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Moisés Naím

¿Será Venezuela la Libia del Caribe?

Moisés Naím

En 2011, Libia se rompió en mil pedazos. Con la autorización de la ONU, una amplia coalición de países atacó el país, una turba asesinó a Muamar el Gadafi, su sanguinario régimen colapsó y el país se fragmentó. Eventualmente, se consolidaron dos Gobiernos, uno con sede en Trípoli y otro en Tobruk. Cada uno tiene un líder, fuerzas armadas, una burocracia e, incluso, su propio banco central y su papel moneda. Además, ambos Gobiernos cuentan con el apoyo de otros países. El de Trípoli tiene el reconocimiento de la ONU, mientras que al de Tobruk lo apoyan, entre otros, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí y Rusia.

El control de los ricos campos petroleros de Libia ha sido motivo de fuertes enfrentamientos armados pero, hasta ahora, ninguno de los dos Gobiernos ha podido derrotar al otro. Adicionalmente, en territorio libio operan con gran autonomía centenares de milicias, tribus, grupos terroristas —incluyendo a Al Qaeda y el Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés)— así como organizaciones criminales que trafican drogas, personas y armas. La amplia disponibilidad de todo tipo de armas entre la población hace la situación aún más peligrosa.

El prolongado colapso del país se ha convertido en un problema europeo. Trípoli queda a solo 300 kilómetros de Lampedusa, la isla italiana en la cual han desembarcado miles de inmigrantes africanos que llegan a Libia y, desde allí, entran a Europa. El caos y la corrupción reinantes en el país africano hacen muy difícil controlar estos flujos de personas, que generan inmensas ganancias a los traficantes.

Nada de esto estaba en los cálculos de las potencias extranjeras que intervinieron militarmente en Libia. La prioridad era acabar con el régimen de Gadafi y evitar que el lunático líder cometiera un genocidio. El plan era que, una vez derrocado Gadafi, un Gobierno de transición convocaría elecciones que iniciarían el tránsito de Libia hacia la democracia. La explotación de sus enormes reservas petroleras financiaría el relanzamiento económico del país. Ocho años después del ataque militar, este promisor “día después” ni ha llegado, ni se vislumbra.

Venezuela corre el peligro de volverse la Libia del Caribe. Por supuesto que son países muy distintos y sus circunstancias difieren significativamente. Pero, las semejanzas son sorprendentes.

Al igual que en Libia, en Venezuela también hay dos centros de poder enfrentados que, hasta ahora, no han podido desalojar al otro. Juan Guaidó es el presidente encargado y su legitimidad constitucional es reconocida por más de 60 países, incluyendo las principales democracias del mundo. Nicolás Maduro llegó a la presidencia a través de elecciones certificadamente fraudulentas y usurpa el poder gracias al respaldo de las Fuerzas Armadas y de grupos paramilitares. Cuenta con el apoyo de Cuba, Rusia, China, Irán, Turquía y Siria, entre otros países.

Tanto Libia como Venezuela son Estados fallidos con Gobiernos incapaces de desempeñar funciones básicas. Ninguno de los dos Gobiernos controla todo el territorio nacional y ese vacío ha sido llenado por una multiplicidad de peligrosos actores. En Libia operan Al Qaeda y el Estado Islámico mientras que en Venezuela actúan el ELN y las FARC, los grupos narcotraficantes colombianos. Caciques regionales, milicias y bandas criminales también controlan regiones y ciudades o partes de ellas.

En Libia hay grandes emporios criminales que trafican con gente. En Venezuela hay influyentes emporios que trafican con drogas y minerales. Libia es un gran bazar de armas. Venezuela también. En ambos países reina la anarquía y la criminalidad. Y ambos se han convertido en el foco de una grave crisis regional. Los inmigrantes africanos que llegan de Libia han desestabilizado la política de Europa, mientras que la llegada de millones de refugiados venezolanos está desestabilizando la política en Colombia y otros países.

Libia y Venezuela también se parecen en que ambos son países petroleros que no logran producir y exportar los enormes volúmenes de crudo que les permitirían sus vastas reservas. Ambas naciones están sometidas a sanciones internacionales y están en la mira del Kremlin. Vladímir Putin logró que Rusia alcanzase a tener una gran influencia en el conflicto sirio. Ahora está tratando de lograr lo mismo en Libia y en Venezuela.

En ambos países ha habido diálogos y negociaciones con mediación internacional que han fracasado.

Otro rasgo común de las crisis de Libia y Venezuela es que la fatiga está creando desaliento y desazón. Las crisis que se enquistan, alargándose sin perspectivas de una solución, dejan de tener prioridad para una comunidad internacional agobiada por otros conflictos y emergencias humanitarias. Los kurdos, los rohinyá, y los refugiados de Yemen, Siria, Turquía y Centroamérica compiten por la atención y los recursos de la comunidad internacional.

Lamentablemente, gobiernos, organismos internacionales y medios de comunicación ya muestran señales de fatiga con respecto al estancamiento de la situación en Venezuela. Si en los próximos meses no hay cambios en el statu quo, la inercia y el “más-de-lo-mismo” se impondrán. Esto hay que evitarlo como sea.

Twitter @moisesnaim

10 de noviembre 2019

El País

https://elpais.com/elpais/2019/11/09/opinion/1573321100_730765.html

Esto no es normal

Moisés Naím

¿Qué tienen en común España, Italia, Israel y el Reino Unido? La incapacidad de formar gobiernos estables y capaces de gobernar. Y no son solo estos cuatro países, los cuales, después de todo, cuentan con regímenes en los que aún se respetan la división de poderes y los límites al poder del Ejecutivo. Como sabemos, sobran los países donde la disfuncionalidad política es mucho más grave.

En todo el mundo, gobernar se está haciendo más difícil y, en muchos casos, imposible. Estamos viendo cómo las elecciones ya no actúan como ancla que estabiliza la política y hace posible que el gobierno gobierne. Más bien, elecciones y referendos ahora revelan la profunda polarización del electorado, trancan el juego político y hacen imposible la toma de decisiones. Así, los resultados electorales formalizan y cuantifican la profunda fisura de la sociedad y, en algunos casos, contribuyen a dificultar la convivencia civilizada entre las facciones. ¿Qué respuesta se le está dando a este problema? Convocar nuevas elecciones.

Esto no es normal.

Pero gobernar no solo se le está haciendo más difícil a las democracias. Tampoco parece normal que Xi Jinping y Vladimir Putin, dos de los hombres más poderosos del mundo, tengan que estarse preocupando por protestas callejeras espontáneas en las que participan principalmente jóvenes desarmados. Xi Jinping y Putin ejercen un férreo control sobre sus respectivos países y quienes protestan en las calles de Hong Kong y Moscú no son una amenaza para la sobrevivencia de estos regímenes. Pero lo que sorprende es que Xi Jinping y Putin no hayan acabado antes con las protestas. Sería lo normal. Quizás la relativa tolerancia que vienen mostrando estos dos autócratas hacia estas marchas es un síntoma de cuán seguros se sienten y de la irrelevancia de las protestas. O quizás es porque no saben cómo combatirlas.

Estas protestas no tienen líderes obvios, ni jerarquías claras, y la organización, coordinación y movilización de quienes participan en ellas dependen de las redes sociales. En Hong Kong, los líderes del gobierno pro-Beijing se quejan de que, aunque quieran buscar arreglos con quienes protestan, no saben con quién negociar. Obviamente Xi Jinping y Putin podrían acabar con las protestas usando los métodos normales de las dictaduras: a sangre y fuego. Pero el uso de la fuerza siempre implica riesgos y en vez de acabar con las protestas puede avivarlas, convirtiéndolas en amenazas políticas más graves.

Eso pasó en Siria, por ejemplo, donde las marchas en la ciudad de Daraa en reacción al encarcelamiento y tortura de 15 estudiantes que estaban pintando grafitis en contra del gobierno, escalaron hasta convertirse en una guerra civil que lleva ocho años y se ha cobrado más de medio millón de vidas.

Pero si lo que está pasando en la política mundial no es normal, lo que está pasando con el medio ambiente lo es aún menos. Los datos son conocidos, las imágenes de todas partes del planeta mostrándonos las catástrofes producidas por incendios, lluvias torrenciales, sequías prolongadas y vientos huracanados son cotidianos. La evidencia científica es abrumadora y la inacción para atender esta amenaza lo es aún más. La parálisis para enfrentar con eficacia el cambio climático sin duda constituye el mayor peligro que enfrenta nuestra civilización.

La ineptitud de los gobiernos para responder a la emergencia climática es exacerbada por la influencia de intereses económicos. ExxonMobil y los hermanos Charles y David Koch son solo dos ejemplos de empresas y acaudalados individuos que durante décadas financiaron copiosamente “centros de investigación” y “científicos” dedicados a sembrar dudas sobre la gravedad del problema climático e impedir que los gobiernos adopten las políticas necesarias.

Que las grandes empresas influyan sobre el gobierno para evitar la toma de decisiones que afecten a sus ganancias no es nada nuevo. De hecho, es lo normal.

Lo que no es normal es que líderes de algunas de las empresas más grandes del mundo repudien públicamente la idea de que su objetivo primordial deba ser maximizar ganancias. Pero fue lo que ocurrió hace unas semanas cuando los jefes de 181 de las más grandes empresas estadounidenses firmaron un comunicado que mantiene exactamente eso. Estos altos ejecutivos afirman que las empresas privadas deben reconciliar los intereses de sus accionistas con los de sus clientes, empleados, proveedores y con los de las comunidades en las que operan.

Obviamente, estos titanes del capitalismo están llegando tarde a la conversación. Para muchos ya es obvio que resulta insostenible para cualquier empresa el ignorar los intereses y necesidades de los grupos de los cuales depende, además de sus accionistas. El debate es cómo hacerlo y, sobre todo, cómo garantizar que las empresas hagan lo que prometen. Hay algunos importantes líderes empresariales que tienen ideas al respecto. Brad Smith el presidente de Microsoft, por ejemplo, ha publicado un artículo en la revista “The Atlantic” titulado “Las empresas tecnológicas necesitan más regulación”.

Esto no es normal. Sin duda, sorprende que el presidente de la decimosexta empresa más grande del mundo exhorte a los gobiernos a que regulen su industria. Pero esta, como las demás anomalías que hemos discutido aquí, sacadas de los noticieros de estos días, es tan solo un ejemplo más de cuán difícil de descifrar es el mundo en el que nos ha tocado vivir.

El Comercio

https://elcomercio.pe/opinion/columnistas/cambio-climatico-putin-esto-no...

Por qué la polarización política es el nuevo fenómeno global

Moisés Naím

La polarización de la sociedad, y por ende de la política, es el factor común y el signo de estos tiempos. Esto no quiere decir que la polarización antes no existía. Pero ahora las situaciones excepcionales de parálisis y caos gubernamental que provoca se han vuelto la norma. El cierre de partes importantes del Gobierno de Estados Unidos es tan sólo el más reciente y revelador ejemplo de esta tendencia.

El Gobierno de la superpotencia está parado. El de una ex superpotencia, Reino Unido, quedó paralizado tras sufrir una andanada de autogoles. Angela Merkel, quien hasta hace poco fue la más influyente líder europea, se retira. Su colega francés enfrenta una sorpresiva convulsión social protagonizada por los ahora famosos chalecos amarillos. Italia, el país con la séptima economía más grande del mundo, es gobernada por una coalición cuyos líderes tienen ideologías diametralmente opuestas y cuyas declaraciones nos dejan perplejos y sin saber si reír o llorar. Los italianos han decidido probar cómo se vive cuando se empuja el desgobierno a sus límites más extremos. El jefe del Gobierno español no ocupa el cargo porque su partido goza de una mayoría parlamentaria, sino que llegó a él gracias a un tortuoso procedimiento legislativo. El primer ministro de Israel, la única democracia del Medio Oriente, ha sido acusado por las autoridades policiales de corrupción, fraude y otros cargos. En los próximos meses, Benjamín Netanyahu puede o ser reelecto al cargo de primer ministro, o ir a la cárcel.

Antes, los gobiernos democráticos lograban llegar a acuerdos con sus oponentes o podían organizar coaliciones que les permitían tomar decisiones, gobernar. Ahora los rivales políticos con frecuencia mutan en enemigos irreconciliables que hacen imposibles los acuerdos

En todos estos países la sociedad parece sufrir de una enfermedad política autoinmune -una parte de su ser está en guerra contra el resto del cuerpo social-. La polarización de la sociedad, y por ende de la política, es el factor común y el signo de estos tiempos. Esto no quiere decir que la polarización antes no existía. Pero ahora las situaciones excepcionales de parálisis y caos gubernamental que provoca se han vuelto la norma. El cierre de partes importantes del Gobierno de Estados Unidos es tan sólo el más reciente y revelador ejemplo de esta tendencia.

Antes, los gobiernos democráticos lograban llegar a acuerdos con sus oponentes o podían organizar coaliciones que les permitían tomar decisiones, gobernar. Ahora los rivales políticos con frecuencia mutan en enemigos irreconciliables que hacen imposibles los acuerdos, compromisos o coaliciones con sus adversarios. La polarización es una pandemia que se ha globalizado: sus manifestaciones son evidentes en la mayoría de las democracias del mundo.

¿A qué se debe esta tendencia a la fragmentación de las sociedades en pedazos que no se toleran? El aumento de la desigualdad económica, la precariedad económica y la sensación de injusticia social son, sin duda, algunas de las causas de la polarización política. La popularización de las redes sociales y la crisis del periodismo y los medios de comunicación tradicionales también contribuyen a alentarla. Las redes sociales como Twitter o Instagram sólo permiten mensajes cortos. Tal brevedad privilegia el extremismo, ya que cuanto más corto sea el mensaje, más radical debe ser para que circule mucho. En las redes sociales no hay espacio, ni tiempo ni paciencia para los grises, la ambivalencia, los matices o la posibilidad de que visiones encontradas hallen puntos en común. Todo es o muy blanco o muy negro. Y, naturalmente, esto favorece a los sectarios y hace más difícil llegar a acuerdos.

La anti política

Pero hay más. La polarización no sólo resulta de los resentimientos causados por la desigualdad o la pugnacidad estimulada por las redes sociales. La anti política, el total repudio a la política y los políticos tradicionales, es otra importante fuente de polarización. Los partidos políticos ahora deben enfrentar una plétora de nuevos competidores (“movimientos”, “colectivos”, “mareas”, “facciones”, ONG) cuya agenda se basa en el repudio al pasado y sus tácticas en la intransigencia. Irónicamente, para retener seguidores y ser electoralmente competitivos, los partidos políticos tradicionales también deben adoptar posiciones moldeadas por la anti política. Además, muchos de estos nuevos contendores agrupan seguidores atraídos por la idea de pertenecer a organizaciones políticas en las que militan personas con quien comparten una determinada identidad. Esta identidad puede ser de naturaleza religiosa, étnica, regional, lingüística, sexual, generacional, rural, urbana, etcétera. La suposición es que la identidad que une a los adherentes a un grupo político genera intereses y preferencias similares. Como la identidad suele ser más permanente y menos fluida que las posiciones políticas “normales”, a este tipo de agrupaciones políticas se le dificulta más el hacer concesiones en asuntos que conciernen a la identidad de sus miembros. Esto naturalmente las hace más inflexibles y, como sabemos, la rigidez y la polarización suelen ir juntas.

La polarización política no va a atenuarse muy pronto. Muchas de sus causas son potentes e indetenibles. Y ahora se ha globalizado.

La esperanza es que de la misma manera que la polarización genera parálisis en los gobiernos o un ambiente político tóxico, también puede producir cambios y rupturas en países con sistemas políticos corruptos, mediocres e inoperantes. Al igual que el colesterol, que lo hay bueno y malo, hay casos en los cuales la polarización política puede tener efectos positivos.

Sábado 26 de enero de 2019

ALnavío

https://alnavio.com/noticia/16991/firmas/por-que-la-polarizacion-politic...

2018: el año de los charlatanes

Moisés Naím

En 2018 se cumplieron 60 años de la emisión por la cadena estadounidense de televisión CBS de un episodio de la serie de wésterns llamada Trackdown o Rastreando. ‘El fin del mundo’ es el título del episodio de esa serie que cuenta la historia de un charlatán que llega a un típico pueblo del lejano Oeste y convoca a la población a que acuda a oír la urgente noticia que les trae.

Está por ocurrir una “explosión cósmica” que va a acabar con el mundo, les dice. Pero él los puede salvar. El, y solamente él. Para sobrevivir deben construir un muro alrededor de sus casas y comprarle unas sombrillas especiales que desvían las bolas de fuego que lloverán del cielo. ¿El nombre del charlatán que protagoniza este episodio? Trump. Walter Trump.

En el programa de televisión —que se puede ver en YouTube— Hoby Gilman, un Texas Ranger que representa el sentido común, trata de persuadir a sus vecinos de que no le hagan caso a Trump. “Es un estafador… nos está mintiendo”, les dice. Al igual que su homónimo de la vida real que capta la atención del mundo medio siglo después, el Trump de la serie suele usar a sus abogados para neutralizar a críticos y rivales: Walter Trump amenaza a Gilman con demandarlo.

Los charlatanes siempre han existido. Son bribones que con gran habilidad verbal logran venderle a incautos algún tipo de producto, remedio, elixir, negocio o ideología que, sin mayor esfuerzo, les quitará sus penas, aliviará sus dolores o los hará prósperos.

Últimamente, el mercado de la charlatanería, especialmente en la política, ha tenido un gran apogeo. Ha aumentado tanto la demanda como la oferta de soluciones simples a problemas complejos. La demanda la impulsan las crisis y a la oferta la potencian las redes sociales.

Las crisis de todo tipo que aquejan al mundo de hoy son el resultado de potentes fuerzas: tecnología, globalización, precariedad económica y desigualdad, criminalidad, corrupción, malos gobiernos, racismo y xenofobia, entre otras. El resultado es la proliferación de sociedades con grandes grupos de personas que se sienten, con toda razón, agraviadas, frustradas y amenazadas por el futuro. También constituyen un apetitoso mercado para charlatanes que ofrecen soluciones simples, instantáneas e indoloras.

En la serie de televisión de 1958, un anónimo narrador nos relata lo que pasó: “El pueblo estaba listo para creer. Y como corderos corrieron al matadero. Y allí, esperándoles, estaba el sumo sacerdote del fraude”. Medio siglo después, estas frases suenan muy actuales. Hay cada vez más sociedades dispuestas a votar por quien les haga la promesa más simple y que, además, ofrezca romper con todo lo anterior y sacar del poder “a los de siempre”.

Los embaucadores de hoy son, en esencia, similares a los que siempre han existido, solo que ahora disponen de tecnologías digitales que les dan inimaginables oportunidades. Son charlatanes digitales.

La intervención clandestina de un país en las elecciones de otra nación es un buen ejemplo de prácticas antiguas que se han repotenciado. Ahora los charlatanes digitales operan a través de los famosos bots. Estos son programas que diseminan a través de las redes sociales millones de mensajes automáticos dirigidos a usuarios que han sido seleccionados porque tienen ciertas características: una determinada edad, sexo, raza, localización, educación, religión, clase social, preferencias políticas, hábitos de consumo, etcétera. Como todos los buenos charlatanes, los administradores de los bots saben identificar a las personas propensas a creerles. Antes, los charlatanes usaban su intuición para identificar a sus víctimas, ahora usan algoritmos. Una vez identificadas sus víctimas, los creadores de los bots les envían mensajes que confirman y refuerzan sus creencias, temores, simpatías y repudios. Los charlatanes digitales saben cómo estimular ciertas conductas en quienes reciben sus mensajes (votar por un candidato y difamar a su rival, apoyar a cierto grupo y atacar a otro, diseminar información falsa, unirse a un grupo, protestar, hacer donaciones, etcétera.)

Estas nuevas tecnologías digitales tienen la propiedad de ser, al mismo tiempo, masivas e individuales. Quienes las usan pueden, simultáneamente, contactar a millones de personas y hacerle sentir a cada una de ellas que está interactuando de una manera directa, personal y casi íntima con alguien con quien comparten formas de pensar. Esto fue exactamente lo que pasó en las elecciones estadounidenses que llevaron a Donald Trump a la Casa Blanca. El consenso de las agencias de inteligencia de EE UU y de otros países es que esta fue una operación brillantemente diseñada y ejecutada —a muy bajo costo— por el Gobierno ruso bajo la supervisión directa de Vladímir Putin.

Pero sería un error suponer que los charlatanes digitales solo influyeron en las elecciones estadounidenses. Se estima que 27 países han sido víctimas de la interferencia política orquestada por el Kremlin. Tanto en la crisis de Cataluña como en el Brexit se detectaron intensas actividades de los bots y otros actores digitales controlados o influidos por el Gobierno ruso. Sembrar el caos y la confusión y agudizar los conflictos sociales, debilitando así las democracias occidentales, es el propósito de estos esfuerzos.

De hecho, una de las evidencias más reveladoras del impacto de los charlatanes de estos tiempos fueron las búsquedas de información que ocurrieron después del voto sobre el Brexit, en el cual, por un margen del 4% del voto popular, Reino Unido decidió divorciarse de Europa. Según Google, ¿qué es el Brexit? fue una de las preguntas más frecuentes de los buscadores de aquel país después de que se conocieran los resultados del referendo. También se supo que muchas de las afirmaciones y datos usados por quienes promovieron el Brexit eran falsas. Pero, al igual que los habitantes en la serie de televisión, en este caso también “el pueblo estaba listo para creer”.

Lo mismo ocurre con las mentiras de Trump. Según The Washington Post, Trump hizo 5.000 afirmaciones falsas en sus primeros 601 días como presidente, una media de 8,3 diarias. Recientemente, rompió su récord y en un solo día dijo 74 mentiras. No importa, el presidente sabe que “el pueblo está listo para creerle”.

Todo esto apunta a una lamentable realidad: los seguidores de los charlatanes son tanto o más culpables que los charlatanes de que una sociedad apoye malas ideas, elija malos gobernantes o crea en sus mentiras. Con frecuencia los seguidores están irresponsablemente desinformados, son indolentes y están dispuestos a creer en cualquier propuesta que los seduzca, por más descabellada que sea.

Esto tiene que cambiar. En los últimos tiempos le hemos hecho la vida demasiado fácil a los charlatanes y hemos sido muy benevolentes con sus seguidores. Hay que reconstruir la capacidad de la sociedad para diferenciar entre la verdad y la mentira, entre los hechos confirmados por evidencias incontrovertibles y las propuestas que nos hacen sentir bien, pero que ofrecen soluciones que no lo son o que agravan el problema.

Necesitamos más educación ciudadana acerca de los usos y abusos de la tecnología digital y aceptar que la democracia requiere más esfuerzos que el de ir a votar cada cierto tiempo. Hay que informarse mejor, tener la mente abierta a ideas que no nos son cómodas y desarrollar el sentido crítico que nos alerta cuando nos manipulan. También hay que

regular las redes sociales. Sobre todo, hay que recuperar la capacidad de diferenciar entre líderes decentes y los charlatanes que nos mienten impunemente.

Fe de errores

En una primera versión de este artículo se indicaba que El fin del mundo es el título de un episodio de la serie Backtrack, cuando es de Trackdown.

El País

Diciembre 30, 2018

https://elpais.com/elpais/2018/12/28/opinion/1546018097_816013.html

AMLO y Bolso explican el mundo

Moisés Naím

Uno ya llegó al poder y el otro parece que está por llegar. Andrés Manuel López Obrador (AMLO) será el próximo presidente de México y Jair Bolsonaro (Bolso) lo puede ser de Brasil. El éxito político de estos dos líderes nos dice mucho del mundo de hoy.

Las diferencias entre el mexicano y el brasileño son profundas y sus parecidos reveladores. Sus orígenes, carreras políticas, ideologías, estilos y propuestas son radicalmente opuestas. López Obrador es de izquierda y Bolsonaro de derecha. AMLO ha antagonizado a los empresarios, mientras que Bolso promete una política económica liberal. También ha declarado una feroz guerra sin cuartel contra los criminales, mientras que López Obrador habla de una amnistía. A Bolsonaro le gustan los militares y a López Obrador los sindicalistas. Los medios de comunicación suelen caracterizar a Bolsonaro como homofóbico, misógino, sexista y racista. Naturalmente, está en contra del aborto, y del matrimonio entre personas del mismo sexo. AMLO, en cambio, elude fijar posición sobre estos temas y dice que “consultará al pueblo”. Jair Bolsonaro admira a Donald Trump y detesta a Hugo Chávez, mientras que Andrés Manuel López Obrador es cauteloso en su relación con Trump, quien habitualmente ofende a los mexicanos.

Sobre Venezuela, el presidente electo de México se ha cuidado mucho de expresar simpatías hacia Hugo Chávez o su revolución bolivariana, cosa que no han hecho algunos de sus colaboradores, conocidos por su solidaridad con el régimen venezolano. En una de sus primeras declaraciones, Marcelo Ebrard, el secretario de relaciones exteriores de López Obrador, anunció que su Gobierno tratará la crisis venezolana como un asunto interno de ese país y no intervendrá en su política doméstica. En cambio, el general Hamilton Mourão, quien será el vicepresidente de Brasil si gana Bolsonaro, ha dicho que ellos no reconocerán al Gobierno de Nicolás Maduro y que apoyan un cambio de régimen en Venezuela.

Las semejanzas de AMLO y Bolso son tan interesantes como sus diferencias. Ambos llegan al poder gracias a tendencias globales que están rompiendo con la política y los políticos tradicionales en todas partes. Los dos se presentan ante los votantes como outsiders, como políticos excluidos y hasta ahora victimizados por quienes AMLO llama “las mafias del poder”. Sus campañas se basan en el despiadado ataque a un sistema con el cual, según ellos, nada han tenido que ver. Esto último, por supuesto, no es cierto. Ambos son políticos profesionales de larga trayectoria. AMLO militó desde joven en el hegemónico Partido Revolucionario Institucional (PRI), donde ocupó importantes cargos. Durante cinco años gobernó la populosa capital de México y fue candidato presidencial en las últimas tres elecciones. Bolsonaro, por su parte, ha sido diputado por casi tres décadas y tres de sus hijos ya son políticos exitosos.

Pero que ambos se presenten como candidatos “antisistema” no tiene nada de particular. Es lo que hay que hacer para ganar elecciones en estos tiempos. Es una tendencia mundial. Reina la antipolítica, el rechazo popular hacia todos los líderes y partidos que hayan estado cerca del poder. No es de sorprender, por lo tanto, que los políticos se estén disfrazando de nuevos y de personas sin culpa alguna de los males que tienen hartos a votantes cuyo mantra, ya universal, es: “Que se vayan todos”.

Desde esta perspectiva, AMLO y Bolso son candidatos normales.

Lamentablemente, en estos tiempos también se ha hecho normal que ganen elecciones candidatos que muestran una profunda antipatía por las normas e instituciones que limitan el poder del presidente. Socavar la independencia del congreso, sembrar el poder judicial con jueces amigos, atacar a medios de comunicación críticos con el Gobierno, crear canales alternativos de comunicación que son afines al presidente, así como el abundante y frecuente uso de mentiras que enardecen y fomentan la polarización son, tristemente, parte del menú político que vemos de Hungría a Tailandia y de Estados Unidos a Turquía.

Tanto Bolso como AMLO han tenido actuaciones y han dicho cosas que revelan que, en esto también, son políticos normales de estos tiempos.

Esta guerra mundial que busca debilitar los pesos y contrapesos que limitan el poder presidencial se beneficia mucho de la profunda desilusión que muestran los votantes por la democracia. Más de la mitad de los brasileños afirma que aceptaría un Gobierno no democrático si “soluciona los problemas”. Las mismas actitudes se encuentran en México.

La búsqueda del proverbial hombre fuerte que sea nuevo y luche contra la corrupción, los criminales y que le dé esperanza a sociedades traumatizadas por terribles niveles de violencia, domina las preferencias de los votantes en Brasil y México. Ofrecerse como el mesías salvador del país gana más votos que hablar de instituciones que limitan el poder presidencial y protegen al ciudadano, independientemente de quien sea el presidente. Esto lo han entendido bien Bolso y AMLO.

Twitter @moisesnaim

13 octubre 2018

El País

https://elpais.com/elpais/2018/10/13/opinion/1539452431_856891.html

¿Cuál es la mayor estafa del mundo? La educación

Moisés Naím

Cada día, 1.500 millones de niños y jóvenes en todo el mundo acuden a edificios que se llaman escuelas o colegios. Y allí pasan largas horas en salones donde algunos adultos tratan de enseñarles a leer, a escribir, matemáticas, ciencias y más. Esto cuesta el 5% de todo lo que produce la economía mundial en un año.

Una gran parte de este dinero se pierde. Y un costo aún mayor es el tiempo que desperdician esos 1.500 millones de estudiantes que aprenden poco o nada que les vaya a ser útil para moverse eficazmente en el mundo de hoy. Los esfuerzos que hace la humanidad para educar a sus niños y jóvenes son titánicos y sus resultados son patéticos.

En Kenia, Tanzania y Uganda, el 75% de los alumnos de tercer grado no sabe leer una frase tan sencilla como: “El perro se llama Fido”. En la India rural, el 50% de los alumnos de quinto grado no puede restar números de dos dígitos, como 46-17, por ejemplo. Brasil ha logrado mejorar las habilidades de los estudiantes de 15 años, pero al actual ritmo de avance les llevará 75 años alcanzar la puntuación promedio en matemáticas de los alumnos de los países ricos; en lectura, les llevará más de 260 años.

Estos y muchos otros datos igual de desalentadores están en el Informe sobre el Desarrollo Mundial del Banco Mundial. El mensaje central del informe es que escolarización no es lo mismo que aprendizaje. En otras palabras, ir al colegio o a la escuela secundaria, y hasta obtener un diploma, no quiere decir que ese estudiante haya aprendido mucho.

La buena noticia es que los progresos en escolarización han sido enormes. Entre 1950 y 2010, el número de años de escolaridad completados por un adulto promedio en los países de menores ingresos se triplicó. En 2008, esos países estaban incorporando a sus niños a la educación primaria a la misma velocidad que lo hacían las naciones de mayores ingresos. Claramente, el problema ya no es la falta de escolaridad. No se trata de que niños y adolescentes no puedan ir a la escuela, el problema es que, una vez llegados allí, no aprenden. Más que una crisis de educación, lo que hay es una crisis de aprendizaje.

El Banco Mundial enfatiza otros dos mensajes: uno es que la escolarización sin aprendizaje no es solo una oportunidad perdida, sino también una gran injusticia. Los más pobres son quienes más sufren las consecuencias de la baja eficacia del sistema educativo. En Uruguay, por ejemplo, los niños de sexto grado con menores niveles de ingresos fracasan en matemáticas cinco veces más que quienes provienen de hogares más ricos.

Lo mismo sucede con las naciones. El estudiante promedio más pobre tiene un peor desempeño en matemáticas y lenguaje que el 95% de los estudiantes en los países ricos. Todo esto se convierte en una diabólica maquinaria que perpetúa y aumenta la desigualdad, la cual, a su vez, es un fértil caldo de cultivo para conflictos de toda índole.

Las razones para esta bancarrota educacional son múltiples, complejas y aún no plenamente entendidas. Van desde el hecho de que muchos de los maestros y profesores son tan ignorantes como sus estudiantes y que sus niveles de absentismo laboral son muy altos, hasta que los alumnos sufren de malnutrición o que no tienen libros y cuadernos. En muchos países, como México o Egipto, por ejemplo, los sindicatos de trabajadores educativos son formidables obstáculos al cambio y, con frecuencia, la corrupción en el sector es alta. Partes importantes de los sustanciales presupuestos para la educación no benefician a los estudiantes sino a los burócratas que controlan el sistema.

¿Qué hacer? Lo primero es medir. Por razones políticas, muchos países se resisten a evaluar de manera transparente a sus estudiantes y profesores. Y si no se sabe qué estrategias educativas funcionan y cuáles no, es imposible ir mejorando la puntería. Lo segundo es comenzar a darle más peso a la calidad de la educación. Si bien es políticamente atractivo anunciar que un alto porcentaje de los jóvenes de un país van al colegio, eso de nada sirve si la gran mayoría de ellos aprende poco. Tercero: empezar más temprano. Cuanto más mejore la educación a edades tempranas, más capaces de aprender serán los estudiantes de primaria y secundaria. Cuarto: usar la tecnología de manera selectiva y no como una solución mágica. No lo es.

Quizás el mensaje más importante es que los países de menores ingresos no están condenados a que sus jóvenes no aprendan. Corea del Sur era en 1950 un país devastado por la guerra y con altos índices de analfabetismo. Pero en solo 25 años logró crear un sistema educativo que produce algunos de los mejores estudiantes del mundo. Entre 1955 y 1975 Vietnam también sufrió un terrible conflicto. Hoy sus estudiantes de 15 años tienen el mismo rendimiento académico que los de Alemania. Sí se puede.

@moisesnaim

El País

18 Feb 2018

https://elpais.com/elpais/2018/02/17/opinion/1518885620_434917.html

La angustiada euforia de Davos

Moisés Naím

Los ricos están más contentos que nunca. Las principales economías están creciendo, los riesgos de colapsos financieros parecen bajos, Trump redujo los impuestos, los precios de las empresas en las Bolsas de valores están por las nubes y, por lo tanto, las fortunas de sus dueños y directivos también. Por todo esto, en la reunión anual del Foro Económico Mundial que acaba de terminar en Davos (Suiza), el ambiente entre los ricos que allí asisten fue de euforia. Pero de una euforia angustiada, ansiosa. Saben que hay algo que no está bien. O, mejor dicho, muchas cosas no están bien.

La lista es conocida y los científicos y analistas que van a Davos la recordaron hasta la saciedad. Cambio climático, guerras, pobreza y desigualdad, descontento social, terrorismo, ciberataques, malos líderes políticos y todo lo demás. No está claro de dónde vendrá la mala noticia que acabará con la bonanza, ni cuándo. Tampoco es seguro que llegue. ¿Quién sabe? Quizás no ocurra la catástrofe que descarrile este tren.

Uno de los temas que dominó esta reunión anual del Foro fue el de la inteligencia artificial. Para Sundar Pichai, el jefe de Google, “la inteligencia artificial (IA) nos va a salvar, no a destruir. Es probablemente lo más importante en lo que la humanidad jamás ha trabajado. Creo que la IA tendrá un efecto más profundo que la electricidad o el fuego”. Casi nada.

El optimismo de Pichai no es compartido por Jack Ma, el fundador de AliBaba, la gigantesca empresa china que es el rival más acérrimo de Amazon. En Davos, Ma dijo: “La inteligencia artificial y el big data son una amenaza para la humanidad. La IA debe apoyar a los seres humanos. La tecnología siempre debe hacer cosas que empoderen a la gente, no que la inhabiliten”. Cabe señalar que Google y AliBaba son dos de las empresas líderes en este campo y están entre las que más invierten en el desarrollo de inteligencia artificial.

Una de las sorpresas de la reunión la provocó el milmillonario inversionista y filántropo George Soros. Para él, las empresas de tecnología de información constituyen una grave amenaza contra la cual los Gobiernos deben actuar de manera firme e inmediata. “Estas empresas a menudo han desempeñado un papel innovador y liberador. Pero a medida que Facebook y Google se han convertido en monopolios cada vez más poderosos, se han vuelto obstáculos para la innovación”, dijo Soros. Y continuó: “Las empresas obtienen sus ganancias explotando su entorno. Las compañías mineras y petroleras explotan el ambiente físico; las empresas de medios sociales explotan el entorno social. Esto es especialmente nefasto porque las empresas de medios sociales influyen en cómo las personas piensan y se comportan sin que ellas siquiera lo sepan. Esto tiene consecuencias adversas de largo alcance para el funcionamiento de la democracia, particularmente en la integridad de las elecciones… Facebook tardó ocho años y medio en llegar a tener mil millones de usuarios y la mitad de ese tiempo en añadir mil millones más. A este ritmo, en menos de tres años Facebook se quedará sin gente a la que convertir en usuarios… Facebook y Google controlan efectivamente más de la mitad de todos los ingresos por publicidad en Internet… La excepcional rentabilidad de estas compañías se debe a que no pagan por el contenido de sus plataformas. Ellos afirman que, simplemente, están distribuyendo información. Pero el hecho de que sean casi monopolios los convierte en servicios públicos y por ello deberían estar sometidos a regulaciones más estrictas, dirigidas a preservar la competencia, la innovación y el acceso universal, justo y abierto”.

Pero a Soros no solo le preocupan los efectos de estas empresas sobre la competencia y la innovación. También aprovechó el Foro de Davos para denunciar su impacto en nuestras mentes y conductas: “Las empresas de medios sociales engañan a sus usuarios manipulando su atención y dirigiéndola hacia sus propios fines comerciales. Deliberadamente promueven la adicción a los servicios que brindan. Esto puede ser muy dañino, especialmente para los adolescentes. Más aún, algo también muy dañino, y tal vez irreversible, le está sucediendo a la atención humana en la era digital. Y no es solo la distracción o la adicción que estas empresas estimulan; también inducen a las personas a renunciar a su autonomía de pensamiento, lo cual las hace más vulnerables a ser manipuladas políticamente”.

Muchos reaccionaron contra estas denuncias de Soros y otros las aplaudieron. Un ejecutivo de una de las mayores empresas en este campo me dijo que, en su opinión, Soros exagera, aunque reconoció que algunos problemas que mencionó son reales. “Pero nosotros mismos los vamos a solucionar”, afirmó, “y si no lo hacemos nosotros lo van a hacer los Gobiernos. Y eso será peor para todos”.

El impacto de las tecnologías digitales se va a acentuar y expandir. Antes, las empresas necesitaban capital financiero, capital humano, capital tecnológico y capital reputacional para tener éxito. Dinero, gente, tecnología y buena reputación. De aquí en adelante también necesitarán de capital digital. Esta también es una tecnología. Pero, tal como estamos descubriendo, sus usos y consecuencias son aún muy inciertos.

28 enero 2018

@moisesnaim

El País

https://elpais.com/elpais/2018/01/27/opinion/1517070349_796487.html

Corrupción: ¿héroes o leyes?

Moisés Naím

La buena noticia es que el mundo está harto de la corrupción. La mala noticia es que la manera en que la estamos enfrentando es ineficaz. Buscamos gobernantes que sean héroes honestos en vez de promover leyes e instituciones que nos protejan de los deshonestos.

En todas partes aumenta el repudio popular a políticos y empresarios ladrones. Las protestas contra la corrupción son masivas, globales y frecuentes: India, México, Rusia y Tailandia son solo algunos de los muchos países donde la gente ha tomado las calles. Ya no creen ni que la corrupción sea inevitable ni que sea inútil intentar combatirla.

El impacto de algunas de estas protestas populares ha sido sorprendente: los presidentes de Guatemala y Corea del Sur, por ejemplo, fueron depuestos y encarcelados. En Brasil, enormes marchas crearon las condiciones para que la presidenta Dilma Rousseff fuese destituida.

En el mundo entero hay un enorme deseo de acabar con los líderes corruptos y reemplazarlos por otros cuya honestidad está fuera de duda. Pero ¿es la búsqueda y el subsecuente nombramiento de personas que creemos íntegras el mejor antídoto contra la corrupción? No.

Elegir gobernantes honrados es una lotería. Puede que, en efecto, resulten serlo; o puede que no. En todo caso, no basta con votar a aquellos que presumimos honestos, también hacen falta leyes y prácticas que prevengan y castiguen la deshonestidad. Las sociedades que solo le apuestan a un líder honrado casi siempre salen perdiendo. Silvio Berlusconi, Vladímir Putin y Hugo Chávez llegaron al poder prometiendo eliminar la corrupción. Y ya conocemos los resultados.

Además, en estos tiempos, también necesitamos instituciones que impidan que la lucha contra la corrupción sirva como mecanismo de represión política. Estamos viendo, por ejemplo, cómo esta nueva intolerancia popular hacia los políticos venales está siendo aprovechada por los autócratas del mundo para eliminar a sus rivales.

Vladímir Putin suele acusar de corruptos y encarcelar a quienes llegan a tener demasiada influencia. En China, desde que en 2012 Xi Jinping asumiera la presidencia, más de 201.000 funcionarios han sido llevados a juicio. Algunos han sido condenados a muerte. En una redada anticorrupción, el príncipe saudí Mohamed al Salman acaba de detener a más de 200 potentados, incluyendo a uno de los hombres más ricos del mundo, el príncipe Alwaleed bin Talal. Los Gobiernos de Cuba, Irán y Venezuela regularmente usan las acusaciones de corrupción para encarcelar a sus opositores.

Quizás entre los encarcelados por los dictadores haya corruptos. Pero las verdaderas razones de su detención seguramente tienen más que ver con su activismo político que con su presunta deshonestidad.

La lucha contra la corrupción no tiene por qué ser corrupta y, afortunadamente, están proliferando los esfuerzos genuinos por disminuir esta plaga. En Argentina, Chile, Colombia, Perú y Uruguay, por ejemplo, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) está apoyando “laboratorios de innovación pública” que experimentan con nuevos métodos de monitoreo y control de la gestión del gobierno.

En Brasil, un grupo de expertos en análisis de datos decidió usar las técnicas de inteligencia artificial para el control social de la administración pública. Escogieron un caso muy concreto para probar sus teorías: ¿cómo limitar el fraude en los reembolsos que piden los diputados para cubrir sus gastos de transporte y alimentación cuando viajan por motivos de trabajo? Llamaron a su proyecto Operación Serenata de Amor y recaudaron pequeñas donaciones a través de Internet. Con estos fondos crearon a Rosie, un robot computacional que analiza las solicitudes de reembolso de los parlamentarios y calcula la probabilidad de que sean injustificadas. Para sorpresa de nadie, Rosie detectó que, con frecuencia, los diputados hacían trampa. El equipo dotó a Rosie con su propia cuenta de Twitter y allí los seguidores se enteran instantáneamente de los intentos de sus parlamentarios de cargarle al Estado gastos que no tienen nada que ver con su gestión.

Rosie es un pequeño ejemplo que ilustra grandes y positivas tendencias en la lucha anti-corrupción: la potencia de la sociedad civil organizada combinada con las oportunidades que ofrecen Internet y los nuevos avances en computación, así como la prioridad que hay que darle a la transparencia de la información en la gestión pública.

Sin duda, resulta fácil desdeñar a Rosie como un esfuerzo marginal que no le hace mella a la macrocorrupción. Así, mientras algunos diputados le cargaban sus gastos personales al Estado, la empresa brasileña Odebrecht pagaba 3.300 millones de dólares en sobornos por toda América. No obstante, conviene matizar el escepticismo. Marcelo Odebrecht, el jefe de la empresa, ha sido condenado a 19 años de cárcel. Y los diputados ahora se cuidan de no abusar con el reembolso de sus gastos.

Las cosas están cambiando.

@moisesnaim

El País

https://elpais.com/elpais/2017/11/18/opinion/1511021837_605256.html

Peor que los malos líderes son los malos seguidores

Moisés Naím

El mundo tiene un problema de líderes. Hay demasiados que son ladrones, ineptos o irresponsables. Algunos están locos. Muchos combinan todos estos defectos, pero también tenemos un problema de seguidores.

En todas partes las democracias están siendo sacudidas por los votos de ciudadanos indolentes, desinformados o de una ingenuidad solo superada por su irresponsabilidad. Son los británicos, que al día siguiente de haber votado a favor de romper con Europa, buscaron masivamente en Google qué significa eso del Brexit. O los estadounidenses que votaron por Donald Trump y ahora están descubriendo que su presidente les hará perder el seguro de salud. O quienes le creyeron cuando prometió que no gobernaría con las élites corruptas de siempre y ahora ven cómo lobistas que representan voraces intereses particulares y ocupan importantes cargos en la Casa Blanca. Son los ciudadanos que no pierden el tiempo votando, ya que “todos los políticos son iguales” o quienes están seguros de que su voto no cambiará nada. Seguramente usted conoce gente así.

Por supuesto que hay que esforzarse en buscar mejores líderes, pero también hay que mejorar la calidad de los seguidores. Ciudadanos mal informados o políticamente apáticos los ha habido siempre. Al igual que aquellos que no saben por quién están votando o contra quién. Pero ahora las cosas han cambiado y los votos de los indolentes, los desinformados y los confundidos nos amenazan a todos.

Internet hace más fácil que los peores demagogos, oscuros intereses y hasta dictaduras de otros países manipulen a los votantes más desinteresados o distraídos. La Red no es solo una maravillosa fuente de información, sino que también se ha convertido en un tóxico canal de distribución de mentiras transformadas en armas políticas. En Internet todos somos vulnerables, pero lo son más quienes por estar muy ocupados o por simple apatía no hacen mayor esfuerzo por comprobar si es verdad lo que dicen los seductores mensajes políticos que les llegan.

Y no son solo los apáticos. En el polo opuesto están los activistas, cuyas posiciones intransigentes hacen más rígida la política. Quienes están muy seguros de lo que creen encuentran en la red refugios digitales en los que solo interactúan con quienes comparten sus prejuicios y en los que solo circula la información que refuerza sus creencias. Más aún, las redes sociales como Twitter, Instagram y otras obligan a usar mensajes muy breves, los famosos 140 caracteres de Twitter, por ejemplo.

Esta brevedad favorece el extremismo, ya que cuanto más corto sea el mensaje, más radical debe ser para que circule mucho. En las redes sociales no hay espacio ni tiempo, ni paciencia para los grises, las ambivalencias, los matices o la posibilidad de que visiones encontradas tengan puntos en común. Todo es o muy blanco o muy negro. Naturalmente esto favorece a los sectarios y hace más difícil llegar a acuerdos.

¿Qué hacer? Para comenzar, cuatro cosas.

Primero: Una campaña de educación pública que nos haga a todos menos vulnerables a las manipulaciones que nos llegan vía Internet. Es imposible lograr un completa inmunidad contra los ataques cibernéticos que, usando mentiras y tergiversaciones, tratan de influir en nuestro voto o en nuestras ideas. Pero eso no significa que la indefensión sea total. Hay mucho que se puede hacer y divulgar las mejores prácticas de defensa contra la manipulación digital es un indispensable primer paso.

Segundo: Es inútil ofrecer mejores prácticas a quienes no están interesados en usarlas. Una sostenida campaña que explique las nefastas consecuencias electorales de la indolencia igualmente indispensable.

Tercero: Hay que hacerles la vida más difícil a los manipuladores. Quienes orquestan las campañas de desinformación deben ser identificados, denunciados y, en los casos de abusos más flagrantes, demandados y enjuiciados. Estos manipuladores florecen en la opacidad y se benefician del anonimato. Por tanto, hay que hacer más transparentes los orígenes, las fuentes y los intereses que están detrás de la información que consumimos. Es necesario disminuir la impunidad con la que operan quienes están socavando nuestras democracias.

Cuarto: Impedir que las empresas de tecnología informática y de redes sociales sigan actuando como facilitadores de los manipuladores. La interferencia extranjera en las elecciones de Estados Unidos o en otros países no hubiese sido posible sin Google, Facebook, Twitter y otras empresas similares. Hoy sabemos que al menos estas tres compañías se lucraron al vender mensajes de propaganda electoral pagados por clientes asociados a operadores rusos. Hay que obligar a estas empresas a que usen su enorme poder tecnológico y de mercadeo para proteger a sus consumidores. Y hay que hacerles más costoso el que sigan sirviendo de plataformas para el lanzamiento de agresiones antidemocráticas.

@moisesnaim

http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/peor-que-los-malos-lidere...

Maduro no importa

Moisés Naím

Nicolás Maduro no debe seguir siendo presidente de Venezuela.

Es difícil decidir cuál es su peor defecto. ¿Qué es más grave, la cruel indiferencia que muestra ante el sufrimiento de millones de venezolanos o sus brutales conductas dictatoriales? ¿Qué es más indignante, su inmensa ignorancia o verlo bailando en televisión mientras en las calles sus esbirros asesinan a jóvenes indefensos? La lista de fallas es larga y los venezolanos la conocen; 90% de ellos repudian a Maduro. Y no son solo los venezolanos. El resto del mundo también ha descubierto —¡por fin!— su carácter despótico, corrupto e inepto.

Y sin embargo… Maduro no importa. Sacarlo no basta. Él es simplemente el tonto útil, el títere de quienes realmente mandan en Venezuela: los cubanos, los narcotraficantes y los viudos del chavismo. Y, por supuesto, los militares. Tristemente, las fuerzas armadas han sido subyugadas y están al servicio de los verdaderos dueños del país. Así, vemos a diario cómo los uniformados están dispuestos a masacrar a su pueblo con tal de mantener en el poder a la oligarquía criminal que domina Venezuela.

El componente más importante de esta oligarquía es el régimen cubano. Hace tres años escribí: “La ayuda venezolana es indispensable para evitar que la economía cubana colapse. Tener un Gobierno en Caracas que mantenga dicha ayuda es un objetivo vital del Estado cubano. Y Cuba lleva décadas acumulando experiencia, conocimientos y contactos que le permiten operar internacionalmente con gran eficacia y, cuando es necesario, de manera casi invisible”. Es obvio: la prioridad para La Habana es seguir controlando y saqueando Venezuela. Y sabe cómo hacerlo. Los cubanos han perfeccionado las técnicas del Estado policial: la represión constante pero selectiva, la compra de conciencias a través de la extorsión y el soborno, el espionaje y la delación. Pero, sobre todo, el régimen cubano sabe cómo cuidarse de un golpe militar. Esa es la principal amenaza para toda dictadura y, por eso, controlar a las fuerzas armadas es un requisito indispensable para cualquier dictador que se respete. Los cubanos han exportado a Venezuela sus técnicas de control y sus efectos son evidentes: los militares que no simpatizan con el régimen de Chávez y Maduro han sido neutralizados, mientras que quienes lo apoyan se han enriquecido. No es casualidad que en Venezuela haya hoy más generales que en la OTAN o en EE UU. O que muchos altos oficiales estén exiliados, encarcelados o muertos. Por eso la esperanza de que militares patriotas, democráticos y honrados defiendan a la nación y no a quienes la expolian ha sido hasta ahora tan solo eso, una esperanza.

Pero, además, Cuba se topó en Venezuela con un regalo inédito en los anales de la geopolítica: el presidente de una potencia petrolera, Hugo Chávez, invita a una dictadura en bancarrota a que controle funciones vitales en asuntos de inteligencia, elecciones, economía, política y, por supuesto, vigilancia militar y ciudadana. Hay pocas decisiones importantes del Gobierno de Venezuela que no sean aprobadas, moldeadas u ordenadas furtivamente por el régimen cubano.

O influidas por los narcotraficantes. Ellos constituyen el otro gran poder que hace que Maduro no importe mucho. Venezuela es hoy una de las principales rutas de la droga a EE UU y Europa. Esto significa que hay miles de millones de dólares en juego y que en el país opera una vasta red de personas y organizaciones que controlan ese comercio ilícito y la enorme cantidad de dinero que genera. Según las autoridades estadounidenses, una de esas personas es el vicepresidente Tareck El Aissami, así como un buen número de militares y de familiares y socios de la oligarquía chavista.

Esa oligarquía, formada por los herederos políticos de Chávez, es el tercer gran componente del poder real en Venezuela. Naturalmente, Nicolás Maduro; su esposa, Cilia Flores, y muchos de sus parientes y socios forman parte de esa oligarquía. En esa élite hay diferentes “familias”, “carteles” y grupos que rivalizan por el poder político, por influir en las decisiones del Gobierno y en nombramientos de importancia, así como por el control de mercados ilícitos, del tráfico de personas al contrabando de armas o al lavado de dinero. El contrabando y la comercialización de comida, medicinas y productos de todo tipo así como la especulación con las divisas, con los bonos de la deuda y el negocio de finanzas y seguros son algunas de las muchas otras actividades corruptas con las que se lucra la oligarquía chavista. Y también los cubanos, los militares y sus cómplices civiles. Los tres grupos se entremezclan en negocios, corrupción y ejercicio del poder.

Sacar a Maduro es necesario. Pero no es suficiente. Es indispensable neutralizar a los tres nefastos carteles criminales que realmente mandan en Venezuela. No será fácil. Pero es posible.

@moisesnaim