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Fernando Mires

G20: o la soledad del dictador ruso

Fernando Mires

El encuentro de los líderes de la economía mundial en Bali tuvo como nunca antes un carácter no económico sino fundamentalmente político. Ese carácter político se lo había dado, sin proponerse, Vladimir Putin cuando en repetidas ocasiones anunció que la guerra de invasión a Ucrania era solo el comienzo de un levantamiento en contra de la, por él denominada, dominación de Occidente.

Probablemente Xi, de quien se dice piensa con una calculadora en su cabeza, imaginó un nuevo orden económico con China en la vanguardia. Pero en ningún caso la destrucción económica de Occidente, como deliraba Putin. Definitivamente Putin no entendió a Xi ni tampoco al mundo que lo rodea. Pues si hay alguien que necesita de la economía occidental, como un ser vivo al aire, ese es Xi. Sin la economía occidental no existiría la China de hoy. El capitalismo chino es un producto del capitalismo occidental.

China vive y vivirá de las inversiones de Occidente en China y de las de China en Occidente. China –es lo que advirtió el ultranacionalista Donal Trump como un peligro– es el campeón de la globalización económica. Lo que no quiere ni puede aceptar Xi –y desde su perspectiva, con razón - es la dominación cultural y política de Occidente sobre China.

La doctrina china es simple: intensas relaciones económicas con todos los países del mundo, siempre y cuando estos respeten las tradiciones políticas y culturales de China sin inmiscuirse en los asuntos internos del enorme país. Doctrina que entendió muy bien el pragmático canciller de Alemania Olaf Scholz, quien no se cansó de mover la cabeza en sentido afirmativo durante su encuentro con Xi, una semana antes de que fuera iniciada la reunión del G20.

No es posible asegurarlo, pero hay sospechas fundadas de que el, al comienzo muy criticado viaje de Scholz a China, fue planeado en común acuerdo con personeros de otros países occidentales, o por lo menos con el gobierno norteamericano. Como representante de la que se supone es la economía más fuerte de Europa, Scholz fue a entrevistarse con el representante de la economía más fuerte de Asia. Y al parecer ambos llegaron a un acuerdo: Un acuerdo que sería consagrado por los gobiernos reunidos en Bali y que reza más o menos así: “los negocios son los negocios y todo lo que interfiera “nuestros” negocios deberá ser apartado de la mesa.

Bien, Putin y su decimonónica guerra contra Ucrania, interfiere en los negocios del siglo XXl. Por eso, con elegancia alcapónica, Scholz y Xi, luego Xi y Biden, lo apartaron de la mesa. En suma: no hay ni habrá un nuevo orden económico mundial a la Putin. En su lugar habrá lo que siempre ha habido pero a mucha mayor velocidad e intensidad que antes: negocios. Negocios que establecerán diversas “figuraciones” (para emplear el término sociológico de Norbert Elías) vale decir, alianzas, contratos, acuerdos. Muchos acuerdos. En esa constelación nadie necesita a Putin. Por el contrario, es un estorbo. Así debe haberse sentido Lavrov caminando a lo largo de las mesas donde compartían los gobernantes- mercaderes de oriente y occidente.

Putin llegó a ser, de actor privilegiado, un estorbo internacional. Evidentemente, en el juego ajedrecista contra Occidente, parece ser evidente que Xi intentó utilizar a Putin como alfil, o más bien como amenaza frente a la posibilidad del conflicto surgido por el estatus de Taiwan. Pero algo deben haber conversado Xi y Biden sobre Taiwan para lograr al final un “acuerdo de caballeros”. Un acuerdo tácito según el cual Xi se comprometería a no anexar (todavía) a Taiwan y Biden a no enviar más algo parecido a la señora Pilossi a armar innecesarios líos con China. ¿Y el nuevo orden económico mundial sobre el que conversaron Xi con Putin en las Olimpiadas? Pues que Putin se olvide.

Dicho en términos más politológicos: aquello que aparece como resultado de la reunión de los 20 es, en primer lugar, la coexistencia económica entre gobiernos con distintas estructuras e ideologías. Para China eso no significa ningún problema pues, reiteramos, es y será su doctrina mundial. Para Occidente, en particular para los EE UU, puede sí ser algo más problemático.

Mientras que para China la autocracia como forma de gobierno corresponde con las más profundas tradiciones históricas del país (el libro de Kissinger, “China”, una maravilla histórica y literaria, lo muestra con precisión) la democracia de Occidente es, o ha llegado a ser, un producto de exportación. La democracia tiene, aunque los presidentes democráticos no lo quieran, un carácter expansivo.

La democracia, eso no lo van a entender nunca los sátrapas y déspotas del planeta, es erótica. No estamos haciendo aquí una figura literaria. Lo que intentamos afirmar es que la democracia no tiene solo un carácter político sino algo muy difícil de ser entendido por economistas y científicos sociales. Me refiero a su inherente sentido ontológico.

En tenor filosófico hay una relación indivisible entre el ser como ser y el ser político, en este caso, el ser democrático. El ser, sigamos hablando ontológicamente, para ser, necesita ser. Y solo se llega a ser más cuando hay libertad para ser. O para que se entienda mejor: la democracia, no es en sí la libertad. Pero es un sistema político que organiza y garantiza institucionalmente a libertades no solo políticas que no existen bajo otras formas de gobierno. Sin esas libertades no puede haber democracia. De todos los regímenes de organización política, la democracia es la forma organizativa que menos niega la voluntad del ser, la mejor de todas las peores, si reinterpretamos a Churchill. Para los que vivimos en democracia, ese es un sobrentendido. Para los que en cambio no viven bajo su amparo, es un deseo que, cuando es sistemáticamente negado, puede llegar a convertirse en una fuerza de acción colectiva. A veces como consecuencia de una indignación nacional ante el caso de una muchacha asesinada por no llevar bien puesto un velo. O frente a un dictador que envía a jóvenes a pelear en una guerra de invasión por la que ellos no quieren luchar.

Los gobernantes de países democráticos son conscientes de representar un orden político que, aún en contra de su voluntad, puede convertirse en objeto del deseo para muchos habitantes de países dominados por autocracias. Las migraciones masivas que avanzan hacia los países occidentales, por ejemplo, no surgen siempre como consecuencia del hambre y la miseria, ni tampoco por razones directamente políticas sino, muchas veces, porque esas multitudes de seres casi siempre jóvenes, son atraídos por las luces de las grandes ciudades occidentales, por una promesa de vida que intuyen pero no conocen, por una realidad que imaginan como negación de las oscuridades de las cavernas del no-ser, desde donde provienen. Biden, ni ningún gobernante occidental, puede hacer algo en contra si los jóvenes de China, o Irán, se sienten atraídos por un Occidente al que, sin conocerlo, aman.

Los gobernantes autocráticos pueden apropiarse de la técnica, de la ciencia, de las finanzas occidentales, pero nunca del espíritu político occidental sin negarse a sí mismos. Esas son las razones que explican por qué, como si fuera un sentimiento que pareciera surgir de un atávico instinto de supervivencia, los autócratas del mundo odian a Occidente. Y lamentablemente no lo pueden evitar, aunque sí, cuando se trata de autócratas tan inteligentes como Xi Chinping, disimular (¡qué bien se veía en Bali con traje y corbata!)

Los gobiernos democráticos están obligados a practicar normas de autocontención cuando tienen que dialogar con los autócratas del mundo no-occidental. En muchos casos deben entender que la democracia no está inscrita en ningún programa genético de la humanidad y, por lo mismo, ninguna nación está determinada a “evolucionar” hacia un orden democrático. Los gobiernos asiáticos e islámicos son lo que son de acuerdo a sus propias historias, culturas y tradiciones.

Puede suceder incluso que nunca el mundo llegue a ser definitivamente democrático. De ahí que, por lo menos en los grandes encuentros globales, hay que dejar atrás ese misionarismo político que ha caracterizado a muchos gobiernos norteamericanos, como el de Carter, en parte el de Reagan, los de los Bush, e incluso el de Biden.

En la gran película de Martin Scorcese “Silencio” (2016) hay un diálogo intenso entre un maestro budista japonés y un sacerdote jesuita portugués, un misionero. Fue en el año 1638. En ese diálogo, el budista dijo al jesuita: “Nosotros no queremos matarlos a ustedes, pero es que ustedes vienen a predicarnos una religión que no ha nacido, crecido y madurado en nuestros huertos” El jesuita responde: “nuestra religión es universal porque Dios es solo uno”. No era tan cierto, el argumento jesuita. La religión que predicaba había nacido en huertos judíos, griegos y romanos, pero no japoneses. Si era una religión universal lo era tanto como la budista. Hoy, seis siglos después, no hay problemas en predicar el budismo en Occidente y un poco menos el cristianismo en Japón. Pero sí hay problemas para predicar filosofías democráticas en China. Tal vez un día será posible predicar la filosofía democrática occidental en China. Pero para eso hay que tener paciencia china. No es, el nuestro, tiempo de misioneros.

Xi Chinping, como buen chino, tiene paciencia. No intentó acercarse a Occidente cuando parecía que Putin iba a ganar rápidamente la guerra a Ucrania. Solo lo hizo cuando los ucranianos demostraron en los campos de batalla que Putin no iba ser el vencedor. Chinping decidió entonces reiniciar las buenas relaciones diplomáticas con Occidente. En cierto modo -ironía de la historia- la paz mundial se la estamos debiendo a los soldados ucranianos. Slava Ucraini.

Tres puntos de la declaración final, firmada por la mayoría de los gobiernos en Bali, fueron golpes muy duros para el dictador ruso. Entre ellos: 1. No al uso de armas nucleares (clara advertencia al chantaje favorito de Putin) 2. El curso de la economía mundial debe estar puesto por sobre las guerras. 3. No a la guerra en Ucrania.

Cuando Lavrov viajaba en su avión de regreso a Moscú y fue dada a conocer la declaración de Bali, Putin debe haber sentido un frío siberiano sobre sus ya no muy musculosas espaldas.

16 de noviembre 2022

Polis

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El ser de la política (o la política del ser)

Fernando Mires

¿Por qué hay seres humanos que apoyan a Putin?

Es un dictador implacable, no respeta derechos humanos, manipula la información, la prensa, la radio, la televisión, gobierna sin ningún control, no se debe a nadie ni a nada, manda asesinar a sus opositores reales y potenciales, su poder reposa sobre la base de una oligarquía de millonarios corruptos, de agencias secretas, de un ejército cuyas tropas son reclutadas en zonas marginales, y de una secta “cristiana” estatal, un tirano que persigue no solo a enemigos políticos sino también a enemigos sexuales, intelectuales y religiosos, un asesino que ha cometido las más horrendas masacres del siglo XXl en Chechenia, Georgia y Siria y hoy invade y masacra a los habitantes de una nación europea jurídica y políticamente constituida como Ucrania, violando todos los acuerdos y convenciones internacionales, llevando a cabo algo que solo monstruos como Hitler y Stalin hicieron: elegir como blanco a la población civil, sobre todo a mujeres, ancianos y niños.

Y sin embargo hay seres humanos que aquí, en pleno Occidente, apoyan a Putin. Más todavía: hay gobiernos que lo apoyan. O lo que al fin es casi lo mismo: lo relativizan. En Europa son en su mayoría de derecha, en América Latina, en su mayoría, de izquierda (escribo derecha e izquierda sin comillas).

EL SER DEL NO-SER

“Criminales de guerra de segunda mano” denominó con justificada ira el legendario poeta y cantautor alemán Wolf Biermann a quienes proponen no enviar más armas a Ucrania con la ilusión de que después Putin los dejará vivir tranquilos. De un modo más objetivo los podemos ver como una parte de una revolución antidemocrática dirigida en contra de los principios y valores que algunos llaman democracia liberal, y otros simplemente democracia, a secas. Una ola antidemocrática que avanza hacia todo el Occidente político, a veces bajo la forma de antimodernidad, otras, como antinorteamericanismo, y casi siempre, como antioccidentalismo. Su forma más radical y cruel de expresión es el putinismo.

¿Cómo se llega a ser putinista? Esa fue la pregunta que me llevó a pensar en las relaciones que se dan entre el ser humano y sus representaciones (no solo) políticas. En efecto, nadie nace putinista como tampoco nadie nace demócrata. Se llega a serlo. El putinismo, como muchas otras opciones políticas es un llegar a ser, y las razones para llegar a serlo pueden ser múltiples y variadas.

Al fin y al cabo, en la vida casi todo lo que somos es porque hemos llegado a serlo. Un ser en sí mismo, es decir, alguien que es, y no un llegar a ser, no existe a escala humana. Solo a escala divina. En la Biblia la voz de Dios fue muy clara cuando al presentarse ante el atónito Moisés, desde la sarza ardiendo, dijo: Yo soy el que soy. Eso es justamente lo que no puede decir ningún ser humano. A diferencias del Ser de Dios, el del humano ha llegado a ser en el tiempo. Pues Dios, si existe, no tiene tiempo (de otra manera no sería Dios) Él, según toda teología, es el tiempo y a la vez está más allá del tiempo. Nosotros en cambio somos un siendo que llega a ser. Ser en el tiempo – esa es según Heidegger la condición humana - implica, por lo tanto, aceptar la posibilidad del ya no ser, ya sea parcialmente en la propia vida, ya sea después de la muerte.

Recuerdo que una vez, siguiendo su impulso feminista, Simone de Beauvoir escribió: “no nacimos mujeres, llegamos a serlo”. No hablaba, claro está, en un sentido anatómico sino de la incorporación de la mujer a roles cultural y socialmente asignados como femeninos. Anatómicamente se nace mujer u hombre (no hay una tercera posibilitad), quería decir de Beauvoir, pero social y culturalmente, no. Podríamos extender el ejemplo a muchas actividades que nos definen como lo que somos, ya sea por determinaciones de orígenes, ya sea por identidades adquiridas en el curso de la vida.

El ser es lo que cada uno ha llegado a ser en su vida y cada uno es, por eso, muchas cosas a la vez. Nadie se identifica con un ser puro sino con un ser formado en distintos ámbitos de la existencia, ya sea en las profesiones, en el estado civil, en la nacionalidad, en la adhesión a determinadas creencias, valores, ideas, ideologías, intereses. Cada uno de nosotros es portador de diversas identidades y esas no son idénticas entre sí. Y bien, esas identidades son las formas del ser en la vida.

Así como en cada uno habitan distintas formas de ser (formas del Ser, diría un heideggeriano) la vida en sociedad supone la coexistencia de diversas formas grupales de ser, vale decir, de grupos que se identifican entre sí por la adhesión a una determinada cultura, o religión, o política. Por eso Michael Walzer deducía que la llamada sociedad moderna debe ser multicultural (luego, multireligiosa y multipolítica) o no ser. Esas formas de ser conforman nuestras identidades, y a la vez cada uno es definido ante los demás en la escena pública a la que pertenece la política. En ese sentido podríamos diferenciar dos tipos de identidades (o modos de ser). A unas las llamaremos sólidas y a las otras, menos sólidas (para no decir líquidas como Sygmunt Baumann)

IDENTIDADES DEL SER

Hasta la primera mitad del siglo XX en Occidente, y hoy en naciones no democráticas, primaban las identidades sólidas (o inalienables). Entre estas últimas, las nacionales, las religiosas, las ideológicas, y por supuesto, las sexuales. Algunas de esas identidades conservan todavía su solidez originaria, pero lentamente sus tendencias son las de convertirse en identidades relativas.

Podemos cambiar de nacionalidad, de religión, de ideología, y en materia sexual, no asumir la condición anatómica con la cual llegamos al mundo, sino la representación mental de nuestro sexo. Por eso hoy se habla del género como algo diferente al sexo.

El sexo es inalienable, nacemos con sus dispositivos, y solo hay dos sexos. Hombre o mujer. El sexo anatómico, a no mediar una operación quirúrgica, es definitivamente inalienable. O como decía un reaccionario tuitero -también los reaccionarios tienen a veces razón- "es difícil que un hombre pida hora a un ginecólogo". El género, en cambio, así nos enseñan los militantes de los movimientos de género, es la representación mental del sexo. El sexo mental, o de género, es intercambiable. Más aún, en algunos casos es optativo. Eso significaría, siguiendo una ruta que va desde Platon a Freud, somos no solo lo que somos sino lo que creemos que somos.

Para los ayatolas, para Putin, para Orban, para Erdogan, la sexualidad genital debe corresponder exactamente con la sexualidad mental, pero para un gobernante democrático ambas sexualidades pueden ser sumatorias y, por lo mismo, legalmente aceptables. Así se explica por qué para los primeros el Occidente político es visto como un espacio de-generado.

De más está decir, en Occidente hay sectores que comparten la racionalidad anti-occidental, como a la inversa –lo estamos viendo hoy en Irán- hay multitudes de jóvenes de otras latitudes culturales que adhieren a la occidental. Estamos en medio de una lucha político cultural a fuego cruzado, una que tiene lugar en diversas naciones del globo.

Ahora, cuando son varios los que comparte similares representaciones mentales, la tendencia lleva naturalmente a su asociación incluyendo en ellas a las más aberrantes (pienso inevitablemente en los movimientos “anti-vacuna”). Una sociedad, para pensar de nuevo con Walzer, sería entonces un conjunto de asociaciones cuyos miembros participan de una comunidad de representaciones mentales, las que elevadas al plano de la política pueden llegar convertirse en ideologías, vale decir, en sistemas organizados de representaciones colectivas. Por eso existen ideologías de clase, ideologías nacionalistas, ideologías de género, y muchas más.

En fin, como occidentales podemos renunciar a nuestras identidades originarias e intercambiarlas por otras adquiridas. Lo que no podemos, o tal vez, no debemos, es renunciar a tener identidades. Sin identidades dejamos de ser alguien. Eso quiere decir, reiteramos, que el ser no se sostiene sobre sí mismo sino sobre su forma o modo de ser. Esa también esa la razón por la que personas que portan identidades precarias son las que más se aferran a las pocas que tienen, hasta el punto de intentar convertirlas en identidades sólidas, o duras, inseparables e irrenunciables.

Me atrevería a decir incluso que existe una tendencia predominante a transformar identidades optativas en identidades sólidas. Hay un ejemplo que podría ser ilustrativo. Me refiero al de los hinchas de fútbol. Para un seguidor del Barca, por ejemplo, sería más fácil cambiar de nacionalidad, de religión o de sexo, que convertirse en un hincha del Real. En el fútbol, una identidad que debería ser suave, convertida en identidad dura, es inofensivo (aunque a veces no tanto). Pero cuando esas identidades adquieren una solidez religiosa, nacionalista, racista, clasista, o de género, vale decir, excluyente con respecto a todas las demás identidades, ha llegado la hora de hacer sonar las alarmas.

¿Cuáles son las pre-disposiciones psíquicas o las encrucijadas biográficas o los golpes de la mala suerte que llevan a un ser humano a convertirse en fascista, estalinista o putinista? No lo sabemos. Pueden ser muchas. Lo que sí sabemos es que no son intrínsecas, sino adopciones de un ser que para ser necesita ser algo frente a sí mismo, y por cierto, frente a los demás. Sin esas adopciones, por más negativas que sean, irrumpen las fuerzas del no-ser. La psicología nos habla de depresión, de melancolía, y últimamente, de disforia: Un muy buen término.

DISFORIA POLÍTICA

El ser disfórico es el que no ha logrado insertar en sí una representación adecuada a su ser. Es el “desganado”, el que no encuentra sentido y razón a su existir y, por lo mismo, en caso extremo, el que puede llegar a pensar que ya no es. Por esa misma razón, cuando encuentra, o le es ofrecida una representación, suele abrazarla con pasión, o con una euforia que no es más que el otro polo de su disforia.

Aunque suene cínico decirlo: Un fascista, un estalinista, un putinista, es un ser que ha encontrado una “razón de ser” la que, por más detestable que nos parezca, lo protege frente a la monstruosa soledad de ser nada. Su representación mental, convertida en ideología, los salva de su disforia. Incapaz de pensar, ha decidido ser pensado por su ideología, la que para que sea efectiva, debe obedecer a un principio de programación simple.

Me explico: a diferencias de las ideas, las que al ser permanentemente pensadas no son garantías para sustentar ninguna identidad, las ideologías son construcciones cerradas y, por lo tanto, con un muy bajo nivel de comunicación con el mundo externo. Dicho en modo metafórico, las ideologías son ideas muertas, sin posibilidad de reproducción, y por lo mismo yacen petrificadas al interior de un sistema, valga la redundancia, ideológico.

IDEAS E IDEOLOGÍAS

Ahora bien, en el caso del putinismo latinoamericano su sistema ideológico se compone de tres elementos: 1) EE UU es el principal enemigo económico y militar de la humanidad. 2) Putin es el enemigo mortal de los EE UU. 3) Apoyar a Putin es ser antinorteamericano, y luego, antimperialista.

En el caso del putinismo europeo, los elementos también serían tres: 1) Occidente se encuentra en una profunda decadencia moral y cultural. 2) Putin representa el regreso del orden patriarcal, de la religión, el amor a la familia y a la patria. 3) Apoyar a Putin es defender los valores que en el pasado dieron grandeza a las naciones de Europa.

No hay, en efecto, peores enemigos para un orden democrático que los sistemas ideológicos de representación colectiva. A ellos pertenecen ideologías como la estalinista, la fascista y la putinista. Pero a la vez, cuando proliferan, podemos considerarlas como un síntoma de la crisis de un orden social que no ofrece muchas posibilidades de identificaciones racionales.

Las ideologías surgen de la carencia de ideas. Las ideas aparecen de la comunicación, primero entre uno mismo y su conciencia, y segundo, de uno con los demás (de la razón comunicativa, según Habermas). Las ideologías en cambio, de representaciones petrificadas de la realidad.

Podríamos decir entonces que en cada orden social, o en cada nación, occidental o no, hay una lucha permanente entre la irracionalidad ideológica y la razón de las ideas. La democracia, por lo tanto, no es solo una forma de gobierno, es una lucha permanente -sí, permanente- en contra de la irracionalidad política. Para oponernos a su avance nos organizamos en movimientos o en partidos y elegimos candidatos que nos representen frente al “asalto a la razón” (Así nombró Georg Lukács al fascismo de su tiempo). Por eso pensamos, discutimos, y a veces, también escribimos.

La democracia no se encuentra al final de la lucha sino en la lucha misma, y esa lucha no tiene final. Eso quiere decir, sin más ni menos, que la condición normal de la democracia es su agonía (lucha entre la vida y la muerte). O dicho en términos más pragmáticos: cada autocracia derrotada en cualquier lugar del mundo, será en última instancia una derrota para Putin. La mejor solidaridad que podemos ejercer con Ucrania -esta es la deducción- es derrotar a los autócratas y a los que quieren serlo, en nuestros propios lugares de vida (virtuales o físicos), allí donde somos, allí donde actuamos.

30 de octubre 2022

Polis

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Ha nacido una nueva nación europea: Ucrania

Fernando Mires

En el muy visto programa que dirige la moderadora alemana Anne Will (ARD) junto a conocidos especialistas en temas rusos y ucranianos, estuvo invitado el famoso escritor ruso Viktor Erofejev quien conoció personalmente a Vladimir Putin. Pese a las expectativas, Erofejev no agregó mucho a lo que ya sabemos sobre la personalidad narcisista del dictador (o sobre su crueldad o sobre su falta total de escrúpulos), pero sí produjo un impacto cuando en poético tono dijo: «Desde la sangre derramada está naciendo una nueva nación europea, Ucrania».

Después del efecto producido por el énfasis dramático impreso por el escritor fue imposible no preguntarse: ¿no nació Ucrania como nación en 1991? Evidentemente, Erofejev estaba hablando de otro nacimiento y, por lo mismo, de un distinto concepto de nación al que imperaba desde hace no mucho tiempo.

De la nación jurídica a la nación política

En 1991, a partir del colapso de la URSS —o sea desde el momento en que Ucrania fue reconocida por la UE y sobre todo por la ONU— había tenido lugar el nacimiento jurídico de una nación, o si se prefiere, el de una nación en forma. Erofejev se refiere entonces a un nacimiento al que nos atrevemos a denominar nacimiento político. Con eso queremos decir simplemente que hay una diferencia entre una nación jurídica y otra políticamente constituida. O lo que es casi igual: existe la nación jurídica y existe la nación política.

La nación jurídica es reconocida como tal por las demás naciones, en este caso por la ONU. Es, por así decirlo, la nación acreditada como nación. Para que eso suceda, esa nación tiene que estar dotada de un Estado y de un gobierno. La nación política, en cambio, aparece cuando sus habitantes, a través de sus distintas asociaciones, se reconocen como ciudadanos de una determinada nación de acuerdo a lo estipulado por una Constitución. Luego, la nación jurídica tiene que ver más con el reconocimiento externo y la nación política tiene que ver más con el reconocimiento interno de una nación. A ese reconocimiento interno se refería el escritor Erofejev.

Los ucranianos, durante la invasión ya no son solo ucranianos sino, además, se sienten ucranianos. En cierto sentido, su nación ha llegado a ser «una comunidad de destino», como definió a la nación el socialista austriaco Otto Bauer.

Los habitantes de Ucrania, a través de la guerra defensiva en contra del invasor ruso, han decidido no solo ser ucranianos en sentido demográfico sino también político y, por supuesto, militar. Por el solo hecho de defender a su nación en contra de la invasión externa, han establecido un lazo político con el gobierno que representa a esa nación. En ese sentido, la de los ucranianos puede ser vista como una guerra de liberación nacional.

Ahora bien, la definición de Ucrania como nación jurídica y política a la vez, no es por supuesto la misma de Putin, pues para Putin una nación no es una entidad jurídica ni política, sino una entidad consanguínea y cultural.

En su ya conocido ensayo titulado Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos encontramos de modo explícito el concepto de nación en la versión de Putin. Los ucranianos son, según el dictador, miembros de la Gran Rusia según determinaciones biológicas (lazos de sangre) culturales, históricas, idiomáticas e incluso, como él mismo ha afirmado en diversas ocasiones, religiosas.

De acuerdo al principio de consanguinidad, la definición de Putin se encuentra cerca de la definición nazi de nación (Putin cultiva el paneslavismo como Hitler cultivaba el pangermanismo). De acuerdo al principio de pertenencia cultural está, en cambio, más cerca de la concepción de Stalin. Ahora bien, esta última es la que aún prevalece —sin nombrar a su autor— en los círculos intelectuales y políticos de Rusia.

En su libelo El marxismo y la cuestión nacional, considerado en su tiempo por la mayoría de los comunistas del mundo como un gran aporte al marxismo leninismo, definía Stalin a la nación en los siguientes términos: [La] nación es una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada esta en la comunidad de cultura.

Pongamos atención. En la definición de Stalin no aparece nada parecido a la relación jurídica y política de la ciudadanía con un Estado nacional. La nación, según Stalin, no necesita de ninguna Constitución para constituirse, tampoco de un Estado, ni siquiera de un gobierno que la represente ante los demás gobiernos y estados. Pues bien, esa, la estaliniana, es la misma concepción de Putin: la de una nación preestatal y preconstitucional, la de una nación puramente cultural.

De acuerdo a Stalin y Putin la mayoría de las naciones occidentales de nuestro tiempo, al ser multiculturales, no serían naciones. Por lo tanto, la definición culturalista de la nación dista de ser inocente. Todo lo contrario: hay un objetivo muy claro en la castración de lo jurídico y de lo político del cuerpo de la nación. Y es este: las naciones, al ser simples entidades culturales no requieren de un Estado, pues un Estado las convierte en independientes ante las demás naciones. Por eso las mal llamadas repúblicas soviéticas no eran repúblicas, en el mejor de los casos simples territorios culturales, subordinadas todos a la égida de un Estado central y unitario: el de la URSS.

La definición de nación, según Stalin, hecha después suya por Putin, es una noción imperial e imperialista, confeccionada a la medida del centralismo burocrático de tipo asiático (dutschke) impuesta por la tiranía comunista de la URSS. Tampoco era una federación al estilo de los EE. UU. o de la actual Alemania. Se trataba, simplemente, de agrupaciones y territorios culturales desprovistos de representación política.

La de Stalin era la definición de un conglomerado de culturas a las que el llamó naciones, subordinadas todas a un solo Estado. De acuerdo a esa definición, la URSS llegó a ser, después de que Stalin se hiciera del poder, lo que algunas izquierdas latinoamericanas llaman hoy —muchas veces sin saber lo que dicen— Estado plurinacional: es decir varias naciones culturales sin formato político.

No está de más decirlo: la concepción del Estado plurinacional de un Evo Morales, menos que indianista, es genuinamente estalinista. Afortunadamente, en Chile, donde su ciudadanía parece ser más moderna que sus izquierdas, el plurinacionalismo fue rechazado por amplia mayoría, sobre todo por las comunidades indígenas las que, con todo derecho, no querían ser convertidas en naciones de segunda clase.

El culturalismo que hasta el siglo XlX fue ideología predominante en los movimientos nacionalistas europeos, pese a su condición atávica, continúa perviviendo en algunos países de Europa. La guerra imperial de Milosevic, por ejemplo, tuvo como fundamento ideológico la eslavización promovida desde Serbia. A ese nacionalismo cultural (idioma, folclor, «mentalidad») recurren también grupos separatistas de regiones españolas como Cataluña y el País Vasco para fundamentar sus proyectos de supuesta independencia «nacional».

La arcaica idea (prejurídica y prepolítica) de la nación cultural sigue siendo vigente también para Putin. Según el dictador ruso, Ucrania —así lo dejó establecido en su ensayo del 2021— es una nación cultural, pero en ningún caso una nación jurídica y mucho menos política.

La revolución nacional de Ucrania

Como hemos reiterado en otros textos: el propósito central de Putin en Ucrania más que anexar territorios es destruir a la organización política de la nación articulada al Estado ucraniano —Estado representado en estos momentos por el gobierno de Volodímir Zelenski— y así reconvertir a Ucrania en una simple nación cultural, vale decir, en una nación sin Estado, sin Constitución y con un gobierno dependiente del exterior al estilo de las republiquetas fundadas por Putin en Donetsk, Lugansk y en los territorios sureños de Jerson y Zaporiyia. Ese sería por lo demás el destino que espera a Ucrania en caso de que su Estado nacional sea destruido: una nación sin soberanía, sin independencia, sin Estado, surgida de plebiscitos donde los votantes son apuntados con metralletas, «eligiendo» a grotescos gobernantes seleccionados a dedo por el dictador ruso.

El proceso que lleva a convertir una nación cultural en una nación jurídica, y a una nación jurídica en una política, no ha sido fácil de recorrer en Ucrania. Pero, a diferencias de Bielorrusia y otras exnaciones soviéticas, ha logrado ser transitado. Para que eso hubiera sido posible, la nación debió atravesar diversas fases o períodos. Así, a partir de 1991, mediante la declaración de independencia de Ucrania como consecuencia de la disolución de la URSS, podemos hablar de un periodo formativo.

Desde 1904 hasta el 2013 nos encontramos con un periodo de lucha hegemónica donde dos tendencias se enfrentaron continuamente. La primera está asociada al hombre de Rusia en Ucrania, Viktor Yanukóvich. La segunda a Julia Timoschenko y Viktor Yushchenko, líderes de de la llamada «revolución naranja», enfilada en contra de la corrupción, pero también en contra de la rusificación de Ucrania, ya fraguada desde el Kremlin.

Precisamente, enarbolando el estandarte de la anticorrupción y en elecciones consideradas fraudulentas, Viktor Yanukóvich llegó nuevamente al gobierno el 2010. Desde el poder, como si fuera un Lukashenko ucraniano, Yanukóvich se convirtió en simple portavoz de Putin, mientras los nacionalistas ucranianos veían con espanto cómo bajo su gobierno iba a terminar la independencia de Ucrania.

La gota que colmó el vaso fue la decisión de Yanukóvich (orden de Putin) de oponerse al acercamiento de Ucrania a la UE. Como respuesta, a fines de 2013, estalló la revolución, llamada con justeza Euromaidán. «Euro» porque su proclama más importante era la europeización de Ucrania.

Como es sabido, la revolución tuvo un origen principalmente estudiantil en la plaza Maidán (plaza de la libertad). A los estudiantes se fueron plegando partidos políticos, organizaciones civiles, confesiones religiosas, sectores del ejército, grupos nacionalistas y también ultranacionalistas (en Ucrania los hay, como en todos los países europeos). Esa auténtica revolución popular es llamada en la literatura putinista, «golpe de Estado». Por cierto, hubo enfrentamientos, violencia, muertos, heridos. Pero todos sabemos que las revoluciones populares nunca han sido bellas, como a veces aparecen en las películas.

En Maidán —visto en retrospectiva— surgió un movimiento en primera línea nacional y antimperial opuesto a la rusificación y abierto a la europeización. De ahí proviene el que hoy Zelenski llama «mandato de Maidán». En fin, con la revolución de Maidán comenzó la lucha de Ucrania por su independencia de Moscú. Como respuesta a Maidán fue iniciada en el 2014 la invasión de Rusia a Ucrania, cuando Putin se apoderó de Crimea, de Sebastopol, de Donetsk y Lugansk, declarando a esas regiones, sin antecedentes jurídicos ni históricos, territorios rusos.

¿Por qué no continuó Putin inmediatamente la guerra de anexión total de Ucrania? No es tan cierto, en el hecho lo intentó pero sin éxito.

Donetsk y Lugansk pasaron a convertirse en enclaves militares rusos y como tales fueron objeto de continuos ataques de parte de milicias patriotas y nacionalistas de Ucrania («nazis», según los putinistas). En efecto, desde 2014 hasta el 2022 tuvo lugar una guerra de baja intensidad en Ucrania, una a la que los historiadores no han prestado debida atención. También Putin utilizó ese periodo para acentuar la dependencia energética de Europa —sobre todo de su locomotora económica, Alemania— con respecto a Rusia. Y por cierto, dedicó ingresos obtenidos por el gas y el petróleo a modernizar al máximo posible a sus destacamentos militares.

Probablemente tampoco Putin había abandonado la idea de ocupar Ucrania mediante medios políticos, como intentó hacerlo utilizando a su títere, Janukóvich. Poroshenko, el presidente elegido después de Maidán, usaba un vocabulario nacionalista, pero a la vez estaba muy ligado a la oligarquía financiera rusa. Su sucesor, Volodímir Zelenski, pese a ganar las elecciones con una mayoría descomunal (más del 70%) no ofrecía un serio programa independentista, más bien parecía proclive al diálogo y al compromiso con Putin. Nadie podía sospechar que, bajo la apariencia más bien tímida del «actorzuelo», como aún lo califican con odio los putinistas, se escondía un formidable líder nacional. Menos imaginaba Putin la predisposición del pueblo ucraniano a defenderse hasta la inmolación en defensa de su país invadido, como tampoco la decisión de la mayoría de los países europeos para ponerse al servicio de las decisiones militares ucranianas. Ese momento de encuentro histórico entre Ucrania y Europa, percibido poéticamente por el escritor ruso Viktor Erofejev, hizo nacer sobre las ruinas y la sangre derramada a una nueva nación europea. Ucrania, se quiera o no, ya tenía antes de 2022 una historia política. Una muy breve, pero a la vez muy intensa.

Ucrania europea

La afirmación del ser europeo contiene, como toda afirmación, una negación. Europeo quiere decir en el contexto de la resistencia ucraniana «no queremos ser rusos», o también «no queremos ser habitantes de una provincia rusa». Europeo significa, además, «queremos ser occidentales en todo lo que signifique serlo»: ciudadanos de una nación donde sean respetados los derechos humanos; donde rija la Constitución por sobre la voz del mandatario; donde haya una clara división de poderes (ya establecidos en la Constitución ucraniana de 1996); donde haya partidos políticos, libertad de culto y de opinión. En otras palabras, donde haya todo lo que no existe en la Rusia de Putin. En ese sentido, la lucha de liberación nacional emprendida por el pueblo y el gobierno de Ucrania es también una lucha patriótica.

Patria no es lo mismo que nación, eso hay que tenerlo muy claro. Incluso en el mundo globalizado en que vivimos pueden llegar a ser dos conceptos separables. La patria hace referencia a un punto de origen, al espacio primario desde donde venimos, al lugar donde yacen nuestros recuerdos, amores y nostalgias, nuestros decires, nuestros gestos, nuestros modos de ser en la vida, pensados e incluso soñados en el lenguaje materno o paterno.

La nación, en cambio, supone una relación activa y dinámica con un Estado, el lugar donde asumimos derechos y deberes de acuerdo a las normas y leyes que provienen de una Constitución que rige para todos, más allá de nuestras diferencias culturales, religiosas o políticas. De la patria somos sus hijos, de la nación somos sus ciudadanos.

En la nación pagamos impuestos y elegimos a nuestros representantes de acuerdo a intereses e ideales. Del sentimiento patrio no puede surgir, por lo mismo, ninguna nueva nación. Pero a la inversa, de una nación, sobre todo cuando está a punto de ser perdida, sí puede surgir un sentimiento patrio. «Patriotismo constitucional» lo llamó una vez Habermas, retomando el concepto inventado por Rolf Sternberger. Efectivamente, de eso se trata. Vista así, Ucrania representa para muchos ucranianos la adhesión a una trinidad irrenunciable: es la patria originaria, es una nación políticamente constituida y es una parte de un continente occidental llamado Europa.

Desde la patria invadida ha nacido una nueva nación europea, reconocida y acogida por Europa. Eso nunca lo podrá entender el gobernante ruso. Por eso, destruya lo que pueda, y siempre será mucho, Putin está condenado a vivir y a morir en la derrota. En su derrota.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Putin y la radicalidad del mal

Fernando Mires

Uno de los más mal entendidos temas de los muchos que trabajó Hannah Arendt es también uno de los más conocidos. Nos referimos al de la «banalidad del mal». No han faltado incluso quienes imaginan que la gran filósofa de la política pensaba que el mal era de por sí banal. Quienes hemos seguido el desarrollo del pensamiento de Arendt, sabemos, sin embargo, que el concepto de banalidad es un derivado del concepto de Kant acerca de la radicalidad del mal.

El caso Eichmann

Como es sabido, la proposición relativa a la banalidad del mal fue elaborada por Arendt observando la personalidad y escuchando opiniones emitidas por Adolf Eichmann durante el juicio a que fue sometido en Jerusalén. Acerca del concepto de banalidad no faltaron quienes creyeron que Arendt intentaba minimizar los crímenes cometidos por Eichmann. Nada más falso: Arendt estaba de acuerdo con la sentencia de pena de muerte aplicada al acusado. En el último párrafo del epílogo escribió Arendt su sentencia personal: la horca. Nada menos. Vale la pena citar el párrafo en toda su extensión, pues ahí está concentrada la esencia del argumento de Arendt acerca de la banalidad del mal. Como si estuviera dirigiéndose directamente a Eichmann, escribió:

Tú mismo has hablado de una culpabilidad por igual, en potencia, no en acto, de todos aquellos que vivieron en un Estado cuya principal finalidad política fue la comisión de inauditos delitos. Poco importan las accidentales circunstancias interiores o exteriores que te impulsaron a lo largo del camino a cuyo término te convertirías en un criminal, por cuanto media un abismo entre la realidad de lo que tú hiciste y la potencialidad de lo que los otros hubiesen podido hacer. Aquí nos ocupamos únicamente de lo que hiciste, no de la posible inocua de tu vida interior y de tus motivos, ni tampoco de la criminalidad en potencia de quienes te rodeaban. Has contado tu historia con palabras indicativas de que fuiste víctima de la mala suerte, y nosotros, conocedores de las circunstancias en que te hallaste, estamos dispuestos a reconocer, hasta cierto punto, que si estas te hubieran sido más favorables muy difícilmente habrías llegado a sentarte ante nosotros o ante cualquier otro tribunal penal. Si aceptamos, a efectos dialécticos, que tan solo a la mala suerte se debió que llegaras a ser voluntario instrumento de una organización de asesinato masivo, todavía queda el hecho de haber, tú, cumplimentado y, en consecuencia, apoyado activamente, una política de asesinato masivo. El mundo de la política en nada se asemeja a los parvularios; en materia política, la obediencia y el apoyo son una misma cosa. Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación — como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar el mundo—, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado».

Arendt probablemente no sabía que Eichmann poseía dotes de actor. Su estrategia fue presentarse ante el juicio como víctima de circunstancias, y no como uno de los responsables del Holocausto. Una simple pieza de un engranaje de una maquinaria de la muerte, un hombre que solo cumplía ordenes y que bajo ningún aspecto podría ser señalado como responsable del genocidio.

Arendt no conocía demasiado la vida de Eichmann, y después de su libro, historiadores como Hans Mommsen, estudiando la biografía del acusado, pudieron llegar a la conclusión de que definitivamente Eichmann era un redomado antisemita y, por lo mismo, uno de los responsables del asesinato colectivo que había tenido lugar en las cámaras de gases.

Como sea, más allá de la persona de Eichmann, intentó demostrar Arendt que de verdad hubo personas que solo se limitaron, como si fueran autómatas, a cumplir ordenes y que, bajo otras circunstancias, no habrían sido los asesinos que llegaron a ser. Frente a ese tipo de personas Arendt no fue benevolente. Lo que importaba es lo que un individuo ha hecho y no lo que pudiera no haber hecho si las cosas se hubieran dado de una manera distinta.

Cada ser es responsable de sí y de sus actos, fue el veredicto de Arendt. Hay por cierto, circunstancias atenuantes, pero según Arendt, en el caso de Eichmann, no las había. ¿Qué hubiera actuado como un autómata? Eso no importa. Cada uno es responsable si decide ser un autómata o un ser humano. ¿Dónde reside entonces la banalidad del mal? Aunque parezca tautología, la banalidad del mal reside en su banalización. Quiere decir: el mal nunca será banal, pero sí puede ser banalizado.

Para poner un ejemplo, un soldado de un ejército invasor que mata en las batallas a soldados enemigos no puede ser acusado de asesinato. Pero si ese soldado mata a personas indefensas, a soldados ya rendidos, viola a mujeres, incendia casas, ese soldado sí es un asesino. ¿Y si ha recibido ordenes para cometer esos crímenes? Igualmente, es culpable de no haberse rebelado en contra de los crímenes de guerra que cualquier soldado profesional debe conocer. Obedecer a una orden ilegal no absuelve a nadie.

La guerra es de por sí un crimen, nos diría un pacifista antipolítico. Pero hay crímenes de guerra, y frente a esos crímenes son responsables tantos los que dan como los que reciben ordenes. Decir entonces, yo maté porque así me lo ordenaron, es convertir un asesinato en el simple cumplimiento de una orden. En un acto banal. Y como la mayoría de los asesinos siempre recurrirán a argumentos para justificar sus asesinatos, casi todo asesinato podría ser banalizado pues la banalidad del mal proviene de la incapacidad de sentirse culpable. Repitamos: no hay banalidad sin banalización.

Eichmann intentó banalizar, como la mayoría de los asesinos, sus asesinatos. Mediante su coartada intentó aparecer como un inocente. En muchos casos, y este era el de Eichmann, ese intento podría aumentar incluso su culpabilidad. Primero, el hechor cometió un crimen. Segundo, intentó banalizarlo ante él y ante los demás.

El caso Filbinger

Tiempo después del caso Eichmann, en la Alemania del milagro económico y de la consolidación democrática, tuvo lugar una discusión similar a la que intentó estimular Arendt en Israel y en los EE UU. Nos referimos al ya olvidado, pero en su tiempo muy divulgado caso Filbinger

Hans Karl Filbinger (1913- 2007) fue juez durante la época nazi. Después de haber sido rehabilitado, llegó a ser como político de la CDU, ministro presidente del estado Baden-Württemberg (1966-1978).

Ante sus muchos seguidores, Filbinger representaba valores conservadores (patriarcales, autoritarios, religiosos, patriotas). Las elecciones solía ganarlas con mayoría abrumadora. Pero en 1978 el actor Rolf Hochhuth lo denunció por haber sido uno de los juristas más implacables del régimen nazi, llamándolo «jurista terrible» (denominación que en la Alemania de posguerra era aplicada a los juristas al servicio personal de Hitler). Acusación que habría pasado desapercibida si es que el mismo Filbinger no hubiera levantado una querella en contra del actor. Fue ahí cuando la prensa descubrió el tortuoso pasado del político.

Como juez de la Marina, Filbinger había condenado a muerte a marinos desertores. El proceso judicial, iniciado por el mismo Filbinger, demostraría que la denominación «jurista terrible» era perfectamente aplicable a su persona. A la CDU no quedó más alternativa que destituir al patriarca. Por cierto, no fue condenado ni a prisión ni a nada. Tuvo suerte. Durante el tiempo del juicio a Eichmann habría sido condenado a muerte.

Lo que más llamó la atención fue la absoluta incapacidad de Filbinger para hacerse cargo de su pasado. Pese a que sus propios hijos se distanciaron de él, siguió, hasta el momento de su muerte, sosteniendo que había sido una víctima de una confabulación urdida en la RDA. Con esa negación Filbinger pasó a engrosar una larga fila de posnazis incapaces de asumir la realidad vivida. La había borrado de su mente y, por ende, de su biografía.

¿Por qué rememoro aquí el ya casi olvidado caso Filbinger? Por una sola razón. Filbinger, como Eichmann, intentó banalizar el mal. Pero Filbinger no usó el argumento de Eichmann («yo solo cumplía órdenes») sino otro más refinado: «Yo solo aplicaba las leyes». Como dijera Filbinger en una entrevista a Der Spiegel: «Yo no soy responsable de las malas leyes. Mi trabajo era solo hacerlas cumplir». Con esas palabras la banalización del mal se convertía en la legalización del mal.

Efectivamente, desde un punto de vista puramente legal, Filbinger no había cometido ningún delito. Su falta era moral: obedecer ciegamente a las leyes de una dictadura sin considerar que una dictadura, por serlo, es anticonstitucional y por lo mismo ilegal. Las leyes dictadas por una dictadura solo pueden ser legales para los partidarios de una dictadura. Y aquí topamos con uno de los temas más controvertidos del derecho público y privado: la relación entre legalidad y legitimidad.

Legalidad y legitimidad

El tema fue tratado a fondo por el jurista Carl Schmitt para quien la legalidad no cubre todo el espacio de la legitimidad de modo que algo puede ser legítimo y no ser legal a la vez. Ahí, sin mencionarlo, Schmitt recurría a nociones establecidas filosóficamente por Immanuel Kant. La diferencia es que mientras para Schmitt legitimidad y legalidad eran términos contrapuestos, para Kant eran conceptos interdeterminados.

Kant, a pesar de ser un apasionado defensor de la ley constitucional, no era legalista. Las leyes, según Kant, deben ser respetadas porque provienen de la razón práctica, vale decir de las experiencias de vida. De ahí surge la moral y de la moral, la religión y el derecho. De tal modo las leyes, según Kant, se encuentran afiliadas a la razón hecha moral y a la moral hecha ley. Cuando hay discordancia entre ley y moral, quiere decir que algo anda mal en las leyes. De esa constatación dedujo Kant una de sus máximas más famosas: «Haz todo lo que las leyes prescriben, pero no hagas todo lo que las leyes permiten». Quiere decir, más allá de la legalidad hay un espacio donde nos está permitido regirnos por una moralidad que no puede ser totalmente cubierta con el manto de la legalidad.

No todo lo legal es justo ni todo lo justo es legal, podría haber dicho Kant. Hay por lo tanto en su filosofía jurídica, una sobredeterminación de la moral en el derecho público y privado. Una palabra alemana, casi intraducible a otros idiomas, expresa de modo preciso esa sobredeterminación: sitte.

Sitte es la moral que proviene de la tradición y de las costumbres. De este modo uno podría contravenir la sittlichkeit sin contravenir la legalidad. Pongamos ejemplos: no responder al saludo de un vecino, no es ilegal, pero no es sittlich. No cumplir una promesa dada a alguien, no es ilegal, pero no es sittlich. Ser elegido presidente en nombre de la paz y llevar al país a la guerra, no es ilegal, pero no es sittlich. Podríamos seguir con ejemplos parecidos.

Ahora, lo ideal es que moral, sittlichkeit y legalidad, sean correspondientes entre sí. Por eso recomendaba Kant que, no habiendo en determinadas situaciones una ley por la cual regirse, debemos actuar como si hubiera una, siguiendo máximas que condensan las formas de conducta en campos no considerados por la legalidad. Por lo mismo, hay situaciones extremas en las cuales la discordancia entre moral y legalidad es tan discrepante que no queda más alternativa sino tomar una decisión o a favor de la ley sin sustrato moral, o a favor de la moral de donde provienen las leyes.

Eichmann dijo que solo recibía órdenes. Lo que no dijo es que las recibía de una camarilla de miserables asesinos. En el caso de Filbinger, él dijo que dictaminaba de acuerdo a leyes que bien podrían ser malas, pero no dijo que esas leyes (decretos) provenían de la voluntad de un caudillo criminal que había puesto su palabra por sobre la Constitución, las leyes y la moral.

Hitler, al renunciar tanto a la legalidad como a la moral establecida fue, si seguimos a Kant, una expresión máxima del mal. De un mal imposible de ser banalizado. De un mal que no se sujeta a nada ni a nadie. De ese mal que hoy representa Vladimir Putin. El mal radical, así lo llamó Kant.

El caso Putin

El mal radical es el mal puro, radicalmente desbanalizado, imposible de ser justificado por nada. Es el regreso a una supuesta condición natural, cuando no había moral, ni ética, ni normas, ni dioses, ni leyes, ni palabras. El mismo Hitler lo sabía. Siempre ocultó el Holocausto, incluso ante ante su propia gente. Sabía por lo mismo que había pasado la raya que separa a la condición humana de otra a la que no sabemos cómo llamar.

Hitler no se dejaba regir por nada diferente a su propia voluntad. Pero Hitler no era un ser irracional, eso sería defenderlo. Sus visiones eran irracionales, pero intentó realizarlas aplicando una sistemática racionalidad instrumental. La racionalidad del mal radical, podríamos llamarla. Precisamente a esa racionalidad se refería hace unos días el presidente de los EE UU cuando dijo que Putin era muy racional para llevar a cabo una obra irracional. Si es así, Putin no puede ser comparado con Stalin, pero sí con Hitler.

Stalin era sin duda tan o más asesino que Hitler. Pero incluso su maldad podía ser banalizada por la existencia de un partido, de una tradición leninista, por la creencia en una ciencia de la historia según la cual era necesario hacer parir el comunismo desde el vientre sangriento del capitalismo. Stalin asesinaba a seres que se anteponían a su enloquecida visión del mundo. Pero siempre perseguía un objetivo según él, necesario. No así Hitler, quien mandó asesinar a los miembros de un pueblo no por lo que hacían o no hacían sino por lo que eran: judíos. Por eso la lógica asesina de Putin se encuentra mucho más cerca de Hitler que la de su antecesor ruso. Putin es el Hitler de nuestro tiempo.

Radical ha sido desde un comienzo la maldad de Putin. Tanto en las masacres cometidas en Siria, Georgia y sobre todo en Chechenia, Putin rompió con todas las normas y leyes de la guerra. Los gobernantes europeos lo sabían. Pero para ellos las guerras de Putin pertenecían a una barbarie de la que creían estar lejos. Hasta que la guerra de Putin llegó a la europea Ucrania. Al mundo de la civilización, de las constituciones, de los derechos humanos.

Según Putin, lo escribió el mismo en su ensayo del 2021, Ucrania pertenece a Rusia de acuerdo a lazos idiomáticos y vínculos de sangre. Partiendo de esa premisa, bautizó a todos los ucranianos que no querían ser parte del estado ruso, como nazis. La invasión a Ucrania, comenzada el 2014 con la ocupación de Crimea y de los territorios del Donbás, fue realizada en nombre de una razón biologista y naturalista. Su objetivo era la rusificación de Ucrania, no combatir a la ampliación de la OTAN, como trataron de justificar algunos irresponsables académicos occidentales. Sobre eso ya casi no hay discusión.

Las acciones militares de Rusia han estado dirigidas desde el primer comienzo en contra de la población ucraniana. Como si hubiera duda, Putin acaba de confesarlo. Cuando se enteró de que ese puente simbólico y real destinado a unir Crimea con Rusia, había parcialmente explotado, dijo «hoy tenemos un sano deseo de venganza». Lo que no dijo es lo que hizo. No tomó represalia en contra de puentes ucranianos sino en contra de los habitantes de Kiev.

Los puentes son objetivos de guerra, esa es una verdad elemental de todos los manuales militares. Bombardear puentes es impedir el transporte de armas y soldados enemigos. Pero teatros, plazas, mercados, estaciones, calles, no son objetivos de guerra. Por cierto, desde que hay guerras la población civil ha sido la principal víctima. Basta recordar a Vietnam e Irak. Pero nunca la población ha sido el principal objetivo. Pues bien, Putin ha asesinado a ucranianos simplemente porque son ucranianos.

Sabemos que el Holocausto al pueblo judío es incomparable. Pero la lógica que lleva a matar a seres humanos por lo que son, es decir, por su culpa de ser, es también la de Putin.

Mamá, ¿por qué caen bombas sobre el jardín infantil? Preguntó un niño de nueve años a su madre, la periodista Nonna Stefanova. Después de vacilar, ella decidió responder con la verdad: porque somos ucranianos.

Leo de nuevo el dictamen de Hannah Arent sobre Eichmann. En una de sus frases dice, Eichmann debe morir porque se tomó el derecho a decidir cuáles pueblos deben poblar o no a la tierra. Putin también se tomó ese derecho. Los ucranianos, para él, solo deben existir como rusos. Por eso pienso y digo: si hubiera un poder supranacional, Putin, de acuerdo al dictado de Hannah Arendt sobre Eichmann, debería ser ejecutado. Por la radicalidad del mal cometido, Putin pertenece al mundo de los muertos.

Esa posibilidad, la muerte biológica de Putin, está muy lejos de nuestra voluntad. Como tantos dictadores, puede que muera tranquilamente en su cama. Incluso puede que sea santificado por ese monje degenerado llamado Kirill, quien ha dicho (textual) que Putin fue enviado por Dios a Rusia. Como sea, Occidente no está en condiciones de deshacerse de la radicalidad del mal representada por el dictador ruso; pero sí está en condiciones de defender a Ucrania y con ello, de infligir una derrota a Putin. Esa derrota sería una victoria de la razón, de la moral y del derecho internacional.

Putin, al menos, debe morir políticamente. Y para que eso ocurra, debe ser derrotado militarmente. Ojalá para siempre.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

¿Qué es el nacionalpopulismo?

Fernando Mires

Hay cierto acuerdo tácito entre quienes nos ocupamos del no siempre simpático trabajo de caracterizar a movimientos y gobiernos políticos. Ese acuerdo es el de llamar a los nuevos movimientos sociales que se levantan en contra de la democracia que ellos llaman liberal, como nacionalpopulistas.

En un comienzo era tendencia denominar como fascistas, neofascistas o posfascistas a movimientos como los de la Le Pen, en Francia, Demócratas Suecos, Liga Norte en Italia, AfD en Alemania, VOX en España. Más difícil ha sido seguir sosteniendo el calificativo cuando estos movimientos toman la forma de gobiernos como ocurrió con el Fidesz de Orbán, Ley y Justicia de Polonia y recientemente con Los Hermanos de Italia.

Por cierto, todos incorporan elementos fascistoides, entre ellos discriminación racial en políticas migratorias, la misoginia, la homofobia, un furioso anticomunismo sin comunistas. Pero pronto fueron agregados a su repertorio otro elementos de clásico tipo conservador. Entre otros, el culto a los símbolos patrios y a la familia tradicional, agregando a la lista una tenaz lucha en contra de la despenalización del aborto, en nombre del «derecho a la vida».

Nuevo nacionalismo Morawiecki

Justamente ha sido ese acercamiento a los valores religiosos y morales de tipo conservador un obstáculo para denominar a esos movimientos como fascistas, pues, como es sabido, los fascismos «clásicos», sobre todo los de Hitler y Mussolini, fueron moralmente disolutos y radicalmente antirreligiosos. Ideológicamente un Orbán, un Morawiecki, una Meloni se encontrarían más cerca del integrismo franquista que del totalitarismo fascista al estilo de Mussolini y Hitler.

Más difícil todavía fue mantener el concepto de fascismo cuando logró percibirse que los nuevos movimientos unían a su conservadurismo demandas exigidas por las izquierdas occidentales, entre ellas la limitación de la globalización, de instituciones internacionales como el Banco Mundial en lo económico y la UE en lo político, todo acompañado con una negación, compartida por las izquierdas occidentales, a la democracia liberal. Odio o aversión que ha llevado a muchos de esos movimientos y gobiernos a identificarse con la Rusia de Putin, convertida en vanguardia de los gobiernos antidemocráticos de la tierra.

Ahora bien, intentando buscar denominadores comunes, encontramos que todos esos movimientos se declaran nacionalistas. Algunos han llegado a incorporar el nombre de sus naciones en la designación de sus partidos. Alternativa para Alemania, Patriotas por Suecia, Hermanos de Italia, entre otros. Por lo tanto, en cualquiera definición general, algo que no puede faltar es el término nacional o nacionalismo. Estamos frente a una ola antidemocrática y nacionalista a la vez. Que ese nacionalismo sea más retórico que práctico, es otro tema.

Podríamos afirmar en sentido gramsciano que los nuevos partidos nacionalistas están ganando en Occidente la lucha hegemónica al apropiarse del concepto de nación. Quizás esa es una de las varias razones que explica por qué tales organizaciones han llegado a constituirse en partidos y gobiernos de masas. Pues al presentarse como defensores de las tradiciones nacionales en contra de los demócratas globalistas y liberales y de las izquierdas internacionales, han construido una narrativa que sitúa a la nación como una entidad amenazada por fuerzas externas frente a las cuales solo cabe defenderse. Partiendo de esa base, los movimientos migratorios son para ellos destacamentos desnacionalizantes, hordas de bárbaros cuyo objetivo es robar «nuestra» identidad nacional, imponiéndonos sus culturas, sus tradiciones y hasta sus religiones, como destaca la buena pero muy tendenciosa novela de Michel Houellebeq, Sumisión. Naturalmente, siempre ha habido y habrá movimientos nacionalistas. Lo nuevo es que el nacionalismo ya no es de grupos sino de masas.

La rebelión de las masas

Uno de los secretos del éxito de los nuevos nacionalismos es que han sabido adaptarse a las formaciones sociales propias a la era de la revolución digital.

Ya sea por la desestructuración de estructuras sociales y clases que ha traído consigo el desarrollo de un capitalismo cada vez más global, nos encontramos ante el aparecimiento de una nueva sociedad de masas solo comparable a la que tuvo lugar en la Europa de fines del siglo XlX y comienzos del siglo XX, cuando la industria destruyó estructuras de origen medieval y arcaicas comunidades agrarias. El modo industrial de producción fue impuesto en contra de la resistencia de sectores laborales desplazados por la maquinaria y después por la automatización. El movimiento ludista inglés, cuyos integrantes eran llamados «destructores de máquinas», fue una de las más conocidas, pero no la única resistencia social frente a la era industrial que se avecinaba.

Por otra parte, a un nivel más bien elitista surgió el movimiento cultural romántico europeo considerado por los historiadores como una protesta intelectual en contra de la modernidad anunciada por la maquinaria industrial, El fascismo recogería parte de la nostalgia elitista preindustrial para convertirla en un relato asequible a las grandes masas. El aparecimiento de las hordas fascistas ocurrió cuando las clases se disolvieron en la masa. Tuvo así lugar, «una alianza entre las élites y el populacho» (Hannah Arendt).

Y aquí llegamos al segundo punto más característico de los nuevos fenómenos políticos: los movimientos nacionales y nacionalistas de Europa y América Latina son, en primera línea, organizaciones de masas en una sociedad de masas del mismo modo como los partidos socialdemócratas fueron en su tiempo partidos de clase en una sociedad de clases. Esta y no otra es la razón que explica por qué los movimientos y gobiernos a los que nos estamos refiriendo pueden ser denominados como nacionalpopulistas.

El populismo es la política en la sociedad de masas, hemos escrito en otros textos. Es cierto. Pero la adhesión de las masas a una organización política no la define de por sí como populista. Si así fuera todos los gobiernos surgidos de elecciones masivas serían populistas. Lo que identifica al populismo, entonces, no es solo la masificación de la política sino la relación que establecen las masas con un liderazgo populista.

Dicho en breve: no hay populismo sin líder populista. Masificación y líder son componentes insustituibles de todo movimiento o gobierno populista. Faltando uno de ellos, no hay populismo. Esa es mi tesis.

Masa y líder

Pero no todos los líderes políticos son populistas. El populismo existe cuando se da una relación de amor intenso entre masa y líder.

El populismo ha sido y es esencialmente antropomórfico. El carácter profético, mesiánico e incluso mágico de los líderes populistas solo se da en relación directa con una rebelión de las masas, como lo explicaron de modo filosófico Le Bon, Ortega y Canetti. Si extraemos al líder de esa relación, podemos contemplarlos en toda su pequeñez. Un Mussolini o un Hitler, un Perón o un Chávez, separados de su relación con la masa, pueden ser mirados como lo que fueron: personajes muy mediocres. Hasta el cine y la literatura se burlan hoy de ellos. Mussolini aparece como un chillón histriónico. Hitler, lo mostró Charlie Chaplin, como un payaso ridículo. Cuando desaparezca del todo el peronismo, Perón será visto como un gesticulador incoherente. Chávez ya es visto como un simple charlatán. Trump como un ignorante pretencioso. Y, sin embargo, todos fueron idolatrados hasta el punto de ser seguidos más allá de la Constitución, de las leyes y de las instituciones de cada nación.

Este último aspecto debe ser tomado en cuenta. El líder populista, al aparecer situado sobre las instituciones, no debe ajustarse a los imperativos que imponen las mediaciones del poder, entre ellas el parlamento. No es casualidad que la mayoría de los movimientos populistas han terminado por ser radicalmente antiparlamentarios. Y desde la perspectiva del populismo hay en esa posición suma coherencia. El parlamento es el lugar donde son hechas las leyes a través del debate. El líder populista es la institución que constituye al pueblo como pueblo sin parlamento ni debate. El pueblo del líder no es y no puede ser, por lo tanto, igual el pueblo constitucional. Así entendemos por qué los populistas, cuando llegan al gobierno o intentan dictar una nueva Constitución hecha a su medida, gobiernan simplemente sin Constitución, solo por decreto, como lo hizo Hitler.

Como su antecesor, el nacionalsocialismo, el nacionalpopulismo es la política de las masas representadas por un líder escogido por las masas. Es, si se quiere, aunque parezca paradoja, la más directa de las democracias. Tan directa que para existir no necesita mediaciones institucionales y constitucionales. El populismo, en fin, lleva a la democracia a su radicalización extrema.

La radicalización de la democracia, según Jascha Mounk, al lesionar las instituciones sobre las que se sustenta la democracia, conduce al fin de la democracia: a la dictadura del líder a través del pueblo y a la dictadura del pueblo a través del líder. En breve: conduce al fin de la política como medio de comunicación racional entre seres ciudadanos. Esa es la tónica del nacionalpopulismo de nuestro tiempo. Su ataque a la democracia liberal es un ataque a la democracia en general, hecho nada menos que en nombre de la democracia.

El retorno de los dioses

El populismo es el gobierno directo de las masas a través del líder. Ahí reside justamente su peligrosidad, pues para que el líder de masas sea tal, ha de representar un poder sobrehumano y eso quiere decir sobrepolítico, y en cuanto lo político se sustenta en instituciones, antinstitucional. Pero como lo único sobrehumano es dios o los dioses, el líder aparecerá dotado de plenos poderes, como un representante divino situado al nivel de lo terreno.

Hay en todo populismo una fuerte tonalidad religiosa, hecho descuidado por la mayoría de los autores dedicados a analizar el fenómeno. Advirtiendo ese descuido, la socióloga venezolana Nelly Arenas en un notable ensayo titulado Populismo y Religión, nos da a conocer la vinculación de los actuales movimientos populistas con el universo religioso. Escribe Arenas: «Aunque la sociedad en general pareciera experimentar una vuelta hacia el sentimiento religioso, no es posible prever todavía una reversión del proceso de secularización del Estado experimentado por Occidente. Habría que tener en cuenta, no obstante, que la inclinación manifiesta de los populismos, particularmente los de extrema derecha, es la de imponer al conjunto social una moral conservadora y retrógrada en línea con los preceptos confesionales».

El retorno de lo religioso en lo político es uno de las principales amenazas que porta consigo el avance del nacionalpopulismo ¿Estamos frente a una disyuntiva desecularizadora? Es la pregunta formulada entre otros por Garzón Vallejos. Hay indicios que hacen temer esa posibilidad.

El proceso de desecularización, muchas veces encubierto, puede tomar, y ha tomado, dos vías que bien pueden ser paralelas. Una es conferir a un gobernante poderes divinos. Esa fue una de las vías del populismo fascista de la era industrial: Mussolini, Hitler, Perón, fueron idolatrados como dioses. La segunda vía es incorporar instituciones religiosas al poder político.

Podría pensarse que el franquismo tomó esa vía, pero Franco estaba lejos de ser un líder de masas y, como hemos dicho, sin participación de masas no hay populismo. En el paisaje actual hay dos gobernantes con pretensiones populistas que tampoco han llegado a ser populistas porque no han logrado erigirse como caudillos de masas. Me refiero a Erdogan y a Putin. El primero intenta fundar una república islámica desmontando el legado secularizante del mitológico presidente Mustafá Kemal Atatürk, contando para ello con los sectores más conservadores del islamismo turco. El segundo ha llevado a la Iglesia ortodoxa al poder, hasta el punto que su pope superior, Kirill, ha otorgado a la invasión a Ucrania un carácter de cruzada.

Distinta es la situación en Polonia y en Hungría. En Polonia, aún sin ser miembro activo del gobierno, el ultracatólico Kaczynski es un líder de masas. En Hungría, a su vez, Orbán ha logrado establecer una relación directa entre gobierno, Estado, pueblo, religión y líder.

Giorgia Meloni también es religiosa y su compañero de ruta, Salvini, es un fascista de tomo y lomo. El peligro de formación de un movimiento nacionalpopulista (religioso, además) desde el gobierno es una posibilidad latente. No obstante, ese exiguo 25% que la llevó al gobierno hace imposible considerarla por el momento como una líder de masas. La suerte de la futura Italia dependerá en gran parte de la reconstitución de una oposición que, estando disgregada, continúa siendo mayoría.

En Brasil, en cambio, llegando o no al gobierno, Bolsonaro, al igual que Trump en los EE UU, logró a través de elecciones consolidar su liderazgo nacionalpopulista. Incluso ha dotado a su movimiento de algo que faltaba al trumpismo: la introducción de la religiosidad. El papel que podría cumplir la incorporación de las agrupaciones evangélicas a su movilización política debe ser analizarlo con seria atención.

El nacionalismo y la religión han sido grandes inventos de la humanidad. Las dos entidades merecen el más profundo respeto. Pero cuando logran acceso al Estado y comienzan a unirse en un solo poder, surge un fenómeno que lleva a la destrucción de otra invención, muy antigua y muy moderna a la vez. Nos referimos a la llamada por el filósofo Claude Lefort invención democrática.

Probablemente, los triunfos de los nacionalpopulismos no serán totales. No es descartable que en algunos países sean domesticados por las mismas instituciones que hoy adversan. Eso, por lo demás, ya ha ocurrido en el pasado. Por ejemplo, cuando el movimiento socialista se vio obligado a organizarse en partidos socialdemócratas, o cuando los ecologistas se vieron obligados a representar sus ideales a través de partidos parlamentarios.

En otros casos los movimientos nacionalpopulistas no han sido más que antecesores de formas antidemocráticas de gobierno. Muchas de las autocracias que hoy infectan la política occidental han tenido un pasado nacionalpopulista. La mayoría de esos gobiernos autocráticos apoyan hoy a la dictadura de Putin en su guerra imperial contra Ucrania. El nacional populismo, si es que triunfa, puede ser entendido como la fase inicial de la autocracia.

Un fantasma recorre el mundo. Es el fantasma del nacionalpopulismo. Que ese fantasma no sea más que eso, un fantasma, dependerá del curso de las luchas democráticas que hoy tienen lugar en el Occidente político. Nada está escrito todavía.

Referencias:

Iván Garzón Vallejo, ¿Postsecularidad: un nuevo paradigma de las ciencias sociales? Revista de Estudios Sociales, num. 50, sept.-dic. 2014

Jascha Mounk, El pueblo contra la democracia, Planeta, Madrid 2020

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Twitter: @FernandoMiresOl

Melonismo y putinismo

Fernando Mires

Cuando fueron dados a conocer los resultados de las elecciones de Italia, nadie quedó sorprendido. Pocas veces las encuestas habían mostrado un tan alto grado de coincidencia. No había nadie que no hubiera sabido que Giorgia Meloni iba a ganar. Por eso, conocidos los números, la atención comenzó a centrarse en otro tema: el de las perspectivas que ofrece el gobierno recién elegido. Ellas dependían de la correlación de fuerzas al interior del bloque ganador.

Meloni no es putinista

Para unos fue una buena noticia saber que Meloni dejó muy atrás a los partidarios de Berlusconi y Salvini. Los Hermanos de Italia se encuentran así en el lugar desde donde pueden dictar condiciones a sus aliados. Para los contrincantes del futuro gobierno así como para la opinión pública europea, Meloni aparece como la menos fascista y la menos putinista de los tres. Desde una perspectiva de centro-democrático, podríamos decir que Italia eligió a lo menos peor. De ahí que tampoco fue extraño que la discusión de los analistas políticos girara en torno a dos preguntas: ¿Es fascista Meloni? ¿Es putinista Meloni?

Con respecto a lo segunda pregunta, la misma candidata se ha encargado de negarla durante el curso de su campaña electoral. Sean cuales sean las razones, con su apoyo a Ucrania, su distanciamiento respecto al dictador ruso ha sido claro. No así Salvini y Berlusconi. El primero por razones ideológicas. El segundo, sabe Dios por qué oscuros negocios.

Putin —evidente— cuenta con el apoyo de la ultraderecha europea. Pero ese apoyo no es homogéneo. Dos partidos del sur europeo se han distanciado públicamente de Putin: Los Hermanos en Italia y Vox en España. Esa distanciamiento es también la principal diferencia entre Meloni y Marine Le Pen. La segunda, como es sabido, no solo ha brindado público apoyo a Putin sino que ha viajado constantemente al Kremlin. La sospecha de que Putin es un gran financiador de sus campañas electorales es cada vez menos sospechosa.

Meloni no es directamente putinista, está claro. Pero puede que lo sea indirectamente. Ese putinismo indirecto es de índole ideológica. Meloni, es innegable, comparte con Putin –para decirlo en hegeliano– un mismo espíritu del tiempo. Ambos son, o dicen ser, profundamente cristianos. Ambos creen en el destino manifiesto de las naciones. Ambos se sienten patriotas de sus patrias. Ambos adversan a la UE. Ambos defienden a la sagrada familia. Ambos se han pronunciado abiertamente en contra de la no penalización del aborto y en contra del matrimonio igualitario.

Por cierto, hay también diferencias.

Una es fundamental: Putin detesta a Occidente. Meloni no, no puede hacerlo. Italia es una forjadora de la occidentalidad política y hoy sigue siendo uno de los pilares simbólicos del occidentalismo cultural. En cierto modo, entre Meloni y Putin existen diferencias muy parecidas a las que se observan entre Mateusz Morawiecki, primer ministro de Polonia, y Viktor Orbán, presidente de Hungría. En todo lo que tenga que ver con política europea hay entre ambos mandatarios una comunidad de ideales, menos en un punto, y ese punto es, en estos momentos, decisivo: el gobierno de Polonia es abiertamente contrario a la invasión rusa a Ucrania y el gobierno de Orbán no logra disimular su apoyo a la invasión. Putin, ironía de la historia, ha creado una línea divisoria al interior de las así llamadas ultraderechas europeas.

No todo lo malo es fascismo

El tema de si Meloni es fascista o no es más complicado. Cierto es que Meloni ha sido una defensora ardiente de la memoria de Mussolini. Pero también es cierto que actualmente ella no recurre a los mitos del fascismo, independiente a que entre sus más estrechos seguidores puedan encontrarse muchos enamorados de la extravagante figura del Duce.

Por cierto, Meloni es populista, y el fascismo fue populista. Pero como hemos sostenido desde hace tiempo en distintos textos, no todo populismo es fascista. El populismo —en concordancia con Ernesto Laclau— es la política de la sociedad de masas. Quien quiera llegar al poder debe levantar una política de masas o perderá las elecciones. Más todavía en tiempos en donde las clases sociales ya no actúan como tales, sino subsumidas en heterogéneos movimientos. Durante los periodos electorales todos los políticos con aspiraciones han sido y deben ser populistas. Por eso es importante diferenciar entre el populismo como movimiento y el populismo como gobierno.

Un gobierno populista actúa como si estuviera permanentemente en elecciones hasta el punto de no tomar casi nunca decisiones que no sean populares. Y bien, si el gobierno Meloni será populista, no lo sabemos todavía. Solo cabe por ahora decir que es difícil que sea fascista. Probablemente más de alguno se asombrará con esta afirmación. Cabe por lo tanto hacer una acotación. Esta tiene que ver con el uso y abuso de las tipologías políticas a las cuales son muy aficionados no pocos analistas y académicos. Hay algunos que cultivan incluso el vicio de describir la realidad a partir de un concepto tipológico, de tal manera que para ellos el concepto termina determinando a la realidad y no la realidad al concepto.

Operando de acuerdo a la razón tipológica podemos a calificar de fascista a cualquier gobierno autoritario, a cualquiera autocracia, a cualquiera dictadura, pues ninguna de esas formaciones políticas carecen de algunos elementos que fueron propios al fascismo originario. El problema grave es que al determinar la realidad de acuerdo a un diagnóstico tipológico, terminamos por deshistorizarla hasta el punto que los actores reales pueden llegar a convertirse en simples representaciones de conceptos prefabricados.

Por cierto, en el calor de la discusión no pocas veces usamos el término fascista para descalificar a un adversario (¿quién no lo ha hecho alguna vez?). Pero si hablamos seriamente, debemos ser cuidadosos con la terminología. No olvidemos que el mundo está construido con palabras, y una palabra no adecuada puede afectar al conjunto de la construcción.

Para decirlo en modo escueto: el fascismo fue una forma específica de dominación política en el periodo de la era industrial. Pero ahora vivimos en la era digital y no podemos servirnos de la misma terminología aplicada a un periodo muy diferente. De lo que se trata entonces es de hacer lo contrario: descubrir las particularidades específicas de determinados movimientos, partidos y gobiernos. De ahí que propongo que, hasta que tengamos un concepto más preciso, usemos para referirnos a los movimientos llamados de extrema derecha, el concepto amplio de nacional-populismo, y al que encabeza Giorgia Meloni en Italia, «melonismo».

«Melonismo»

El «melonismo» pertenece a la misma familia ideológica del lepenismo, de Vox, de AFD, de los «Demócratas de Suecia». Para diferenciarlos de las clásicas derechas de los conservadores de antaño, muchos hablan de extremas derechas. Y, en parte, es cierto. Como los antiguos conservadores, esas ya no nuevas formaciones políticas son nacionalistas, familiaristas, religiosas. También del antiguo conservadurismo han heredado su antiliberalismo hasta el punto de que se declaran orgullosamente iliberales, y otras veces, antiliberales. Pero su enemigo principal no son los liberales. Tampoco son los antiguos socialistas o comunistas, en Italia en estado de extinción. Sus enemigos principales son las nuevas izquierdas, sobre todos las identitarias (las de género, las multiculturales).

Agreguemos que las derechas a las que pertenece el «melonismo» intentan librar su lucha, más que en el plano social, en el plano de la cultura y de las tradiciones nacionales. Apuntando hacia ese objetivo, todas —unas más, otras menos— han detectado como principal amenaza a los movimientos migratorios. Podríamos decir sin problemas, que la política antimigratoria es la más distintiva en los movimientos nacional-populistas.

Las masas migratorias son, según los nuevos partidos de la derecha, portadoras de culturas antagónicas. El choque de las civilizaciones tiene lugar, para ellos, no entre naciones, sino al interior de cada nación occidental. Imaginan ser, sin duda, los defensores del verdadero Occidente, al que en oposición al islam, llaman cristiano. En ese punto conectan con los fundamentalistas islámicos quienes ven en las creencias occidentales una afrenta a su orden cultural y religioso. Como ha sido visto, esa defensa de lo que los nacional-populistas llaman «nuestros valores» logra éxito en sectores que por diversos motivos han llegado a ser los perdedores de una sociedad condicionada por una digitalidad global cuyas coordenadas culturales y políticas no logran entender.

Partidos movimientistas como los Hermanos de Italia son expresiones casi lógicas de la crisis de una sociedad industrial que está muriendo y de una sociedad digital que, habiendo nacido, no logra estructurar un nuevo orden social. Sectores que al no tener futuro encuentran refugio en un pasado glorioso que nunca ha existido.

Crisis política, crisis de la política

Como el fascismo del siglo pasado, las nuevas formaciones políticas —llámense de derecha o de izquierda— son el resultado de la descomposición de estructuras sociales. Esa descomposición es también política. Así visto, los Hermanos de Italia surgieron no en contra sino gracias a una profunda crisis. Giorgia Meloni, en efecto, ha hecho su aparición en un campo surcado por dos crisis cruzadas: una es la crisis política, la otra es una crisis de la política. Creo que este punto merece una explicación.

De acuerdo al profesor de la Universidad de Nápoles Marco Balbruzzi: «De hecho, el único polo de centroderecha se enfrentó a tres variantes diferentes de centroizquierda: una de impronta populista-laborista (M5S), otra orientada al progresismo proeuropeo (Partito Democrático) y la última de carácter neoliberal formada por el nuevo partido de Renzi (Italia Viva) y la formación del eurodiputado Carlo Calenda (Azione). Si estas tres formaciones, que obtuvieron en conjunto alrededor del 49% de los votos, hubieran encontrado la manera de coordinar sus esfuerzos, el juego electoral en las circunscripciones uninominales habría sido menos previsible y la victoria del centroderecha ciertamente más incierta».

En el mismo sentido se ha expresado el filósofo italiano Lorenzo Marsil: «Los demócratas de centroizquierda, encabezados por Enrico Letta, pusieron un veto a cualquier alianza con el Movimiento Cinco Estrellas de izquierda, y los liberales centristas, a su vez, pusieron un veto a los demócratas. Este narcisismo poco cooperativo allanó el camino para la victoria de la extrema derecha».

Según los dos autores citados, Meloni logró triunfar gracias a la fractura del centro político. La explicación es clara: sin centro político, hay crisis política.

Que los adversarios del bloque de Meloni hubieran obtenido más votos y que a pesar de eso no hayan coincidido en una plataforma unitaria, es una prueba evidente de una crisis del centro político. Esa crisis es, a su vez, expresión de la crisis integral de toda la política italiana. Aquí reside justamente el problema más grave: la crisis política derivada de la fractura del centro no solo lleva al triunfo de un extremo sino a una crisis política general de una nación.

La crisis de la política se demuestra en el hecho de que detrás de Meloni no había una mayoría aplastante ni un entusiasmo político que atravesara de punta a cabo a Italia. La abstención parece haber batido todos los récords. Solo acudió a votar el 63,91% del electorado, nueve puntos menos que hace cuatro años. La abstención se ha disparado sobre todo en las regiones del sur. En Calabria solo votó el 50% y en Campania solo el 54%.

Más allá de los números, lo importante es que una nueva (y a la vez antigua) formación política que habitaba en los extremos se ha hecho del gobierno. Esa derecha de masas (la verdad es que ni siquiera sabemos si podemos llamarla derecha) está ahí. En un breve lapso ha vencido en Suecia y en Italia. Probablemente lo mismo ocurrirá en otros países europeos.

Sin embargo, tanto en Suecia como en Italia, los vencedores nacional-populistas —y esto es lo nuevo de esos sucesos— han declarado abiertamente su oposición a la guerra de Putin en Ucrania. Del mismo modo, ninguno ha cuestionado la integración de sus países en la OTAN. El tirano de Moscú no ha podido celebrar el triunfo de Meloni como esperaba hacerlo con un eventual triunfo electoral de Le Pen en Francia.

La paradoja democrática

La paradoja de la democracia es que para ser democracia debe aceptar compartir el poder con sectores antidemocráticos, siempre y cuando estos últimos no infrinjan la norma constitucional. Los nacional-populismos —sobre todo los que se sirven de una retórica de derecha— han llegado a ser, se quiera o no, parte del paisaje político y cultural europeo. Vinieron para quedarse.

Ya hemos visto que en algunos países acatar la constitucionalidad y la institucionalidad vigente es el precio que tienen que pagar los nacional-populistas para acceder al poder político. Eso les ha llevado a frenar los instintos más agresivos de sus contingentes. Por ejemplo, todos sabemos que Marine Le Pen es reaccionaria más que conservadora, pero sabemos que está lejos del fascismo declarado de su padre. Cierto también es que Meloni debió cambiar su discurso de corte mussoliniano por otro más bien de tipo democrático. Y cierto es que, aun compartiendo algunos sesgos culturales con Putin, Meloni ha mostrado abiertamente su oposición a la invasión de Rusia a Ucrania.

Puede suceder incluso que alguna vez esas derechas sean domesticadas por las mismas instituciones que dicen combatir. No sería la primera vez. Muchos de los hoy muy civilizados partidos políticos europeos de centro (pensemos en los socialistas y en los ecologistas) tuvieron una infancia salvaje. La realidad suele ser más fuerte que las ideologías.

Por lo demás, hay temas aludidos por los nacional-populismos que no son invenciones. Su agresiva política puede ser vista en muchos casos como una respuesta al antidemocratismo de determinados grupos de izquierda. Las luchas feministas, para poner un ejemplo, no solo han cuestionado estructuras patriarcales sino también han agredido sensibilidades que no se adaptan tan rápido al nuevo orden sexual que el feminismo radical quiere imponer a troche y moche. Temas como el del aborto se han convertido para los dos extremos en emblemas de movilizaciones que no se caracterizan por su extrema racionalidad.

No podemos negar que las migraciones suelen ser caóticas y que los partidos tradicionales no han encontrado todavía un paradigma migratorio que permita regular la llegada de nuevos habitantes a Europa. La convivencia con otras culturas, particularmente la islámica, no está exenta de dificultades y a veces —hay que decirlo— estas son insuperables.

Tampoco todas las críticas a la UE son injustificadas. La UE es un elefante burocrático destinado a cumplir funciones financieras más que políticas. La llegada a la UE de los sectores anti-EU podría, si se dan las condiciones, politizar a la UE. Pero para que ello ocurra son necesarias muchas reformas al interior de la UE. La ingenua idea de que para tomar resoluciones claves hay que contar con la aprobación de los 27 miembros, ha demostrado, durante el curso de la guerra en Ucrania, ser absolutamente inoperable. La unidad no pude ser forzada.

Las UE, así la concibieron sus fundadores, debería ser un escenario de discusión continental, uno en los que incluso los sectores anti-sistema deben participar. Nos guste o no, ya no podemos ignorar a los partidos de la ultraderecha. Solo porque existen, son parte del debate público.

No la polis hizo a la discusión sino la discusión a la polis. Eso quiere decir: para oponernos al «melonismo», o a otros gobiernos y movimientos de la misma familia, necesitamos de argumentos, no de insultos. De ideas, no de consignas. La pura demonización no lleva a nada.

Por ahora quedémonos con lo poco de bueno que dejaron las elecciones italianas detrás de sí: el «melonismo» no es (todavía) putinismo. Que no llegue nunca a serlo dependerá no solo de Meloni, sino fundamentalmente de esa oposición democrática y unitaria que necesita con urgencia Italia.

Más sobre el tema:

Lorenzo Marsili -Meloni no es Mussolini pero podría ser Trump

Marco Valbruzzi – Italia, elecciones sin sorpresa

Nelly Arenas: Populismo y religión, al César lo que es del César. ‘Y a Dios lo que es de Dios?

Georg Diez – El nuevo fascismo

Fernando Mires – Los rostros del populismo

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Las venas antidemocráticas de América Latina

Fernando Mires

En una de las pocas referencias escritas sobre América Latina por Alexis de Tocqueville en su clásico, La Democracia en América, podemos leer las siguientes palabras: «La América del Sur es cristiana como nosotros; tiene nuestras leyes y nuestros usos; encierra todos los gérmenes de civilización que se desarrollaron en el seno de las naciones europeas y de sus descendientes; América del Sur tiene, además, nuestro propio ejemplo: ¿por qué habría de permanecer siempre atrasada?”.

¿Por qué los buenos deseos de Tocqueville no han llegado a cumplirse? Para muchos, Latinoamérica sigue siendo un subcontinente del desorden, patria de dictaduras, paraíso de populistas, revoluciones con promesas nunca cumplidas. Continúa también siendo otro Occidente, más geográfico que histórico. O más literario que político. “El lejano Occidente” lo llamó Alain Rouquié.

Arqueología política

Tengo en mis manos un libro del sociólogo alemán Klaus Meschkat. Su título: La crisis de los regímenes progresistas y el legado del socialismo de Estado. Útil para intentar comprender una mitad de la política latinoamericana, me refiero a esa franja cubierta por la izquierda, a la que Meschkat llama, «progresismo».

Bajo el concepto amplio de «progresismo» entiende Meschkat a la llamada izquierda revolucionaria, sobre todo cuando esta asume la forma de gobierno. Eso lo lleva a dedicar gran parte de su trabajo a analizar el fenómeno chavista y en gran medida a ese conjunto de gobiernos que formaron parte del llamado «socialismo del siglo XXI». Desde su perspectiva de izquierda democrática, esa versión tardía del socialismo mundial no ha cumplido los objetivos trazados debido a los que él llama «errores». Si se trata de errores en la aplicación de una política, o esa izquierda en sí misma es un error, es una tarea que deberá dilucidar el lector. A mi juicio, Meschkat –puede que no haya sido su intención– aporta ideas y datos suficientes para inclinarse hacia la segunda opción.

Según Meschkat, el llamado socialismo del siglo XXI ha seguido la misma ruta errada que recorrió el comunismo ruso al postular en lugar de un socialismo democrático, un socialismo de Estado. Desde esa perspectiva, Meschkat comparte una tesis de Rudi Dutschke, a saber, que el socialismo marxista fue desvirtuado en la URSS por el socialismo leninista. Y así fue: Partido, Estado, y líder, terminaron en la URSS, en Europa del Este, y en América Latina, confundidos en una sola unidad, relegando la revolución democrática a un segundo término, o simplemente, dejándola de lado. Despotismo asiático, llamaba Dutschke al orden comunista ruso siguiendo en ese punto los estudios sobre los regímenes de estado «hidráulicos» de tipo asiático realizados por Karl August Witttvogel.

La revolución rusa tuvo lugar en nombre de un proletariado inexistente en contra de una burguesía que tampoco era tal. Desde esa perspectiva «arqueológica», Meschkat tiene, evidentemente, razón. El leninismo, en sus más diversas versiones, ha sido (formalmente) la ideología dominante de la mayorías de las izquierdas latinoamericanas sobre todo cuando han llegado a ser gobierno. El potencial democrático social contenido en cada uno de esos gobiernos fue superado por un estatismo autoritario.

Visto así, Maduro no habría usurpado el legado de Chávez, como piensan muchos exchavistas desilusionados, entre ellos Edgardo Lander a quien Meschkat cita continuamente, sino su continuación lógica, de la misma manera como para Dutschke el estalinismo fue la continuación del leninismo y no su suplantación como intentaron hacernos creer algunos teóricos del trotzkismo internacional.

Es posible trazar algunos paralelos entre el socialismo del siglo XXI y el socialismo soviético. Uno de ellos deriva del hecho de que, así como el leninismo-estalinismo incorporó nociones propias a los despotismos asiáticos, los gobiernos «progresistas» latinoamericanos introdujeron otras correspondientes a tradiciones de movimientos que pese a su glorificación, compartida a veces con las derechas, distan de ser ejemplos democráticos.

El socialismo castrista recurrió al legado de Martí, el venezolano al de Bolívar, el de Nicaragua a la gesta antimperialista de Sandino, Evo Morales al indianismo precolonial, y así sucesivamente. El resultado ha sido una mescolanza ideológica que, con el socialismo originario de Marx y Engels, e incluso con la propia doctrina leninista, no tiene mucho que ver.

Podríamos decir que así como Lenin diseccionó a Marx para adoptarlo a las condiciones premodernas de la Rusia poszarista, los socialistas del siglo XXI han diseccionado –en nombre del propio Lenin– a Lenin, despojándolo de los últimos restos de marxismo que en él permanecían. La izquierda revolucionaria latinoamericana llegó así a ser más estalinista que leninista. Hecho que se deja ver en la adopción, no de la tesis del socialismo en un solo país, sino en la del imperialismo en un solo país. Ese país es EE UU.

Mientras para Lenin el antimperialismo fue una teoría anticapitalista proveniente de una compleja teoría desarrollada por Rudolf Hilferding, para chavistas, evomoralistas, orteguistas, etc., el antimperialismo ha llegado a ser un sinónimo de antinorteamericanismo. Tesis, repetimos, elaborada por Stalin después de que el gobierno de Truman decidiera romper (1948) con la línea amistosa de EE UU hacia la URSS iniciada durante la segunda guerra mundial, ruptura que marcaría el comienzo de la Guerra Fría

El socialismo ruso y después soviético no pudo ser democrático porque enclavó en un espacio no democrático, ese mismo espacio que hoy reclama para sí, sin marxismo ni leninismo, esa reedición fantasmal del antiguo zarismo que pretende ser en Rusia, Vladimir Putin. El socialismo ruso pre-Putin, al aterrizar en América Latina, culminaría su proceso de descomposición, al entrelazarse, como en la Rusia de Putin, con tradiciones que, tanto o más que las rusas, son profundamente antidemocráticas, más aún, antipolíticas.

Pero el leninismo al menos –y esa es la diferencia entre leninismo y estalinismo– nunca fue nacionalista (o rusista). Tampoco fue militarista. Bajo Stalin en la URSS y después en los gobiernos latinoamericanos «progresistas», sí lo fue. Por lo tanto, la cosmovisión de la izquierda latinoamericana de nuestros días no tiene nada que ver con el marxismo, algo con el leninismo, más con el estalinismo y mucho con el actual putinismo.

Razón esta última que explica por qué los crímenes genocidas que hoy comete Putin en Ucrania no incomodan a los izquierdistas latinoamericanos, algunos de cuyos líderes (Maduro, Ortega, Díaz Canel, Evo Morales y el mismo Lula en concordancia con Bolsonaro) no solo los justifican sino, además, los enaltecen.

Nacionalismo y militarismo son adquisiciones exquisitamente estalinistas, cultivadas por la mayoría de los gobiernos «del socialismo del siglo XXl», sobre todo por algunos de sus máximos líderes, Fidel Castro y Hugo Chávez. El socialismo revolucionario latinoamericano, desde esa perspectiva, ha sido tan conservador, tan nacionalista y tan militarista, como las propias derechas a las que ha imaginado combatir.

El problema de la democracia entonces no solo reside en las izquierdas o en las derechas, sino en el espacio antidemocrático que ocuparon las derechas e izquierdas de la región. Aparte de Chile y sobre todo de Uruguay donde hay segmentos de izquierda y de derecha a los que podríamos considerar sin problemas como democráticos, en la mayoría de los países de la región, derechas e izquierdas obedecen a patrones político-culturales radicalmente antidemocráticos. Lo hemos visto recientemente en el desarrollo político de la oposición venezolana cuyo comportamiento político no ha sido muy diferente al de las fuerzas chavistas y maduristas.

El ocaso de la oposición venezolana

Al igual que el chavismo, la oposición venezolana ha intentado acciones golpistas. Al igual que el chavismo, está predispuesta a adorar a personalidades míticas, hasta llegar al punto en que creyó encontrar durante un breve periodo, un líder, en la figura de Juan Guaidó, un personaje que posee una concepción (es la de su mentor, Leopoldo López) absolutamente irracional de la política. A esa figura se plegaron incluso políticos que provenían de los eriales republicanos, entre otros, el caudillo de Acción Democrática, Henry Ramos Allup.

Y no por último, al igual que el chavismo, su oposición tiene una visión «extractivista» (petrolera) de la economía. El objetivo de ese “extractivismo”, así lo llama Meschkat, más que económico es político. Quien controla el petróleo (así como el gas en la Rusia de Putin) controla al Estado. Quien controla al Estado, controla al poder.

En algunos puntos, sobre todo en su antidemocratismo, esa oposición ha superado al propio chavismo. Por ejemplo, ha rechazado durante un largo tiempo la vía electoral en nombre de una insurrección popular que, para colmo, no sabía cómo realizar. Hoy, habiendo pisado su propia trampa antielectoral, antidemocrática y antipolítica, esa oposición no pasa de ser un conglomerado de minicaudillos disputándose entre sí la conducción de un proceso electoral que ellos mismos arruinaron. Mientras tanto, Maduro, en nombre de Chávez, aplica sin ningún pudor los programas neoliberales de cuya denuncia la izquierda latinoamericana ha hecho una bandera.

En síntesis, ni en Venezuela, ni en la mayoría de los países latinoamericanos, prima una cultura política democrática. Izquierdas y derechas comparten paradigmas similares.

El estatismo, el culto a la personalidad, el credo nacionalista y el militarismo, son parte de una comunidad de valores propios a la gran mayoría de la clase política, sea esta de izquierda o de derecha, o de ambas a la vez.

Los caminos torcidos que llevan a la democracia

Los «errores» que detecta Meschkat en las izquierdas «progresistas» no solo son leninistas. Así lo visualizó el mismo autor al mencionar de modo indirecto a la revolución mexicana de 1910, la que culminaría en el radical estatismo político de la era del PRI. No deja de ser interesante observar que entre esa revolución y la rusa de 1917 hay más de una analogía. En ambas, el principio democrático, representado en México en el gobierno de Madero y en Rusia en el gobierno de Kerenski, fue rápidamente liquidado en nombre del principio (jacobino) de cambio social.

Las revoluciones que surgen desde el hambre y la miseria nunca han sido democráticas, destacó Alexis de Tocqqueville en sus notables paralelos trazados entre la revolución norteamericana y la revolución francesa. Menos en países en los que las raíces democráticas distan de ser profundas, podríamos agregar.

Pero no es necesario ir tan lejos para entender la presencia de la antidemocracia en América Latina. Precisamente, el día en que comenzaba a escribir estas líneas, el presidente Nayib Bukele de El Salvador, violando la Constitución de su país, anuncia que irá a la reelección el 2024. Bukele es cualquier cosa menos leninista. Pero al igual que los leninistas, ha sabido fundir su partido con el Estado y con su persona en una sola e inseparable unidad.

Lo escrito no significa que todos los caminos están cerrados para el desarrollo de la democracia en América Latina. De hecho, aún con descarrilamientos antidemocráticos, la mayoría de los países del continente, ya son democráticos. El problema es que las democracias continúan siendo muy frágiles y, por lo mismo, permanentemente amenazadas por antidemocracias exógenas y endógenas.

De hecho, el trío antidemocrático de América Latina formado por Cuba, Nicaragua y Venezuela, ya no es hegemónico como casi llegó a serlo el «socialismo del siglo XXl». Ninguno de los presidentes de esos tres países tiene la resonancia de un Castro o de un Chávez. Más bien ocurre lo contrario. Los tres son usados como ejemplos negativos por las derechas, en todas las elecciones que han tenido lugar. Tanto Petro, Boric, Fernández, han debido distanciarse de sus homólogos autócratas. Sin embargo, la posibilidad de las caídas regresivas, continúa siendo un constante peligro continental.

El hecho de que un régimen tan atroz como el de Putin no sea condenado con énfasis por las democracias latinoamericanas, entrega la impresión de que diversos gobiernos de América Latina, no solo de izquierda, mantienen todavía una relación de parentesco con las antidemocracias extra continentales por el solo hecho de que estas son antinorteamericanas. Las venas antidemocráticas de América Latina continúan abiertas.

No hay democracia sin democratización. Eso significa que la democracia no es «un modelo» al que hay que adoptar. Si América Latina pasa definitivamente a través de las puertas que llevan a la democracia, será como resultado de sus propias experiencias históricas. Momentos ciudadanos de democratización, los llamaremos.

El autor que aquí comentamos, Klaus Meschkat, creyó advertir en Venezuela uno de esos momentos ciudadanos. Fue el año 2007 cuando la ciudadanía venezolana, no solo la antichavista, sino también sectores que adherían al chavismo, se negaron a cambiar la Constitución por otra que entregaba plenos poderes al caudillo. En ese instante la división de la ciudadanía no fue de izquierda contra derecha sino en defensa o en contra de una Constitución que, por lo menos proforma, es todavía la que rige en el país. Que la oposición venezolana, a partir del 2018, abandonara la ruta constitucional trazada el 2007, es una historia a la que ya nos hemos referido en otras ocasiones

Traigo ese ejemplo porque hace muy poco tiempo Chile ha vivido un proceso similar al de la Venezuela del 2007. Así como en Venezuela fue rechazada la Constitución de Chávez, en Chile, septiembre de 2022, una impresionante mayoría rechazó una Constitución refundacional, una Constitución de izquierda y de la izquierda, pero que a su vez fue negada por amplios sectores de izquierda y de centro-izquierda. Los electores chilenos demostraron así que no quieren ni a una Constitución dictada por una dictadura, ni a una Constitución dictada por una ideología. Quieren una Constitución para todos los ciudadanos, y eso es muy distinto.

En ese No rotundo a una Constitución ideológica ejercitado por los venezolanos el 2007 y por los chilenos el 2022, anida un potencial democrático al que hay que prestar atención. Uno que va más allá de los partidos y sus supuestos líderes. Uno que traspasa incluso el muro izquierda-derecha. Un deseo transversal por vivir en libertad, pero protegidos constitucional e institucionalmente.

La democracia, en fin, no llega de pronto sino en diversos episodios, entre otras cosas porque la democracia no solo es un sistema de gobierno, sino una forma política de ser en la vida.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

¿Qué es lo que quiere Putin en Ucrania?

Fernando Mires

Continuamente se habla en términos condicionales si Putin gana o pierde la guerra en contra de Ucrania. No obstante, pocos se detienen acerca del real significado del verbo «ganar». ¿Qué quiere decir ganar en este caso? Simplemente, cumplir objetivos. Y bien, esos objetivos los definió Rusia desde un comienzo, entre otros: impedir que Ucrania se convierta en un país occidental, con todos los derechos y deberes que esa conversión implica. No se trata entonces como dijo una vez Kissinger, de un par de kilómetros cuadrados. Se trata, y este es el punto, de eliminar toda posibilidad para que Ucrania se convierta en una nación independiente y soberana. Justamente esa intención fija los objetivos de Ucrania.

Ganar la guerra a favor de Ucrania significa que «siga siendo una democracia soberana, con derecho a elegir sus propios líderes y hacer sus propios tratados» (Anne Applebaum).

La dependencia de Ucrania con respecto a Rusia pasa por supuesto por la ocupación territorial. Pero eso no significa que Putin esté interesado en los territorios de Ucrania. Su interés es el estado de Ucrania. Eso quiere decir que Ucrania, si es que Putin «gana» la guerra, podría seguir siendo una nación, pero no independiente.

El modelo de Putin es Bielorrusia, donde no controla un solo centímetro de territorio, pero controla a todo su estado. O dicho así: a Putin, menos que la soberanía territorial, interesa la soberanía política de Ucrania. Eso es lo que no han logrado entender los gobernantes europeos ni mucho menos los columnistas «bien pensantes» que presionan a Zelenski a negociar. ¿A negociar qué? ¿el estado de Ucrania? Pero ni el estado de Ucrania ni el de ningún país del mundo es negociable. Sin ese punto no se entiende nada.

Concordamos entonces con los politólogos alemanes Gerfried Münkler y Amin Nassehi, cuando afirman que la posibilidad de llevar a Putin a la mesa de negociaciones pasa por derrotarlo militarmente, o en su defecto, por convertir su victoria en algo tan costoso y difícil que al final Putin decida desistir de ella. Algo muy difícil si consideramos que, para Putin, Ucrania no es un fin sino un medio en un proyecto que comienza en Ucrania, pero va mucho más allá de Ucrania. Afirmación que lleva a la pregunta: ¿Qué es lo que quiere Putin después de Ucrania? Ese objetivo no es otro –lo ha dicho el mismo Putin– que restituir mediante la guerra al antiguo imperio ruso. En otras palabras: la política internacional de Putin es radicalmente revisionista.

Revisionismo histórico y geográfico

Revisionismo significa revisar el pasado a fin de reconstruirlo independientemente a los acuerdos establecidos en convenciones internacionales. En el caso particular de Ucrania, Putin cree, como lo demostró su artículo del 2021 (Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos) que Ucrania, el norte de Kazajistán, Bielorrusia y Rusia, poseen una misma raíz étnica (eslava), religiosa (ortodoxia cristiana) y lingüista, proveniente de la antigua Rus. Se trata de una concepción premoderna de nación, similar a la que reclamaba Hitler para la “raza” germánica en su imaginario “espacio vital”. Sobre la base de una mitología, Putin ha elaborado así una nueva narrativa de la geografía y de la historia rusa.

Desde el punto de vista geográfico, el núcleo central, formado por la resurrección de la antigua Rus, donde él, Putin, ejercería el rol de un nuevo Pedro el Grande (con quien continuamente se compara), deberá ser el eje central de naciones satélites, sobre todo en la región caucásica y en Asia Central. «Eurasia», llama a esa construcción Aleksandr Dugin.

Desde el punto de vista historiográfico, el pasado reciente que dio origen a Ucrania deberá ser también drásticamente revisado. Por eso, para comenzar, Putin decidió romper nada menos que con un mito fundacional, con el pasado bolchevique que dio origen a la URSS.

El mito de Lenin como padre totémico de la revolución rusa ha comenzado a ser desmontado. Lenin, según Putin, era un europeísta. Al fundar a la república socialista de Ucrania, arrancó a Ucrania de la Madre Rusia. En cambio, según el discurso ideológico del nuevo totalitarismo, Stalin, al reintegrar violentamente a Ucrania, reconectó a la historia rusa con su pasado zarista.

Después de un largo interregno post-estalinista, Gorbachov retomó las líneas de Lenin y Trotzki e intentó unir el futuro democrático de la URSS con el de las democracias occidentales. Eso explica la campaña furibunda desatada desde fuentes gubernamentales rusas en contra de Gorbachov, hasta el punto de que incluso a sus funerales le fueron negados honores de estadista. Para Putin, Gorbachov fue el creador de la que él ha considerado «la más grande catástrofe geopolítica del siglo XX», la disolución del imperio de la URSS. Por el contrario, Putin ha decidido pasar a la historia universal como el creador de la antigua y a la vez de la nueva Rusia.

Bajo la luz de la nueva Interpretación de la historia, se entiende perfectamente el significado metafísico que tiene para Putin, Ucrania. Sin Ucrania no hay antigua Rus y sin ella Putin no tendría nada que restituir. En ese sentido Putin parece haber ligado su destino personal con su visión de la historia. Ucrania es solo un eslabón en la cadena de un proyecto mundial autocrático.

Un nuevo proyecto autocrático mundial

Sería sin embargo equivocado limitar el proyecto Putin a una simple recuperación de un imaginario pasado. Putin cree ser un político de dimensiones mundiales. Eso significa que el pasado solo le interesa en relación con un futuro, el que, como todo futuro, es, aún más que el pasado, imaginario. Ese futuro, lo ha repetido sin cesar en sus últimas elocuciones, apunta hacia la construcción de un nuevo orden mundial, y de esa construcción, él quiere ser su arquitecto. Un nuevo orden mundial cuyo objetivo será liquidar lo que él llama unilateralismo, vale decir, la dominación de Occidente.

La invasión a Ucrania es concebida por Putin como el comienzo de una revolución mundial en contra de Occidente, y a ella se unirán las naciones patriarcales y religiosas de Europa, las naciones antioccidentales del islamismo, los partidos de ultraderecha europeos e incluso los gobiernos y partidos de la ultraizquierda latinoamericana a los que Putin habla con una jerga de tipo castrista, guevarista y chavista (en contra del imperialismo norteamericano y de su «brazo armado», la OTAN)

Nunca ha dicho Putin con qué economía ni con cuales ideas piensa superar a Occidente. Tanto en la producción de ideas como en su proyección económica, Rusia sigue, y probablemente seguirá siendo, un país atrasado. Solo cabe pensar en que, lo que nunca logrará Putin por medios civilizados, intentará conseguirlo mediante la aplicación sistemática de la fuerza bruta. Putin es el matón de ese barrio llamado mundo. De ahí que, imperiosamente necesita a China (aunque si bien lo pensamos, China no necesita demasiado a Rusia) para llegar a cuestionar lo que él llama dominación económica de Occidente.

Como sea, Putin, en sus afiebradas ambiciones, ha descubierto la posibilidad de arruinar a Occidente. ¿Cómo? No hay otra respuesta, con lo único que tiene: fuerza militar. Es decir, mediante la prolongación de la guerra, o si se prefiere, mediante una guerra permanente.

Ignoramos si la destrucción sistemática de Occidente fue la idea originaria que llevó a Putin a invadir a Ucrania o si fue esa invasión la que abrió perspectivas para realizar su objetivo de dominación mundial. Más bien nos inclinamos por la segunda posibilidad. El odio a Occidente manifestado por Putin parece no tener límites, pero al comienzo de la guerra a Ucrania era solo eso: un simple odio-deseo. Tal vez fue el error que lo hizo pensar en una guerra de tres días para ocupar Ucrania, el punto de inflexión que lo llevó a comprender que una prolongación de la guerra podría tener efectos más perjudiciales para los países occidentales -sobre todo para los europeos– que para Rusia.

De acuerdo a la lógica de Putin, los países europeos son débiles porque son democráticos y son democráticos porque son débiles. Tras años de convivir pacíficamente con Europa, Putin ha captado que gran parte de la estabilidad política de los países europeos reside en el bienestar de sus clases medias. Ahora, si impide ese bienestar -los medios energéticos para hacerlo los tiene- esas clases medias consumistas no tardarán en volverse en contra de sus gobiernos, generando inestabilidad política. Desde esa perspectiva, Ucrania dejaría de ser solo un fin para convertirse -gracias a la prolongación de la guerra- en un medio destinado a demoler las estructuras sociales y políticas europeas.

De acuerdo a los más probables cálculos de Putin, Rusia, dominada por normas dictatoriales puede permitirse una gran caída económica. Putin, a diferencia de los gobernantes democráticos, no teme a ninguna oposición, y si aparecen opositores, ya sabe cómo tratarlos: los aplasta en la prisión, o los envenena, o los «suicida». De modo paradójico, Putin ha logrado convertir a las democracias y al «estado de bienestar» en aliados estratégicos de una guerra dirigida objetivamente a Europa. Su plan parece estar dando resultados, sobre todo en países cuyos gobernantes carecen de liderazgo emocional, como es el caso de la Francia de Macron y de la Alemania de Scholz.

La presión social sobre los partidos políticos es muy fuerte en los países europeos. Los cada vez menos disimulados llamados a Ucrania a negociar –en verdad, a capitular– no logran ocultar que, para los sectores menos politizados de las naciones europeas, Ucrania, y, sobre todo, su presidente Zelenski, comienzan a ser vistos como lastres que impiden llevar una vida «normal». Como dijo el representante del comercio manufacturero alemán, «esta no es nuestra guerra».

Los llamados al cese de la ayuda militar serán, y de hecho son, cada vez más estridentes. Y los partidos extremistas, sobre todo los de ultraderecha, aliados confesos de Putin, aumentarán su caudal de votos, si es que no llegan al poder, como ya lo hicieron en Hungría y Serbia. Ya la extrema derecha –no necesariamente putinista– alcanzó el gobierno de Suecia. Otras más putinistas, como la italiana, lo harán pronto. Putin conoce muy bien a sus caballos de Troya.

El miedoso gobierno alemán vacila siempre al enviar las armas que solicita con urgencia Ucrania. Pablo Iglesias va mucho más lejos: llama a humillarse en nombre de la paz (que la humillación será ucraniana y no española, no lo dice)

Imponiendo las condiciones de «su paz», espera Putin doblegar la voluntad democrática de Europa, erigirse como campeón en una guerra de las civilizaciones, y dictar condiciones a ese otro Occidente, el no europeo, liderado por los EE UU. En las palabras de la recientemente asesinada, la muy putinista intelectual Daria Dugina: «la situación en Ucrania es realmente un ejemplo de un choque de civilizaciones; puede ser vista también como un choque entre una civilización globalista y una civilización euroasiática» (la entrevista a Dugina se encuentra en la revista Geopolitika: http://www.geopolitika.ru)

Así como Dugina piensa Putin, así piensan también la mayoría de los dictadores, y –hay que decirlo– así piensan también los trumpistas al interior de los EE UU.

¿Logrará los objetivos Putin?
Nadie puede negar que Putin tiene buenas cartas. Occidente, claro está, deberá contar con deserciones y divisiones dentro de la UE. Por ejemplo, la Italia de Meloni será celebrada en Moscú como una conquista militar, y las elecciones suecas si bien no ponen en entredicho la entrada de Suecia a la OTAN, dejará fuera del gobierno a los defensores más leales de la UE.

Cualquiera sea el resultado de la guerra, una parte de Europa occidental resultará económica y políticamente lesionada. Pero otra parte de Europa, me refiero a naciones que conocieron en su propia piel el terror ruso-soviético, emergerá fortalecida. A esos países pertenece también Ucrania, cada día más ucraniana y cada día menos rusa. Debemos agregar la posibilidad de que si la guerra a Ucrania se alarga más allá de lo presupuestado por Putin (de hecho, esto ya ocurrió) regiones y naciones doblegadas por Rusia en Europa Central y en la zona caucásica, entre otras Azerbaiyán (apoyada por Turquía), Osetia del norte y Abjasia, intentaran buscar vías independentistas.

Podría entonces suceder que, dentro del nuevo orden mundial, su supuesto impulsor, Putin, sea al final el gran perdedor.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Zelenski, presidente como profesión

Fernando Mires

Volodomir Zelenski es antes que nada el presidente constitucional de Ucrania. La palabra presidente significa en sentido literal, «el que se sienta adelante». Quiere decir: el gobierno no es el presidente, pero el presidente es quien preside y representa al gobierno. La distinción es políticamente importante.

Hace algunos días ha cursado la noticia de que el presidente de Rusia quiere cambiar en su país el título de presidente por el de gobernante. El pretexto es capcioso. Aduce el dictador que el término presidente proviene de la constitución norteamericana y Rusia no tiene por qué seguirla. Pero el motivo es evidentemente otro: Putin no quiere presidir el gobierno, él quiere ser el gobierno. En el hecho lo es, pero no de modo oficial. El título de presidente se lo impide.

Para ser presidente basta ser un ciudadano. Nadie estudia para presidente, así como nadie estudia para ser político (politología se estudia solo para ser politólogo y no ha habido hasta ahora ningún presidente que sea politólogo). Se puede haber sido abogado como lo fue Zelenski, militar como lo fue de Gaulle, obrero electricista como lo fue Valessa, médico como lo fueron Bachelet y Allende, futbolista como lo fue Erdogan, chófer de metrobús como lo fue Maduro, espía de la KGB como lo fue Putin, empresario como lo fue (y lo es) Trump, actor de cine como lo fue Reagan y también, de nuevo, el mismo Zelenski.

La previa profesión no tiene ninguna importancia para optar al cargo presidencial. Sin embargo las redes del putinismo no han cesado de atacar de modo infame a Zelenski por el hecho de haber desempeñado la profesión de actor de teatro y cine (además de guionista, director y productor). Lo que callan es que, como casi todas las personas que optan al cargo presidencial, Zelenski poseía lo que se necesita: conocimiento político.

Como estudiante, Zelenski, junto con su actual esposa, se comprometió en iniciativas socioculturales. Entre ellas –y aunque parezca ironía– en la lucha por la defensa del idioma ruso al que algunos nacionalistas radicales querían prohibir (Zelenzki habla mejor el ruso que el ucraniano). En efecto, Zelenski nunca fue antirruso, pero sí, como muchos estudiantes de su generación, fue un declarado europeísta. Sus primeras apariciones públicas tuvieron lugar en el marco de la revolución de Maidán, conocida también como Euromaidán por el hecho de que surgió en oposición a los planes del presidente Yanukovich orientados a convertir Ucrania en una dependencia rusa, al estilo de lo que es hoy la Bielorusia de Lukaschenko.

Como reacción a las invasiones rusas en Crimea y en el Donbáz, Zelenski apoyó las posiciones nacionalistas de Porochenko. Pronto se desilusionaría. La retórica nacionalista de Porochenko no podía ocultar sus corruptas relaciones empresariales con los magnates rusos crecidos bajo la sombra de Putin.

Antes de presentar su candidatura, Zelenski, y su recién formado partido «Servidores del pueblo», levantó una política de tres puntos. El primero: luchar en contra de la corrupción. El segundo: ordenar a un nivel europeo la caótica estructura institucional de su nación. El tercero, buscar una vía pacífica para llegar con Putin a un acuerdo que pusiera fin a los conflictos armados que tenían lugar en el Dombás y en Luganz. Esos tres puntos eran las demandas más sentidas por la ciudadanía. Gracias a la claridad en la exposición de esos puntos, Zelenzki se convertiría, antes de ser candidato, en la figura política más popular de Ucrania. Ese 73,22 % con que derrotó a Porochenko, habla por sí solo.

Zelenski, como todo presidente, será juzgado por la historia. El problema es que la historia no existe independientemente de los historiadores. Por eso casi nunca habrá un veredicto definitivo mientras los historiadores discutan entre sí. Lo que nadie puede sin embargo negar, es que Zelensky ya es un personaje histórico. La razón es muy simple: Zelenski es el presidente de una nación soberana e independiente, reconocida por todos los organismos internacionales, una nación que en estos momentos está siendo invadida por un imperio dirigido por uno de los personajes más crueles y siniestros de la historia moderna, un hombre que sufre de delirios de grandeza proyectados hacia el espacio mundial, un asesino de magnitud, un genocida.

Al igual que Putin, Zelenski también será sometido a juicio histórico. Lo que la historia dirá, dependerá en gran parte del resultado de una guerra que está lejos de terminar. Pero más allá de ese desconocido final, ya tenemos suficientes antecedentes para emitir juicios parciales sobre el cometido de su gestión. En ese sentido conviene recordar que la presidencia de un país no solo es un cargo político, sino además uno determinado por un segmento de la política que es la gobernabilidad, en este caso, la gobernabilidad en tiempos de guerra. Al llegar aquí, cualquier lector bien informado, entenderá que, para analizar a Zelenski como político, resulta conveniente recurrir al Max Weber de Política como profesión.

Según Max Weber, tres son las virtudes necesarias para el buen ejercicio de la profesión política: pasión, responsabilidad y ponderación (Augenmaß). ¿Posee esas virtudes Zelenski?

Pasión, podríamos decir, es lo que menos le falta. Basta escucharlo para saber que la sensibilidad con la que se dirige a su gente o a sus interlocutores extranjeros, no es fingida. Sus palabras le nacen del alma. A Zelenski le duele Ucrania. Todas la personas que han viajado a Ucrania a entrevistarse con el presidente dan cuenta de los sentimientos que inundan a Zelenski, pero a la vez de su capacidad para darles un formato político. Pasión sí, pero sin perder las perspectivas que ofrece la realidad.

Nunca se ha escuchado a Zelenski proferir palabras de venganza ni mucho menos insultos en contra del pueblo ruso como suele hacerlo Putin en contra de los ucranianos. Incluso, rara vez nombra a Putin. Solo se limita a dejar claro que Ucrania es un país libre, soberano e independiente. «Lo único que hoy nos une con Rusia es la frontera», ha dicho un par de veces. ¿Es entonces Zelenski un patriota? Sí, pero siempre que especifiquemos en que consiste su patriotismo, muy diferente al patriotismo de connotaciones religiosas, culturales e incluso racistas del que hace gala Putin (en su escrito sobre Ucrania del 2021 llega a hablar, como ayer lo hizo Hitler, de «lazos de sangre»).

En cierta medida el patriotismo de Zelenski está cerca del «patriotismo constitucional» propuesto por Jürgen Habermas (en verdad, su creador conceptual es Dolf Sternberger). Bajo patriotismo constitucional entendía Habermas la fidelidad a la constitución, no solo como cuerpo de leyes sino como el libro que constituye a una nación como tal. Habermas se desprende así del culturalismo que fuera característica de la literatura romántica alemana.

Patriotismo constitucional es un concepto que sustituye al amor patrio –al terruño, al idioma, al folclore– por el respeto a una constitución que es la de todos. El patriotismo constitucional es, en fin, el patriotismo moderno.

Y bien, coincidiendo con el concepto de Habermas, podríamos intentar ir un paso más adelante que el filósofo social de Alemania. El de Zelenski, pensamos, además de constitucional, es un patriotismo político. ¿Dónde reside la diferencia? En lo siguiente: mientras el patriotismo constitucional de Habermas hace referencia «a lo propio», el patriotismo político haría referencia a «lo otro», vale decir, separa a una nación de otra, sin que eso lleve a la negación de la otra. Para Zelenski ese patriotismo se expresa en la fórmula «Ucrania ya no pertenece a Rusia». Así es efectivamente: desde que Ucrania se convirtió hace treinta años en una nación constitucional y como tal fuera reconocida por todos los organismos internacionales, sobre todo por la ONU, después de largos meses de ardua resistencia al invasor, ha llegado a ser, además, una nación política.

La guerra, la sangre derramada, Putin mismo, terminaron por convertir a Ucrania en una nación política. Podemos decir así que, después de todo lo sucedido, nunca más los ucranianos se sentirán parte de Rusia. Esa guerra ha creado una división política irreversible. Putin podrá ganar la guerra militar, sin duda. Pero la guerra política ya la perdió.

Max Weber agrega que la pasión, en este caso, la pasión política, no serviría de nada si no está puesta al servicio de objetivos racionales. «La política debe ser hecha con la cabeza, no con otras partes del cuerpo», escribió. De acuerdo a la terminología de Weber ¿ha actuado con responsabilidad Zelenski? Pegunta pertinente, pues los seguidores de Putin no se han cansado de repetir que en la guerra a Ucrania gran parte de la responsabilidad le cabe a Zelenski al haber insistido en que Ucrania debía ser parte de la UE y de la OTAN, asustando al «pobre Putin» quien no tuvo otra alternativa que invadir a Ucrania para defenderse del cerco tendido por la OTAN.

Hasta que Putin reconociera públicamente que su objetivo no era «liberarse de la OTAN» sino crear un nuevo orden mundial antidemocrático con una Rusia militarizada a la cabeza, esta parecía ser la posición dominante, incluso para algunos ingenuos que dicen no simpatizar con Putin y sin embargo ven la mano negra de EE UU y la OTAN hasta en sus sueños. La realidad es otra.

Casi todas las naciones democráticas europeas son miembros de la UE y de la OTAN. Pertenecer a la UE y a la OTAN han llegado a ser credenciales de una nación europea. ¿Por qué Ucrania si había decidido su pertenencia a Europa y no a Rusia debía tener menos derechos que Polonia o que Rumania? Era responsabilidad del presidente de Ucrania dar un carácter europeo a su nación, bregar para que Ucrania (siguiendo «el mandato de Maidán», dice Zelenski) no fuera una nación europea de segunda clase, con deberes pero sin derechos. Eso por una parte. Por otra, Ucrania era y es una nación amenazada por el imperialismo ruso. Desde el 2014 no hay nadie que lo pueda negar.

Ucrania, como nación europea, debía ser protegida frente a Rusia y la única protección posible era su ingreso a la OTAN. Y aunque a algunos les duela oír, digamos con claridad: Si muchos gobiernos europeos no se hubieran opuesto a que Ucrania fuera miembro de la OTAN (y de la UE) Putin no habría osado nunca invadir a Ucrania. O afirmando lo mismo pero al revés:

El hecho de que Ucrania no hubiera sido miembro de la OTAN, hizo posible que Rusia invadiera a Ucrania. Cuando la UE decidió postergar la discusión sobre el tema de la pertenencia de Ucrania a la OTAN hasta ¡el año 2024! Putin, malvado pero no tonto, comprendió que había llegado su momento.

Desde esa perspectiva, al integrar el triángulo de Lublin formado por Lituania, Polonia y Ucrania, países cuyos gobiernos saben que la territorialidad de cada uno de ellos no está asegurada mientras no lo esté la de los tres, Zelenski fue plenamente responsable con los intereses territoriales y políticos de su país. Así como también lo fue cuando, en el momento en que comenzaba la invasión rusa, rechazó toda las ofertas de gobiernos que le ofrecían asilo y decidió ponerse al frente de sus país, no porque fuera un héroe sino por seguir el llamado de su profesión.

Visto así, Zelenzki fue fiel a su profesión, la de ser el presidente de Ucrania. En estos momentos, una profesión cercada por el peligro de su propia muerte. Pero no es solo Zelenski quien asume ese peligro. Muchos ciudadanos también. Lo asumen los soldados en el frente de batalla, lo hace la policía cuando se enfrenta a mafias organizadas, lo hace el personal hospitalario cuando atienden a los contagiados por la pandemia. Zelenski, de acuerdo a esa visión, no hizo otra cosa que asumir con responsabilidad el cargo para el que fue elegido, fuera en la paz como en la guerra. Y lo ha hecho, como recomendó Max Weber, con ponderación, la tercera de las virtudes políticas

Tengo a mano los discursos de Zelenski. En ninguno noto belicismo, exaltación, ni siquiera odio. Su retórica es ponderada. No cree en misiones históricas, futuros luminosos, destinos manifiestos. A diferencias de Putin, es radicalmente antimítico. Sabe también a quienes y cómo dirigir sus palabras. Puede hablar como estadista en la ONU, pero también adecuar sus palabras al público de revistas populares como Vogue. No se ha cansado de repetir a los europeos que la guerra en su país no es en contra de Rusia sino en defensa propia y que si bien tiene lugar en Ucrania, está dirigida en contra de toda Europa. Sin recriminaciones, casi con pedagogía, no pide armas como ayuda, sino como una contribución de los países europeos a ellos mismos. En fin, dice con clara sintaxis lo que muchos presidentes no se atreven a decir a sus ciudadanos, que esta debe ser una lucha de todos y no de algunos.

¿Ponderación la de Zelenski?, dirán sus críticos. ¿No ha subido acaso Zelenski la apuesta hasta el punto de decir que está dispuesto a liberar el Donbás e incluso Crimea, de Rusia? Textualmente dijo: «la guerra comenzó en Crimea (lo que es cierto) y teminará en Crimea». Pero seamos sinceros ¿esperaba el pacifista público que Zelenski dijera, «estoy dispuesto a ceder territorio a Rusia para alcanzar la paz»? Habría sido absurdo.

Primero: ningún presidente puede ofrecer territorios a gobiernos enemigos sin previa consulta ciudadana. Zelenski es presidente, pero no propietario de Ucrania, como cree serlo Putin, de Rusia. Segundo: una declaración de ese tipo llevaría a la desmoralización de sus huestes, justo en los momentos en que asestan serios golpes a las tropas rusas. Tercero: como presidente, Zelenski sabe que tarde o temprano deberá concurrir a una mesa de negociaciones. Pues bien, en las negociaciones (no solo en las internacionales) se va a exigir el máximo para alcanzar un tanto. Pero si alguien va a exigir solo un tanto, se va a quedar sin nada. Esa es uno de las nociones elementales de toda geoestrategia política.

Seguramente, después de que termine esta guerra espantosa, los historiadores juzgarán a Zelenski. Habrá juicios positivos y tal vez otros negativos. La historiografía nunca ha estado exenta de ideología. Pero hay una verdad que nadie podrá negar: Zelensky ha cumplido con su profesión: la de ser el presidente constitucional de la república de Ucrania.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Ese milagro llamado Gorbachov

Fernando Mires

Un milagro pareció ser Gorbachov. Un milagro, a su vez, parece ser todo aquello que no encuentra explicación inmediata y aparece donde me­nos se piensa. Pues que el imperio soviético llegara a su fin, era algo que soñaban muchos disidentes. Pero que la ruptura decisiva proviniera de la cima del aparato de poder más burocrático de la historia mundial, no se lo imaginaba ni el más optimista. Y sin embargo, así ocurrió.

Pero los milagros son fenómenos sin explicación. Desde esa perspectiva Gorbachov no es un milagro, sino que parte de un proceso bastante racio­nal. Por de pronto, Gorbachov no era una persona aislada. En cierto modo era un dirigente típico de partido y en gran medida, un ciudadano soviético normal. De su historia personal sabemos que su abuelo, un kulak a quien parece haber admirado bastante, fue expropiado y perseguido por Stalin, debiendo pasar nueve años en el siniestro Gulag; que el abuelo de su que­rida Raisa fue asesinado durante el régimen de Stalin; que su padre murió en la guerra. Razones familiares no tenía Gorbachov para adorar a Stalin, y sin embargo como ocurrió con tantos rusos, lo adoraba. Incluso, en los tiem­pos en que era un brillante joven comunista trataba de emularlo hasta en el tono y forma de hablar.

Esa dualidad de acción y pensamiento era preci­samente una de las características del «homo soviéticus», como observó G. Sheehy, uno de sus buenos biógrafos. Por un lado, lleva en su inconsciente las heridas que provocan los asesinatos a los seres amados, la represión sistemática, la degradación de la moral personal en función de la razón de Estado a la cual pertenece delatar a los propios amigos. Por otra, sabe que para sobrevivir, hay que adaptarse a reglas del juego que impo­nen los detentores del poder. Si es miembro del Partido, debe combinar téc­nicas de sobrevivencia con capacidad para conseguir protectores que le ayuden a escalar posiciones, tanto burocráticas como profesionales. De la misma manera, sabe que repentinamente pueden originarse cambios en la cúspide y debe estar preparado para readaptarse a nuevas circunstancias.

La sociedad soviética y el Partido eran verdaderas escuelas en la formación de «camaleones sociales» lo que en la profesión política puede, bajo ciertas condiciones, ser una virtud. De la misma manera, quien quería llegar lejos en la vida debía desarrollar una suerte de «disonancia cognitiva», que significa algo así como realizar algo con la mayor naturalidad, pensando exactamente lo contrario.

Vivir en la contradicción puede ser para un miembro de una so­ciedad democrática, insoportable. En la URSS era no sólo normal, sino que una condición de sobrevivencia y de progreso personal. Y precisamente esas características aparentemente negativas supo convertirlas Gorbachov en cua­lidades. Quien había pasado por la escuela del stalinismo y ganado el apoyo de protectores tan poderosos como Suslow (una especie de Richelieu rojo) o Andropov (durante largo tiempo jefe de la KGB) y que además reunía condi­ciones personales muy valoradas por el régimen como una disciplina que ra­yaba en el ascetismo, capacidad fanática de trabajo, inteligencia, una cultura más que sobresaliente para su medio, y sobre todo, un irresistible «charme» – que lo llevó a cautivar (políticamente, por supuesto) nada menos que a la «dama de hierro» inglesa y a que Reagan le tomara casi tanto cariño como a Micky Maus – estaba llamado a entrar alguna vez al umbral de «los elegi­dos».

Si hubiera que buscar una fórmula clave para designar el sentido las reformas propuestas originariamente ella es: informática+ de­mocratización o, en la terminología de Gorbachov, Perestroika+ Glasnost. Esa fórmula buscaba expresarla Gorbachov en otra, aún mucho más llamativa: La Segunda Revolución es precisamente el subtítulo de su libro escrito en 1987: Perestroika. La primera revolución era naturalmente la de octubre de 1917. La de Gorbachov y una fracción bastante numerosa del PCUS, buscaba establecer continuidad con la primera, y cumplir el sueño leninista- stalinista- jruscheviano de desarrollar las fuerzas productivas y transformar a la Unión Soviética en una potencia moderna. En ese sentido la fracción gorbachiana no se apartaba un ápice de la ideología modernizadora de sus principales predecesores.

No olvidemos que para Lenin el socialismo era electrificación+ Soviets. Para Stalin había sido Gulag+ industria pesada. Para Kruschev era conquista del espacio+ bomba atómica. En esa carrera loca para emular al enemigo, al «capitalismo imperialista», sólo la era Breschnew echaba a perder el juego, pues su política no estaba dirigida tanto a desarrollar las fuerzas productivas, sino a la mantención precaria del orden establecido. Es por eso que en sus primeros momentos, los cañones ideológicos de Gorbachov estaban dirigidos no contra el stalinismo, sino contra el período Breschnew, bautizado como la estagnación, lo que en cierto modo implicaba una justificación ideológica indirecta del stalinismo. Y en efecto: la ideología del bolchevismo, aún presente en los años ochenta, podía tolerar los crímenes de Stalin y de Lenin, pero no la falta de «crecimiento económico».

Debido a esa razón, la constatación del principal asesor econó­mico de Gorbachov, Abel Aganbegjan, relativa a que el último plan económico (1981-1985) arrojaba un saldo de cero, no podía sino constituir un escándalo político al interior de la «Nomenklatura». El desarrollo de las fuerzas productivas era, entre otros puntos, parte de la racionalidad interna del marxismo soviético; «la guerra económica» que, a fin de cuentas, debía de ser tanto o más decisiva que la política o la militar frente al «mundo ca­pitalista».

En 1982, Andropov, esa extraña simbiosis de policía e intelectual, había hecho preparar un informe en el que participaron los más connotados espe­cialistas soviéticos. El resultado, para la ideología comunista, no pudo ser más desalentador (Spiegel Spezial 1991:92). Sobre esa situación se ha escrito bastante y lo concreto puede resumirse así: la URSS se encontraba al borde del colapso financiero y, lo que era peor, en los niveles de producción, y en el tecnológico, muy atrasada respecto «al capitalismo». Cuando el último re­presentante de la gerontocracia bolchevique, Chernenko, falleció (10 de marzo de 1985), el relativamente joven Gorbachov traía como principal misión sacar a la URSS de la estagnación y reencauzarla por las sendas del pro­greso en dirección del socialismo. Gorbachov debía ser el encargado de restaurar el orden histórico. Y para eso era necesario una segunda revolu­ción.

La primera revolución, la antizarista, había sido nacional, democrática, y sobre todo, popular. Esto último no se puede decir desgraciadamente de la que quería encabezar Gorbachov. Que se sepa, Gorbachov no alcanzó el po­der montado en ninguna ola revolucionaria, ni nunca hubo alguna manifesta­ción popular de importancia en contra de Brechner.

Gorbachov era, en el mejor de los casos, el representante de una revolución interpartidaria. Es por eso que la lectura que él y su fracción hicieron de la realidad no podía ser la misma que hacía el pueblo.

Digámoslo así: el pueblo soviético no estaba interesado mayormente en el desarrollo de las fuerzas productivas, ni en que la Unión Soviética se convirtiera en potencia mundial, ni en derrotar al imperialismo, ni en nada de las cosas en las que estaba interesado su «glorioso Partido». Más aún: y espero que el lector me entienda: parece que nunca, en su triste historia del último centenio, lo pasó mejor que durante Breschnew.

Por cierto, subsistían los sistemas leninistas- stalinianos de vi­gilancia, las relaciones de desconfianza, las tristemente famosas clínicas psi­quiátricas, y las persecuciones a disidentes. Nadie podía leer lo que quería, ni manifestar libremente sus opiniones. Pero comparada con el pasado, la generación de Breschnew vivía una especie de stalinismo con rostro humano. No había gran escasez; por lo menos lo suficiente para comer y sobre todo para beber, y lo que no se conseguía en tiendas, se adquiría a buen precio en el mercado negro, como viene ocurriendo desde la antigüedad hasta nuestros días en todas partes. Se trabajaba lo suficiente, pero no dema­siado, y sin mística patriótica ni comunista, sino simplemente para tener lo suficiente para alimentar a la familia, salir en las escasas tardes de verano a comer esos deliciosos helados rusos, y emborrachare el fin de se­mana como ocurre con los trabajadores de casi todo el mundo. Y la URSS era fundamentalmente un país de trabajadores (y de burócratas). En cual­quier caso, no era un país revolucionario, y eso es lo más normal que le puede suceder a cualquier país.

Por cierto, había que pagar ciertos precios: asistir por lo menos irregularmente a reuniones de partido o de sindicato (era lo mismo), desfilar marcialmente el primero de mayo, inscribir a los hi­jos en los «pioneros», y trabajar un par de días voluntarios al año por Cuba, Vietnam, Chile, o cualquier otro país caído en desgracia. Pero eso no era nada comparado con el Gulag y las guerras que habían tenido que so­brellevar en el pasado. Quizás fue esa la razón por la cual el pueblo sovié­tico se asustó tanto cuando Gorbachov pretendió movilizarlo en función de una nueva revolución. En nombre de la revolución había tenido que sufrir demasiado y ya no quería hacer ninguna más. También los pueblos tienen derecho a descansar.

Pero Gorbachov no pertenecía al pueblo. Era un hombre de Partido, y por lo tanto le interesaba más el futuro que el presente, sobre todo si se tiene en cuenta que su Partido vivía de ficciones históricas. La fracción mo­dernizante, desde los tiempos de Andropov, estaba evidentemente escanda­lizada de lo que ocurría entre los seres mortales.

Como herederos de la tra­dición revolucionaria inaugurada por los bolcheviques, era puritana. De otra manera no se explica que Gorbachov haya iniciado su proyecto democrático con una campaña en contra del alcoholismo. Puritano, como Lenin y Stalin, como Kruschev y Andropow, como Robespierre, pero no como Dantón, no po­día tolerar que el país se escapara del orden histórico asignado desde el Olimpo.

El leninista puritano que era Gorbachov en 1987 escribía por ejemplo que el pueblo (o su Partido) «ven con conmoción y disgusto que los sagrados valo­res de la revolución de octubre sean tratados a puntapiés». Y como un profesor de escuela frente a una desordenada clase se indignaba por «la erosión de la moral pública, del digno sentimiento de soli­daridad de los primeros años de la revolución, de los primeros planes quin­quenales, de la de la gran Guerra Patria, y de la reconstrucción de post­guerra, los que han perdido su significado».- Y agregaba todavía más irri­tado – «En cambio aumentan el alcoholismo, la drogadicción y la criminalidad. Se fortalece la penetración de los estereotipos de la cultura de masas, que a nosotros nos son extraños y que conllevan un gusto primitivo y al empobreci­miento ideológico».

Gorbachov, siguiendo la línea de An­dropow, llegaba al poder en su doble condición de modernizador y restaura­dor. Él se encargaría de restaurar el orden de la historia en contra del caos breschneviano. Democracia sí, pero de acuerdo a las normas socialistas y, como se deja ver en las líneas citadas, reivindicando incluso la obra de Stalin. Como los grandes revolucionarios, el desrevolucionario Gorbachov no podía entender que el pueblo soviético no quería vivir en el curso de la historia sino en de la vida real y cotidiana, nada de heroica, pero a veces más hermosa.

La historia de Rusia desde Pedro el Grande hasta Yelzin, pasando natu­ralmente por Stalin, ha sido la de modernizar «desde arriba» al país. En al­gunos terrenos como en el tecnológico- militar había sido alcanzado ese ob­jetivo. Pero el objetivo máximo, alcanzar, y después superar al «capitalismo», estaba lejos de materializarse durante la época Breschnew. Kruschev había prometido nada menos que la sociedad comunista para 1980. Durante Breschnew ya nadie quería acordarse de eso.

En el terreno militar, por ejemplo, ya habían perdido la guerra. En el de la produc­ción se habían quedado más que rezagados. Ni hablar del cultural, pues Coca Cola y Rock and Roll ya se habían apoderado de la so­ciedad soviética, como constataba escandalizado Gorbachov. Por si fuera poco, la violación permanente de la realidad en función de un objetivo meta histórico: la revolución industrial en un sólo país, había degradado las fuentes de todo proceso económico: la naturaleza y el ser humano.

El drama de la URSS era tener que alcanzar siempre «al enemigo». La lógica militar, en función de ese objetivo, había sido trasladada durante la Guerra Fría a la de la producción. No por casualidad la terminología econó­mica estaba plagada con la jerga militar. Y cada año, los jerarcas llenaban de medallas los pechos enflaquecidos de «los héroes del trabajo». En pocos países del mundo «la ideología del crecimiento» ha sido impuesta con mayor fanatismo que en la URSS. El problema es que de tanto perseguir al ene­migo, la economía, en su conjunto, se había estructurado como «una economía de alcance». La producción no «crecía» de acuerdo a las necesidades inter­nas, sino que de los avances del enemigo.

En otras palabras: para alcanzar al enemigo, necesitaba del enemigo. El enemigo era el principal factor de crecimiento. Pero, para que esa economía funcionara, el enemigo no debía ser nunca alcanzado, pues de otra manera dejaba de ser una economía de al­cance. El drama de Sísifo estaba presente en la economía soviética en toda su magnitud. En tiempos de Gorbachov ya era evidente, que después de Stalin, la URSS había realizado hasta sus últimas consecuencias, la segunda revolución industrial, y precisamente cuando se disponía, durante Breschnew, a disfrutarla, el enemigo ya había realizado la tercera.

De un modo general es posible decir que el proyecto originario de Gor­bachov era crear marcos políticos institucionales a fin de modernizar al país en función de los objetivos determinados por la tercera revolución industrial. En los propios términos marxistas, la URSS vivía un momento en que las fuerzas productivas habían entrado en contradicción con las relacio­nes sociales de producción. Tal era al menos el diagnóstico de Andropov hecho suyo por la fracción gorbachiana. De ahí la importancia que tenía, a juicio de Gorbachov, la democratización, a la que concebía como una condi­ción para el desarrollo y la modernización económica. «Perestroika» -escri­bía- «es sólo posible sobre fundamentos democráticos».

De acuerdo a la lectura de la realidad hecha hasta 1987, Gorbachov se en­contraba en perfecta sintonía con el orden histórico que regía en la URSS. Stalin había realizado, sobre las bases de una acumulación originaria de ca­pitales, la revolución industrial, la que se había estagnado durante Breschnew. La revolución modernizadora debería iniciarse bajo su reinado. Como las condiciones no estaban dadas para una reestalinización del poder, lo que además habría sido imposible – no sólo porque la introducción de tecnología basada en la informática es relativamente incompatible con siste­mas políticos cerrados (Mandel 1989:34) sino además porque era contraprodu­cente para la distensión internacional que a su vez era fundamental en la provisión tecnológica que requería la URSS, no quedaba más alternativa que «activar al factor humano», como continuamente repetía Gorbachov en su li­bro acerca de la Perestroika.

De ahí que invirtiendo la lógica economicista de sus predecesores teóricos, la democracia aparecía ahora no como el re­sultado del desarrollo, sino que como su condición. Perestroika quería ser, a la vez, la segunda revolución política (la primera era la de Lenin) y la se­gunda revolución industrial (la primera era la de Stalin). Al final no fue ninguna de las dos. Pero sí fue la primera desrevolución del mundo.

El aporte verdaderamente revolucionario de Perestroika residía sin em­bargo en sus proyecciones internacionales. No sin razón Gorbachov era mucho más aplaudido en el extranjero – donde era visto como una suerte de milagroso mensajero de la paz – que en su país, donde nunca fue realmente amado.

Que se hubiera desatado una verdadera «gorbimanía» en Alemania, donde sus habitantes no son precisamente muy tropicales, muestra como Gorbachov estableció una suerte de alianza entre un amplio movimiento paci­fista que desde tiempo atrás venía erosionando las estructuras belicistas de sus países, y su proyecto distensionador. En el extranjero, efectivamente, Gorbachov era otra persona. Franco, abierto, simpático, se adaptaba a las normas de la política internacional con la misma facilidad que cuando en su juventud se adaptaba a las del stalinismo. Las principales revisiones teóri­cas de la Perestroika se encontraban precisamente en el terreno de la polí­tica internacional, y de eso tomaron nota rápidamente los expertos europeos y norteamericanos.

A primera vista, la propuesta internacional de Gorbachov parecía ser una confirmación retórica de la política de «coexistencia pacífica» iniciada por Kruschev. Sin embargo había tres innovaciones altamente interesantes. La primera era que dejaba de considerar como fundamental la contradicción entre el mundo capitalista y el socialista que venía rigiendo hasta Breschnev, poniendo en su lugar a la que se daba entre la guerra y la paz. Esa contradicción -y esta era una sorpresa en el discurso marxista-sovié­tico- se encontraba más allá de las propias contradicciones de clase, o como formulaba en su Perestroika «por primera vez se ha constituido un interés común a toda la humanidad que no es especulativo sino que real: la salva­ción de la humanidad frente a la catástrofe» .

La se­gunda innovación era «la relación de causa y efecto entre guerra y revolu­ción no existe más». La imagen del socialismo emergiendo de las cenizas como el Ave Fénix no podía seguir siendo válida pues después de las cenizas atómicas no hay Ave Fénix posible o lo que es pare­cido: el socialismo no podía ser fundado sobre las bases del apocalipsis.

La tercera innovación era quizás la más radical: Gorbachov renunciaba explícitamente a expandir el imperio hacia el llamado Tercer Mundo, desapare­ciendo una de las principales fuentes de conflictos entre USA y la URSS que, complementados entre sí habían externalizado esos conflictos hacia los países pobres instalando en muchos de ellos dictaduras stalinistas o facistoides a fin de asegurar sus «zonas de influencia» (en el lenguaje de la Guerra Fría). En ese sentido, Gorbachov era brutalmente franco: «nosotros sabemos cómo de importantes para la economía americana y europea son el Cercano Oriente, Asia, Latinoamérica y otras regiones del Tercer Mundo, como también Sudáfrica, en lo que respecta a las fuentes de materias pri­mas. Romper esos vínculos es lo último que nosotros deseamos». Por supuesto, la nueva política de la URSS hacia el «Tercer Mundo» no sería recibida con alegría por Huseim, Gadafi y Castro.

Sabiendo Gorbachov que la política de las armas ya no tenía sentido, recurrió a las armas de la política. Y no se puede negar: en ese terreno era mejor guerrero que casi todos sus colegas occidentales. Gorbachov ha sido incluso uno de los pocos gobernantes que ha logrado convertir una derrota militar en un triunfo político, como fue su retirada de Afganistán.

Sin haber leído a Maquiavelo y a Gramsci, sabía que los principios de la he­gemonía política son más importantes que los de la dominación. Técnica y militarmente la URSS ya no tenía medios para ejercer una política de domi­nación. No le quedaba más que jugar la carta política. Y en ese juego Gor­bachov demostró poseer dotes que rayaban en la genialidad. Durante un largo tiempo fue la figura hegemónica de la política mundial, desarmando por completo la lógica de Reagan quien se preparaba para la «guerra de las ga­laxias». Fue, en buenas cuentas, un líder político occidental. Donde iba era aclamado, aún más que el Papa. Pero en su casa, no.

Este artículo es una reelaboración de un fragmento de mi libro «El Orden del Caos», «historia del fin del comunismo», Buenos Aires, 2006.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.