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Elías Pino Iturrieta

Los outsiders, o las innovaciones a medias

Elías Pino Iturrieta

La sociedad venezolana busca a su salvador. Desencantada por los liderazgos de los tiempos recientes, otea en el horizonte para ver la llegada del individuo que la sacará de apuros. Como, cuando observa metida en sus aprietos, no ve la figura atrayente que ha esperado desde el principio de su historia, no se deja ganar por la desesperanza y confía en que la usada ruleta de sus antepasados, que alivió frustraciones pasajeras, les proveerá en bandeja de plata la encarnación de un salvavidas. Tiempo perdido, quizá.

Porque, en términos generales, no existen esas figuras flamantes que salen de la nada, que pasan de la comarca de los ensueños al centro de las tablas para obsequiar la ofrenda de su pureza, de su virginidad sin mácula. Nadie cae del cielo, ni sube del infierno, para convertirse en pastor de multitudes agobiadas. No es cierto que, en el caso de situaciones políticas como la venezolana de nuestros días, la liebre saltará de donde menos se espere.

Porque, después de dos décadas de descomposición, no se puede dar el fenómeno del hombre que las superó para convertirse en remolcador de una nueva travesía. No existe esa nueva travesía, sino solo el deseo de iniciarla. Ni el Moisés de turno, recién venido del monte con un milagroso decálogo de encomiendas que conducirán a la tierra prometida. Todo depende, necesariamente, del trayecto cumplido en conjunto hasta la fecha, de la experiencia compartida que no puede cambiar repentinamente el rumbo de las cosas porque se hartó de lo hecho. ¿Cómo lo va a cambiar, si ni siquiera conoce con seguridad la meta pretendida?

Hay figuras aparentemente novedosas que comienzan a llamar o a acaparar la atención de la colectividad. ¿Tal fenómeno niega lo que se viene diciendo? No, debido a que esas figuras solo son nuevas en apariencia. Tienen una historia que las reúne con el pasado del que han formado parte y del cual pueden proyectarse para la orientación de un proyecto diverso. Pero es otra cosa, realmente fundamental, que hayan participado en la vida pública sin el perjuicio de su prestigio. Lo han hecho y, debido a la perspicacia de los más avisados, de los más pendientes de la evolución de los negocios públicos en horas de oscuridad, pueden convertirse en abanderados de causas multitudinarias. Por consiguiente, son hijos de sus obras de ayer, dignas de encomio en medio de una supuesta desaparición de virtudes cívicas, o susceptibles de agigantamiento cuando uno siente que solo mira un bosque de enanos, pero también de quienes les han puesto la vista para subir en el primer vagón de su ferrocarril.

Esos que les han puesto la vista no son debutantes, sino todo lo contrario. De tanto navegar en aguas turbulentas han adquirido una pericia que los aconseja en la búsqueda de un flamante timonel, después de saborear el fracaso cuando otros tuvieron el control del pesado navío. Se hornea así la fórmula de la reunión de un elenco de veteranos con un debutante que hizo su presentación hace décadas, o lustros -aunque no lo parezca, para todo sirve el maquillaje- para que el mercado se conmueva con la incitación de una sorpresa fementida tras cuya aparición lo más accesible y prometedor es incluirse en el cortejo de los heraldos.

No estamos ante un asunto digno de reproche, debido a que en las peripecias políticas semejantes arreglos no solo son importantes, sino también útiles y no pocas veces deseables, aunque en numerosos predicamentos se den únicamente en la esfera de la imaginación. Pero quizá se trate ahora más de hecho concreto que de fantasmagoría, de más posibilidad que fábula debido a la postración de los partidos políticos al uso, situación que obliga a unos análisis que todavía no se han llevado a cabo sobre lo que se anuncia como una alternativa de diversidad en los espacios de la oposición.

Como parece ser nuestro texto uno de los primeros acercamientos, se limita a sugerir que no son criaturas neonatas esas tan llamativas que transitan ahora bajo el sol venezolano, sino antiguos transeúntes discretos que unos veteranos voceadores pretenden vender como fenómeno inédito. Si no estamos ante una reflexión descaminada, tal vez también pueda interesar a los partidos a quienes se pretende negar el pan y la sal mientras se corre tras unas innovaciones que probablemente no sean tales, o que apenas lo son a medias.

5 de febrero 2023

La Gran Aldea

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El instructivo ONAPRE y la desaparición de la república

Elías Pino Iturrieta

Los empeños para el restablecimiento de la democracia han estado condenados al fracaso debido a que no plantean el problema partiendo de su fundamento. El problema venezolano no radica en la ausencia de democracia, sino en la desaparición de un hecho social o de una fábrica colectiva llamada república. Ha sido mi tema primordial en los lugares públicos que lo han permitido y en muchos de mis artículos de prensa, sin que pueda decir que haya servido para algo. Como nadie ve aquí a un rey coronado, ni a una nobleza de la sangre acomodada en las alturas, como existía en tiempos coloniales, ni a una corte cuyo origen depende de prerrogativas que provienen de los hábitos del absolutismo establecidos por los austrias y los borbones, juramos que el desafío de la sociedad apenas consiste en luchar por la libertad y por los usos de la democracia que han sido vulnerados.

Pero no es así, bajo ningún respecto. En Venezuela no hay libertad, ni democracia, porque tales realidades no son frutos mostrencos que crecen en cualquier parcela, sin ningún tipo de cuidados, sino el resultado de los mimos que se les ofrecen a través del tiempo en un domicilio estable denominado república. Esto, que me parece fácil de comprender, ha sido subestimado por la mayoría de los líderes de la oposición, especialmente por los más jóvenes, en un desdén que debe atribuirse a su poca formación sobre la evolución de la sociedad venezolana, o que juran que la historia del país solo da sus primeros pasos prometedores cuando ellos debutan en política para conducirnos a una felicidad inventada por su superficialidad y por sus ínfulas. Así las cosas, no les puede pasar por la cabeza que en ocasiones estelares hubo república en Venezuela y que el reto de la actualidad consiste en restablecerla de acuerdo con las solicitudes del tiempo. Voy a aprovechar los sucesos relacionados con los derechos de los gremios docentes, vulnerados de manera grosera por el régimen, para aproximarme a una explicación que puedan entender los dirigentes más brutos o más bisoños de la oposición. Y muchos lectores descuidados, desde luego.

La Oficina Nacional de Presupuesto (Onapre), después de acuerdos oscuros de figuras de la nomenklatura con supuestos líderes sindicales que no tienen arraigo ni prestigio en los lugares de su actividad, dispusieron pagos homogéneos de beneficios salariales que vulneraban derechos adquiridos por un sector de la sociedad a través de la historia. Conviene afirmar que en una república los acuerdos relacionados con sus miembros, tanto en aspectos generales como en el caso de asuntos específicos, se hacen a plena luz, sin escondrijos, sin zancadillas, y que todo lo que no se realice en tales términos es simplemente su antípoda. De lo cual se colige que los tratos oscuros sobre mengua de derechos salariales de un gremio y su ejecución a través de la Onapre es una manifestación evidente de anti-republicanismo. Estamos así ante una evidencia flagrante de anti- república, de acuerdo con mi argumento.

Como sabemos, los gremios y centenares de miles de sus afiliados reaccionaron ante la avilantez. Después de manifestaciones de protesta llevadas a cabo en todo el país, en principio lograron el restablecimiento de sus prerrogativas. Y aquí surge la pregunta más oportuna: ¿De dónde sacaron esa fuerza que los condujo a la victoria?, ¿de dónde provinieron esos arrestos? De los logros permitidos por la república que existió en el pasado próximo. A través de las instituciones, las instancias y los conductos ofrecidos por un hecho histórico de cuño republicano, o solo susceptibles de establecimiento a través de formas de convivencia nacidas en el seno de un fundamento republicano-liberal -legislación laboral, literatura sobre el tema, formación de sindicatos, tribunales especializados, prestigios personales capaces de prolongarse hacia la posteridad, emblemas y consignas imperecederas, etc.- adquirió consistencia una realidad que no podía ser avasallada por una oscura connivencia.

La república que existió no solo tuvo ahora la fuerza para reaparecer, sino también para prevalecer frente a su enemigo mortal, el anti-republicanismo campante en las últimas dos décadas. Porque ahora no estamos ante un hazaña de los partidos políticos de oposición, ni ante el nacimiento de una dirigencia flamante que de pronto obró el milagro del despertar de un sector de la sociedad, ni ante el descubrimiento de métodos de lucha que encontraron la hora del debut, sino únicamente, o principalmente, ante la convocatoria y el consejo de una república anterior hecha por nuestros abuelos, por nuestros padres y por nosotros mismos que estaba a la mano, esperando el llamado, aunque muchos creyeran o sigan creyendo que no la estaban procurando.

Esa república capaz de sobreponerse frente al paso del tiempo, aunque en estos trances apenas un poco, nos recuerda que contó en sus mejores horas con el auxilio de los tribunales, con la independencia del poder judicial -porque sin esa autonomía no hay república– y que es una situación que no se debe descuidar si de veras queremos la restauración del domicilio más importante y caro que los venezolanos levantamos cuando nos convertimos en estado soberano, hace ya casi tres siglos.

28/08/2022

La gran aldea

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Venezuela, el paraíso de la derecha

Elías Pino Iturrieta

El chavismo la ha emprendido contra los logros sociales más importantes de nuestra historia contemporánea, como el derecho a la salud y el respeto de la vida, los fueros sindicales, la libertad de expresión y de imprenta, las prerrogativas del libre tránsito, la protección de la educación en todas sus escalas. Entonces, ¿por qué los venezolanos estamos ante una ceguera y una superficialidad? Son testimonios de la desesperación que arropa a la sociedad cuando no encuentra la salida de su calvario. Son reacciones rudimentarias y mecánicas ante un régimen oprobioso que jamás ha sido lo que ha dicho que es.

Como respuesta frente a las atrocidades del chavismo, y ante la ignorancia proverbial del madurismo, Venezuela se ha convertido en una especie de edén para el crecimiento de las posiciones más retardatarias o reaccionarias de su historia. Ha sido de tal magnitud el daño causado a la sociedad desde el ascenso del “comandante eterno”, profundizado por su sucesor, que la respuesta natural ha sido la de situarse en la orilla contraria sin advertir matices, ni ofrecer contestaciones razonables. Si el chavismo representa a la izquierda, la inmensa mayoría de sus adversarios no solo se empeña en ser la encarnación de la derecha, sino también en ufanarse de batallar en la defensa de una fortaleza anacrónica que merece el tributo de las posiciones heroicas. Estamos ante una ceguera y una superficialidad que, mientras alguien les mete el diente con la pausa correspondiente, merecen el comentario que ahora se intentará.

Y el comentario comienza por negar con la mayor rotundidad que el chavismo tenga vínculos con la izquierda, o con los movimientos reconocidos como socialistas desde el siglo XIX en Europa y América. A menos que se pueda admitir, aun en medio de fundadas dudas, que pueda crecer el árbol del socialismo en la jerigonza de un teniente coronel que mezcló el pensamiento de un opulento blanco criollo de su época, llamado Simón Bolívar, con unas frases sueltas del inquieto profesor Simón Rodríguez y con las ideas que jamás tuvo en la cabeza un caudillo de nombre Ezequiel Zamora. O, para mayor curiosidad, con su admiración por un sujeto mediocre como Marcos Pérez Jiménez, con su debilidad obsecuente por el personalismo de Fidel Castro y, para perfeccionar el disparate, con su fe en las virtudes redentoras de un ejército que desde los tiempos de su fundación, en el período gomecista, no ha sido precisamente un baluarte de la justicia social.

Los movimientos socialistas han sido el resultado de muchas horas de estudio y sacrificio que conducen a la fundación de una doctrina que no permanece estacionada en el lapso de su fundación, sino que evoluciona de acuerdo con las solicitudes de cada tiempo, hasta penetrar las esferas y los poderes a los cuales se enfrenta al principio. En consecuencia, ¿cómo se puede pensar sin llegar a los extremos de la ingenuidad, o de la memez, que puede existir un mínimo barrunto de socialismo en las propuestas de un individuo que nunca tuvo tiempo para calentar un pupitre, ni vocación para una mínima disciplina intelectual?

Pero, mirando hacia los hechos concretos, es evidente, por si fueran pocos los desbarros de su fuente, que el chavismo la ha emprendido contra los logros sociales más importantes de nuestra historia contemporánea, como el derecho a la salud y el respeto de la vida, los fueros sindicales, la libertad de expresión y de imprenta, las prerrogativas del libre tránsito, la protección de la educación en todas sus escalas y la obligación de crear y promover salarios justos. Productos de los gobiernos habitualmente calificados de progresistas, resultados de una lucha constante y dura contra los poderes establecidos, frutos de brillantes estudios de los políticos y de los intelectuales más atrevidos desde el fundacional siglo XIX, que llega a su cúspide en el siglo XX; batallas de los humildes contra los poderosos, han sido vapuleados y negados por un régimen que se presenta sin sonrojo como socialista, y que invita a engrosar las de la reacción únicamente para que se sepa que no se comparte ese tipo tan fraudulento de “revolución”.

Debe agregarse a una crítica realmente sencilla, accesible a cualquier tipo de entendimiento, un des le de hechos palmarios como la conducta retardataria del chavismo ante asuntos cruciales de la actualidad, como el respeto de las prerrogativas de los homosexuales, la reivindicación de los derechos de la mujer y las alternativas del aborto y la eutanasia según la sensibilidad de los individuos que las reclaman. Son asuntos desterrados de la retórica roja-rojita, de los clichés izquierdosos que no pasan de la estupidez del lenguaje inclusivo en el cual se han hecho maestros gramaticalmente dignos de atención, aunque no de imitación. Antifaz para cavernarios, disfraz de godos como los peores godos del pasado venezolano, prosiguen una estentórea promoción de izquierdismo que, curiosamente, conduce a que buena parte de la sociedad, en especial la que opina en público y mueve las redes sociales, se con ese orgullosamente como de derechas, es decir, como antagonista del cambio social.

El tema es de interés esencial debido a que, como reacción frente a la pretendida izquierda del chavismo, han orecido en Venezuela legiones y legiones de un tipo de individuos como los que en Chile llaman momios, que jamás multiplicarán el orgullo del gentilicio ni abrirán senderos para el progreso moral y material del país. Sabrán los lectores que no exagero cuando veri quen que tal vez sea nuestra comarca, afuera de los Estados Unidos, la que más trumpistas combativos tenga, esto es, el mayor número de seguidores de un individuo que, a escala universal, ha sido la negación del civismo, de la democracia, la tolerancia y la verdad en la última década. O cuando constaten la existencia de una muchedumbre de ardientes predicadores que ven a Joe Biden y al Papa Francisco como portavoces del comunismo internacional. Pero también a la “trotkista” Kamala Harris, por supuesto.

O -esto produce en mi caso vergüenza particular- cuando se siente entre nosotros el entusiasmo que provoca el partido español VOX, engendro de la falange franquista y aliado de los fachos franceses de Marine Le Pen. Un caso especialmente digno de análisis, porque no solo multiplica las ovaciones de la gente de a pie que lo aprecia como una posibilidad para el arreglo de nuestros entuertos, sino también de célebres guras criollísimas de la política y los negocios que ahora pululan en Madrid y a quienes solo les falta cantar “Cara al sol” bajo la batuta de Santiago Abascal. El último testimonio de estas derechas deplorables que aquí se han multiplicado se encuentra en el ataque feroz contra Gabriel Boric, el próximo inquilino del Palacio de la Moneda, a quien ya atribuyen las peores atrocidades porque milita en las izquierdas cuando ni siquiera ha tomado posesión de su cargo.

Y así sucesivamente. Son retrocesos que se deben analizar con mayor ponderación, seguramente con más profundidad que la exigida habitualmente a un artículo de prensa. Son atribuciones o analogías sin plataforma sólida. Son reacciones rudimentarias y mecánicas ante un régimen oprobioso que jamás ha sido lo que ha dicho que es. Son testimonios de la desesperación que arropa a la sociedad cuando no encuentra la salida de su calvario. En especial, y he aquí lo más preocupante, son negaciones fulminantes de las conquistas de la sociedad a través de su historia, sobre las cuales debería detenerse la dirigencia de oposición que no advierte la magnitud del problema, o que lo deja pasar para no nadar contra la corriente. A lo mejor se hace la pendeja cuando los tuiteros más irracionales empiecen a asegurar que León XIII era bolchevique.

13 de febrero 2022

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Alcaldes arrepentidos

Elías Pino Iturrieta

La vanguardia de los ediles de oposición ha sonado la alarma ante el designio dictatorial de borrarlos del mapa, saltándose a la torera las normas constitucionales sobre la administración de los territorios y la soberanía de los electores sobre los mandatarios más cercanos a su cotidianidad. Debemos apoyarlos para evitar la implantación del totalitarismo en las escalas más cercanas a los ciudadanos. Pero la inesperada declaración que hacen los atacados alcaldes sobre la abstención ocurrida en las recientes elecciones parlamentarias, lleva a preguntarse ¿cuáles motivos los han llevado al arrepentimiento?, ¿por qué el sorpresivo cambio de partitura? Los arrepentimientos inexplicables producen conjeturas razonables.

Los alcaldes de oposición de los municipios caraqueños del estado Miranda, amenazados por un nuevo intento de hegemonía que pretende convertir a sus jurisdicciones en dependencias de un mamotreto oficialista, han reaccionado con coraje ante la amenaza. La vanguardia de los ediles ha sonado la alarma ante el designio dictatorial de convertirlos en apéndices anodinos, o de borrarlos del mapa, saltándose a la torera las normas constitucionales sobre la administración de los territorios y la soberanía de los electores sobre los mandatarios más cercanos a su cotidianidad. Es una pugna en la cual debemos apoyarlos, una cruzada que debemos acompañar para evitar la implantación del totalitarismo en las escalas más cercanas a los ciudadanos comunes, a las vecindades abandonadas por el poder central que solo tienen su paño de lágrimas en las representaciones comarcales. Pero el apoyo puede topar con fundados recelos, debido a la inesperada declaración que hacen los atacados alcaldes sobre la abstención ocurrida en las recientes elecciones parlamentarias.

Los alcaldes de Chacao y Baruta -todavía el burgomaestre de El Hatillo no se ha pronunciado públicamente- han aprovechado la estelaridad que les ha concedido la arremetida oficialista para asegurar que fue un error la decisión de los partidos de oposición de alejarse de unos comicios amañados por la dictadura para dominar el Parlamento que resultó del evento. El espectador menos perspicaz se ha debido sorprender por una declaración sin vínculo inmediato con el negocio arduo que tienen frente a las narices, porque en realidad resulta difícil encontrar una relación entre el peligro de la dominación que les quieren imponer y la crítica retrospectiva de una abstención sobre cuya puesta en marcha no abrieron la boca cuando les correspondía. Fue evidente su silencio cuando los partidos de la oposición, arrinconados por las disposiciones de un Consejo Nacional Electoral hecho a la medida de los usurpadores, y perseguidos hasta el extremo de verse privados de su dirigencia natural, de sus símbolos y colores, tomaron la determinación de alejarse de los comicios. Fieles militantes de sus correspondientes banderías, opositores sin fisuras del proyecto hegemónico, entusiastas de la línea abstencionista de las organizaciones en cuyo seno se han cobijado y en cuyo nombre dominan la administración municipal, esos alcaldes hoy hacen acto de contrición y confiesan la equivocación que se cometió cuando se clamó por no votar en las parlamentarias.

No sé cómo pueden observar error cuando el llamado de la oposición produjo el acto electoral más desértico de la historia de Venezuela, capaz de proclamar la escandalosa soledad de la dictadura. No imagino cómo pueden, con la cara más lavada del planeta, denunciar la equivocación de una conducta que les pareció positiva en la víspera, o sobre cuyo desarrollo guardaron silencio sepulcral. ¿Cuáles motivos los han llevado al arrepentimiento?, ¿por qué ayer sí, felices de la vida, y hoy no, en plan de descubridores de dislates y de remendadores de entuertos?, ¿porqué el sorpresivo cambio de partitura?, ¿si bailaron hasta hace poco un pasodoble redoblado con los líderes de sus partidos, porqué ahora se entusiasman con un bolero acaramelado con los usurpadores? Lo del bolero puede parecer exagerado, si no se recuerda que el consistorial golpe de pecho coincide con la propuesta de la dictadura en torno a la celebración próxima de elecciones regionales.

Habla el usurpador de escoger próximamente gobernadores y concejales, y “nuestros” alcaldes se apresuran en la organización de la cola de votantes. Basta que Timoteo Zambrano, más truculento que romana de palo, haga propaganda sobre unas mega elecciones cercanas, para que los concejiles adalides comiencen a agitar banderolas. De una reacción tan automática ha surgido la murmuración de que un titiritero parroquial los dirige, de que una aldeana medianía ha montado el guiñol por motivos inconfesables, pero nadie conoce la clave de la cabriola. Las interpretaciones tal vez carezcan de sustento, quizá no existan esos planes dignos de condena, tal vez el insinuado titiritero sea más bulla que cabuya, pero son alimentadas por las maromas insólitas de quienes tienen asuntos más urgentes en la agenda, de quienes habían destacado por su disciplina ante las decisiones de sus partidos y ahora se insinúan como una especie de agentes libres que no pueden pasar inadvertidos.

De momento, han confundido la gimnasia contra el plan dictatorial de arrinconar a sus instituciones, en cuyo ejercicio los acompaña la ciudadanía, con la magnesia de un sospechoso entusiasmo electoral que produce fundada desconfianza. O, si se me permiten una personal confidencia, me han obligado a cavilar sobre la conducta del funcionario más importante de mi barrio, sobre cuya honradez jamás he dudado y cuya diligencia en medio de la pobreza de sus arcas me consta. Los arrepentimientos inexplicables producen conjeturas razonables.

17 de enero 2021

La Gran Aldea

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El debut del “bravo pueblo”

Elías Pino Iturrieta

Desconcertado por la aparición de un cesarismo que no había existido hasta entonces, el pueblo venezolano contempló en silencio el establecimiento de la dictadura de Cipriano Castro. El terror de las décadas siguientes lo condujo a un silencio sepulcral, mientras los viejos guerreros que quedaban del siglo XIX y un puñado de estudiantes de la UCV trataban de levantarse frente al oprobio gomecista. La ruta de la transición hacia formas democráticas, llevada a cabo después de la muerte del tirano, no fue obra de las masas, sino de una élite comprometida con cambios que no se podían postergar. Las masas hacen su aparición durante el Trienio Adeco para conmover a la sociedad con su presencia, y para animar los pasos de una democracia que esperaba turno desde el comienzo del estado nacional; pero enmudecen cuando el presidente Gallegos, aclamado en la víspera y electo en forma arrolladora, es derrocado por una militarada. En la lucha contra la dictadura de Pérez Jiménez solo se jugaron el pellejo los activistas de la resistencia, una estadística reducida de valientes, mientras el pueblo los contemplaba desde una vergonzosa lejanía.

Antes, en el siglo XIX, las muchedumbres harapientas se consumieron en el campo de las guerras civiles y en el seguimiento de caudillos apenas capaces de ofrecer remiendos pasajeros de la vida, es decir, en procesos alejados de la edificación de una república como la propuesta cuando nos separamos de Colombia para ser venezolanos. Después, cuando se estableció la democracia representativa a partir de 1958, lo más destacado de la participación de la sociedad en el apuntalamiento de la democracia se limita a votar cada cinco años para fortalecer la alternabilidad en el control de los asuntos públicos. Los partidos de masas hacen que una cómoda clientela se acostumbre a la obediencia, a una deseable mansedumbre, o la manejan para alejarla de pugnas que pueden conducir a la inestabilidad. Este vistazo necesita más pausa, debe aterrizar en la pesca de evidencias que lo sostengan, debido a que pretende revisar el mito del “bravo pueblo” con el cual se han querido distinguir las obras de la sociedad. Tal revisión puede tener importancia porque no busca el derrumbe de una patraña patriotera, sino encontrarle fecha; porque quiere afirmar que solo en nuestros días, en las proezas colectivas contra la dictadura chavista, se ha materializado esa masa combativa con la cual comienza el Himno Nacional sin que se pueda saber de dónde diablos la sacaron sus autores.

Pero, como el Himno Nacional es un símbolo patrio y ese tipo de manifestaciones no está sujeto a la crítica, no está en la boca de los colegiales ni en el inicio de las ceremonias públicas para que le busquemos las goteras, digamos entonces que cuando se ufanó del “bravo pueblo” no hizo una constatación, sino una profecía. La clarividencia del escritor de su letra lo trasportó hacia el porvenir, hacia el tramo temporal que corre entre 2000 y 2020, época en la cual, después de una exasperante pereza cívica, la sociedad venezolana se estrena en el heroico oficio de jugarse la vida y la libertad en un alzamiento masivo contra la antirepública. Sobre el paso de la mansedumbre a la bravura se detiene un excepcional reportaje publicado la pasada semana aquí, en La Gran Aldea, “Dos décadas de protestas en Venezuela”, acucioso aporte en torno a la bravura que se concretó después de bíblica hibernación. Leída sin prisas, la investigación ofrece motivos fundamentales para pensar en cómo se está ante un suceso susceptible de dar un vuelco a nuestra historia. Las primeras protestas, según señala, se realizaron en defensa de la educación de la niñez amenazada por una pedagogía autoritaria, para salvaguardar la propiedad privada frente a las agallas del “socialismo”, y también por la libertad de expresión que se impedía a un canal de televisión, en cuya preparación no tuvieron preponderancia los partidos políticos. Fueron productos de organizaciones de cuño republicano que parecían desaparecidas, pero que, de pronto, se manifestaban en la defensa de sus intereses; criaturas adormecidas de antaño que ofrecían testimonios de dinamismo ogaño, o búsquedas colectivas que dieron señales de vida hasta llegar a cifras gigantescas de participación y a inimaginables cuotas de sacrificio sin esperar el llamado de las banderías que hasta entonces solo habían actuado en forma espasmódica. Hechos de esta naturaleza conducen a pensar en cómo se está labrando una historia inédita, sin cuya valoración no se llegará a un desenlace vinculado a sus propósitos de substancial transformación.

El problema consiste en saber si los partidos políticos de oposición han apreciado la trascendencia de la novedad. Las manifestaciones masivas que ahora señalamos como insólitas se han convertido en retraimiento y mudez debido a la represión de la dictadura, que se ha enfrentado a conductas inéditas de repulsa con los métodos antiguos del terror y la sangre, pero también a la desacertada interpretación que han hecho de ellas los líderes que supuestamente están ahora en su vanguardia. No han entendido esos líderes que en nuestros memorables días la carreta ha marchado delante del caballo, o sin caballo en la cabeza de la competencia, o pensando en fabricar un transporte que no dependa del combustible de antes. O, más cuesta arriba, que ellos también deben debutar en un teatro que no se han atrevido a conocer en profundidad porque no han participado en su creación, porque se extravían en sus laberintos. Da la impresión de que el “bravo pueblo” nuevo en esta plaza les llevó una morena hasta cuando resolvió tomarse un receso, pero tienen la necesidad de agarrar el paso. ¿Por qué no reflexionan y enmiendan durante ese receso que les cae como lluvia celestial? Si no, se irán con su “hoja de ruta” al rincón en el cual pasarán el resto de sus días.

30 de agosto 2020

La Gran Aldea

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Mensaje a las nebulosas

Elías Pino Iturrieta

La calamidad que experimenta Venezuela solo se soluciona con propuestas que puedan desarrollarse en la realidad. Esto es de Perogrullo, pero viene a cuento debido a cómo se asoman decisiones en el seno de la oposición que se mantienen en el éter porque no conducen a ninguna parte. Si es evidente que la salida de la crisis que padecemos depende de los políticos, es decir, de quienes tomaron la decisión de ocuparse del bien común como oficio principal y como meta de sus vidas, lo adecuado es que les pidamos que tomen las cosas en serio mediante la propuesta de un desenlace que no solo los acredite en su papel, sino que también nos saque del atolladero. Las fuerzas opositoras han llegado a un estado de postración que los ha convertido en factores periféricos, casi en una sombra oculta en los rincones debido a la ausencia de planes sobre salidas plausibles en torno a los negocios públicos. Justo cuando está a punto de concretarse un proyecto electoral de la usurpación, pensado expresamente para el escamoteo de la legalidad y para una nueva burla de la voluntad popular, más se advierten los titubeos y las inconsistencias de los líderes de nuestra orilla.

Como no se trata de hacer un catálogo de falencias, que pudiera ser infinito, me conformo con la referencia a dos de las sugerencias que acaban de presentar unos líderes opositores: La continuidad del Gobierno interino después del fraude electoral que se pronostica, nacida en los despachos del presidente encargado Juan Guaidó, y la idea de Henrique Capriles de convertir la convocatoria a parlamentarias en un movimiento de protesta. Parecen dos posibilidades dignas de análisis, pero caracterizadas por una indefinición que no augura frutos comestibles. Mientras circula el par de ideas, los partidos fundamentales de la oposición están a punto de anunciar su desconocimiento conjunto del acto electoral, ojalá que con el señalamiento de los caminos adecuados para la acción que los otros han esquivado, pero en esas estamos todavía. Amanecerá y veremos, de manera que lo único sensato que se puede ahora escribir debe detenerse en las aspiraciones que están sobre la mesa.

La continuidad del Gobierno interino tiene dos problemas de importancia: El hecho de que la soberanía popular de la cual depende tiene fecha de caducidad, y el saber para qué puede servir la prolongación de una curiosa forma de administración que apenas se siente en la cotidianidad. La representación popular que se ha resumido en la Asamblea Nacional y de la cual surgió el mandato del presidente Guaidó, debe terminar en el lapso señalado por la Constitución. Lo que se aprobó como gestión de un quinquenio no se puede prorrogar de acuerdo con la voluntad de quienes lo usufructúan, ni por la mudanza de las circunstancias políticas. Tiene un día de expiración que solo se puede desconocer mediante procedimientos tan arbitrarios como la elección parlamentaria que quiere hacer la usurpación, o según salga del capricho de los políticos interesados en la permanencia. Más hay otro problema. Pueden buscarle la vuelta al asunto de los plazos y de las regulaciones hablando de emergencia nacional y de la socorrida fuerza de los hechos, por ejemplo, siempre que expliquen, saliendo un rato del limbo, para qué aspectos concretos se van a mantener en funciones. Cómo debemos suponer que procuran un segundo aire para no seguir en lo mismo, para labrar la parcela de la realidad de la cual se han ausentado, es obligante que detallen los hechos concretos que abordarán, cómo los manejarán y cómo pueden los futuros actos justificar su permanencia. Si es para seguir en las nebulosas no tiene sentido el designio de continuismo y, solo si se detienen en señalar portentos de verdad, se puede tomar en serio la pretensión y ver si se debe respaldar.

La propuesta de Henrique Capriles tiene todo el sentido del mundo y en ocasión anterior, hace unos tres meses, me pareció lo mejor que entonces se pensaba para salir de la dictadura, pero estas son las horas en que no se ha enrumbado hacia puntos concretos de realización. Aprovechar la manipulación electoral para llevar a cabo manifestaciones masivas de repulsa es una posibilidad extraordinaria, si nos dice cómo llevarla a los hechos. Convertir la abstención en una exhibición de resistencia dinámica, en actividades de participación ciudadana que han desaparecido paulatinamente, puede dar en el centro de la diana cuando nos explique las maneras de tirar el dardo entre todos después de superar la inercia antigua y la pandemia nueva. Pero se ha tardado en ofrecer la explicación, en decirnos cómo sucederá el milagro de la trasfiguración que ronda en su cabeza sin llegar a fórmulas practicables que deben ser de consumo general. Quizá si hace consultas en el seno de Primero Justicia, el partido de cuyo liderazgo forma parte, pueda conducirnos a un itinerario posible, pero parece que hasta ahora solo estamos ante un asunto barruntado a solas. En consecuencia, la propuesta se debe colocar en la casilla de las fantasías.

La desaparición de la dictadura depende de una reacción colectiva, pero especialmente de los políticos que tienen la vocación y la misión de hacer que suceda. ¿No se han ofrecido como tabla de salvación, sin que nadie los haya obligado?, ¿no nos han pedido apoyo porque sin nosotros no pueden existir?, ¿no nos enamoran todos los días para que el idilio no se rompa?, ¿no se han formado para el cometido y están dispuestos a inmensos sacrificios para lograrlo? El sacrificio que ahora se les pide es la producción de ideas convincentes, la oferta de combinaciones que sirvan de algo.

2 de agosto 2020

La Gran Aldea

https://lagranaldea.com/2020/08/02/mensaje-a-las-nebulosas/

El miedo a los aparecidos

Elías Pino Iturrieta

Shakespeare, en el primer acto de Ricardo III, hace que el cortejo fúnebre de Enrique VII pase frente a su asesino. Cuando la urna está ante el homicida, el cadáver del rey se pone a sangrar. La obra, una de las emblemáticas de los tiempos modernos, recoge una tradición que remonta a Platón y fue difundida por Marsilio Ficino durante el Renacimiento, sobre la lenta separación entre alma y cuerpo que sucede después de la muerte.

Ya Ronsard había escrito sobre cómo los cadáveres sienten pasiones, alegrías y pesadumbres como las de los vivos, o como las que habitaron su cuerpo antes de dejar la existencia física. Esas pasiones, aseguró, “vienen por el aire para hacernos saber la voluntad de los dioses”. Además: “Aportan pestes, languideces, tormentas y rayos; hacen ruidos en el aire para espantarnos”. También delatan a los homicidas, como se ve en Ricardo III.

En la Antigüedad se consideraba que los muertos no estaban muertos del todo: podían hacer irrupciones, no pocas veces amenazadoras, en situaciones del presente.

Los difuntos, según algunos tratadistas influyentes, en especial cuando acababan de fallecer, se convertían en seres inmateriales y volátiles que podían asentarse a su manera en la realidad para cumplir propósitos pendientes, buenos y malos.

Agrícola, un médico famoso del siglo XVI, aseguró que se refugiaban en galerías subterráneas y que no solo se conformaban con mirar el desfile de los vivos: los podían atacar y maltratar, de acuerdo con su humor o con alguna cuenta pendiente. Pero, como se ve en el teatro de Shakespeare, podían hacer justicia.

Se vuelve sobre el punto porque tal idea se incorporó a los usos del derecho penal de Alemania, en cuyas regulaciones se aseguraba que las personas fallecidas, debidamente interrogadas, podían ofrecer pistas sobre el delito del que fueron víctimas. “El muerto prende al vivo”, afirmaban policías y jueces.

Sobre el peso que ha tenido la idea de la permanencia de los muertos en la posteridad, y de la necesidad de tenerlos presentes para evitar percances que pueden ser costosos, se encuentra evidencia en los juicios contra cadáveres archiconocidos, procesos que no fueron insólitos y se consideraron como imprescindibles.

Hay dos muy dignos de atención, trajinados por los historiadores. En 897 se desterraron de Roma los restos mortales del papa Formoso, quien fue exhumado para que los jueces leyeran expedientes sobre su nefasto pontificado y lo sentenciaran a ser ahogado en el Tíber. En Basilea, año del Señor de 1559, sacaron los despojos de un rico propietario llamado Jean de Brujes porque se descubrió que en realidad se trataba de David Joris, un activo promotor de la iglesia anabaptista. El descubrimiento de su identidad obligó a un juicio póstumo y a una ejecución del cadáver en plaza pública, que fue comentada durante años y divulgada en profusión de gacetillas. Si se ponían en el banquillo, era por compartir el postulado de que conservaban poder desde el más allá, o de que ese más allá podía permanecer en el más acá si no se metía la mano.

Pudiera completar tales anales la exhumación de Bolívar dispuesta por el comandante Chávez, ritual penumbroso para ver qué cualidades sacaba del santón nacional el desenterrador; novísima demostración de la influencia que la política concede a los difuntos, y de cómo los puede aprovechar, no sin temeridad, en sus planes de dominación.

Otras resurrecciones han promovido el comandante y sus sacristanes, pero no precisamente para buscar la concordia después de remover tumbas sino para traer los rayos, las languideces, las pestes y los ruidos que refería Ronsard. Mas, como ahora hablamos del más aparecido de los venezolanos, cuyas salidas de la tumba solo se han convertido en malignas después de las paletadas de tierra empujadas por los “revolucionarios”, quizá convenga dejar las cosas de este tamaño porque muchos seguirán con la esperanza de sentirlo de nuevo entre los vivos.

Debe recordarse que las danzas macabras que han prevalecido a través del tiempo son encabezadas por esqueletos que vencen el tiempo para atormentar a los hombres del porvenir; que el folklore del mundo está habitado por aparecidos amenazantes esperando en la penumbra a la vuelta de la esquina; que el cuidado de no visitar los cementerios de noche, ni a solas, se mantiene y respeta para que los durmientes no despierten, para evitar sus iras; y que, aunque no lo confesemos, rezamos y ordenamos misas tras el deseo de que los finados tengan realmente fin. ¿No son pruebas suficientes del miedo que provoca su segundo debut, aun en nuestros modernísimos tiempos?

3 de junio 2020

@eliaspino

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El país de las banderitas

Elías Pino Iturrieta

El Panteón de los Héroes (1898), de Arturo Michelena

El tema del patriotismo pudo parecer anacrónico hasta febrero de 1992, cuando un fracasado golpe militar se escudó en la figura de Bolívar y en las hazañas de la Independencia para ganar prosélitos. Hasta entonces, solo en los actos oficiales se hablaba de los sentimientos que debía inspirar la patria. Apenas en las solemnidades del calendario cívico –dos o tres, caracterizadas por el hieratismo– se recordaba a unos personajes, a un designio y a unos símbolos capaces de inspirar conductas tan sublimes como el sacrificio supremo de la muerte. Pero nadie se daba por aludido. Los discursos sonaban en vano, sin destinatarios dispuestos a procurar la palma del martirio por los valores de la nacionalidad. Pasó distinto después de la intentona golpista.

Bastó que los militares se proclamaran “bolivarianos”, para que una multitud se atreviera a manifestar contra el gobierno mientras levantaba como enseña el retrato del Libertador. No eran manifestaciones corrientes, como la de los partidos políticos hasta entonces, sino el comienzo de una cruzada de la virtud republicana contra la perversidad de los gobernantes que traicionaron el ideal de los próceres. Es explicable que los mensajes anteriores a 1992 no provocaran entusiasmo. En Venezuela las fiestas cívicas eran un aburrido agasajo de las cúpulas, unas palabras acartonadas, la ofrenda floral y el desfile de soldaditos sin la incorporación de las masas a las efemérides. El espectáculo se veía por televisión en la modorra del asueto, o no se veía porque la gente se marchaba a descansar. Un abismo cavado desde antiguo separaba al pueblo de las celebraciones patrias.

Quién sabe desde cuando secuestraron esas celebraciones –tal vez desde los tiempos del guzmancismo– que habían provocado distancias entre el sentimiento popular y la necesidad que tiene toda sociedad de oficiar en el altar de sus glorias. Lo cierto es que no habían permitido que la colectividad tuviera fechas que las congregaran en torno a unos valores superiores e ineludibles, compartidos a la fuerza y susceptibles de producir sentimientos constructivos. Era tal la indiferencia de los venezolanos en relación con las fiestas patrias, que uno podía apostar a la falta del ingrediente afectivo sin el cual se hace difícil la articulación de la vida social. Sin embargo, cuando los “bolivarianos” se levantaron contra el presidente Pérez, resucitó la criatura que dábamos por muerta.

Una resurrección combativa, por cierto. El pregón del bolivarianismo militar se tradujo en el deseo de pelear abiertamente contra las instituciones, y en pedir a gritos un régimen de fuerza. Los patriotas debían presentarse en zafarrancho de combate con el correspondiente brazalete tricolor, con uniforme de camuflaje y con el pertrecho de las frases que pronunció el Padre antes de sacrificarse por nuestra libertad. Se inflamó un ingrediente sentimental que no había provocado reacciones colectivas desde 1902, cuando las potencias de Europa bloquearon nuestros puertos.

En el carnaval, en las aulas, en las reuniones de los sindicatos y en las conversaciones privadas, el patriotismo fue el sorpresivo convidado de honor. Más tarde el país y sus dirigentes se vistieron de amarillo, azul y rojo. Una avalancha de calcomanías que representaban a la bandera nacional, se convirtió en uniforme de miles de carrocerías. Otros miles de choferes prefirieron engalanar sus vehículos con el mapa pintado con los colores emblemáticos, o con la efigie del mero mero. Por último, la música vernácula habitó entre nosotros. Se pusieron de moda los olvidados joropos y los arrinconados capachos, el cantar recio se apoderó del rating junto con el liquiliqui en las recepciones y la carne en vara en los restaurantes. Los nuevos cantantes del folklore se volvieron ídolos de la juventud y vendieron más discos que los roqueros. Entre chanzas y veras, entre poses y conductas sinceras, entre regocijos y negocios, el empolvado patriotismo, o lo que se asumía por tal, era pieza fundamental de la existencia venezolana.

Pero una pieza capaz de descubrir una patología digna de atención. La nueva expresión del patriotismo se considera contemporánea de los próceres. Sus voceros sienten que Bolívar está presente aquí y ahora, como una especie de evangelista a mano cuyas obras resisten el paso de los siglos. Además, sienten que la Independencia todavía no ha concluido. Aquí brota en toda su magnitud lo psicótico de la vivencia. Cualquiera anda por allí, como si fuera Sucre, repitiendo las proclamas del Padre y pidiendo que las obedezcamos. Como si fuera Rafael Urdaneta, cualquiera reza en la plaza los decretos de san Simón para ordenarnos la conducta. Cualquiera anda por allí como la negra Hipólita, doliéndose de lo mal que nos portamos con ese señor a quien debemos la vida. A cada paso aparecen los Negro Primero y los Batallón Junín aprestando las batallas para el combate.

En la otra orilla están los Virrey la Serna, los Canterac, los Mariscal Morillo y los Casa León de nuestros días, esto es, las criaturas nefastas a quienes hay que derrotar con el propósito de complementar la epopeya. Es evidente cómo planean y llevan a cabo un pugilato extemporáneo. No hay duda de que protagonizan una conducta anacrónica. Nadie puede discutir que juzgan de una manera parcial y atrabiliaria los hechos históricos. Mario Briceño Iragorry criticaba a los hombres de su tiempo porque se limitaban a contemplar el pasado heroico y a vivir de su recuerdo, sin atender los reclamos de su presente. Observaba una anormalidad en la estupidez de ese envanecimiento que registraba en sus escritos de 1942. Hoy vería una enfermedad más riesgosa, no en balde la insania del patriotismo activo se resume en sucesos que, si continúa su proliferación, pueden terminar en la inauguración del manicomio nacional.

He mostrado dos ejemplos en otra parte, pero conviene remacharlos. El primero es el intento de asesinato del diputado Antonio Ríos, ocurrido en septiembre de 1992. Se acusaba al diputado de corrupción y unos delincuentes disfrazados de patriotas pretendieron ajusticiarlo basándose en un decreto de Bolívar. El decreto tiene fecha 12 de enero de 1824, se dio en situación de emergencia y ordenaba el patíbulo contra los peculadores. Ni siquiera se aplicó en su momento, pero los delincuentes lo querían ejecutar ciento sesenta y ocho años después. Algunos disparos le dieron al diputado, siguiendo la orden bolivariana.

El segundo ejemplo es un poco posterior. El 29 de agosto de 1996, un empresario solicitó al presidente Caldera que no permitiera la venta del Banco de Venezuela a inversionistas de Colombia y Perú, debido a que: “(…) no podemos olvidar que nuestro Libertador Simón Bolívar, que nació por cierto a escasos metros de la sede del Banco, murió abandonado en Colombia y nuestro Gran Mariscal de Ayacucho murió vilmente asesinado en Berruecos, Perú (sic)”. El presidente no atendió el descabellado argumento, pero nadie le reprochó nada al proponente, tan acostumbrados como estamos a la influencia de un patriotismo al uso, a quitarles a los héroes la cárcel del tiempo al que pertenecieron y las limitaciones de saber y conocimiento que agobian a todas las personas. Tan habituados estamos a considerar la Independencia como período sin confines, que resiste el paso de las generaciones para obligar a su continuación, aun cuando se haya cumplido en la centuria anterior el ciclo al cual pertenece necesariamente.

Pero, acaso sin proponérselo, la patriotería militante golpea con fuerza un mito de país sin problemas, que se había asentado en medio de la prosperidad del siglo XX. Hasta la aparición de estas vehemencias, los venezolanos nos anunciábamos como criaturas de una comarca distinta a las del vecindario. La existencia del petróleo y el mensaje bolivariano –no faltaba más– nos habían hecho más tolerantes y más democráticos en relación con el resto de los hombres de América Latina, se aseguraba; más generosos en la distribución de las oportunidades y más hospitalarios con los necesitados que buscaban amparo desde otras latitudes. Éramos, según inspiraba el mito, un crisol de razas, una comunidad ganada para la integración con las “repúblicas hermanas”. En suma, éramos el paraíso petrolero–bolivariano, definitivamente diverso frente a las sociedades que antes fueron colonias de España. Los gritos del guerrerismo “bolivariano” y el propio movimiento golpista, capaces de mover a las masas contra el establecimiento, susceptibles de anunciar la posibilidad de una violencia de naturaleza política, desvelaron el secreto que pretendíamos ignorar, aunque estuviese guarnecido en lo más recóndito de la sociedad, asomándose a ratos cuando lo permitía la república opulenta. No es cierto, mostraron los “bolivarianos”. Su propia presencia y el entusiasmo que despertaron, determinó la negación el mito.

¿Acaso no eran como los gorilas del cono sur, tan faltos de ideas como la soldadesca centroamericana, tan fundamentalistas como los oficiales del fujimorazo, tan chatos como todos juntos en la lectura de los males nacionales? El hecho de observarlos propalando sus homilías nos expulsó del edén y nos mudó al purgatorio, A un purgatorio igual o peor a los del vecino, que veíamos como cosa separada e inferior. Milicos, momios, temor, rumores, tropas en la calle contra los cívicos iracundos, gentes en fila para buscar alimento y protección, la sensación de que el régimen democrático no era duradero se convirtieron en parte del paisaje, como en los países cercanos. Nos comenzamos a parecer a los demás. Tal vez sea esa la única deuda que debamos cancelar a los “bolivarianos” que vienen destrozando el paraíso desde 1992.

Pero sería injusto achacarles muchas de las distorsiones relacionadas con el patriotismo venezolano. Lo mismo pasa con los ritualistas mencionados antes. En el fondo no hacen sino repetir el discurso propuesto a partir de 1810, cuando comienza el proceso insurgente. Lo del paraíso tropical fue pan diario en la Gaceta de Caracas, en el Semanario de Miguel José Sanz y en el Correo del Orinoco, por ejemplo. El mensaje servía entonces para ganar prosélitos, como ahora sirve para engañar incautos y para disgregar sentimientos. En el fondo no hacen más que proseguir una apologética iniciada en 1830, cuando la autonomía necesitaba la construcción de un santoral partiendo de la epopeya recién terminada. Un santoral de hipérbole que inaugura Páez y alcanza el clímax durante el guzmancismo. Los gobiernos del siglo XIX llegan a hacer una codificación tan machacona, tan invariable y tan ineludible en torno al proceso de la fundación republicana, que mueve sin solución de continuidad las actitudes masivas de la actualidad. De tanto repetirse, la codificación llega a aburrir y se aletarga, pero nunca faltan los campaneros del empíreo que se ocupan de colocarla otra vez en el cetro de la escena.

Usualmente los campaneros no se ocupan de ver que está loco el caballo blanco del Escudo Nacional, o que el bizarro animal puede simbolizar el atolondramiento de quienes lo reverencian, pues anda a galope mirando hacia atrás sin ocuparse del probable choque que le espera por andar en volandas sin fijarse en el camino. Tampoco extrañan que el escudo de la criolledad esté adornado por unas hojas tan extrañas como las olivas, que no se dan en la tierra que representa, sino en mundos remotos. Ni siquiera sienten una ronchita en el himno que coloca a los señores primero que a los siervos en sus bravías estrofas, ni se incomodan por ser tan fatuos en la predilección de su terruño cuando la letra de la misma canción asegura la existencia de una sola nación mayor y más trascendente por mandato de la divinidad. Ninguno presagia la alternativa de considerar que los valores del período fundacional corresponden a una época y a unos intereses que no deben necesariamente permanecer en lo posterior. O que responden a simpatías, antipatías y necesidades que no tienen que ser a la fuerza las nuestras.

Ciertamente los símbolos y los héroes no pueden someterse a descarnado examen. Son héroes y son símbolos. En consecuencia, son como los santos y como los objetos que testimonian la santidad. Pero no les cae mal un barniz de historicidad, una revisión de su temporalidad, un olor a cadáver y a cosas de cadáver, susceptibles de permitir un acercamiento más ponderado a sus obras. Que vuelvan después a los altares, sin que por ello los fieles se les alejen. Acaso sea una operación más edificante que poner calcomanías de la bandera tricolor en el carro, como testimonio de reverencia por la patria.

Ojalá que todo terminara en banderitas de automóvil y en gorras que evocan la heroicidad. Aunque compendian sentimientos superficiales, aunque son estereotipos que mucho ilustran sobre el descamino de sus portadores, pueden parecer inocuas. Por desdicha, las chapitas y las pegatinas solapan un absurdo sentimiento de superioridad frente a quienes no las usan a pesar de contarse entre los miembros de la misma nacionalidad; pero también, seguramente, al desprecio de los hombres que no tuvieron la fortuna de ver la luz en la Tierra de Gracia. Se llega así a una fragmentación sin fundamento objetivo, que traspasa los linderos del mapa y cuyo origen se encuentra, por lo que guarda nexos con la sensibilidad de nuestros días, en la manipulación de los procesos históricos que ha llegado a su apogeo a partir de la intentona golpista de 1992.

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(Este texto se publicó por primera vez en enero de 1998: Folios No. 301, revista editada por el

El mito del 58

Elías Pino Iturrieta

El 23 de enero de 1958 se debe considerar como un suceso de gran trascendencia: cayó la dictadura militar de Pérez Jiménez y empezó una nueva época de la historia contemporánea. Sin embargo, no se advierte en su recorrido la epopeya colectiva que el futuro fabricó. No hubo tal epopeya, sino un fenómeno movido por un elenco limitado de protagonistas. La posteridad ha sido excesiva en la reconstrucción del hecho, quizá por las limitaciones de las obras llevadas a cabo por las generaciones posteriores, que necesitaban una equiparación artificial. Ahora, después de sesenta años, puede ser ocasión para juicios más equilibrados.

Poner las cosas en su lugar obliga a acertar en la identificación de los actores fundamentales: los militares de la época. Fueron ellos los que presionaron al dictador para que echara del país a dos figuras cercanas que provocaban general repulsa: Laureano Vallenilla y Pedro Estrada. Fueron ellos los que intentaron un primer golpe armado, infructuoso, pero capaz de descubrir la fragilidad de un régimen que parecía robusto. Fueron ellos los que provocaron cambios en el alto mando y en el equipo ministerial, capaces de animar reacciones en la base de una pirámide cuyos miembros se caracterizaban por la pasividad. Por último, fueron ellos los primeros reemplazantes del equipo derrotado, como si se desarrollara ante los ojos de la sociedad la existencia de un perezjimenismo bueno que se libraba del perezjimenismo malo.

Pero ¿y la resistencia contra la dictadura, luchando durante casi una década? Los admirables activistas de la resistencia fueron muy pocos, apenas un millar de venezolanos heroicos capaces de ofrecer el testimonio de su sacrificio, pero vistos por la colectividad como gente peligrosa que no merecía acompañamientos masivos. Nos veían como apestados, aseguraron más tarde muchos de esos combatientes. ¿Y la Iglesia católica? Un documento aislado del arzobispo de Caracas, unos pocos sacerdotes conspirando en sus parroquias y la actitud levantisca de los estudiantes de la UCAB, cercanos todos a las postrimerías de la autocracia, son pocas golondrinas para hacer verano. Una jerarquía que había apoyado a un régimen que se exhibía como coromotano no podía hacer una maroma sin la protección de la red. ¿Y la Junta Patriótica? Estamos ante un símbolo extraordinario, frente al resumen de un anhelo de libertad, a la vista de la flama sinuosa de una candela renuente en la mayoría de los espacios del mapa, pero no impresionados por la existencia de una dirección que determinara la realización de hechos concretos. Esos hechos hacían fila en el patio del cuartel.

La participación colectiva, las movilizaciones de los estudiantes en universidades y liceos, las algaradas en los sectores populares, especialmente en Caracas; los manifiestos públicos, el sonar de las cornetas en las avenidas y de las campanas en las torres, la cascada de manifestaciones callejeras, fueron un hecho semanal, o tal vez quincenal, posterior al Año Nuevo, y la dictadura se desplomó con sus mediocres cabecillas. Una reacción tan breve, sin la asistencia de grandes mayorías, fue importante, pero no capital. Acompañó a los oficiales descontentos y animó a descubrir las simpatías partidistas que estaban en un escaparate de diez años, la efímera presencia de un pueblo al que después se le dio el puesto que en su momento no ocupó.

Lo realmente trascendental ocurrió después, cuando se limpió de perezjimenistas la primera junta y cuando los partidos, con su militancia ya despierta y con sus líderes actuando sin trabas, forjaron una sensibilidad unitaria, nacida en el seno de la Junta Patriótica, que logró la restauración de la democracia, el triunfo sobre nuevos militarismos y, en especial, la búsqueda de un republicanismo perdido en los rincones de la historia. De allí la entidad del golpe ocurrido hace sesenta años, cuando el “bravo pueblo” se hizo de rogar para animarlo, pese a que después lo inflamos y celebramos. Si las sociedades no tienen pergaminos, se los inventan.

En Nacional

21 de enero de 2018

epinoiturrieta@el-nacional.com

@eliaspino

Votar en dictadura

Elías Pino Iturrieta

No hay dudas sobre la existencia de una dictadura en Venezuela. La aplanadora autocrática se ha impuesto progresivamente, hasta dominar la mayoría de los espacios de la vida pública y muchos de la vida privada. Los poderes del dictador se han extendido a los terrenos que ha necesitado controlar para llegar a una dominación que no existía desde 1958, cuando sucedió el derrocamiento de Pérez Jiménez. Los aspectos que van desde el control político hasta la distribución de la riqueza se han convertido en el monopolio de una sola autoridad o están a punto de ser parte de una cabal hegemonía. La ley ha sido remplazada por la arbitrariedad en la mayoría de las vicisitudes que conciernen al ciudadano para que no existan garantías cuando se reclama justicia y se busca una forma más hospitalaria de vivir. Además, para que no queden dudas sobre su esencia despótica, en situaciones de apremio el régimen ha prodigado acciones de violencia, sangre, vejaciones y muertes que no se ha ocupado de ocultar. Pero estamos solo ante una de las caras de la moneda.

Hay una parte de la realidad que debemos retener y reconocer para que la imagen no se refleje en prisma deformado. Existe una tendencia democrática que se ha empeñado en permanecer en medio de terribles privaciones. En no pocas ocasiones la tendencia se ha convertido en movimiento arrollador para sobresalir en el centro de la escena. La dictadura no ha dejado de recibir respuestas, unas mejores que otras, unas más contundentes y otras menos satisfactorias, a través de las cuales se descubre una vigilia cuya influencia en la ciudadanía es fácil de probar. Es un fenómeno de vaivén, algo que camina sobre terreno resbaladizo, pero persiste en su evolución. Ha recibido golpes desde el ascenso de Chávez que la han puesto a dar tumbos y a caer en cama, pero ha levantado cabeza después de la decadencia que condujo al reinado de los “bolivarianos”, cuando la democracia representativa lucía exhausta caminando hacia el cementerio. Pero no hubo defunción. Lo que fue una ruina hace casi dos décadas ha levantado pilares y paredes. De la decrepitud se pasó al vigor. Una nueva generación la ha alimentado con su savia. No es un edificio sentado en bases firmes, pero su destrucción parece ardua o imposible. ¿Por qué? Debido a que no es obra de la actualidad. Responde a una historia susceptible de aguantar los empellones feroces del despotismo. De allí que no solo exista en el seno de los partidos políticos, sino también en el regazo de toda la sociedad. Sin esa fábrica no existe Venezuela.

El peso de ese ingrediente de la sensibilidad venezolana, de esa atadura con un conjunto de valores supremos, ha impedido el perfeccionamiento de la dictadura, la ha dejado a unas cuadras de su oscura meta. Al mostrarse en toda su dimensión, capaz de levantar los ánimos del entorno y de provocar la atención de los gobiernos extranjeros, la tendencia democrática ha limitado el apetito del mandón y lo ha obligado a unas licencias sin cuya concesión se mostraría excesivamente monstruoso ante propios y extraños. Ha sido de tal magnitud la respuesta frente a los apetitos del dictador que ha debido él, por fuerza, reducir las solicitudes de un estómago descomunal. De allí que se trague la píldora amarga del voto mientras piensa en un menú más acorde con su sustancia cesárea, en algo que lo lleve a la supervivencia sin la incomodidad de continuar batallas callejeras con los luchadores del contorno y diferencias ásperas con los mirones de afuera. Es así como se puede desvelar el enigma que significa votar en dictadura.

Pero las elecciones son en sí mismas un combate específico, un torneo producido por los sucesos del pasado próximo que se debe asumir como hecho singular. La dictadura las manejará según su conveniencia, propiciando situaciones que la favorezcan y caminando después de las ventajas y las patadas, sin llegar al extremo de convertir la jornada en parodia. Como no está sola en el patio, no le quedará más remedio. La tendencia democrática tendrá ocasión de bañarse en sus aguas lustrales, si deja de lado los desengaños y los desencuentros de la víspera y sabe que se juega la vida en una jornada que nadie le regaló. Para cuidar a su madre y a su hija predilecta debe ganar en lid comprometida.

epinoiturrieta@el-nacional.com