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Elías Pino Iturrieta

¿País de mandones?

Elías Pino Iturrieta

Se tiene la idea de que la voluntad de los poderosos está hoy y ha estado siempre por encima de la ley. En una república a medias ha predominado la arbitrariedad, es decir, la preferencia que los asuntos públicos han dado a los representantes o a un representante del Ejecutivo frente a la disposición de las regulaciones codificadas, se ha sostenido hasta la fatiga. En consecuencia, cuando observamos o padecemos la influencia de una decisión personal, de una imposición cuyo origen es lo que un solo individuo poderoso considere porque le da la gana, o porque conviene a sus intereses, carecemos de motivos para preocuparnos más de la cuenta. Si así ha sucedido antes, desde cuando Venezuela es Venezuela, ¿por que rasgarnos las vestiduras? ¿No son situaciones habituales, violaciones que, debido a su reiteración, forman parte de nuestra vida y, por lo tanto, dejan de ser violaciones?

La sensación se refuerza a través del recuerdo de imposiciones personales que se han hecho célebres, hasta el extremo de alimentar una memoria de prepotencias sin las cuales no pareciera posible una explicación de la vida venezolana. En las reminiscencias más socorridas ocupan lugar de preferencia las petulancias de Guzmán Blanco, capaces de sellar la sensibilidad de tres décadas de evolución social; el miedo provocado por lo que pudiera decidir en una mala noche el Taita de la Guerra; peor todavía, el silencio de Gómez a través del cual se resolvía el destino de la nación sin necesidad de que mediaran las palabras. Hablamos de más de medio siglo de evolución, susceptible, no sólo de asegurar la existencia de una deformación recurrente de los negocios públicos, sino también de aconsejarnos cordura ante un entendimiento del gobierno que necesariamente pasa por esas trabas, o las permite sin alarma, o las busca para no perder hábitos ancestrales.

En esa presencia de las voluntades personales, a través de las cuales se puede sostener la idea de la existencia de un pueblo inepto que depende necesariamente de una voluntad superior e indiscutible; o, en el mejor de los casos, de un selecto grupo de personas que rodean con su consejo a los hombres fuertes, encuentra fundamento la teoría del gendarme necesario. Laureano Vallenilla, comunicador de la necesidad de un Cesarismo democrático capaz de encarrilar a las masas incompetentes que en el futuro se harán cargo de su destino después de que el César haga la pedagogía correspondiente, es el teórico de las mandonerías que hemos padecido, o a las cuales nos hemos venido acostumbrando hasta estimarlas como piezas imprescindibles de nuestro desenvolvimiento como sociedad.

El autor no parte de endeble base, debido a que busca y encuentra en las realidades del pasado las evidencias capaces de avalar su punto de vista; es decir, un repertorio de gamonales ante los cuales se ha rendido la colectividad a través del tiempo. De allí que otro teórico del positivismo puesto al servicio del gomecismo, Pedro Manuel Arcaya, hablara de la existencia de una “sociedad suicida” que no pasó a un cementerio profundo y ancho debido a la influencia de los caudillos que fueron capaces de controlar su instinto de muerte.

El imperio de las voluntades personales encuentra así una especie de apoyo “científico”, por si algo les faltara para que se las considerase como eje y médula de la marcha de unos hombrecitos ineptos y pusilánimes. Estamos ante interpretaciones dignas de atención, debido a que solo se detienen en un rasgo de la sociedad hasta el punto de permitir que la cubra con espesa cortina. Su peligro estriba en que no solo procuraron la legitimación de una dictadura como la de Juan Vicente Gómez, sino también en el hecho de ofrecer como rasgo predominante la sumisión de los venezolanos a los caprichos de sucesivos mandones para quienes no existía la legalidad. En consecuencia, la república no se concreta porque la sociedad prefiere otros escudos, otros salvavidas, otros alivios, se desprende o se puede desprender de tales argumentos. Ciertamente se ocupan de la valoración de una característica colectiva que no se puede subestimar, pero niegan la existencia de una parte esencial de la realidad que demuestra exactamente lo contrario.

Niegan, en primer lugar, la existencia de un pensamiento de cuño republicano que se remonta a 1810 y que no deja de divulgar el mensaje del civilismo frente al personalismo. Ignoran, por lo tanto, la presencia y la insistencia del influjo de mentes imprescindibles para el entendimiento de los negocios del poder en Venezuela: Roscio, Sanz, Yanes, Toro, Acosta, González, Guzmán el viejo, Lander, Larrazábal, Becerra, Riera Aguinagalde, Briceño Iragory, Mijares, Adriani, Picón Salas, Liscano y muchos otros que marcan con su luz un itinerario triunfal que recorre los siglos XIX y XX. Pero en especial, desprecian el experimento cabal de república que se lleva a cabo entre 1830 y 1848, en el cual se establece un sistema de frenos y contrapesos que impide la hegemonía de unos guerreros tan significados como Páez y Soublette, mientras se aclimata una sensibilidad liberal y laica que nos separa de los hábitos coloniales y de la sangre de la Independencia para la fragua de una civilización morigerada de orientación moderna. Un lapso prolongado de construcción en el cual se siembra una semilla cuyo cuidado procuramos en nuestros días, pero que los adoradores del personalismo califican como capítulo trivial y pasajero.

La subestimación de ese tramo de historia convenía a los teóricos del positivismo, y ahora conviene a los plumarios del actual personalismo de origen militar. De allí la necesidad de confirmar su existencia, ante los intereses de los adoradores de las autocracias y ante la ignorancia de una gran masa de destinatarios a quienes se ha escamoteado un conocimiento fundamental para que el presente tope con el aliciente de lo más enaltecedor del pasado. Para que nadie relacione las luchas de nuestros días con la superficialidad de un conglomerado que da palos de ciego porque nadie le ofreció una brújula. Para que sintamos cómo ahora nos apegamos a una vieja iluminación que no cesa de conducirnos. Para tener conciencia de que peleamos contra una anomalía.

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¿Esto se está terminando?

Elías Pino Iturrieta

Cuando estaba la reacción antiguzmancista en su apogeo, después del Septenio, todo indicaba que se fortalecería la lucha por lo que se entendía entonces como una recuperación de la democracia, pero un suceso inesperado cambió el rumbo del proceso. Francisco Linares Alcántara, líder del movimiento, caudillo célebre y jefe del Estado, murió de manera repentina. El atacado Guzmán volvió por sus fueros. A mediados de 1945 predominaba un ambiente de calma en el país, sin que los nubarrones estorbaran el paisaje del presidente Medina Angarita, pero en octubre un movimiento armado lo echó del poder. En noviembre de 1957 se observaba tranquilo a Pérez Jiménez, mandando a sus anchas, pero en enero del año siguiente escapó al exilio debido a un cuartelazo afortunado. ¿Qué lección sacamos de estos sucesos, susceptible de servirnos para mirar con cuidado lo que hoy pasa en Venezuela?

La mayoría de los derrocados pensaba que tenía la sartén por el mango, que podía dominar los escollos de su sendero. Sus sabuesos vigilaban al adversario, o sabían cómo apretar las tuercas ante aventuras peligrosas, o sus allegados aseguraban que todo se encontraba bajo control. Sin embargo, no estaba en sus manos el dominio de unas realidades que debían desplazarlos para que sus voceros se ocuparan del reemplazo. Las fuerzas políticas tienen sus mañas y sus planes, que los dominadores de un tiempo determinado solo pueden pronosticar o manejar a veces. Un detalle que parece trivial, un mal paso de los hombres fuertes que de pronto resbalan, una pradera que se incendia para apagarse más tarde, rumores sin fundamento que se esparcen según la orientación del viento, distancias inesperadas en el interior de una cúpula, pujas subalternas que no encuentran desenlace, señales extrañas que provienen del vecindario… preparan el terreno para mudanzas que no parecían accesibles en la víspera. La política no sigue un itinerario predeterminado, ni siquiera durante el predominio de los regímenes autoritarios. Es hija de los vaivenes o habitualmente depende de ellos. Nadie la prepara en su escritorio para que funcione según unos designios que parecen infalibles, aunque esté rodeado de bayonetas y billetes. Casos como el de Gómez mandando por la fuerza durante 27 años hasta la hora de la muerte son excepcionales, pese a que el tirano no dejara de perder el sueño ante numerosas evidencias de inestabilidad.

Si así han funcionado y funcionan las vicisitudes políticas, ¿se debe esperar a que funcionen solas para esperar resultados?, ¿hay que aguardar a que se den a su real manera, como si gozaran de plena autonomía, sin hacer nada para acompañarlas? Cuando se mira hacia los pormenores, como se ha tratado de hacer en los párrafos anteriores, se quiere llamar la atención sobre la lentitud del reloj de la historia, que es distinto al que mueve nuestras actividades de todos los días, más urgida de respuestas inmediatas en torno al destino personal. El destino de las sociedades sigue un calendario moroso que invita a la impaciencia, pero que obedece a fuerzas establecidas desde antiguo contra las cuales no puede predominar la voluntad personal. Solo una agregación de voluntades, fraguada a través de largos períodos de maduración, encuentra la meta de un cambio substancial. No se cambia la historia como se cambia uno de camisa, sino solo cuando la camisa está deshilachada y no aguanta un nuevo viaje a la tintorería.

La dictadura de Maduro es como una de esas camisas deshilachadas, cuya meta es el tarro de la basura. No hay lavandero que le quite las manchas. La sociedad quiere estrenar nueva indumentaria, pero la prenda no se confecciona de un día para otro, ni siquiera en momentos cruciales. La dictadura tratará de remendarla, anda en eso con más contumacia que solvencia, pero hará lo posible para usarla sin exhibir el tamaño de sus miserias. Quizá el sueño del madurismo sea el mismo del gomecismo, aunque la actualidad no se lo permita. Pero su arma es la misma, con los retoques que sugiere la evolución del almanaque: la represión. Frente a ella, la sociedad debe sentir que la mudanza no sucederá mañana, tal vez, especialmente porque no consiste solo en el estreno de un flamante figurín, pero también que parece inminente el advenimiento de un nuevo tiempo histórico sobre cuyo comienzo nadie tiene fecha precisa.

epinoiturrieta@el-nacional.com