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Enrique Krauze

La Cosa nostra y la nuestra

Enrique Krauze

En la definición clásica de Max Weber, “el Estado tiene el monopolio legítimo de la violencia dentro de un territorio”. En Sicilia, el nuevo Estado italiano (1870) fue incapaz de ejercerlo, lo cual provocó el nacimiento formal de la mafia. Algo similar está ocurriendo en México. El antiguo régimen creyó dominar a la naciente mafia pactando con ella. Se equivocó. Los gobiernos de la transición democrática la enfrentaron de manera errática, tibia e incluso turbia. Se equivocaron. Desde 2018, el Estado mexicano renunció a enfrentarla. Se ha equivocado aún más. En el México de hoy, como antes en Sicilia, el uso ilegítimo de la fuerza por la delincuencia desplazó al uso legítimo de la fuerza por el Estado.

Hay paralelos estremecedores. En México son famosos los narcocorridos y las series de narcos. También en Sicilia la mafia gozó de buena fama. Su aparición coincidió con el estreno en Palermo de una obra de teatro, I mafiusi de la Vicaria, que tuvo inmenso éxito y presagió el aura de heroísmo que por mucho tiempo rodeó a los maleantes.

En Sicilia, la unificación italiana significó nuevos impuestos, servicio militar obligatorio y la presencia de una nueva clase política despótica y ajena a la isla. Este doble agravio de desatención y abuso habría reforzado a la mafia. Ya en 1867, el alcalde de Palermo describía así la nueva forma de dominación ilegítima, la Cosa nostra.

La mafia es poderosa, quizás más poderosa de lo que la gente cree… Solamente aquellos que gozan de protección de la mafia pueden moverse libremente en el campo. La falta de seguridad ha provocado la siguiente situación: cualquiera que quiera ir al campo y vivir ahí debe convertirse en bandido. No hay alternativa. Para defenderte a ti mismo y a tu propiedad, debes conseguir protección de los criminales, y atarte a ellos de alguna manera.

Ucciardone, la prisión de Palermo, es un gobierno en sí mismo. Desde ahí se dictan las reglas y órdenes. En Ucciardone lo saben todo, lo que nos hace pensar que la mafia ha reconocido formalmente a los jefes. En el campo alrededor de Palermo, los grupos criminales han proliferado y hay distintos jefes, pero a menudo actúan coordinados unos con otros y buscan liderazgo en Ucciardone.

Un Estado indiferente y omiso, territorios ocupados, derecho de piso, gobierno mafioso desde las cárceles. ¿No es eso lo que estamos padeciendo en México?

Aunada como la langosta bíblica a los desastres naturales –el terremoto de 1908 dejó 60,000 muertos en Mesina–, la mafia siciliana fue desgarrando el tejido social y apagando, segando o dominando las fuentes productivas de Sicilia cuya población emigró en masa a Argentina y Estados Unidos, país donde la mafia puso sucursales que se volvieron capitales. En México, país telúrico, asistimos al mismo desgarramiento, seguido de olas migratorias de gente inocente y mafiosos transnacionales.

Aunque la historia de la mafia siciliana está ligada al carácter agrícola de la isla, a lo largo de un siglo diversificó sus operaciones hasta volverse una multinacional dedicada al asesinato, secuestro, fraude, extorsión, contrabando, juego, blanqueo de capitales, tráfico de armas y personas, narcotráfico, etc…

En Sicilia, la mafia ha sufrido golpes esporádicos, a veces severos, por parte del gobierno italiano, pero nunca fue doblegada. Parecía invencible, hasta que el martirio de los jueces Giovanni Falcone y Paolo Borsellino, asesinados en 1992 por la mafia, cimbró a Italia y convenció a los sicilianos de que la batalla por la legalidad era al menos posible.

También en México se han asestado golpes a la hidra, nunca definitivos. Lo que no hemos tenido, desdichadamente, es un movimiento nacional de repudio al crimen y respaldo a la legalidad.

Sicilia, esa isla prodigiosa, testigo de todas las culturas mediterráneas, perdura con dificultad. Una muestra es la ciudad de Agrigento. Violenta desde siempre, se respira en ella un aire de desolación, opresión y tristeza. En Agrigento no se habla, se musita. Los taxistas son los escuchas de la mafia. ¿Qué sería Sicilia si imperara en ella el Estado de derecho?

Inevitablemente pienso en México, en Michoacán, en Tamaulipas, en todas las zonas de México que ya no son enteramente nuestras.

El futuro siciliano está aquí. El mexicano teme, sufre en silencio, cierra negocios, entierra a sus muertos y emigra. ¿Qué sería México si imperara entre nosotros el Estado de derecho?

10 de julio 2023

Letras Libres

https://letraslibres.com/politica/enrique-krauze-la-cosa-nostra-y-la-nue...

Lección siciliana

Enrique Krauze

En la tierra de “El padrino” no se venera a los delincuentes sino a los jueces. La memoria de dos de ellos ha quedado grabada en la imaginación popular: se llamaban Giovanni Falcone y Paolo Borsellino. En Palermo los niños peregrinan con sus maestros a la iglesia de Santo Domingo donde yacen sus restos. Los jueces no son sólo héroes civiles: son santos laicos.

Hasta 1986, las extorsiones, robos y asesinatos de la Mafia siciliana se juzgaron como crímenes individuales y no como la acción concertada por una organización delictiva. Todo cambió aquel año, cuando se llevó a cabo en Palermo el llamado “maxiproceso”, un juicio que puso ante el tribunal a 475 miembros de la Cosa Nostra. Los informes del mafioso arrepentido Tommaso Buscetta, recogidos por Falcone y Borsellino, resultaron cruciales para sostener el proceso. Al final, 360 acusados terminaron tras las rejas. Fue el primer gran golpe contra el crimen organizado en Sicilia.

Pese a todo, los reos confiaban en una pronta liberación. Así había sucedido siempre, gracias a las amenazas de la Mafia y a sus complicidades en todos los niveles del gobierno. Pero Falcone y Borsellino se empeñaron en el cumplimiento de las sentencias: protestaron por la cancelación en segunda instancia de algunas condenas y durante cinco años se encargaron de procesar las apelaciones de los convictos. Así lograron anular las absoluciones. Los mafiosos que habían sido liberados retornaron a la cárcel, muchos para permanecer ahí de por vida.

Aquella victoria de los jueces fue mucho más profunda que la mera condena de los criminales. Ocurrió un cambio en la percepción pública, en el ánimo social. En palabras de Falcone, se había logrado “privar a la Mafia de su aura de impunidad e imbatibilidad” (Cose di Cosa Nostra, 1991).

Naturalmente, los jueces quedaron en la mira de la Mafia. Falcone se trasladó a Roma en 1991 para dirigir el departamento de asuntos penales del Ministerio de Justicia, donde prosiguió su trabajo bajo fuertes medidas de seguridad. Pero en una visita a su tierra natal, el 23 de mayo de 1992, una carga de 500 kg de TNT y nitrato de amonio colocada bajo la autopista que conduce al aeropuerto de Palermo estalló a su paso. El juez, su esposa y tres guardias murieron en el atentado. La orden de asesinarlo provino del “jefe de jefes”, Salvatore Riina, sentenciado en ausencia a cadena perpetua en el “maxiproceso”.

También Paolo Borsellino se sabía condenado a muerte. Desde su posición de “juez antimafia”, había denunciado con energía el aislamiento en que los políticos dejaban a los juzgadores, así como la falta de voluntad del Estado para respaldar el combate contra el crimen organizado. Menos de dos meses después del asesinato de Falcone, el 19 de julio, la amenaza se cumplió: cuando llegaba a visitar a su madre en la vía D’Amelio de la capital siciliana, un automóvil bomba cargado con 110 kg de TNT estalló frente a la vivienda, causando su muerte y la de cinco escoltas.

Los crímenes llenaron de indignación a toda Italia. Miles de sicilianos salieron a las calles para manifestar su rechazo al crimen organizado, un acto sin precedentes en la isla, donde solía prevalecer el silencio ante los actos de la Mafia. Aunque Borsellino tuvo un funeral privado, en las exequias de sus guardias, celebradas en la catedral de Palermo, una multitud crispada rompió el cordón de seguridad y entró al templo para increpar al jefe de la policía y al presidente de la República.

El asesinato de los jueces resultó contraproducente para la Mafia. Ante la presión social, la respuesta del gobierno italiano fue enérgica. Gracias a un gran despliegue policial, Salvatore Riina fue detenido a principios del año siguiente. Así terminaron sus dos décadas de mando sobre la Cosa Nostra. Permaneció en prisión 24 años hasta su muerte en 2017. Decenas de otros participantes en los atentados fueron también consignados ante la justicia.

La Mafia no ha sido vencida en esa isla prodigiosa por donde han pasado todas las culturas del Mediterráneo. La Mafia, que como la langosta arrasa con todo lo viviente, mantiene aún a Sicilia en un estado de retraso. Pero en Sicilia el ciudadano no tiene dudas de dónde está el bien y el mal. En Sicilia, el ciudadano protesta, a veces solo simbólicamente, contra la Mafia.

En Sicilia, a la delincuencia no se le trata con abrazos ni se le responde con balazos: se le persigue con la justicia y se le aplica la ley. ~

29 de mayo 2023

Letras Libres

https://letraslibres.com/politica/enrique-krauze-mafia-sicilia-jueces-le...

Carta a un peruano

Enrique Krauze

Pedro Castillo | Foto La Nación

Me tomo la libertad de escribirle porque soy un historiador mexicano que quiere al Perú. Estoy convencido de que su país se juega la vida en las próximas elecciones. Desde hace muchos años he estudiado los populismos latinoamericanos y sé bien que su mezcla letal de culto a la personalidad, dogmatismo ideológico, mentira propagandística e irresponsabilidad económica, destruye a los países, no por unos años, no por un período: los destruye para siempre. Y no quiero que eso ocurra con el Perú.

Tampoco quise que ocurriera en Venezuela. En 2009 escribí El poder y el delirio, donde expliqué las razones por las que creía que ese régimen hundiría a Venezuela en la crisis más severa de su historia. Pero nunca imaginé la dimensión de la tragedia: hoy Venezuela, el país más rico del mundo en reservas petroleras, es, junto con Haití, el más pobre de América. Y no solo eso: es una dictadura feroz, un Estado forajido. 5 millones de venezolanos han debido emigrar de su patria, 1 millón de ellos al Perú. Encuéntrelos usted, y formule una pregunta muy sencilla: ¿lo que el comandante Hugo Chávez prometió al llegar al poder, es similar a lo que promete el profesor Pedro Castillo? Verá usted que sí, que las promesas son las mismas. Y los resultados, tarde o temprano, créame, serán los mismos.

No soy ciego a los dolores históricos del Perú. Lo visité por primera vez en 1979. Entonces conocí el retraso de la región andina frente a la costa, la postración y pobreza de sus mayorías indígenas, la omnipresencia (en el idioma, en el trato social, en las disputas políticas) de terribles enconos étnicos. Poco después la democracia peruana desplazó a los regímenes militares, pero para entonces su país había caído en el horror de la guerrilla Sendero Luminoso y el precipicio del populismo económico.

Pasaron diez años hasta mi siguiente visita. “No hay límites para el deterioro”, leí en un libro de Mario Vargas Llosa. Y era verdad: un ejército de niños pordioseros invadía las zonas comerciales de Lima, los militares patrullaban las calles en espera del siguiente acto de sabotaje, los secuestros y asesinatos se habían vuelto noticia diaria, los cambistas agitaban sus fajos de “intis” devaluados.

Y sin embargo, Perú despertó. Frente a ese drama, Vargas Llosa proponía un programa de liberalización que acotaba el papel económico (no social) del Estado. Su derrota fue dolorosa, pero su proyecto fue adoptado en alguna medida por Alberto Fujimori. La desaparición de la guerrilla fue un alivio, pero nada justificó jamás el carácter dictatorial y corrupto del régimen de Fujimori.

El Perú merecía amanecer al siglo XXI con otro horizonte. Y pareció que apuntaba. Soy testigo de la esperanza que concitaron Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski, y la terrible decepción que dejó cada uno por motivos diversos y un denominador común: la corrupción. Y sin embargo, a lo largo de ese mismo período, el desarrollo del Perú fue sorprendente.

Deploro los pésimos gobiernos y la irresponsabilidad e ineptitud de la clase política. Sé muy bien que la pandemia ha empobrecido de nuevo, dramáticamente, al Perú. Y sé que muchas de las viejas llagas siguen abiertas o se han abierto aún más. Pero su país necesita recobrarse, ganar tiempo. No todo está perdido, por eso sería suicida perderlo todo. Keiko Fujimori está a años luz de ser una candidata ideal, pero es la candidata posible para que el Perú no se precipite al abismo donde se encuentra Venezuela. Si triunfa, además de mostrar que puede gobernar con absoluta transparencia y rectitud, debería propiciar el debate público, que es la mejor vía para el surgimiento de nuevos liderazgos.

Sí hay futuro para el Perú. Sí hay ideas innovadoras para atender a la población más necesitada. Sí hay vías para que lleguen al poder nuevas generaciones. Por eso le pido que vote por ese futuro posible.