Ya existe suficiente información acerca del movimiento nacional, popular y democrático que irrumpió en Cuba el 11 de julio de 2021. Pertenece sin dudas a esa «especie» que en el vocabulario político latinoamericano conocemos como «estallido social».
Por razones que alguna vez habrá que hilar, los últimos tres años —sea en Chile, Ecuador, Perú (estallido electoral) o Colombia— han sigo signados por irrupciones multitudinarias que han conmovido los cimientos institucionales de cada nación.
El primero, el más emblemático, el de Chile, es denominado por algunos autores (Alejandro San Francisco, Andrés Velasco) como «revolución», término apropiado si se tiene en cuenta que el movimiento desatado por el alza de los precios de los pasajes del metro se transformó en una enorme demostración de masas en aras de una mayor igualdad social, para después culminar con el dictado de una Constitución cuya discusión ya ha comenzado entre constituyentes elegidos por votación.
Lo que nadie esperaba —y esa es la razón que convierte en apasionantes a las astucias de la historia— es que en la Cuba que Miguel Díaz Canel recibió como herencia de los hermanos Castro, también iba a tener lugar un estallido no solo social sino, además, político.
Tal como sucedió en Chile, el estallido social de Cuba irrumpió por acumulación de demandas sociales, sobre todo por la mala atención médica, por el desabastecimiento, por los apagones, por la falta de agua, por el alza de los precios; en fin, por todo ese infierno creado en Cuba en nombre de una revolución que nunca ha tenido lugar.
Las protestas comenzaron en la ciudad de San Antonio de los Baños al sureste de La Habana y luego se extendieron desde Santiago de Cuba, en el oriente, hasta Pinar del Río en occidente. En menos de dos horas, muchedumbres desfilaban a lo largo de todas las calles de la nación, demostrando una vez más que el pueblo de las calles no era el pueblo del régimen. Miles de humillados y ofendidos durante largos años de tiranía y oprobio. Cuba despertó. Nadie sabe por cuánto tiempo. Pero despertó.
Llama la atención la rapidez con que las consignas sociales y económicas (en el fondo simples petitorios) fueron cambiadas por consignas políticas: Libertad, Abajo la dictadura y, sobre todo, ese corear incesante de Patria y vida, magistral creación musical opuesta a la necrófila Patria o muerte del castrismo. Para que ese salto cualitativo de lo social a lo político se produzca se necesita en otros procesos de mucho tiempo, a veces de años. Pero los cubanos lo transitaron en horas. ¿Casualidad, magia, milagro? En ningún caso.
Para entender lo que pasa en Cuba necesitamos mirar un poco hacia atrás. Así podremos comprobar algo que no todos los periodistas —siempre comprometidos con el instante— no habían percibido, a saber: el movimiento social que tenía lugar en julio había efectivamente comenzado ya, en noviembre del 2020, pero bajo otra forma y con otros actores con el Movimiento San Isidro surgido bajo el calor de una demanda central: la libertad de expresión. Desde esa perspectiva podemos afirmar que el movimiento nació primero políticamente para después transformarse en un amplio movimiento social y luego retornar a su condición política hasta llegar a ser lo que ahora es: un estallido social y político a la vez.
Quiere decir: estamos frente a un estallido que integra a lo político y a lo social, pero no como dos compartimentos, sino conectados entre sí.
El de Cuba es un movimiento en donde confluyen dos vertientes: la política cuyos sujetos originarios fueron la mayoría de los artistas e intelectuales del país y la socioeconómica, cuyos sujetos son las masas volcadas en las calles. Noviembre del 2020 y julio del 2021 son dos capítulos distintos de una sola novela cuyo final se encuentra todavía muy lejos.
En el proceso de mutación del virus social en virus político, seríamos egoístas con Díaz Canel si no viéramos en él y en su torpeza infinita un agente no secreto que colaboró a impulsar políticamente al movimiento del 11 de julio.
Díaz Canel, en efecto, reaccionó como suelen hacer los dictadores. Primero, difamando a los manifestantes como delincuentes, enemigos de la revolución y, segundo, externalizando los problemas, culpando —¡cómo iba a faltar! — a los EE. UU. Fue el mismo Díaz Canel, no el pueblo, quien puso la legitimidad de la revolución en juego. Con ello se entrampó, pues si la revolución es identificada con el hambre y la miseria a los manifestantes no les quedaba más que levantarse en contra de esa revolución. Más todavía cuando Díaz Canel llamara a «los revolucionarios» a las calles a defender la revolución.
¿Revolucionarios? Todos los cubanos lo saben. Son personas que nunca han tenido nada que ver con una revolución. Se trata de un conglomerado corporativamente organizado, asalariados de la trinidad partido-Estado-ejército, seres sumisos que cada cierto tiempo, sobre todo en las festividades, son llamados a desfilar y corear como loros las consignas impartidas. En periodos de crisis —y estamos frente a uno de ellos— pueden jugar el papel de tropas de choque, bloquear las calles y amenazar a los manifestantes. Los «revolucionarios», en el más clásico estilo mussoliniano, son el brazo de represión civil de la nomenklatura militar y burocrática. Díaz Canel los conoce muy bien, pues él también es un «revolucionario».
Como todo «revolucionario» cubano, Díaz Canel nunca ha vivido una revolución. Pero peor: nunca ha desobedecido, siempre ha acatado lo que otros ordenan. Así lo ha hecho durante toda su carrera —la vamos a llamar con comillas «política»— desde que en edad menor fuera cooptado por las Juventudes Comunistas, donde llegó a ser dirigente juvenil en Santa Clara. En 1991 fue nombrado miembro del Comité Central. Luego, dirigente en Santa Clara y Holguín, hasta que al fin, a pedido de su mentor Raúl Castro fue nombrado ministro de Educación Superior. El 2015 asumió como vicepresidente de los Consejos de Estado para culminar su exitosa carrera burocrática en 2018, cuando le fue otorgado el título de presidente de Cuba.
Ingeniero electrónico de profesión, Díaz Canel piensa y habla como un robot. Un hombre oscuro, sencillo, inculto y sin imaginación, como hay tantos en este mundo.
Su trayectoria no se diferencia de la de un empleado de banco que asciende hasta que llega el día en que, sin darse cuenta, es nombrado director. Pero a diferencia de Díaz Canel, el director de banco no cree actuar en nombre de ninguna revolución ni tiene el poder para enviar al matadero a nadie. No obstante, la persona de Díaz Canel es solo una molécula visible dentro de un complejo sistema de dominación distópica. Su ideología, la única que tiene, es su supervivencia, tanto la personal como la de su casta. La «revolución» es el poder brutal del Estado ejercido sobre un pueblo inerme.
Tuvo razón Díaz Canel al decir, cuando le informaron que la gente había salido a las calles, que él estaba dispuesto a morir —eso quiere decir también a matar— por «la revolución». Su histeria se explica: sin el poder de una revolución imaginaria, ese empleadillo convertido en dictador sería solo lo que es: un nada. Recordando a Foucault, podríamos decir que Díaz Canel es una representación biológica de un poder que lo supera y lo trasciende. Ese poder que creó Fidel Castro alrededor suyo, hecho a la medida de su elefantismo corporal y de sus delirios de grandeza: un poder sostenido por balas, cámaras de tortura y selectiva represión. ¿Quién dijo que los demócratas cubanos la tendrán fácil?
Los acontecimientos de noviembre del 2020 y julio del 2021 son estaciones de un trayecto cuya extensión desconocemos. Solo sabemos que será peligroso, como por lo general han sido todos los procesos de democratización.
Sabemos que habrá confrontaciones, éxitos y retrocesos. Habrá rupturas, trizaduras y deserciones al interior del bloque de dominación. Ya hay signos: la casta estatal ya no es dirigente, solo dominante (distinción que debemos a Gramsci). Habrá también diálogos, compromisos, acuerdos y, en un momento determinado, elecciones. La eternidad existe solo para los dioses y Díaz Canel está muy lejos de ser uno de ellos.
Tal vez sea necesaria una advertencia. Puede que la democratización de Cuba sea resultado de procesos aún más complejos que los que llevaron al fin de las nomenklaturas comunistas de Europa del Este durante 1989-1990. Advertencia que se deduce de una observación. Por un lado, Cuba pertenecía a la familia dictatorial subordinada al imperio soviético, pero por otra, pertenece todavía a tradiciones dictatoriales de tipo latinoamericano. Desde su primera pertenencia, si la historia fuese razonable, la dominación castrista debería haber dejado de existir después del derrumbamiento del muro de Berlín. Estuvo a punto de ocurrir si no hubiera aparecido Hugo Chávez quien dio oxígeno (y petróleo) a la moribunda Cuba castrista, afirman algunos. No estamos muy seguros. Nadie puede opinar sobre lo no ocurrido. La supervivencia poscomunista también podemos verla desde una dimensión latinoamericana. Significa: Fidel y su hermano lograron construir un sistema de dominación «sui generis» que condensaba lo peor de las dictaduras comunistas de Europa y lo peor de las clásicas dictaduras militares latinoamericanas. Un híbrido. Fidel Castro fue la representación personal de esa dualidad histórica.
Por una parte, Fidel era el secretario general del partido-Estado, pero por otra, un caudillo populista y personalista como nunca hubo en los países comunistas europeos (el que más se acerca a Fidel Castro fue el yugoslavo Tito).
Los Castro, hijos de latifundistas al fin, gobernaron la Isla como si fuera su hacienda familiar, pero con una maquinaria burocrática y militar construida con materiales soviéticos.
Desde el punto de vista socioeconómico, el sistema es aún más complejo. A partir de la simbiosis gobierno-Estado-partido y, sobre todo, ejército, ha sido elaborada una relación de dominación vertical donde los «pequeños revolucionarios» controlan calles, comunas, escuelas, universidades, el abastecimiento, la medicina, el turismo, en fin, casi todo.
Con el tiempo han aparecido otros sectores sociales, adscritos informalmente al régimen. Entre ellos, una suerte de burguesía (compradora y vendedora) fluctuante entre Miami y La Habana, con instituciones paralelas funcionando discretamente al lado de las estatales. Más abajo, los trabajadores sindicalmente organizados, también subordinados al Estado. Y, más allá, una masa suburbana dedicada a la pura subsistencia y formada, según cuenta Leonardo Padura con macabra ironía, por los llamados «palestinos», otras veces «los orientales» (por venir en su mayoría de la provincia de Oriente).
Que el estallido social haya comenzado en centros alejados de las grandes ciudades, desde la Cuba miserable y profunda, no es entonces ninguna casualidad. Ese día 11 de julio tuvo lugar una unidad entre quienes se mueren de hambre («teníamos tanta hambre que nos comimos el miedo», escribió Yoani Sánchez) y sectores citadinos, principalmente juveniles, quienes luchan en primera línea por la libertad de expresión y de otras actividades ciudadanas.
Como hechos muy positivos hay que anotar la gran cantidad de artistas que han firmado documentos en contra de la represión desatada por Díaz Canel, entre ellos nombres de reconocimiento internacional como Leo Brouwer, Chucho Valdés, Adalberto Álvarez, Cimafunk, Haydée Milanés. La declaración de los obispos cubanos en defensa de los reprimidos también es muy importante. Cierto, ni artistas ni obispos tienen armas de fuego. Pero poseen otras armas. Y esas no las saben manejar los «revolucionarios». Por lo menos, con sus voces y con sus rezos, cantantes y curas llegan mucho más al pueblo que todos los «revolucionarios díazcanelistas» unidos.
Nadie sabe cómo terminará esta historia, pero lo que nadie puede negar es que esta historia ha comenzado. Es otra historia.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
Twitter: @FernandoMiresOl