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Humberto García Larralde

¿Qué hacer ante el contrasentido actual?

Humberto García Larralde

“Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo y librarás cien batallas victoriosas”

Sun Tzu, El Arte de la Guerra.

Si el bienestar de la población es criterio, la gestión de Maduro ha resultado un total contrasentido. Más todavía cuando, después de arruinar nuestras vidas, ¡pretende hacer creer que lo hemos reelegido!

Parece que el chavo-madurismo se hubiera propuesto, deliberadamente, hacer todo lo contrario de lo que se requiere para mejorar la situación de los venezolanos. Insólitamente, esta aseveración no está tan alejada de la verdad. Al desmantelar las instituciones democráticas y aquellas que promueven una economía de mercado funcional, supuestamente para hacer su “revolución”, las reemplazaron por mecanismos discrecionales, cada vez más personales y arbitrarios, para asignar los recursos de la nación y aprovecharse de ellos.

Bajo banderas de “justicia social” fue privando en la toma de decisiones del gobierno, no la experticia o la vocación de servicio, sino la lealtad con quienes comandan el poder y la obsecuencia para con su violación del Estado de Derecho. Degeneró en un Estado Patrimonialista, fundamento del régimen de expoliación en que se convirtió el proyecto “bolivariano”. Atrincherada en sus nodos decisorios, una nueva oligarquía, militar – civil se apoderó del país, acumulando enormes fortunas. Hoy está interesada, obviamente, en continuar disfrutando de sus privilegios.

Sería temerario afirmar que, desde el inicio, el chavismo se propuso acabar con el país. Pero al haber mantenido, adrede, sus funestas políticas, es como si así lo fuera: destrucción de la economía y de la industria petrolera en particular; represión cruel de libertades civiles y políticas; aislamiento internacional; saqueo de los recursos de la nación en asociación con agentes extranjeros; y pare usted de contar.

Al iniciarse un proceso de negociación que abriga esperanzas sobre la posibilidad de superar la tragedia actual, entender las motivaciones del régimen debe ayudar a calibrar sus alcances y limitaciones. Resalta claramente que, entre aquellas, no está el bienestar de sus compatriotas. Su preocupación, casi exclusiva, es cómo conservar el poder. Y, como hemos venido argumentando, sólo se sostiene por, 1) la complicidad de militares corruptos y traidores, como de otros medios de violencia, incluyendo el aparato judicial; 2) algún apoyo externo que le suple necesidades vitales; y 3) una narrativa maniquea, capaz de blindar y absolver sus desmanes a los ojos de sus partidarios.

Este diagnóstico debe indicarnos qué teclas tocar para avanzar en la salida de la dictadura. Se esperaría que la negociación recién instalada entre personeros suyos y de la oposición democrática, abriese espacios y oportunidades para que la voluntad popular se expresara de forma clara y libre en tal sentido. Ello requiere que la oligarquía acepte respetar el ordenamiento constitucional y acuerde la realización de elecciones presidenciales y legislativas creíbles, con las necesarias garantías, sin coacción y con supervisión internacional. Sabemos que, en absoluto, está entre sus prioridades. Éstas se centran en lograr el levantamiento de las sanciones. Así extendería su existencia parasitaria más allá, contando con los recursos liberados.

Lograr los resultados deseados implica, por tanto, crear condiciones que debiliten la posición negociadora de la dictadura, a la par que fortalezcan las de las fuerzas democráticas. Supone minar los pilares que sostienen al régimen, mencionados arriba, para que sus personeros se convenzan de que su mejor opción es aceptar alguna fórmula de transición a la democracia.

Es imprescindible resquebrajar el sostén militar de la dictadura. Esto no significa necesariamente un golpe que desaloje al fascismo del poder. Pero si lograr que, dentro de los cuerpos castrenses, existan suficientes militares proclives a respetar el orden constitucional y dispuestos a sustraerle su apoyo. Pero en absoluto correrán el riesgo de manifestarse en tal sentido si no vislumbran una alternativa seria de poder, dispuesta y capacitada para llenar el vacío que dejaría la implosión de la dictadura, que los ampare. Asimismo, la credibilidad en los mecanismos de justicia transicional que se propongan para facilitar esa decisión depende de que perciban que las fuerzas democráticas cuentan con la fuerza, las políticas y el apoyo requerido para consolidar con éxito su conducción del Estado.

Lo mismo puede afirmarse respecto al apoyo internacional que sostiene a la dictadura. La mayoría de los países involucrados no tendrían por qué anotarse con Maduro si contase con las seguridades de que habrán de entenderse con un gobierno democrático afianzado, con amplio apoyo interno y externo, que respetará sus intereses, conforme a nuestro ordenamiento legal. Cuba, muy probablemente, sería diferente. Pero, ante el colapso que sus camaradas causaron a la economía venezolana, ya ese sostén de recursos desapareció. Ahora bien, esta nueva vulnerabilidad podría facilitar cambios en la isla si las democracias occidentales están dispuestas a ofrecer a cambio, alguna ayuda. ¿Wishful thinking?

Finalmente, el blindaje ideológico del fascismo procura, precisamente, impedir fisuras en el apoyo al régimen como las mencionadas. Aunque suena iluso pretender que fanáticos de una secta abran sus ojos y cambien de parecer, si puede reducirse su influencia sobre el resto de la población. Claro está, para ello se han valido del control de las palancas del Estado. Pero, nuevamente, proyectando como opción un proyecto democrático con planes creíbles, tanto a nivel nacional, sectorial o local –para eso está el Plan País--, con apoyo mayoritario, instituciones que restablezcan la confianza en Venezuela y la disposición manifiesta de actores internacionales, incluyendo a la banca multilateral, de contribuir con ello, las fuerzas democráticas tienen con qué ganar las simpatías de los aún indecisos.

Lamentablemente, una visión izquierdosa primitiva en sectores políticos y académicos de algunos países occidentales todavía cobija a regímenes proto-totalitarios como el venezolano. Continuar desnudando su naturaleza, con datos y testimonios sobre la miseria, la violación de los derechos humanos y los latrocinios de las mafias que controlan el poder sigue siendo imprescindible para evitar que esta izquierda logre minar el apoyo de sus respectivos países a una transición democrática en Venezuela.

Debemos reconocer que las fuerzas opositoras, divididas como están, han perdido la confianza de buena parte de la población. Así lo señalan varias encuestas. Recuperar la unidad de propósitos, expresadas en posturas conjuntas ante los problemas nacionales y locales, es, por ende, un desiderátum. Para ello, no deben desaprovecharse las venideras elecciones, no obstante sus notorias limitaciones. Pero, contando ahora con que algunos países democráticos estarán pendientes, ofrecen oportunidades para que los liderazgos regionales que van emergiendo afiancen su relación con sus respectivas poblaciones y logren conectar los problemas locales, como el colapso de los servicios, la inseguridad y otras penurias, con la reactivación de esa opción política nacional a la que hemos estado haciendo referencias y, a la vez, denuncien las arbitrariedades y abusos del poder. Es improbable, dadas las circunstancias de las que se parte, que salgamos victoriosos en esa contienda. Pero no debe dejarse pasar esta oportunidad de compenetrarse con el sentir de la gente a lo largo del territorio y ganarse su confianza. Pueden ser, además, un trampolín importante para preparar el adelanto de elecciones presidenciales, sin descartar el referendo revocatorio que, en el calendario de Maduro, puede plantearse a partir del próximo año.

Algunos gritarán que participar en estas elecciones “legitimaría” el poder de facto. Traicionaría, por tanto, las aspiraciones democráticas de los venezolanos. No estoy de acuerdo. Mucho más importante, a mi entender, --aunque moleste a muchos decirlo--, es la legitimidad política de las fuerzas democráticas como opción real de poder. Pocos, de este lado de la contienda dudarían de que tenemos la legitimidad moral y muchos señalarán nuestra legitimidad histórica. ¿Pero hemos recuperado la legitimidad política que se alcanzó en las elecciones de 2015 –ascendencia, confianza en el liderazgo y disposición de lucha— para forzar a personeros de la dictadura a aceptar una transición a la democracia?

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela.

humgarl@gmail.com

Régimen de Fuerza: el corsé ideológico

Humberto García Larralde

Como toda dictadura, la venezolana descansa en militares dispuestos a emplear la violencia para sostenerse en el poder, contrariando el ordenamiento constitucional. Se ha dedicado a expoliar el país, destruyendo su economía. Junto con las sanciones impuestas por violar derechos humanos, tráfico de drogas y por otros ilícitos, necesita el apoyo externo de países cómplices para mantener sus aparatos represivos. Asimismo, al haber desmantelado el marco institucional sobre el que legitimó inicialmente su mandato, se arropa con una narrativa “revolucionaria” para reducir su vulnerabilidad ante la crítica, tanto interna como externa. Pero ante su desgaste en el poder, el chavismo se vio en la necesidad de ir modificando su sentido. Para fines de exposición, diremos que ha habido dos grandes momentos de la narrativa chavista: 1) un momento inicial, de cosecha; y 2) un momento de atrincheramiento.

La prédica de Chávez cumplió inicialmente con los fines clásicos de toda ideología: aglutinar voluntades en torno a unos valores y sueños compartidos, para avanzar objetivos políticos destinados a tomar y conservar el poder. Muy probablemente, él y sus partidarios creyesen en lo que estaban pregonando. En todo caso, su retórica cosechó valores y creencias que formaban parte de la cultura política existente. Su discurso se alimentó de la misma matriz de aspiraciones que habían sembrado AD y COPEI. Cabalgó sobre el PetroEstado dispendioso para prometer que haría realidad lo que éstos habían ofrecido, pero no cumplido. Siendo Venezuela un país bendecido por recursos naturales que le deparaban una fabulosa renta, tal incumplimiento era señal de que los gobiernos anteriores estaban al servicio de una oligarquía corrupta y no del “Pueblo”. Chávez, redentor; acabaría con tales inconsecuencias.

En su cruzada, introdujo tres elementos que alteraron la dinámica política existente: 1) se proyectó como un “outsider”, colmado de las mejores intenciones e incontaminado por las triquiñuelas de los cogollos partidistas; 2) Se erigió en auténtico heredero de Simón Bolívar, cuyo sueño para con Venezuela había sido traicionado por la oligarquía que dominó la “cuarta república”, incluyendo a la democracia representativa adeco-copeyana; y 3) Lo anterior lo tradujo en la presencia de enemigos del “Pueblo” que él ofrecía combatir. Contaba con los militares, supuestos “herederos del ejército libertador”. En fin, ofreció refundar la república, rescatando sus propósitos originarios.

Chávez desató una ofensiva populista contra la institucionalidad democrática que marcó una ruptura con los gobiernos anteriores. Pero, al descansar su proyecto en un Estado paternalista y protagónico, nutrido de rentas petroleras que él pensaba inagotables, también hubo continuidad con éstos. A pesar del sesgo abiertamente fascista de su prédica, repleta de proclamas patrioteras y militaristas, invocaciones épicas, llamados al combate contra los enemigos y descalificación de sus opositores como “apátridas”, su prédica tuvo acogida en un pueblo acostumbrado a esperar todo del Estado rentista y formado en el culto a Bolívar; el hombre providencial, salvador. Ello se facilitó, además, por una historia oficial que, lamentablemente, siempre acentuó las batallas y no los esfuerzos civiles por construir una república. Alimentó, así, una disposición a poner nuestro destino en manos del hombre fuerte a caballo.

Chávez encarnó un moralismo maniqueo y voluntarista. Para redimir al noble Pueblo explotado por la oligarquía corrupta, debía desmantelar toda restricción institucional que podía interponerse a estos fines. Asimismo, debía someter al sector privado para que su accionar correspondiese con esta misión. Al sucumbir al tutelaje depredador de Fidel Castro, las ansias de poder de Chávez encontraron un asidero más aplastante en retóricas antiimperialistas construidas en torno a la mitología comunista. Encontró eco en los delirios de partidarios suyos izquierdosos de que estaban haciendo una “revolución”. Aun cuando ello acentuó la ruptura con el discurso político tradicional, la captación de enormes rentas por el alza en los precios mundiales del crudo le permitió acompañar su prédica con un “socialismo de reparto” a través de las misiones sociales, que impidió la erosión de su respaldo. No obstante, sus intemperancias y atropellos dificultaban cosechar nuevos apoyos. Cobraban fuerza opciones políticas opositoras.

La sucesión de Chávez por un desangelado Maduro, privado en poco tiempo del portentoso ingreso petrolero que había sostenido a aquél y heredero del desastre económico y de las enormes deudas que había incubado bajo la superficie de su socialismo redentor, obligó a cambiar la funcionalidad del discurso “revolucionario”. Las penurias crecientes de la población llevan a Maduro a apelar abiertamente a la represión, dificultando atraer a nuevos adeptos con la narrativa preexistente, incapaz de competir provechosamente con relatos alternativos de fuerzas pro-democracia. La ruptura del Estado de Derecho dio paso a un régimen de expoliación, base de la complicidad de militares corruptos con la destrucción del país, que había que “justificar”. La ideología se va transformando en un instrumento de guerra que insta a sus partidarios –cada vez más reducidos-- a cerrar filas ciegamente detrás del régimen y a absolver sus atropellos y estropicios. Es el momento del atrincheramiento ideológico, que termina por blindar la acción oficial frente a las críticas crecientes a su gestión, tanto domésticas como foráneas.

Chávez, por supuesto, había avanzado mucho en este camino, acosando a periodistas y medios de comunicación independientes y elevando su retórica de odio contra quienes lo adversaban. Los simbolismos invocados y las categorías discursivas empleadas terminaron construyendo una “realidad alterna”, refugio para el contingente decreciente de partidarios de la “revolución”. Metidos en su burbuja, devinieron en secta, inmunes a todo intento de interlocución con base en razones y referentes del mundo externo. Esta retraída rompía, también, con la distinción entre bien y mal que dimana de la ética de convivencia en una sociedad liberal. Ahora privaría una “moral revolucionaria” según la cual lo correcto sería todo aquello que hiciese avanzar los fines del chavismo, es decir, una mayor concentración del poder para aplastar al enemigo. Los enormes latrocinios cometidos, más la violación descarada de derechos humanos, solo eran inventos del imperio y de la “ultraderecha” opositora. Se afianzó, así, la “banalidad del mal”; la capacidad de cometer las mayores crueldades sin pestañear.

El espíritu de secta, atrincherado tras verdades reveladas, endurece al núcleo madurista. Asume su misión como un apostolado, una tropa, dispuesta al combate y obligada a creer los disparates que vocifera. La quintaesencia del fascismo. Un asunto de fe. Habiendo conquistado a Venezuela, nadie se los va a quitar. Por otro lado, los simbolismos y clichés blandidos suelen despertar, cual arco reflejo, solidaridades automáticas en sectores académicos y políticos foráneos, consustanciados con visiones primitivas de izquierda. Esa izquierda invertida (¿pervertida?) –pues defiende todo lo que pregona combatir—tiene influencia variada. Dependiendo del país que se trate, contribuye a obnubilar la verdadera naturaleza criminal de regímenes como los de Maduro, Ortega y los Castro. Puede llevar a quienes se han ofrecido como custodios de que la negociación sea provechosa, a dejarse confundir por los intentos de trampear del fascismo.

El éxito de un proceso negociador entre Maduro y la oposición democrática requiere aislar a los fanáticos para poder identificar, con el oficialismo menos alienado, posibilidades de acuerdo. Por tanto, la lucha por la democracia en nuestro país requiere, también, desenmascarar la hipocresía de sus postulados, ante la comunidad democrática y los sectores menos dañados del chavismo.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela.

humgarl@gmail.com

Régimen de fuerza: el apoyo internacional

Humberto García Larralde

El régimen de fuerza que encabeza Maduro ha mostrado ser sorprendentemente resiliente, a pesar de su estrepitoso fracaso como gestión de gobierno. Señalábamos, en un escrito anterior, que ello puede explicarse con base en los tres pilares que le sirven de sustento: 1) la complicidad de militares corruptos y de los medios de violencia en general, incluyendo el aparato judicial; 2) Un apoyo internacional que ha logrado, hasta ahora, suplir las necesidades vitales de la dictadura, no obstante la destrucción que ésta ha infligido a la economía doméstica y el efecto restrictivo de algunas sanciones; y 3) una narrativa maniquea que blinda y absuelve sus desmanes ante las críticas externas, a los ojos de sus partidarios.

El control de los medios de violencia es central a toda dictadura, pero es vulnerable a acciones de fuerza opositoras y a los efectos de sanciones internacionales en su contra. Y, dado el estado de destrucción actual del país, los recursos para sostener los medios de violencia estatal deben provenir de afuera. El apoyo de algunos países a Maduro puede disuadir, además, que se acuerden acciones punitivas por violación de derechos humanos. Una narrativa engañosa ayuda a desactivar, asimismo, tales amenazas.

En un libro reciente del programa para América Latina del Woodrow Wilson Center[1] se examina la naturaleza del apoyo brindado por algunas naciones al régimen de Maduro. Sus razones son políticas y económicas, dependiendo del país considerado. Así la India, por ejemplo, no aparenta tener motivación política en su trato con Maduro. La postura antiimperialista de este no le atrae por estar en términos amigables con EE.UU. Pero importantes empresas suyas han encontrado la compra de petróleo venezolano pesado a descuento muy rentable, pues disponen de capacidad de refinación para ello. La India fue el principal destino de las exportaciones de crudo venezolano en 2019. No obstante, su temor a las sanciones impuestas por EE.UU. a quienes hicieran negocios con Pdvsa ha inhibido que tal relación se fortalezca. Ésta ha dependido, en buena medida, de canales irregulares.

En el otro extremo se encuentra Rusia. Si bien sus empresas Rosneft y Gazprom pudieron aprovecharse, también, de las oportunidades de explotar el petróleo venezolano e hicieron importantes inversiones en el sector, las sanciones de EE.UU. fueron revirtiendo los beneficios, hasta provocar su salida. Rosneft, la última en irse, vendió al estado ruso los activos de que disponía en Venezuela el año pasado. Mientras pudo, se apoderó de la comercialización internacional del crudo venezolano, evadiendo las sanciones, para cobrar sus acreencias con el país. Pero tal disuasivo económico ha convertido el interés principal actual de Putin con Venezuela en político. En el capítulo correspondiente del libro mencionado, se sugiere el ansia de recuperar la influencia imperial de que disfrutó la Unión Soviética en su apogeo, a la par, en muchos aspectos, a la de EE.UU. Demostrarle al rival norteamericano que Rusia sigue siendo un jugador a respetar en el ámbito mundial, no obstante su pérdida relativa de poder, parece ocupar las prioridades del autócrata. Y nada más propicia que poner esto a prueba en el patio trasero de EE.UU., con Venezuela y con Cuba. No son imperativos ideológicos, sino geopolíticos. Recordemos que, en los años de vacas gordas de Chávez, Venezuela se convirtió en el principal comprador de armas rusas en América Latina. De ahí la presencia notoria de Rusia para el suministro de asistencia en el uso de estos pertrechos, incluyendo su participación activa en ejercicios militares. Para las aspiraciones de gran potencia de Putin parece ser provechoso clavar una pica en Flandes, aun a costa de sacrificios económicos inmediatos. Ya habrá tiempo para resarcirse a plenitud, dada la riqueza mineral de Venezuela, si el compromiso ruso con el régimen actual le asegura una posición negociadora que genera una participación futura en ella, aun con el desplazamiento de Maduro del poder.

China, a pesar de compartir, por razones geopolíticas, algunas posturas contra EE.UU. de Putin, parte de una perspectiva diferente. Ya es socia comercial significativa en la región, en algunos países el proveedor más importante, y su Iniciativa de la Franja y la Ruta (Belt and Road Initiative, BRI) augura una presencia futura aún mayor. Su creciente poderío económico le permite asumir una posición más prudente, de perfil más bajo, en la confianza de que se traducirá también en mayor presencia política a futuro. Algunos analistas occidentales insinúan que las supuestas ventajas que ofrece el BRI, al no condicionar los préstamos que otorga a la solidez de los indicadores macroeconómicos del país receptor, constituyen, en realidad, una trampa. Al afianzar más bien estos créditos con activos, la China puede apoderarse de importantes inversiones si el deudor no honra sus compromisos. Pero con Venezuela, esta especie de Ley del Embudo parece haber funcionado al revés. Al ignorar la crasa incompetencia en el manejo de la economía por parte del chavismo y confiar en el petróleo como aval de los USD 60 millardos que prestó a través de los años, China se ha visto perjudicada por la destrucción de Pdvsa. De ahí su renuencia a otorgar nuevos préstamos a ese barril sin fondo que resultó la Venezuela de Maduro. En todo caso, nuevos financiamientos estarán ceñidos a proyectos específicos en los cuales China pueda tener el control requerido para que las decisiones tomadas respondan a sus intereses.

Luego están Irán y Turquía, válvula de escape para que Maduro pueda resarcirse de algunas sanciones económicas impuestas a su gobierno y a Pdvsa. Irán, por experiencia propia, se ha vuelto experta en burlar este tipo de sanciones, por lo que su ayuda al respecto la convierte en valioso aliado. Además, ha suplido faltantes de gasolina y asistido en los intentos de recuperación de algunas refinerías. Turquía ha devenido en conducto para la venta de oro venezolano, de extracción ilegal en su mayoría, que representa una fuente alternativa importante de divisas para el régimen. A pesar de que la motivación es fundamentalmente económica para ambos países, también tienen su piquete político. La teocracia iraní tiene años enfrentada a EE.UU., y siempre encontró en las posturas antiimperialistas del chavismo base para acuerdos variados. Por su parte, Erdogán recibió de Maduro una de las primeras llamadas de apoyo, luego del intento de golpe en su contra en 2016. A pesar de seguir siendo Turquía miembro de la OTAN y no estar interesada en agravar sus relaciones con EE.UU., comparte muchas prácticas autocráticas con Venezuela --igual que Irán--, lo cual se traduce en su anuencia abierta con las mismas.

Finalmente, está Cuba. Más allá de la afinidad ideológica, la sobrevivencia de ambos regímenes parece depender de esta alianza. La seducción de Chávez por Fidel resultó en una muy generosa subvención a la isla: 100 mil barriles diarios de petróleo, prácticamente libres de costo, compra de servicios profesionales cubanos a precios super inflados y financiamientos “ultra-blandos” para algunos proyectos. Llenó el vacío que dejó el colapso de la URSS, vital en una economía tan parasitaria como la cubana. Maduro recibe a cambio asesoría en materia de represión y de métodos de terrorismo de Estado de uno de los países más cualificados en estas prácticas a nivel mundial. El blindaje ideológico de la relación parece asegurarla a cal y canto. No obstante, empiezan a aparecer debilidades. El colapso económico de Venezuela ha reducido significativamente la transferencia de recursos a la isla y, como resultado de la pandemia, ésta no está recibiendo ingresos por concepto de turismo. Son factores que ayudan a explicar las protestas del pasado 11 de julio en contra de la dictadura comunista. Y la precariedad del régimen de Maduro, tan dependiente de la represión y sujeto a sanciones por tal motivo, deja poco margen de maniobra, más ahora con la admisión de la Corte Penal Internacional de que existen bases para investigarlo por crímenes de lesa humanidad.

Algunos analistas han señalado que la solución de la situación venezolana pasa por anular la relación perversa existente con Cuba, dado su rol protagónico en la instrumentación de un Estado represor. Quizás las condiciones actuales sean propicias para iniciar la prosecución de este objetivo, ya que la dictadura antillana está urgida de ayuda económica –que Venezuela ya no puede ofrecer—y Maduro necesita negociar el levantamiento de sanciones para darle respiro a su gobierno. Pero esta admonición es también válida para otros de los socios del chavismo, en particular Rusia. Ahora que parecen arrancar negociaciones en México entre personeros del régimen de Maduro y de las fuerzas democráticas que (ojalá) puedan ofrecer oportunidades para restablecer eventualmente un régimen de libertades, debe procurarse el apoyo de los países democráticos para restringir la ayuda de estos socios. Cómo articular una posición conjunta al respecto con quienes tienen la potestad de levantar las sanciones –razón única del fascismo para entrar a negociar condiciones que podrían comprometer su control férreo sobre los venezolanos, a cambio de ciertas garantías personales—, parece de enorme importancia si se quiere concretar resultados positivos en esta búsqueda tan crucial de democracia para Venezuela.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela

humgarl@gmail.com

[1] Venezuela’s Authoritarian Allies: The Ties That Bind?, June, 2021, Cynthia Arnson (ed.), Wilson Center

Un régimen de fuerza

Humberto García Larralde

Una de las cosas que más frustra del actual régimen es que desafía flagrantemente –abofetea—lo que se supone es el deber ser de toda gestión: mejorar la fortuna de la gente. ¿Cómo es posible que el peor gobierno de nuestra historia, culpable de haber insistido en políticas que destruyen al país, que se encuentra en manos de crasos incompetentes que mienten a descaro y carecen de todo escrúpulo a la hora de cometer sus desmanes, que ha mostrado la mayor crueldad en el trato a sus compatriotas y, por tanto, se ha ganado el repudio mayoritario de ellos, continúe en el poder? Obviamente, porque se trata de un régimen de fuerza, de una dictadura. La imperiosa necesidad de acciones capaces de desalojarla obliga a una adecuada comprensión de los elementos sobre los cuales se sustenta.

El poder de un régimen político, como nos lo aclara Hannah Arendt, se nutre de su capacidad de concitar el protagonismo activo de los ciudadanos en apoyo a sus decisiones y ejecutorias. La filósofa judeo-alemana apuntaba a la polis griega como referencia, que conminaba, a quienes fungían como tales, a involucrarse en las decisiones sobre la cosa pública. En la época actual, en que la complejidad de algunas decisiones suele constreñirlas al ámbito de los especialistas y en la que la convivencia obliga a conciliar, bajo un marco institucional común, intereses muy variados y disímiles, tal protagonismo parecería ilusorio. Pero constituye el reto permanente de la democracia representativa liberal. Quizás la descentralización de la toma de decisiones, hacer que ocurra en contacto con los directamente afectados, sea la forma de aproximar el ideal de democracia directa que inspira esta concepción.

Ahora bien, la dictadura de Maduro está en el extremo opuesto de lo planteado anteriormente. La toma de decisiones se encuentra centralizada en manos de una oligarquía criminal reducida que no rinde cuentas, miente sobre sus acciones y padece de urticaria ante cualquier insinuación de consulta. El poder descansa, no en la ciudadanía, sino en su supresión, por medio de la violencia o la amenaza de aplicarla. Constituye un régimen excluyente, que rebaja a la población a masa informe, sujeta a los dictámenes de quienes detentan el poder político y militar. La despoja de su capacidad para organizarse y participar en la prosecución de sus intereses. Lo irónico de la jerga de la dictadura, es que ello es lo que permite conferirle su condición de “Pueblo” (con mayúscula). Es decir, lo que identifica al Pueblo como tal es su ausencia de organicidad; el estar convertido en masa, sometida a directrices y acciones impuestas por la jerarquía, instrumento irreflexivo de su vocación de poder.

La habilidad y el peligro del populismo extremista o, si se quiere, del fascismo, está en su capacidad de cultivar el afecto de una parte importante de la población con interpretaciones simbólicas acerca de sus frustraciones y querencias más sentidas, para capturar, a su favor, sus ansias de cambio. Un liderazgo carismático, usando una retórica maniquea que señala a los “culpables” de sus infortunios, canaliza para provecho propio las pasiones desatadas. El líder termina asumiendo que él es el Pueblo. Confisca, así, la voluntad popular. Por tanto, no se requieren mecanismos de representación alguna, pues la voluntad del Pueblo está incorporada en la actuación del líder. Al desmantelar las instituciones de la democracia liberal en nombre de una “democracia directa”, el líder y sus aliados aplastan los derechos individuales y desactivan toda participación. La ciudadanía deja de existir como tal.

Chávez mostró ser muy habilidoso en estos procederes, ayudado, claro está, por la enorme suerte que le tocó al cosechar los mayores precios conocidos jamás por la exportación de crudo. Ello limitó la necesidad de apelar abiertamente a la fuerza para imponer muchas de sus iniciativas. Maduro, carente de carisma, con precios petroleros menores y habiendo estropeado la economía y la industria petrolera, se ha visto obligado a acudir directamente a la violencia para asegurar su poder.

Conforme a la concepción arendtiana, el poder de Maduro sería precario, forzado a coaccionar a los venezolanos, y a eliminar sus posibilidades de movilización y expresión autónomas. Su dependencia de las armas implica concesiones significativas, convirtiendo a su régimen en una dictadura militar. Pero el ejercicio de la fuerza, o la amenaza de usarla, requiere de recursos --financiamiento y logística—y de una narrativa que procura legitimarla. Dada la destrucción de la economía y la imposición de sanciones por parte de EE.UU., la UE y otros países, Maduro, convertido en rehén de las apetencias de los militares más corruptos, enfrenta el desafío de asegurar estos recursos. Por ello insiste en reproducir un discurso antiimperialista desgastado que, no obstante, todavía tiene eco a nivel internacional. En particular, ha encontrado con ello un importantísimo apoyo en algunos países: Rusia, Cuba y China y, en menor grado, Turquía, Irán e India. Adicionalmente, el discurso antiimperialista concita una actitud benevolente, acrítica con respecto a sus desmanes, de una izquierda invertida, en tanto que defiende regímenes opresivos que deberían ser objetos de su denuncia. Finalmente, en el interior del país, el régimen se ampara en una realidad ficticia, construida con base en mitos y clichés, que blinda a sus ejecutorias de toda crítica y cuestionamiento desde el marco democrático.

De manera que podemos distinguir tres pilares sobre los cuales descansa el poder de la oligarquía militar – civil constituida en torno a Maduro: los militares corruptos, el apoyo de ciertos países y la construcción de una burbuja ideológica que refuerza su resiliencia y ciega su accionar frente a las críticas. Estos tres aspectos serán examinados en escritos posteriores.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela.

humgarl@gmail.com

“Está en su naturaleza”

Humberto García Larralde

Se suele apelar a la fábula del alacrán con la rana porque señala una verdad aviesa: hay seres cuyas conductas desafían la razón porque está en “su naturaleza” actuar así. Quienes pensaban que, una vez manifestada su disposición a negociar con la oposición --bajo auspicios europeos--, el régimen se entregaría a ello como si se tratara de un juego de ajedrez, no tienen idea de con quién tratamos.

El fascismo no hace política; libra una guerra contra quienes no se le someten, porque esto los hace sus enemigos. Si negocia, es con la intención de ganar tiempo para reagrupar sus fuerzas o porque se ve forzado a ello para preservarlas, pero siempre con la intención última de aniquilar a los desadaptados. “Está en su naturaleza”. Aquello de labrar consensos mínimos en torno a ciertas ideas en aras de permitir acuerdos que favorecen al pueblo, no aparece en su manual. Éste se nutre de una realidad alterna, construida evocando mitos épicos que dividen a la sociedad –su campo de batalla—entre un “nosotros”, patriotas y “revolucionarios”, y un “ellos”, formado por la chusma de traidores contrarios a su dominación. Esta visión maniquea la alimenta incesantemente con nuevas fabricaciones. La mentira es un arma de guerra. El fascismo tiene que mantener siempre la ofensiva, tensando la confrontación con consignas sencillas que alebresten las pasiones de partidarios, prestos al combate, no su apego a la razón.

Las actuaciones recientes de Maduro y los suyos parecieran dirigidas a torpedear, deliberadamente, un posicionamiento favorable ante el proceso negociador, sobre todo a los ojos de sus garantes europeos. Al apresar arbitrariamente a Javier Tarazona y otros integrantes de la directiva de Fundaredes, luego a Freddy Guevara, y acosar a plena luz del día a Juan Guaidó, vuelven a mostrar las peores tretas del fascismo criollo. Y más bochornoso todavía es escuchar al fiscal usurpador o a los hermanos Rodríguez fabular acerca de la responsabilidad de estos y otros demócratas en la violencia desatada en Apure o en la Cota 905, ambas resultado de alianzas montadas por Maduro con la disidencia de las FARC y con el Koki, que se les fueron de las manos.

Sin el más mínimo sentido del ridículo, Maduro llegó incluso a denunciar que, desde España, Leopoldo López había armado al delincuente para atentar “contra el humilde pueblo venezolano”. Y Arreaza secunda la payasada culpando a Chile de recibir órdenes de los EE.UU. al cobijar en su embajada al dirigente opositor, Emilio Graterón, señalado, también, como supuesto promotor del tiroteo de la 905. No podía faltar la denuncia de que, por detrás, está la mano peluda del imperio y de la “derecha” colombiana, llegando al extremo de señalar a la policía del hermano país de suministrarle las armas al Koki. Reproducen, así, los funestos procedimientos de la Gestapo Nazi: detener a quienes se consideran enemigos para luego inventarles los cargos más funestos.

En perspectiva, sabemos que estas actuaciones en absoluto son anómalas en el proceder del régimen. Así lo recogen los informes de la Alta Comisionada de las NN.UU. para los Derechos Humanos, como de la misión especial designada por su Consejo de Derechos Humanos, y muchos reportes más. Roland Carreño tiene meses preso con base en similares fabulaciones, hace no mucho asesinaron a Fernando Albán y al capitán Acosta, estando ambos detenidos, siguen torturando a los militares dignos que no se doblegan e –imposible de olvidar—sus esbirros asesinaron a centenares de compatriotas que salieron a manifestar su derecho a la protesta entre 2014 y 2017. La confiscación arbitraria de las instalaciones de El Nacional por parte de Diosdado Cabello y tantos atropellos más, son parte de esta “naturaleza”.

Como hemos insistido, Venezuela ha sido un territorio conquistado para el saqueo por parte de Maduro, los militares corruptos y la dirigencia cubana. Pero se les está cayendo a pedazos. No hay forma de complacer las apetencias de las mafias sobre las que descansa su poder. El botín no alcanza. La alianza criminal empieza a mostrar peligrosas fisuras, como ha quedado manifiesto en Apure y en algunas zonas de Caracas, como la 905. De ahí la desesperación del régimen por que le levanten las sanciones.

Podía pensarse que el nombramiento de dos rectores demócratas en el CNE, la confesión de Tarek de crímenes cometidos por sus esbirros, la liberación de algunos presos políticos y el regreso de dirigentes exiliados, tenían como fin mejorar la posición negociadora del régimen y que, incluso, se cuidaría de violaciones como las antes mencionadas. Pero, no. Advertido de que tiene que crear condiciones electorales aceptadas internacionalmente para que sea considerado el levantamiento de algunas sanciones, Maduro reclama esto como condición previa a la negociación, junto a su reconocimiento como mandatario legítimo y el cese de acciones para desalojarlo del poder (¡!).

Destemplanzas como ésta y las disparatadas acusaciones referidas anteriormente, llevarían a dudar, en circunstancias normales, de que se está ante gente cuerda. Pero así es la “naturaleza” del fascismo.

Existen, desde luego, intentos por explicar esta conducta. Una, que Maduro le interesa sabotear la posibilidad de elecciones creíbles con la oposición, luego de conocer los resultados de las primarias del PSUV y sopesar que las fuerzas democráticas, si logran unificarse, le propinarían una paliza. En eso, estalló --¡al fin!— el formidable descontento social que sacude a Cuba. Sabiendo que el final de la tiranía antillana invariablemente pondría en peligro a la suya, el okupa de Miraflores se vio conminado a cerrar filas con sus jefes, reprimiendo “solidariamente” a la oposición venezolana. Está en la “naturaleza” de ambos regímenes.

Pero he aquí que, inesperadamente (¿o no?) aparecen apoyos internacionales, no de Rusia, China, Irán y Turquía, que siempre aprovecharán las oportunidades para meterle el dedo en el ojo a EE.UU., sino de sectores autoproclamados de izquierda o de avanzada en algunos países desarrollados. El PSOE gobernante en España se niega a calificar al régimen cubano de dictadura para no contrariar a sus socios de Podemos. Y Black Lives Matter (BLM) arroja por la borda la autoridad moral adquirida en su defensa del respeto por la vida de los afroamericanos en EE.UU., al repetir el cuento del “bloqueo” que le echa la culpa a este país del estallido social ahí. Con ello, exonera la falta de libertades y la ruina provocada por la tiranía cubana, su verdadera causa. En 2020, Cuba compró USD 157 millones en alimentos a este país “bloqueador”, apenas detrás de Brasil como proveedor, con USD 158 millones[1].

Difícil, entonces, que prospere una negociación orientada a abrirle espacios a una transición que permita recuperar las posibilidades de una vida digna, en libertad, para los venezolanos, con quienes conciben la política como una guerra. Ya la Unión Europea y Estados Unidos han hecho conocer de manera diáfana su oposición a las medidas represivas recientes, alertando que ponen en peligro la negociación de una salida pacífica a la tragedia venezolana. El fascismo responde atrincherándose en la mitología construida en torno a la revolución cubana –David contra Goliat--, a ver si logra, con algunos sectores izquierdosos de estos países, neutralizar tal apremio. Debe tenerse en cuenta que sin la presión de los países democráticos, será muy cuesta arriba forzar la aceptación de condiciones electorales apropiadas en Venezuela, el cese de la represión y el respeto por los derechos humanos.

La Unión Europea ha tolerado demasiado los desplantes de la tiranía cubana, bajo el chantaje de que debe cuidarse de no enajenar la voluntad de sus esbirros, porque ello impide llegar a acuerdos en favor de una población que tiene 62 años sufriendo las mayores privaciones. Es hora de que entienda que a la tiranía, esto les importa un bledo. Está en su “naturaleza”, como en la de la mafia de Maduro y sus militares corruptos, conservar el poder como sea. Un futuro de libertades y prosperidad en Venezuela y en Cuba, se verá favorecido con una postura realista, firme y consecuente de los países democráticos.

[1] https://www.elnacional.com/opinion/cuba-las-protestas-y-los-tontos-utiles/

https://www.elnacional.com/opinion/esta-en-su-naturaleza/

Nuestra difícil relación con el petroleo

Humberto García Larralde

A la memoria de Asdrúbal Baptista

La relación de la economía de Venezuela con el petróleo parece bastante obvia. Pero el sentido profundo de esta asociación lo comprendió, quizás mejor que nadie, Asdrúbal Baptista, insigne economista de origen merideño, profesor del IESA y de la ULA, lamentablemente fallecido hace poco más de un año. La Academia Nacional de Ciencias Económicas (ANCE), de la cual era Individuo de Número y llegó a ejercer su presidencia, le rindió un merecido homenaje la semana pasada, In Memoriam. Valga la ocasión para recordarles a los venezolanos algunos de sus valiosísimos aportes sobre el tema.

Con su pasión por la filosofía y la historia, y su dominio del derecho –tenía un grado, también, en esta profesión—, Asdrúbal Baptista se propuso desentrañar la verdadera naturaleza de la actividad petrolera y de sus efectos sobre el desarrollo del país. Aclaró, para empezar, que Venezuela no “produce” petróleo. Éste es un producto natural acabado que se extrae de nuestro subsuelo. Por tanto, tiene dos formas en que impacta la economía: 1) los gastos incurridos en extraerlo –exploración, perforación, bombeo, etc.--, que remuneran a los factores, trabajo y capital, y 2), la captación de un excedente, por encima de este monto, que depende del precio a que se vende el crudo en los mercados internacionales. Este excedente no tiene contraparte productiva alguna; constituye una remuneración al propietario del recurso, que es la nación venezolana. Se trata de una renta, en la acepción de la economía política clásica. En virtud de una interpretación particular del Decreto de Minas del Libertador de 1829, en Quito, siempre se entendió que su administración correspondía al Estado. Esta acepción hizo que el usufructo de esa renta se convirtiese en el problema político central de la Venezuela petrolera.

La Venezuela pre-petrolera de 1920, como insistió mucho el profesor Baptista, tenía una economía estancada y con grandes carencias, una de las más pobres de América Latina. La irrupción de la explotación petrolera dotó al país de los recursos para su modernización, haciendo que su economía se asentase en relaciones mercantiles. Pero, a su juicio, la manera en que se abordó el proceso terminaría por revelar, con el tiempo, su inviabilidad e insuficiencias.

Como se recordará, Arturo Uslar Pietri, en el célebre editorial del diario Ahora, del 14 de julio de 1936, alertaba sobre el efecto adverso de la exportación petrolera en la agricultura venezolana, al sobrevaluar el bolívar. Asemejando la producción de crudo a una especie de “fiebre del oro” pasajera, al agotarse dejaría al país peor de lo que se encontraba antes. Para que no fuera así, este “capital natural” que se liquidaba – opinión de Uslar—debía ser invertido en actividades productivas duraderas, en primer lugar, la agricultura. De ahí, su famosa frase de “sembrar el petróleo”. Progresivamente, ello abarcaría también a la industria incipiente y los servicios. Rómulo Betancourt, como presidente de la Junta Revolucionaria de gobierno (1945-47), enfatizó que, paralelamente, era menester incorporar a las vastas mayorías de la población, económicamente postergadas, a la modernización. Promovió la organización sindical y de ligas campesinas, y se invirtió en servicios públicos, educación, salud e infraestructura, a la par de ampliar, asimismo, los canales de financiamiento a actividades productivas del sector privado.

La “siembra del petróleo” fue, probablemente, la frase más afortunada del siglo XX. Sirvió de inspiración a la estrategia perseguida, sin mayores variantes, por gobiernos sucesivos. Tuvo mucho éxito, durante buen tiempo, catapultando a Venezuela a la cabeza del desarrollo de América Latina, con modernas autopistas, servicios públicos que llegaban a los distintos rincones del país, una educación y una salud públicas de vocación universal, una industria cada vez más diversificada y niveles de vida crecientes para la población. Pero, como lo advirtió Asdrúbal Baptista, no se trataba de liquidar un “capital natural” (no se reproducía por cuenta propia, como todo capital), sino de una renta internacional captada por el Estado. La prosperidad se edificaba sobre “pies de barro”.

La pujanza económica exhibida por el país en los 50 años transcurridos entre 1930 y 1980 descansó en la transferencia de montos crecientes de renta, desde el Estado, para su inversión, pública y privada, y para elevar los niveles de consumo de la población. Pero estos montos no derivaban de una actividad productiva autóctona, sostenida, sino de circunstancias externas, determinantes de los precios del crudo en los mercados internacionales. Al multiplicarse en los años ’70, luego del embargo árabe a los países occidentales que habían apoyado a Israel en la guerra de Yom Kippur, el gobierno en ejercicio –el primero de Carlos Andrés Pérez—buscó invertir la enorme renta captada para arribar a una “Gran Venezuela” que entraría, así, al club de las economías avanzadas. Sin embargo, pronto se reveló que el país no tenía capacidad para aprovechar debidamente este enorme caudal de dinero. Los servicios y la infraestructura no se daban abasto, para muchos emprendimientos se carecía del personal especializado, el tejido industrial y de servicios era muy endeble para sustentarlos, y el mercado doméstico resultó demasiado pequeño para absorber la producción planeada. Junto a la sobrevaluación del bolívar, dificultaron, asimismo, la exportación de lo producido. El país se indigestó con enormes inversiones, sobredimensionadas con respecto a la demanda nacional y con rendimientos deficientes.

De manera que el modelo del capitalismo rentístico, término que acuñó Asdrúbal Baptista en referencia a sus hallazgos, no entró en crisis –como creen muchos—al disminuir la renta. En sus palabras, ocurrió más bien su colapso en el momento que ésta alcanzó su máximo nivel. Al hacerse el mayor esfuerzo conocido por “sembrar el petróleo”, el país demostró estar incapacitado para hacerlo productivamente. Se sobrecalentó la economía –en 1975, la inflación superó el 10% anual por primera vez-- y cayó la inversión privada, dados los bajos rendimientos resultantes. La política de “enfriar” la economía del gobierno siguiente (Luis Herrera Campins), manteniendo el tipo de cambio libre y fijo (Bs. 4,30/USD), ahuyentó parte significativa de la renta a cuentas privadas afuera. Junto a la crisis de la deuda, que estalló con el default mexicano en 1983, Venezuela se sumió en un largo período de estancamiento. Sus intentos de superación durante el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, echando las bases de una economía competitiva, fueron enfrentados por quienes querían preservar las oportunidades de usufructuar la renta petrolera disfrutadas en el pasado, instrumentadas para “sembrar el petróleo”.

Lo demás es historia conocida y resultó en el triunfo electoral de Chávez y su promesa de “refundar la Patria”. Aspecto central de ello fue cambiar la función del petróleo. Bajo la consigna “Ahora PdVSA es nuestra”, los ingresos petroleros se gastaron para ampliar su apoyo político. Entre 2003 y 2016, la empresa repartió más de USD 250 millardos en misiones y fondos diversos de “interés social”, dejándola exangüe, con una producción, hoy, de apenas la quinta parte de hace 20 años. Con este populismo, tan exacerbado, se buscaba reemplazar la actividad económica privada, precipitando la ruina más absoluta.

En resumen, los dos periodos de mayor captación de rentas, 1974 – 81, cuando se la quiso invertir, y 2005 – 2014, cuando se repartió, muestran la inviabilidad de una economía rentística y obligan a repensar el papel del Estado venezolano. Ahora que se comienza a cerrar la ventana para aprovechar los enormes yacimientos de nuestro subsuelo, en virtud de los acuerdos para acabar con el uso de combustibles fósiles, Venezuela enfrenta el enorme reto de superar las insuficiencias del pasado y construir una economía competitiva, no dependiente de la renta petrolera. Paradójicamente, el mayor recurso con que cuenta para ello es el petróleo. Cuando logremos conquistar las condiciones para emprender las reformas profundas que le devuelvan al país sus posibilidades de desarrollo, en el marco de un Estado de Derecho que garantice las libertades ciudadanas y con el apoyo de la comunidad internacional, la perspicacia profunda de pensadores como Asdrúbal Baptista deben servir de luz para no cometer de nuevo los errores del pasado. Enseñanzas que no deben ser olvidadas.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela.

humgarl@gmail.com

¿Entenderse con orates?

Humberto García Larralde

La RAE define a orate cómo, “Persona que tiene trastornadas o perturbadas las facultades mentales.” Coloquialmente, hablamos de “loco”, alguien que ha perdido la razón. Entre otras manifestaciones, está el de perder el sentido de la realidad, ajeno a lo que se consideraría un comportamiento “racional”.

Leyendo la novela “documentada” de Antonio Scurati sobre Mussolini, “M. El hombre de la providencia”, se capta la manera cómo el personaje, con una calculada escenificación de poses, proclamas oportunas, desplantes histriónicos y acciones llenas de simbolismo, va plasmando su fantasía de verse como el elegido por la providencia para conducir a Italia a recuperar las glorias que legó el imperio romano. Numerosas batallas domésticas –la del “trigo”, de la “natalidad”, de la “lira”—, su creciente protagonismo internacional, irguiéndose ante las potencias para hacerles ver que Italia no aceptaba trato de segundón, y las aventuras foráneas que va culminando exitosamente, proyectan decididamente al Duce como el héroe sin el cual Italia no tendría futuro. Y para asegurar que así sea, reprime concienzudamente a toda disidencia –golpizas, inhabilitaciones, confiscación de nacionalidad, terror judicial, muertes. Pero no solo masajea su inmenso ego, captura las esperanzas de un pueblo que se sentía víctima de la Gran Guerra, ninguneado a pesar de haber estado del lado ganador. Mussolini no estaba loco. Estaba en plena sintonía con un pueblo que lo aclamaba y se le entregaba emocionado a sus pies, por haberles prometido un lugar destacado en el mundo. En absoluto estaba en disonancia con la realidad que lo rodeaba: la dialéctica desatada entre él y los italianos era la que fraguaba esa realidad.

Chávez compartió muchas de esas mañas y, sin duda, capturó el imaginario de buena parte de los venezolanos con sus posturas patrioteras, prometiéndoles la felicidad para la cual Bolívar había luchado. Sus ínfulas de segundo Libertador encontraron eco en las ansias por un liderazgo fuerte, alimentadas por los resentimientos y expectativas frustradas cuando el ingreso petrolero ya no podía ofrecer soluciones. Si uno sustituye la figura del Duce por la de Chávez en el mencionado libro, no desencaja. Guardando las distancias, expresa el mismo populismo extremo, autoritario e invocador de épicas del que abusó Mussolini, buscando bañarse en gloria ante los suyos. Y Chávez, a pesar de sus numerosos disparates y poses estrafalarias, tampoco estaba loco. Por demás, sus encantamientos contaron con altísimos precios del crudo para responder a las esperanzas de sus seguidores.

Pero ahora, con la destrucción tan absoluta del país y un dictador torpe y desangelado, se sigue con el mismo libreto. ¿Con qué se sienta la cucaracha?

Ofende a la razón presenciar, después de años de estrepitoso fracaso, que han hundido al país al lúgubre abismo que sufre hoy, a personeros del régimen continuar, impertérritos, con sus consignas, mitos y embustes “revolucionarios”, como si la cosa no fuera con ellos. Seguimos escuchándolos declarar que gobierna el “pueblo”, cuando las encuestas recogen un rechazo de más del 80%; que una “guerra económica” explica el desastre actual, no el saqueo a la nación cometido por ellos; que las sanciones impuestas a altos funcionarios, por violación de derechos humanos, lavado de dólares y otros ilícitos, son “contra el pueblo”; y tantas sandeces más. ¿En qué país viven? ¿A quién creen engañar?

Luego de haber destruido a PdVSA, Tareck el Aissami, ministro de Petróleo, hace pocos días afirmó que el régimen la pondrá a la vanguardia de la industria petrolera. Cuando Nicolás Maduro comenzó su gestión, la producción era de 2,784 millones de barriles diarios, según cifras oficiales suministradas a la OPEP. El último informe registra 582 mil para mayo, 2021. Pero el flamante ministro anuncia que, con esa empresa exangüe por la depredación sostenida de su flujo de caja, la falta de mantenimiento y la huida de personal calificado por las deplorables condiciones de trabajo, aumentará a 1,5 millones para finales de año (¡!) Milagros así no ocurrieron ni en sus mejores momentos.

Pero donde la enajenación alcanza niveles más patéticos, es en el ámbito militar. “Que el sol incandescente de Carabobo sea el esplendor que nos conduzca, unidos como un torbellino de voluntades”, a la conquista de “nuevas glorias” --palabras del sempiterno ministro de la Defensa, Vladimir Padrino, en rimbombante discurso para celebrar el bicentenario de la Batalla de Carabobo—“derrotando a todos los imperios que sea necesario vencer.” Libramos, “una tercera batalla de Carabobo”, en medio "de una campaña cívico-militar que ha tomado las riendas del pueblo por sí misma para defenderse de la agresión sistemática". Días antes, un video circuló por las redes sociales exhibiendo a varias decenas de soldados en cuclillas, repitiendo en eco los cánticos amenazadores de un oficial con megáfono: “gringuito … seremos tu Vietnam, latinoamericano; somos caribes dispuestos a morir.” Es decir, ese ejército tristemente vapuleado en Apure por una disidencia de las FARC colombianas, con más de una decena de soldados muertos y otros capturados; que pasa hambre y carece del apresto necesario --a pesar de la millonada gastada en armas rusas y chinas--; que tiene que llegar a entendimientos con bandas criminales porque no puede con ellas, invita a pelear al ejército más poderoso del mundo.

Manuel Noriega, dictador de Panamá, se le ocurrió lo mismo hace unos 30 años, blandiendo airadamente un machete por televisión. Antiguo agente de la CIA, había caído en desgracia al traficar drogas. Al invadir, esos “gringos” que quiso asustar, lo encontraron escondido en el Episcopado. Loco es poco.

Las dictaduras suelen caer en este tipo de bravuconadas: la argentina con el conflicto de Las Malvinas, Sadam Hussein ante Bush. Pero a diferencia de éstas, la venezolana está obligada a refugiarse en ellas, porque no tiene otra forma de camuflar los desmanes asociados a su razón de ser. La dictadura militar – civil de Maduro vive de la expoliación del país. Hacen de ejército de ocupación, a cuenta de creerse herederos del Ejército Libertador. Pero como su actividad parasitaria ha ido minando su poder, han tenido que forjar alianzas con otras organizaciones criminales que exigen su parte, para garantizar el orden. El tinglado de mafias resultante necesita un discurso legitimador, y éste no es otro que el que les enseñó Chávez en sus proclamas patrioteras rimbombantes. Pero ahora la masa no está para bollos y la incongruencia de ese discurso con la realidad insulta a la inteligencia de la gente cuerda. Más razón para refugiarse en la burbuja ideológica que han construido. No importa si se la creen o no; la necesitan y se aferran a ella para mantenerse cohesionado en torno al poder. La realidad no existe.

Y he aquí uno de los principales desafíos de la negociación en ciernes: cómo entenderse con quienes, como todo fascista, han construido su propia realidad, alterna, para legitimar” sus crímenes. Una de las dificultades a sobreponer es que los gobiernos democráticos que nos apoyan entiendan que las negociaciones difícilmente descorran por la fuerza de la razón. En su mundo ficticio, desconectados de la trágica realidad que han generado, habrá que combinar esto con la razón de la fuerza.

Como sabemos, Mussolini fue capturado por partisanos huyendo de Milán, al enterarse de la derrota alemana, en abril de 1945. Luego de ejecutarlo, junto a su amante, Clara Petacci, los cadáveres de ambos fueron colgados con ganchos de carnicero de un poste para escarnio público. Años alimentando a un monstruo que tanto horror les trajo, desató una furia entre los italianos, difícil de contener.

Lo sensato es que Maduro, Cabello, Padrino y cía., negocien su salida en paz --bajo condiciones a convenir--, antes de que sea demasiado tarde. Ahora bien, siempre es posible hacerse loco.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela.

humgarl@gmail.com

Socialismo y liberalismo

Humberto García Larralde

Dos términos de mucha carga política actualmente en América Latina. Son polisémicos, atribuyéndoseles significados variados según sea cómo se mire. Ciertas posturas dogmáticas, autocalificadas de “revolucionarias”, estigmatizan el liberalismo por su defensa a ultranza del individuo: exaltaría la prosecución de intereses privados y, con ello, generaría inequidad. Contraponen al socialismo, ámbito de lo colectivo, que haría prevalecer la justicia social. Desde la acera de enfrente, conceptualizaciones igualmente primitivas abjuran de toda idea socialista porque ignora lo individual y sacrifica, con ello, la libertad. Solo el liberalismo garantiza, por antonomasia, la libertad personal. Tomadas de manera simplista, dibujan un escenario político maniqueo. Desde una izquierda justiciera, se enfrenta una derecha que antepone intereses personales, egoístas, al bienestar social; desde la otra óptica, cruzados liberales salvan a la humanidad de las dictaduras colectivistas, al oponerse a toda injerencia estatal. En esta proyección blanco – negro, solían ser gananciosos en América Latina, políticamente hablando, quienes izaban la bandera socialista, identificados como de izquierda.

Aun con los denodados esfuerzos de Maduro y sus acólitos por destrozar toda virtud asimilable a esta opción –el mentado “socialismo del siglo XXI”—, los estragos de la pandemia, siempre más crueles con los pobres, y los desaciertos y/o incompetencias de muchos gobiernos, han vuelto a privilegiar en la agenda política la búsqueda de un modelo societario más justo: ¿socialista? Depende qué se entiende por ello. ¿Acaso los conservadores ingleses –más liberales, difícil—se oponen al National Health Service (NHS) a cuenta de ser un sistema social de medicina y atención a la salud? Ángela Merkel, el portavoz de la marca (liberal) en Europa, Emmanuel Macron, y el Partido Popular (PP) español, ¿deben renegar de los servicios de salud pública? ¿Desmontarían la asistencia social que, por distintas vías, compensa los ingresos de los más necesitados? ¿Están obligados, a cuenta de ser liberales, a oponerse a una educación pública de calidad, de universal cobertura, o a ampliar los servicios públicos? No está en sus agendas, porque estos sistemas gozan de amplia aceptación en sus respectivas sociedades.

Porque es desde el liberalismo, fundamentado en la inviolabilidad del ser humano en cuanto a sus atribuciones y prerrogativas como ser social, que se posibilita la construcción de lo colectivo. Los individuos en sociedad se ponen de acuerdo para proseguir intereses comunes, dando lugar a organizaciones diversas, sindicatos, asociaciones vecinales, gremiales, recreativas –lo que sea— y a posturas compartidas y, más allá, estableciendo instituciones que resguardan estos derechos. Sus preferencias constituyen la base para la creación de los espacios colectivos; no les son impuestos. Quien no está de acuerdo con la manera en que se persiguen intereses gremiales, por ejemplo, puede desafilarse u optar por conducir la asociación. Quien opina que se dedican demasiados recursos a la educación pública, que vote por el partido que plantea su reducción. De hecho, el gobierno de Mariano Rajoy (PP) en España lo hizo, pero recibió muchas críticas por ello luego. El liberalismo no impide que puedan sobreponerse fines colectivos sobre los individuales, pero debe esmerarse por proveer los mecanismos institucionales para que éstos deriven siempre de los derechos irreductibles del individuo: decisiones de cuerpos representativos (parlamento, gremios), consultas populares, elecciones, etc. El gran desafío de la democracia liberal es cómo hacer que esos mecanismos concilien decisiones que deben tomar expertos o intereses que son disímiles, con la voluntad de los individuos que integran la sociedad. Los sesgos o preferencias que, irremediablemente, aparecerán, le darán una tonalidad más de “izquierda” o más de “derecha”, según sea el caso.

Países europeos prósperos, donde priva la iniciativa individual, pero con servicios sociales de salud y un alto grado de equidad a través de la redistribución del ingreso, serían, para algunos, “socialistas”, a pesar del sustento liberal de sus políticas y el acuerdo mayoritario de sus residentes. En Estados Unidos, por su parte, las soluciones colectivas son menos comunes. En el extremo “derecho” estarían quienes reducen las decisiones políticas a lo económico, los “neoliberales”. Para ellos, los flujos financieros internacionales dictan la pauta y cada uno es responsable de su propio bienestar, aun siendo pobre.

Desde la óptica marxista, el socialismo es otra cosa. Al eliminar la propiedad privada sobre los medios de producción y ponerlos en manos trabajadoras, liberaría las fuerzas productivas: los obreros se entregarían gustosamente a producir, ya en control de las circunstancias que determinan sus vidas. En la práctica, esta “socialización” de la producción significó su propiedad por parte del Estado, con lo que los criterios para asignar recursos y distribuir lo producido pasó a determinarse por criterios políticos. Dio lugar a una nueva clase social formada por quienes estaban en comando. Al destruir el Estado liberal, “burgués”, degeneró en una autocracia despótica que sucumbió pronto a la tentación de enriquecerse a través del abuso de poder, pero contando, ahora, con la absolución de la Historia (con mayúscula).

El chavo-madurismo es expresión depravada de lo anterior. Siempre tuvo en mente, no el desarrollo de las fuerzas productivas, sino su depredación: “ahora PdVSA es de todos”. Su dinámica de poder fue mucho más afín al fascismo, al margen del ordenamiento constitucional, y terminó descansando en una alianza diversificada de mafias militares y civiles dedicadas a expoliar particulares cotos de lucro. Privatizó al Estado (para sí mismo), pero invocando el socialismo. Antepuso sus mezquinos intereses partidistas a las soluciones colectivas de bienestar social. Marginó el aporte de las facultades de medicina de las universidades nacionales y de las redes de ambulatorios en distintos estados, para montar una red particular de atención a la salud, “Barrio Adentro”, que le deparaba réditos políticos a la persona de Chávez, dejando sin recursos a los hospitales públicos. Acabó con toda posibilidad de tener una educación pública de calidad y fue privando a las universidades de recursos, minando su capacidad para contribuir con soluciones a los problemas nacionales. La expoliación de partidas de mantenimiento, el desvío de inversiones a bolsillos privados y la contratación de empresas de maletín para “darse el vuelto”, acabó con los servicios públicos de electricidad, agua, gas y telefonía. Y la seguridad personal pende ahora de la alianza con pranes y demás bandas criminales. Para rematar, destruyó a la economía, dejando a los venezolanos sin posibilidades de sustento.

Todo ello en el marco de la violación extendida de los derechos humanos, como ha sido ampliamente recogida por los organismos competentes de las Naciones Unidas, la OEA y numerosas ONGs. Pero sucede que Maduro y sus militares traidores son tenidos como de “izquierda”. Izando consignas antiimperialistas, gritan que no son ellos quienes arruinaron al país, sino el bloqueo y las sanciones de Estados Unidos. Concitan, con ello, el apoyo de cierta izquierda internacional, como el partido Podemos en España, algunos de cuyos dirigentes cobraron jugosas asesorías al chavismo. Miran para otro lado antes de condenar a Maduro. Y el expresidente Rodríguez Zapatero se muestra sospechosamente dispuesto a acompañarlo –invariablemente-- en su defensa. Su embajador en Venezuela de entonces, Raúl Morodó, ya fue encausado por recibir más de 5 millones de € de PdVSA por negocios turbios.

La ironía cruel es que quienes insisten en distanciarse de toda noción de Estado de bienestar porque huele a socialismo, le entregan, así, las banderas de la justicia social al fascismo madurista, el verdadero culpable de la destrucción de todo amparo a la población venezolana en estos momentos tan duros. ¿No será tiempo de desechar los simbolismos maniqueos que han encasillado la lucha contra el régimen y por restaurar la democracia? No puede ser que la impostura chavista pretenda cobijarse en la idea de que es un gobierno de vocación social, y que los líderes demócratas son la derecha.

Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela

humgarl@gmail.com

¿Peligra la democracia en Latinoamérica? El rasero chavista

Humberto García Larralde

El triunfo electoral de Pedro Castillo en Perú expresa, para algunos, la amenaza de opciones políticas contrarias a la democracia, identificadas con el Foro de Sao Paulo. El próximo país en sucumbir podría ser Colombia, con elecciones el año entrante, preso actualmente de una protesta que no amaina. Similares protestas ocurrieron en Chile y Perú (y la misma Colombia) en 2019. Además, estarían los cambios en puertas en Chile, dado el sesgo de izquierda con que resultó electa la asamblea que habrá de redactar su nueva constitución, y las expectativas de que retorne al poder Lula en Brasil, ante la desafortunada gestión de Jair Bolsonaro. ¿Significa el resurgimiento de fuerzas identificadas de una forma u otra como de “izquierda”, un proyecto para acabar con la democracia liberal en el continente? Las experiencias de la Venezuela chavista, de Nicaragua con Ortega, como de Cuba, no dejan dudas al respecto. ¿Podemos suponer que fuerzas afines en otros países seguirán su camino?

Los venezolanos confiamos en que ninguno de nuestros vecinos latinoamericanos habrá de emular un proceso como el chavista, que destruyó a uno de los países más prósperos del continente y acabó con sus libertades democráticas. Sería suicidio. Pero los discursos redentores de líderes populistas tienen un asombroso poder de contagio, más con los estragos del Covid-19. Tocan sensiblerías comunes a latinoamérica, señalando al “imperio” y a una difusa “oligarquía” como el origen de todos nuestros males, y prometiendo cortar el nudo gordiano de las instituciones de la democracia representativa para darle protagonismo directo al Pueblo (mayúscula). El chavismo ilustra algunos de estos aspectos.

El origen comicial de la presidencia de Chávez no impidió calificar a su gestión de autoritaria, aunque “competitiva”, según algunos analistas: convocaba a elecciones, pero cada vez más dominadas por el ventajismo oficialista, en el marco del desmantelamiento del Estado de Derecho y la violación creciente de los derechos humanos. Esto se acentuó con su sucesor, quien hizo inhabilitar a partidos y dirigentes opositores con un poder judicial pro-chavista, usó abiertamente los recursos del Estado para promover a candidatos oficialistas, acosó a las fuerzas opositoras y les dificultó el acceso a la totalización de votos. La supresión del ordenamiento constitucional culminó, como sabemos, en la anulación de los poderes de la representación popular en la Asamblea Nacional 2015-20 y en comicios amañados para designar una asamblea constituyente en reemplazo, y para reelegir a Maduro como presidente. Tales trampas fueron desconocidas por más de 50 países democráticos. Junto con los informes de la Alta Comisionada y del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, más denuncias de la OEA y de numerosas ONGs, no dejaron dudas acerca del carácter dictatorial del régimen de Maduro. Pero resultó ser una dictadura sui géneris, diferente a las que asolaron a América Latina el siglo XX, asombrosamente resiliente, que ha podido sobreponerse a su notoria impopularidad, a la severa crisis económica provocada por sus políticas y al rechazo y a las sanciones de las principales democracias del mundo.

Suele caracterizarse como comunista o “castro-comunista”, por su sometimiento a directrices cubanas, sobre todo en materia de seguridad de Estado, y por su prédica antiimperialista y “revolucionaria”. Los cambios en ciernes, mencionados arriba, se designarían, igualmente, como avances del comunismo. No obstante, ni el chavismo, ni las expresiones de izquierda referidas, se avienen al modelo comunista clásico. Amén de la ausencia de una base doctrinaria marxista leninista, su extracción de clase es predominantemente del lumpen y demás desclasados, con la clase obrera organizada ubicada como enemiga a desactivar; sus propuestas destruyen a las “fuerzas productivas”, contrario a lo que se desprendería de los escritos de Marx sobre el socialismo; no hay plan central efectivo de las actividades económicas; y sus alianzas, tanto nacionales como internacionales, son con fuerzas oscurantistas, de derecha: teocracias, dictaduras genocidas (Siria), sectas religiosas y regímenes paria de distinto tipo.

Un argumento distinto para evitar esta calificación es que, a pesar del notorio fracaso de todos los intentos por instrumentarlo, todavía la noción “comunista” tiene cierto tinte utópico en algunos sectores de la izquierda política y académica. Habrían fallado los líderes, pero no la idea: con una adecuada corrección de los errores cometidos, podría alcanzarse la tan anhelada liberación de la humanidad. Semejante aberración repercute, asombrosamente, en la aquiescencia de agrupaciones de izquierda ante la dictadura de Maduro, Cuba y movimientos afines. Formarían parte de “las causas más nobles de la humanidad” que, se admite, pueden excederse al defenderse ante acciones en su contra del “imperio”. Al dificultar asumir actitudes condenatorias de sus atropellos a los derechos humanos por sectores académicos de Europa y EE.UU., se convierte en un plus. Internamente, la mitología comunista ofrece un relato para absolver tales atropellos: “legitima” una dictadura totalmente ajena a lo que postula.

La prédica patriotera de Chávez, invocando a la epopeya emancipadora para excitar al pueblo contra una oligarquía que, supuestamente, había traicionado al Libertador, es de naturaleza fascista. Al igual que con el comunismo, recoge su vocación totalitaria. Con campañas de odio contra sus opositores, edificó un imaginario maniqueo que llevó a su discriminación abierta. La militarización de la sociedad, sus diatribas populistas, el culto a la muerte y la asunción de la política como una guerra contra los “enemigos del pueblo”, defendido por sus “camisas rojas”, completan el cuadro. Como innovación, incorporó elementos de la mitología comunista para construir un envoltorio ideológico que identificó con el “socialismo del siglo XXI”. El menjurje con sus prédicas épicas iniciales puede denominarse de “fasciocomunista”. Confirió sentido a prácticas populistas extremas en contra de la democracia liberal, para erigir una trinidad Caudillo-Pueblo-Ejército que justificara su poder personal omnímodo. Habría que estar atento si Castillo u otros líderes populistas latinoamericanos, deriven hacia tales perversiones.

Pero, a diferencia de las experiencias fascistas del siglo XX, interesadas en asegurar una economía robusta que sustentara sus fines bélicos, el chavismo se dedicó a expoliar la enorme renta petrolera, destruyendo las fuerzas productivas del país. La destrucción del Estado de Derecho y el arrinconamiento de las fuerzas de mercado, hizo que la asignación, distribución y usufructo de los recursos económicos pasara a determinarse por criterios políticos, ajenos a la racionalidad económica, creando toda suerte de oportunidades de lucro. Degeneró en componendas entre quienes estaban mejor posicionados para aprovecharse de éstas, en lugar destacado la cúpula militar, corrompida deliberadamente para asegurar su complicidad en la expoliación. Creó un Estado mafioso, asociado a países paria que le prestan asistencia, así como con el ELN y las FARC disidentes colombianas, y otras organizaciones criminales que controlan porciones del territorio nacional. La situación de anomia facilitó la extensión de sus tentáculos a todos los niveles consolidando, así, un régimen de expoliación en el que priva el más fuerte.

Esta situación, propia de un territorio conquistado, describe fielmente la vida actual en Venezuela. El Estado gangsteril de Nicaragua bajo Daniel Ortega se le asemeja mucho. Y Cuba, no obstante la hegemonía del clan Castro, se encuentra dominada por una oligarquía militar que, al igual que en Venezuela, controla la economía. Aprendiendo de la corrupción militar chavista, depreda a sus anchas las escasas fuentes de ingreso de la isla, al controlar el poder sin contrapeso alguno. Otra muestra de “apartheid revolucionario”. Es esta la amenaza ante la que es menester estar vigilante: la emergencia de una internacional militar mafiosa, que conquista a sus propios países en nombre de la “revolución” y procura prestarse ayuda mutua para permanecer indefinidamente en el poder. Recordemos que el populismo latinoamericano muestra, además, un largo historial de destrucción de sus economía.

Desafíos

Humberto García Larralde

La celebración reciente del Día Mundial del Ambiente es ocasión propicia para reflexionar sobre los desafíos y oportunidades planteados a la Venezuela futura por las transformaciones dirigidas a contener los efectos adversos del cambio climático. Una de las metas centrales al respecto es eliminar la dependencia de los combustibles fósiles como fuente energética. Los llamados gases de efecto invernadero que resultan de su quema, como la emanación de partículas contaminantes, han sido señalados como los enemigos a ser erradicados para preservar el ambiente, tan crucial para el bienestar futuro de la humanidad. Ello supone dos formidables retos para la Venezuela posible, una vez desplazadas las mafias destructivas que la han arruinado y puestas las palancas del Estado a cargo de un equipo competente y responsable, que la quiera.

El primer reto apremia a nuestros fundamentos económicos: la Venezuela moderna se amamantó con la renta obtenida por la venta de estos combustibles en los mercados mundiales. Ahora, a propósito de los Acuerdos de París de 2016, las economías principales se han propuesto superar el estilo tecnológico intensivo en energías fósiles, reemplazándolas por energías mucho menos dañinas del ambiente. Entre las metas asumidas está la emisión cero (neta) de gases de efecto invernadero para 2050. En su cumplimiento, países europeos se han comprometido a dejar de producir vehículos automotores de combustión interna para 2030. En algunas de sus ciudades, ya se está prohibiendo su circulación. Estados Unidos, China y Japón persiguen metas similares. Ello plantea una antelación de lo que, en la jerga del mercado petrolero mundial, se denomina “Peak Demand”, es decir, el momento a partir del cual comenzará a reducirse la demanda de estos combustibles en el mundo. Esto significa que se irá cerrando, a partir de entonces, la ventana para la venta de crudo en los mercados internacionales, fuente de sustento nuestro hasta ahora.

Por supuesto que la desaparición de la demanda por petróleo no va a ocurrir de la noche a la mañana. Pero Venezuela se encuentra muy mal preparada para aprovechar sus enormes reservas de crudo durante el período del que todavía dispondría. En primer lugar, porque la destrucción de la industria petrolera, en manos de Ramírez y de los militares que le sucedieron, ha reducido drásticamente su capacidad productiva. Elevar su producción actual (menos de 500.000 b/d) a más de 2,5 millones de b/d tomará, al menos, entre 6 y 8 años. Y requerirá atraer significativas inversiones extranjeras al sector, ofreciendo un marco impositivo bastante más laxo que el actual: Venezuela está lejos de constituir, hoy, “la última pepsicola del desierto” en materia petrolera. Muy posiblemente, la calidad de nuestros crudos –pesados y agrios– llevará a vender a descuentos, amén de que la época de precios altos difícilmente retorne. En consecuencia, el Estado percibirá mucho menos de la explotación petrolera, aún recuperándose el sector.

Por demás, la imperativa derrota de la inflación demandará sustituir el financiamiento monetario de los déficits públicos, por financiamiento internacional. Los organismos multilaterales capaces de proveer estos fondos –Venezuela está en default, marginada de los mercados financieros extranjeros– exigirán, como condición, una profunda reforma del Estado. Visualicemos, entonces, en lugar del petroestado tutor, paternalista, del pasado, con sus alforjas bien llenas para atender cualquier compromiso, a un Estado más pequeño, pero más eficiente, un Estado promotor capaz de dotar al país de condiciones propicias al desarrollo de una economía competitiva, inclusiva y sostenible, no basada en la renta petrolera. Y ello nos adentra en el segundo gran reto a enfrentar.

El “estilo” productivo y comercial del país ha sido, hasta ahora, altamente contaminante con relación al tamaño de su población. Nunca hubo reciclaje de desperdicios, el transporte colectivo deficiente hizo depender de medios de transporte individuales, el precio (prácticamente regalado) de los servicios públicos y de la gasolina llevó a su despilfarro abierto (cuando había). Nos acostumbramos a una economía muy dispendiosa en recursos y en energía.

Insertarnos provechosamente en las corrientes de cambio que están ocurriendo a nivel internacional implica, entre otras cosas, aprovechar recursos, talentos y potencialidades que, en su mayoría, siempre estuvieron ahí, pero desestimados por las facilidades que otorgaba el portentoso ingreso petrolero: el “Estado Mágico” del que hablaba el antropólogo Fernando Coronil. Ello permitiría un fuerte impulso a la agricultura de exportación –deliciosas frutas tropicales, cacao, camarones, arroz, café orgánico– en los cuales Venezuela mostró ser competitiva en el pasado. Adicionalmente, la variada geografía nacional ofrece una riqueza enorme en términos turísticos. Pequeños negocios en red –posadas, comida criolla, tours de aventura, artesanía—auguran “paquetes” turísticos muy atractivos. Piénsese en las oportunidades abiertas a operadores turísticos conectados con las fuentes del turismo internacional. Numerosas iniciativas exitosas al respecto fueron sepultadas en el pasado por la ruina chavista. Y, como insistió la Dra. Carlota Pérez en foro reciente, estas iniciativas tendrán mayores posibilidades de prosperar y la vida del productor del campo será mucho más atractiva, de contar con servicios eficientes de apoyo, tanto en lo personal (educación, salud), como comerciales, provisión de insumos y recreacionales, gracias a una red eficiente de servicios de Internet.

Luego está la enorme resiliencia de la industria manufacturera sobreviviente. Apuntalar sus fortalezas y al tejido industrial y de servicios complementario, y resolver los enormes cuellos de botella y demás obstáculos que han constreñido su expansión, debe estar en la agenda del Estado Promotor. En fin, existen numerosas oportunidades que sería irreal intentar resumir acá, que se le podrán presentar a Venezuela para un desarrollo posrentístico, competitivo, en sintonía con la preservación ambiental, de lograrse desplazar, cuanto antes, a la camarilla que usurpa el poder.

En esta reinserción fructífera a la economía mundial a partir de los retos y oportunidades que plantean los cambios instrumentados para contrariar el cambio climático, la existencia de un rico reservorio de talento en los más de 6 millones de venezolanos regados en diáspora por el mundo debe convertirse en un plus. Muchos quizás ya no regresen, aun produciéndose los cambios esperados, otros tendrán escaso interés, pero habrá bastantes dispuestos a ayudar en aspectos afines a la provisión de inteligencia comercial, distribución y promoción de productos nacionales. Otros, desde sus actividades actuales, podrán prestar asesorías y ofrecerse en proyectos conjuntos para resolver problemas locales. En fin, los venezolanos de la diáspora podrán convertirse en antena de los cambios que se están produciendo en el mundo y servir de canales para la transmisión de ese know-how al país. Su eslabonamiento con investigaciones de las universidades nacionales, donde sea factible, y con iniciativas privadas, será esencial.

En fin, el Estado Promotor al que nos referimos deberá propiciar el emprendimiento y el fortalecimiento de las capacidades innovativas y tecnológicas de distintos sectores. Descentralizar la toma de decisiones, auspiciando la corresponsabilidad de las comunidades organizadas y de la iniciativa privada en la provisión eficiente de servicios públicos, como en la contraloría social de su gestión, y proveer mecanismos expeditos, justos y ágiles para la solución de controversias, será central para un desarrollo inclusivo, de justicia social. Ello deberá inscribirse en el retorno al ordenamiento constitucional, tantas veces vulnerado, y al respeto pleno de los derechos humanos y de los compromisos asumidos en defensa del ambiente. Hacer de estas posibilidades una realidad implica desalojar a las mafias fascistas de Maduro y sus militares corruptos, del poder.

humgarl@gmail.com

junio 7, 2021

El Nacional

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