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Fernando Mires

Las falsas narrativas de Lula

Fernando Mires

Pensaba escribir este fin de semana un artículo sobre las muy importantes elecciones municipales que tuvieron lugar en España. Mi interés, sin embargo, fue desplazado rápidamente hacia los intercambios polémicos entre los presidentes de Chile y Uruguay por un lado, y el presidente de Brasil por otro, acerca de la inclusión de Venezuela, por nadie cuestionada, en las cumbres latinoamericanas.

El problema –si es que lo podemos llamar así– fue provocado por el mismo Lula, al declarar no válida la narrativa que predomina sobre Venezuela, a saber, la de un gobierno autoritario, incluso autocrático, aunque de origen electoral, pero a la vez irrespetuoso con los derechos humanos y con las normas democráticas. Esa narrativa –es lo que no dice Lula– está basada sobre hechos reales, como se testimonia, entre otros muchos informes, el documento elaborado por la comisión Bachelet desde la ONU (2019). De más está decir que para un presidente chileno como Gabriel Boric, aceptar la narrativa de Lula habría significado, sin más ni menos, declarar como falsa la «narrativa» auspiciada por una ex presidente de Chile en dos periodos consecutivos: Michelle Bachelet.

La verdad, ni Boric ni Lacalle Pou pensaban poner condiciones a Maduro ni mucho menos cuestionar una participación que corresponde a Venezuela por derecho –podríamos decir, natural–. Las condiciones para una eventual exclusión las puso el mismo Lula al proponer una revisión de las opiniones que priman sobre el gobierno de Maduro.

No sabemos si fue una provocación consciente o una torpeza verbal del gobernante brasileño. Nos inclinamos por la primera opción. Maduro y Lula mantuvieron una secreta reunión –algo inusual según el presidente Lacalle– antes del inicio de la Conferencia. El hecho es que fue Lula –no Boric, tampoco Lacalle– quien puso a bailar a Maduro sobre la mesa de los invitados.

Lula, lo hemos visto continuamente, no oculta sus intenciones por aparecer como un líder continental, un estadista a cargo de una nación que, no sé por qué raras razones, es calificada como potencia emergente, más aún, de una nación cuyo gobierno ha pasado a formar parte de un macro-plan dirigido desde Beijing, elaborado en función de dos objetivos. Uno inmediato y otro a largo plazo. El inmediato es formar un frente de naciones «no alineadas», bajo hegemonía china, cuyo propósito es crear una mediación en la guerra de Rusia a Ucrania. Ese frente o «club de la paz» (en las palabras de Lula) estaría formado por naciones como India, Sudáfrica, Irán, probablemente Arabia Saudita, y Brasil. De acuerdo al no oculto plan chino, se trataría de construir a largo plazo un bloque de decisión mundial alternativo al formado por las naciones occidentales, aliadas a Estados Unidos.

¿Y qué tiene que ver Maduro con esto? preguntará con razón, el amable lector. Más que algo.

Las razones del presidente Lula

Venezuela bajo Maduro puede ser considerada un aliado de la Rusia de Putin, quien es, al mismo tiempo, un aliado económico, político y probablemente militar de China. En breves palabras, Maduro puede ser una pieza importante en el tablero ruso-chino. No es casualidad que Sergei Lavrov, el brazo internacional de Putin, haya viajado a América Latina para entrevistarse con los gobernantes de Cuba, Nicaragua, Venezuela y Brasil (abril 2023). Los motivos del viaje no eran turísticos. Son precisamente los países que el eje ruso-chino observa como aliados potenciales en América Latina.

En ese contexto, la Venezuela de Maduro podría llegar a ser una pieza política en el nuevo orden mundial que sueñan Vladimir Putin, Xi Jinping y Lula, el presidente del país latinoamericano más dependiente de China. No exageramos: China es la principal fuente de inversión extranjera en Brasil, con una inversión acumulada de 66.100 millones de dólares entre 2007 y 2020, según un estudio del CBCE. También representa el 47% de toda la inversión china en los países de América Latina.

El problema para el proyecto chino-brasilero es que, junto a Ortega, Maduro goza de desprestigio universal. En las palabras que usan los periodistas, un «paria». De ahí entendemos el interés de Lula por blanquear al gobierno de Maduro. Visto así, la narrativa que busca imponer Lula no habría sido resultado de un acto irreflexivo o un impulso provocado por la intemperancia, sino una jugada muy bien urdida con vista a la configuración de una estrategia internacional en el «Sur Global» (para decirlo con la neolengua del eje Moscú-Beijing). En fin, un putinista democratizado por acción y gracia de un líder continental llamado Lula. No sabemos si fue exactamente así. Pero las piezas encajan.

Encajan más si vinculamos lo sucedido en la cumbre de Brasilia con el reciente comportamiento internacional de Lula. Es sabido que desde que gobierna, Lula no ha manifestado el más mínimo asomo de simpatía por la lucha de liberación nacional del pueblo de Ucrania. Todo lo contrario. Ha llegado incluso a culpar a Ucrania de la invasión perpetrada por Putin. Si bien Lula tuvo que reconocer ante la presión internacional, que la guerra de Rusia surgió de una invasión, se ha negado a escuchar a las representaciones oficiales ucranianas, llegando al punto de esconderse de Zelenski, cuando el presidente ucraniano, en la cumbre del G7 en Hiroshima, solicitara entrevistarse con su colega brasileño.

Uno de los acompañantes de Lula dijo a los periodistas: «nos pusieron una trampa». Lula, advirtiendo la metida de pata, agregó que no habla con Zelenski por temas de agenda. Rara expresión la de un presidente que quiere presentarse como fundador de un «club de la paz» cuando se niega a intercambiar palabras con una de las partes involucradas en la guerra.

Esa fue la razón por la que los gobiernos de países cuyos gobiernos se han hecho escuchar rara vez en la arena internacional, como son los de Chile y Uruguay, no quisieron aceptar la narrativa lulista que nos presenta a un Maduro democrático, remarcando que esto no significaba oponerse a la participación de Venezuela en el evento.

Decimos como Lula, «narrativa». En efecto, si seguimos a Lyotard, la realidad está construida por diferentes narrativas. Pero las narrativas dependen de quien las narra y del cómo se hacen. Hay narrativas construidas sobre opiniones y hay otras construidas sobre hechos reales. Esa es la diferencia entre la narrativa de Lula, construida sobre sus opiniones personales, y la de Boric-Lacalle, construida sobre la base de hechos reales.

Probablemente los presidentes de Chile y Uruguay piensan que es más conveniente mantener a un gobierno como el de Maduro dentro del marco diplomático latinoamericano. Fuera de ahí, podría, junto con Cuba y Nicaragua, intentar generar de nuevo un mamarracho antidemocrático como fue la fenecida ALBA, fundada por Hugo Chávez.

Las asociaciones internacionales no deben ser regidas por determinaciones ideológicas. En ese punto hay coincidencia general. La Unión Europea es un ejemplo. Incluso, a un gobierno que se ha propuesto dinamitar todas las resoluciones de la UE, como es el del húngaro Viktor Orban, jamás le ha sido negado su derecho de pertenencia a la asociación. Lo mismo podría suceder con la Venezuela de Maduro. Sin embargo, así como en la UE nadie calla sobre la falta de libertad de opinión, de prensa, e incluso hostigamiento al parlamento en Hungría, también los presidentes Lacalle y Boric hicieron uso del derecho que les corresponde al oponerse al blanqueamiento de Maduro por parte de Lula. En el caso de Lacalle-Pou, perfectamente explicable. El presidente uruguayo pertenece a una derecha democrática y liberal opuesta radicalmente a todas las antidemocracias, y con mayor razón a las de izquierda. Algo más complejo es el caso de Boric.

Las razones del presidente Boric

El presidente chileno proviene de una izquierda irredenta en donde tienen cabida todas las posiciones habidas y por haber en el mundo izquierdista. Fracciones de esas izquierdas, sobre todo las que controla el partido comunista, mantienen relaciones e incluso ensalzan a los gobiernos antidemocráticos de América Latina. Boric, en cambio, es fiel a una posición mantenida desde sus tiempos estudiantiles. Repetidamente ha dicho: «no se puede estar en contra de una dictadura de derecha si al mismo tiempo no se está en contra de las dictaduras de izquierda. Los derechos humanos son universales o no son».

De tal modo, cuando Boric lidia en contra de la narrativa antidemocrática de Lula, lo hace también en contra de las tendencias antidemocráticas que forman parte del Frente Amplio chileno, de las que hacen gala algunos representantes del partido comunista (Jadué, entre otros).

Boric, evidentemente, sigue la ruta trazada por sus antecesores de izquierda. Tanto Lagos, directamente, tanto Bachelet, por medio del ministerio del exterior, se pronunciaron repetidamente en contra de la violación a los derechos humanos cometida en la Venezuela de Chávez y de Maduro. En ese sentido Boric se encuentra en continuidad y no en ruptura con sus antecesores de izquierda.

Tanto o más necesaria si se toma en cuenta que en Chile han surgido posiciones que, conjuntamente con el auge del nacional-populismo de derecha encabezado por José Antonio Kast (tan similar al franquismo ideológico del Vox español), intentan reivindicar a la dictadura de Pinochet. De acuerdo a la encuesta CERC-MORI (mayo del 2023) un 36% de los chilenos justifica a la dictadura de Pinochet. La réplica de Boric desde Brasilia, fue muy clara: «Augusto Pinochet fue un dictador, esencialmente anti demócrata, cuyo gobierno mató, torturó, exilió e hizo desaparecer a quienes pensaban distinto. Fue también corrupto y ladrón. Cobarde hasta el final hizo todo lo que estuvo a su alcance para evadir la justicia». Pero también Boric debe haber comprendido que el hecho de que Pinochet, pese a todos sus crímenes siga siendo popular en Chile, tiene también que ver con el apoyo de sectores de izquierda a regímenes como los de Cuba, Nicaragua, Venezuela, Rusia y China. Efectivamente, esa izquierda es responsable de haber convertido el concepto de dictadura en agua potable.

Con su rechazo a la narrativa de Lula, Boric intentó marcar una línea tanto hacia el interior como al exterior de su país. En ese intento fue unos pasos más allá que Lacalle. No solo desmintió la falsa narrativa de Lula, además se pronunció en contra de las sanciones impuestas desde EE UU a Venezuela. ¿Lo hizo para equilibrar sus palabras en contra de Maduro? Puede que sí. Pero también para distanciarse de una fracción antidemocrática de la oposición venezolana que, bajo la conducción extremista de Guaidó, López y también, Machado, han jugado a la carta de una insurrección, sin tener siquiera los medios para realizarla.
Evidentemente, Boric es un fenómeno nuevo en el contexto latinoamericano. Aunque nunca, por cierto, va a ser un líder continental. Proviene de un país alejado del mundo, sin peso internacional y, por si fuera poco, carece de un fuerte apoyo nacional.

En política no hay hermandades

En el Chile de Boric se repiten de modo asombroso las tendencias que se dieron en las elecciones municipales de España (sobre las que pensaba escribir): Una izquierda en retroceso, una avanzada fuerte de la derecha y de la extrema derecha populista y un muy peligroso vacío de centro. Pero al menos Boric ha entendido que la tarea primordial de nuestro tiempo es defender los espacios democráticos frente a una ola autocrática que crece y crece. Una narrativa autocrática de la que Lula, al igual que su antecesor Bolsonaro, se han hecho parte.

Lula tampoco puede aspirar al liderazgo continental. No es un autócrata, pero carece de una narrativa coherentemente democrática. Sus silencios frente a la guerra de Ucrania, su sometimiento político a los dictados que provienen de China, sus distanciamientos frente a las democracias occidentales, lo inhabilitan para ejercer cualquiera pretensión de liderazgo.

Frente a esa ausencia de conducción, los gobiernos latinoamericanos se verán obligados a crear coaliciones puntuales entre sí, sean de carácter bilateral, como la que se dio de modo espontáneo entre Boric y Lacalle, sean de carácter multilateral. Esa es también la razón por la cual, reuniones como las de Brasilia, son tan necesarias. Allí los gobiernos pueden discutir desde sus respectivas posiciones, fijar acuerdos y desacuerdos, unirse y dividirse, en breve, hacer política.

Al fin y al cabo, todos los pensadores de la política, llámense Antonio Gramsci, Max Weber, Carl Schmitt, Ernesto Laclau, Hannah Arendt, y otros, están de acuerdo en un punto: no la unidad forzada sino la que surge de la división y del debate, es condición de la política. Los quejidos nostálgicos de Lula con respecto a que hoy no existe en Latinoamérica la hermandad que había ayer, cuando volaban de lado a lado maletines llenos de plata, están fuera de lugar. Nunca ha habido –ni debe haber– hermandad en la política. Si la hubiera, la política y los políticos estarían de más.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Los acuerdos de Hiroshima

Fernando Mires

A primera vista es, o por lo menos era, un club exclusivo, hecho para millonarios, o como dicen los ultraizquierdistas de distintas latitudes, la vanguardia del capitalismo mundial. Sin embargo, el denominado G7, a pesar de haber sido visto hasta ahora como una asociación informal de países occidentales altamente desarrollados, ha llegado a ser, sobre todo hoy, en tiempos de guerra, un organismo internacional de coordinación política más que económica.

ACUERDOS Y CONSENSOS

Habiendo desaparecido las naciones comunistas (solo quedan deshechos como Cuba o Corea del Norte) el G7 ha pasado a ser una institución que convoca a los países líderes del espacio político occidental (en cierto sentido: político-cultural) tan distinto al occidente geográfico. Así podemos ver que bajo las condiciones determinadas por la invasión desatada desde Rusia, el G7 ha llegado a ser el núcleo central de la alianza occidental que apoya política y militarmente a Ucrania. Más todavía si se tiene en cuenta que los objetivos de esa guerra, anunciados por el propio Vladimir Putin, van mucho más allá de Ucrania, apuntando hacia la conformación de un bloque mundial cuyo eje dominante deberá ser China, en estrecha alianza con la dictadura rusa y la tiranía clerical de Irán.

Estados Unidos y Canadá, Inglaterra, Francia, Italia, Alemania y Japón, sin ostentar el título, son por el momento naciones líderes del occidente político. Sin la participación conjunta y activa de ese grupo de autoelegidos, Occidente carecería de representación política estatal para enfrentar problemas mundiales en contra de declarados enemigos anti-democráticos como también frente a dilemas de dimensión global (como el cambio climático y las pandemias, por ejemplo)

De tal manera, si tuviéramos que hacer un catálogo de los temas discutidos por los gobernantes presentes en Hiroshima (19.05.2023) habría que dividirlos en dos grupos. A los primeros podemos llamarlos temas globales. A los segundos -los más candentes, los derivados de la guerra de Rusia a Ucrania y los latentes conflictos geo políticos, económicos y militares entre China y los EE. UU- podríamos denominarlos, temas geo-estratégicos.

Acerca de los primeros, los gobiernos del G7 estuvieron de acuerdo en continuar trabajando hacia un objetivo que, por ahora, parece imposible: la desnuclearización militar del globo. No se trata por cierto de un proyecto de paz mundial -eso sería aún más utópico– sino simplemente de un intento para impedir que gobiernos anti- democráticos como son los de Rusia, Corea, Irán, entre otros, pretendan poner de rodillas al resto del mundo mediante el chantaje nuclear, como lo ha venido intentando Putin durante la invasión a Ucrania. Evidentemente, en ese punto los gobiernos del G7 esperan contar con la colaboración de China, cuyo gobierno, a diferencias del de Rusia, no tiene ninguna vocación suicida, entre otras razones porque el crecimiento económico de China depende de las economías occidentales. En ese mismo orden, los siete gobiernos reunidos en Hiroshima, habiendo extraído las enseñanzas de la reciente pandemia, también se comprometieron a trabajar en conjunto en la formación de un sistema mundial de la salud. Los epidemias y pandemias, fue la fatal lección que dejó el COVID 19, no reconocen barreras políticas, ni culturales, ni mucho menos, geográficas.

Al ítem de los temas globales pertenece también la revolución energética de nuestro tiempo.

Los siete firmantes estuvieron de acuerdo en mantener una política tendiente a la reducción de la energía fósil y su reemplazo por energías verdes, eólicas y solares, entre otras. Un proceso que avanza aceleradamente en América del Norte, en el sudeste asiático y, esto es muy importante, también en China, cuyo gobierno ha avistado la posibilidad de ejercer liderazgo en la producción de tecnologías en el rubro de las energías renovables. Sin embargo, en ese punto, es posible que China se vea obligada a navegar entre dos mares.

Por una parte China dispone de mecanismos para liderar junto con Europa y los EE. UU las transformaciones energéticas que tienen lugar a nivel mundial. Pero, por otra, su gobierno mantiene a nivel geopolítico una estrecha relación con las mal llamadas potencias emergentes, las que en su mayoría viven de la venta de materias primas tradicionales, como gas y petróleo (sobre todo Rusia, Irán, Arabia Saudita y las naciones de Asia Central)

De una manera u otra, la reunión del G7 demostró claramente que, mientras la agresión de Rusia a Ucrania es el problema más inmediato y por eso mismo el más grave, el problema central se llama China. O para formularlo en un dilema: ¿cómo mantener una relación pacífica con un gigante territorial que a la vez es y seguirá siendo un socio comercial, un competidor tecnológico y financiero y un rival (a veces, un enemigo) sistémico, vale decir, político y militar? Un tema, sabemos, en el que no hay acuerdo total entre los Estados Unidos y los demás miembros del G7.

Francia y Alemania, tal vez Italia, no parecen demasiado dispuestos a bajar su nivel de cooperación económica con China si el conflicto entre China y EE. UU llega a incentivarse. La frase brutal de Macron en Pekín, “No hay que dejarse arrastrar por los Estados Unidos” fue compartida por personeros del gobierno y de la oposición alemana, aunque si bien, como es su costumbre, Scholz se limitó a no decir nada. Tal vez con el objetivo de no hacer públicas sus discrepancias los gobiernos asistentes optaron por un “acuerdo de caballeros”: reducir las dependencia con China en áreas llamadas estratégicas (no se mencionó ninguna) a fin de evitar una crisis como la que estuvo a punto de producir en Europa el corte de gas ruso, pero a la vez solicitar al gobierno de Xi Jinping que modere sus pretensiones geopolíticas en el mar de China y que intente bajar las tensiones sobre la soberanía de Taiwan, lo que evidentemente China no hará.

No es demasiado probable, como advierten algunos observadores, que China invada a Taiwan arriesgando una guerra de desarrollo impredecible. Pero por otro lado tampoco le convendría bajar las tensiones, pues ha descubierto que el problema Taiwan puede ser reactivado cada vez que China necesite mostrar sus dientes a EE. UU, más todavía si existe la posibilidad de un retorno de Donald Trump, cuya chinofobia va más allá de la simple rivalidad económica. En todo caso, las tensiones derivadas de Taiwan no las bajará China mientras no termine la guerra en Ucrania (y eso ni Dios sabe cuándo puede ocurrir).

El pedido del G7 a China para que interceda frente a Putin en la guerra a Ucrania, fue solo un acto pro-forma. Todos los habitantes del mundo –quizás con la excepción de Lula- saben que Rusia es un aliado, si no estratégico, por lo menos táctico: una especie de brazo armado del proyecto chino orientado a alcanzar la hegemonía económica mundial. Reiteramos económica, porque acceder a la hegemonía política será muy difícil, pues para ejercerla se requiere de cierta hegemonía político-cultural, y esa hegemonía –por su imposibilidad- es lo que menos parece interesar a los comunistas-capitalistas de China.

OCCIDENTE COMO AMENAZA POLÍTICA Y CULTURAL

Probablemente los dirigentes chinos no han estudiado a Max Weber, a Antonio Gramsci, mucho menos a Hannah Arendt (como tampoco los miembros del G7 han estudiado con intensidad a Confucio y Lao Tsé) y al parecer no han reparado en la estrecha relación que en la zona política occidental se da entre pensamiento, debate y política. En el discurso político chino por ejemplo, no existe la noción de hegemonía política, la que en Occidente es imprescindible. Da la impresión incluso de que dentro del discurso político de China la palabra hegemonía es un sinónimo de dominación o, en el mejor de los casos, de supremacía. En esos dos ámbitos, dominación y supremacía, China podría lograr, por lo menos periódicamente, objetivos económicos y geoestratégicos. Puede ser entonces que los observadores chinos se hubieran sentido desconcertados cuando en la declaración de Hiroshima aparecieron dos puntos muy inusuales en los encuentros inter-estatales. Uno es el que se refiere a la necesidad de mantener control sobre la expansión de la llamada inteligencia artificial. El otro se refiere al apoyo conjunto de los gobiernos del G7 a las libertades sexuales y de género logradas en los países occidentales por movimientos como los articulados bajo la sigla LGTB.

Con respecto al tema de la inteligencia artificial, los gobiernos occidentales han tomado noticias de los alertas que diversos estudios han emitido sobre el problema que surge al sustituir al pensamiento humano –por ser humano, equívoco y contradictorio- por otro tipo de pensamiento superior en precisión, claridad y objetividad, cuya aplicación puede ser muy útil en diversos aspectos de la vida cotidiana, sobre todos en los referentes a tecnología, la ciencia y la producción de bienes y servicios. Pero aplicado más allá de la esfera de la racionalidad instrumental, puede derivar en el deterioro de esa otra esfera del pensamiento constituida por la afectividad, la emocionalidad, y no por último, por la espiritualidad, vale decir, sobre esa capacidad del humano de “pensar más allá del pensamiento” de acuerdo a un pasado revivido, orientado hacia el futuro (Arendt), capacidad que lo lleva a emitir y rectificar juicios en el debate colectivo, fase previa a la decisión que lleva a la acción política.

La extensión de la inteligencia artificial a los espacios de lo privado y de lo público, llevaría al deterioro de lo privado y de lo público a la vez, es decir, a asumir como normal un estilo de pensamiento propio a los regímenes totalitarios. De más está decir que un proyecto de extensión acrítica de la inteligencia artificial contaría con el apoyo entusiasta de gobernantes como Xim Jong Un, Xi Jinping, Vladimir Putin.

No es casualidad que Putin haya declarado que los países que mejor dominen los mecanismos que demanda el desarrollo de la inteligencia artificial, controlarán al mundo. En otras palabras, lo que ha captado el asesino presidente, es la posibilidad de imponer un tipo de pensamiento puramente instrumental, ese que a él mismo impide sentir el más mínimo dolor frente al asesinato en masa de niños, mujeres y ancianos que cada día manda a ejecutar en Ucrania. Para decirlo con cierta sorna: la inteligencia de dictadores como Putin es, de por sí, artificial.

El segundo nuevo punto introducido en la declaración de Hiroshima, el de apoyo a las demandas que claman por la aceptación de las diferencias sexuales, debe haber sorprendido a los jerarcas de los países regidos por dictaduras, sea en China, en Rusia y en la mayoría de los países islámicos. Para sus gobernantes quedaría confirmada la tesis de que Occidente es un espacio decadente y, por cierto, marcado por la degeneración sexual. Por lo demás, la persecución sistemática a que son sometidos los homosexuales en Rusia o en Irán (no en China) cuenta con el apoyo más decidido de las extremas derechas occidentales. De ahí que tanto a esas derechas, como a las sectas putinistas e islamistas, la declaración del G7 -que no solo lleva a la aceptación de las diferencias sexuales sino (¡horror!) a su apoyo- debe haber aparecido como una afrenta a la moralidad y a la tradición que ellos imaginan representar en sus respectivos países. Visto desde ese prisma, la des-occidentalización que debe comenzar en sus naciones, es una obligación moral, e incluso, para los ayatolas y los monjes ortodoxos de Rusia, una misión sagrada.

Así como en las castas dominantes de los países anti-occidentales, existen en los países occidentales grupos no siempre minoritarios que jamás aceptaran la idea de que entre el sexo, como actividad reproductora y el género como identidad social y cultural, debe haber una diferencia. Por eso mismo nunca aceptarán que las constituciones reconozcan la diversidad de la vida en el marco de una igualdad que solo puede ser ante la ley.

Las demandas por más libertades sean de sexo o de género (es decir, las demandas por la libertad de ser) son sentidas por los gobiernos autocráticos como una ofensa a la integridad del poder. Y en cierto modo lo son. Las libertades del ser siempre serán ofensivas -y contaminantes- para las autocracias y otras formas autoritarias de gobierno. Más todavía si esas formas sustraen los cuerpos a quienes se han adjudicado el derecho a controlarlos mediante los “dispositivos del poder” (Foucault) sean estos privados o públicos.

La democracia, se comprueba una vez más, no solo es una forma de gobierno, o no solo es un sistema político, sino sobre todo, un lugar de reproducción de la lucha por la libertad del ser, sea como ciudadano, sea como entidad corporal. Eso significa que alguna vez deberemos reconocer el legado político de esa línea intelectual iniciada por Freud quien estudiando la polimorfía sexual de sus pacientes logró separar a la reproducción de la sexualidad (separación entre sexualidad y género, según la terminología actual). Línea después continuada por Lacan, al entender que no es el objeto el que construye al deseo sino el deseo al objeto y, no por último, por Foucault, quien de modo directamente político planteó –ante el espanto de la patanería pseudointelectual- que no existe la represión corporal pues la represión será siempre corporal, sea ejercida en un cuerpo social, en un cuerpo laboral o en un cuerpo biológico y sexual (bío-poder). En otras palabras –y ese es el hueso de la proposición de Foucault- es imposible una liberación social sin una liberación corporal.

El ser no es solo una noción filosófica. El ser del humano es un cuerpo-ser y un ser-cuerpo. Eso quiere decir que las libertades originarias del liberalismo filosófico han bajado del cielo de las ideas para materializarse en el lugar donde pertenecen: el cuerpo humano. Ahora bien, ese encuentro entre la libertad como idea y la libertad como cuerpo que estamos presenciando en el asomo desordenado, anárquico, a veces exhibicionista y hasta antipolítico de los movimientos orientados a las demandas por la diversidad de género, porta consigo el sello de la revolución democrática occidental. En efecto, las demandas de género se encuentran en continuidad con las demandas liberales del siglo XlX, con las demandas sociales del siglo XX, con las demandas feministas de los siglos XX y XXl. Frente a todas esas demandas han surgido contra-movimientos e incluso contrarrevoluciones, muchas veces triunfantes. Con mayor razón aparecen con furia en países como China, Rusia e Irán, donde nunca ha habido ni siquiera un asomo de revolución democrática.

No son pocas las críticas a la exclusividad del G7, o al hecho de que sus participantes no hayan invitado a Rusia o China a formar parte de la institución. El problema es que si China o Rusia hubieran formado parte del grupo, una declaración a favor de la libertad y de las diferencias como fue la firmada por los gobiernos presentes en Hiroshima, no habría sido posible.

Hay momentos en que Occidente necesita estar a solas consigo. Hay momentos también en los que la democracia debe ser desafiada para entender todo lo que perderíamos si es que alguna vez ella se nos va. Todos sabemos, por ejemplo, lo que significaría para la ciudadanía ucraniana una rusificación forzada o para la población de Taiwan, una des-occidentalización no menos forzada. Las libertades nacieron no solo para gozarlas, también para defenderlas.

27 de mayo 2023

Polis

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El poder de la tradición

Fernando Mires

Las elecciones presidenciales turcas de mayo del 2023 fueron seguidas con pasión en Europa y otras zonas del mundo. Como afirmamos en un artículo anterior, toda elección local tiene hoy –sobre todo en tiempos de guerra– una connotación global. Más todavía si hablamos de un país como Turquía, miembro de la OTAN, puente cultural entre la Europa moderna y el mundo islámico.

Con un gobierno autoritario, tendencialmente autocrático, cada vez más parecido al de la Rusia de Putin, pero que económica y culturalmente ha integrado a valores y formas políticas de la Europa posmoderna, originando así una contradicción que ha llegado a ser parte de la vida cotidiana del país. Tradición en contra de la modernidad, dirán los seguidores de Max Weber. Pero la tradición es mucho más que el otro polo de la modernidad. Sobre eso, discutiré en este texto.

La Turquía de Erdogan

En Turquía colisionan todas las tendencias incubadas en la modernidad con la resistencia que ofrece su pasado histórico, contradicción no solo turca pero que se da con mayor claridad en Turquía que en otros países.

Las esperanzas de que esta vez Erdogan iba a ser desbancado no eran infundadas. Turquía padece una profunda crisis económica, una inflación desatada, un terremoto que no solo dejó ruinas sino, además, mostró ineficiencia administrativa para manejar la crisis. Por esas razones, las encuestas optimistas a favor de la Alianza Nacional representada por el político centrista Kemal Kilikdarouglu hacían suponer que el optimismo parademocrático estaba bien fundado.

Los resultados son conocidos. Pese a todas sus falencias, Erdogan logró imponerse en la primera vuelta bordeando la mayoría absoluta (49,5%). Todo hace suponer que, en la segunda, Erdogan aumentará su porcentaje pues los votantes del ultranacionalista Sinan Ogan y su partido ATA (5%) están más cerca del erdoganismo que de la opción de Kilikdarouglu. Definitivamente tenemos que llegar a una conclusión: la mayoría de la ciudadanía turca está con Erdogan.

Fraude no hubo. La campaña, cierto, no fue limpia, como no lo es bajo ningún gobierno autocrático. Pero con eso había que contar. De modo que la conclusión se mantiene: los votantes turcos prefieren un gobierno autoritario, uno que tiene las cárceles llenas de opositores, uno que restringe la libertad de opinión, uno que mantiene amistad con dictaduras islámicas y autocracias europeas, uno que ni siquiera ostenta números exitosos en el manejo de la reciente crisis económica. Pero todo eso –y es mucho– no debería asombrarnos si partimos de una premisa históricamente comprobada: Ningún pueblo, el pueblo turco tampoco, es democrático por naturaleza.

La opción democrática no es más que eso: una opción, y quienes no la eligen tienen razones a las que, sin estar de acuerdo con ellas, deberíamos por lo menos tratar de entender. Sobre todo, si consideramos que Erdogan está lejos de ser el primer autócrata que accede al poder para después mantener su apoyo popular. Los latinoamericanos sabemos algo de eso. Ni un Chávez, ni un Evo, ni un Bukele ni un Bolsonaro, y ni siquiera un Ortega o un Maduro, llegaron al poder por medios no democráticos. La autocratización viene después: es, si se quiere, posdemocrática.

La democracia es en ocasiones tan democrática que permite el acceso al poder de candidatos cuyo objetivo es restringirla. O como en los casos de Hitler ayer y Putin hoy, destruirla. Con mayor razón puede ocurrir en un país como Turquía, depositario de tradiciones a las que de ningún modo podemos designar como democráticas.

En clave weberiana podríamos decir que, entre el candidato de la tradición y el candidato de la modernidad, la ciudadanía turca se inclinó a favor de la tradición, pero de una tradición –y aquí abandonamos de inmediato a Weber– que no está en el pasado sino situada en un lugar del presente político.

Tradición es el pasado constituido, vivo en tiempo presente en instituciones que fueron creadas en el pasado. Un pasado-presente en donde el tradicionalismo, viniendo de ayer, vive en el presente con más fuerza que en el pasado de donde vino. Y es claro: la tradición del pasado nunca fue vista por quienes la vivieron, como tradición. La tradición es una invención del presente. Todos los tiempos han sido modernos para sus contemporáneos. De modo que un pasado-presente, es el fundamento de toda vida humana, sea individual o social.

O dicho a la inversa: La clausura del pasado, llamada de modo clínico amnesia, destruye al presente y conduce a la locura, sea esta individual o colectiva. Así nos explicamos por qué los movimientos que han pretendido hacer de nuevo a la historia, destruyendo a los fundamentos del pasado, han llevado a grandes catástrofes.

Erdogan es tradicionalista, y a su modo, Kilikdarouglu también lo es. Pero bajo Erdogan, no hay que olvidarlo, Turquía accedió a la economía y a la tecnología moderna. En la visión de sus electores, Erdogan ha conducido a su país a la modernidad sin romper con la tradición. Recordemos también que entre 2003 y 2007 la economía turca creció a ritmos inusitados hasta llegar a ser una semipotencia económica moderna. Turquía es hoy la 19. economía del mundo, con un PIB anual de 819.04 Usd millones, es miembro de la OCDE y del G20, y durante la guerra en Ucrania, su peso político internacional continúa aumentando.

Por cierto, Erdogan es un hombre profundamente tradicionalista. Su concepto de sociedad es patriarcal al extremo, las diversas tendencias que contradicen su visión del mundo, sean políticas o sexuales, no solo están prohibidas, son además perseguidas desde el poder. Su estilo de gobierno es personalista, no oculta su aversión por el debate parlamentario, y sus ideales de orden, familia y patria son rígidos.

En breve: Erdogan no es un dictador no porque no quiera, sino porque no puede. Así nos explicamos por qué la mayoría de la población de las grandes ciudades, sobre todo profesionales, intelectuales, más la juventud universitaria, son predominantemente occidentalistas y, por lo mismo, antiErdogan. El mundo agrario y suburbano, en cambio, es profundamente erdoganista.

No extraña entonces que gran parte de la ciudadanía haya reelegido a Erdogan en contra de una occidentalidad política y cultural frente a la cual imaginan sentirse amenazados en sus propios reductos internos.

Erdogan pertenece a un término medio turco. Económicamente es liberal, políticamente es antiliberal. De tal manera, quienes votaron por Erdogan votaron por la tradición, pero por una tradición modernizada bajo la tutela del mismo Erdogan. Además, es muy religioso. Y a la religión, no solo en el mundo islámico, pertenece la tradición. Verdad que aprovechó el ministro de justicia turco para plantear que la elección presidencial del 14 de mayo fue «entre creyentes e infieles». Evidentemente, no era así, pero no pocos votantes lo entendieron así.

Kilikdarouglu también es religioso, y a pesar de sus ideas sociales más que socialistas, es un hombre de corte conservador. No obstante; el bloque que lo apoya, formado por diversos partidos, dista de representar el orden de una manera tan monolítica como lo hace el Partido Desarrollo y Justicia de Erdogan (AKP).

Si damos un vistazo a los principales partidos de la coalición anti-Erdogan (CHP), veremos que ahí conviven no solo posiciones diversas, sino antagónicas: Partido Republicano Liberal, Centro izquierda «kemalista» (al que pertenece Kilikdarouglu, es más bien social demócrata), Partido Bueno (conservador y nacionalista), Partido de la Felicidad (islamista y conservador), Partido Demócrata (centro derecha). A ese abanico se sumó el partido nacionalista kurdo HDP, que más bien asusta a los sectores medios del país en lugar de ganarlos.

En fin, una bolsa de gatos. Así tenemos que mientras más grande es la coalición antiErdogan, mayor es la inviabilidad política que muestra. En cierto modo, lo único que une a todos esos partidos es el antierdoganismo, y eso no es suficiente para cuestionar el principio de autoridad encarnado en la persona de Erdogan.

En suma: La coalición de Kilikdarouglu, prometía más libertad, pero no prometía más estabilidad. Y, aunque no nos guste, tenemos que aceptar que las grandes mayorías de cada nación anhelan orden, seguridad y estabilidad.

Además, Erdogan no está solo y por lo mismo está lejos de ser un fenómeno singular. Por el contrario, puede ser visto como un miembro de una familia internacional formada por gobiernos como el de Hungría, Polonia, Serbia, y en los últimos tiempos, Israel. Todos abiertamente antiliberales y, por si fuera poco, confesionales. El triunfo de Erdogan no ha hecho más que seguir un curso dominante en la política europea y occidental ¿por qué no podía darse en una nación semieuropea, como es Turquía?

Los autócratas de nuestro tiempo han redescubierto a la religión y a sus instituciones como factor de poder. En la práctica forman parte, junto a la Rusia de Putin –cuyo autoritarismo ha derivado en la reconstrucción de un poder totalitario– de una contrarrevolución antiliberal, anti- parlamentaria, personalista y autoritaria de carácter planetario.

Sexualidad política

Hemos escrito «contrarrevolución antiliberal». Ese «contra» es muy importante. De hecho, da por supuesto que en Occidente tiene lugar una revolución. Efectivamente, así es, aunque para los occidentales, los cambios experimentados en los últimos tiempos no sean vistos como revolucionarios, de acuerdo a cualquiera definición, estamos viviendo una revolución en la que desde el momento en que tuvo lugar el fin del comunismo, aumenta la cantidad de países que adoptan la democracia no solo como forma de gobierno sino también como modo de vida, afectando no solo al orden social, sino también al interfamiliar e incluso al individual.

Nos referimos en este punto, a la revolución sexual del siglo XXI, una que ha hecho del cuerpo humano y no a la persona jurídica abstracta, un sujeto que, siguiendo la ruta trazada por Foucault, ha puesto en debate público esa parte más corporal de la corporeidad que es la sexualidad. Y aunque usted no lo crea, ese motivo, la irrupción de la corporeidad, tiene una importancia política que alguna vez deberá ser reconocida.

Al menos los ayatolas de Irán ya han entendido que la lucha en contra de la obligatoriedad del velo, asumida por mujeres, pero también por algunos hombres, tiene un potencial político altamente explosivo, y ese no es otro que sustraer al cuerpo humano de los dictámenes del patriarcalismo familiar, en los países islámicos base del patriarcalismo estatal y dictatorial. En Turquía esa obligatoriedad no existe, pero la presencia ostentosa de la siempre muy velada primera dama de la nación, indica claramente cual es el modelo a seguir, según Erdogan.

Las luchas feministas y femeninas (no es lo mismo) han impulsado a la lucha por la corporeidad, confrontándose con instituciones, sean estas religiosas o gubernamentales. De una manera u otra, puede decirse que en territorio occidental las reivindicaciones político-sexuales han logrado imponerse. Incluso ya están establecidas, normativizadas e institucionalizadas en leyes como son las de la permisión del aborto bajo determinadas circunstancias, o el matrimonio igualitario, y no, por último, en el derecho a cambiar de sexo.

Naturalmente, si esta nueva realidad despierta aversiones culturales en los países occidentales (sin la que fenómenos como el trumpismo, y otros exabruptos de extrema derecha serían impensables) con mayor razón aparecen de modo multiplicado en regiones y países en donde la palabra de la religión (o del partido, como en China) prima sobre la palabra de la Constitución.

Imaginemos por ejemplo a un campesino turco de Anatolia quien, después de la faena diaria, llega a su casa y enciende el televisor y de pronto se ve confrontado con escenas donde no solo es predicada sino además practicada la bi, la trans y la intra sexualidad. Naturalmente, si no se siente ofendido, deberá sentirse al menos desorientado. No será extraño entonces que ese campesino comience a clamar por la reconstitución del orden perdido, por la restauración de la vida familiar de tipo patriarcal que él consideraba natural (y lo es, de acuerdo a la economía campesina). Y bien, a favor de la recuperación de ese orden perdido está Erdogan y sus colegas internacionales, tanto en el mundo islámico como en el europeo del este y, por supuesto, en ese lejano occidente llamado América Latina.

Junto a la ampliación de las libertades y, por ende, de la democracia, estamos viviendo reacciones antiliberales y antidemocráticas, a veces muy virulentas. Es lógico que así sea. Muchos de los que votaron por Erdogan, lo hicieron en defensa de sus identidades patriarcales y autoritarias, incluso en contra de sus propios intereses. Y si hacemos un esfuerzo e intentamos ponemos en el lugar de esos votantes, podría suceder que, desde el punto de vista de ellos, encontraremos razones a las que hay que prestar atención. Hay, en efecto, multitudes de seres que se sienten desautorizados por los cursos de una modernidad a la que no pueden tener acceso. Que reclamen por el restablecimiento de lo que ellos creen ver como la autoridad perdida, tanto en la vida familiar como en la nacional, no es algo difícil de entender.

¿Qué es la autoridad?

Pero para decirlo con Hannah Arendt, no todas las posiciones que llevan a exigir el restablecimiento de la autoridad, son necesariamente autoritaristas.

En su texto ¿Qué es autoridad? (1957) hacía Arendt una fina diferencia entre poder y autoridad. El poder ejercido mediante la coacción y la violencia, afirmaba, es todo lo contrario al principio de autoridad. De la conservación constitucional e institucional de ese principio, aducía, depende la existencia del espacio político. Sin autoridad institucional, no hay política, es su deducción. Eso no quiere decir, entiéndase bien, que la política debe ser autoritaria. Quiere decir simplemente que –por lo menos en formato democrático- solo puede tener lugar en el marco de un orden institucionalizado y constitucionalizado.

Autoridad, orden, constitución, son pilares sobre los cuales reposa todo orden jurídico y político. En un mundo anárquico, en pleno desgobierno, en la lucha de todos contra todos, no puede haber política. Por eso decía Arendt que las legítimas luchas en contra del hambre y la miseria no llevan de por sí a un orden donde primará automáticamente una mayor libertad. Todo lo contrario, un orden democrático, institucional y constitucionalmente establecido, es la condición para que las luchas sociales tengan lugar de modo político, a través del debate y los representantes que elegimos. En ese sentido Arendt invierte la posición weberiana: entre tradición y modernidad no hay contradicción, afirma. Solo a través del reconocimiento de la tradición pueden ser creadas las condiciones que hacen posible las innovaciones, e incluso las rupturas con respecto a la tradición.

La pensadora política recurre para ejemplificar, al dictamen romano que dice: «el poder reside en el pueblo, la autoridad reside en el senado», distinguiendo claramente entre el origen (simbólico) del poder y la residencia (no simbólica) del poder. Pues bien, esa parte del discurso arendtiano nos invita a dejar de lado la arrogancia occidentalista y tratar de entender por qué, en determinadas ocasiones, el pueblo usa su poder para restablecer el principio de la autoridad perdida o simplemente amenazada.

Por supuesto, los pueblos también se equivocan. No son pocas las veces en las que, en el deseo de restablecer el principio de autoridad, vale decir, de recomponer esa necesaria conexión que debe darse entre presente y pasado, los pueblos eligen a dictadores que usurpan el poder del pueblo y con ello al propio principio de autoridad que los convirtió en gobernantes (quizás el ejemplo de Putin es el más claro).

Esa necesaria autoridad, aduce Arendt, es la que llevó a los antiguos griegos a instituir los consejos de ancianos, institución que hacía de nexo entre el pasado y el futuro. De acuerdo al espíritu genial de su tiempo, los griegos entendieron que sin pasado no hay futuro.

El ser no es un ser del presente, es un ser en el tiempo, pensaba Heidegger, en su intento compartido por Arendt de hacer revivir el espíritu griego. En la filosofía, según Heidegger. En la política, según Arendt.

La autoridad viene de la tradición, y sus sujetos principales no son las personas sino las instituciones a las que hay que preservar hasta que sea necesario removerlas y fundar en ese mismo espacio, otras. Esa es la razón por la que países económica y políticamente muy desarrollados de Europa mantienen vivo el principio simbólico de una monarquía cuyos reyes no mandan ni gobiernan, pero sí actúan como representantes de un pasado que ha hecho posible la existencia del presente. En algunos países –EE UU y Alemania entre otros – el Rey ha sido sustituido por el reinado de la Constitución. La idea es la misma: el presente no solo viene de la tradición: la tradición también forma parte del presente.

Puedo explicarme entonces por qué muchos jóvenes turcos residentes en Europa votaron por Erdogan. Puede que algunos hayan votado por “un padre” o incluso siguiendo a su propio padre. Decisión a la que no me atrevo a criticar. Para vivir en política, aun no estando de acuerdo con los diferentes, hay que tratar de entenderlos y también, si se da el caso, cuestionar no solo a ellos, sino a nosotros mismos.

Los cambios culturales y políticos que tienen lugar en Occidente son al fin un legado de la tradición de la Ilustración, de las reformas religiosas, de las revoluciones democráticas en EE UU y en Francia y, no, por último, de la revolución democrática que puso fin a las dictaduras comunistas en 1989-1990. No podemos exigir entonces el mismo comportamiento político a pueblos que han vivido otras historias. El camino que los llevará a la democracia (si es que alguna vez los lleva) no será el mismo que han recorrido los pueblos de occidente.

El camino que eligió Ucrania, para poner el ejemplo más quemante de nuestros días, lo decidieron los ucranianos el año 1991, cuando por aplastante votación (80%) optaron por ser parte del mundo occidental y no de una autocracia antioccidental, como es la dictadura de Putin. Del mismo modo, el resultado de la primera vuelta de las elecciones presidenciales de mayo del 2023 que dieron el triunfo a Erdogan, fue una decisión política de los ciudadanos turcos cuyo mensaje puede leerse como un pronunciamiento en contra de lo que ellos ven como una pérdida del principio de autoridad. En los dos casos, la decisión fue política. Y la política, sobre todo la electoral -lo acepten o no los electores turcos- nació en Occidente.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Global y local

Fernando Mires

El tiempo ha terminado por dar la razón –por lo menos en parte– a Samuel Hungtinton. Al menos una de sus tesis principales ha sido verificada. Dijo Huntington que los procesos de democratización avanzan en forma de olas y, por lo mismo, los de antidemocratización en forma de contraolas. Siguiendo la tesis, podría suceder que en la oceanografía como en la historiografía las contraolas lleguen a ser tanto o más violentas que las olas originarias. Así sucedió durante la contrarrevolución formada por la Santa Alianza europea, como también en la aparición de los totalitarismos fascistas y estalinistas, el primero una contrarrevolución antidemocrática interoccidental, y el segundo, una contrarrevolución antileninista, antidemocrática y antioccidental.

Olas y contraolas

Usando los términos, más filosóficos que historiográficos de Claude Lefort, muy diferentes a los de Huntington, podríamos hablar de una gran revolución democrática surgida desde que en EE.UU y en Francia fuera iniciada la, por él llamada, revolución democrática, una revolución que no cesa a pesar de las contrarrevoluciones que en su avance provoca.

La última ola democrática percibida por Huntingon tuvo lugar en los tres últimos decenios del siglo XX con la democratización del sur europeo (Grecia, Portugal, España), con el fin de las dictaduras militares latinoamericanas (principalmente en el Cono Sur) y, sobre todo, con la revolución democrática, nacional y popular que liquidó a las dictaduras comunistas del Este europeo. De acuerdo a esa perspectiva, estaríamos hoy situados en medio de otra gran contrarrevolución antidemocrática dirigida en contra de la cultura y la política occidental, la que oteando el horizonte político con mirada secuencial, podemos apreciar como respuesta a la revolución anticomunista de 1989-90 y a la consecuente ampliación democrática que continuó a lo largo y ancho del espacio occidental. Esa ampliación democrática –estoy escribiendo en términos macrohistóricos– ha continuado ampliándose en el siglo XXI, tanto al exterior como al interior de los propios países occidentales

Así vemos hoy como, radicalizando las premisas del liberalismo político, diversos sectores socioculturales hacen valer sus derechos, a veces de modo irracional (convengamos: los procesos revolucionarios nunca obtienen un certificado de buena conducta) en contra de conservadoras y patriarcales resistencias, interpelando a los humanos más allá de clases e ideologías, e incluso en su propia corporalidad, sea esta de género o de sexo.

En otras palabras, intentamos afirmar que la ampliación del liberalismo político, expresado en el crecimiento del espacio geográfico y político democrático mundial, continúa avanzando, aún más allá de las llamadas «libertades liberales». Precisamente, en contra de ese avance responden los contramovimientos autodenominados iliberales surgidos desde comienzos del siglo XXI, a los que en otros textos hemos denominado, nacionalpopulistas, movimientos aparecidos incluso al interior de los propios EE. UU con Trump y el trumpismo. Hoy esos movimientos ya están convertidos en gobiernos en países como Polonia, Italia, Hungría, Turquía, muy cerca de gobernar en Francia, o formando parte de coaliciones con la derecha tradicional, como ha sucedido en Israel, Austria y en los países escandinavos.

Y bien, gran parte de esos movimientos y gobiernos han sintonizado con los «valores» propagados por la Rusia de Vladimir Putin, a saber: la defensa de la familia patriarcal, de la patria, la reintegración de la religión al estado y un rechazo visceral a la multiculturalidad sexual. Occidente y su ideología liberal es para todas esas contraolas políticas (la verdad: más idemocráticas que iliberales), el lugar de la disolución de la nación, de la desintegración social, de la decadencia moral. Y bien, justo ahí, en ese punto, tenemos nuevamente que conceder la razón a Huntington.

Estamos asistiendo a un choque político pero, además, cultural a nivel global. Un choque –eso no lo previó Huntington– no solo entre naciones, sino también al interior de cada nación, vale decir, un choque internacional e intranacional a la vez.

La canción del nuevo orden mundial

El nuevo orden mundial, proclamado desde Rusia y China a partir de los extremadamente amistosos encuentros entre Putin y Xi, tiene su origen no tanto en contra de la economía occidental (de la que ambos imperios profitan y a la vez necesitan como campo de reproducción del capital) sino en contra del orden político occidental al que ven como una amenaza existencial no solo desde fuera, sino también hacia el interior de sus respectivos campos de dominación.

El mismo Putin, en su discurso de Munich del 2007, dejó claro que su objetivo era modificar el orden mundial. Dijo Putin en esa ocasión: «Pienso que para el mundo de hoy, el modelo unipolar no solo es inadecuado, sino totalmente imposible. Pero no porque los recursos políticomilitares ni los económicos sean suficientes para un solo liderazgo en el mundo de hoy. Lo que es más importante, el modelo en sí mismo resulta poco práctico porque no tiene una base propia y no puede ser la base moral de la civilización moderna».

Esas palabras fueron continuadas poco después con las sangrientas invasiones a Georgia y a Chechenia en el 2008 y a Siria en el 2013. El hecho de que la mayoría de los gobernantes europeos haya mirado para otro lado, no aminora la claridad de las palabras del dictador ruso. En efecto, podemos estar muy en contra de Putin, pero no podemos decir que el dictador ha ocultado sus intenciones expansionistas.

De más está decir que el orden unipolar que Putin ha comenzado a cambiar sangrientamente, es solo el mundo político. En lo económico, en el 2007, el mundo ya era económicamente bipolar (EE. UU- Europa y China) y militarmente tripolar (Rusia, China y los EE. UU). Por lo demás, fueron las agresiones militares de Rusia a partir del 2008 las que provocaron la gran ampliación de la OTAN el 2009, las que dejaron fuera, como un gesto de consideración con Rusia, a Ucrania.

Ni siquiera después de la invasión a Ucrania del 2014, Occidente intentó hacer ingresar a Ucrania. Cuando los plumarios de Putin afirman que EE. UU «sembró la guerra en Europa movilizando a sus títeres de la OTAN», o lo dicen acatando ordenes rusas o buscando congraciarse con las autocracias de sus países. Esos miserables pasan por alto que, así como fueron alemanes quienes derribaron el muro de Berlín, fueron ucranianos quienes en 1991 votaron por la independencia de su país, nada menos que un 80 %. Fueron ucranianos los que mantuvieron en contra de Rusia una guerra de posiciones desde el 2014 hasta el 2022. Fueron ucranianos quienes pidieron su ingreso a la UE, y luego armas para defender a su país del agresor.

Afirmar que Ucrania ha sido utilizada por los EE. UU y la OTAN para expandir las fronteras de Occidente, es de una vileza sin nombre. Ni una ayuda a Ucrania ha sido hecha sin la aprobación, incluso sin la exigencia, del legítimo gobierno del país.

Una lectura honesta de los hechos lleva en cambio a pensar en una conclusión contraria. Gracias a que Europa no incorporó a Ucrania a la OTAN, Putin se atrevió a invadirla el año 2022.

Teniendo en cuenta estos sucesos –no son opiniones personales– podemos decir que en las guerras de Putin a Chechenia y a Georgia, ya estaba contenido el propósito consumado el 2014, cuando Putin anexó Crimea y convirtió a los territorios del Dombás en base de operaciones con vista a Kiev para, desde ahí, librar una «guerra santa» (Kiril dixit) en contra del Occidente político, y en nombre de lo que él llama un nuevo orden político mundial.

Fue el canciller alemán Olaf Scholz en su epocal discurso de 2022 titulado Zeitwende (punto de inflexión) quien captó perfectamente que, lo que intentaba iniciar Putin a partir de Ucrania, era una revancha histórica contra Europa y los EE. UU, en fin contra Occidente, por haber colaborado (en su imaginación tortuosa) en la disolución del imperio ruso, fuera en su forma zarista o en su forma estalinista. En breve, la agresión de Putin a Ucrania no solo fue un acto de piratería territorial, sino un «avance tardío» en contra de la nueva Europa surgida desde las revoluciones democráticas de 1989-1990 a cuya tradición pertenecen en Ucrania «la revolución naranja» del 2004 y la revolución del Maidán del 2014 («golpes de estado» según la narrativa de los servidores de Putin) .

Otro mandatario, antes que Scholz, Joe Biden, se dio cuenta de que el carácter imperialista de las movilizaciones militares de Putin era apoyado por diversos regímenes antidemocráticos. Por eso planteó, ya en el año 2021, que la contradicción fundamental de nuestro tiempo era la que se daba entre democracia y autocracia. División que en su aparente simpleza es muy importante para entender la geoestrategia norteamericana frente a las potencias Rusia y China. Por de pronto, nos permite situar el tema de la agresión de Putin a Ucrania en el plano político, pero no solo como una lucha entre culturas «a la Huntington», tampoco como una contradicción entre dos formas económicas según la lectura marxista, sino como una tensión entre dos formas de gobiernos excluyentes entre sí, una que se da no solo entre naciones, sino al interior de cada nación.

Para decirlo con un ejemplo: Cuando gobernantes como Lukashenko o Maduro, Orban o Erdogan, dan su apoyo a Putin, lo hacen no solo a favor de Putin sino en contra de los movimientos democráticos que existen al interior de sus países. El hecho de que la mayoría, si no todos los gobiernos que han dado apoyo explícito o tácito a la invasión de Putin, sean dictaduras o autocracias, refuerza la veracidad de la demarcatoria política propuesta por Biden.*

Quienes, a diferencias de Scholz y Biden no entendieron el peligro que representan las guerras de Putin para el mundo democrático, fueron también dos presidentes, dominados ambos por una mentalidad predominantemente tecnocrática. Me refiero a Macron en Francia y a Lula en Brasil. Para ambos mandatarios, en efecto, los conflictos entre naciones tienen siempre una ratio económica y por lo mismo son superables si se muestra al enemigo buena voluntad para negociar respectivos intereses. De acuerdo a esa reducción economicista de la política, los dos mandatarios han intentado crear nexos de entendimiento con Putin apelando a la dictadura china, a la que ofrecen expectativas económicas a cambio de una interferencia a favor de la paz que permita aplacar las ambiciones territoriales del dictador ruso.

Por cierto, todas las negociaciones en aras de la paz son importantes, pero lo que no logra captar la insensibilidad política de presidentes como Lula y Macron, es que estas negociaciones no pueden hacerse a espaldas de quienes en estos momentos están luchando no solo por ellos sino por toda Europa: los ucranianos. Tampoco a espaldas de los EE. UU, nación que, al otorgar más ayuda militar a Ucrania que todos los países europeos juntos, ha impedido que Ucrania se convierta en una simple provincia rusa.

Y ni por nada del mundo estas negociaciones deben dejar afuera a los gobiernos de las naciones del Este europeo, amenazadas desde muy cerca por las tropas de Putin. Intentar negociar con Putin por cuenta propia, es –hay que decirlo con todas sus letras– romper la unidad democrática occidental, haciéndose eco de un propósito perseguido por Putin y Xi.

Lo global y lo local

La afirmación de Biden relativa a que la contradicción predominante de nuestro tiempo es la que se da entre autocracias y democracias, tanto a nivel local, como a nivel internacional, tiene además el mérito de otorgar un sentido histórico global a las luchas políticas libradas al interior de cada nación. Con esto se quiere afirmar que, aunque no lo digan, incluso, aunque no lo sepan, quienes forman parte o apoyan a los movimientos antiautocráticos al interior de cada nación –sea está el Irán de los ayatolas, la Turquía de Erdogan, la Bielorrusia de Lukashenko, la Nicaragua de Ortega, el Salvador de Bukele, la Cuba de Díaz Canel, la Venezuela de Maduro, y otras antidemocracias– están librando una lucha objetiva a favor de un orden político mundial donde primarán las democracias y no las autocracias y, en este sentido, ayudando también, objetivamente, a la Ucrania de Zelenski.

La política local ya no es una contradicción con respecto a la política global. Mas bien la primera es condición de la segunda. La guerra en contra del imperio ruso, o lo que podría ser peor, contra un orden político mundial dirigido por tres dictaduras atómicas (China, Irán y Rusia), no tiene lugar en las galaxias –para decirlo según la fantasía cinematográfica de Reagan– sino también al interior de cada nación, en cada región, en cada comuna, en cada voto por la democracia, en cualquier reducto desconocido de cualquier país en donde se dé una lucha en contra de algún autócrata. Más todavía si se tiene en cuenta que, apelando a la utopía negativa del nuevo orden mundial, Putin y Xi han logrado articular a la mayoría de las naciones regidas por gobiernos autocráticos, en un sistema de alianzas globales. Un ejemplo lo hemos visto en esos últimos días con en el reingreso de la autocracia de Siria a la Liga Árabe. Ahí, evidentemente, están las manos de Xi y de Putin.

Sé que es una verdad elemental, pero no por eso menos olvidada: no se puede estar en contra de una autocracia nacional sin estar en contra de Putin y la invasión a Ucrania. O dicho a la inversa: no se puede estar en contra de Putin y la invasión a Ucrania sin estar en contra de una autocracia nacional.

PS – Estas líneas las escribo dos días antes de las elecciones presidenciales en la Turquía de Erdogan. Un acontecimiento que desde Europa será seguido con tanta o mayor atención que las elecciones norteamericanas. En el pasado reciente esas elecciones habrían sido solo una entre tantas más. Hoy, cualquiera sea el resultado de ellas, sabemos que pueden incidir en el ordenamiento político de Europa y quizás del mundo. Eso quiere decir que vivimos, nos guste o no, en una era «glocal», donde lo global es local y lo local es global.

* Entendemos por autocracias a diferencias de dictaduras, a gobiernos autoritarios que concentrando los poderes del Estado incorporan elementos constitutivos a las democracias, introduciendo elecciones no-competitivas, cuyos candidatos pueden ser vetados por el ejecutivo. Un orden autocrático podría derivar, bajo determinadas condiciones, en un régimen democrático pero también, bajo condiciones determinadas por la expansión militar, en uno de tipo totalitario como ya es el de Putin en Rusia. Para estudiar el tema de la formación autocrática, sugiero leer el notable trabajo de Héctor Briceño ¿Qué tan distintos son los nuevos autoritarismos?, en Revista LASA Forum, Vol. 54, Issue 2.

Escribe Briceño “Los nuevos liderazgos autoritarios ya no compiten abiertamente en contra de la democracia promoviendo un sistema alternativo, en su defecto imitan sus instituciones y prometen perfeccionarla”.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

El totalitarismo del siglo XXI

Fernando Mires

Aunque algún académico de tipo weberiano pueda no estar de acuerdo, ni la historia ni la política se dejan regir de acuerdo a tipologías. Pues si pensamos que los procesos históricos asumen movimientos multideterminados, la razón tipológica debe contentarse solo con detectar situaciones y señalar características del mismo modo como cuando fotografiamos un paisaje sabiendo que al día siguiente después de una lluvia ya no será el mismo.

Tampoco, por cierto, debemos renunciar a la confección de «tipos». Por el contrario: los necesitamos para comparar estructuras y procesos. Al fin y al cabo, todo conocimiento es comparativo. Basta con manejar los «tipos» con prudencia, a sabiendas que no son «cosas» sino, para decirlo con Norbert Elías, simples «figuraciones». O tal vez en lugar de «tipos» deberíamos hablar de formas o formaciones (la forma fascista, la forma dictatorial, la forma democrática, etc.) Y naturalmente, de la forma totalitaria, la más fácil de definir por una razón muy sencilla: Totalitarismo alude a todo el poder concentrado, ya sea en una persona, en un estado, en un partido. Totalitarismo es el poder total. Si esa totalidad del poder no existe, no hay totalitarismo.

El totalitarismo de la era posindustrial

En textos anteriores nos hemos regido por una escala de formas de dominación no o antidemocráticas, las que pueden, bajo determinadas condiciones, culminar en esa fase llamada totalitarismo. Así hemos hablado de gobiernos autoritarios, autocráticos, dictatoriales y, finalmente, totalitarios, que son los que acumulan la totalidad del poder, de un poder que al politizarlo todo, deja de ser político. En ese punto hay cierto consenso: el totalitarismo fue un fenómeno del siglo veinte que cristalizó en tres países: la Alemania hitleriana, la Rusia estalinista y la China maoísta.

Después del derrumbe del comunismo, no pocos autores llegaron a pensar en que la posibilidad de un resurgimiento de nuevos regímenes totalitarios estaba descartada. No obstante, tras dos decenios transcurridos del siglo XXI, podemos decir que tal esperanza carecía de fundamentos. En el hecho, ya hay dos países a los que, sin titubeos, podemos caracterizar como totalitarios (o por lo menos, neototalitarios): la Rusia de Vladimir Putin y la China de Xi Jinping. El primero alude a un poder totalitario personal y el segundo, colectivo (el PCCH) aunque en los dos últimos años este ha derivado desde el colectivismo partidario hacia un personalismo excluyente representado en la figura de Xi Jinping.

Importante es mencionar que tanto en China como en Rusia, se trata de reaparecimientos totalitarios lo que nos indica que, los por Hannah Arendt constatados elementos de la dominación totalitaria, permanecían latentes, sin desaparecer, en ambos países. En la China postmaoísta (que no estudio Hannah Arendt) fueron mantenidas todas las estructuras de la dominación totalitaria, pero el poder, sobre todo bajo Deng Xiao Ping (1979-1997), asumió formas deliberativas, las tendencias fueron permitidas y las discusiones circulaban bajo la luz pública. Bajo la era de Xi Jinping, de acuerdo a lo mostrado en el faraónico 20. congreso del PCCH, el partido volvió al centralismo antidemocrático y al oprobioso sistema de las «purgas».

En Rusia, el proceso que ha llevado hacia la (re) totalización del poder ha transitado de modo más lento. Durante Gorbachov (y su entrada a la «casa europea») y durante los primeros tiempos de Yeltsin, Rusia pareció experimentar un proceso de occidentalización. Putin, desde su llegada el año 2000, hasta 2007, con su inesperada agresión verbal a Occidente en la Conferencia de Münich, había mantenido la apertura postdictatorial, cumpliendo al menos con las formas electorales. La conversión del poder autoritario en una autocracia personalista comenzaría a cristalizar con las agresiones a Chechenia y Georgia el año 2008, cumpliéndose así una premisa de Arendt, en el sentido de que el totalitarimo es impulsado por el imperialismo (Origins of Totalitarianism).

Por el momento no es posible esclarecer con exactitud si fueron las guerras de Rusia las que llevaron a la dominación totalitaria, o fue el proyecto totalitario que acariciaba Putin, la razón que impulsó las guerras de expansión de Rusia. Los indicios –sobre todo a partir de la invasión a Crimea en el 2014– apuntan más bien hacia la segunda posibilidad. Lo importante es que el proceso que llevó del autocratismo al totalitarismo está articulado con la expansión territorial de Rusia. Lo que es explicable: durante una guerra rige el estado de excepción, y si esa excepción no es transitoria sino permanente, deja de ser excepción.

En el caso de China, no fueron guerras, pero sí desafíos geoestratégicos los que probablemente impulsaron al partido dominante a instituir un «estado de excepción en permanencia». El crecimiento económico de China convenció a su dirección política que debía reconocer el punto de inflexión donde la nación no solo debía ser una potencia económica sino, además, política. Para Xi y los suyos había llegado la hora en la que China debería reclamar derechos hegemónicos como conductor, no solo de la economía, sino de las relaciones políticas internacionales a nivel mundial.

La era de la globalización –ese es un evidente convencimiento de Xi– exigía una China global y no regional: Política, militar y no solo económica. Desde ese autoreconocimiento, Taiwán no solo interesa a China por razones económicas sino también simbólicas. Eso quiere decir que si China logra sentar soberanía política sobre Taiwán, mostrará al mundo que ya está en condiciones de doblegar la hegemonía política-militar, si no la occidental, por lo menos la norteamericana.

Y para enfrentar esa escalada global, China necesita de sus perros de presa atómicos. Ya tiene por lo menos a tres: Kim Jong Un en Corea del norte, el Irán de los ayatolas, y naturalmente, la Rusia de Putin.

La Rusia de Putin ha seguido un camino diferente en la ruta que conduce hacia la totalización del poder. Para Putin, lo ha dicho el mismo, no se trata de alcanzar un futuro luminoso, sino de recuperar un pasado sagrado: el de la Santa Madre Rusia. De tal manera, mientras el totalitarismo chino puede ser definido como posmoderno, el de Rusia es evidentemente premoderno (un imperialismo de la era posimperial según Timothy Garton Ash).

En los dos casos, sin embargo, no nos encontramos solo con una simple reedición de los totalitarismos maoísta y estalinista, sino con nuevas formas totalitarias, concordes con su tiempo. Ambos totalitarismos, dicho en breve, son totalitarismos del siglo XXI.

Y eso significa, mientras los totalitarismos del pasado reciente surgieron en el marco determinado por la era de la industrialización, los del presente pueden ser vistos como totalitarismos posindustriales.

Para poner un ejemplo, la base social que lleva a la emergencia del fenómeno totalitario provino, en el caso del nazismo y del comunismo, de la conversión de las clases en masa. Pero aquí debemos puntualizar: las masas que hoy emergen en China y Rusia son diferentes a las que nos describiera Arendt y otros autores (Gene Sharp, por ejemplo) que se han ocupado del tema del totalitarismo. Quiere decir, mientras las de los totalitarismos del siglo XX eran masas pauperizadas, utilizadas como carne de cañón para alcanzar objetivos meta-económicos por medio de la industrialización forzada, las masas del periodo postindustrial son masas consumistas, férreamente ligadas al mercado local. En ese sentido (solo en ese) las masas de Putin se parecen más a las de Hitler que a las de Stalin y Mao.

Hitler, recordemos, elevó los ingresos, el consumo y el bienestar de las masas de trabajadores (ocupación plena, vacaciones pagadas, seguro social, automóviles). El trabajo esclavizado impuesto por Stalin en las fábricas urbanas y en las granjas colectivas (koljoses), lo reservó Hitler para el infierno de los campos de concentración, los que también existían en cantidades en la Rusia y en la China comunista. Podríamos decir incluso que bajo los totalitarismos stalinista y maoísta, tuvo lugar, y en un muy corto plazo, ese proceso de acumulación originaria (Marx) que en el mundo capitalista se extendió a lo largo de siglos. Sobre y no durante esa fase de acumulación, fueron erigidos los totalitarismos del siglo XXI.

Occidentalización económica, desoccidentalización política

Si volvemos a recordar a Hannah Arendt, encontraremos dos elementos inherentes a la dominación totalitaria del siglo XX: el terror y el adoctrinamiento ideológico. Ambos existen sin duda bajo las dictaduras de Xi y de Putin, pero en un nivel más bajo y, a la vez, distinto. El terror continúa de modo más sutil. Ya no se trata tanto de la vigilancia policial, casa por casa, sino de una más bien digitalizada, menos estricta, más eficiente. Basta simplemente que los ciudadanos no participen en política, actividad reservada en China para la casta comunista, y en Rusia suprimida del todo.

Raramente, solo en contadas ocasiones, las masas de ambos países son movilizadas para vitorear a sus líderes. Más importante es que se queden en casa, informadas por la televisión estatal, y en los tiempos libres, que acudan a los mercados a consumir productos, aunque algunos sean inventados en el odiado occidente. Contradicción que no parece importar demasiado a los administradores del poder. Ellos no están en contra del mercado occidental, están solo en contra de las ideas y de los derechos humanos occidentales. O lo que es lo mismo: ni Xi ni Putin están en contra de la occidentalización del mercado pero sí en contra de la occidentalización de la política.

Que las masas de los respectivos países consuman toda la chatarra que quieran, sigan todas las modas, bailen y canten la música occidental, los tiene sin cuidado. Incluso, dichas inclinaciones son estimuladas desde el alto poder. Pero ay de las mujeres si asumen el feminismo occidental, ay de los ciudadanos si reclaman pluralismo político, ay de quien defienda los derechos fundamentales del ser humano.

Las ideologías del poder neototalitario

Desde un punto de vista doctrinario, hay también una gran diferencia entre los totalitarismos del siglo XX y los del XXI. Los detentores del poder del antiguo totalitarismo creían actuar en nombre de doctrinas, la fascista y la marxista leninista, a las que eran conferidas dos características: La universalidad y el futurismo. De acuerdo a esas doctrinas, los tres dictadores imaginaban que sus ideologías eran válidas para todo lugar y que el mundo terminaría, tarde o temprano, siendo fascista, para unos, comunista para otros. El Tercer Reich iba a ser mundial y el comunismo también. De una u otra manera, los dictadores totalitarios del siglo XX creían tener a la historia universal de su parte.

Xi y Putin también creen en doctrinas, pero sus características son radicalmente diferentes. Los dos dictadores nos hablan por cierto de un nuevo orden mundial, pero ese orden lo entiende cada uno a su manera. Lo único que para ellos está claro es que ese nuevo orden significará la derrota económica y política de los EE UU primero, y de occidente después. Pero desde un punto de vista teórico, ético, político e incluso utópico, ese nuevo orden está vacío. Eso explica por qué las ideologías a las que recurren los nuevos totalitarismos distan mucho de ser futuristas, como lo fueron las del comunismo y del fascismo. Al contrario, son más bien – si me permiten el término – “pasadistas”.

La dictadura de Putin, incapaz de ofrecer un futuro esplendoroso, ofrece un regreso a un pasado supuestamente glorioso y heroico: al de la antigua Rusia, sea la de los zares, sea la de Stalin. Para algunos rusos ese retorno –en un vocabulario psicoanalista: esa regresión– puede ser fascinante. Pero es difícil que la gran masa apolítica del país adhiera a las reaccionarias utopías de Putin. Mucho menos atractivo puede ser el culto «pasadista» para habitantes de naciones que ayer pertenecieron al imperio soviético. Imposible, por ejemplo, que las naciones de Asia Central, en su mayoría musulmanas, sientan demasiado entusiasmo por formar nuevamente parte de una Rusia, ya no soviética sino cristiana-ortodoxa.

La doctrina de Putin es nacionalista, pero no mundialista. Peor aún: es «rusista». Como medio de dominación ideológica internacional, no sirve para nada. ¿Qué nos puede ofrecer Rusia aparte de represión, fanatismo religioso, y glorias zaristas? se preguntan con toda razón los ucranianos. Dicho con las palabras del escritor alemán Peter Schneider: «El único objetivo claramente establecido que Putin promete a sus rusos y a los pueblos que van a regresar al Imperio Ruso es la restauración del poder y la grandeza pasados ​​y una participación en el esplendor del imperio resucitado».

La dictadura de Xi Jinping por su parte, parece haber comprendido que la doctrina marxista ha dejado de ser un producto de exportación ideológica. En el mejor de los casos es solo consumible para los cretinos que gobiernan en países como Nicaragua o Venezuela. Eso explicaría por qué, bajo Xi, los jerarcas chinos parecen estar cada vez más preocupados por promover la unidad espiritual de sus habitantes mediante la intensificación y propagación de la filosofía confuciana, hoy obligatoria en todos los establecimientos educacionales.

En cierto modo, el partido comunista chino ha adoptado una doctrina marxista confuciana (algo así como un vaso de leche mezclado con ají) cuyo propósito es reivindicar una tradición nacional y nacionalista y así mantener sujetos ideológicamente a las grandes masas de la inmensa nación. En otros términos, los totalitarismos chino y ruso ya no son internacionalistas sino tradicionalistas. La religión ortodoxa y la filosofía de Confucio, ambas magníficas creaciones del espíritu humano, han pasado, bajo la égida neototalitaria de nuestro tiempo, a convertirse en ideologías de estado. Su función no es nada espiritual: mantener, gracias al carisma (Weber) de la religión y de la tradición, la cohesión del frente interno a fin de avanzar económicamente hacia la construcción de un nuevo orden mundial donde las democracias sean la excepción y las dictaduras la regla.

El problema es que ese objetivo no es imposible. De hecho, los dos totalitarismos del siglo XXI cuentan con el apoyo directo o tácito de todos los antidemócratas del mundo, de casi todas las dictaduras y autocracias del mundo, de muchas mentes tecnocráticas del mundo.

REFERENCIAS:

Jan Claas Behrends – Rusia: TOTALITARISMO Y DICTADURA PERSONAL (polisfmires.blogspot.com)

Hans van Ess – CHINA: CAPITALISMO COMUNISTA CONFUCIANO (polisfmires.blogspot.com)

Peter Schneider – ¿QUÉ OFRECE PUTIN A UCRANIA? (polisfmires.blogspot.com)

Fernando Mires – RUSIA: EL RETORNO DEL TOTALITARISMO (polisfmires.blogspot.com)

Twitter: @FernandoMiresO

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

El poder y la historia

Fernando Mires

Hay momentos históricos que son resultado de procesos desencadenantes en donde las grandes personalidades no juegan ningún papel decisivo. Así sucedió en la Primera Guerra Mundial. Hay otros, en donde las llamadas condiciones objetivas son articuladas con la aparición de una personalidad dominante, como sucedió durante la Alemania de Hitler (y en cierto modo durante la URSS de Stalin). Hay, por último, otros en donde hechos dramáticos de la historia, como la guerra de invasión a Ucrania, no habrían sido posibles sin la aparición de una personalidad dominante. Por eso, esa guerra —cuyas consecuencias son todavía imprevisibles— ya es conocida como «la guerra de Putin». Sobre esos temas he escrito el presente artículo.

1. Desde que los humanos comenzaron a narrar sobre «lo pasado» nació la historia. Y aparte de las tradiciones orales que hoy ya casi no existen, la historia es historia escrita: historiografía. Pero no todo el pasado es histórico o digno de ser historiografiado. El mirlo azul que dividió la noche para comenzar el día con su vuelo fue muy bello, pero no creo que pase a la historia, ni siquiera a la personal, pues pronto lo olvidaré.

¿Cuál objeto del pasado es el de la historia? Ni los antiguos griegos, que fueron quienes primero comenzaron a historiografiar, pudieron ponerse de acuerdo.

Homero, quien pese a no ser historiador —era más bien lo que hoy llamamos un escritor de ciencia-ficción— nos escribe una historia en dos libros (la Iliada y la Odisea) cuyos capítulos transcurren entre la predestinación de los dioses y la libertad del ser. Más tarde, Heródoto —a quien algunos nombran el padre de la historiografía— se liberó de la tutela de los dioses, pero no del concepto de predeterminación, pues asumió en gran parte como historia la tradición oral (no había otra).

No es, por cierto, la de Heródoto una historia mitológica como fue la de Homero, pero la tradición, sobre todo la popular, está impregnada por mitos prehistóricos. Distinto fue el caso de su seguidor, Tucídides. Para el autor de Las guerras del Peloponeso la dignidad histórica era obtenida por los hechos cuando estos poseían una connotación trágica —puede que Tucídides hubiera sido aquí influido por las tragedias griegas– y como no hay nada más trágico que la muerte (o el morir), el objeto histórico elegido por el historiador fue la guerra.

Sin duda Tucídides influyó muchísimo a la historiografía romana, sobre todo en su predilección por historiar los grandes acontecimientos. La diferencia con Tucídides es que la línea romana formada por historiadores de la talla de Polibio, Plutarco, Flavio Josefo (judío romano a quien interesó un hombre descalzo llamado Jesús) pusieron énfasis en ensalzar a la grandeza de la Roma imperial, representada en las hazañas del emperador en favor de sus súbditos. Desde esos momentos los romanos nos legaron el problema que ha caracterizado a casi toda la historiografía moderna: ¿qué debe ser más importante para el historiador, los hechos o sus promotores?

Cuando Pascal dijo: «Si Cleopatra hubiese tenido la nariz más corta toda la faz de la tierra habría cambiado», puede que no haya bromeado. De hecho estaba planteando dos temas muy serios: el papel del ser humano en la historia y la contingencia del acontecer. Si Cleopatra hubiese sido más chata o más narigona, es decir más fea, no solo Dino de Laurentis no habría producido su portentosa película ni Liz Taylor y Richard Burton se habrían enamorado. Peor aún: las relaciones entre Egipto y Roma habrían sido menos armoniosas y hasta es posible que la decadencia de un imperio desangrado en guerras hubiese comenzado durante el gobierno de Julio César. Vista así, la historia no seguiría el mandato de una razón dialéctica como imaginó Hegel, ni una determinación condicionada por el desarrollo de las fuerzas productivas, según Marx. La historia en tonalidad romana no sería más que una sucesión de «accidencias» (Aristóteles), determinadas por esos seres tan azarosos que somos los humanos.

Estas divagaciones, aparentemente ociosas, surgen de preguntas nada ociosas que se hacen los historiadores al escribir sobre capítulos cruciales del pasado reciente. Una de las más quemantes es: ¿fue el nazismo obra de un genio maligno llamado Hitler o un hecho que, de una manera u otra, estaba destinado a suceder? O dicho así: ¿fue el nazismo una consecuencia de Hitler o Hitler una consecuencia del nazismo? Por supuesto, una pregunta imposible de responder. Pero, como suele ocurrir, aquí la pregunta es más importante que la respuesta.

Han ocurrido grandes catástrofes históricas sin la presencia de un genio maligno o benigno, entre otros, nada menos que una guerra mundial, la primera, la de 1914. En todo el transcurso de esa absurda guerra no nos es posible encontrar ninguna personalidad determinante. Todo comenzó cuando el serbio-bosnio Gavrilo Princip, sin recibir ordenes de nadie, disparó contra el príncipe austriaco Luis Ferdinand y su esposa (junio de 1914), provocando una reacción en cadena de naciones que se declaraban la guerra solo por cumplir antiguos tratados bilaterales, dejando detrás de sí millones de muertos en los campos de batalla. Pues bien, esa guerra declarada por imbéciles no tuvo a ningún personaje como principal actor. Tanto el presidente Poincaré de Francia, el zar Nicolás, el rey alemán Wilhelm II, eran personas pulsilámines, sin grandes ideas ni ambiciones. 1914 fue una sangrienta comedia que después se repetiría como sangrienta tragedia, cuando Hitler, rompiendo todos los tratados, decidió hacerse de los Sudetes (1938) e invadir Polonia (1939).

La Primera Guerra Mundial resultó de un escalamiento incontrolable. La segunda, en cambio, sucedió de acuerdo a decisiones de líderes político-militares como Hitler, Mussolini, de Gaulle, Churchill. ¿Qué nos demuestra esta diferencia? Algo simple: puede ser perfectamente posible que existan grandes acontecimientos históricos sin mediación de grandes actores, pero también hay otros en donde las decisiones de los actores son determinantes.

2. Repitamos entonces la pregunta: ¿fue Hitler la causa del nazismo o el nazismo la causa de Hitler?

La mayoría de los historiadores coinciden en una opinión: pocos acontecimientos históricos han ocurrido como consecuencia del entrelazamiento de factores objetivos y subjetivos de un modo tan claro como fue el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial. Hitler —sobre esto también hay consenso— apareció sobre un terreno abonado para la siembra del mal. La Alemania de los 30 no podía sobreponerse de la gran crisis mundial, la desocupación laboral y la inflación competían entre sí, aterrorizando a sectores sociales intermedios. Hambre, pauperización y, por si fuera poco, incompetencia administrativa, era la tónica de cada día. A la ruina económica sucedió la ruina moral. A quienes no gusta la aridez de los libros de historia sugiero leer la conmovedora novela de Erich Kästner, Fabian. La historia de un moralista. Ahí podrá verse cómo la honestidad y la decencia se convirtieron en rara mercancía durante la república de Weimar. Las élites intelectuales no paraban de hablar de la patria humillada (Tratado de Versalles) culpándose entre sí. Y por si fuera poco, aparecía la amenaza del imperio soviético, no ficticia, muy real.

Stalin repetía incansablemente que el próximo país comunista iba a ser Alemania. Socialistas contra comunistas y ambos contra los fascistas se apaleaban en las calles. En ese ambiente enloquecido comenzaba el ascenso de Hitler, señalando a los dos enemigos de su nación, uno interno y otro externo: la Unión Soviética y los capitalistas usureros, quienes pasaron a ser en su retorcida retórica una raza-clase: los judíos. En fin, las condiciones objetivas y las subjetivas se daban la mano para que Hitler llegara pacíficamente al poder con el cometido de «salvar a la patria» en contra de enemigos reales e imaginarios. Por eso, y por nada más, Hitler fue amado por su pueblo.

El fascismo fue populista, pero no todo populismo es fascista, escribió acertadamente Ernesto Laclau. En el caso de Hitler, se dieron todos los ingredientes del fenómeno populista: comunión del pueblo con el líder, interpelación irracional a las masas, sobrepaso de las instituciones del Estado, entre otros. Esa es la diferencia fundamental entre un líder como Adolf Hitler con quien ya muchos consideran su sucesor del siglo XXI, el ruso Vladimir Putin.

3. Hitler era populista, Putin no lo es. Esto último es fundamental para entender los peligros que estamos presenciando en estos días.

Recapitulando: mientras los sucesos que llevaron a la Primera Guerra Mundial no tuvieron hechores sobresalientes, los que llevaron a la segunda resultaron de la articulación entre realidad objetiva y subjetiva, representada esta última por Hitler y el grupo de orates que formaban su comando central (Goebbels, Himmler, Göring y otros). En los acontecimientos que hoy nos tienen al borde de una tercera guerra mundial también hay un hombre-centro como ayer fue Hitler. Pero se trata de uno que se antepone a todas las condiciones objetivas, un ser que ha transformado a su propia subjetividad en objetividad. Putin no es en términos exactos el Hitler del siglo XXl, es algo más: es Putin. A esa singularidad del fenómeno hay que prestar atención.

Que Alemania pre-Hitler estaba amenazada por Stalin era una verdad. Que la Rusia de preguerra estaba amenazada desde el exterior y desde Ucrania fue una mentira de Putin. Naturalmente, los putinistas de distintos colores argumentan que fue el avance de la OTAN la razón que «obligó» a Putin a invadir a Ucrania. La historia, sin embargo, nos relata otras cosas: la OTAN fue ampliada en la misma proporción en que Europa crecía después de la liberación de nuevas naciones del yugo soviético. Pero nunca la OTAN avanzó hacia territorio ruso. Tampoco intervino después que Putin anexara Chechenia y parte de Georgia y, cuando en el 2014 Putin anexó a Crimea, la OTAN miró hacia otro lado.

Putin jamás hizo un reclamo formal por la ampliación de la OTAN. Ni en vísperas de la invasión a Ucrania puso Putin como condición el fin de la ampliación de la OTAN. La ampliación de la OTAN como razón de la invasión a Ucrania carece de todo basamento histórico.

Que la situación económica y social que llevó a Hitler al poder era catastrófica es innegable. Pero nada parecido ocurría en la Rusia de la preinvasión. La economía, gracias a los grandes niveles alcanzados en la exportación de gas y petróleo hacia Europa, marchaba sobre rieles. Nunca la ciudadanía rusa se había sentido mejor que antes de la guerra a Ucrania, aceptando el contrato tácito de no meterse en política a cambio de un relativo bien pasar. Más aún: pese a un par de leves sanciones formales, las relaciones diplomáticas de Rusia con Europa transcurrían de un modo extraordinariamente amistoso. Los contratos comerciales se multiplicaban y, aparte de pequeños grupos de nacional-eslavistas que giraban alrededor de Alexander Dogin, las élites culturales rusas se sentían integradas a Europa. ¿Por qué Putin entonces inició una guerra en contra de Ucrania?

En la guerra a Ucrania no encontramos ni un escalamiento como el que llevó a la Primera Guerra Mundial ni tampoco una economía destrozada ni a una masa militarista y fanática como fue la del nazismo. Al fin, por más vuelta que demos al problema, no podemos sino llegar a una conclusión: la invasión y la guerra a Ucrania fueron el producto de la mente de Putin. Pocas veces, quizás nunca antes, las condiciones subjetivas han logrado imponerse en la historia con tanta fuerza sobre las objetivas.

La guerra de Putin a Ucrania y por ende a Occidente, no estaba programada en ninguna razón de la historia, en ninguna lógica militar, en ningún plan económico. Esa ha sido, es y será denominada «la guerra de Putin». La de un hombre dominado por nociones premodernas, un reaparecido déspota del siglo XVII, un comunista vuelto fanático religioso, un fantasma del viejo pasado enquistado en las inmediateces de la Europa posmoderna; en fin, un «imperialista posimperial», para decirlo con las palabras del historiador Timothy Garton Ash.

Probablemente los gobernantes europeos se dejaron engañar intencionalmente por Putin. Puede haber sucedido también que no hicieron ningún esfuerzo para entender su irracionalidad, o si se prefiere, su otra racionalidad. Putin es un devoto de la antigua Rusia zarista y, por lo mismo, un antipolítico radical. Sus valores son arcaicos: culto a la patria, a la religión, a la violencia. Piensa como un emperador medieval e imagina que la riqueza de las naciones está basada en su extensión territorial. Como en los tiempos de Maquiavelo, cultiva el asesinato político por envenenamiento y, últimamente, por desfenestración. Su odio a Occidente es un odio a la modernidad, no a la de la técnica —que como a Hitler, lo obsesiona— sino a la del libre pensamiento. Por eso ama al rusista Stalin y odia al europeizado Lenin. Y por eso mismo desprecia a la Europa de hoy, a su multiculturalidad, a su multisexualidad, a las instituciones que limitan el poder.

El poder de Putin es ilimitado, indivisible, incompartible. Probablemente imagina que él es Rusia y Rusia es él. Por lo tanto, los ucranianos, al desear ser europeos, son seres que han traicionado a los «lazos de sangre» (Putin dixit) que los ataban con Rusia, como escribiera en su confuso ensayo del 2021. La destrucción de ciudades ucranianas, asesinatos de niños y seres indefensos, no son equivocaciones en sus objetivos de guerra. Son el objetivo.

4. Cuando llegue el momento de historiar la guerra que comienza en Ucrania, puede que el concepto de historia cultivado por los griegos y por los romanos —centrado en los grandes acontecimientos y en los grandes hombres— no nos sirva demasiado. Putin está muy lejos de ser un gran hombre. Es, por el contrario, un ser pequeño (en eso sí se parece a Hitler) aunque situado sobre un poder inmenso. Las filosofías de la historia, ya sea en sus versiones hegelianas, positivistas, marxistas, centradas en la lógica interna de los procesos, tampoco nos serán muy útiles para analizar el poder unipersonal del Estado putinista, en algunos puntos tan cercano al hitleriano y al staliniano, pero también, en otros, muy distinto.

Quizás la persona que más se parece a Putin existe en la historia de la literatura universal y no en la historia de los grandes acontecimientos hstóricos: sí, me refiero al rey Macbeth.

Llegado al poder asesinando (miles de chechenios lo supieron), atizando intrigas palaciegas y deshaciéndose de potenciales enemigos, Putin, como Macbeth, ha alcanzado la cima del poder absoluto, rodeado de aduladores, entre ellos el miserable Medvédev. La diferencia es que Putin no es el Macbeth escocés de Shakespeare, sino uno internacional, rodeado por los dictadores de la era global. Pero, al igual que el Macbeth originario, solo puede ejercer el poder desde su propia soledad. Lo que no sabían Macbeth ni Putin es que el poder absoluto no fue hecho para los humanos y que, los que han llegado a alcanzarlo, al no encontrar a nadie ni nada que los sostenga, terminan por hundirse en el abismo de su propio vacío.

«El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente», fue una famosa frase de lord Acton. Modernizando las palabras del aristocrático historiador inglés y mirando desde lejos a Putin, podríamos decir hoy: «el poder enloquece, y el poder absoluto enloquece absolutamente».

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Macron y Lula: en las redes de Xi Jinping

Fernando Mires

En el presente texto se intentará pensar sobre dos presidentes del espacio político occidental, el francés Emmanuel Macron y el brasileño Luiz Inácio da Silva (Lula) quienes guiados por un espíritu tecnocrático y no político, más sus ansias de ejercer liderazgos regionales, viajaron a la China de Xi Jinping a contraer vínculos que van más allá de la pura conveniencia económica. Del rechazo que ambos sufrieron en los espacios que pretenden dirigir, y de la resistencia interoccidental a tales propósitos, ya hay muestras claras.

Para las dictaduras —sean personalistas como las de Putin, partidistas como la de Xi, teocráticas como las del mundo islámico— las posiciones de Macron y Putin muestran una debilidad de Occidente. Para los que piensan de modo occidental, muestran lo contrario: la fortaleza de un proyecto histórico que surge de la discrepancia y del debate, sea en la polis local o en la global. Esa razón de ser es la que hay que defender para seguir siendo lo que somos: seres que se equivocan y, por eso mismo, deben corregir.

Sin errores no hay corrección. Corregir es pensar. Solo las dictaduras y autocracias no corrigen. Por eso, tarde o temprano, fracasan.La razón política occidental no necesita líderes mesiánicos. Ni Macron ni Lula lo son. Si nos dejáramos guiar solo por ellos, Ucrania podría desaparecer del mapa. Pero sus grandes errores también tienen una virtud: la de hacernos deliberar y ordenar posiciones frente a enemigos comunes. A ese ordenamiento articulado en palabras los grecolatinos lo llamaban sintaxis.

Dos Europas

Viajó a China (5 y 7 de abril) pensando seguramente en que iba a crear mediante un golpe de efecto una nueva constelación que lo elevaría a un lugar estelar de la política mundial. Su séquito era imponente, nada menos que 60 personas, la mayoría hombres de negocios, representantes de gigantescas empresas, magnates virtuales de la globalización. Atrás quedaban los miniproblemas de las pensiones, las quemazones de autos y toda esa política local sin perspectivas ni futuros. Regresaría, no como un presidente cuestionado por izquierdas y derechas, sino como un líder europeo, el segundo de Gaulle: Emmanuel Macron.

En un continente donde izquierdas y derechas han buscado cada cierto tiempo distanciarse de los EE.UU., él, Macron, iba a decir las palabras justas en el momento justo. No imaginaba que Xi lo estaba esperando para hacerlo caer en la trampa que, hasta los menos entendidos en estrategia internacional, sabíamos que le tenía preparada.

Ignoramos si Macron llevaba en el bagaje las frases emitidas después de las conversaciones con Xi o simplemente estas fueron un intento para lograr a última hora lo que creía iba a lograr a primera: un distanciamiento de Xi con la Rusia de Putin y un acercamiento económico representado, no por la burocracia de la UE por medio de la presidente de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen —quien coincidió con Macron en su viaje a Beijing— sino por Francia, uno de los países motores de Europa Occidental. Debe haber palidecido Macron el día en que regresaba a Francia. Los comentarios de la prensa europea no pudieron ser más fulminantes.

El encargado de asuntos internacionales del Bundestag, Norbert Röttgen, resumió el resultado de la gira en una sola frase: «Macron ha convertido su viaje a China en un desastre para la política exterior de Europa». Y en una entrevista, agregó sin ambages: «Macrón debe haber perdido la cabeza». No era para menos.

Precisamente en medio de una guerra que compromete política, militar y emocionalmente a Europa, Macron fue a mostrar al presidente Xi, el aliado más estrecho de Putin, y sin que nadie lo pidiera, que Europa estaba dividida en dos bloques. Por supuesto, eso lo sabía Xi. La verdad, lo sabíamos todos. Pero una cosa es saberlo y otra consagrarlo con palabras imposibles de borrar. Tuvo que aparecer ante las cámaras norteamericanas el primer ministro polaco Mateusz Morawiecki para decir que Macron no representaba la posición de Europa. O por lo menos no a la parte europea más cercana a la guerra que está llevando a cabo Rusia en la nación ucraniana. Al eufemismo de «autonomía estratégica» de Macron, opuso el concepto de «asociación estratégica» con los EE.UU.

En fin, quedó claro ante Xi que China tiene frente a sí a dos Europas: una que busca dirigir la Francia de Macron con una parte de la Alemania de Scholz (digamos más claro: con la fracción putinista de la socialdemocracia), tendiendo un distanciamiento con respecto a la hegemonía norteamericana, y otra no dispuesta a ceder en ningún punto que pueda lesionar la alianza atlántica. Pues —eso fue lo que no sensibilizó Macron— para los países que lindan con Rusia, la alianza extracontinental tiene una importancia existencial, o sea, de vida o muerte.

Macron apenas nombró a Ucrania. Más que nada, habló sobre Taiwán. Sin embargo, es obvio que cuando en estos momentos se habla con Xi, sobre Taiwan, se habla, se quiera o no, de Ucrania. De tal manera, cuando Macron dijo, «No hay que dejarse arrastrar por los Estados Unidos», estaba abogando no solo por una distancia de Europa frente al tema Taiwan, sino sobre una distancia con los EE.UU. en general. ¡Precisamente con el país que contribuye a la defensa de Ucrania más que todos los países de Europa juntos!

En corta frase, lo que comunicó Macron a Xi fue lo siguiente: si EE.UU. se deja arrastrar en un conflicto de Europa con Ucrania, nosotros no nos dejaremos arrastrar en un conflicto de EE.UU. con China. O más simple aún: nosotros damos a usted, señor Xi, luz verde para que anexe a Taiwan cuando estime conveniente. Nuestra política no es la de EE.UU. ni la de EE.UU. es la nuestra.

Si Macron hubiese agregado alguna condición, por ejemplo: siempre y cuando usted no lleve a cabo una política en alianza con la Rusia de Putin, nosotros podríamos distanciarnos algo más de los EE.UU. Ahí por lo menos habríamos entendido algo. Pero sucedió todo lo contrario: en nombre de un acercamiento a China, Macron al distanciarse de los EE.UU., y nada menos que en la casa del potencial enemigo norteamericano, terminó trizando el eje Alemania-Francia y distanciando a Francia de una gran parte de Europa. De esa Europa que entiende que, sin una alianza con los Estados Unidos —la que como toda alianza implica reciprocidad— estaría en condiciones de ser sometida militarmente por Rusia y económicamente por China. ¿Qué nos puede extrañar que las ultraderechas europeas hayan apoyado de inmediato a Macron?

Tuvo que viajar Annalena Baerbock a Beijing a realizar una tarea de minimización de daños. Allí dejó en claro que la de Macron, en torno al tema EE.UU. y Taiwan, no es la posición de Alemania ni mucho menos la de Europa, sino solo la opinión particular de un presidente francés. Al borde de la no-diplomacia se vio obligada a decir que «la fata de voluntad de Beijing por atenerse a las reglas internacionales, hace peligrar nuestra común vida pacífica».

Naturalmente, Baerbock nombró a Taiwan y a Ucrania, dejando muy claro que la unidad estratégica con todos los miembros de la unidad atlántica continúa en vigor. Puso, en breve, las cosas en su lugar: «China es para nosotros, un competidor económico y un rival sistémico». Dichas declaraciones deben haber irritado al gobierno chino al máximo. «Lo que menos necesita China es a un maestro de Occidente», respondió de modo rudo, el ministro del exterior chino, Quin Gang. Y cuando despidió a Baerbock, soltó una boutade: «Nosotros apoyamos la reunificación de las dos Alemanias, esperamos que Alemania apoye la reunidad entre China y Taiwan». Baerbock, sorprendida, no encontró la respuesta. O si la encontró, no la dijo. La respuesta adecuada habría sido obvia: mientras en Alemania comunista hubo una revolución nacional exigiendo la unidad con la Alemania Occidental, en Taiwán no ha habido nunca un movimiento ni social ni político ni nacional que exija la unidad con China.

Pocos días después, Qin Gang viajó a Rusia donde mantuvo una reunión de ¡cuatro días¡ con Putin. Acerca de lo que hablaron no lo sabrá nunca Macron. Pero con toda seguridad, hablaron mucho sobre Macron.

Entendámonos: Nadie está pidiendo que Macron hubiera viajado a China a hacer una declaración de enemistad. No es un misterio para nadie que Francia, junto con Alemania, son los mejores socios europeos de China. Pero hubiera bastado, para seguir estrechando las relaciones que unen a Francia con China, una visita protocolar y en ningún caso una declaración de independencia de Francia de los EE.UU., hecha en territorio chino. Nunca de Gaulle, la figura edípica de todos los presidentes de Francia, habría actuado así.

Es evidente que para Europa no es lo mismo Ucrania que Taiwan. Ucrania es parte de Europa y no de Rusia, eso lo ha dicho el mismo Macron. Al apoyar a Ucrania, Europa está defendiendo territorio europeo frente a un invasor antioccidental. Por eso mismo Macron debe saber que para EE.UU. —para Japón y para Corea del Sur— el tema Taiwan es tanto o más importante que Ucrania para Europa. En otras palabras, a Macron se le olvidó que el occidente político no termina en Europa y que la defensa de los intereses europeos pasa por la defensa del occidente político no europeo, aunque ese occidente esté situado en el oriente o en el sur.

Así como existe una unidad antioccidental de la que forman parte Rusia y China, ha de existir necesariamente una unidad interoccidental. Eso no quiere decir que Europa debe sumarse militarmente a los EE.UU. en caso de estallar un conflicto militar con China. Pero la solidaridad con un país aliado no pasa solo por la vía militar. Eso lo han comprendido la mayoría de los gobiernos europeos que ahora planifican una relación económica con China que no implique caer en una dependencia estratégica, como estuvo a punto de ocurrir con Rusia.

Por lo demás, han sido los propios presidentes de los EE.UU., desde Kennedy hasta Biden, pasando por Trump, los que han insistido en que Europa debe asumir un mayor compromiso con su propia defensa sin tener que depender siempre de los EE.UU. Si Macron quiso reforzar esa tesis, debió haber agregado que Francia está dispuesta a, por lo menos, duplicar su presupuesto militar, pero no lo dijo. A estas alturas no sabemos si Macron es peor cuando calla o cuando habla. Lo que sí sabemos es que cuando habla debería callar y cuando calla debería hablar. Con razón, la influyente comentarista Michaela Wiegel lo bautizó con el nombre de «el presidente inoportuno».

¿Líder o loro?

Para su consuelo, a Macron le ha aparecido un serio competidor en materia de inoportunidad. El presidente de Brasil, alias Lula, en su reciente viaje a China pronunció justamente la frase que se deducía del discurso de Macron: la de culpar a Europa, Estados Unidos y Ucrania, de la invasión cometida por Putin. Algo que ni siquiera había sido dicho por Xi Jinping. Con razón los medios occidentales señalaron que Lula habló de acuerdo al guion de China. El portavoz de la Casa Blanca, John Kirby, declaró: «Brasil esta repitiendo como un loro la propaganda rusa y china, sin prestar atención en absoluto a los hechos».

El viaje de Lula a China parecía haber sido concebido con propósitos esencialmente comerciales, lo que se justifica plenamente. Brasil es el principal socio de Lula en América Latina y, por cierto, una puerta de entrada para la creciente «chinización» económica del continente. Ningún país de América Latina ha llegado a ser tan dependiente en su economía exterior como lo es Brasil de China. Brasil es una de las piezas claves en la estrategia china relativa a un nuevo orden mundial de características multipolares. Con el yuan como moneda internacional, paralela al dólar, objetivo tácito señalado al banco del BRICS cuya presidenta es nada menos que la exmandataria de Brasil Dilma Rousseff, el papel de Brasil ya está trazado.

Estamos, se quiera o no, ante una nueva hegemonía económica mundial conducida desde Beijing. En ese contexto, Brasil —y sus inmensos recursos energéticos— es y será una de las más importantes fichas en el proyecto global de Xi Jinping. Las relaciones económicas entre Brasil y China continuarán intensificándose y Brasil será —en cierto modo ya lo es— la representación de la economía china en Latinoamérica.

El nuevo orden mundial proclamado por Xi es multipolar y continuará siéndolo. Pero una cosa es la multipolaridad económica y otra el orden geográfico mundial. Pues bien, contra ese orden geográfico fue a atentar Lula a China al declarar que la guerra de invasión a Ucrania es producto de la política occidental, e incluso, de la propia Ucrania, aceptando de paso que la paz solo puede ser lograda si Ucrania cede a Rusia un fragmento de su geografía nacional.

Después de Putin nadie ha ofendido tanto la soberanía de la nación ucraniana como Lula en China. Al menos Macron en su viaje a China tuvo el recato de no mencionar a Ucrania. Ni siquiera Fidel Castro mostró tanta condescendencia frente a la URSS como Lula frente al imperio chino. Algo complemente innecesario. El mundo multipolar de Xi es económico, no político.

Desde su visión empresarial, tan parecida a la de Donald Trump, Xi imagina al mundo poblado por una gran cantidad de supermercados dentro de los cuales China, al ser el más poderoso, intenta formar un trust global con supermercados satélites como India, Sudáfrica, Irán, Arabia Saudita y, por supuesto, Brasil.

Para continuar con la analogía, imaginemos dos supermercados en una misma calle donde cada vecino decide en cuál de los dos hacer sus compras. También en mi barrio yo, como tantos, hago mis compras en el supermercado que vende productos de igual o mejor calidad a menor precio. Pero nadie me obliga a asumir la ideología política de los gerentes de ese supermercado. Pues bien, eso fue lo que hizo Lula en Beijing: una declaración ideológica en contra de los intereses históricos, geográficos y políticos de Ucrania y por ende de la UE y de la comunidad democrática mundial, de acuerdo a la política (repito política, no economía) de la dictadura china. .

El orden económico mundial no es un orden político mundial

Vamos a suponer, en contra de lo que piensa el parlamentario alemán Norbert Röttgen, que ni Macron ni Lula han perdido la cabeza. De modo que si nos atenemos a tres puntos comunes que unen a los dignatarios francés y brasileño, podríamos tal vez entender (no justificar) el comportamiento desleal de ambos. Esos tres puntos comunes son: el carácter tecnocrático de los dos presidentes, sus respectivas ambiciones de liderazgo y la creencia de que ha nacido un nuevo orden mundial dentro del cual deben ser reordenadas las naciones de este mundo.

Por «carácter tecnocrático» entendemos el manejo de una racionalidad de tipo instrumental (así diría Max Weber) según la cual las naciones más que naciones-Estados son naciones-empresas. A partir de esta concepción, las naciones solo son guiadas por intereses económicos. Es por eso que la mayoría de los políticos tecnócratas no han logrado descifrar por qué Putin moviliza a sus ejércitos en contra de Ucrania si eso a la postre traerá consigo enormes pérdidas económicas para Rusia. Esa es también la razón por la que historiadores de mentalidad tecnocrática no logran entender a Hitler y al nazismo ni los crímenes tan monstruosos al pueblo judío, pues estos no eran rentables ni tampoco conducían a objetivos prácticos.

En la mentalidad tecnócrata no cabe la idea de que no solo hay una racionalidad, sino diversas racionalidades y no todas ellas son razonables.

Existe, por cierto, la racionalidad de los intereses; pero, además, existe la de los ideales, la de las ideologías, la de la religión, la de las culturas y no por último , en el caso de gobernantes como Hitler, Stalin y Putin, la de las paranoias. En otros palabras, para una mentalidad tecnocrática, el antioccidentalismo del que hacen gala Putin o Xi es solo una cobertura ideológica de estrategias racionalmente calculadas. No se les pasa por la cabeza que el odio a Occidente, que ambos y otros gobernantes cultivan (pienso en los ayatolas), hunde raíces en tradiciones, en culturas, en cosmovisiones primitivas, y no por último, en patologías colectivas, imposibles de ser reducidas a cálculos racionalistas como los que manejan Macron y Lula.

Ambos presidentes, por el lugar histórico y geográfico que ocupan sus naciones, creen sentirse llamados a asumir liderazgos regionales. Dada la renuencia de Alemania a asumir un liderazgo que vaya más allá de la economía, y dada la salida de Inglaterra de la comunidad europea, Francia debería asumir parte del liderazgo de Europa. Pero Francia posee además de su historial patriótico, unas derechas e izquierdas que no aceptan la supremacía norteamericana en la región. Por eso Francia nunca ha sido demasiado fiel a los EE.UU. Y por eso también ha querido buscar, sin encontrarlo nunca, un «camino francés». Quién estuvo más cerca de lograrlo fue el general de Gaulle (de ahí el culto a su persona), pero, en las decisiones geopolíticas más importantes, siempre se mantuvo al lado de los EE.UU. (crisis de los mísiles, por ejemplo).

Lo que no tomó en cuenta Macron en su ímpetu gaullista es que las posiciones distantes respecto a los EE.UU. las decidió de Gaulle después de la guerra mundial y no durante una guerra de connotaciones mundiales, como la que ha desatado Putin con su invasión a Ucrania. De Gaulle era un político nacionalista, pero nunca fue un tecnócrata. Macron sí lo es.

Lula, a su modo populista, también es un tecnócrata. Para él rige la norma: «en política no hay amigos, solo intereses». Es por eso que, de acuerdo a los intereses económicos de Brasil, piensa que la guerra es posible terminarla mediante la formación de una comunidad de naciones por la paz (con la excepción de Brasil, solo gobiernos autocráticos) que no contradiga los intereses ni las ambiciones de China, el mejor aliado de Putin.

Elevado a líder de la paz por el propio Xi, Lula creyó llegado el momento de erigirse como líder en Latinoamérica. Sabedor de que en Brasil y en la mayoría de la región prima una ideología predominantemente antinorteamericana, otorgó a su pacifismo un carácter antinorteamericano. Seguramente, Lula esperaba ser felicitado por la mayoría de sus colegas del continente. Pero al igual que Macron, fue confrontado con la dura realidad. Al día siguiente de su regreso a China, Lavrov, el siniestro ministro del exterior de Putin, viajó a Latinoamérica a entrevistarse con el trío antidemocrático formado por Díaz-Canel, Maduro, Ortega y, además, ¡con Lula.! (Boric, Fernández y Petro guardaron dicreto silencio)

Quien había querido convertirse en líder continental, quien llegó al poder en contra del peligro de una autocracia (Bolsonaro), quien fue apoyado por todos los sectores democráticos de su país, aparecía de pronto figurando en la agenda de viaje del representante de una dictadura asesina, junto a los gobiernos más sórdidos del continente. Sin que nadie lo solicitara, solo para complacer a su socio mayor, China, Lula estaba barriendo con su propio prestigio internacional. No le quedaba, al fin, más que rectificar. Apenas despegó el vuelo de Lavrov, declaró que «condenaba la violación territorial de Ucrania«. Si lo hubiera dicho en China habría sido un gran suceso.

Evidentemente, Lula no tiene pasta de líder continental. Le falta todo.

Ojalá que Macron y Lula hayan aprendido la lección. Puede que exista un nuevo orden económico mundial y que allí China alcance primacía. Pero ese nuevo orden no es ni será por automatismo un nuevo orden político mundial. El que primaba, el que hoy prima, y el que seguirá primando, es muy antiguo: a un lado las dictaduras y autocracias, al otro lado las democracias. Ahí no hay cómo equivocarse.

Los presidentes son al fin políticos y no gerentes de empresas. Por lo tanto sus decisiones deben ser, en primera línea, políticas. Y la razón de la política es, en última instancia, la libertad. Sobre ese tema he escrito un par de artículos. Creo que próximamente deberé escribir otro.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

La tercera OTAN

Fernando Mires

OTAN, la tan odiada OTAN, las cuatro letras que nunca deben faltar en el papagayismo ideológico de las izquierdas (dícense antimperialistas) ya tiene sus buenos años, más de 70, y como tal ya tiene también una historia. Y como toda historia, la de la OTAN puede dividirse en fases (o en capítulos, o en etapas). Quiere decir que la OTAN de hoy no es la misma de antes, lo que es lógico.

La OTAN es una organización transcontinental y militar, el brazo armado de una gran parte del occidente político, cuyas ramificaciones se extienden más allá de Europa y de los Estados Unidos. Y en tanto es militar, ha debido ser configurada de acuerdo a la estructura de sus enemigos principales, los que evidentemente no han sido siempre los mismos. Por lo tanto, quien quiera escribir alguna vez la historia de la OTAN se verá obligado a tomar en cuenta la identidad de sus enemigos. Si así lo entendemos, y quisiéramos hacer una periodización, deberíamos destacar entonces tres momentos de su historia.

  • Primero, la OTAN frente al comunismo internacional.
  • Segundo, la OTAN frente al terrorismo islamista internacional.
  • Tercero —y es el momento que estamos viviendo—, la OTAN frente a un conglomerado autocrático liderado por tres potencias atómicas: Rusia, China e Irán, el que ha tomado formas visibles a partir de —y durante— la invasión de Putin a Ucrania.

No está de más agregar que al hacer una división en fases debe tenerse en cuenta que una fase no suprime necesariamente a la otra. Más bien la relega a un lugar secundario.

Para decirlo a modo de ejemplo, la lucha de la OTAN en contra del terrorismo internacional no ha terminado, pero se encuentra subordinada a la guerra en contra de Rusia y a la amenaza que representa el bloque autocrático mundial conducido por la triple alianza: China, Rusia e Irán.

1.

La primera OTAN —la vamos a llamar así— surgió como respuesta a la expansión del imperio ruso en Europa del Este y Central. Como es muy sabido, su precursor indirecto fue Winston Churchill quien venía alertando insistentemente a los Estados Unidos sobre los propósitos anexionistas de Stalin, los que de hecho pasaban por alto los acuerdos de la Conferencia de Teherán (1943) y el Tratado de Yalta (1945) acerca de las limitaciones geopolíticas que debían ser establecidas después de la derrota de la Alemania nazi.

Los principales países europeos, no solo la Inglaterra de Churchill, ya habían tomado noticias del peligro. La fundación de la OTAN fue precedida por diversas alianzas de posguerra como los acuerdos de Dunkerque entre Inglaterra y Francia (1947) y los de Bruselas (1948). La incorporación de los EE UU y Canadá fue decidida solo después de la anexión soviética de Checoeslovaquia y las amenazas que ya se cernían sobre Grecia y Turquía, países que fueron incorporados el año 1952.

En otras palabras, la OTAN surgió como un cerco defensivo de Occidente en contra de las pretensiones imperiales de la Rusia de Stalin. La Guerra Fría nació junto con la OTAN.

La OTAN y la Guerra Fría parecían ser las dos caras de la misma moneda, y lo fueron hasta el punto de que, después de 1990, cuando el peligro soviético hubo desaparecido, surgieron en distintos países europeos voces que postulaban la supresión de la OTAN. No pocos analistas pensaban —hoy sabemos, con cierta inocencia— que después de la caída del Muro de Berlín iba a cristalizar la Paz perpetua soñada por Kant.

La ola idealista comenzó recién a amainar cuando fue comprobado que las naciones liberadas después del derrumbe de la URSS no se sentían libres teniendo al lado un coloso que, si bien no era la URSS, seguía siendo un imperio atómico. Dichos temores se vieron acrecentados con las guerras que asolaron a la ex-Yugoslavia, cuyo principal agresor, la Serbia de Milosevic, fue apoyada por el presidente Yeltsin desde Rusia. Así, el siglo XX terminaría no con una disminución, sino con un crecimiento de la OTAN, siendo incorporadas a la asociación países como Hungría, Polonia y la República Checa (1999).

En cierto modo, la OTAN seguía conectada a la lógica de la Guerra Fría, aunque más bien como una agencia destinada a vigilar la difícil transición de estructuras autocráticas en democráticas, sobre todo en el Este de Europa.

Cabe agregar que desde el derrumbe del imperio soviético destacados académicos y políticos norteamericanos seguidores de una línea que apunta a la disolución de la OTAN, prefijada por el notable geoestratega George F. Kennan, comenzaron a plantear la inconveniencia de que la OTAN siguiera ampliándose hacia el este a fin de no despertar aversiones nacionalistas en la Rusia de Yeltsin. Ante este dilema, los historiadores deben precisar que no fue el interés de la OTAN —ni siquiera el de los EEUU— continuar la ampliación, sino el de las naciones que hasta hace poco habían sido sometidas al imperio soviético. Al fin y al cabo, las alternativas históricas de las naciones no las escogen sus gobiernos «a la carta».

Lo que no entendieron los especialistas que abogaban por la disminución cuantitativa de la OTAN fue que el ingreso a la OTAN significaba para los gobiernos y ciudadanías de los países que habían sido sometidos al imperio soviético su plena acreditación como naciones soberanas, con los mismos deberes y derechos que corresponden a los demás países europeos. No calificar a esos países como miembros de la OTAN habría significado, desde una perspectiva europea del Este, una discriminación difícil de aceptar. En el hecho, ellos se habrían sentido, y con razón, como miembros de una Europa de segunda clase. El resentimiento que en esos países habría despertado su no incorporación a la OTAN habría sido aún más grande que, el por Kenan y sus seguidores, temido resentimiento que podría despertar en Rusia el ingreso de esos mismos países a la OTAN.

Europa Occidental y Estados Unidos debían elegir entre dos opciones, cada una con sus pros y sus contra. Rusia, a su vez, tenía frente a sí a dos vías y todavía no estaba decidida sobre cuál de ellas iba a transitar: la de la democratización —que llevaría a fortalecer sus relaciones económicas con Europa— o la de la instauración de una potencia revanchista. Aparentemente, Putin —por lo menos hasta 2008, cuando invadió a Chechenia— no sabía cuál de esas opciones iba a tomar. Si tomaba la primera, la democratización total de Europa más Rusia, iba a convertir a la OTAN en una institución obsoleta. Por lo demás, todo indicaba que una OTAN poscomunista sin comunismo había perdido su derecho a existir.

Una nueva vida, o digamos mejor, una nueva razón de ser, había creído encontrarla el presidente George W. Bush años atrás, ese 11 de septiembre de 2001 cuando fue despertado con el estallido de las dos torres gemelas de New York. Tal vez en ese momento Bush creyó pasar a la historia como el profeta que había descubierto una nueva misión para los EEUU y, por ende, para la OTAN. Una cruzada —lo dijo así— en contra del nuevo demonio: el terrorismo internacional. Que esa nueva misión iba a acercar a la OTAN al borde del abismo no lo presentía ni siquiera Putin.

2.

El terrorismo islámico —esa fue la evaluación predominante en los Estados Unidos— tiene dos rostros: uno supranacional y otro estatal. Eso quiere decir: hay unidades multinacionales de terroristas y hay otras que actúan directamente bajo las órdenes de determinados Estados. Entre esos, el Afganistán de los talibanes fue clasificado como un Estado terrorista y, por las mismas razones, los Estados Unidos con el respaldo explícito de la OTAN procedieron a llevar a cabo la invasión a ese país.

En Afganistán, la OTAN, principalmente representada por tropas norteamericanas, participó en tareas de defensa y contención, así como en la asesoría de proyectos de reconstrucción de Afganistán como Estado nacional. A esas iniciativas la OTAN invitó a participar a Rusia. Fue tal vez ese el momento cuando Putin descubrió que, colaborando con la OTAN en la lucha en contra del «terrorismo internacional», podía expandir sus propias zonas de influencia. Para eso necesitaba, por supuesto, que no desapareciera la OTAN. Efectivamente, fue así.

Los genocidios cometidos por Rusia en Chechenia (2003-2009) y en Siria a partir de 2015 fueron realizados en nombre de la lucha en contra del terrorismo internacional auspiciada por Estados Unidos y por la OTAN. De acuerdo a ese propósito, Putin manejó hábilmente sus relaciones con el gobierno de Obama e invadió Siria bajo el pretexto de combatir a los terroristas del IS. El resultado es conocido: Putin no liquidó al terrorismo islámico, más bien lo puso a su servicio, se apoderó prácticamente de Siria a la que convirtió en lo que hoy es: una colonia militar del imperio ruso en el Oriente Medio, liquidó los movimientos rebeldes surgidos durante la mal llamada primavera árabe del 2011 y, finalmente, provocó un movimiento demográfico de inmensas dimensiones en dirección a Europa.

La verdad es que Obama no podía hacer nada en contra. Después de la desgraciada invasión de Bush en Irak, mediante la cual el inepto presidente destruyó a ese país bajo la mentira de que Sadam Hussein poseía armas de destrucción masiva, el antinorteamericanismo subió a niveles nunca vistos en la región. De modo que cuando Estados Unidos debía de verdad actuar en contra del terrorismo en Siria, su gobierno tenía las manos atadas.

Si bien la OTAN solo participó indirectamente en la guerra contra Irak, su prestigio estaba por los suelos al haber sido arrastrada en el fango creado por el peor presidente de la historia estadounidense: George W. Bush.

La OTAN no fue concebida para llevar a cabo guerras irregulares como son las que tienen lugar en contra del terrorismo islámico. La OTAN agrupa a ejércitos para luchar contra otros ejércitos (o guerra de posiciones) no para hacerlo en contra de partisanos que una vez aparecen como civiles y otro día como soldados (o guerra de movimientos). Esa fue, seguramente, la razón que impulsó a Bush a «estatizar» al terrorismo islámico, identificando a un Estado terrorista, Irak, y así librar contra ese Estado una guerra convencional. El resultado lo conocemos. Irak, otrora un país tecnológica y urbanísticamente avanzado, fue convertido por la invasión norteamericana en un nido de terroristas de diferentes nacionalidades islámicas.

Hacia el segundo decenio del siglo XXl, el dilema occidental ya no era el de si hacer crecer o no a la OTAN sino el de salvar o no la existencia de la OTAN. La solidaridad de los gobiernos europeos con Estados Unidos después de las aventuras de Bush en el mundo islámico, habían bajado a cero, y esa apatía se hacia presente en la propia alianza atlántica. No estaban los tiempos para predicar el otanismo.

En los tiempos finales del gobierno Bush y durante la administración Obama, la OTAN no era más que un elefante paralítico y, además, muy caro de mantener. De ahí que las iniciativas no confesas de Trump para disolver a la OTAN no solo fueron populares en los Estados Unidos sino también en diversos países europeos. El presidente Macron compartía evidentemente las opiniones de Trump. Sus frases de defunción han quedado grabadas En 2019 escandalizó incluso al propio Trump al declarar a The Economist que «la OTAN se encuentra en estado de muerte cerebral». Y lo peor: todo parecía indicar que el presidente francés tenía razón.

Lo que ni Trump ni Macron imaginaban en esos días, fue que tres años después, a partir del 24 de febrero de 2022, la OTAN iba a renacer desde sus propias cenizas para convertirse en una nueva OTAN a la que aquí llamamos, una tercera OTAN. La invasión de Putin a Ucrania, haría renacer a la OTAN.

3.

Ha llegado entonces la hora de poner sobre sus pies el argumento que estuvo a punto de poner sobre su cabeza el geoestratega George Kenan, hecho suyo después de la invasión de la Rusia de Putin a Ucrania por personas tan conocidas como el sucesor intelectual de Kenan, el geoestratega John Mearsheimer, o el veterano lingüista y activista Noam Chomsky. De acuerdo a esas interpretaciones, la ampliación y presencia de la OTAN fue la causa que «obligó» a Putin a invadir a Ucrania, subterfugio que, de paso, confería a la salvaje agresión a un país vecino nada menos que el carácter de una guerra defensiva de liberación nacional (¡!).

Considerando los datos mencionados, estamos en condiciones de afirmar una tesis que podría ser importante a la hora de evaluar de modo historiográfico a los hechos que llevaron a la invasión a Ucrania. Esa tesis dice lo siguiente: no fueron las amenazas de la ampliación de la OTAN las razones que impulsaron a Putin a invadir a Ucrania, sino exactamente al revés: fue el estado calamitoso de una OTAN aquejada de «parálisis cerebral» —detectada correctamente por Macron en 2019— la razón que hizo pensar a Putin que ahora sí tenía un camino libre para avanzar a su gusto sobre Ucrania. Eso significa: no el peligro de la OTAN, sino su ausencia de peligro, incitó a la codicia del dictador ruso para apoderarse de Ucrania, propósito que el mismo, en un conocido libelo, había anunciado un año atrás. Que se equivocó totalmente, lo sabemos ahora.

Si la oprobiosa invasión de los Estados Unidos a Irak llevaba a la ruina de la OTAN, la aún más oprobiosa invasión de Putin a Ucrania llevaría nada menos que al renacimiento e incluso ampliación de la OTAN. Más aún, de una OTAN relegitimada antes los ojos de los europeos, principalmente en el Este del continente.

Putin ha conferido, sin quererlo, un sentido histórico a la existencia de la OTAN. La OTAN que ahora vemos ayudando a Ucrania, desafiada por un enemigo inmediato, la Rusia de Putin, esa tercera OTAN, está dispuesta a enfrentar no solo a Putin, sino también al nuevo orden que quieren imponernos tres dictaduras atómicas, hegemónicas en el espacio autocrático del planeta: la de China, la de Rusia y la de Irán.

Naturalmente, la OTAN al tener a diferentes enemigos en el curso de su existencia, deberá estar siempre sujeta a cambios. No por haberlo dicho en el falso momento y con falsas palabras Macron en su ominosa visita a China de abril del 2023, debe estar claro que la OTAN no puede ni debe estar al servicio de un solo país, aunque ese país sea Estados Unidos. Por lo demás eso no ha ocurrido. Ni en Vietnam ni en Irak, Estados Unidos actuó en nombre de la OTAN. Pero para que esa independencia con respecto a Estados Unidos ocurra al interior de la OTAN —eso es lo que calla Macron— los países europeos miembros de la organización deben estar dispuestos a asumir al menos la defensa de su propio continente, decisión que debería llevar a un aumento considerable de sus capacidades y presupuestos militares, aún en desmedro de sus propios proyectos de crecimiento económico.

El exministro del exterior alemán Joschka Fischer ha entendido la naturaleza de los peligros que se avecinan de un modo mucho más político que Macron. En un artículo publicado a comienzos de abril, escribió:

«Con la ilusión de paz destrozada, la tarea de Europa ahora es superar sus divisiones internas y su indefensión lo antes posible. Deberá convertirse en una potencia geopolítica capaz de autodefensa y disuasión, incluida la capacidad nuclear (….) Esto no será fácil, y el camino por delante está lleno de peligros. Consideremos por ejemplo algunos de los peores escenarios. ¿Qué hará Europa si otro aislacionista tipo América first es elegido para la Casa Blanca el próximo año, seguido por el ascenso de la líder nacionalista de derecha francesa Marine Le Pen al Elíseo?” (Project Syndicate, 31.03. 2023)

Una OTAN absolutamente unida no es posible, tampoco es deseable. No solo hay diferencias entre Europa y los Estados Unidos, también las hay al interior de Europa.

Los intereses de Lituania, Finlandia o Polonia, para nombrar solo a tres países, nunca podrán ser idénticos a los de Francia, Alemania o España. Por eso, nadie no expresamente autorizado puede erigirse como portador de las opiniones europeas, como intentó hacerlo recientemente Macron en China —el «presidente inoportuno» lo calificaría la destacada periodista francesa Michaela Wiegel— sin haber sido designado para cumplir ese cometido. Justamente por eso es necesaria que la tercera OTAN, nacida para enfrentar una nueva guerra —si no mundial, de connotaciones mundiales— debe cuidar ese soporte político del que carecen sus enemigos autocráticos. Ese soporte es la deliberación, tanto interna como externa. De esa deliberación permanente deberán surgir opciones militares, como ya ha ocurrido en un año de colaboración intensa con Ucrania. Una guerra que, definitivamente, va mucho más allá de Ucrania.

Europa ha comprendido lo que el poeta búlgaro Gueorgui Gospodinov dijo en breves palabras: «La guerra a Ucrania es una guerra en contra de Europa». Y con una Europa avasallada por Rusia y/o China, eso lo saben muy bien los políticos de los Estados Unidos, el occidente político y democrático de nuestro tiempo dejaría de existir. Por eso, Europa y Occidente necesitan de la OTAN, pero no de una OTAN autónoma, tampoco de una al servicio de un par de países, sino de una OTAN política, emergida del poder deliberativo interoccidental, poder que yace tanto dentro como fuera de la OTAN.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Zelenski, Boric y las sillas vacías

Fernando Mires

La visita vía Zoom hecha por el presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, al Senado chileno no marca ninguna era histórica. Pero no deja de ser importante. Por una parte, Chile es el único país de América Latina que ha dado su apoyo a Ucrania. Segundo, esa relación no ha sido el resultado de una acción coordinada de las fuerzas políticas que apoyan al presidente Boric. Más bien ha sido el mandatario quien, haciendo valer las prerrogativas propias a un sistema político presidencial, ha impulsado la posición de Chile frente a la invasión de Putin en Ucrania. Así, la posición de Boric frente a Ucrania ha tenido por efecto marcar una línea demarcatoria, tanto a nivel nacional como continental, con respecto al tema de la democracia cuando este debe ser elevado al plano internacional.

Izquierda reaccionaria

A nivel nacional, la división de la clase política chilena fue ostensible ante la presencia digital de Zelenski. Las principales fuerzas de gobierno, los comunistas y FA, decidieron hacerse presente por medio de una estridente ausencia. De este modo las sillas vacías del senado pasaron a ser una metáfora del vacío democrático que impera en una parte de la izquierda chilena. Esa es la razón por la que Boric, en materia de política internacional, no gobierna con su coalición sino con el centro político (centro izquierda, centro centro y centro derecha)

Los contactos establecidos por Boric y un sector democrático de la clase política con Zelenski concuerdan con la condena abierta hecha por Boric a las tres autocracias continentales, las de Cuba, Nicaragua y Venezuela. En ese punto, Boric no solo se ha distanciado de sus fuerzas originarias de apoyo sino también de gobiernos de izquierdas no autocráticos como los de Fernández, Lula y Petro, los que tampoco han querido dar un respaldo decidido a Ucrania, condenando de modo candoroso a la guerra (como si fuera un fenómeno de la naturaleza) y clamando paz, como si se tratara de un conflicto de poder entre dos naciones y no de una genocida invasión.

Hay evidentemente una tendencia que atraviesa a las izquierdas, más presente por cierto en la que algunos llaman izquierda extrema. Una tendencia formada principalmente por sectores antidemocráticos y antioccidentales que, retornando a la lógica de la Guerra Fría, han reducido su izquierdismo a un antinorteamericanismo ideológico y no político, razones por las cuales podemos catalogarla sin problemas como izquierda reaccionaria. Menos que un insulto, es una caracterización.

Apoyar a Putin es apoyar a un gobernante que intenta legitimar su agresión a Ucrania apelando a razones culturales, a lazos de sangre, en nombre de una confesión religiosa como es la ortodoxia cristiana y levantando como ideología un «rusismo» antioccidental. En breve: el régimen más semejante al nazismo de todos los aparecidos después de la Segunda Guerra Mundial.

Apoyar a Putin significa, además, apoyar a un genocidio sistemático y programado a la población ucraniana. Y no por último, apoyar a Putin es renegar de la Ilustración, de los derechos humanos, de las luchas democráticas occidentales a las que pertenecen las reivindicaciones obreras, incluyendo las socialistas y sumando a las de género, todas violadas en la Rusia de hoy.

El antinorteamericanismo, fase senil del izquierdismo

Pero la izquierda reaccionaria, presente en las sillas vacías del Senado chileno, no solo apoya a la dictadura de Putin. Suele hacerlo con cualquiera antidemocracia que base su ideología en el antinorteamericanismo. Debido a esa razón, el trío autocrático de América Latina (puede ser cuarteto si sumamos a la Honduras de Xiomara Castro) cuenta con el pleno consentimiento de esa izquierda. Basta, en efecto, que un gobierno manifieste su aversión hacia los EE UU. para que esa nueva-vieja izquierda lo avive de modo automático.

El antinorteamericanismo ha llegado a ser la enfermedad senil del izquierdismo.

El antinorteamericanismo, soviético primero, rusófilo después, tiene una marca de origen profundamente estalinista. Vale recordar que Lenin, en su conocido «clásico», El imperialismo, fase superior del capitalismo, nunca habló del imperialismo como un fenómeno nacional, sino como uno sistémico, vale decir –y siguiendo al pie de la letra la teoría del marxista austriaco Rudolph Hilferding en su libro principal Das Finanzkapital– como una fase en el desarrollo del capitalismo mundial. Reinterpretando a Lenin, la globalización de nuestro tiempo sería la fase superior de la fase superior del imperialismo.

La noción del imperialismo norteamericano –es decir, «la nacionalización» del imperialismo– apareció recién en el léxico comunista cuando en 1949 fue creada la OTAN, cuyo objetivo originario era bloquear la expansión de la URSS de Stalin en el sector mediterráneo de Europa. Desde ese entonces los serviles partidos comunistas latinoamericanos comenzaron a repetir como papagayos la tesis de Stalin relativa al «imperialismo en un solo país». Los izquierdistas extremos de hoy, desde el Podemos español hasta gran parte del Frente Amplio chileno, también corean sin cesar la orden que Stalin les sigue impartiendo desde ultratumba. Los comunistas chilenos, así como el Frente Amplio, son en ese sentido ideológicamente estalinistas, y en el caso Ucrania, anti-leninistas (no olvidemos que la independencia de Ucrania fue lograda durante el gobierno de Lenin). Las fuerzas vivas del pasado siguen presentes en la izquierda latinoamericana. O como escribió William Faulkner «el pasado no es pasado, ni siquiera ha pasado». En Rusia, al menos, no ha pasado.

Putin reivindica a Stalin y no a Lenin. Y tiene sus razones. Lenin firmó un convenio de paz con Occidente (Paz de Brest Litovsk, 1918) y Putin, como ayer Stalin, declara la guerra a Occidente. Lenin permitió la independencia de Ucrania (1921) y Putin, como ayer Stalin, masacra a Ucrania. Y la izquierda comunista chilena, que fuera la más estalinista de América Latina, sigue a Putin quien a su vez sigue a Stalin. No exagero.

Con motivo de la visita virtual de Zelenski, me di a la ingrata tarea de leer las páginas que dedicara al evento el diario El Siglo, del Partido Comunista chileno. Fue una experiencia molesta, pero interesante. Punto por punto los comunistas chilenos de hoy reproducen las mentiras propagadas por la dictadura de Putin con la misma fidelidad como ayer reproducían las de Stalin y Jruschov. «Zelenski es un impostor». «El movimiento Maidan fue nazi». «Rusia está liberando del fascismo los territorios del Dombas». «La de Rusia es una guerra defensiva en contra de la expansión imperialista de la OTAN». Y suma y sigue.

Al leer ese cúmulo de falsificaciones llegaron a mi mente recuerdos del viejo pasado, cuando a los jóvenes comunistas de entonces nos era enseñado que el levantamiento húngaro de 1956 había sido fascista, que el muro de Berlín fue levantado para frenar el revanchismo militar de Alemania Occidental, que la invasión a Praga fue realizada para auxiliar al pueblo checoslovaco frente al avance de la OTAN (de originalidad, los comunistas no se mueren).

Fueron esas mentiras los que llevaron a algunos jóvenes comunistas a buscar alternativas políticas en otros lados de la política. Y bien, esas mentiras estuvieron de nuevo presentes en las sillas vacías del Senado chileno, ese día 4 de abril del 2023, cuando Zelenski habló en Chile.

El pasado ni siquiera ha pasado, tuvo razón Faulkner. Al menos, para el Partido Comunista chileno y sus ayudistas del Frente Amplio, no. La misma izquierda, fanática, intolerante, antidemocrática que creó las condiciones para el golpe de Estado de Pinochet, ha demostrado no haber aprendido nada de su propia historia.

Como el pinochetismo, el izquierdismo de los comunistas y de sectores del Frente Amplio chileno continúa siendo abiertamente antidemocrático. La mayoría de las dictaduras del mundo pueden contar con el apoyo de esa izquierda prorrusa de hoy. Ojalá nuevamente esa reaccionaria izquierda no termine por catapultar al poder a una derecha igualmente reaccionaria, como ocurrió el año 1973. Por mientras, si solo protestan con sillas vacías, no hay problemas.

Esta vez hay, sin embargo, indicadores que la historia, ni como comedia ni como tragedia, se va a repetir. La razón es que ha ocurrido un pequeño milagro: las posiciones antidemocráticas de los comunistas y del FA han sido frenadas por un hombre emergido de sus propias filas: el presidente Gabriel Boric quien, haciendo una lectura correcta del pasado, ha logrado entender que un gobierno como el de Chile, país que ha vivido una de las más sangrientas dictaduras habidas en el continente, es el menos indicado para solidarizarse con una dictadura como la de Putin que, como la de Pinochet ayer, ha violado a todas las normas y leyes del derecho. Más las del derecho nacional, en el caso de Pinochet; más las del derecho internacional, en el caso de Putin. Esa actitud no lleva necesariamente a Boric a ponerse a las órdenes del «imperialismo norteamericano» como aducen sus examigos, los «campistas de la izquierda» (según Pierre Madelin).

La coartada del imperialismo norteamericano

Seguramente el presidente Boric condena los desmanes de las administraciones norteamericanas que en el pasado impulsaron guerras de ocupación en Vietnam, en Afganistán, en Irak (sobre todo en Irak). Pero precisamente por esas mismas razones no puede ni debe apoyar a las invasiones que comete Rusia, ayer en Siria, Georgia y Chechenia y ahora en Ucrania.

Probablemente Boric también sabe que, si bien Estados Unidos ha cometido agresiones imperdonables, ha recibido también fuertes críticas internas, sin que los portadores de esas críticas hayan ido a parar al cadalso, como ocurre hoy en Rusia, en China, en Irán, es decir que, pese a estrategias geopolíticas abominables, priman en EE UU. las normas del derecho (lo estamos viendo recientemente en el juicio a Trump como lo vimos también en el procedimiento que destituyó a Nixon).

Esa es precisamente la «leve» diferencia que existe entre los gobiernos democráticos y los autocráticos. Mientras en los primeros, los gobernantes están sometidos al derecho, en los segundos, el derecho está sometido a los gobernantes. En pocas palabras, puede que Boric haya advertido que entre una potencia internacional como EE. UU. y un imperialismo anexionista como el de Rusia, median grandes diferencias internas y externas.

EE UU., no está de más reiterarlo, nunca ha estado en guerra en contra de una democracia, solo contra dictaduras. La Rusia de Putin, en cambio, es apoyada por la mayoría de las dictaduras y autocracias de la tierra.

Como potencia internacional, EE UU ha realizado agresiones imperiales, pero en sentido estricto, al no llevar a cabo una política anexionista, no puede ser definido como un imperio. Ninguna nación latinoamericana, algunas enemigas a muerte de los EE. UU. como Cuba, teme a una invasión norteamericana, como sí temen a una invasión rusa naciones como Moldavia, Georgia, los países bálticos y los países del Asia Central.

Al fin y al cabo, con todos sus excesos militaristas, y no son pocos, EE.UU. ha contribuido a proteger a muchas naciones de los dos más terribles imperios del siglo XX: el de Hitler y el de Stalin. De la misma manera, es el país que más contribuye, con dinero y armas, a la defensa de Europa, la que comienza por la defensa de Ucrania. Como dijo el conocido escritor búlgaro Giorgi Gospodinov, la guerra a Ucrania es una guerra a Europa.

Hoy, frente al peligro que constituye la coalición de tres potencias atómicas, China, Rusia e Irán, EE. UU. está llamado más que ningún otro país a defender al Occidente político en contra de un siniestro orden mundial en ciernes. Un nuevo orden donde una entente de tres países: una dictadura capitalista-esclavista (China), una dictadura militar y mafiosa (Rusia) y una dictadura de fanáticos monjes patriarcales (Irán), lograría adueñarse de las instituciones internacionales y dictar reglas al resto del mundo. Para que eso no ocurra, hay que defender a Ucrania.

No sé si ese tipo de pensamientos cruzó por la mente de la mayoría parlamentaria cuando, poniéndose de pie, aplaudió las palabras del presidente legal de Ucrania, Volodomir Zelenski, en ese país llamado Chile, situado en el concho del mundo. Lo importante es que ese acto tuvo lugar en el espacio latinoamericano, continente de asonadas militares, populismos demagógicos, derechas e izquierdas antidemocráticas. En fin, un acto tremendamente simbólico. Y si tenemos en cuenta que la realidad, la única que tenemos, es simbólica, no deja de ser un acto importante.

¿Y las sillas vacías? Ah, sí. Ojalá que continúen vacías.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

El reino de ese otro mundo

Fernando Mires

Pilatos debía poner en forma de juicio un veredicto ya decidido. Era y es la lógica de los funcionarios de Estado. Roma era una república de derecho y el procurador un simple ejecutor, uno de esos tantos administradores que cumplían funciones con eficiencia y pulcritud. A Pilatos, en verdad, solo interesaban las actas que iban a ser enviadas a Roma.

Habiendo perdido el primer juicio, el religioso frente al Sanedrín (consejo superior judío), Jesús no tenía posibilidades de ganar el juicio jurídico y político frente a los romanos. Por supuesto, a Pilatos no interesaban los argumentos teológicos de los judíos. Lo que sí le interesaba era constatar si el carpintero contaba o no con el respaldo político del Sanedrín. Evidentemente, no lo tenía.

Al igual que Pilatos, el Sanedrín había procedido frente a Jesús de acuerdo al estricto cumplimiento de las normas establecidas.

El hijo de José era definitivamente una fuente de desorden público. Ya había alterado la paz al expulsar a los mercaderes del atrio. Ya había transgredido la tradición al realizar prédicas durante el sabbat. Ya había establecido relaciones amistosas con ciudadanos de un pueblo enemigo, el de los samaritanos. Ya había reído, comido y bebido junto a pobres diablos borrachos y bandidos de poca monta. Ya había ejercido de curandero sin solicitar permiso a nadie. Sin recato se hacía acompañar por una prostituta venida de Magdala. Había desconocido a sus hermanos de sangre y negado obediencia a su madre, llamándola «mujer» en público. Y por si todo eso fuera poco, a su lado caminaban algunos zelotas armados quienes acusaban a los fariseos y al Sanedrín de traidores a la causa de la independencia judía.

El templo pasaba por un momento muy difícil. El Sanedrín debía velar por su comunidad: era su tarea. Más allá de discusiones teológicas lo que importaba en ese momento a los sacerdotes era evitar que el judaísmo se disgregara en fracciones irreconciliables, como ya estaba ocurriendo. Los zelotas habían pasado a la lucha armada, asolando caminos. Al otro lado, los saduceos postulaban la obtención de la ciudadanía romana, dispuestos a negociar su condición judía. No faltaban místicos como los esenios, quienes huían de este mundo para recluirse en comunidades de fanáticos naturistas. Y en el medio de todo, un nazareno declaraba ser Mesías e hijo de Dios sin que nadie se lo pidiera.

Pero aún así, el Sanedrín habría absuelto al carpintero si no hubiera escuchado de la boca de Jesús la blasfemia; a saber, la de que él estaba dispuesto a destruir el templo para después reconstruirlo en tres días. Esas palabras deben haber sonado de modo terrible a los oídos de Caifás. El templo era para los sacerdotes el único punto en el cual los judíos de todas las tendencias convergían. Destruido el templo, la propia identidad judía estaba en peligro. Por razones más políticas que religiosas, no podían, más bien no querían los sacerdotes entender el exacto sentido del templo, según Jesús.

Cuando Jesús dijo a Pilatos, «mi reino no es de este mundo», ya había dicho lo mismo, pero con otras palabras, al Sanedrín. Para Jesús, efectivamente, había dos templos: el templo de piedra y el templo del corazón donde vive Dios. Cuando Jesús hablaba de la reconstrucción del templo estaba diciendo entonces que aunque el templo de piedra fuera mil veces destruido, el templo de Dios continuaría existiendo. Es decir, el templo de Jesús no estaba en un lugar determinado; estaba en y con Dios, y en la medida en que el corazón del ser abre sus puertas a Dios, seremos todos hermanos de Jesús, hijos de Dios en el mismo templo, como lo advertiría años después el apóstol Pablo al afirmar que el cuerpo de Jesús era el nuevo templo.

El templo de Dios está en el reino de Dios y no en el de los hombres, pero a la vez, el de Dios no niega al de los hombres. Todo lo contrario. Solamente si llega el momento de optar entre el uno y el otro, el hijo de Dios ha de elegir al reino verdadero, a ese que no está en un lugar determinado y que tampoco advendrá en una fecha fija pues habita en todos los tiempos habidos y por haber, donde todos somos en Dios. Como dijo Pablo de Tarso: «Fuimos sepultados con Cristo, con él también resucitaremos» (Rm 6, 3-11)

El tiempo de Jesús es el templo de Dios y ese tiempo es el tiempo de todos los tiempos dentro del templo de todos los templos; tiempo-templo situado no solo más allá, no sólo más acá, sino, además, aquí mismo. Aquí y ahora.

«¿Eres tú el rey de los judíos?» pregunta Pilatos. Y Jesús responde, «mi reino no es de este mundo» (Juan 18, 33) Esa respuesta no interesaba a Pilatos. Lo que él quería saber era si Jesús se proclamaba rey. De modo que insistió: «¿Acaso eres tú rey?». Jesús respondió: «Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido y venido al mundo. Para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz» (Juan 18, 37). Más no necesitaba escuchar Pilatos. No importa si el reino era de este o del otro mundo. Lo importante era que el carpintero declaraba ser rey. Por eso y nada más, debería morir. La hábil estrategia de hacer elegir a la muchedumbre entre el zelota Barrabás (algo así como un Che Guevara judío) y el carpintero Jesús, solo perseguía el propósito de dar cierta legitimación populista a una decisión jurídica previamente tomada.

Pero quién sabe si Pilatos, antes de quedarse dormido, en los mismos momentos en los cuales Jesús sangraba en la cruz, se hizo la pregunta acerca de dónde estaba situado el reino del que había hablado el nazareno. Por de pronto –quizás así lo pensó el procurador– ese otro mundo no estaba en otro planeta, o en otro lugar; tampoco en otro tiempo. Ese otro mundo, lo dijo Jesús –y puede que hasta Pilatos lo hubiera así entendido– es «el reino de la verdad y de los que quieren oír su voz».

El reino del otro mundo es aquel en donde la verdad ha derrotado para siempre a la mentira, la vida a la muerte; el bien al mal; la libertad a la tiranía. Pero ese otro mundo, el de Jesús, también puede aparecer de pronto aquí «como un ladrón en la noche» (Pablo, Tes 52-1). Lo escuchamos en el grito del recién nacido; en el sol que rompe la noche del invierno; en la rosa blanca que hizo nacer a la primavera; en tus ojos que brillan cuando amas; en el cielo y en el fondo de la tierra; en el pan de cada día; en los lirios del campo que iluminaron la vista del «hijo del hombre», y en todo lo que es verdad sobre esta tierra.

Sin el reino de ese otro mundo, este mundo no merecería ser vivido.

Twitter: @FernandoMiresOl

Este texto fue escrito sobre la base de un artículo titulado Jesús y Pilatos, publicado en mi blog POLIS en 2014.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.