El Panteón de los Héroes (1898), de Arturo Michelena
El tema del patriotismo pudo parecer anacrónico hasta febrero de 1992, cuando un fracasado golpe militar se escudó en la figura de Bolívar y en las hazañas de la Independencia para ganar prosélitos. Hasta entonces, solo en los actos oficiales se hablaba de los sentimientos que debía inspirar la patria. Apenas en las solemnidades del calendario cívico –dos o tres, caracterizadas por el hieratismo– se recordaba a unos personajes, a un designio y a unos símbolos capaces de inspirar conductas tan sublimes como el sacrificio supremo de la muerte. Pero nadie se daba por aludido. Los discursos sonaban en vano, sin destinatarios dispuestos a procurar la palma del martirio por los valores de la nacionalidad. Pasó distinto después de la intentona golpista.
Bastó que los militares se proclamaran “bolivarianos”, para que una multitud se atreviera a manifestar contra el gobierno mientras levantaba como enseña el retrato del Libertador. No eran manifestaciones corrientes, como la de los partidos políticos hasta entonces, sino el comienzo de una cruzada de la virtud republicana contra la perversidad de los gobernantes que traicionaron el ideal de los próceres. Es explicable que los mensajes anteriores a 1992 no provocaran entusiasmo. En Venezuela las fiestas cívicas eran un aburrido agasajo de las cúpulas, unas palabras acartonadas, la ofrenda floral y el desfile de soldaditos sin la incorporación de las masas a las efemérides. El espectáculo se veía por televisión en la modorra del asueto, o no se veía porque la gente se marchaba a descansar. Un abismo cavado desde antiguo separaba al pueblo de las celebraciones patrias.
Quién sabe desde cuando secuestraron esas celebraciones –tal vez desde los tiempos del guzmancismo– que habían provocado distancias entre el sentimiento popular y la necesidad que tiene toda sociedad de oficiar en el altar de sus glorias. Lo cierto es que no habían permitido que la colectividad tuviera fechas que las congregaran en torno a unos valores superiores e ineludibles, compartidos a la fuerza y susceptibles de producir sentimientos constructivos. Era tal la indiferencia de los venezolanos en relación con las fiestas patrias, que uno podía apostar a la falta del ingrediente afectivo sin el cual se hace difícil la articulación de la vida social. Sin embargo, cuando los “bolivarianos” se levantaron contra el presidente Pérez, resucitó la criatura que dábamos por muerta.
Una resurrección combativa, por cierto. El pregón del bolivarianismo militar se tradujo en el deseo de pelear abiertamente contra las instituciones, y en pedir a gritos un régimen de fuerza. Los patriotas debían presentarse en zafarrancho de combate con el correspondiente brazalete tricolor, con uniforme de camuflaje y con el pertrecho de las frases que pronunció el Padre antes de sacrificarse por nuestra libertad. Se inflamó un ingrediente sentimental que no había provocado reacciones colectivas desde 1902, cuando las potencias de Europa bloquearon nuestros puertos.
En el carnaval, en las aulas, en las reuniones de los sindicatos y en las conversaciones privadas, el patriotismo fue el sorpresivo convidado de honor. Más tarde el país y sus dirigentes se vistieron de amarillo, azul y rojo. Una avalancha de calcomanías que representaban a la bandera nacional, se convirtió en uniforme de miles de carrocerías. Otros miles de choferes prefirieron engalanar sus vehículos con el mapa pintado con los colores emblemáticos, o con la efigie del mero mero. Por último, la música vernácula habitó entre nosotros. Se pusieron de moda los olvidados joropos y los arrinconados capachos, el cantar recio se apoderó del rating junto con el liquiliqui en las recepciones y la carne en vara en los restaurantes. Los nuevos cantantes del folklore se volvieron ídolos de la juventud y vendieron más discos que los roqueros. Entre chanzas y veras, entre poses y conductas sinceras, entre regocijos y negocios, el empolvado patriotismo, o lo que se asumía por tal, era pieza fundamental de la existencia venezolana.
Pero una pieza capaz de descubrir una patología digna de atención. La nueva expresión del patriotismo se considera contemporánea de los próceres. Sus voceros sienten que Bolívar está presente aquí y ahora, como una especie de evangelista a mano cuyas obras resisten el paso de los siglos. Además, sienten que la Independencia todavía no ha concluido. Aquí brota en toda su magnitud lo psicótico de la vivencia. Cualquiera anda por allí, como si fuera Sucre, repitiendo las proclamas del Padre y pidiendo que las obedezcamos. Como si fuera Rafael Urdaneta, cualquiera reza en la plaza los decretos de san Simón para ordenarnos la conducta. Cualquiera anda por allí como la negra Hipólita, doliéndose de lo mal que nos portamos con ese señor a quien debemos la vida. A cada paso aparecen los Negro Primero y los Batallón Junín aprestando las batallas para el combate.
En la otra orilla están los Virrey la Serna, los Canterac, los Mariscal Morillo y los Casa León de nuestros días, esto es, las criaturas nefastas a quienes hay que derrotar con el propósito de complementar la epopeya. Es evidente cómo planean y llevan a cabo un pugilato extemporáneo. No hay duda de que protagonizan una conducta anacrónica. Nadie puede discutir que juzgan de una manera parcial y atrabiliaria los hechos históricos. Mario Briceño Iragorry criticaba a los hombres de su tiempo porque se limitaban a contemplar el pasado heroico y a vivir de su recuerdo, sin atender los reclamos de su presente. Observaba una anormalidad en la estupidez de ese envanecimiento que registraba en sus escritos de 1942. Hoy vería una enfermedad más riesgosa, no en balde la insania del patriotismo activo se resume en sucesos que, si continúa su proliferación, pueden terminar en la inauguración del manicomio nacional.
He mostrado dos ejemplos en otra parte, pero conviene remacharlos. El primero es el intento de asesinato del diputado Antonio Ríos, ocurrido en septiembre de 1992. Se acusaba al diputado de corrupción y unos delincuentes disfrazados de patriotas pretendieron ajusticiarlo basándose en un decreto de Bolívar. El decreto tiene fecha 12 de enero de 1824, se dio en situación de emergencia y ordenaba el patíbulo contra los peculadores. Ni siquiera se aplicó en su momento, pero los delincuentes lo querían ejecutar ciento sesenta y ocho años después. Algunos disparos le dieron al diputado, siguiendo la orden bolivariana.
El segundo ejemplo es un poco posterior. El 29 de agosto de 1996, un empresario solicitó al presidente Caldera que no permitiera la venta del Banco de Venezuela a inversionistas de Colombia y Perú, debido a que: “(…) no podemos olvidar que nuestro Libertador Simón Bolívar, que nació por cierto a escasos metros de la sede del Banco, murió abandonado en Colombia y nuestro Gran Mariscal de Ayacucho murió vilmente asesinado en Berruecos, Perú (sic)”. El presidente no atendió el descabellado argumento, pero nadie le reprochó nada al proponente, tan acostumbrados como estamos a la influencia de un patriotismo al uso, a quitarles a los héroes la cárcel del tiempo al que pertenecieron y las limitaciones de saber y conocimiento que agobian a todas las personas. Tan habituados estamos a considerar la Independencia como período sin confines, que resiste el paso de las generaciones para obligar a su continuación, aun cuando se haya cumplido en la centuria anterior el ciclo al cual pertenece necesariamente.
Pero, acaso sin proponérselo, la patriotería militante golpea con fuerza un mito de país sin problemas, que se había asentado en medio de la prosperidad del siglo XX. Hasta la aparición de estas vehemencias, los venezolanos nos anunciábamos como criaturas de una comarca distinta a las del vecindario. La existencia del petróleo y el mensaje bolivariano –no faltaba más– nos habían hecho más tolerantes y más democráticos en relación con el resto de los hombres de América Latina, se aseguraba; más generosos en la distribución de las oportunidades y más hospitalarios con los necesitados que buscaban amparo desde otras latitudes. Éramos, según inspiraba el mito, un crisol de razas, una comunidad ganada para la integración con las “repúblicas hermanas”. En suma, éramos el paraíso petrolero–bolivariano, definitivamente diverso frente a las sociedades que antes fueron colonias de España. Los gritos del guerrerismo “bolivariano” y el propio movimiento golpista, capaces de mover a las masas contra el establecimiento, susceptibles de anunciar la posibilidad de una violencia de naturaleza política, desvelaron el secreto que pretendíamos ignorar, aunque estuviese guarnecido en lo más recóndito de la sociedad, asomándose a ratos cuando lo permitía la república opulenta. No es cierto, mostraron los “bolivarianos”. Su propia presencia y el entusiasmo que despertaron, determinó la negación el mito.
¿Acaso no eran como los gorilas del cono sur, tan faltos de ideas como la soldadesca centroamericana, tan fundamentalistas como los oficiales del fujimorazo, tan chatos como todos juntos en la lectura de los males nacionales? El hecho de observarlos propalando sus homilías nos expulsó del edén y nos mudó al purgatorio, A un purgatorio igual o peor a los del vecino, que veíamos como cosa separada e inferior. Milicos, momios, temor, rumores, tropas en la calle contra los cívicos iracundos, gentes en fila para buscar alimento y protección, la sensación de que el régimen democrático no era duradero se convirtieron en parte del paisaje, como en los países cercanos. Nos comenzamos a parecer a los demás. Tal vez sea esa la única deuda que debamos cancelar a los “bolivarianos” que vienen destrozando el paraíso desde 1992.
Pero sería injusto achacarles muchas de las distorsiones relacionadas con el patriotismo venezolano. Lo mismo pasa con los ritualistas mencionados antes. En el fondo no hacen sino repetir el discurso propuesto a partir de 1810, cuando comienza el proceso insurgente. Lo del paraíso tropical fue pan diario en la Gaceta de Caracas, en el Semanario de Miguel José Sanz y en el Correo del Orinoco, por ejemplo. El mensaje servía entonces para ganar prosélitos, como ahora sirve para engañar incautos y para disgregar sentimientos. En el fondo no hacen más que proseguir una apologética iniciada en 1830, cuando la autonomía necesitaba la construcción de un santoral partiendo de la epopeya recién terminada. Un santoral de hipérbole que inaugura Páez y alcanza el clímax durante el guzmancismo. Los gobiernos del siglo XIX llegan a hacer una codificación tan machacona, tan invariable y tan ineludible en torno al proceso de la fundación republicana, que mueve sin solución de continuidad las actitudes masivas de la actualidad. De tanto repetirse, la codificación llega a aburrir y se aletarga, pero nunca faltan los campaneros del empíreo que se ocupan de colocarla otra vez en el cetro de la escena.
Usualmente los campaneros no se ocupan de ver que está loco el caballo blanco del Escudo Nacional, o que el bizarro animal puede simbolizar el atolondramiento de quienes lo reverencian, pues anda a galope mirando hacia atrás sin ocuparse del probable choque que le espera por andar en volandas sin fijarse en el camino. Tampoco extrañan que el escudo de la criolledad esté adornado por unas hojas tan extrañas como las olivas, que no se dan en la tierra que representa, sino en mundos remotos. Ni siquiera sienten una ronchita en el himno que coloca a los señores primero que a los siervos en sus bravías estrofas, ni se incomodan por ser tan fatuos en la predilección de su terruño cuando la letra de la misma canción asegura la existencia de una sola nación mayor y más trascendente por mandato de la divinidad. Ninguno presagia la alternativa de considerar que los valores del período fundacional corresponden a una época y a unos intereses que no deben necesariamente permanecer en lo posterior. O que responden a simpatías, antipatías y necesidades que no tienen que ser a la fuerza las nuestras.
Ciertamente los símbolos y los héroes no pueden someterse a descarnado examen. Son héroes y son símbolos. En consecuencia, son como los santos y como los objetos que testimonian la santidad. Pero no les cae mal un barniz de historicidad, una revisión de su temporalidad, un olor a cadáver y a cosas de cadáver, susceptibles de permitir un acercamiento más ponderado a sus obras. Que vuelvan después a los altares, sin que por ello los fieles se les alejen. Acaso sea una operación más edificante que poner calcomanías de la bandera tricolor en el carro, como testimonio de reverencia por la patria.
Ojalá que todo terminara en banderitas de automóvil y en gorras que evocan la heroicidad. Aunque compendian sentimientos superficiales, aunque son estereotipos que mucho ilustran sobre el descamino de sus portadores, pueden parecer inocuas. Por desdicha, las chapitas y las pegatinas solapan un absurdo sentimiento de superioridad frente a quienes no las usan a pesar de contarse entre los miembros de la misma nacionalidad; pero también, seguramente, al desprecio de los hombres que no tuvieron la fortuna de ver la luz en la Tierra de Gracia. Se llega así a una fragmentación sin fundamento objetivo, que traspasa los linderos del mapa y cuyo origen se encuentra, por lo que guarda nexos con la sensibilidad de nuestros días, en la manipulación de los procesos históricos que ha llegado a su apogeo a partir de la intentona golpista de 1992.
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(Este texto se publicó por primera vez en enero de 1998: Folios No. 301, revista editada por el