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Moisés Naím

Peor que los malos líderes son los malos seguidores

Moisés Naím

El mundo tiene un problema de líderes. Hay demasiados que son ladrones, ineptos o irresponsables. Algunos están locos. Muchos combinan todos estos defectos, pero también tenemos un problema de seguidores.

En todas partes las democracias están siendo sacudidas por los votos de ciudadanos indolentes, desinformados o de una ingenuidad solo superada por su irresponsabilidad. Son los británicos, que al día siguiente de haber votado a favor de romper con Europa, buscaron masivamente en Google qué significa eso del Brexit. O los estadounidenses que votaron por Donald Trump y ahora están descubriendo que su presidente les hará perder el seguro de salud. O quienes le creyeron cuando prometió que no gobernaría con las élites corruptas de siempre y ahora ven cómo lobistas que representan voraces intereses particulares y ocupan importantes cargos en la Casa Blanca. Son los ciudadanos que no pierden el tiempo votando, ya que “todos los políticos son iguales” o quienes están seguros de que su voto no cambiará nada. Seguramente usted conoce gente así.

Por supuesto que hay que esforzarse en buscar mejores líderes, pero también hay que mejorar la calidad de los seguidores. Ciudadanos mal informados o políticamente apáticos los ha habido siempre. Al igual que aquellos que no saben por quién están votando o contra quién. Pero ahora las cosas han cambiado y los votos de los indolentes, los desinformados y los confundidos nos amenazan a todos.

Internet hace más fácil que los peores demagogos, oscuros intereses y hasta dictaduras de otros países manipulen a los votantes más desinteresados o distraídos. La Red no es solo una maravillosa fuente de información, sino que también se ha convertido en un tóxico canal de distribución de mentiras transformadas en armas políticas. En Internet todos somos vulnerables, pero lo son más quienes por estar muy ocupados o por simple apatía no hacen mayor esfuerzo por comprobar si es verdad lo que dicen los seductores mensajes políticos que les llegan.

Y no son solo los apáticos. En el polo opuesto están los activistas, cuyas posiciones intransigentes hacen más rígida la política. Quienes están muy seguros de lo que creen encuentran en la red refugios digitales en los que solo interactúan con quienes comparten sus prejuicios y en los que solo circula la información que refuerza sus creencias. Más aún, las redes sociales como Twitter, Instagram y otras obligan a usar mensajes muy breves, los famosos 140 caracteres de Twitter, por ejemplo.

Esta brevedad favorece el extremismo, ya que cuanto más corto sea el mensaje, más radical debe ser para que circule mucho. En las redes sociales no hay espacio ni tiempo, ni paciencia para los grises, las ambivalencias, los matices o la posibilidad de que visiones encontradas tengan puntos en común. Todo es o muy blanco o muy negro. Naturalmente esto favorece a los sectarios y hace más difícil llegar a acuerdos.

¿Qué hacer? Para comenzar, cuatro cosas.

Primero: Una campaña de educación pública que nos haga a todos menos vulnerables a las manipulaciones que nos llegan vía Internet. Es imposible lograr un completa inmunidad contra los ataques cibernéticos que, usando mentiras y tergiversaciones, tratan de influir en nuestro voto o en nuestras ideas. Pero eso no significa que la indefensión sea total. Hay mucho que se puede hacer y divulgar las mejores prácticas de defensa contra la manipulación digital es un indispensable primer paso.

Segundo: Es inútil ofrecer mejores prácticas a quienes no están interesados en usarlas. Una sostenida campaña que explique las nefastas consecuencias electorales de la indolencia igualmente indispensable.

Tercero: Hay que hacerles la vida más difícil a los manipuladores. Quienes orquestan las campañas de desinformación deben ser identificados, denunciados y, en los casos de abusos más flagrantes, demandados y enjuiciados. Estos manipuladores florecen en la opacidad y se benefician del anonimato. Por tanto, hay que hacer más transparentes los orígenes, las fuentes y los intereses que están detrás de la información que consumimos. Es necesario disminuir la impunidad con la que operan quienes están socavando nuestras democracias.

Cuarto: Impedir que las empresas de tecnología informática y de redes sociales sigan actuando como facilitadores de los manipuladores. La interferencia extranjera en las elecciones de Estados Unidos o en otros países no hubiese sido posible sin Google, Facebook, Twitter y otras empresas similares. Hoy sabemos que al menos estas tres compañías se lucraron al vender mensajes de propaganda electoral pagados por clientes asociados a operadores rusos. Hay que obligar a estas empresas a que usen su enorme poder tecnológico y de mercadeo para proteger a sus consumidores. Y hay que hacerles más costoso el que sigan sirviendo de plataformas para el lanzamiento de agresiones antidemocráticas.

@moisesnaim

http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/peor-que-los-malos-lidere...

Maduro no importa

Moisés Naím

Nicolás Maduro no debe seguir siendo presidente de Venezuela.

Es difícil decidir cuál es su peor defecto. ¿Qué es más grave, la cruel indiferencia que muestra ante el sufrimiento de millones de venezolanos o sus brutales conductas dictatoriales? ¿Qué es más indignante, su inmensa ignorancia o verlo bailando en televisión mientras en las calles sus esbirros asesinan a jóvenes indefensos? La lista de fallas es larga y los venezolanos la conocen; 90% de ellos repudian a Maduro. Y no son solo los venezolanos. El resto del mundo también ha descubierto —¡por fin!— su carácter despótico, corrupto e inepto.

Y sin embargo… Maduro no importa. Sacarlo no basta. Él es simplemente el tonto útil, el títere de quienes realmente mandan en Venezuela: los cubanos, los narcotraficantes y los viudos del chavismo. Y, por supuesto, los militares. Tristemente, las fuerzas armadas han sido subyugadas y están al servicio de los verdaderos dueños del país. Así, vemos a diario cómo los uniformados están dispuestos a masacrar a su pueblo con tal de mantener en el poder a la oligarquía criminal que domina Venezuela.

El componente más importante de esta oligarquía es el régimen cubano. Hace tres años escribí: “La ayuda venezolana es indispensable para evitar que la economía cubana colapse. Tener un Gobierno en Caracas que mantenga dicha ayuda es un objetivo vital del Estado cubano. Y Cuba lleva décadas acumulando experiencia, conocimientos y contactos que le permiten operar internacionalmente con gran eficacia y, cuando es necesario, de manera casi invisible”. Es obvio: la prioridad para La Habana es seguir controlando y saqueando Venezuela. Y sabe cómo hacerlo. Los cubanos han perfeccionado las técnicas del Estado policial: la represión constante pero selectiva, la compra de conciencias a través de la extorsión y el soborno, el espionaje y la delación. Pero, sobre todo, el régimen cubano sabe cómo cuidarse de un golpe militar. Esa es la principal amenaza para toda dictadura y, por eso, controlar a las fuerzas armadas es un requisito indispensable para cualquier dictador que se respete. Los cubanos han exportado a Venezuela sus técnicas de control y sus efectos son evidentes: los militares que no simpatizan con el régimen de Chávez y Maduro han sido neutralizados, mientras que quienes lo apoyan se han enriquecido. No es casualidad que en Venezuela haya hoy más generales que en la OTAN o en EE UU. O que muchos altos oficiales estén exiliados, encarcelados o muertos. Por eso la esperanza de que militares patriotas, democráticos y honrados defiendan a la nación y no a quienes la expolian ha sido hasta ahora tan solo eso, una esperanza.

Pero, además, Cuba se topó en Venezuela con un regalo inédito en los anales de la geopolítica: el presidente de una potencia petrolera, Hugo Chávez, invita a una dictadura en bancarrota a que controle funciones vitales en asuntos de inteligencia, elecciones, economía, política y, por supuesto, vigilancia militar y ciudadana. Hay pocas decisiones importantes del Gobierno de Venezuela que no sean aprobadas, moldeadas u ordenadas furtivamente por el régimen cubano.

O influidas por los narcotraficantes. Ellos constituyen el otro gran poder que hace que Maduro no importe mucho. Venezuela es hoy una de las principales rutas de la droga a EE UU y Europa. Esto significa que hay miles de millones de dólares en juego y que en el país opera una vasta red de personas y organizaciones que controlan ese comercio ilícito y la enorme cantidad de dinero que genera. Según las autoridades estadounidenses, una de esas personas es el vicepresidente Tareck El Aissami, así como un buen número de militares y de familiares y socios de la oligarquía chavista.

Esa oligarquía, formada por los herederos políticos de Chávez, es el tercer gran componente del poder real en Venezuela. Naturalmente, Nicolás Maduro; su esposa, Cilia Flores, y muchos de sus parientes y socios forman parte de esa oligarquía. En esa élite hay diferentes “familias”, “carteles” y grupos que rivalizan por el poder político, por influir en las decisiones del Gobierno y en nombramientos de importancia, así como por el control de mercados ilícitos, del tráfico de personas al contrabando de armas o al lavado de dinero. El contrabando y la comercialización de comida, medicinas y productos de todo tipo así como la especulación con las divisas, con los bonos de la deuda y el negocio de finanzas y seguros son algunas de las muchas otras actividades corruptas con las que se lucra la oligarquía chavista. Y también los cubanos, los militares y sus cómplices civiles. Los tres grupos se entremezclan en negocios, corrupción y ejercicio del poder.

Sacar a Maduro es necesario. Pero no es suficiente. Es indispensable neutralizar a los tres nefastos carteles criminales que realmente mandan en Venezuela. No será fácil. Pero es posible.

@moisesnaim

¿A qué clase media pertenece usted?

Moisés Naím

Hace seis años escribí esto: “La principal fuente de los conflictos venideros no van a ser los choques entre civilizaciones, sino las expectativas frustradas de las clases medias que declinan en los países ricos y crecen en los países pobres”.

Mi argumento en ese entonces —y que ahora se ha confirmado— es que las clases medias en Estados Unidos, Europa y otros países de mayores ingresos verían empeorar su estándar de vida, mientras que en China, Turquía, Colombia y otros países emergentes la situación económica de los más pobres mejoraba. En ese mismo artículo señalé que tanto el aumento como la disminución de los ingresos generan expectativas que alimentan la inestabilidad social y política. La sorpresa, por supuesto, es que el aumento de los ingresos de la gente en los países pobres sea una fuente de inestabilidad. Más abajo vuelvo sobre esta paradoja. En ese artículo de 2011 también alerté de que “inevitablemente, algunos políticos en los países avanzados aprovecharán este descontento para culpar del deterioro económico al auge de otras naciones”. Y finalicé pronosticando que las consecuencias internacionales de este choque de clases, que entonces no eran obvias, acabarían siéndolo.

Bueno… lamentablemente, ya lo son.

En estos tiempos de Brexit, Donald Trump, Marine Le Pen, Geert Wilders, Podemos y otras sorpresas políticas proliferan los análisis que intentan descifrar las fuerzas que nutren “La Gran Furia”, ese profundo descontento que lleva a los votantes a escoger a quien sea con tal de que no se parezca “a los de antes”. La globalización, la inmigración, la automatización, la desigualdad, el nacionalismo y el racismo son solo algunas de las causas que más comúnmente se mencionan para explicar “La Gran Furia”. Pero me ha llamado la atención que los análisis no incluyen en su explicación lo que está sucediendo en Asia, América Latina o África. Una vez más, la narrativa dominante trata como si fuera mundial un fenómeno regional que ocurre principalmente en Norteamérica y en el Viejo Continente.

Los análisis ignoran que la clase media, esa que en Europa y EE UU está luchando para no perder su preeminencia económica, social y política está en pleno apogeo en el resto del mundo. Para una familia en India que, por primera vez, tiene ingresos que le permiten tener medicinas, casa, coche, televisión, teléfonos inteligentes y algo de ahorros, la defensa de la supremacía blanca que en EE UU motivó a muchos a votar por Donald Trump resulta ininteligible.

El apogeo de la clase media en países pobres es la principal revelación de un importante estudio que acaba de ser publicado por Homi Kharas, uno de los más respetados estudiosos de la cuestión. Sus cálculos indican que hoy 3.200 millones de personas forman parte de la clase media en el mundo, es decir el 42% de la población total. Para estos cálculos, los investigadores e instituciones como el Banco Mundial definen como clase media a las personas con ingresos diarios de entre 11 y 110 dólares al día. Este segmento ha venido creciendo rápidamente, pero a diferentes ritmos. Mientras que en Estados Unidos, Europa y Japón crece anualmente al 0,5%, en China e India suma un 6% cada año.

Globalmente, la clase media aumenta 160 millones de personas al año y de seguir a este ritmo, en pocos años, la mayoría de la humanidad vivirá, por primera vez en la historia, en hogares de esta categoría. Si bien las clases medias son hoy más numerosas que nunca en países como Nigeria, Senegal, Perú o Chile, su expansión es un fenómeno primordialmente asiático. Según Kharas, la abrumadora mayoría (¡el 88%!) de los 1.000 millones de personas que formarán parte de este estrato en los próximos años vivirá en Asia.

El impacto económico de todo esto es enorme. El consumo de la clase media en países de menores ingresos crece al 4% anual y ya equivale a un tercio del total de la economía global.

Naturalmente, los cambios que está experimentando la clase media tiene importantes consecuencias políticas. En Europa y EE UU estas consecuencias ya las vemos en los resultados de las elecciones, los referendos y en la proliferación de improbables candidatos que promueven agendas inéditas. En los países de menores ingresos, en los cuales la clase media crece a gran velocidad, también crecen rápidamente las expectativas y exigencias. Estos nuevos protagonistas sociales más tecnológicamente conectados, con más poder adquisitivo, más educación, más información y más conciencia de sus derechos son una fuente de inmensas presiones sobre gobiernos que no tienen la capacidad de satisfacer esas expectativas.

La clase media de los países ricos se siente amenazada y va a exigir a sus gobiernos acciones y resultados que mantengan sus estándares de vida históricos. Al mismo tiempo, la clase media de los países emergentes está más esperanzada que nunca y luchará para que su progreso continúe.

Como ya lo estamos viendo, estas agendas políticas divergentes son el origen de importantes fricciones internacionales. Y lo seguirán siendo.

@moisesnaim

https://www.lapatilla.com/site/2017/03/12/moises-naim-a-que-clase-media-...