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Opinión

Francisco Suniaga

En los dos partidos que sostenían el sistema político (AD y Copei), los enfrentamientos por el liderazgo se volvieron destructivos. La primera víctima fue la fraternidad partidista y la consecución de los objetivos políticos comunes. Un caso de estudio es el protagonizado por Caldera, en guerra abierta con Eduardo Fernández para ser candidato del partido, en un discurso infausto, justificó la intentona. Una cosa llevó a la otra y luego vino el perdón a Chávez y demás golpistas. La tragedia aún no termina. Espero que si algún opositor reclama un proceso electoral en su organización, la respuesta no sea la de siempre. En eso llevamos más años que los 22 que cumple el chavismo.

La oposición democrática venezolana está rota y desorientada. Tanto que nadie sabe por dónde comenzar la tarea de levantarse, para continuar una resistencia que es obligatoria en el plano moral y político. Ese estado precario, en mayor proporción, es el resultado de la larga confrontación con un régimen dictatorial modelo siglo XXI; subestimado dentro y fuera del país, no obstante su eficacia para destruir cualquier intento, nacional o internacional, de democratización. Otra parte significativa del deterioro proviene de emanaciones de nuestra propia cultura que convierten la política en una guerra a muerte al estilo 1813. Una de ellas, suerte de pecado original, es la falta de democracia interna en los partidos.

Los aprendizajes democráticos fueron muchos a lo largo de las cuatro décadas entre 1958-1998, pero ese fue un aspecto en lo que poco o nada se avanzó. El ejemplo más ilustrativo de este aserto es el de Acción Democrática (AD), el principal partido del sistema político anterior. En 1968 se hicieron unas primarias y los resultados, que daban a Luis Beltrán Prieto ganador fueron desconocidos por la dirección política del partido. Trampa que se convirtió en norma consuetudinaria y causa eficiente para que AD nunca institucionalizara las elecciones internas para renovar sus autoridades. Los procesos se hacían por reglamentos ad hoc hechos por una mayoría circunstancial, para el siguiente ya no servían.

En los dos partidos que sostenían el sistema político, los enfrentamientos por el liderazgo se volvieron un “catch as catch can” destructivo. La primera víctima fue la fraternidad partidista y la consecución de los objetivos políticos comunes. La lucha política así entendida, aparte de consumir el tiempo y las fuerzas de los militantes, convierte a la confrontación por el liderazgo en el norte de la acción. Las organizaciones se alejan de los problemas reales de la sociedad, se aíslan y pierden poder. El clímax de esa cultura no democrática lo marcó la confrontación entre Carlos Andrés Pérez y Jaime Lusinchi. El resultado fue la destrucción de AD y, aguas abajo, de todo el sistema político.

Por supuesto que otra de las víctimas es la calidad y efectividad de las decisiones partidistas. El caso de estudio perfecto fue lo ocurrido el 4 de febrero de 1992. El Copei de Eduardo Fernández, su Secretario General, decidió como era lógico, responsable y democrático apoyar al gobierno constitucional de CAP. Pero Rafael Caldera, en guerra abierta con Fernández para ser candidato del partido, en un discurso infausto, justificó la intentona. Una cosa llevó a la otra y luego vino el perdón a Hugo Chávez y demás golpistas en 1994. La tragedia aún no termina.

¿Cuándo fue la última vez que AD, PJ, UNT y VP realizaron un proceso interno democrático donde se discutieran políticas y se eligieran autoridades? El pecado original, heredado por las organizaciones surgidas este siglo, ha generado: Decisiones de mala calidad que han devenido en errores costosos; entropía en el discurso ante actores nacionales y extranjeros; y un distanciamiento creciente entre esos partidos y la sociedad. Mención aparte, por su importancia, esa falta de autoridades legítimas es la causa fundamental de la mayor falla opositora al momento de confrontar al régimen: La falta de unidad en las políticas, acciones y discursos.

Por si fuese poco, de ese pecado han surgido los Luis Parra, José Brito y Bernabé Gutiérrez. Por esa falta de legitimidad política que genera no ser electo o ratificado por procesos democráticos, existen los francotiradores “opositores de la oposición” que torpedean los ya frágiles acuerdos a los que se llega, cuando el régimen monta sus procesos electorales y hay que actuar con prisa. Ninguno de esos personajes oportunistas existiría si hubiese procesos electorales en las organizaciones y tuviesen que contarse.

Enfrente tenemos este año las elecciones de gobernadores, ¿qué vamos a hacer? Atender esa emergencia pospondría una vez más la celebración de procesos electorales internos, aunque celebrarlos en nada se contradice con las decisiones “practicas” que haya que tomar. Las condiciones siempre están dadas para legitimarse y para no hacerlo. Espero que esta vez, cuando algún opositor reclame un proceso electoral en su organización, la respuesta no sea la de siempre. En eso llevamos bastante más años que los veintidós que ahora cumple el chavismo.

13 de enero 2021

La Gran Aldea

https://lagranaldea.com/2021/01/13/el-pecado-original/

 3 min


Carlos Raúl Hernández

Una silla de espaldar raleado, pedazos de cable, un pequeño ventilador roto, sobras de restaurant. Una chaqueta raída y una corbata de rayas de los 90. Varias latas de aluminio y otros desechos, componen el tesoro de los lateros. Y también el pensamiento de Trump, si es que existe tal cosa. Ese mismo saco de morrallas, vaciedades, lugares comunes, prejuicios, consejas, mentiras, chauvinismo, errores, racismo, restos de ideologías derogadas…

…Paranoias, simulaciones morales que cargaron también los demás populistas que en el mundo han sido, de izquierda o derecha. En esa quincallería ideológica, hay algo muy peligroso: la noción de que la fuerza organizadora de la sociedad es la conspiración, el deep state. Mi amigo Plagam@Albert0Martine2 se interrogaba sobre el magnetismo de Trump.
Es relativo. Nunca ganó en la soberanía popular y su obra fue estupidizar colectivamente algunos sectores, nunca mayoritarios. El cerebro simple tiende a la conspiranoia, a creer que el mundo lo controlan grupúsculos que “mueven hilos”. El nuevo Protocolos de los Sabios de Sión trumpetero denuncia un complot de los “globalistas”, desde multimillonarios como Soros y Bill Gates, hasta los comunistas.
Entra Japón, sale Japón
Participan redes criminales, pedófilos dirigidos por Biden y los Clinton, e iluminatti, rosacruces, reptilianos. El fin es derrotar EEUU para crear un orden mundial centrado en China. La sacralización de Trump a los rednecks es equivalente a la que hacen otros con indígenas, negros, vascos, catalanes o arios, como todo racismo originario o victimización nacional, tal como el llanto demagógico por el “cinturón del óxido”, veneración a improductivas localidades venidas a menos.
A comienzos de los 80, EEUU quebró porque Japón le gana la competencia tecnológica y URSS la militar, consecuencia del modelo económico proteccionista y “endogámico” instalado por Roosevelt. Al impedir la competencia con medidas arancelarias, la industria automotriz gringa se estancó y entró en coma. Los productos de Chrysler, Ford o General Motors eran carcamales de acero con hiperconsumo de combustible. Pero Japón era el enemigo número uno de EEUU para Hollywood.
Toyota inundó el mercado mundial con autos ligeros, de aluminio, plástico y alto rendimiento en Kms. por litro. Reagan y luego Clinton, abren el mercado a los asiáticos. Las automotrices no tienen más que reconvertirse para competir en altas tecnologías, y al poco tiempo dominaron el mercado mundial de nuevo. Las empresas metalmecánicas hoy oxidadas son las que no pudieron reconvertirse y articularse con al plástico y el aluminio.
La invasión a China
Pero muchas si, y entre los “neoliberalismos” Reagan y Clinton crearon 30 millones de empleos y el momento más esplendoroso de la historia económica de EEUU. Clinton además encargó a Gore promover la revolución tecnológica. Venir con la historia triste de los estados del óxido es simple pasadismo, incomprensión del mundo, como quien quisiera escribir en una máquina Remington.
La globalización llevó al mundo desarrollado a invadir la economía china por sus bajos costos y carencia de controles. La producción masiva barata frenó violentamente la inflación mundial y evitó que algunos precios internacionales estuvieran 500% más altos. Un smartphone de punta norteamericano vale $1300 mientras un Huawei equivalente, $250. Un jean chino se importa a un dólar. Después de Clinton, Estados Unidos descuidaron la revolución tecnológica.
Así China se convirtió en la primera economía mundial. Trump, populista, autoritario e ignorante, en vez de hacer lo de sus predecesores en los 80, decidió como cualquier tercermundista hostilizar a China, presionar la fuga de capitales, lo que creó empleos en EE UU e ilusión de progreso pero provocó la caída del crecimiento económico chino, lo que el muy… interpretó como un “triunfo” sobre el ahora enemigo. Si Clinton hiciera eso, habría acabado con la economía japonesa, y también con la de EEUU y el mundo.
¡Auxilio, se cae el sistema!
Golpear al primer comprador de materias primas de casi todo el planeta, produjo una recesión a global a fiales de 2017 y de una vez estallaron las trompetas de varios que se hacen folklore de tanto anunciar el final del “capitalismo”, como Stiglitz y Piketty. Y de ahí la pirueta más difícil de entender. Activista del acoso a mujeres, bancarrotita profesional, deficitario de moralidad, patán, atropellador.
Por obra de no sabemos que transubstanciación, para sus fanáticos se convierte en adalid de los valores de la civilización contra los imperios del mal. Según Hegel la corriente histórica indetenible hacia la justicia universal, “el espíritu absoluto”, suele esconderse detrás del mal, Hitler o Mao, diríamos contemporáneamente, para empujarlos a su destrucción.
De ese momento del mal, renacerá triunfante el bien que estaba solapado. A eso lo llama “la astucia de la razón” y Donald debe representarla. Pero a otro perro con ese hueso metafísico. La prueba convincente de astucia razonable sería que el establishment democrático de EEUU lo inhabilitara para cualquier cargo público. Los caudillos irresponsables y poderosos son un peligro.

@CarlosRaulHer

 3 min


Adolfo P. Salgueiro

Si usted espera que hoy comentemos la inminente juramentación de Mr. Biden, pues se llevará una sorpresa. Muchos otros lo han hecho y lo están haciendo con mayor o menor acierto.

En cambio, nos atrevemos a proponer que en un mundo como el de hoy, inmerso en preocupaciones de carácter existencial que incluyen las de la extrema pobreza, supervivencia, solidaridad, pandemia, etc., sería razonable aspirar a que los dirigentes de las naciones se dediquen a abordar los grandes temas que comprometen la calidad de vida y futuro de sus pueblos.

Sin embargo, desafortunadamente observamos que la ociosidad, rayana en la banal estupidez, sigue atrayendo la atención de aquellos que mejor harían en buscar caminos de solución. La tendencia no solo no parece ceder sino que ocupa cada vez mayores lugares en el acontecer de los países.

Hace menos de dos décadas observábamos con estupor e indignada sorpresa cómo el “comandante eterno”, entonces en el cenit de su gloria y de su chequera, inventó aquello de quitar las estatuas de Colón de sus pedestales y rebautizar la fecha del 12 de octubre ahora con el nombre de “Día de la Resistencia Indígena” . Tal ocurrencia que rescataba resentimientos ya casi disueltos en el trajín de la historia parecía destinada tan solo al anecdotario del irreverente barinés cuando de pronto nos enteramos de que en Buenos Aires otra resentida –Cristina de Kirchner– optaba por copiar el intento de borrar una historia que –no exenta de sus activos y pasivos– ha sido y es la de nuestra América. Así siguieron algunos otros buscadores de pretextos para disimular las auténticas preocupaciones.

Esta misma semana hemos sido recordados por la prensa que el muy polémico y original presidente de México recordó al rey Felipe VI de España que aún espera respuesta a una carta escrita en 2019 en la que no solicitaba sino “exigía” una disculpa y reparación por los desmanes cometidos por los conquistadores de nuestro continente a lo largo de pasadas centurias con el objeto de lograr una reconciliación que –según López Obrador– sigue pendiente. Anunció igualmente la intención suya de pedir perdón a los pueblos originarios por las guerras y atrocidades genocidas cometidas contra ellos y contra los chinos. Debe ser que para el mandatario mexicano ese tema es prioritario en lugar de serlo el de la inseguridad, el narcotráfico, la inmigración, la pobreza, etc.

Cierto es también que otros importantes dirigentes mundiales han solicitado públicamente perdones por hechos de sus predecesores. Así lo hizo Hirohito, emperador del Japón, por los sanguinarios hechos perpetrados en China y el Pacífico; san Juan Pablo II por los excesos de la Iglesia, incluyendo la Inquisición; el gobierno alemán por el Holocausto, y varios otros más que –aunque tardíamente– creyeron en las bondades de la reconciliación.

Pero, como decimos en Venezuela, “bueno es cilantro pero no tanto…”. Ahora resulta que el tema parece salirse de madre cuando, por ejemplo, en Estados Unidos se resuelve por vía presupuestaria cambiar la denominación a lugares y bases militares tradicionales que ostenten el nombre de militares del bando secesionista en la Guerra Civil (186/65), o hasta el del legendario equipo de beisbol Indios de Cleveland cuya caracterización dicen puede resultar ofensiva a los antiguos pobladores o cuando se pretende –y consagra legalmente– en Nueva York el derecho de los padres a dejar en blanco el sexo del bebé recién nacido a fin de que más adelante sea el interesado quien llene ese casillero según la condición que albergue en su intimidad aun cuando en la Biblia (Génesis 1) se lee que Dios antes del séptimo día hizo al hombre a su imagen y semejanza y “varón y hembra los creó”.

Todo lo anterior no nos exime de comentar también en forma crítica los excesos perpetrados contra nuestra lengua castellana con la introducción de lenguaje pretendidamente neutro en términos del género masculino o femenino de las palabras, pese a las múltiples aclaratorias de la Real Academia que ha señalado la improcedencia de esa hipérbole lingüística.

A España debemos nuestro idioma, nuestra religión mayoritaria, proporción determinante de nuestra inmigración y consecuente carácter colectivo y –por si fuera poco- que hoy acoja a varios cientos de miles de connacionales que allá han ido a parar por las desgraciadas circunstancias que arropan a nuestra patria.

Hasta a Dios se quiere quitar hoy de nuestro camino cuando se desincentiva su invocación en la escuela pública o cuando algún político trasnochado se niega a jurar su buen desempeño por los Santos Evangelios prefiriendo hacerlo sobre “esta moribunda Constitución”, como lo presenciamos en febrero de 1999 en la toma de posesión del héroe del Museo Militar… que ni siquiera alcanzó a ver el daño que dejó su insólito juramento.

 3 min


Ismael Pérez Vigil

La oposición democrática es una fuerza capaz de organizarse, que resiste y que no está arrinconada por el régimen, eso quedó de manifiesto en la Consulta Popular del pasado 12 de diciembre.

Casi 7 millones de participantes en la Consulta, 3 de ellos de manera presencial, a pesar de todos los factores en contra, es un capital social importante, que no se puede despreciar, al que hay que agregarle los miles de activistas –de partidos políticos y de la sociedad civil– que estuvieron en los centros de recolección o recorriendo el país apoyando a los que querían expresarse; estas son las bases para reconstruir la organización de la oposición para enfrentar internamente al régimen.

No obstante, el 2021 nos encuentra con una oposición fragmentada, aparentemente –espero– sin brújula ni política compartida, que luce irreconciliable en sus diferentes posiciones, por más que compartan el objetivo de rescatar la democracia y salir de este régimen de oprobio.

Para analizar esa oposición, si hacemos un “mapa” político del país, en mi opinión, nos encontraremos con los siguientes grupos, distintos al oficialismo: Un sector constituido por los denominados “alacranes” e integrantes de la llamada “mesita de diálogo”; un sector “desprendido” del régimen, al cual se opone; y un sector al que podemos llamar “oposición democrática”.

El denominado sector de los “alacranes” o “mesita de diálogo” está conformado por individualidades y grupos que rompieron con la política unitaria de la oposición, aceptaron el despojo que hizo el régimen de los partidos democráticos, se apropiaron de sus nombres, directivas, recursos, símbolos y colores para participar en el proceso electoral parlamentario, sin poner condiciones, sin cuestionar el proceso y los resultados, e incluso algunos aceptaron las curules que el régimen les concedió, sin ni siquiera tener los votos para ser diputados. Son la oposición “leal”, la aceptable por el régimen, siempre que se mantengan en el rincón físico –y mental– en que los sumieron en la instalación de la irrita Asamblea Nacional que tomó posesión el pasado 5 de enero. Son una especie de parias u oportunistas de la política, que el régimen no considera “suyos” y tampoco se les ve como oposición.

Al que denomino el sector “desprendido” del oficialismo lo conforman individualidades o grupos, algunos de los cuales se han acercado a la oposición democrática y los podemos considerar parte de la misma; pero hay algunos en este sector que, si bien rechazan y se oponen al “madurismo”, no han roto ideológicamente con el chavismo y por lo tanto a estos últimos no los considero oposición, de la misma forma en que los otros lo son.

Por último, está el sector mayoritario y democrático; en él podemos distinguir dos posiciones o grupos, claramente determinados. Una mayoría que postula una opción unitaria, en tormo al Frente Amplio y al “gobierno interino”; y un sector con un discurso radical, que se basa en una supuesta intervención externa, de fuerza. Entre estos sectores hay coincidencias en objetivos y algunos insisten en que las diferencias son tácticas y no de fondo, pero no es eso lo que transluce a lo opinión pública y pareciera que es más importante sentar las diferencias, que encontrar puntos de coincidencia y de unión.

Comencemos por evaluar la propuesta del sector radical que, aunque minoritario sus seguidores son muy activos, sobre todo en redes sociales. La intervención externa que proponen ha sido matizada por ellos mismos, a tal extremo que en algunos casos aparece desfigurada, desdibujada, confusa, no terminan de definir de manera clara y univoca lo que postulan. Plantean una intervención externa, sin adherentes externos y asumen la doctrina de la responsabilidad de proteger –R2P– que no se ha implementado exitosamente en ninguna parte y menos se podrá en Venezuela mientras Rusia y China tenga capacidad de veto en la ONU. Esto me luce un tanto absurdo; pero sabemos que en política cuando se propone algo absurdo e imposible de realizar, nunca te equivocas, siempre tienes la razón, porque no hay manera de comprobarlo, precisamente porque es imposible de realizar. ¿Será que esto es lo que se persigue: tener, retóricamente, en la calle, una política que diferencie? ¿Será que es más importante tener razón –su razón– que cualquier otra cosa y disfrazar el rechazo, a la unidad, por ejemplo, con complicadas filosofías y argumentos de Perogrullo, con tal de justificar esa posición?

Concluyo el punto con una frase del periodista Alonso Moleiro, extraída de un artículo suyo del pasado mes de diciembre:

La tesis de la coalición internacional para restaurar la libertad en el país, presumiblemente militar, expresada en instrumentos como la Responsabilidad de Proteger, o las cláusulas de la Convención de Palermo, no pasan de ser esbozos generales e hipótesis de conflicto con muy pocos adherentes en el terreno internacional. (“María Corina Machado, una oposición de nicho”, La Gran Aldea, 16/12/2020)

El otro sector opositor, sin duda el mayoritario, se agrupa en el Frente Amplio y su estrategia fundamental es mantener la unidad, aunque no parece tener aun una opción clara para cruzar el desierto en el que se encuentra. Lo que está claro es que este sector por el momento ha desechado la vía electoral sin proponer tácticas alternativas o formas de hacer de la abstención un instrumento de lucha eficaz, que vaya más allá de una demostración poco activa e inoperante de rechazo al régimen.

¿Significa esto que es la vía electoral la vía fundamental para luchar contra el régimen? No, y no ha sido esta la vía que se ha seguido siempre; en momentos importantes –las parlamentarias en 2005 y 2020, las elecciones de alcaldes y presidenciales en 2018– ha sido la abstención la opción política fundamental. Pero, lo que está planteado, en este momento, es sí se va a continuar con esa política, ahora que tenemos por delante procesos electorales para elegir gobernadores y alcaldes y que –como hemos visto– serán llevados adelante de cualquier manera por el régimen. De lo que se trata es que evaluemos con cabeza fría la eficacia de esa opción, los resultados obtenidos, y que si nos vamos a seguir absteniendo, que no sea para confundirnos en la indiferencia con ese 30% que ni pincha ni hiede y que una buena parte se aprovecha de las prebendas del régimen o de sus enchufados. No se puede continuar con políticas de abstención como una posición pasiva, como ha sido hasta el momento, pues se sume al país opositor, muy numeroso, en un peligroso quietismo, que se confunde, como he dicho, con la indiferencia.

¿Significa esto que creemos en que saldrá el régimen con un proceso electoral en el que gane la oposición?, no parece que esto esté claro; hemos visto que en el 2015, cuando ganamos la Asamblea Nacional, el régimen desconoció ese resultado y anuló su actividad con decisiones judiciales írritas; lo vemos también cada vez que a un gobernador o alcalde le nombran un “protector” y lo despojan de recursos, atribuciones y hasta del espacio físico para ejercer su cargo; lo vemos también con la cantidad de trampas, abusos y fraudes que despliega el régimen cada vez que hay un proceso electoral. Lo que postulamos es que la electoral sigue siendo una oportunidad para organizar a la población, a los partidos, a la sociedad civil y para seguir demostrando al mundo y sobre todo a nosotros mismos que somos mayoría y tenemos capacidad de organizarnos. Nunca se sabe por dónde se va a romper el dique de contención. Comparto con muchos que esa es precisamente la base de la estrategia.

Sin embargo, a pesar de lo dicho más arriba, no todas las secuelas de haber participado en las elecciones de Asamblea Nacional en 2015 –y otras– fueron políticamente negativas; esos procesos nos dejaron también cosas positivas, organización política y cívica, reconocimiento internacional y demostración de nuestra capacidad de resistencia. No hay duda que hoy somos más los venezolanos, y más los habitantes de otras tierras, que estamos conscientes que solo un cambio político, profundo, que deje atrás como mal recuerdo este régimen de oprobio, es la única solución a la profunda crisis, al desastre que nos agobia. Pero se hace también necesario la adopción de políticas más activas, de las cuales debemos seguir hablando.

https://ismaelperezvigil.wordpress.com/

 6 min


Carlos Machado Allison

Las universidades, como el resto del país, viven una crisis aguda. No hay exageración al utilizar adjetivos como destrozadas. Los daños a sus infraestructuras son severos, han sido víctimas de vandalismo y abandono por falta de recursos. Pero además, su núcleo fundamental, el profesorado, ha sido agredido desde ángulos diversos. Sus remuneraciones son miserables, las condiciones de trabajo –presenciales o virtuales- son pésimas y además una fracción importante de los investigadores y docentes han migrado a otros países. La UCV se prepara para conmemorar el tercer centenario de su fundación y reflexionar un poco sobre ella, y las restantes universidades similares, está en orden. Existen muchos profesores que, en forma individual o en grupos de reflexión, claman por cambios e innovación en nuestras máximas casas de estudio y están conscientes que la responsabilidad fundamental descansa sobre ellos.

La tragedia universitaria no sólo es consecuencia del brutal empobrecimiento del país, sino también de la aplicación de políticas explícitas del gobierno destinadas a su reducción en tamaño y calidad. Peor aún, han obligado a muchas autoridades a perpetuarse en sus posiciones a través de instrumentos legales que han impedido la realización de elecciones dentro de lapsos y con procedimientos que formaban parte de la cultura determinada por los acontecimientos de 1958. Sin duda el mundo cambió vertiginosamente desde la aprobación de la Ley de Universidades de 1958 y las formas de gobierno establecidas. Es tan obvia la necesidad de cambios importantes al interior de las mismas, como la de elegir nuevas autoridades. Sin embargo, nada gana la institución con elecciones rectorales y de otro tipo, si las mismas no están basadas en propósitos destinados a mejorar la calidad de la enseñanza, la investigación y el vínculo con la sociedad.

La enumeración de los cambios requeridos es muy larga para profundizar sobre cada una de ellas en un artículo, pero podemos mencionar algunas y pedirle al profesorado que medite sobre ellas ya que son indispensables para su persistencia. Todas parten de la necesidad de una misión y una visión donde la excelencia, los méritos académicos acumulados y el afán de libertad constituyan el norte, como ocurre en las universidades de prestigio de otras latitudes, donde nadie cuestiona su importancia para la sociedad. Universidades cuyo papel no se limita a la formación de profesionales, sino que son incubadoras del liderazgo nacional.

En principio nueve propuestas, que apenas son una lista para meditar y perfeccionar.

1. Crear relaciones sostenibles con la comunidad empresarial y las administraciones locales y regionales (gobierno-instituciones generadoras de conocimiento-empresas) y para ello crear, fundaciones, organizaciones y grupos de reflexión, destinados a financiar proyectos destinados a mejorar la calidad y cantidad de la producción nacional y los servicios, así como a participar activamente en el diseño de una nueva y moderna universidad;

2. Fortalecer los estudios de postgrado –maestrías y doctorados- como fuente de capital humano para la docencia y la investigación, y -especializaciones- como respuesta efectiva para solventar los grandes problemas de los sectores productivos y sociales;

3. Innovar para crear carreras de vanguardia, complejas y multidisciplinarias ajustadas a las demandas del siglo XXI y las tecnologías correspondientes;

4. Crear enlaces efectivos a través de redes con proyectos nacionales o internacionales tanto educativos como de investigación;

5. Una política explícita destinada a la actualización y educación continua del profesorado;

6. Una política y acciones concretas para la integración con los profesores destacados que han emigrado;

7. Ajustar los programas de becas estudiantiles basadas en méritos y resultados para asegurar la posibilidad de una dedicación plena al estudio sin agobios socioeconómicos que lo impidan;

8. Crear programas temporales, basados en la excelencia y trayectoria de los docentes activos y jubilados – que puedan ser reincorporados- destinados a mejorar sus condiciones de trabajo e ingresos mientras persistan las dramáticas condiciones económicas del país y

9. Un serio y formal compromiso para construir un nuevo cuerpo de leyes y normas destinadas a la modernización institucional.

 3 min


¨Federico Vegas¨

Las mejores ideas suelen aparecer cuando me voy quedando dormido y ya no tengo fuerzas para garabatear unas líneas. Entonces tomo el celular, balbuceo en la oscuridad y el aparato se encarga de escribir.

Al día siguiente encuentro desde trabalenguas y pensamientos perdidos para siempre hasta algunos errores con posibilidades interesantes. Mi pronunciación en inglés no es muy buena y esta mañana encontré que Biden se había transformado en “Vaivén”. Sumido en estos tiempos llenos de sorpresas, no pude evitar preguntarme: “¿Será una premonición?”. La pregunta es comprensible. Me encuentro entre los venezolanos que suspiran como si rezaran a la Virgen de Coromoto: “Espero que Biden no venga con lo que Trump se va”.

Vamos emergiendo de una apasionada relación con el inefable Donald Trump, unos por suponerlo la única solución a nuestra tragedia, otros por culparlo de nuestras divisiones, evasiones y disparates. De aquí parte una primera exigencia que debemos hacerle a Biden: no ofrezca lo que no va a cumplir y ni siquiera ha sido definido. Me refiero a las expectativas creadas por Trump: “No estamos considerado nada, pero todas las opciones están sobre la mesa”.

¿Cómo algo puede estar sobre la mesa sin ser considerado?

A los venezolanos Trump nos resultó tóxico y divisorio con el triste consuelo de que no somos la excepción. Además resultó espectacularmente tragicómico hasta el final. A estas alturas del juego, las elecciones norteamericanas más concurridas de la historia han soliviantado pasiones descaradamente antidemocráticas. ¿Prevaleció el respeto al voto por lo sólido de las instituciones que lo protegen o por la insólita irracionalidad de negar los resultados?

Hablar de irracionalidad es irrelevante. Las locuras de Trump son irrepetibles y en buena medida eran previsibles. Resulta más provechoso pensar que se ha respetado el resultado de los votos gracias a la fuerza de unas costumbres que ya tienen varios siglos evolucionando y lidiando con absurdos, incluyendo los del propio sistema.

El sistema electoral venezolano es más directo, más sencillo, y, sin embargo, ha resultado sumamente frágil. Si buscamos las causas de esta fragilidad conviene revisar una vez más la prédica de Montesquieu en su libro sobre la grandeza y decadencia de los romanos: “Más Estados han perecido por la violación de las costumbres, que por la de las leyes”. Al examinar la decadencia de la democracia en Venezuela es necesario prestarle mucha atención a nuestras costumbres. Si queremos que nos entiendan fuera de Venezuela debemos comenzar por hacernos dolorosas preguntas: ¿es la democracia una de nuestras arraigadas costumbres o ha sido una pasajera fábula en nuestra historia? La respuesta es vital para examinar el mito del socialismo venezolano del siglo XXI, capaz de mantener con impudicia una ilusión de democracia.

La situación de Venezuela es tan incierta e injusta como aparentemente solidificada, una combinación agotadora. Espero que Biden tenga la humanidad que requiere tener afecto y comprensión por la dignidad de un pueblo sometido a una situación indigna. No es tarea fácil apreciar y comprender lo que nosotros mismos no logramos digerir. La distancia entre lo que fuimos, lo que somos y lo que podríamos ser comienza a ser insalvable. La palabra “Venezuela” va adquiriendo otra música y genera amargas evocaciones. De potente promesa ha pasado a ser un espanto para asustar a electores indecisos.

Alguien dice que si Kafka hubiera nacido en Caracas sería un escritor costumbrista. Otro pregunta para qué tener a Kafka si Hugo Chávez nos convirtió en cucarachas. Esta son algunas de las frases que utilizamos para calificar nuestra historia reciente.

Los diccionarios ingleses definen la historia como un estudio sistemático, cronológico y verdadero. La Real Academia Española incluye la relación de cualquier aventura o suceso, narraciones inventadas, mentiras y pretextos, cuentos y fábulas. De hecho los historiadores venezolanos que más leo y admiro son unos maravillosos y reveladores chismosos. Quizás en los chismes estén los nudos que crean el tejido de lo histórico. Inés Quintero advierte en el título de uno de sus libros: No es cuento, es historia, aclarando que intenta ir en contra de nuestras tendencias naturales.

Siendo un país tan incomprensible como mal explicado, nuestra relación con Biden va a requerir de un enorme esfuerzo para ofrecer un recuento claro, sin la aleatoria narrativa a que estamos acostumbrados. Uno de los temas centrales a explorar es nuestra particular manera de corrompernos los unos a los otros. Una reciprocidad que se ha convertido en el principal pilar de la dictadura, al punto que su fuente de poder radica en la autodestrucción, en un lento suicidio del país. Nos acercamos al extremo de no poder hablar de corrupción, a medida que no va habiendo leyes ni controles que romper.

Montesquieu añade en otro capítulo: “A aquellos que primero habían corrompido sus riquezas, los corrompió después su miseria”. Chávez sirvió de eslabón entre estos dos procesos. Hace más de dos décadas criticaba el “capitalismo salvaje” que con tanta pasión él mismo ayudaría a fomentar y consolidar. ¿Cómo imaginar que al analizarnos nos maldecía?

Nos hemos convertido en una nación desesperada y salvajemente capitalista. Varias veces he escuchado una cínica frase que se nos ha ido haciendo una religión: “En un país capitalista lo más importante es hacerse de un capital”. Hoy, en Venezuela, tener un capital se ha vuelto indispensable tanto para sobrevivir en la patria como para abandonarla.

A medida que la sociedad y lo social, las instituciones y los servicios, los jueces y los congresistas se corrompen, el único asidero cierto y constante es el dólar y todo se subordina a la posibilidad de obtenerlo, desde la voluntad del esclavo hasta la del esbirro. Así se ha generado un organismo que mientras más miserable se va haciendo más sólido aparenta ser. Los militares, quienes podían ser una esperanza, son los más vigilados y sometidos a sobrevivir en la corrupción de la miseria para intentar alcanzar la corrupción de la riqueza. La bota y el botín han establecido una relación que ya parece ser natural y no aprendida.

Quiero creer que Joe Biden decidió luchar por la presidencia preocupado por el posible final de la democracia al que Trump terminó asomándonos sin pudor ni compasión.

La democracia venezolana continúa cayendo en precipicios que alguna vez nos resultaron inconcebibles. Creo que la estrategia para rescatarla tiene dos caras. Necesitamos solucionar la miseria que nos está corrompiendo, desmembrando, deshumanizando; al mismo tiempo hace falta recuperar las riquezas que la dictadura y sus secuaces están extrayendo, robando y destruyendo. Si las medidas generan más miseria y expectativas infundadas, seremos más sumisos a una dictadura más fuerte, y todos nos haremos más salvajes. Ayudar al oprimido y perseguir al opresor requiere inteligencia, firmeza, compasión y el compromiso de quien ha enfrentado la alternativa de perder una democracia que suponía inextinguible.

13 de enero 2021

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2021/01/13/espanol/opinion/venezuela-biden-ma...

 5 min


Timothy Snyder

Cuando Donald Trump se paró frente a sus seguidores el 6 de enero y los instó a marchar hacia el Capitolio de Estados Unidos, estaba haciendo lo que siempre había hecho. Nunca tomó en serio la democracia electoral ni aceptó la legitimidad de su versión estadounidense.

Incluso cuando ganó, en 2016, insistió en que la elección fue fraudulenta, que se emitieron millones de votos falsos para su oponente. En 2020, sabiendo que iba detrás de Joe Biden en las encuestas, pasó meses afirmando que la elección presidencial estaba amañada y señalando que no aceptaría los resultados si no le favorecían. El día de las elecciones afirmó erróneamente que había ganado y luego endureció su retórica: con el tiempo, su victoria se convirtió en una avalancha histórica y las diversas conspiraciones que la negaban cada vez eran más sofisticadas e inverosímiles.

La gente le creyó, lo que no es para nada sorprendente. Se necesita una gran cantidad de trabajo para educar a los ciudadanos a resistir la poderosa atracción de creer lo que ya creen, o lo que otros a su alrededor creen, o lo que le daría sentido a sus propias decisiones anteriores. Platón advirtió de un riesgo particular sobre los tiranos: que al final se verían rodeados de gente que siempre les dice que sí y de facilitadores. A Aristóteles le preocupaba que, en una democracia, un demagogo rico y talentoso pudiera dominar fácilmente las mentes de la población. Conscientes de estos y otros riesgos, los creadores de la Constitución de Estados Unidos instituyeron un sistema de pesos y contrapesos. No se trataba simplemente de asegurar que ninguna rama del gobierno dominase a las demás, sino también de anclar en las instituciones diferentes puntos de vista.

En este sentido, la responsabilidad de la presión de Trump para anular una elección debe ser compartida por un gran número de miembros republicanos del Congreso. En vez de contradecir a Trump desde el principio, permitieron que su ficción electoral floreciera. Tenían motivos para hacerlo. Un grupo de integrantes del Partido Republicano se preocupa sobre todo por jugar con el sistema para mantener el poder, aprovechando al máximo las imprecisiones constitucionales, las manipulaciones y el dinero sucio para ganar las elecciones con una minoría de votantes motivados. No les interesa que colapse la peculiar forma de representación que permite a su partido minoritario un control desproporcionado del gobierno. El más importante de ellos, Mitch McConnell, permitió la mentira de Trump sin hacer ningún comentario sobre sus consecuencias.

Sin embargo, otros republicanos vieron la situación de manera diferente: podrían realmente romper el sistema y tener el poder sin democracia. La división entre estos dos grupos, los que participan en el juego y los que quieren patear el tablero, se hizo muy evidente el 30 de diciembre, cuando el senador Josh Hawley anunció que apoyaría la impugnación de Trump al cuestionar la validez de los votos electorales el 6 de enero. En ese momento, Ted Cruz prometió su propio apoyo, junto con otros diez senadores. Más de un centenar de representantes republicanos asumieron la misma postura. Para muchos, esto lucía como un espectáculo más: las impugnaciones a los votos electorales de los estados forzarían retrasos y votos en el pleno pero no afectarían al resultado.

Sin embargo, que el Congreso obviara sus funciones básicas tenía un precio. Una institución elegida que se opone a las elecciones está invitando a su propio derrocamiento. Los miembros del Congreso que sostuvieron la mentira del presidente, a pesar de la evidencia disponible y sin ambigüedades, traicionaron su misión constitucional. Hacer de sus ficciones la base de la acción del Congreso les dio vigor. Ahora Trump podría exigir que los senadores y congresistas se sometan a su voluntad. Podía poner la responsabilidad personal sobre Mike Pence, a cargo de los procedimientos formales, para pervertirlos. Y el 6 de enero, ordenó a sus seguidores que ejercieran presión sobre estos representantes elegidos, lo que procedieron a hacer: asaltaron el edificio del Capitolio, buscaron gente para castigar y saquearon el lugar.

Por supuesto que esto tenía sentido de cierto modo: si la elección realmente había sido robada, como los senadores y congresistas insinuaban, entonces ¿cómo se podía permitir que el Congreso siguiera adelante? Para algunos republicanos, la invasión del Capitolio debe haber sido una sorpresa, o incluso una lección. Sin embargo, para quienes buscaban una ruptura, puede haber sido un atisbo del futuro. Luego, ocho senadores y más de 100 representantes votaron a favor de la mentira que les obligó a huir de sus cámaras.

La posverdad es prefascismo, y Trump ha sido nuestro presidente de la posverdad. Cuando renunciamos a la verdad, concedemos el poder a aquellos con la riqueza y el carisma para crear un espectáculo en su lugar. Sin un acuerdo sobre algunos hechos básicos, los ciudadanos no pueden formar una sociedad civil que les permita defenderse. Si perdemos las instituciones que producen hechos que nos conciernen, entonces tendemos a revolcarnos en atractivas abstracciones y ficciones. La verdad se defiende particularmente mal cuando no queda mucho de ella, y la era de Trump —como la era de Vladimir Putin en Rusia— es una de decadencia de las noticias locales. Las redes sociales no son un sustituto: sobrecargan los hábitos mentales por los que buscamos estímulo emocional y comodidad, lo que significa perder la distinción entre lo que se siente verdadero y lo que realmente es verdadero.

La posverdad desgasta el Estado de derecho e invita a un régimen de mitos. Estos últimos cuatro años, los estudiosos han discutido la legitimidad y el valor de invocar el fascismo en referencia a la propaganda trumpista. Una posición cómoda ha sido etiquetar cualquier esfuerzo como una comparación directa y luego tratar esas comparaciones como tabú. De manera más productiva, el filósofo Jason Stanley ha tratado el fascismo como un fenómeno, como una serie de patrones que pueden observarse no solo en la Europa de entreguerras sino más allá de esa época.

Mi propia opinión es que un mayor conocimiento del pasado, fascista o no, nos permite notar y conceptualizar elementos del presente que de otra manera podríamos ignorar, y pensar más ampliamente sobre las posibilidades futuras. En octubre me quedó claro que el comportamiento de Trump presagiaba un golpe de Estado, y lo dije por escrito; esto no es porque el presente repita el pasado, sino porque el pasado ilumina el presente.

Como los líderes fascistas históricos, Trump se ha presentado como la única fuente de la verdad. Su uso del término fake news (“noticias falsas”) se hizo eco de la difamación nazi Lügenpresse (“prensa mentirosa”); como los nazis, se refirió a los reporteros como “enemigos del pueblo”. Como Adolf Hitler, llegó al poder en un momento en que la prensa convencional había recibido una paliza; la crisis financiera de 2008 hizo a los periódicos estadounidenses lo que la Gran Depresión le hizo a los diarios alemanes. Los nazis pensaron que podían usar la radio para remplazar el viejo pluralismo del periódico; Trump trató de hacer lo mismo con Twitter.

Gracias a la capacidad tecnológica y al talento personal, Donald Trump mintió a un ritmo tal vez inigualado por ningún otro líder de la historia. En su mayor parte eran pequeñas mentiras, y su principal efecto era acumulativo. Creer en todas ellas era aceptar la autoridad de un solo hombre, porque creer en ellas era descreer en todo lo demás. Una vez establecida esa autoridad personal, el mandatario podía tratar a todos los demás como mentirosos; incluso tenía el poder de convertir a alguien de un consejero de confianza en un deshonesto sinvergüenza con un solo tuit. Sin embargo, mientras no pudiera imponer una mentira verdaderamente grande, una fantasía que crease una realidad alternativa en la que la gente pudiera vivir y morir, su prefascismo se quedó corto.

Algunas de sus mentiras fueron, sin duda, de tamaño mediano: que era un hombre de negocios exitoso; que Rusia no lo apoyó en 2016; que Barack Obama nació en Kenia. Esas mentiras de tamaño medio eran la norma de los aspirantes a autoritaristas en el siglo XXI. En Polonia el partido de la derecha construyó un culto al martirio que giraba en torno a responsabilizar a los rivales políticos por el accidente de avión que mató al presidente de la nación. El húngaro Viktor Orban culpa a un número cada vez más reducido de refugiados musulmanes de los problemas de su país. Pero esas afirmaciones no eran grandes mentiras; se extendían pero no rompían lo que Hannah Arendt llamaba “el tejido de la realidad”.

Una gran mentira histórica discutida por Arendt es la explicación de Joseph Stalin de la hambruna en la Ucrania soviética en 1932-33. El Estado había colectivizado la agricultura, y luego aplicó una serie de medidas punitivas contra Ucrania que provocaron la muerte de millones de personas. Sin embargo, la versión oficial era que los hambrientos eran provocadores, agentes de las potencias occidentales que odiaban tanto el socialismo que se estaban matando a sí mismos. Una ficción aún más grande, en el relato de Arendt, es el antisemitismo hitleriano: las afirmaciones de que los judíos dirigían el mundo, los judíos eran responsables de las ideas que envenenaban las mentes alemanas, los judíos apuñalaron a Alemania por la espalda durante la Primera Guerra Mundial. Curiosamente, Arendt pensaba que las grandes mentiras solo funcionan en las mentes solitarias; su coherencia sustituye a la experiencia y al compañerismo.

En noviembre de 2020, al llegar a millones de mentes solitarias a través de las redes sociales, Trump dijo una mentira peligrosamente ambiciosa: que había ganado unas elecciones que, de hecho, había perdido. Esta mentira era grande en todos los aspectos pertinentes: no tan grande como “los judíos dirigen el mundo”, pero lo suficientemente grande. La importancia del asunto en cuestión era grande: el derecho a gobernar el país más poderoso del mundo y la eficacia y fiabilidad de sus procedimientos de sucesión. El nivel de mendacidad era profundo. La afirmación no solo era errónea, sino que también se hizo de mala fe, en medio de fuentes poco fiables. Cuestionaba no solo las pruebas sino también la lógica: ¿Cómo podría (y por qué debería) una elección haber sido amañada contra un presidente republicano pero no contra senadores y representantes republicanos? Trump tuvo que hablar, absurdamente, de una “Elección (para Presidente) amañada”.

La fuerza de una gran mentira reside en su demanda de que muchas otras cosas deben ser creídas o no creídas. Para dar sentido a un mundo en el que las elecciones presidenciales de 2020 fueron robadas se requiere desconfiar no solo de los reporteros y de los expertos, sino también de las instituciones gubernamentales locales, estatales y federales, desde los trabajadores electorales hasta los funcionarios electos, la Seguridad Nacional y hasta la Corte Suprema. Esto trae consigo, por necesidad, una teoría de la conspiración: imagina a toda la gente que debe haber estado en ese complot y a toda la gente que habría tenido que trabajar en el encubrimiento.

La ficción electoral de Trump flota libre de la realidad verificable. Está defendida no tanto por hechos como por afirmaciones de que alguien más ha hecho algunas afirmaciones. La sensibilidad es que algo debe estar mal porque siento que está mal, y sé que otros sienten lo mismo. Cuando líderes políticos como Ted Cruz o Jim Jordan hablaban así, lo que querían decir era: crees mis mentiras, lo que me obliga a repetirlas. Las redes sociales proporcionan una infinidad de pruebas aparentes para cualquier condena, especialmente una aparentemente sostenida por un presidente.

En la superficie, una teoría de la conspiración hace que su víctima parezca fuerte: ve a Trump como resistiendo a los demócratas, los republicanos, el Estado Profundo, los pedófilos, los satanistas. Sin embargo, más profundamente, invierte la posición de los fuertes y los débiles. El enfoque de Trump en las supuestas “irregularidades” y “estados disputados” se reduce a las ciudades donde los negros viven y votan. En el fondo, la fantasía del fraude es la de un crimen cometido por los negros contra los blancos.

No es solo que el fraude electoral de los afroestadounidenses contra Donald Trump nunca haya ocurrido. Es que es todo lo contrario de lo que sucedió, en 2020 y en todas las elecciones estadounidenses. Como siempre, los negros esperaron más tiempo que los demás para votar y era más probable que sus votos fuesen impugnados. Era más probable que estuvieran sufriendo o muriendo a causa de la COVID-19, y menos probable que pudieran tomarse un tiempo fuera del trabajo. La protección histórica de su derecho al voto fue eliminada por el fallo de 2013 de la Corte Suprema en el caso del Condado de Shelby contra Holder, y los estados se han apresurado a aprobar medidas del tipo que históricamente reducen el voto de los pobres y las comunidades de color.

La afirmación de que a Trump se le negó una victoria por fraude es una gran mentira, no solo porque atenta contra la lógica, describe mal el presente y exige creer en una conspiración. Es una gran mentira, fundamentalmente, porque invierte el campo moral de la política estadounidense y la estructura básica de la historia estadounidense.

Cuando el senador Ted Cruz anunció su intención de impugnar el voto del Colegio Electoral, invocó el Compromiso de 1877, que resolvió la elección presidencial de 1876. Los comentaristas señalaron que esto no era un precedente relevante, ya que en ese entonces realmente habían graves irregularidades de los votantes y se produjo un impasse en el Congreso. Para los afroestadounidenses, sin embargo, la referencia aparentemente gratuita llevaba a otra parte. El Compromiso de 1877 —por el que Rutherford B. Hayes tendría la presidencia, siempre que retirara el poder federal del Sur— fue el mismo acuerdo por el que los afroestadounidenses fueron expulsados de las casillas de votación durante la mayor parte del siglo. Fue el fin de la Reconstrucción, el comienzo de la segregación, la discriminación legal y Jim Crow. Es el pecado original de la historia afroestadounidenses en la era posesclavitud, nuestro más cercano roce con el fascismo hasta ahora.

Si la referencia parecía distante cuando Ted Cruz y 10 colegas senadores dieron a conocer su declaración el 2 de enero, se acercó mucho cuatro días después, cuando las banderas confederadas desfilaron por el Capitolio.

Algunas cosas han cambiado desde 1877, por supuesto. En ese entonces, eran los republicanos, o muchos de ellos, los que apoyaban la igualdad racial; eran los demócratas, el partido del sur, los que querían el apartheid. Fueron los demócratas, en ese entonces, quienes llamaron fraudulentos los votos de los afroestadounidenses, y los republicanos quienes querían que fueran contados. Esto se ha invertido ahora. En el último medio siglo, desde la Ley de Derechos Civiles, los republicanos se han convertido en un partido predominantemente blanco interesado —como Trump declaró abiertamente— en mantener el número de votantes, y en particular el número de votantes negros, lo más bajo posible. Sin embargo, el hilo conductor sigue siendo el mismo. Al ver a los supremacistas blancos entre la gente que asaltaba el Capitolio, era fácil ceder a la sensación de que algo puro había sido violado. Sería mejor ver el episodio como parte de una larga discusión estadounidense sobre quién merece ser representado.

Los demócratas se han convertido en una coalición, una que lo hace mejor que los republicanos entre los votantes femeninos y no blancos y consigue votos tanto de los sindicatos como de los universitarios. Sin embargo, no es del todo correcto contrastar esta coalición con un Partido Republicano monolítico. En este momento, el Partido Republicano es una coalición de dos tipos de personas: aquellos que jugarían con el sistema (la mayoría de los políticos, algunos de los votantes) y aquellos que sueñan con romperlo (algunos de los políticos, muchos de los votantes). En enero de 2021, esto fue visible como la diferencia entre los republicanos que defendían el sistema actual con el argumento de que les favorecía y los que trataban de derribarlo.

En las cuatro décadas desde la elección de Ronald Reagan, los republicanos han superado la tensión entre los jugadores y los rupturistas gobernando en oposición al gobierno, o llamando a las elecciones una revolución (el Tea Party), o afirmando que se oponen a las élites. Los rupturistas, en este arreglo, proporcionan una cobertura a los jugadores, al presentar una ideología que distrae de la realidad básica de que el gobierno bajo los republicanos no se hace más pequeño sino que simplemente se desvía para servir a una serie de intereses.

Al principio, Trump parecía una amenaza para ese equilibrio. Su falta de experiencia en política y su racismo abierto lo hicieron una figura muy incómoda para el partido; al principio, republicanos prominentes consideraban que su hábito de mentir continuamente era grosero. Sin embargo, después de ganar la presidencia, sus particulares habilidades como rupturista parecían crear una tremenda oportunidad para los jugadores. Liderados por el jugador en jefe, McConnell, consiguieron cientos de jueces federales y recortes de impuestos para los ricos.

Trump no se parecía a otros rupturistas porque parecía no tener ninguna ideología. Su objeción a las instituciones radicaba en que podían limitarlo personalmente. Tenía la intención de romper el sistema para servirse a sí mismo y, en parte, ha fracasado por eso. Trump es un político carismático e inspira devoción no solo entre los votantes sino también entre un sorprendente número de legisladores, pero no tiene una visión más grande que la suya o la que sus admiradores proyectan sobre él. En este sentido, su prefascismo no estuvo a la altura del fascismo: su visión nunca fue más allá de un espejo. Llegó a una mentira verdaderamente grande no desde cualquier visión del mundo sino desde la realidad de que podría perder algo.

Sin embargo, Trump nunca preparó un golpe decisivo. Carecía del apoyo de los militares, algunos de cuyos líderes había alienado. (Ningún verdadero fascista habría cometido el error que cometió allí, que fue amar abiertamente a dictadores extranjeros; a los partidarios convencidos de que el enemigo estaba en casa podría no importarles, pero a los que juraron proteger de los enemigos en el extranjero sí les importó). La fuerza de policía secreta de Trump, los hombres que realizaban operaciones de secuestro en Portland, era violenta pero también pequeña y ridícula. Las redes sociales demostraron ser un arma contundente: Trump podía anunciar sus intenciones en Twitter, y los supremacistas blancos podían planear su invasión del Capitolio en Facebook o en Gab. Pero el presidente, a pesar de todas sus demandas, ruegos y amenazas a los funcionarios públicos, no podía maquinar una situación que terminase con las personas correctas haciendo lo incorrecto. Trump pudo hacer creer a algunos votantes que había ganado las elecciones de 2020, pero no pudo hacer que las instituciones se alinearan con su gran mentira. Y pudo traer a sus partidarios a Washington y enviarlos al Capitolio, pero ninguno parecía tener una idea muy clara de cómo funcionaría esto o de lo que su presencia lograría. Es difícil pensar en un momento insurreccional comparable —con la toma de un edificio de gran importancia— que implicó tanto trabajo.

La mentira dura más que el mentiroso. La idea de que Alemania perdió la Primera Guerra Mundial en 1918 por una “puñalada por la espalda” judía tenía 15 años cuando Hitler llegó al poder. ¿Cómo funcionará el mito de la victimización de Trump en la vida estadounidense dentro de 15 años? ¿Y en beneficio de quién?

El 7 de enero, Trump pidió una transición pacífica del poder, admitiendo implícitamente que su golpe de Estado había fracasado. Sin embargo, volvió a repetir e incluso amplió su ficción electoral: ahora era una causa sagrada por la que la gente se había sacrificado. La puñalada por la espalda imaginaria de Trump vivirá principalmente gracias a su respaldo por los miembros del Congreso. En noviembre y diciembre de 2020, los republicanos lo repitieron, dándole una vida que de otra manera no hubiera tenido. En retrospectiva, ahora parece como si el último compromiso tambaleante entre los jugadores y los rupturistas fuera la idea de que Trump debería tener todas las oportunidades de probar que se le había hecho mal. Esa posición apoyaba implícitamente la gran mentira de los partidarios de Trump que se inclinaban a creerla. No pudo contener a Trump, cuya gran mentira solo se hizo más grande.

En ese momento, los rupturistas y los jugadores vieron un mundo diferente por delante, donde la gran mentira era un tesoro que había que tener o un peligro que había que evitar. Los rupturistas no tuvieron más remedio que apresurarse a ser los primeros en afirmar que creían en ella. Debido a que los rupturistas Josh Hawley y Ted Cruz deben competir para reclamar el azufre y la bilis, los jugadores se vieron obligados a revelar su propia mano, y la división dentro de la coalición republicana se hizo visible el 6 de enero. La invasión del Capitolio solo reforzó esta división. Por supuesto, algunos senadores retiraron sus objeciones, pero Cruz y Hawley siguieron adelante de todos modos, junto con otros seis senadores. Más de 100 representantes doblaron su apuesta en la gran mentira. Algunos, como Matt Gaetz, incluso añadieron sus propias florituras, como la afirmación de que la turba no estaba liderada por los partidarios de Trump sino por sus oponentes.

Trump es, por ahora, el mártir en jefe, el sumo sacerdote de la gran mentira. Él es el líder de los rupturistas, al menos en la mente de sus partidarios. Por ahora, los jugadores no quieren a Trump cerca. Desacreditado en sus últimas semanas, es inútil; despojado de las obligaciones de la presidencia, volverá a ser embarazoso, como lo fue en 2015. Incapaz de proporcionar una cobertura para jugar astutamente, será irrelevante para sus propósitos diarios. Pero los rupturistas tienen una razón aún más fuerte para buscar la desaparición de Trump: es imposible heredar de alguien que todavía está por aquí. Aprovechar la gran mentira de Trump podría parecer un gesto de apoyo. De hecho, expresa un deseo de su muerte política. Transformar el mito de uno sobre Trump a uno sobre la nación será más fácil cuando esté fuera del camino.

Como Cruz y Hawley pueden aprender, decir la gran mentira es ser propiedad de ella. Solo porque hayas vendido tu alma no significa que hayas hecho un buen negocio. Hawley no tiene ningún nivel de hipocresía; hijo de un banquero, educado en la Universidad de Stanford y en la Escuela de Derecho de Yale, denuncia a las élites. En la medida en que se pensaba que Cruz se apegaba a un principio, el de los derechos de los estados, que los llamados a la acción de Trump violaban descaradamente. Una declaración conjunta que Cruz emitió sobre la impugnación de los senadores al voto captó muy bien el aspecto posverdadero del conjunto: nunca alegó que hubiera fraude, solo que había alegaciones de fraude. Alegaciones de alegaciones, alegaciones hasta el final.

La gran mentira requiere compromiso. Cuando los jugadores republicanos no se arriesgan lo suficiente, los rupturistas republicanos los llaman “RINO”, que en inglés es la sigla de “republicanos solo de nombre”. Este término alguna vez sugirió una falta de compromiso ideológico. Ahora significa una falta de voluntad para echar abajo una elección. Los jugadores, en respuesta, cierran filas en torno a la Constitución y hablan de principios y tradiciones. Todos los rupturistas deben saber (con la posible excepción del senador por Alabama Tommy Tuberville) que están participando en una farsa, pero tendrán una audiencia de decenas de millones que no lo saben.

Si Trump sigue presente en la vida política estadounidense, seguramente repetirá su gran mentira incesantemente. Hawley, Cruz y los otros rupturistas comparten la responsabilidad de lo que eso desencadenará. Cruz y Hawley parecen estar postulándose para la presidencia. ¿Pero qué significa ser candidato a la presidencia y denunciar el voto? Si afirmas que el otro lado ha hecho trampa, y tus partidarios te creen, esperarán que te engañes a ti mismo. Al defender la gran mentira de Trump el 6 de enero, ellos sentaron un precedente: un candidato presidencial republicano que pierde una elección debe ser nombrado de todos modos por el Congreso. Los republicanos en el futuro, por lo menos los candidatos a presidente de la ruptura, presumiblemente tendrán un Plan A, para ganar y ganar, y un Plan B, para perder y ganar. No es necesario el fraude; solo las alegaciones de que hay alegaciones de fraude. La verdad debe ser remplazada por el espectáculo, los hechos por la fe.

El intento de golpe de Trump de 2020-21, como otros intentos fallidos de golpe, es una advertencia para quienes se preocupan por el Estado de derecho y una lección para aquellos que no lo hacen. Su prefascismo reveló una posibilidad para la política estadounidense. Para que un golpe de Estado funcione en 2024, los rupturistas necesitarán algo que Trump nunca tuvo: una minoría furiosa, organizada para la violencia nacional, dispuesta a añadir intimidación a las elecciones. Cuatro años de amplificación de una gran mentira podría darles eso. Afirmar que el otro lado robó una elección es prometer que tú también robarás una. También es afirmar que el otro bando merece ser castigado.

Observadores informados dentro y fuera del gobierno están de acuerdo en que la supremacía blanca de la derecha es la mayor amenaza terrorista para Estados Unidos. La venta de armas en 2020 alcanzó un nivel asombroso. La historia muestra que la violencia política ocurre luego de que los líderes prominentes de los principales partidos políticos abrazan abiertamente la paranoia.

Nuestra gran mentira es típicamente estadounidense, envuelta en nuestro extraño sistema electoral, y depende de nuestras particulares tradiciones de racismo. Sin embargo, nuestra gran mentira también es estructuralmente fascista, con su extrema mendacidad, su pensamiento conspirativo, su inversión de los perpetradores y las víctimas y su implicación de que el mundo está dividido entre nosotros y ellos. Para mantenerlo en marcha durante cuatro años hay que cortejar el terrorismo y el asesinato.

Cuando esa violencia llegue, los rupturistas tendrán que reaccionar. Si la aceptan, se convierten en la facción fascista. El Partido Republicano estará dividido, al menos por un tiempo. Uno puede, por supuesto, imaginar una funesta reunificación: un candidato de la ruptura pierde una estrecha elección presidencial en noviembre de 2024 y grita fraude, los republicanos ganan ambas cámaras del Congreso y los alborotadores en la calle, educados por cuatro años de la gran mentira, exigen lo que ven como justicia. ¿Se mantendrían los jugadores con los principios si esas fueran las circunstancias del 6 de enero de 2025?

Sin embargo, este momento también es una oportunidad. Es posible que un Partido Republicano dividido sirva mejor a la democracia estadounidense; que los jugadores, separados de los rupturistas, empiecen a pensar en la política como una forma de ganar elecciones. Es muy probable que el gobierno de Biden-Harris tenga unos primeros meses más fáciles de lo esperado; tal vez se suspenda el obstruccionismo, al menos entre unos pocos republicanos y por poco tiempo, para vivir un momento de cuestionamientos. Los políticos que quieren que el trumpismo termine tienen un camino sencillo: decir la verdad sobre las elecciones.

Estados Unidos no sobrevivirá a la gran mentira solo porque un mentiroso esté separado del poder. Necesitará una reflexiva repluralización de los medios y un compromiso con los hechos como un bien público. El racismo estructurado en cada aspecto del intento de golpe es un llamado a prestar atención a nuestra propia historia. La atención seria al pasado nos ayuda a ver los riesgos pero también sugiere la posibilidad de futuro. No podemos ser una república democrática si decimos mentiras sobre la raza, grandes o pequeñas. La democracia no consiste en minimizar el voto ni en ignorarlo, ni en jugar ni en romper un sistema, sino en aceptar la igualdad de los demás, escuchar sus voces y contar sus votos.

15 de enero 2021

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2021/01/15/magazine/trump-fascismo-golpe.html

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