción, hay una diplomacia secreta y una diplomacia pública. El objetivo político es transformar las conversaciones en negociaciones, las que como tales, solo pueden ser públicas. Como no es difícil deducir, estas negociaciones solo tendrán lugar cuando una de las fuerzas enemigas entienda que ya no puede –aunque quiera y aunque deba– avanzar más. A ese objetivo tienen que llevar las conversaciones: A reconocer y a hacer reconocer al adversario, el punto crítico del no-poder.

El mismo Münkler explicita ese punto recordando una fina diferencia hecha por Clausewitz. Es la diferencia entre meta y propósito. La meta responde a la pregunta de qué queremos lograr con una guerra, y el propósito a la pregunta de qué queremos lograr en una guerra. Si la meta occidental es que Putin abandone Ucrania, el propósito está claro: hay que quitar el arma del tiempo a Putin. Y ese tiempo, agregamos, solo puede ser quitado con más armas y no con más palabras.

Quisiera, créanme, haber escrito justamente lo contrario (con más palabras y no con más armas). Pero no puedo. Estoy escribiendo sobre y durante una guerra genocida. Al fin y al cabo, si uno es honesto, no escribe sobre lo que quiere sino sobre lo que debe. Pero también, sobre lo que puede.

Referencias:

Anne Applebaum – LO QUE LOS MANIFESTANTES DE BRASIL APRENDIERON DE LOS ESTADOS UNIDOS

Condoleezza Rice – EL TIEMPO NO ESTÁ AL LADO DE UCRANIA

Herfried Münkler – EL CURSO DE LA GUERRA DETERMINARÁ LAS NEGOCIACIONES

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Diez tesis sobre la invasión de Rusia a Ucrania

Fernando Mires

1.-Hay un nexo entre la narrativa de Putin y la de la mayoría de los gobiernos occidentales con respecto a la invasión a Ucrania. Según esa narrativa la invasión comenzó el 24 de febrero de 2022. La versión del gobierno de Ucrania contradice, sin embargo, esa narrativa.

De acuerdo al gobierno de Ucrania, la invasión comenzó en el 2014 con la invasión a Crimea y la apropiación rusa de los territorios del Donbass.

La determinación de ese comienzo es fundamental para determinar cuál deberá ser el final histórico de la invasión. Si comenzó en 2022, el fin de la guerra de Putin tendrá lugar solo si este devuelve una parte de la nación a Ucrania. Según el gobierno ucraniano, en cambio, el fin de la guerra de Putin solo podrá tener lugar con el abandono de las tropas rusas de toda Ucrania. Desde el punto de vista del gobierno de Zelenski, Ucrania nunca será libre si tiene republiquetas rusas militarizadas (como las de Donesk y Luhannsk) enquistadas en su territorio.

A favor de la tesis ucraniana habla el hecho de que entre 2014 y 2022 hubo una guerra de baja a mediana intensidad entre las tropas rusas y la resistencia nacionalista de Ucrania. Lo que cambió en 2022 fue solo el grado de intensidad de la guerra, pero no la guerra. Que la mayoría de los países europeos hubiera intensificado durante 2014 y 2022 el acercamiento económico y la creación de lazos de dependencia con Rusia, no cambia en nada la razón ucraniana. Ese fue un problema europeo, no ucraniano.

2.-El paso de la guerra desde una baja a una alta intensidad en Ucrania es parte del proyecto histórico forjado por Putin. Ese proyecto persigue como objetivo la recuperación territorial del antiguo imperio ruso, sea en su forma zarista, sea en su forma estalinista, o mediante una combinación de ambas.

Según la lectura de Putin, Rusia comenzó a desmembrarse con la revolución bolchevique y la posterior decisión de Lenin de otorgar a Ucrania su independencia territorial y política. En Stalin, vio Putin, y con cierta razón, un proyecto de restauración de la Rusia zarista, aunque bajo otras formas de dominación ideológica. Gorbachov, en cambio, habría reconectado con Lenin, y facilitado la desarticulación del imperio. Partiendo de esa lectura, Putin se entiende a sí mismo –lo ha dicho reiteradamente– como continuador del legado de Pedro el Grande y de Stalin a la vez.

3.-De acuerdo a la lectura ucraniana, la lucha de liberación nacional del país comenzó a tomar formas durante y después de la revolución de Maidan (noviembre del 2013) en contra del plan de Viktor Yanukovich, seguidor de Putin, cuyo objetivo era convertir a Ucrania en una segunda Bielorrusia. Las multitudes congregadas en la plaza Maidan agruparon a ucranianos de todos los partidos, de todas las religiones, de todos los sectores sociales.

Según la versión de Putin, oficial en Rusia, la revolución de Maidan no fue más que un golpe de estado fascista. Pero según la lectura ucraniana, la del 2013 fue la continuación de una revolución que había comenzada en 1989 con el fin del imperio ruso, con la declaración de independencia de Ucrania en 1991, después continuada con “la revolución naranja” del 2004 y culminada en la plaza Maidan, el 2013. Por eso los patriotas ucranianos nos hablan del “mandato de Maidán”. Desde la perspectiva ucraniana, la guerra de resistencia a la invasión de Putin es una lucha de liberación nacional, democrática y popular.

4.-La invasión de Rusia a Ucrania no fue solo un acto de apropiación territorial. Fue también parte inicial de una contrarrevolución en contra del orden político mundial establecido después del derrumbamiento de la URSS.

5.-Putin intentó presentar la invasión como un levantamiento de Rusia en contra de la ampliación de la OTAN. Esa mentira fue hecha suya no solo por sectores putinistas, sino también por un pacifismo antipolítico que predomina en algunos países europeos e incluso en los EE. UU.

Una mentira no solo mentirosa. Es, además, perversa: su objetivo (consciente o inconsciente, no importa) es presentar la invasión a Ucrania como una guerra defensiva en contra del “imperialismo norteamericano” justificando así todas las masacres a la población civil de Ucrania. Pero esa mentira ha ido cayendo por sí sola.

La gran ampliación de la OTAN ocurrió en el 2009 y Putin, sabedor que ese era el precio que debía pagar por la destrucción de Chechenia y la sangrienta guerra a Georgia, no elevó, durante ese periodo, la menor protesta. Las peticiones de Ucrania, para ingresar a la OTAN hechas desde 2008, nunca fueron aceptadas por la UE. Fue también el peor error cometido por la política internacional europea.

Si Ucrania hubiera ingresado a la OTAN en el 2008, Putin, probablemente, no se habría atrevido a invadirla en el 2014 y mucho menos en el 2022.

6.-La invasión rusa a Ucrania ha intentado ser presentada por Rusia como parte de una lucha en contra de la dominación de Occidente dirigido por los EE UU, tesis hecha suya por la mayoría de los restos de la izquierda estalinista que perviven en diversos países occidentales.

Para el presidente Biden en cambio, es expresión de una contradicción fundamental, y esa es la que se da entre el mundo democrático y el mundo autocrático, cuyo eje militar es en estos momentos la Rusia de Putin y su eje económico, la China de Xi Jinping. Para el canciller alemán Scholz la de Putin es parte de una reacción internacional en contra del orden político mundial configurado después del fin de la URSS. Entre esas tres tesis no hay, sin embargo, ninguna contradicción.

Occidente es para Putin el conjunto de naciones democráticas del planeta, lo que viene a confirmar la tesis de Biden. No hay ninguna nación democrática que apoye a Putin. La de Putin puede ser vista como una reacción frente a la hegemonía de las democracias en contra de las autocracias, conquistada después del fin del comunismo. Desde esa perspectiva, la Rusia de Putin es, en este momento –hay que reiterarlo- la vanguardia militar de una contrarrevolución antidemocrática de carácter mundial.

7.-El orden político que representa y defiende Putin desde Rusia, tiene su correlato en el orden político impuesto por su autocracia al interior de Rusia.

Podemos caracterizarlo como un sistema de dominación sustentado en cuatro pilares: 1) El militar, 2) los servicios secretos directamente vinculados al dictador, 3) un aparato ideológico que en la Rusia poscomunista es representado por la ultrareaccionaria Iglesia ortodoxa y, 4) una clase social formada por capitalistas mafiosos, los llamados oligarcas, a los que está permitido todo, menos inmiscuirse en asuntos políticos.

Con algunas variantes es el mismo orden político antiliberal que defienden el católico Orban en Hungría, el musulmán Erdogan en Turquía, los siniestros ayatolas de Irán, y en América Latina, los neo estalinistas Ortega, Maduro y Díaz Canel.

8.-En Ucrania no solo está en juego Ucrania.

No se trata de un par de kilómetros cuadrados como imaginó Kissinger con la mirada todavía clavada en la “guerra fría”. Tampoco se trata de que Rusia por razones económicas va a frenar su expansión si obtiene como botín a Ucrania, como opinó sin ningún fundamento y con mucho cinismo el geoestratega John Mearsheimer (muy citado por los aparatos de propaganda rusa).

Rusia es parte de un conglomerado antidemocrático mundial y su derrota en Ucrania sería también una derrota de las fuerzas antidemocráticas del mundo.

Por el contrario, si Putin logra imponerse, todas las conquistas democráticas alcanzadas por Europa después de 1990 se vendrían al suelo. La ONU se convertiría en una inutilidad, y la ley de la selva regiría los destinos del planeta.

9.-A diferencias de autocracias y dictaduras, las naciones democráticas (también llamadas liberales), al haber incorporado el debate y la argumentación en sus discursos, aparecen a primera vista menos unidas entre sí que las naciones autocráticas.En el hecho, frente al caso Ucrania podemos distinguir dos segmentos. Uno de apoyo total a Ucrania. Otro de apoyo relativo. En el primero ubicamos a la mayoría de los países de Europa Central y del Este, más Inglaterra y los EE UU. En el segundo, a naciones cuyos gobiernos piensan más en términos económicos inmediatos que políticos, como son los de Alemania y Francia.

El gobierno de Ucrania ha aprendido a diferenciar entre esos dos segmentos. Su estrategia es confiar plenamente en el primero, pero tratando siempre de comprometer y vincular al segundo.

10.-La contradicción entre democracias y antidemocracias no solo tiene lugar en el espacio internacional. En cada país, en cada elección, dicha contradicción sobredetermina a las políticas aunque sus actores no se den plena cuenta de ello.

Cada autócrata políticamente derrotado en cualquier lugar del mundo, será una derrota de Putin y su proyecto de dominación internacional.

El conflicto de Ucrania no solo tiene lugar en Ucrania.

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Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Ese inolvidable diciembre

Fernando Mires

Si no necesitamos recurrir a Einstein para saber si el tiempo es relativo, menos lo requerimos para saber si atravesamos un tiempo histórico. A veces este último suele ser muy largo (o muy lento) cuando no está marcado por acontecimientos gravitantes como son los que aparecen en las páginas de la historia, sea esta individual o colectiva. Otras veces, en cambio, irrumpen muchos acontecimientos, y el tiempo se nos va volando. Como en ese diciembre del 2022. Señal inequívoca de que no es el tiempo el que pasa –así dijo Agustín en la Ciudad de Dios– sino nosotros somos los que pasamos en el tiempo. No existe, en verdad, ningún tiempo medible a escala no humana. Somos en el tiempo y, muchas veces, somos el tiempo.

1. Comencemos por lo más espectacular y masivo. Con ese día 18 de diciembre de 2022 cuando la selección de fútbol argentina se tituló campeón mundial con Messi a la cabeza.

Un hecho que quedará grabado en la historia del fútbol y probablemente más allá del fútbol. Entre otras razones porque fue el primer mundial jugado en territorio musulmán.

No faltarán quienes medirán el curso de sus vidas entre antes y después del mundial de Qatar. El mejor mundial de fútbol habido hasta ahora. Incluso quienes no siguen el fútbol con devoción no olvidarán jamás esa tarde cuando dos equipos estelares, Francia y Argentina, midieron sus fuerzas, imponiéndose la supremacía sudamericana después de una tarde de goles, de emociones, de movidas inesperadas, de penales dramáticos, de la lucha secreta entre Messi y Mbappé, y de la coronación del capitán argentino como el mejor jugador del mundo en estado activo. Entendimos entonces por qué el fútbol no solo es el rey de los deportes, sino, además, por qué no solo es un deporte.

El fútbol, creo haberlo dicho otras veces, es un simulacro de la vida. Allí actuamos, aunque sea imaginariamente, con los nuestros y contra los otros, haciendo uso de buenas y de malas artes, con el objetivo de vencer y, si no vemos a la eternidad, logramos al menos presentirla en el curso de esa contienda que proyectamos en 22 hombres que luchan en nuestro nombre.

Luego vendrán las discusiones en la familia, en la cafetería, en la cantina. Y las inevitables controversias inútiles, pero por eso mismo tan importantes: si Messi ha desplazado a Maradona en el imaginario popular, o si cada uno ocupa un sitial diferente en la historia, o si el gesto de Dibú Martínez al final del partido fue una grosería penable por la ley, o tantos otros temas parecidos que llevan a pensar en que, cuando hablamos de fútbol, estamos hablando a la vez de otras cosas que nada tienen que ver con el fútbol.

Dime cómo hablas de fútbol y te diré quién eres, podríamos afirmar: o eres un canalla disfrazado de buen padre de familia, o un nacionalista enfermizo, o un intelectualoide que piensa en la tragedia de la vida, o un comentarista deportivo fracasado, o miles de otras posibilidades. El fútbol y su habla es un espejo del ser. Quizás por eso nos gusta tanto. Sobre esa superficie que es el campo de juego, son proyectados deseos y pasiones, ideales y esperanzas.

2. Hay quienes prefieren vivir sobre la superficie de este mundo y no en sus alturas ni bajuras. Y a veces, como es el caso de los futbolistas, tienen buenas razones. Eso no significa que sean seres superficiales. En eso pensaba cuando los periódicos anunciaron, el 28 de diciembre, el fin de la relación entre el escritor Mario Vargas Llosa y la ya veterana diva, la periodista Isabel Priesley. Dos personas de las cuales nunca me habría ocupado si es que esta separación no hubiese sido asumida por la prensa mundial de un modo tan espectacular y tronante. Como si la Reina de Saba se hubiera separado del Rey Salomón.

Priesley dio a conocer la ruptura a través de la revista Hola. Luego vinieron las declaraciones del escritor. Enseguida los artículos de opinión. La mayoría de ellos apresurados en señalar que el conflicto de la pareja venía desde hace más de dos años, pues ambos personajes públicos compartían mundos irreconciliables. Bien, eso lo sabíamos de antemano. ¿Para qué se juntaron entonces?

El escritor lo explicó así en su ya famoso cuento titulado «Los Vientos», publicado en Letras Libres: «fue un enamoramiento de la pichula, no del corazón, de esa pichula que no me sirve para nada, salvo para hacer pipi».

Eso está claro, todos los grandes enamoramientos son con pichula. Puede haber amor sin pichula, pero enamoramiento sin pichula, no. La pregunta entonces es, ¿por qué, para darle el gusto a la pichula, Vargas Llosa abandonó a su esposa a la que en el cuento decía tanto recordar? Pues, y aquí llegamos al hueso del problema: en su enamoramiento Vargas Llosa no podía hacer otra cosa pues la pichula es la representación popular del falo, y el falo es la representación del más atávico poder de la humanidad, me refiero al ejercido por el macho alfa sobre los demás hombres del clan totémico.

Puede haber sido que Vargas Llosa, a través de la pichula, en representación del mítico falo, hubiera intentado probar que, pese a los años, de los efectos devastadores del tiempo, de su robusto bastón de madera, seguía siendo un hombre sexualmente poderoso. En cierto modo fue la misma intención que buscó simbolizar Dibú, el arquero de la selección argentina, al hacer la figura de un falo para celebrar la victoria frente a Francia. Al futbolista no le bastaba ser campeón mundial, del mismo modo como al escritor no le bastaba ser premio Nobel. En lo más profundo, cada uno anhelaba otro poder: el del macho alfa que muestra su fuerza viril sobre las hembras y los demás machos.

Un poder no solo machista pues si vemos la lista de hombres que exhibe el currículum de la Priesley, encontramos a un cantante famoso, a un conde de no sé cuánto, y a un conocido político. Vargas Llosa, en esa fila, solo fue su más reciente trofeo. Un premio Nobel, nada menos. Háganme eso amigas; ni la Ava ni la Marilyn pudieron tanto (a la Isabel solo le falta Messi en la lista, escribió un travieso tuitero)

Vargas Llosa ha demostrado de modo intrafísico que, en el fondo de cada alma, incluso de las más sublimes, habita un inquilino paleolítico dispuesto a defender sus posesiones, desafiando al público con su fálico poderío. Por eso es que en la separación de Vargas Llosa no veo una tragedia personal: pero sí veo la tragedia de la vida que, queramos o no, avanza hacia el lugar donde avanzan todas las vidas: el de la nada. En otras palabras, Vargas Llosa nos ha dado a conocer la tragedia del ser que no quiere dejar de ser lo que fue, o lo que quiso ser.

Fiel a su profesión ha hecho de su persona un personaje de novela. La de un intelectual que habiendo escrito en contra de «la sociedad del espectáculo» entró en los laberintos de esa misma sociedad, para retirarse hastiado de ella. La de un viejo que, en lugar de acogerse al tibio cobijo, decidió mostrar hasta el último su fálica voluntad de ser. Puede que Vargas Llosa, como todos los humanos, sea también un ser errático. Pero inconsecuente, no ha sido.

3. Lamentablemente, hemos de volver al fútbol. Digo lamentablemente porque un día después de la separación de Isabel y Mario, el 29, murió el Rey del fútbol, Edson Arantes do Nascimento.

Pelé tuvo el tino de morir después de finalizado el mundial. Si hubiera muerto un poco antes, habría producido un tajo profundo en medio de la algarabía. Murió justo cuando comenzaba la discusión acerca de quien había sido el mejor jugador del mundo: si Messi, Maradona –algunos agregaban Di Stéfano– o Pelé. La muerte de Pelé puso fin a la discusión. No como una señal de duelo, sino debido al hecho de que a nadie se le recuerda más y mejor que cuando ya no está.

La presencia de la ausencia es la más intensa de todas las presencias. Pelé nos obligó a mirar hacia atrás, hacia aquel mundial del 58 en Estocolmo, cuando aun siendo niño, la bajó con el pecho al muslo, dio una media vuelta y la clavó en el arco sueco a través de un ángulo imposible. Todos lo supimos: ese día había nacido un genio.

Para precisar: El título de genio era reservado en la antigua Atenas a quienes por una u otra condición estaban situados más cerca del reino de los dioses que el común de los mortales. De acuerdo a ese genio llamado Sócrates (el filósofo, no el futbolista), todo genio debía ser literalmente mediocre. Mediocre, pues está situado en el medio, entre lo divino y lo humano. Pelé, en sentido griego, habría sido un perfecto mediocre. De eso han quedado, afortunadamente, testimonios.

Me pasé media tarde contemplando no solo sus goles, también sus jugadas, sus fintas, sus pases y, sobre todo, sus cambios de ritmo. Nunca he visto a un futbolista cambiar de tantas velocidades por segundo en el transcurso de una jugada cuyo desenlace parecía adivinar antes de ser iniciada. El mismo Pelé se dio cuenta del fenómeno que él había sido: mirando algunos videos, no pudo sino exclamar: «Yo fui el mejor». «Después de mí se paró la máquina». Lo dijo como si hubiera estado viendo a otro que no era él.

De vez en cuando aparecen en este mundo los llamados genios. Puede ser un Shakespeare o un Cervantes, un Miguel Ángel o un Leonardo, un Bach o un Mozart, un Einstein y hasta un Pelé. Todos seres de este mundo pero que, por momentos, parecieran haber sido tocados por una mano que no es de este mundo.

Como si Alguien hubiera querido mostrarnos que en lo humano se esconde una potencia superior, algo más allá de lo humano. Algo que está sobre el falo y, por supuesto, mucho más más allá de la pichula.

Dios está en todas partes, y si somos en Dios, podemos ser Dios. La frase no es mía. Fue una de las más discutidas de ese pensador de Dios, el papa teólogo Benedicto XVI, alias Joseph Ratzinger.

4. El último día de diciembre y del año, el 31, murió Benedicto XVI, el primer Papa que no quería ser Papa. Probablemente dedujo que podía pensar a Dios, situado más cerca de la muerte que de la vida. Sí: digo pensar. Porque para Benedicto, el pensamiento nos lo dio Dios para que nos pusiéramos en comunicación con Él, no solo como en un acto de contemplación, o de pasividad, sino en la vida activa. ¿Fueron esas las razones que llevaron a Benedicto a aceptar el nombramiento que nunca había buscado, el de Papa?

El Papa fue durante el Renacimiento, Rey de la Cristiandad. En la era moderna, su influencia es más espiritual que terrena. A diferencia de muchos teólogos, Benedicto, calificado de conservador, asumió plenamente el legado de la Ilustración. Para vivir en el espíritu es necesario separar la lógica de la fe (del pensamiento que lleva a la fe) de la razón política. Así lo especificó en diversas ocasiones. Fue, por lo mismo, enemigo de las ideologías integristas (que hoy intentan reactivar mandatarios como Putin y Orban) pero también de quienes, amparados en la fe, intentaron convertir el mensaje del crucificado en una ideología revolucionaria.

Jesús podría haber sido Barrabás, el guerrillero que también murió en la Cruz, pero su misión era otra, escribió Benedicto. Jesús era Dios. Hecho hombre, pero Dios. Su voz nos llega fuera de este mundo, pero va dirigida al mundo en donde somos y estamos. Lo importante –repetía hablando en términos agustinos– es no «olvidar» a Dios. El mal solo aparece ante la ausencia de Dios, el mal es un producto del «olvido de Dios». (Heidegger, recordemos, nos hablaba del «olvido de ser»).

Benedicto no solo pensaba en este mundo, pero la Iglesia, su iglesia, sí era de este mundo. Reorientarla, aunque fuera en parte, hacia el reino de Dios, fue su propósito. Persiguiéndolo, estaba destinado a fracasar, como fracasó el mismo Cristo sobre la tierra. Con seguridad sabía que el ser humano solo puede llegar a la verdad fracasando, vale decir, cometiendo errores.

Pues nuestro ser es errático. Por eso, cada vida, aún la más divina, es una simple búsqueda. Después de todo vinimos a este mundo a buscar lo que nunca encontraremos pero sabemos que existe. El ser es un animal metafísico, no recuerdo quien lo dijo. No todos, por supuesto. Hay algunos que son muy intrafísicos. Pero ya escribí sobre Dibú Martínez.

5. Diciembre del 2022 fue un mes de muchas historias. Sin embargo, en Europa, no solo climáticamente, esas historias han sido ensombrecidas por una guerra criminal desatada desde el Kremlin por un malvado dictador quien, en nombre de la Santa Rusia, arrasa con una nación europea reconocida desde 1991 por las Naciones Unidas como libre, independiente y soberana.

Alucinado por un pasado imperial supuestamente glorioso, por un cristianismo anticristiano, por una concepción delirante de la vida, Putin busca anexar a un país vecino, ante el espanto de todos los seres honestos del planeta.

Rusia, la Santa Rusia es una proyección enfermiza de Putin. Cada vez que habla de Rusia, de sus derechos naturales, de sus espacios vitales, solo habla de él mismo. Como suele suceder con los dictadores, cuando escapan a todo control constitucional, Putin ha confundido a su país con su miserable persona.

Rodeado de lacayos cree ser heredero de los zares y de Stalin, a quien intenta reivindicar. Persiguiendo ese objetivo, ha conferido –gracias al apoyo de la oscurantista iglesia ortodoxa rusa– a su programado genocidio, el carácter de una cruzada religiosa. Ha logrado así catalizar en torno a su persona a la mayoría de las dictaduras del mundo.

Se muestra una vez más que la historia, en contra de lo que imaginan las ideologías positivistas y marxistas, no sigue ningún plan determinado. La historia está sujeta a la contingencia, incluyendo la aparición de dictadores que cada cierto tiempo se erigen en representantes del principio de la muerte por sobre el de la vida. Ese es precisamente el nexo que une a Hitler, Stalin y Putin. Contra la hegemonía de ese principio, lucha hoy Ucrania, apoyado por la inmensa mayoría de los países democráticos del planeta. No es todavía una guerra mundial, pero sus dimensiones son mundiales.

Ucrania es, o ha llegado a ser, la vanguardia de las democracias del mundo. Por eso mismo, los gobernantes de los países democráticos, han visto en Volodomir Zelenski, el anti-Putin.

El 21 de diciembre de 2022, Zelenski viajó a los EEUU, no a recibir órdenes de Biden, como difamaban los putinistas, sino a sellar un pacto de unidad interoccidental con el presidente de un país que, se quiera o no, ha sido un baluarte en defensa del espacio democrático mundial.

EE UU. está muy lejos de ser una nación de ángeles. Algunos de sus gobiernos han cometido pavorosos errores. Nadie puede negar que la guerra en Vietnam adquirió formas genocidas, que la segunda guerra a Irak destruyó a una nación cultural para convertirla en lo que es ahora, un nido de terroristas, que la ocupación de Afganistán fue una aventura sin pies ni cabeza (sus resultados están a la vista).

EE UU. está condenado, por su poderío militar y económico, a ser un imperio global. Pero, hasta ahora, ha seguido siendo, a pesar de todo, una nación democrática. En los tres grandes conflictos mundiales, ayer contra los imperios de Hitler y Stalin, hoy contra el imperio de Putin, los EE UU. han sido una garantía en la defensa de la democracia. No deja de ser un mérito histórico.

Hacia EE UU. viajó Zelenski el 21 de diciembre, el primer viaje emprendido por el presidente ucraniano desde la invasión rusa. No solo por eso tiene una enorme fuerza simbólica. Zelenski viajó a los EE UU. donde rige la democracia más antigua de la modernidad, en su calidad de presidente de Ucrania, donde rige la última (es decir, la más reciente) democracia de la modernidad. Pero, además, Zelenski, viajó como representante de las naciones liberadas del imperio ruso después del colapso de la URSS. Todas esas naciones, con la excepción de la Hungría de Orban, han logrado conformar el núcleo duro de la resistencia internacional a Putin, rango que seguramente será proyectado hacia el futuro. Y no por último, el encuentro entre Zelenski y Biden dio un nuevo vigor a una unidad que, bajo los tiempos de Trump, estaba en franco deterioro: la unidad política y militar trasatlántica.

Biden parece haber entendido perfectamente el mensaje de Zelenski. La guerra de Ucrania es y será decisiva para el futuro del mundo democrático. Putin no puede ni debe ganar.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

El cambio de los tiempos

Fernando Mires

En sentido literal Zeitenwende se traduce como «cambio de los tiempos», expresión que tiene cierta resonancia bíblica. La idea, sin embargo, es otra. Tiene que ver con un nuevo capítulo de esa novela interminable que es la historia universal. Punto de inflexión lo llaman otros. Como sea: la intención parece ser clara: hemos entrado a otra fase del desarrollo histórico, marcada pero no creada, por la guerra de invasión de Putin a Ucrania.

El concepto Zeitenwende ha sido usado por el canciller alemán Olaf Scholz en diversas ocasiones. No obstante, faltaba afinarlo. En un reciente artículo, titulado precisamente Zeitenwende, Scholz lo hizo. Ese artículo publicado en Foreign Office, será documento de referencia cuando llegue el momento de escribir la historia de los momentos que estamos presenciando. Como toda argumentación, la de Scholz generará controversias. Lo que nadie podrá adjudicarle es falta de claridad. De acuerdo a ese estilo, Scholz caracteriza «el cambio de los tiempos» y luego intenta ubicarlo en sus relaciones de tiempo y de lugar.

¿Cuándo comenzaron a cambiar los tiempos?

El punto de origen de los cambios de los tiempos está puesto por Scholz en las relaciones de poder configuradas después de las revoluciones democráticas que pusieron fin a la URSS (1990) y con ello a la dualidad determinada por la existencia de dos bloques geopolíticos antagónicos. Según Scholz, ese gran acontecimiento abrió la transición que lleva desde un mundo bipolar a uno multipolar.

Desde un comienzo Scholz establece que, en ese nuevo orden, China ocupará un lugar decisivo, pero no determinante ya que tanto EE UU como China no conformarán una nueva bipolaridad, pero sí serán partes principales de una multipolaridad emergente.

Interpretando a Scholz, la que está siendo confirmada es una multipolaridad no solo económica sino, además, tecnológica, militar, digital, y no, por último, con tendencias hacia una democratización creciente al interior de diversas naciones.

Luego, la visualizada por el canciller alemán no solo sería una realidad multipolar sino, además, polifacética. En palabras que no son las de Scholz, estaríamos nada menos que frente a una revolución global de carácter multidimensional.

Pero como todo gran proceso histórico, el iniciado en la última década del siglo XX deberá contar con una reacción también mundial. Así se explica por qué el nuevo orden propuesto por Putin después de la invasión a Ucrania es visto como una reacción en contra del orden multipolar y polifacético que se avecina. Por eso no debe extrañar que Putin, más que en Rusia, sea seguido por las derechas y por las izquierdas más reaccionarias de Europa. Para las primeras, aparece como un baluarte de la tradición patriarcal, religiosa y nacionalista de la premodernidad. Para las segundas como un representante de las autocracias antioccidentales del ayer llamado tercer mundo, ya sea en Asia, África y América Latina.

Visto así, el nuevo orden de Putin, según Scholz, no sería más que un intento del gobernante ruso para revertir la, por la llamada, «catástrofe geopolítica» que llevó al fin del imperio soviético. Un intento desesperado por reconstruir el imperio ruso, aunque sea bajo otro nombre y otras formas. Scholz: «el brutal ataque de Rusia contra Ucrania en febrero de 2022 marcó el comienzo de una realidad fundamentalmente nueva: el imperialismo había regresado a Europa».

En el marco del nuevo orden mundial, Alemania, según Scholz, deberá ser un garante de la seguridad europea, incluso más allá de la guerra de Ucrania. Ese nuevo rol implica asumir responsabilidades hegemónicas no solo en los espacios económicos, sino también en los políticos y militares. ¿Por qué tardó tanto Scholz en darse cuenta de esa nueva realidad? Es una pregunta que a menudo nos hacemos quienes seguimos el día a día de los acontecimientos políticos.

Aprendiendo de la historia

Para responder a la pregunta planteada, hemos de tener en cuenta que Scholz hoy, como Merkel ayer, es un «Realpolitiker», es decir, alguien que no da un paso más allá de la realidad inmediata. Rusia, primero con Yelzin, después con Putin, aparecía como un muy confiable socio semi-europeo, a quien le fue ofrecido incluso la posibilidad de que ingresara a la OTAN. Lo que no captaron los gobernantes y políticos alemanes, Scholz entre ellos, es que en Rusia coexistían dos tendencias históricas, y esas a su vez cruzaban la mente de Putin: las llamaremos, una tendencia liberal y una tendencia despótica.

Mucho menos pudieron darse cuenta de que esas tendencias estaban inclinadas desde el primer momento hacia el lado despótico. Fue así que la toma abierta de posiciones de Yelzin a favor de la Serbia mini-imperial de Milosevic en la guerra de los Balcanes, no pareció preocupar a los geoestrategas de occidente.

Después de todo, como consecuencias del 11 de septiembre, Putin parecía respaldar la lucha en contra del terrorismo internacional y por lo mismo dio su apoyo a la guerra en Afganistán e incluso a las descerebradas aventuras de Bush en Irak. Más todavía: Putin parecía unir sus fuerzas a la campaña militar en contra del ISIS. Recordemos como Obama quiso creer que la ocupación de Siria por Rusia fue llevada a cabo en contra del extremismo islamista. Cuando los ejércitos de Putin comenzaron a arrasar Siria en defensa de la dictadura de Bashar al Assad, y convirtieron a ese país en un protectorado militar ruso, ya era demasiado tarde.

Hizo bien Scholz al recordar estos hechos. Sin ellos no podríamos entender las razones que llevaron a Putin a invadir a Ucrania el 2022. También hizo bien al recordar el inesperado discurso pronunciado por Putin en la conferencia de seguridad en Munich (2007) dirigido abiertamente en contra de EE UU y de los países del pacto atlántico. Putin, visto ahora en retrospectiva, ya había cambiado de línea. Un año después de ese discurso, Putin iniciaría una carnicera guerra en contra de Georgia a la que arrebataría importantes territorios. Y hacia el interior de su país, Putin convertía a la incipiente democracia legada por Yelzin, en una autocracia. Entre el liberalismo y el despotismo, de acuerdo a la tradición rusa, Putin ya había tomado partido por el despotismo.

Fue a partir de esos años cuando inició una sistemática campaña de aniquilamiento en contra de opositores. Muchos de ellos fueron asesinados. La mayoría, envenenados.

Las sangrientas tres guerras a Chechenia (que Scholz no menciona) y a Georgia, obligaron a las naciones que limitaban con Rusia a solicitar su ingreso a la OTAN. Fue la expansión rusa, por lo tanto, el hecho que llevó a la ampliación de la OTAN el año 2009 y no la ampliación de la OTAN la que llevó a la expansión rusa, como intentan tergiversar políticos antioccidentales de Occidente. A la vez, fue precisamente en esos años cuando la mayoría de los gobiernos europeos, sobre todo el alemán, intensificaron su dependencia energética con respecto a Rusia, creyendo tal vez que estas apaciguarían los proyectos imperiales que ya Putin ni se molestaba en ocultar. Ese fue el gran error de la política alemana, reconoce con honestidad, Scholz. Error que sería remachado el 2014 con la invasión de Rusia a Crimea y la ocupación militar de los territorios del Donbas en el Este de Ucrania.

La guerra a Ucrania comenzó el 2014, reconoce Scholz sin decirlo de modo textual. De otra manera no se entiende cuando afirma que en los ocho años que median entre las anexiones del 2014 y las del 2022, la política alemana (y europea) se orientó a impedir el escalamiento de la guerra. En ese contexto, tuvo lugar el «formato de Normandía» (2014) destinado a impedir la continuación de los enfrentamientos militares entre Rusia y la resistencia ucraniana, así como los acuerdos de Minsk (2014 y 2015), que Putin nunca cumplió. La política de contención de la UE y de los EE UU fracasó estrepitosamente. De esa verdad hay que partir.

Sin embargo, Scholz –y tal vez esta sea la diferencia que lo separa de gobernantes como Orban, Erdogan y Macron– parece haber sacado las conclusiones correctas de sus indecisiones. Scholz, en efecto intentó, al igual que Macron, un retorno al periodo prebélico. Pero más tarde comprendió que no se puede bailar en dos bodas a la vez. Que no se podía apoyar a Ucrania y a la vez pagar a Putin por el gas para que invirtiera ese dinero en armas en contra de Ucrania, que la que tenía lugar en Ucrania era el comienzo de una guerra en contra del occidente político, que Alemania debía adaptar su economía a las nuevas condiciones y que había que erigirse en un adalid de la unidad política y militar europea.

Los críticos «economicistas» al apoyo europeo a Ucrania arguyen que Alemania y las economías europeas se dispararon un tiro en el pie con las sanciones económicas a Rusia. Pero ¿cuál era la otra alternativa? ¿Financiar a Putin en contra de Ucrania? Hay que ser definitivamente muy limitado para sostener esa tesis, sobre todo cuando se hace en nombre de una paz que nunca ha buscado Putin.

La Europa democrática sabe que de la guerra no obtendrá ganancias, pero también que, si no apoya a Ucrania, las pérdidas serán inconmensurables. En razón de esa conclusión se explica la terminante decisión de Scholz: «Alemania mantendrá sus esfuerzos para apoyar a Ucrania durante todo el tiempo que sea necesario». Para los que quieran leer entre líneas, un claro mensaje a Macron.

Cuatro puntos cardinales

No por casualidad el artículo de Scholz fue publicado el mismo día en que el presidente francés, en una de sus ya clásicas jugadas en posición adelantada, abogaba por dar a Putin garantías sin especificar el carácter de esas garantías, aunque todo el mundo sabe que en una guerra territorial toda garantía debe ser territorial.

Para Scholz, el curso de los nuevos tiempos parece estar más claro que antes. Frente a esos tiempos que ya llegaron, Scholz propone una política de cuatro puntos. Sintetizando, son los siguientes:

  1. Europa ha entrado definitivamente a una época de rearme militar. Si Rusia es imperial, como la caracterizó el canciller alemán, Europa deberá protegerse frente a un imperio. Es por esa razón que los presupuestos militares han sido elevados notablemente en Alemania. En el mismo sentido, la alianza atlántica deberá ser fortalecida e incluso ampliada. La ayuda militar de EE UU es y será irrenunciable, pero Europa debe estar en condiciones de enfrentar a sus enemigos sin depender de terceros.»Crucial para esa misión» –agrega Scholz apuntado otra vez a Macron– «es una cooperación cada vez más estrecha entre Alemania y Francia, que comparten la misma visión de una UE fuerte y soberana».
  2. Alemania no puede volver a caer en una dependencia energética con países gobernados por dictaduras. En esa línea plantea Scholz una nueva política con relación a China cuyo objetivo deberá ser mantener todo tipo de relaciones económicas sin caer en una dependencia similar a la que cayó frente a Rusia.
  3. La guerra en Ucrania ha mostrado la necesidad de que Alemania reoriente su política energética, estimulando en un corto plazo, como ya lo venía haciendo antes de la guerra, las inversiones en energía solar y eólica. En plazos más largos –plantea Scholz– «(hacia) el 2030, al menos el 80 por ciento de la electricidad que usan los alemanes será generada por energías renovables, y para 2045, Alemania logrará emisiones netas de gases de efecto invernadero cero, o «neutralidad climática».
  4. Las relaciones internacionales no deben apuntar a favorecer una reedición del bipolarismo. En ese punto Scholz no comparte en su totalidad las posiciones del gobierno y de la oposición republicana en los EE UU, en el sentido de que la contradicción principal del futuro deberá ser dirimida entre China y los EE UU. China es un actor global muy importante, pero, a diferencia de Rusia, favorece a la globalidad y no a la regionalidad. La historia, enfatiza Scholz, no se repite. Los conflictos de occidente con China son de índole predominantemente económico. Eso no lleva por cierto a reeditar la «política de cerrar los ojos», practicada por Europa frente a Rusia. Occidente está formado por «sociedades abiertas» (Scholz usa la expresión de Popper) y naturalmente está obligado a solidarizar con todos los movimientos democráticos de diferentes zonas de la tierra. «Ningún país está obligado a ser el patio trasero de otro».

El valor de las palabras

Zeitenwende, Cambio de los Tiempos, artículo escrito por Olaf Scholz, un documento cuyo valor es haber surgido de las peores experiencias por las cuales atraviesan las naciones: las de la guerra. Su significado es testimonial. Pero, además, diseña una estrategia militar, política y económica en dirección al futuro inmediato. Nadie debe esperar que los puntos allí ordenados serán cumplidos de modo exacto. La historia es una caja de sorpresas y nunca se ha dejado regir por textos o por planes. Pero al menos son, las de Scholz, palabras que reflejan el propósito de un gobernante por aprender de la historia, buscando alternativas, sin perseguir un objetivo ideológico, ni una utopía, ni un fin de mundo. Deben ser por lo tanto leídas, estudiadas, discutidas y pensadas.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.