Entre la clandestinidad y la prisión
– Te llaman por teléfono
– ¿De parte de quién?
– No se identificó.
Estoy en mi casa, en la quinta Mares. Maquinalmente tomo el auricular y una voz seca, cortante, me pregunta:
¿Usted conoce a Eduardo Angarita?
Agarraron a Frank, pensé. ¿Cómo debo contestar? Opto por demostrar indiferencia y me las doy de chistoso. Lo que me sale, lo sé bien, de cómico no tiene nada pero por ahí me voy
– ¿Angarita? ¡Claro que la conozco! La tomo y me gusta.
Deliberadamente he trastocado el nombre de Angarita por el de Kantarita, el yogurt de moda con el nombre de “leche acidófila”. El tipo me cuelga con brusquedad.
La Seguridad Nacional tiene el número de mi casa. Seguramente los espías lo tomaron de la libreta telefónica de mi amigo preso. Frank, obviamente no ha dicho nada comprometedor sobre mí, de otro modo no me llamarían, me capturarían por sorpresa.
Entre la clandestinidad y la prisión
Hay por lo menos dos asuntos de estos trajines de la política que nos enloquecen un poco sin darnos cuenta: la clandestinidad y la prisión. La primera la viví con acento muy especial desde 1953 hasta 1958; el trastorno mental de la segunda lo descubriré en la década de los años 1960, cuando me convierta en preso estable de una democracia.
La clandestinidad despierta fantasmas dormidos. Estamos en el asueto de diciembre. El incidente de Eduardo Angarita me lleva a una absurda conclusión: al comenzar las clases en enero me esperará la consabida comisión de la Seguridad Nacional en la puerta del liceo. Únicamente le transmito mis inquietudes a mi amigo Omar Zamora, quien sin necesidad de clandestinidad o cárcel es más loco que yo. Le parece totalmente válida mi conjetura.
Decido empezar a prepararme para las preguntas del interrogatorio policial y me dispongo a afrontar la tortura, que doy por descontada. Ni siquiera he pensado en enconcharme. A mis 15 años no se me ocurre cómo funciona eso aunque teóricamente lo recomiende a mis compañeros.
Llega enero, voy a clase, no pasa nada ese ni ningún otro día. No sé si aprendí la lección. No pude comprobarlo porque lógicamente nunca se me presentó una situación imposible como la inventada esa vez por mi febril imaginación.
Entre el desastre de la Constituyente de 1952 y fines de 1957 la dictadura sienta sus reales en Venezuela. Reducida por los golpes materiales, la resistencia se repliega y va cayendo en la pasividad y la resignación. Es un mar de tranquilidad inalterable. Viejos adecos y comunistas deambulan como sombras rumiando pérdidas. Basculando de la preocupación a la esperanza, mi tío Luis Estaba, adeco ya sin oficio partidista, ha descubierto no sé cómo mi condición de militante clandestino. Soy el hijo de su hermana y le angustia el peligro al que me expongo con tan ingenua tranquilidad. Pero le entusiasma saber que la llama de la resistencia no se ha extinguido ni se reduce a viejos militantes errantes. Ahí hay unos jóvenes ejerciendo o intentando hacerlo el papel de relevos. Lo veo salir de su casa de El Conde, en el este 12 y él me ve en dirección al puente de San Agustín, rumbo al cine Alameda.
– Ven acá que quiero preguntarte algo
– Hola tío, ¿qué hay?
– ¿Ustedes se reúnen? me arroja como si fuera una piedra. ¿La juventud del partido se está reuniendo?
Necesita recibir noticias optimistas para elevar el ánimo. No pudo encontrar nadie mejor que optimistas irredentos como uno.
Claro, por supuesto. Nos reunimos regularmente y en total secreto. Nos estamos reconstruyendo. Todavía no es el momento de pasar a la ofensiva, le advierto ensayando el lenguaje de las estrategias y las tácticas, ya aprendido en mi actividad de novato.
Esa es la tónica dominante en la pax romana impuesta por la dictadura. Pero como no todo puede quedar en aguas submarinas constituimos grupos culturales cuyas actividades sean toleradas, con el fin de movernos en el plano legal así sea en forma indirecta
En 1953 conozco por primera vez una cárcel por dentro. Salimos del liceo y caminamos amigablemente hacia el parque Carabobo los comunistas Vincencio González, Jesús David Garmendia y Luis Álvarez Domínguez, y los adecos Romulito y yo. Al llegar al parque nos rodean varios espías. Somos trasladados a la Seguridad Nacional, cuya sede estaba todavía en El Paraíso. Observo una virgen en la sala de entrada, pero no es La Coromoto. Nos sientan sin presionarnos demasiado. Un señor llama:
– Romulito, pasa para acá
– Mi nombre no es Romulito. Me llamo Rómulo Henríquez Navarrete.
– Ven acá
Suponemos que nos irán llamando. Luis portaba en sus bolsillos propaganda de su partido. Como pudo, se desprendió de ella y la introdujo bajo el asiento del carro donde habíamos sido trasladados a la Seguridad Nacional. Esperamos quizá dos o tres horas. Han seguido hablando con Romulito. Se nos acerca un agente de pelo cano llamado Luis Torres, y uno a uno nos va preguntando:
– ¿Cuántos años tienes?
– Dieciséis, dicen mis compañeros, quince, remato yo
El canoso nos mira con conmiseración
¡Qué bolas las de ustedes! ¡En lugar de ponerse a estudiar….!
Inesperadamente aparece Romulito. Alguien lo había mencionado o su nombre aparecería en una agenda inapropiada, lo cierto es que no lo acusaron de nada. Fue una simple exploración sin consecuencias. Ninguno ha sido registrado en el archivo policial y puedo regresar a mi casa sin que mis padres llegaran a sospechar lo que me había ocurrido.
Pienso en la buena suerte de Luis Álvarez. Cuando den con los papeles que escondió en el carro de la Seguridad no podrán relacionarlos con nosotros precisamente porque no tuvieron la previsión de levantarnos las fichas de rutina y de dejar constancia del incidente. La burocracia, siempre tan oportuna, preferiría botar los papeles al cesto para no trabajar de más.
Este es el último artículo de Américo Martín. Extrañaremos su pluma, siempre consecuente con esta, su casa editora. Paz a su alma.
Américo Martín era abogado y escritor.