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Américo Martín

Entre la clandestinidad y la prisión

Américo Martín

Te llaman por teléfono

– ¿De parte de quién?

– No se identificó.

Estoy en mi casa, en la quinta Mares. Maquinalmente tomo el auricular y una voz seca, cortante, me pregunta:

¿Usted conoce a Eduardo Angarita?

Agarraron a Frank, pensé. ¿Cómo debo contestar? Opto por demostrar indiferencia y me las doy de chistoso. Lo que me sale, lo sé bien, de cómico no tiene nada pero por ahí me voy

¿Angarita? ¡Claro que la conozco! La tomo y me gusta.

Deliberadamente he trastocado el nombre de Angarita por el de Kantarita, el yogurt de moda con el nombre de “leche acidófila”. El tipo me cuelga con brusquedad.

La Seguridad Nacional tiene el número de mi casa. Seguramente los espías lo tomaron de la libreta telefónica de mi amigo preso. Frank, obviamente no ha dicho nada comprometedor sobre mí, de otro modo no me llamarían, me capturarían por sorpresa.

Entre la clandestinidad y la prisión

Hay por lo menos dos asuntos de estos trajines de la política que nos enloquecen un poco sin darnos cuenta: la clandestinidad y la prisión. La primera la viví con acento muy especial desde 1953 hasta 1958; el trastorno mental de la segunda lo descubriré en la década de los años 1960, cuando me convierta en preso estable de una democracia.

La clandestinidad despierta fantasmas dormidos. Estamos en el asueto de diciembre. El incidente de Eduardo Angarita me lleva a una absurda conclusión: al comenzar las clases en enero me esperará la consabida comisión de la Seguridad Nacional en la puerta del liceo. Únicamente le transmito mis inquietudes a mi amigo Omar Zamora, quien sin necesidad de clandestinidad o cárcel es más loco que yo. Le parece totalmente válida mi conjetura.

Decido empezar a prepararme para las preguntas del interrogatorio policial y me dispongo a afrontar la tortura, que doy por descontada. Ni siquiera he pensado en enconcharme. A mis 15 años no se me ocurre cómo funciona eso aunque teóricamente lo recomiende a mis compañeros.

Llega enero, voy a clase, no pasa nada ese ni ningún otro día. No sé si aprendí la lección. No pude comprobarlo porque lógicamente nunca se me presentó una situación imposible como la inventada esa vez por mi febril imaginación.

Entre el desastre de la Constituyente de 1952 y fines de 1957 la dictadura sienta sus reales en Venezuela. Reducida por los golpes materiales, la resistencia se repliega y va cayendo en la pasividad y la resignación. Es un mar de tranquilidad inalterable. Viejos adecos y comunistas deambulan como sombras rumiando pérdidas. Basculando de la preocupación a la esperanza, mi tío Luis Estaba, adeco ya sin oficio partidista, ha descubierto no sé cómo mi condición de militante clandestino. Soy el hijo de su hermana y le angustia el peligro al que me expongo con tan ingenua tranquilidad. Pero le entusiasma saber que la llama de la resistencia no se ha extinguido ni se reduce a viejos militantes errantes. Ahí hay unos jóvenes ejerciendo o intentando hacerlo el papel de relevos. Lo veo salir de su casa de El Conde, en el este 12 y él me ve en dirección al puente de San Agustín, rumbo al cine Alameda.

– Ven acá que quiero preguntarte algo

– Hola tío, ¿qué hay?

– ¿Ustedes se reúnen? me arroja como si fuera una piedra. ¿La juventud del partido se está reuniendo?

Necesita recibir noticias optimistas para elevar el ánimo. No pudo encontrar nadie mejor que optimistas irredentos como uno.

Claro, por supuesto. Nos reunimos regularmente y en total secreto. Nos estamos reconstruyendo. Todavía no es el momento de pasar a la ofensiva, le advierto ensayando el lenguaje de las estrategias y las tácticas, ya aprendido en mi actividad de novato.

Esa es la tónica dominante en la pax romana impuesta por la dictadura. Pero como no todo puede quedar en aguas submarinas constituimos grupos culturales cuyas actividades sean toleradas, con el fin de movernos en el plano legal así sea en forma indirecta

En 1953 conozco por primera vez una cárcel por dentro. Salimos del liceo y caminamos amigablemente hacia el parque Carabobo los comunistas Vincencio González, Jesús David Garmendia y Luis Álvarez Domínguez, y los adecos Romulito y yo. Al llegar al parque nos rodean varios espías. Somos trasladados a la Seguridad Nacional, cuya sede estaba todavía en El Paraíso. Observo una virgen en la sala de entrada, pero no es La Coromoto. Nos sientan sin presionarnos demasiado. Un señor llama:

Romulito, pasa para acá

– Mi nombre no es Romulito. Me llamo Rómulo Henríquez Navarrete.

– Ven acá

Suponemos que nos irán llamando. Luis portaba en sus bolsillos propaganda de su partido. Como pudo, se desprendió de ella y la introdujo bajo el asiento del carro donde habíamos sido trasladados a la Seguridad Nacional. Esperamos quizá dos o tres horas. Han seguido hablando con Romulito. Se nos acerca un agente de pelo cano llamado Luis Torres, y uno a uno nos va preguntando:

– ¿Cuántos años tienes?

– Dieciséis, dicen mis compañeros, quince, remato yo

El canoso nos mira con conmiseración

¡Qué bolas las de ustedes! ¡En lugar de ponerse a estudiar….!

Inesperadamente aparece Romulito. Alguien lo había mencionado o su nombre aparecería en una agenda inapropiada, lo cierto es que no lo acusaron de nada. Fue una simple exploración sin consecuencias. Ninguno ha sido registrado en el archivo policial y puedo regresar a mi casa sin que mis padres llegaran a sospechar lo que me había ocurrido.

Pienso en la buena suerte de Luis Álvarez. Cuando den con los papeles que escondió en el carro de la Seguridad no podrán relacionarlos con nosotros precisamente porque no tuvieron la previsión de levantarnos las fichas de rutina y de dejar constancia del incidente. La burocracia, siempre tan oportuna, preferiría botar los papeles al cesto para no trabajar de más.

Este es el último artículo de Américo Martín. Extrañaremos su pluma, siempre consecuente con esta, su casa editora. Paz a su alma.

Américo Martín era abogado y escritor.

La lucha clandestina

Américo Martín

En enero de 1953 se concreta mi ingreso a la juventud de AD, a través, lógicamente, de Rómulo Henríquez. Los asesinatos de líderes de AD, la persecución intensificada, el miedo y el deprimente pesimismo causado por el desconocimiento de la voluntad popular en las elecciones para la Constituyente, se conjugan para minar la conciencia colectiva y provocar un reflujo casi total. AD está extremadamente golpeada. El PCV también, aunque conserva indemne su dirección política clandestina. El intocable e incansable Pompeyo Márquez es cada vez más conocido y respetado, incluso por quienes, no obstante oponerse a la dictadura, rechazan el comunismo.

Salimos del liceo hacia el parque Carabobo. Las incorporaciones de nuevos militantes son muy selectivas y por cuenta gotas. La dolorosa experiencia de las infiltraciones impone una cautela que por el momento frena el crecimiento acelerado de la organización. Sentados frente y junto a mí están Rómulo tal vez Frank Peñaloza y algún otro que no recuerdo.

Me darán una charla estimulante de iniciación, dada mi condición de recién llegado, y el responsable de hacerlo es Jaime Pagés, un estudiante de Ingeniería en la Universidad Central. Me da la bienvenida y me explica reposada y ampliamente la importancia del compromiso que estoy adquiriendo. De seguidas me hace una serie de recomendaciones bastante apreciables en ese momento, aunque con los años las he olvidado. Jaime es un hombre serio, sin aspavientos ni hipérboles. Me gusta eso.

Después de la ceremonia me asignan mi primera responsabilidad. Militaré en una célula liceísta dirigida por Rómulo. Para completar el número tres, Nerio Oquendo. Observo la extensión del repliegue de la política de AD desde la era expansiva de Leonardo y su esperanza de un rápido retorno al poder. Todavía quedan recuerdos. En varias paredes leo: “AD volverá”. Rómulo aprovecha para ilustrarme sobre el imperativo de la unidad de la resistencia.

-Esa consigna es sectaria. Impide la unidad, tarea que debemos enfatizar.

A mí no me disgusta del todo el lema “AD volverá” Me parecía una manera valiente de responderle al gobierno y de demostrar perseverancia, pero comprendo los motivos que inducen al cambio.

Poco después me llega una nueva convocatoria por la vía de Frank. Nos reunimos cerca del parque Los Caobos. Es una nueva troika, esta vez Frank, Omar Zamora y yo. El personaje invitado es Juan Pablo Peñaloza, hermano mayor de Frank. Es la encarnación de un perseguido político. Acepta esa condición con una serenidad impresionante. La Seguridad Nacional le sigue los pasos y dada la precariedad de medios en que se encuentra sumido el partido por haberse secado el entusiasmo de muchos colaboradores, no hay donde esconder a Juan Pablo. ¿Resultado? Se le ha autorizado a tomar el camino del exilio.

-La juventud y el partido, comienza Juan Pablo con gran aplomo, están muy maltrechos. En San Agustín nos estamos recuperando y eso ha sido posible por el esfuerzo de Frank y Rómulo. Esta reunión es para seguir haciéndolo. Ustedes tres constituirán la dirección parroquial. Frank será el responsable, Omar el jefe de propaganda y tú Américo, el de finanzas.

-Quisiera encargarme de la propaganda y Zamora que asuma las Finanzas, me animo a contraproponer.

Omar acepta el cambio y yo me retiro con emociones nuevas, embriagado de atmósferas clandestinas. Cada uno se ha puesto un seudónimo. El de Frank es Eduardo Angarita. Lo recuerdo por un incidente que ocurrirá unos meses después. Mi nombre de guerra y el de Omar los he olvidado. Entretanto en el liceo jugábamos a los enmascarados.

Los jóvenes adecos y comunistas confirmaban los temores del régimen. Se congregaban en grupos extrapolíticos para cobrar visibilidad y usaban con frecuencia nombres de escritores o líderes muertos o exiliados.

Leticia Bruzual, militante de la juventud comunista, me invita a escribir de literatura en una cartelera de su organización. Los temas políticos abiertos no pueden abordarse directamente. A través de la literatura algo más puede obtenerse.

El asedio a los líderes de AD y la detención de mis tíos maternos me impulsan a asumir la política con ciega pasión. En el caso de un joven sin muchas experiencias vitales ese espíritu se identificaba con la resistencia y el supremo sacrificio. Entré de lleno en la vorágine y en ella permanecí en medio de los virajes impuestos por la realidad. Al llegar a los 7O años no tuve más remedio que tomarme las cosas con más calma y distancia. Razones físicas, sí, pero también un cansancio mental difuso. Esa historia la contaré cerca del fin de estas Memorias aunque, en rigor como todas ellas, no tengan fin.

El último acto presenciado por mí desde la cercanía pero todavía no desde la militancia, fue la elección de la Asamblea Nacional Constituyente el 30 de noviembre de 1952. Al igual que más tarde lo hará en Colombia el general Gustavo Rojas Pinilla, Pérez Jiménez pretendía legalizar el golpe a través de un órgano de soberanía originaria como ese y hacerse elegir presidente constitucional. Eran tantas y tan visibles las sombras acechantes de fraude electoral que Betancourt y Leonardo cometen el error de firmar en conjunto un llamado a la abstención.

Es de imaginar lo obligante que sería para los militantes de AD el llamado suscrito por sus dos más respetados líderes. No faltará quien defina el acto de votar como una traición a la imagen ensangrentada de Leonardo. Y sin embargo, la realidad fue demasiado poderosa; acercándose el minuto final la militancia, en su mayoría, decidió concurrir a votar. El mismo Betancourt dio marcha atrás: sin desdecirse abiertamente, dejó hacer.

Twitter: @AmericoMartin

Américo Martín es abogado y escritor.

Carnevali y Pompeyo

Américo Martín

De cómo se produjo la singular entrevista entre Carnevali y Pompeyo, los dos líderes en ese momento más perseguidos del país, dio un pormenorizado testimonio Homero Arellano. La iniciativa había partido de Alberto y su enlace fue Simón Alberto Consalvi. Esa reunión dio lugar a otra, esta vez con la presencia de URD en la persona de Domínguez Chacín. La idea unitaria había avanzado tanto que Carnevali y Domínguez Chacín no tuvieron el menor reparo en encomendar al jefe de los comunistas la redacción del primer manifiesto de la unidad.

Antiguo militante de AD posteriormente incorporado al PCV hasta su separación de ese partido, Homero Arellano tenía estrecha relación con la dirección clandestina de los comunistas. Incluso el mítico Pompeyo estuvo enconchado en su casa. Yo lo conocí en 1957.

Estábamos presos en la cárcel de El Obispo y hablando con él descubrí importantes campos nuevos de reflexión. Me dio pormenores de la unidad, desconocidos por mí. Rememoro los cambios que asomaban en la situación política de Venezuela. ¡Cuántos ángulos y matices nuevos a partir del fraude de 1952! La dictadura destruía las estructuras de los partidos de la resistencia, pero el espíritu de la unidad descendía sobre ellos. Eran sombras ocupando espacios destruidos. Lo que perdían físicamente comenzaban a ganarlo espiritualmente. A última hora el intento, lamentablemente, se frustró.

-Nos encontrábamos reunidos –escribe Pompeyo- Guillermo García Ponce, Eloy Torres y yo dándole los últimos toques al documento, cuando oímos por la radio la noticia de la detención de Carnevali

Un esfuerzo de esa magnitud solo volverá a materializarse años después, con la creación de la Junta Patriótica. La diferencia es que esta vez la iniciativa partirá del PCV.

Esta fue la segunda y definitiva prisión del estupendo estratega. Dos años antes había caído en manos de la Seguridad Nacional. En esa ocasión la respuesta de AD fue fulgurante. El 26 de julio de 1951 una limpia operación organizada por el aparato especial del partido lo rescata en forma espectacular del Puesto de Salas de Caracas, donde sus carceleros lo habían trasladado para atenderle algunas afecciones de salud. La operación de comando la dirige en forma airosa el sindicalista Salom Meza Espinoza, estrecho amigo de mi familia, más tarde capturado y sometido a una tortura que soportó sin doblegarse.

Con esta fuga, Carnevali logra un elevado prestigio en AD y en las organizaciones de la resistencia. La acción ha afectado hasta cierto punto la moral del aparato represivo y simultáneamente levanta la de su propio partido, angustiado como estaba por la muerte de Leonardo y la enfurecida persecución política.

Pero Carnevali no puede poner en práctica su viraje. Apresado de nuevo cuando no ha cumplido los 40 años, es remitido a la penitenciaría de San Juan de los Morros.

En 1953 muere en prisión, víctima de un cáncer avanzado. A su deceso siguió el bárbaro crimen cometido contra el poeta y secretario general sustituto, Antonio Pinto Salinas, hombre de gran sensibilidad humana y de procedencia religiosa. Había estudiado Teología en Roma. Me interesa resaltarlo para indicar cómo se había alejado AD del marxismo y del comunismo. Un hombre de la inclinación nada marxista de Pinto Salinas ejercía ahora la secretaría general del partido de Betancourt. El policlasismo del que se ufanaba AD no solo era una realidad social sino también ideológica.

De Nueva York a Montreal

En 1951 viajé al exterior por primera vez en mi vida. Era un descanso turístico sin implicaciones políticas que no venían al caso porque yo no era un político ni me pasaba por la sesera serlo. Mi hermana la “Nena” estudiaba en Montreal. La veríamos allá, iría con nosotros a Nueva York y de allí regresaría a Canadá. La expedición la conducía María y su tripulación la integrábamos Luis Antonio, la “Nena”, José, Lupita y yo. Por compromisos de trabajo, Lucho se quedaría esa vez en Venezuela.

¿Qué era en ese momento la política para mí?

Nada, absolutamente nada. Lucho esperaba verme graduado de arquitecto y logró inculcarme esa, mi primera aspiración. Me había comprado libros sobre estilos arquitectónicos, pero pese a mi entusiasmo nunca los leí completos y por desgracia mi padre lo supo.

En Nueva York sucedió algo inesperado. Un exiliado venezolano nos frecuentó. Estábamos en el hotel Robert Fulton, no lejos de Riverside. Un día me llama aparte y me entrega un libro de la resistencia. En la portada, el retrato de Ruíz Pineda. No recuerdo si sería Venezuela bajo el signo del terror ni si me dijo bajando la voz o fui yo quien lo imaginé después:

-Es el Libro Negro contra la dictadura.

Pero sea esa u otra obra editada por fuentes amigas de los exiliados de AD, la traeré escondida debajo de la correa y el pantalón. Y ahora me pregunto: ¿por qué se dirigió a mí y no a mis hermanos mayores?

Ese inesperado contacto me reconectó de nuevo con la política pero solo momentáneamente. Cumplí el encargo de traer el libro a Venezuela con la emoción de un adolescente creyéndose en trance de correr un peligro histórico. Y quizá hasta fuera cierto.

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Américo Martín es abogado y escritor.

Acción Democrática, Leonardo y Alberto

Américo Martín

El 7 de diciembre, a menos de un mes del derrocamiento de Gallegos, la Junta Militar decreta la disolución de AD. Al día siguiente el CEN de ese partido publica un manifiesto anunciando el inicio de la resistencia contra la dictadura militar. Si Delgado esperó alcanzar con el decreto un estado de paz resignada, el texto del manifiesto de AD debió preocuparlo.

Él no era hombre de combate ni dado a los extremos, pero se encontraba con un enemigo dispuesto a pelear hasta el fin, al costo que fuera. Sus rasgos personales no se avenían con la mayor disposición de sus dos compañeros de Junta a extremarla represión. No se necesitaba ser especialmente sagaz para entrever una enconada lucha por el poder entre “los tres cochinitos”, como una vez los denominó un reportero de El Nacional. Pagó por eso. Y también pagó el diario de Miguel Otero.

El fallecido mandatario –según supe luego– aparentemente le tenía afecto a Pérez Jiménez, quien a su vez decía guardarle admiración y cariño, pero no cabe duda que, con mirada florentina, Delgado lo calibraba bien, así como a su logia, la Unión Patriótica Militar. Calibraba y temía lo que pudieran hacer desde el poder sin una fuerza moderadora, en este caso la encarnada en él. En la realidad profunda desconfiaba de Pérez Jiménez al punto de haberlo excluido de la lista de tres militares que conformarían la Junta con la mayoría civil de AD, aprovechando que el otro fue el primer detenido por el gobierno de Medina.

No sé si semejante conjetura sea válida, pero podría explicar sin hipérboles varias de sus indecisiones. No dejaba de valerse de la intriga: tal vez por habérselo insinuado Delgado, Pérez Jiménez siempre creyó que el autor de la maniobra había sido Betancourt. No faltó quien atribuyera a eso el odio del militar tachirense hacia el civil guatireño.

Por su manera de ser, Gallegos no abundó en la traición de su amigo y subalterno. Habló poco del tema y prefirió adoptar un silencio despreciativo. En cambio, sin ser vengativo ni especialmente rencoroso, Betancourt no era nada comedido con sus enemigos políticos. Era un líder de garra, atento a las situaciones ante las cuales siempre tenía respuestas.

Años después, estando yo preso, con mis cicatrices guerreras bajo el gobierno del presidente Leoni, y en la tranquilidad que se me daba, leí completos y fiché una buena cantidad de libros, entre los cuales menciono ahora los tres tomos de El Capital y la imprescindible obra escrita por Betancourt en el exilio, Venezuela, Política y Petróleo. He perdido no pocas de las fichas que con tanto entusiasmo escribí, pero guardo otras. Sobre ellas vuelvo ocasionalmente. Me han ayudado a documentar los libros que iré produciendo, además de algunas partes de estas Memorias.

En el lugar donde se refiere a Delgado, dice Rómulo:

-Mientras Miraflores era una marmita en ebullición, Delgado Chalbaud se había quedado dormido, con la taza de café vertida sobre el uniforme y la mandíbula inferior caída sobre el pecho. Esa noche se reveló como un hombre cuyos nervios se quebraban. Le faltaba el combustible de una gran pasión.

Más adelante, al aludir al golpe contra Gallegos, escribe:

– Entre Delgado Chalbaud y Pérez Jiménez había dos zonas de coincidencia obvia: la ausencia en ambos de escrúpulos morales y la irritada mala voluntad hacia el pueblo.

Alguien, no recuerdo quién, me contó lo ocurrido con los militares golpistas a la hora de escoger el presidente de la Junta. El cuento sería, probablemente, una fantasía nacida del desconocimiento de los pormenores, que nadie ha tenido especial interés en precisar. Con todo, aparte de cuánta verdad o mentira soporte, da cuenta aproximada del carácter de Delgado, Pérez Jiménez y Llovera Páez. Redactada el acta, el secretario –¿Miguel Moreno?– la pone a disposición de los tres caballeros. En seguida Delgado se adelanta, toma la pluma y pregunta: ¿Dónde firma el presidente? Los otros dos, cogidos de sorpresa, firmaron más abajo. El presidente fue, pues, Delgado, pero la fuerza militar real la detentaba Pérez Jiménez.

Si no es Leonardo es Alberto

El espectáculo debe continuar. Alberto Carnevali suple la ausencia absoluta de Leonardo. Impresionado por los daños ocasionados al partido por la política “de inmediato retorno”, intenta una rectificación. Quiere dar un golpe de timón, desplazando el eje de la estrategia del lugar en que se encontraba y pone de relieve algo más ajustado a la realidad: ya no será más una cuestión de golpes audaces por muy justos que parezcan sus objetivos. La salida ha de ser unitaria y de masas, no por la vía pacífica sino mediante la rebelión. La mecha de combustión rápida, cambiada por una mecha de combustión lenta.

Carnevali honra sus reflexiones políticas. Cuando habla de unidad es unidad. Teniendo muy presente la necesidad de no hacer recaer la resistencia sobre los exclusivos hombros de AD, hace contacto con Copei y URD a fin de preparar una primera declaración conjunta. De seguidas propone a esos partidos la incorporación también del PCV como firmante del documento.

Carnevali no acusa, hace un mea culpa. Ha rectificado casi al tiempo en que lo hace Betancourt en el exilio. Rómulo y Alberto habían aprobado vehementemente varios de los golpes más resonantes organizados con valor y riesgo infinitos por el CEN de Leonardo y Alberto y por el Comité Coordinador de Costa Rica liderado por Betancourt, cuya participación en varias de las acciones fue intensa, pese a la distancia. En un memorándum del 28 de septiembre de 1951 incluido en su Antología política, y publicada en 2003, puedo leer en obra de Gumersindo Rodríguez la opinión de Rómulo Betancourt:

-Hasta ahora cuento con ofrecimientos de un mil rifles modernos y ciento cincuenta mil proyectiles. Aspiro a duplicar esa cifra por gestiones que adelanto afanosamente.

El plan del jefe de AD incluía su participación personal en un desembarco, previo trasbordo en alguna isla vecina del litoral de oriente. Pero esa operación fue abortada el 12 de octubre de 1951. El trasfondo del llamado a la abstención era el golpe que se preparaba con gran pasión. El resultado es la muerte de Leonardo y la rectificación de Betancourt y Carnevali. Aunque los afectos y pasiones de la política son muchas veces inescrutables, el viraje propiciado por ellos allanó posiblemente la diferencia que pudo haber entre Rómulo y Alberto.

En el informe presentado por Betancourt a la IX Convención de AD, la primera en reunirse a escasos meses de la caída de Pérez Jiménez y la primera a la que asistí como delegado, quedaría definida su valoración de la índole de Carnevali, borrados para siempre los malos momentos que hacia 1948 pudieron perjudicar la relación entre los dos. Desde luego, si eso no fuera una típica fantasía de las angustias clandestinas. Comentaré el importante informe de Betancourt cuando lleguemos allá, pero me adelanto a mencionar la forma como se refirió a Carnevali en 1958, a propósito del viraje anunciado por Alberto cinco años antes, cuando su destino estaba escrito.

-Se llevó a la tumba –dirá Betancourt– su gran secreto de estadista y estratega revolucionario.

Twitter: @AmericoMartin

Américo Martín es abogado y escritor.

De magnicidios

Américo Martín

En 1950 estalla la noticia: el coronel Delgado Chalbaud, 41 años de edad, ha sido asesinado. El magnicidio, único en la historia de Venezuela, ocurre el 13 de noviembre. Las miradas se vuelven sobre el coronel Pérez Jiménez, beneficiario directo de esa muerte. Nadie duda de su autoría intelectual ni de quienes oficiaron de ejecutores materiales: los Urbina, Rafael Simón y Domingo. Fueron ellos sin la menor duda los homicidas.

¿Pero quién o quiénes los contrataron?

El relato de los hechos habla de la serenidad de Delgado frente al secuestro de que ha sido objeto y la amenaza de muerte, a la postre, materializada. La intención no era matarlo sino obligarlo a dimitir, pero tratándose de truhanes aparentemente en estado de embriaguez, no fue raro que hablaran las armas de fuego. A uno de la banda se le va un tiro. Hace blanco en Rafael Simón. Con la pólvora y el fuego la sangre se exalta, empujan a Delgado y lo asesinan.

Por alguna razón que no se me alcanza, esta tierra de violencia, a veces espeluznante, no había sido pródiga en magnicidios, sobre todo presidenciales. De hecho no se registraba ninguno hasta ese momento. En comparación con la fecunda historia de magnicidios presidenciales o de personalidades encumbradas de México, Cuba o Colombia, en Venezuela sólo puede contabilizarse el del presidente de la junta militar, Delgado Chalbaud y más tarde la intentona contra el presidente constitucional Rómulo Betancourt. El presidente Joaquín Crespo y el gran líder federal Ezequiel Zamora murieron por obra de francotiradores en el marco de una guerra, no víctimas de un asesinato premeditado.

Si tomamos en cuenta que la muerte del presidente de la Junta Militar fue más bien accidental, queda únicamente el frustrado atentado contra el líder de AD. Por cierto, esta bárbara maquinación no fue dirigida propiamente por venezolanos, sino por el dictador Trujillo. Delgado había traicionado la profunda amistad que lo unía a Rómulo Gallegos pero algo se movería en su alma cuyo chispazo se manifestó aquel día.

El acto previo a la tragedia

Cuando empecé a estudiar mi bachillerato en el Andrés Bello, el presidente Gallegos ya había sido derrocado. AD fue ilegalizado y sus dirigentes perseguidos. Desde la clandestinidad iniciará la resistencia, a la que pronto se unirá el Partido Comunista, ilegalizado a su vez con motivo de la huelga petrolera de 1950. Delgado Chalbaud se había comunicado con Gustavo Machado para aconsejarle que no participara en esa huelga:

-No es un pronunciamiento obrero –le manda decir- sino una tapadera para el golpe de Estado planificado por Acción Democrática

Quizá Delgado sabía o sospechaba que reprimiéndola, los militares duros encabezados por Pérez Jiménez, asumirían la totalidad del poder. Cuenta Pompeyo que Gustavo y él no le dieron mayor importancia a ese mensaje. Ni siquiera lo llevamos al Buró Político.

Tampoco yo dudaba de la autoría del homicidio, pero años más tarde pude estudiar en profundidad el expediente. Había zonas ambiguas en el texto, sin embargo la culpabilidad de Pérez Jiménez no se veía con nitidez. Desde entonces no la sostengo, pero eso no mitiga en nada la mala opinión que me merece su gestión de gobierno.

La libertad de prensa se mantuvo, con oscuras manchas pero sin dejar de ser libertad de prensa. Delgado se manifestaba partidario de la vía democrática y no vaciló en convocar a dos demócratas probados como Jóvito Villalba y Rafael Caldera para que trabajaran en el proyecto de Estatuto Electoral de la Constituyente destinado finalmente a redactar una nueva Constitución. Los dos eminentes líderes civiles aceptaron el trabajo, creo que con buen sentido.

El material presentado no difería mucho del de la Constituyente de 1946 pero introducía cambios significativos como los de elevar de 18 a 21 años la edad para votar y eliminar la representación de los partidos concurrentes en los organismos electorales. Se atribuye esa cierta flexibilidad de Delgado a la incertidumbre que acompañaba a su presidencia. Estaba rodeado por uniformados ambiciosos, y afectado por la inmediata respuesta civil emprendida al principio en solitario por la derrocada AD. En todo caso sus arbitrariedades no llegaron al nivel de las de sus sucesores.Incurrió Delgado, es verdad, en una felonía atroz, no obstante quizá lo hizo en un talante en cierto modo parecido al de Rómulo Betancourt cuando encabezó el golpe que derrocó a Medina el 18 de octubre de 1945. El argumento lo resumiría de este modo: si no me pongo a la cabeza y democratizamos el país, los militares asumirán todo el poder en un retroceso histórico desquiciante.

De hecho los jefes militares de la conspiración de 1945 se acercaron con premura a Betancourt para decirle –de mala o buena fe- que habían sido descubiertos y por tanto no quedaba más remedio que precipitar las acciones. En el aire quedaba la amenaza de que con o sin AD el complot se llevaría a cabo. Bien pudo ser eso o algo parecido lo que movió a Delgado. Sin negarle habilidad e inteligencia política, Betancourt lo consideraba tímido y pusilánime. Su ambición lo induciría a unirse al golpe de noviembre, pero sus temores a frenar ciertos excesos.

El magnicidio da lugar a la suspensión de clases. Falta poco para las navidades, que ya estaban en el ambiente. Por los parlantes del liceo se escucha la grave voz del director, el venerable profesor Dionisio López Orihuela. Los alumnos, preferiblemente de primer año, deben retirarse del plantel con algún familiar o representante. Me ha ido a buscar mi primo Luis Enrique. Nos guardamos gran afecto y a pesar de llevarme cinco años tenemos una fluida y fácil relación.

Noto su excitación. Él ya milita en la juventud de Acción Democrática y tiene relación partidista con nuestros tíos Gerardo, Federico y Luis José. Pronto nos envolvemos en especulaciones. Quizá haya sido mi primera conversación propiamente política. A lo menos es la que recuerdo detalladamente. AD espera regresar pronto al poder y Luis Enrique está en esa onda. La política del “rápido retorno” no condice con resistencias diseñadas para el largo plazo, pacientes conducciones basadas en una lenta maduración, a la espera de lo que mis amigos comunistas llamarán la coincidencia de las condiciones objetivas y las subjetivas; es decir, la correspondencia entre una crisis profunda que repercute sobre la estabilidad de “los de arriba” y la fuerte preparación del partido revolucionario acompañada del deseo de cambio de “los de abajo”.

AD, ansioso de regresar, multiplica los graffitis: “AD volverá” Tiene en la secretaría general al líder más idóneo, audaz e imaginativo. Es valiente como pocos y se mueve como pez en el agua. Se habla de sus contactos militares. De alguna manera, a su sombra desfila una cadena de intentonas putchistas. En la provincia son masacradas las rebeliones de los campesinos de Tunapuy y Tunapuicito, las de Puerto Cabello y Río Caribe.

El 12 de octubre, fecha del Descubrimiento, en la celebración que se realiza en la plaza Colón un resistente arroja una bomba a los miembros de la Junta allí presentes. La Seguridad Nacional desespera. Necesita poner preso al peligroso líder de la resistencia, pero Leonardo está bien protegido y cuenta con muchos amigos y gente resuelta. Los alzamientos rebeldes se turnan en una danza indetenible. Leonardo es el enemigo público número 1. Su partido lo ama, todos lo respetan y admiran.

Betancourt comenta con sarcasmo que el dictador “ha ordenado arrestar el cadáver de Ruíz Pineda”. Hasta que, interceptado en San Agustín del Sur el 21 de octubre de 1952, el líder de la resistencia es asesinado a mansalva frente al Pasaje La Cocinera, en la avenida que hoy lleva su nombre.

El país, estupefacto, se indigna. Dos adecas resueltas, Isabel Carmona y su hermana Olga, se arrodillan al amanecer en el sitio donde cayó Leonardo. Olga es poeta y su nombre literario es Lucila Velásquez. Junto a ellas, serio y conmovido, está Jorge Dáger.

-No habrá paz en el ánimo – declara Betancourt en México- hasta que hayamos cumplido su aspiración.

Diego Rivera hace un dibujo para enaltecerlo. Es una paloma desplegada de alas que figurará juiciosamente en la parte superior de su cara en la portada de un libro escrito a su memoria. Desde la clandestinidad, Carnevali escribe que Ruíz Pineda ha ganado honrosamente la cumbre de los héroes. El dirigente comunista Guillermo García Ponce lo llamará “ruiseñor de la libertad” Al escribir sobre Leonardo, dirá Rómulo Gallegos: –el de la fina valentía y gozosa audacia.

El Nacional, La Esfera y Últimas Noticias destacan los sucesos sin divulgar, por desconocer pormenores, el nombre de los sicarios o la responsabilidad del gobierno. Con su habitual maestría, el fotógrafo Villa entrega a su diario, El Nacional, una foto macabra del líder tirado en el suelo y bañado en sangre.

Twitter: @AmericoMartin

Américo Martín es abogado y escritor.

1950-1960

Américo Martín

En 1950 culmino mis estudios de educación primaria. En septiembre de ese mismo año entraré al Liceo Andrés Bello, cuyo prestigio toca el cielo. Está a la altura y aún supera a los mejores planteles privados, en su mayoría religiosos: La Salle, San Ignacio, San José de Tarbes, el Colegio Alemán (más tarde Humboldt). La educación en institutos educativos oficiales era entonces excelente. Brillaban también el Fermín Toro, el Luis Ezpelosin, el de Aplicación y la estupenda Normal Miguel Antonio Caro, fuente de buenos maestros y de muy importantes líderes políticos y educacionales.

Era una educación de mucha calidad, democrática, civilista y participativa, que había sido fuertemente impulsada por los gobiernos de Medina y Betancourt. El presidente Medina concibió las Repúblicas Escolares y el de Betancourt las masificó.

El Liceo Andrés Bello era un punto luminoso en mi modesto barrio. El Colegio Los Caobos, el Santa Rosa de Lima, donde mi madre ha puesto a estudiar a la “Nena”, el Liceo Andrés Bello y la Escuela Experimental de Venezuela eran cuatro destacados centros de enseñanza ubicados en El Conde.

Pero todavía curso el primer año. Soy un “labista” de nuevo cuño. Encuentro a un “paisano” de la comunidad de El Conde, a quien conozco casi por referencias desde la infancia. En el liceo lo veo de nuevo. Estudia en la sección “A”. Nace entre nosotros una buena amistad que se solidificará andando el tiempo. Es Rómulo Henríquez.

Tiene fama de político, al igual que Alfredo Maneiro, mi antiguo y efímero condiscípulo margariteño del Colegio Los Caobos.

En el colegio no se hablaba de política; en el liceo, mucho. El coronel Carlos Delgado Chalbaud era el presidente de la Junta Militar que depuso a Gallegos.

Los adecos y los comunistas eran los más aguerridos contra los militares golpistas. Copei y URD conservaban estatus legal. Eso por cierto no les impedía ejercer la crítica contra el régimen militar.

Se organiza la plancha “Libre”. Maneiro es el candidato de los partidos ilegales, y aunque como ya he dicho era adeco de “respiración”, sufragué por el PAL, la plancha socialcristiana. Todo inducido por una compañera de sección que en medio de requiebros me arranca el voto. Al final para nada, porque la muchacha cargaba un novio y no tenía la intención de cambiarlo.

Lucho –mi padre– ha construido una amplia quinta en Altamira con un enorme jardín de grama natural a su lado. Ha puesto demasiado en esa obra, dirigida y supervisada en sus detalles por él. Pero no tiene mentalidad capitalista. Sólo aspira a repartir las casas a cada hijo, como ha prometido. Mientras tanto, lo indispensable para viajar con María. Lo demás, sobra y molesta. Su futuro se abre frente a sus ojos y guarda un milagroso parecido con el aventurero errar por el mundo que trajo a Venezuela la familia trashumante comandada por su padre, mi abuelo, el pater familiæ. Viajar y viajar hasta que el cuerpo aguante. Así eran los vikingos. Así era Lucho.

Me duele confesar que, llevado por la pasión revolucionaria, cometí el abuso inmerecido de convocar varias reuniones políticas no exentas de peligro en nuestra casa de Los Lagos. ¡Exponer a un hombre en cierto modo inocente como Lucho a una represalia inesperada, me asalta como un amargo recuerdo del ciego frenesí revolucionario que me embargaba!

Una de las reuniones fue particularmente delicada: el secretariado ampliado del MIR que en 1964 decidirá formalmente mover el partido a la guerra, se celebró en ese lugar. Mi padre, con su irrenunciable alma de anfitrión, nos hizo llegar unas cajas de cerveza fría. Solidario con su hijo, otra vez metido en la clandestinidad, construyó una cueva secreta en una parte baja de la ladera de la casa, al lado de donde había ubicado su extraño taller de trabajo. Pero nadie descubriría el refugio. Estaba mágicamente escondido en una habitación para huéspedes. Si se encendía una luz conectada con un switche arriba en la sala de la casa principal, yo me metía en mi cueva y allí ni el más hábil de los perseguidores podría haberme encontrado. Un señor que trabajaba para mi padre, hombre fornido como pocos, me dijo una vez:

Las cosas que el señor Martín hace son bien difíciles de desarmar.

¿Qué más puedo decir de ese personaje nada común, tan afectuoso con su familia y amigos y sobre todo tan responsable? Puedo agregar algo con la ayuda del poeta, pintor y narrador Francisco Massiani. El hombre era mago. Mago de trucos, por supuesto, aunque a veces podía uno preguntarse si lo eran de veras. En la tropilla dirigida por el pater familiæ en la ruta de Chile a Cumaná, predominaba un toque histriónico. Representaron obras teatrales o se retrataron como si lo hubieran hecho.

El mago Lucho hacía con las manos pases “magnéticos” que maravillaban hasta a los más escépticos. Ponía una caja de fósforos en el suelo y concentrando en ella la mirada movía misteriosamente las manos. Sin haberla tocado físicamente la caja se desplazaba ante el asombro colectivo.

Fuerza de voluntad, fuerza de voluntad repetía con grave voz, mientras el objeto se animaba.

Los presentes pasaban la mano para ver si había algún hilo minúsculo o si estaba moviendo el suelo, pero era inútil: no había conexión física entre el mago y la caja y en cuanto a mover el suelo, ni siquiera provocando un temblor de tierra.

Muchos años después, entre conversaciones sobre barcos, viajes, poesía, pintura, Piedra de Mar y tangencialmente la inefable política, Pancho y yo caemos en el tema de Lucho, a quien conoció cuando su padre Felipe Massiani y él viajaron con los míos en el barco inglés Reina del Pacífico. De Chile a Venezuela. Había caído Pérez Jiménez, mis padres deseaban abrazarme en libertad y Felipe y Pancho anhelaban regresar a respirar la democracia recuperada. Pancho recuerda las artes mágicas de Lucho. Las había presenciado durante la travesía, y me habla de sus frustrados intentos por descubrir el truco, si en realidad se tratara de trucos.

Movía con el pensamiento los objetos, me explica Pancho todavía intrigado, yo lo vi con mis propios ojos estando en el barco, in situ, hace más de cincuenta años.

-Después me encerraba en mi camarote para tratar de repetir aquello. Le daba, le daba, la cabeza comenzó a dolerme, y nada. ¡Nunca se supo cómo hacía eso!

Es cierto, nunca se supo y ahora, perdidos los detalles en el tiempo, menos se sabrá.

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Américo Martín es abogado y escritor.

Los compromisos y la democracia

Américo Martín

La aspiración de desarrollar un programa de gobierno de importante calado es legítima y comprensible pero la hegemonía de un partido, por muy popular que sea, por muy buenas que sean sus ejecutorias, puede restringir el alcance de la democracia y con ello incrementar los obstáculos interpuestos a una gestión eficiente.

La fuerza de la democracia reside en los compromisos contraídos en el marco del pluralismo. Es un singular rasgo íntimamente vinculado a los principios de la democracia pero también al éxito de los gobiernos no autocráticos. Un partido eternizado en el poder por la voluntad de los electores se hace víctima propicia de los factores de corrupción. Y adicionalmente levanta resistencias muy poderosas al logro de sus propias ofertas.

En cambio, un partido capaz de aprovechar las energías de las demás fuerzas al comprometerlas total o parcialmente en sus actividades de gobierno, puede mantener relaciones civilizadas y constructivas con todo el país, más allá de separaciones banderizas.

Leyendo España Invertebrada y La Rebelión de las Masas de Ortega y Gasset encontré una apropiada reflexión del gran pensador español. Esas obras fueron publicadas en fechas tan lejanas como 1921 y 1929 y siguientes. Están escritas en un tono muy pesimista. España se disgrega desde la periferia hacia el centro. Se expande la esperanza “salvacionista” en jefes militares victoriosos. Los políticos y sobre todo los parlamentarios, con sus eternas negociaciones, son mirados con desprecio si no burla. Levantándose sobre ese clima de negaciones, Ortega vierte opiniones hechas mías desde tiempos inmemoriales.

En su criterio la causa de la mala prensa de los políticos y los parlamentarios, en contraste con el prestigio de los jefes militares, se debe a su propensión a negociar acuerdos en nombre de los cuales se obligan a deponer parte de sus ofertas para salvar el avance unitario de los países. Los hegemones militares alientan en cambio el retroceso al intentar imponer su sola voluntad.

Era una época de guerras continuas y de generales galardonados. Cuando esos militares llegaban al poder no negociaban con nadie, imponían la totalidad de su pensamiento. Semejante abominación pasaba por “fidelidad a los principios”. En cambio los políticos en sus interminables intercambios podían entenderse con sus enemigos de ayer y arriar en consecuencia algunas de sus banderas tradicionales. Esa supuesta deserción pasaba por cobardía, falta de firmeza y oportunismo.

El problema es perfectamente lógico y claro. Querámoslo o no las sociedades son plurales, no idénticas a sí mismas Hay un océano de opiniones y un lago de teorías de gobierno. Así es la realidad, hostil en el fondo a quienes quieren dictar órdenes voluntariosas contra comunidades con el fin de “disciplinarlas” y someterlas.

El supremo objetivo de los partidos democráticos es desarrollar sus programas sin desarbolar a los demás, sin reducirlos al silencio, oyéndolos y aceptando sus aportes. No es dable ni justo gobernar para una secta homogénea. Obviamente, la gestión de gobierno deberá deponer algunas de sus ofertas para gobernar para todos.

¿Qué hacer entonces? ¿Aniquilar a quienes no piensan como uno para poner toda la carga a marchar sobre un riel de acero? O por el contrario entender la obligación de recibir y darle respuesta a la pluralidad de criterios, lo cual no puede lograrse sino mediante el diálogo y la negociación tan reprochados a los políticos.

El diálogo por cierto se justifica más cuando se trata de adversarios o enemigos. En otras palabras: el diálogo no es un ornamento, no es una concesión graciosa; es parte esencial de la gobernabilidad, forma de eliminar peligros, manera de avanzar en lo posible con toda la sociedad y no contra ella.

La imposición de una sola corriente de pensamiento tiende en cierto momento a darle rango a la fuerza del militarismo, la autocracia o la dictadura; y en cambio las negociaciones aproximan democráticamente pensamientos, aprovechan las energías de muchos, todo lo cual permite hacer avances efectivos, así puedan no ser deslumbrantes.

Citando esta parte del pensamiento orteguiano, me he permitido recordar un archiprobado resultado: la humanidad debe mucho más a los acuerdos y compromisos políticos que a las hazañas de militares impacientes y hostiles al pluralismo.

La Historia es curiosa, graciosa y misteriosa. Los temas de la preocupación de Ortega desde los años 1920, del mundo en la Segunda Guerra Mundial y de Latinoamérica militarizada a lo largo de la década de los años 1950, desaparecieron drásticamente en los siguientes 40 años, al punto de ser evocados ocasionalmente como simples curiosidades sepultadas en un lejano pasado. Y sin embargo, para escándalo colectivo, reaparecieron con fuerza inesperada durante la primera década y varios años adicionales del nuevo milenio. Por desgracia en el nuevo milenio los milagrosos hallazgos de la revolución informática-comunicacional y de la navegación espacial parecen volver a convivir con las malas costumbres de nuestras antiguas autocracias militaristas.

Sin ideas claras ni conciencia demasiado despierta, impactado por el antimilitarismo y con una formación doméstica y vecinal contraria a las dictaduras, entraré a la década de los años 1950. Ni imaginaba cómo habría de afectarme. En los primeros de esos años seré arrastrado a la política, a la bronca política donde reinarán otra vez militares y autócratas.

No imaginé jamás las duras experiencias político-personales que me tocaría vivir. Tenía vagos prejuicios antipolíticos, combinados con la admiración por líderes históricos y por ambientes de creatividad y humor populares. Tomaré mis pasos iniciales por el oficio como un juego transitorio, una especie de pasantía o –dicho en términos beisboleros– como una “clínica” para ampliar mi formación cívica.

¡Ah! Si hubiera sabido lo que me esperaba…

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Américo Martín es abogado y escritor.

Las repúblicas escolares

Américo Martín

En los progresos de una escuela pública, la Experimental Venezuela, observaba desde mi colegio –privado como tengo dicho– el éxito de las Repúblicas Escolares creadas por los gobiernos de Medina y Betancourt. La Experimental estaba ubicada a unas cuatro cuadras; cinco, a partir de mi casa. Se elegía presidente con el voto directo de los estudiantes. Los aspirantes debían ser de quinto y sexto grado. Vivían la democracia, aprendían el lenguaje institucional, practicaban la política como ejercicio ciudadano.

Mi hermano Luis Antonio estudió en esa escuela, yo hice una brevísima incursión en ella sin llegar a matricularme y mi primo Balboa recorrió todos los grados. En algunos aspectos la Experimental era superior a mi colegio, aparte de que era gratuita, mientras mis padres debían pagar Bs. 20 o 30 mensuales para costear mis estudios.

Supe desde temprano que allí estudiaron también Teodoro Petkoff y sus hermanos Luben y Milko. Notable era la amplia composición social de estas interesantes escuelas.

Con Balboa estudiaba Bastardo, un muchacho limpiabotas que se pichaba con mi primo y eventualmente conmigo dejando escuchar el ruido de sus útiles en el bulto de cuero, que era de uso generalizado por los estudiantes varones de aquellos años. El bulto se llevaba como los actuales morrales, aunque por ser de cuero era un batir de lápices, cuadernos, creyones y reglas.

Si mal no recuerdo, en esa escuela estudiaba Mariela Silva Estrada, hermana menor de Leonardo y de Alfredo Silva Estrada, quienes vivían en El Conde, muy cerca de nosotros. Mariela era encantadora, pelo rubio, buen cuerpo y un atractivo desparpajo. En lugar de usar el maletín, propio de las muchachas de la época, iba a clases portando un bulto de varón. El suyo también bailaba y no era menos ruidoso que el de sus compañeros. A mí me parecía un espectáculo verla correr, sueltos sus cabellos rubios de valkiria. Su hermano Leonardo tampoco pasaba desapercibido. Alto, opulento, de voz recia se graduará de abogado y militará por unos años en el Partido Comunista. Alfredo era más silencioso y tranquilo. Se decía que a esa temprana edad ya era poeta, pero tal vez esa opinión fuera una proyección del futuro al pasado.

Ya en mi segundo matrimonio, Mónica y yo inscribimos a nuestro hijo Iván en esa escuela. Estando en quinto grado no sé quién le metería en la cabeza postularse a la presidencia. Su rival, una muchacha de sexto, lo derrotó, pero Iván se tomó muy en serio su responsabilidad, y yo también. Mi gran amigo Freddy Peña le pintó unas pancartas con el lema: «Iván a la presidencia», no muy distintas a las que adornaron mi campaña a la Presidencia de la República en 1978. Iván nunca me comentó cómo había recibido la derrota. Mi estupendo hijo era poco expresivo de sus emociones. Fallamos otra vez, Freddy. Mejor no sigamos insistiendo.

Los grandes educadores eran Rafael Vegas, integrante destacado de la Generación del 28, y uno de los aventureros antigomecistas de la valiosa tripulación del Falke, Espíritu Santos Mendoza, Gustavo H. Machado, Luis Beltrán Prieto, Rafael Pizani, Humberto García Arocha.

Por cierto, García Arocha fue ministro de Educación de Betancourt. Era un apasionado amigo de la educación y contribuyó a su masificación, pero también metió en líos a Rómulo con su orientación a ratos inflexible. Fue el inspirador del Decreto 321, basado en la tesis del Estado docente, doctrina oficial de AD. Nombrado ministro de Educación —dado que Prieto se había integrado a la Junta Revolucionaria de Gobierno—, le tocó a García Arocha ser el ponente. El decreto fue dictado en mayo de 1946. Consagraba el régimen de calificaciones, promociones y exámenes en primaria, secundaria y normal.

Los educadores católicos emprenden una dura resistencia contra el 321, respondida enfáticamente por el magisterio de izquierda. El asunto va a la calle. Desde la azotea de mi casa de El Conde observo la manifestación de los conservadores en defensa de la libertad de enseñanza, que creen vulnerada por el nuevo instrumento normativo. Desfilan ruidosamente en camiones, carros, a pie. Escucho las emotivas consignas sin entender la esencia del reclamo. Me ocurre lo mismo con la contramanifestación de los amigos del decreto. Las partes en conflicto desfilaron por la hoy llamada avenida Leonardo Ruiz Pineda, al otro lado del Guaire, y a la vista de mi atalaya en El Conde.

¡3-2-1, trescientos veintiuno! ¡1-2-3, ciento veintitrés!

Es una fractura social de contenido ideológico. Primera vez que veía una. Betancourt rehúye la confrontación. Se siente colocado en un terreno frágil. Busca unir a la nación o, cuando menos, silenciar en lo posible las condenas religiosas y conservadoras. El 321 no ayuda a esa política. Renuncia García Arocha, se deja sin efecto el decreto, cantan victoria los conservadores y Betancourt evita un indeseado enfrentamiento. Por puro instinto condeno el repliegue del gobierno. Pero alguien me da una lección política que no olvidaré

—Así es la política —me dice—, no siempre en línea recta. A veces se avanza más por los flancos. Lo peor es pelear en el terreno puesto por el adversario; lo mejor, llevarlo al nuestro. Retroceder no siempre es retroceder.

—No es fácil la política —pienso.

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Américo Martín es abogado y escritor.

La cultura adeca

Américo Martín

Cuando AD llega al poder pone a Andrés Eloy y Augusto Malavé Villalba a dirigir la Asamblea Constituyente; presidente el primero, vicepresidente el segundo. Estaba respondiendo a lo que se esperaba del “partido del pueblo”. Poesía, humor, narrativa, teatro popular difundieron ampliamente esos tipos. Había un natural regodeo en ver al sindicalista que cambiaba la “l” por la “r” ocupando la vicepresidencia de la Cámara de Diputados. ¡El cojo Malavé en la curul donde habían pontificado José Gil Fortoul y otras eminencias! Ciertos sectores de la clase media se burlaban de los “alpargatudos”. Los adecos, imitando el estilo de su fundador, convertían el agravio en virtud:

En 1941 había nacido Acción Democrática. Casualmente, en la misma fecha Miguel Otero Silva fundó el periódico humorístico más popular y de mayor calidad que se hubiera leído hasta ese momento en Venezuela. Hablo del país donde habían brillado Leo y su Fantoches, Job Pim y antes Rafael Arvelo. Con Miguel estaban en El Morrocoy Azul excelentes humoristas y escritores: Kotepa Delgado, Aquiles y Aníbal Nazoa, Isaac Pardo, Víctor Simone de Lima y Andrés Eloy Blanco. ¡Un adeco de tan alto calibre trabajando en un instrumento periodístico fuertemente crítico y burlón, en su mayoría dominado por los comunistas! ¿Qué hacía Andrés Eloy en ese grupo? ¿Cómo se lo permitían los comunistas y los adecos?

Se lo permitían porque los intelectuales de la época eran más tolerantes que sus propios partidos, porque flotaban en el aire efluvios unitarios nacidos en la lucha contra el gomecismo, y porque se trataba de gente de gran talento y el talento de algún modo termina por ser reconocido y aceptado.

Simone de Lima, por cierto, hizo famosa su tira cómica El Bachiller Mujica. La evolución o involución de este personaje de ficción fue llamativa. De Lima se inspiraba en los plumarios que les traducían las barbaridades a sus jefes; en el caso de marras, el galleguiano general Pernalete. El bachiller Mujica se las acomodaba a formas legales o leguleyas, como se prefiera.

– ¡Mujiquita!

– A sus órdenes mi general, respondía atemorizado y derretido.

El éxito de De Lima fue inmediato porque la administración gomecista y todas las que lo han seguido, están repletas de estos pobres gusanos obsequiosos.

El problema vino con el cambio de gobierno. De Lima se amistó con la dictadura y, con la misma, el Bachiller Mujiquita se hizo más antiadeco. La involución no extinguió la chispa de De Lima. En sus tiras cómicas, su Bachiller parodiaba a Betancourt cual Bonaparte con una mano metida bajo el chaleco. ¡El Napoleón de Guatire! lo llamaba.

Noticias de los comunistas venezolanos

Alrededor de 1947 supe por primera vez de la existencia del Partido Comunista. En mi casa, como en la mayor parte del país, los comunistas eran pintados con ferocidad y no obstante su candidato, Gustavo Machado, era recibido con amabilidad y hasta simpatía. Su origen social, su distinción y gracia expresiva podrían explicar la paradoja. En mi familia, en el barrio y en el Colegio Los Caobos, los comunistas eran percibidos como una sombría amenaza que arrebataría propiedades, disolvería el vínculo familiar y desgajaría a los niños de sus padres. Nadie dudaba, por otra parte, que en un eventual conflicto EEUU y sus aliados derrotarían al oso soviético. Pero escuchando las jactancias que, como es natural, emitían los comunistas del mundo nos invadían las preocupaciones. El tema rebotó inevitablemente en el colegio. Armando Benacerraf pensaba en un resultado indeciso. Entre todos quisimos convencerlo, pero él, con una sonrisa confiada decía que los rusos invitarían a los norteamericanos a ingresar en su territorio:

  • Vengan, vengan, repetía reforzando las palabras con movimientos de las manos. Entre el frío y los ataques por sorpresa –insistía- se saldrán con la suya.

Él era tan anticomunista como podíamos serlo nosotros, pero disfrutaba en el papel del aguafiestas, dueño de secretos inalcanzables por sus ingenuos contradictores. Tiempo después descubrí que en aquel debate parvulario, Armando estaba reproduciendo la mala suerte de Napoleón Bonaparte. Seguramente su padre le había proporcionado el argumento. El confiado emperador quería vencer al enemigo con un solo golpe demoledor. Daba vueltas en el inmenso y helado territorio buscando el corazón de Rusia para destruirlo, pero aquel país no tenía un corazón sino muchos. Por ignorarlo, el emperador sufrió una catastrófica derrota.

@AmericoMartin

Américo Martín es abogado y escritor.

El estilo político «popular»

Américo Martín

Fue en esa época, para bien y para mal, cuando ser o dárselas de popular se convirtió en arma para zaherir a los rivales, un hábito del cual no nos hemos librado, y probablemente nunca lo haremos.

Los políticos y sus imitadores se vestirán en momentos propicios «como el pueblo» o como imaginaban que era el pueblo. Se arrancarán la corbata, incorporarán giros populares y hasta esquineros, con el fin de demostrar su simpatía por los excluidos y, de paso, conseguir votos.

El odio izquierdoso contra las humildes corbatas arranca, creo, de aquellas inclinaciones. La fobia se ha incrementado con el tiempo a medida que movimientos autoidentificados con la causa del pueblo alcanzan posiciones de poder.

No fui nunca, ni lo soy ahora, un devoto de ese artículo de vestir, pero no por razones «ideológicas». Restringía su uso a situaciones convencionales: fiestas formales, velorios, matrimonios. Pero la pandemia contra la inocente corbata ha seguido invadiendo el territorio. Parece que no ponérsela en el parlamento sería algo así como una prenda de firmeza revolucionaria. Cuando, siendo diputado, no se me daba llevarla, juro que lo hacía por pura comodidad sin creerme una suerte de conjurado en plan de romper soterrados privilegios burocráticos. Digamos, algo parecido a un fuerte acto de liberación en lucha abierta contra el formalismo encorbatado.

La vindicación popular se extenderá al pelo largo, por influencia del extraordinario movimiento hippie de EE. UU., Inglaterra y progresivamente el mundo, incluyendo países del área socialista. Se dejaban largas cabelleras y agresivas barbas para deslindarse del estilo lampiño de los profesionales triunfadores y los hijos de los ricos, aunque muchos de ellos lo fueran. El punto era cuestionar sin mayor riesgo. La protesta consistía en «no colaborar». Entre las cosas más revolucionarias: pisar la hierba donde un cartelito lo prohibía. Las muchachas mostrarían sus senos, se popularizaría la transgresión de las drogas. Algo pueril, sin duda, en el fondo contra ellos mismos, pero de atractivos perfiles sicodélicos y culturalmente liberador, lo reconozco.

Sin embargo la moda fue permeando hacia los jóvenes profesionalmente exitosos. Comenzaron a aparecer los yuppies, empresarios informales, emprendedores de cabello largo y barbas retadoras. Si inicialmente todo tenía un contenido de inofensiva protesta, la asimilación de la moda por las «clases protestadas» la hizo más indiscernible.

¿El movimiento fue entonces inútil? No, para nada: de alguna manera había triunfado. El mundo siguió adelante. Probablemente sin percatarse mucho llevaba su marca.

Me parece que en esto de las corbatas se urde secretamente otra vuelta de la manivela. Dada la victoria definitiva de los enemigos de ese símbolo prendario, podría preverse un vuelco inesperado.

Usar retadoramente la corbata pasaría a ser la nueva manera de protestar.

¿Cómo valorar esos cambios? ¿Son malos o buenos?

Simplemente son cambios en la forma de vestir, pasos adicionales desde los ceñidos corsés a los pantalones femeninos y del peinado engominado al revuelto y libre. Y en ese sentido proporcionan una prueba viviente de que la moda y la cultura están en permanente cambio, en constante transformación. Envolver tales cambios en la dialéctica de la revolución y contrarrevolución ha sido una de las más suaves e inútiles tonterías. Pero en los años 40 y aún 50 todavía estábamos lejos de la erupción del fenómeno, cuya plena expresión se manifestará durante las dos décadas siguientes.

Yves Saint Laurent

Cuando en 1969 salí en libertad, hasta ahora por última vez, mis pasos me llevaron hacia mi antigua querencia universitaria. Al llegar se me encima un muchacho peludo y barbado.

—¿Y por qué siendo tan revolucionario no te dejas crecer la barba?

Era un joven agradable y de aspecto sincero.

—¿Y para qué? —le respondo.

—Para protestar.

No estaba bien que me burlara un poco y no lo hice en respeto a su rebeldía e inconformidad. Pero le dije:

—¿Protestar contra los barberos? ¿Ha hecho algo el gremio que yo ignore?

Pero en verdad, ¿para qué diablos —por ejemplo— puede servir ese pedazo de trapo amarrado y colgando del cuello?

Bueno, será para lo mismo que les sirve el lápiz labial a las mujeres o los bigotes a los hombres. Los motivos no son pragmáticos o éticos sino estéticos y la gente es tan libre de dejarse crecer la barba como de recortársela, de pintarse los labios como de no hacerlo, de encorbatarse o no. Nadie debe ser colgado o colgada de una cuerda por escoger una o la otra opción.

Curiosamente opinó sobre este asunto Yves Saint Laurent, un artista de la alta costura, un visionario de la estética.

—¿Para qué puede servir la corbata?

—La corbata debe ser un alarido sobre la camisa, exclamó.

Soy obtuso en estos delicados matices, por eso no cometería el exceso de decir que lo sigo, pero sin duda lo comprendo. Entreveo un fondo de razón en sus palabras. Para un esteta como él, si vas a habituarte a esa prenda debe ser para disparar una centella de colorido múltiple desde tu blanca camisa. Saint Laurent debió ser un surrealista, un sicodélico de la moda. Sin embargo, afortunadamente tampoco aquí hay verdades únicas. También en este dominio reina el pluralismo. Otros creadores de su gremio pensarán distinto y de allí el juego cambiante de la moda y la proliferación de los artistas de la alta costura.

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Américo Martín es abogado y escritor.