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Moisés Naím

Dictadores sin salida

Moisés Naím

Uno de los grandes debates de nuestro tiempo es cómo tratar a los dictadores. En decenas de países hay un choque frontal entre quienes solo aceptan la salida incondicional y el eventual enjuiciamiento y condena del dictador y sus secuaces y quienes están dispuestos a aceptar horribles concesiones con tal de establecer una democracia.
Es un tema cuya urgencia se ha hecho imposible de ignorar desde la criminal invasión que lanzó el dictador ruso contra el vecino democrático en su frontera. Pero no es solo un problema ruso: entre los campos de concentración que mantiene el Gobierno chino en Xinjiang, hasta el férreo control sobre la disidencia que mantiene desde 1979 Teodoro Obiang en Guinea Ecuatorial, en el mundo hoy gobiernan no menos de 39 dictadores (sin contar los ocho reyes, emires y sultanes que gobiernan unipersonalmente).
De esos 39 dictadores hoy en el poder, 20 de ellos ejercen su poder sin límites en África, 14 más en Asia, tres en América Latina y dos en Europa. Tres dictadores comandan arsenales nucleares —Vladímir Putin, Xi Jinping, y Kim Jong-Un—. Otros tiranizan países de gran peso geoestratégico como Egipto, Cuba y Vietnam. Y entre ellos se encuentran los jefes de muchos de los países más pobres del mundo: Burundi, Laos, Nicaragua y otros tantos más cuya miseria se deriva en muchos casos del liderazgo incompetente y corrupto del dictador.
Salir hoy de un dictador es mucho más difícil de lo que era hace un par de generaciones. La solución clásica era el exilio. Figuras como Idi Amin, en Uganda, o Baby Doc Duvalier en Haití supieron que, llegado el momento, podían eximirse de sus responsabilidades abordando discretamente un avión con maletas llenas de dinero y jubilándose en una lujosa mansión, preferiblemente en el sur de Francia. Esas cosas ya no pasan.
El 10 de octubre de 1998, el general Augusto Pinochet fue arrestado en nombre de la jurisdicción universal durante una estadía en Londres, ante cargos de genocidio y tortura durante su régimen (1973-1990). Aunque finalmente fue liberado por razones de salud y regresó a Chile, su arresto marcó el principio del fin del exilio como solución para sacar a dictadores atrincherados en el poder. Años después, en el 2006, el expresidente yugoslavo Slobodan Milosevic morirá en una celda en La Haya mientras esperaba el veredicto en su juicio internacional por crímenes contra la humanidad, genocidio y crímenes de guerra.
Las intenciones sin duda fueron muy buenas, pero las consecuencias de estas decisiones siguen reverberando hasta el sol de hoy. Al aumentar sustancialmente el costo para un dictador de entregar su poder, estos casos paradójicamente entorpecieron todos los intentos posteriores para remover a un dictador.
Cuando la alternativa al poder absoluto es morir en la cárcel y perder el acceso a las enormes fortunas que los dictadores, sus familiares y testaferros acumularon, no debe sorprender que los tiranos se aferren al poder como sea. En parte por esto, el proceso que se dio en algunos países donde los dictadores dejaban el poder en manos de líderes democráticos ahora ocurre muy poco.
De los últimos cinco países en deshacerse de sus dictadores, solo uno —Armenia— parece haber tenido cierto éxito transitando el camino a la democracia. Los demás han visto su proceso de democratización retroceder (Túnez) o colapsar (Myanmar, Egipto), o degenerar en una guerra civil (Sudán). En este último caso hay una guerra abierta entre facciones militares que se lleva a cabo mientras el exdictador, Omar al Bashir, se encuentra en prisión esperando un juicio que le podría llevar a la pena de muerte.
Son contados los casos en los cuales las protestas callejeras combinadas con el apoyo de las fuerzas armadas y partes de la comunidad internacional logran desalojar al antiguo dictador. Y esto pasa cada vez con menor frecuencia. Mucho más común es la experiencia de países como Bielorrusia, Camerún, Cuba, Hong Kong, Irán, Tailandia o Nicaragua, dónde amplios movimientos de protesta han sido derrotados por sus dictadores, en la mayoría de los casos brutalmente, a través de la violencia y la represión.
El mundo ha perdido la capacidad de erradicar del poder a sus dictadores. La falta de opciones atractivas y riesgos tolerables que resultan de la pérdida del poder los ha llevado a redoblar sus esfuerzos para repeler los intentos de sacarlos. Así, los dictadores hoy son derrocados con menos frecuencia que los de ayer y, cuando se van, dejan un caos difícil de gobernar.
El mundo tiene que volver a aprender el arte y la ciencia de salir de un dictador. O prepararse para que el tipo más común de gobierno en el mundo actual sea la dictadura o la anarquía.

@moisesnaim
www.moisesnaim.com
Moisés Naím / El País

Esta vez sí es distinto

Moisés Naím

Los descubrimientos científicos y las innovaciones tecnológicas con frecuencia se presentan como avances inéditos o como la fuente de enormes cambios. Pocas, sin embargo, cumplen su promesa. Son desbordadas por nuevos conocimientos o tecnologías que superan lo que se había anunciado como un indeleble aporte histórico.

Lo aconsejable es ser escéptico con respecto a nuevas tecnologías que “lo cambiarán todo”. Por lo general, la hipérbole y la exageración no dejan más que un montón de promesas incumplidas. Algunas veces —muy pocas— aparece una nueva tecnología que provoca cambios profundos y permanentes en la vida de miles de millones de personas. Hoy la humanidad se encuentra frente a esta circunstancia. Y esta vez el impacto del cambio tecnológico sí es distinto.

Las recientes innovaciones en el campo de la inteligencia artificial (IA) no son una moda transitoria cuyas consecuencias se están exagerando. Son tecnologías transformadoras con las que va a convivir la humanidad por mucho tiempo. Esta ola de innovación cambiará al mundo, afectará a ricos y pobres, demócratas y autócratas, políticos y empresarios, científicos y analfabetos, así como a cantantes escritores y periodistas, y a todo tipo de actividades, profesiones y estilos de vida.

Los llamados Large Language Models —que no se limitan al célebre ChatGPT de la empresa Open AI— son un tipo de inteligencia artificial que se utiliza para entender y generar lenguaje humano, así como para automatizar funciones que hasta ahora han requerido de la supervisión y manejo por parte de seres humanos. Otros tipos de IA aprenden a identificar y convertir enormes volúmenes de textos, imágenes, sonidos, voces y videos en imitaciones perfectas. Pueden producir oraciones completas, respuestas a cualquier tipo de preguntas, así como reproducir a la perfección versiones que resultan imposibles de detectar como imitaciones. También son capaces de aprender la voz de una persona y usarla en una conversación con otro individuo que no sabe que está hablando con un agente informático creado con IA.

Estos modelos tienen una infinidad de aplicaciones prácticas. La lucha contra el cambio climático, el diagnóstico y el tratamiento de graves problemas de salud, están siendo atacados más eficazmente gracias al uso de IA.

Todo esto está pasando muy rápido. Un informe del banco UBS reporta que ChatGPT llegó a tener más de 100 millones de usuarios activos solo dos meses después de su lanzamiento. TikTok tardó nueve meses en alcanzar esa cifra, mientras que Instagram tardó dos años y medio. El ChatGPT es la tecnología de más rápida adopción en la historia.

Como todas las nuevas tecnologías, la IA es un arma de doble filo: tiene un ángulo positivo y otro negativo. Toda tecnología es dual: la imprenta de Gutenberg se usó para imprimir tanto la Biblia como Mein Kampf, el panfleto que hizo célebre a Hitler.

En muy poco tiempo, dictadores, terroristas, timadores y criminales estarán usando toda su creatividad para explotar la IA con consecuencias nefastas para la humanidad. Contenerlos no va a ser fácil.

Quienes prueban estas tecnologías quedan fascinados con sus inmensas posibilidades. Pero quienes las conocen de cerca y entienden los riesgos que conllevan ven con claridad el caos mundial que podrían engendrar. Los científicos, los empresarios y las agencias de seguridad que están íntimamente involucradas en el uso de la IA no esconden su alarma ante la diseminación de las tecnologías basadas en esta innovación. En una reciente entrevista que hizo Alan Murray, de Fortune, a Tom Siebel, jefe de uno de los principales grupos de IA, este calificó repetidamente el riesgo asociado a estas tecnologías como “aterrador”. Elon Musk ha dicho que la IA puede llevarnos a la “destrucción de la civilización”.

La historia nos muestra que los esfuerzos por contener la diseminación y mala utilización de nuevas tecnologías no tienen éxito. Las armas nucleares, por ejemplo, siguen regándose por el mundo a pesar de los enormes esfuerzos que se han hecho para limitar su proliferación.

Una vez que una nueva tecnología tan poderosa entra en la caja de herramientas de nuestra especie, no hay manera de librarse de ella. La iniciativa reciente de un muy notable grupo de expertos que propuso imponer una moratoria en la investigación y desarrollo de la inteligencia artificial demuestra que incluso los mayores expertos comparten la intuición que muchos comparten: no estamos listos.

Ciertamente, nuestras sociedades no están listas para lo que se nos viene encima como resultado de las aplicaciones de la inteligencia artificial. Más vale que aprendamos rápido, porque estas innovaciones no tienen marcha atrás.

@moisesnaim

El País

Democracias en peligro de extinción

Moisés Naím

En la década pasada proliferaron los eventos que cambiaron al mundo. Algunos fueron imposibles de ignorar, pero hubo otros, más graduales, que pasaron casi desapercibidos. Entre ellos el más importante: la crisis global de la democracia.
En todos los continentes las democracias se han debilitado y las dictaduras están en auge, albergando al 70% de la población mundial, es decir cinco mil 400 millones de personas. Según estudios del Instituto V-Dem de la Universidad de Gotemburgo, una década antes ese porcentaje de personas que vivían en dictaduras era el 49%. Desde 1978 no había un número tan bajo de países en proceso de democratización.
Hay dos razones por las cuales este retroceso de la democracia ni causó mayores alarmas ni provocó reacciones significativas. La primera es que estaban pasando muchas otras cosas urgentes y concretas que hacían difícil a los defensores de la democracia competir con éxito por la atención de los lideres, los medios de comunicación y de la opinión pública. La pandemia o la crisis financiera mundial son tan solo dos ejemplos de una larga lista de eventos que no dejaron espacio para crisis menos inmediatas. La segunda razón es que la mayoría de los ataques a la democracia fueron deliberadamente opacos, difíciles de percibir y, mucho menos, capaces de activar a la gente.
Consideremos la primera causa de esta desatención mundial a lo que Larry Diamond, un respetado profesor de la Universidad de Stanford, llamó “la recesión democrática”. ¿Como movilizar a la población para defender a la democracia cuando la pandemia estaba causando la muerte de millones de personas en todo el mundo? Según la Organización Mundial de la Salud, (OMS) tan solo entre el 2020 y 2021 murieron 15 millones de personas a causa del COVID 19 y sus variantes.
En la década pasada también arreciaron los efectos del calentamiento global. Se hicieron más frecuentes, letales y costosos los incendios forestales, las olas de calor extremo, inundaciones, huracanes, tifones, el deshielo de los polos y mucho más.
Tampoco faltaron los problemas económicos. Entre el 2007 y el 2009 se desató una profunda crisis financiera que comenzó en Estados Unidos, causó graves daños a la economía, contagió a otros países y dejo secuelas políticas cuyas consecuencias perduran. Quizás la más importante de estas es la agudización de la desigualdad económica.
Este problema se agravó en la década pasada y sigue siendo la fuente de conflictos políticos e inestabilidad social. Uno de los países donde más se ha acentuado es China, que es hoy una de las sociedades más desiguales del mundo. Pero, la atención mundial a la economía China no fue por su creciente desigualdad sino por su rápido crecimiento económico. Entre el 2010 y el 2020 el gigante asiático más que duplicó el tamaño de su economía y, dependiendo como se calcule, es hoy la primera o segunda economía más grande del mundo. En ese mismo periodo el régimen chino profundizó su autoritarismo. En 2018, el presidente Xi Jinping, se las arregló para para eliminar la norma de la constitución que, desde 1982, limitaba la presidencia a dos periodos de cinco años. Gracias a esta reforma constitucional Xi puede ser presidente por tiempo ilimitado.
La década pasada también fue la del Brexit, el inesperado y traumático retiro del Reino Unido de la Comunidad Europea. También fue el periodo en el cual se produjo un explosivo aumento de la influencia económica, política y social de redes sociales como Facebook, YouTube, Instagram, Twitter o TikTok. Y de las múltiples guerras de Putin: los militares rusos combatieron en Georgia, Crimea, Abjasia, Osetia del Sur, Siria y Ucrania. En esos diez años también vimos el ascenso de Donald Trump, su conquista del Partido Republicano y de la presidencia de Estados Unidos.
Muchos de estos eventos fueron moldeados e impulsados por el acelerado aumento de los usuarios de teléfonos inteligentes, los ubicuos Smart Phones. Hoy más de seis mil quinientos millones de personas (el 84% de la población mundial) poseen un teléfono inteligente.
Mientras todo esto -y mucho más- distraía nuestra atención, un grupo de lideres autoritarios se apropió de un gran número de las democracias del mundo.
Las estadísticas, reportes y evidencias del deterioro de la democracia en el mundo son sorprendentes y preocupantes. Pero más sorprendente aun es la falta de respuestas y la inacción ante los embates de las fuerzas antidemocráticas.
Ocurre porque muchos de los asaltos a las democracias ahora están ocurriendo de una manera tan sigilosa que en la práctica los hacen casi invisibles. Un problema que no se ha detectado nunca será solucionado. Las democracias del mundo están enfrentando un peligroso y aun no suficientemente reconocido problema. Necesitamos identificarlo, publicitarlo y enfrentarlo.

Twitter @moisesnaim.

El dictador en su ratonera

Moisés Naím

A comienzos de su presidencia, en 2000, Putin ofreció una larga entrevista televisada. Habló de su visión sobre el futuro de Rusia, compartió recuerdos de su juventud y reflexionó sobre lo que había vivido y aprendido. Contó, por ejemplo, la lección que le dio una rata. Siendo muy joven, Putin y sus padres vivían en un pequeño apartamento en un precario edificio en Leningrado (hoy San Petersburgo) que, entre otros problemas, sufría de una infestación de ratas. El joven Putin las perseguía con un palo. “Allí, recibí una lección rápida y duradera sobre el significado de la palabra ‘arrinconado’ cuenta Putin. Y añade “Una vez vi una rata enorme y la perseguí por el pasillo hasta que la llevé a una esquina. No tenía adónde correr. De repente se arrojó sobre mí y la esquive, pero ahora era la rata la que me perseguía a mí. Afortunadamente, fui un poco más rápido y logré cerrar la puerta de golpe.”

Así, desde muy joven, Putin entendió que una rata acorralada puede volverse peligrosamente agresiva. Es una lección que no debemos olvidar. Pero ¿qué pasa si en vez de ser atacada, queda atrapada en una ratonera?

La ratonera es una trampa para atrapar ratones. Consiste en una caja en la cual hay una puerta por donde puede entrar el ratón. Adentro, hay un mecanismo donde hay un pedazo de queso. Al tomar el queso, el ratón dispara un resorte que cierra la puerta y lo deja en la ratonera sin poder salir. Está atrapado. Esto mismo les pasa a los dictadores contemporáneos. Entraron al palacio presidencial atraídos por el queso, que en este caso es el poder, y quedaron atrapados. Si dejan el poder, ponen en peligro su libertad o hasta su vida, así como las de sus familiares y cómplices. Su alto cargo también les permite preservar mejor las enormes fortunas que se han robado. Obviamente, lo normal es que los dictadores no tengan deseo alguno de abandonar el poder.

La metafórica ratonera que atrapa a los dictadores en el poder ilustra uno de los grandes retos del mundo de hoy. ¿Qué suerte se le debe dar a los dictadores? En el pasado, aquellos que no eran asesinados o encarcelados y lograban huir con su mal habida fortuna solían radicarse en los paradisiacos lugares frecuentados por la realeza europea. Ahora, los tiranos que pierden el poder terminan en Europa, pero no en Mónaco o Biarritz sino en la Corte Penal Internacional que funciona en La Haya.

La impunidad de la que disfrutaron un buen número de dictadores desapareció cuando el expresidente de Chile, Augusto Pinochet, fue arrestado mientras visitaba Londres en 1998. Esa medida es una expresión de la nueva doctrina de derechos humanos: la “jurisdicción universal”. Esto marcó el comienzo de una nueva era de responsabilidad por violaciones graves de los derechos humanos. Para un dictador como Nicolás Maduro, por ejemplo, dimitir significa ir a la cárcel. Vladimir Putin confronta el mismo riesgo.

Naturalmente, esta realidad hace a los dictadores más obstinados a la hora de aferrarse al poder. No tienen garantía alguna de que la impunidad que les puedan prometer otros gobiernos sea duradera. Las circunstancias, las alianzas y los gobiernos cambian, y los nuevos gobernantes pueden decidir que no están obligados a honrar los compromisos de sus predecesores. Para estos dictadores, el único gobierno confiable es el que ellos presiden y las únicas fuerzas armadas que los defenderán son las que ellos comandan.

Este es uno de los problemas más espinosos de nuestro tiempo. ¿Se debe buscar un acuerdo con dictadores responsables de la muerta de miles de inocentes? O, más bien, la ética, la justicia y la geopolítica obligan a tratar de derrocar a estos dictadores?

No hay respuestas fáciles. ¿Cuántas muertes se evitarían si se llegase a un cese el fuego en Ucrania? ¿Es aceptable hacer un trato con Putin para que retire sus tropas a cambio de acceder a algunas de sus condiciones? Para muchos esto sería inmoral y la única salida aceptable es salir de Putin. Otros mantienen que la prioridad es detener las muertes de inocentes.

No hay respuestas obvias a estas preguntas. Pero al menos hoy sabemos que las respuestas pueden ser moldeadas por países donde reina la democracia. De todas las horribles noticias que ha producido la invasión de Putin hay una buena nueva que nos debe dar esperanza: las democracias han demostrado que pueden trabajar en concierto y aumentar su capacidad para enfrentar colectivamente los males que afectan el planeta. Esta es una oportunidad para que la agenda la marquen los defensores de la libertad y no los tiranos.

18 de marzo 2022

La Tercera

https://www.latercera.com/opinion/noticia/columna-de-moises-naim-el-dict...

Joe Biden y el fracaso de América Latina

Moisés Naím

La desatención del Gobierno estadounidense hacia sus vecinos del sur ha sido la norma durante décadas

En Guatemala, El Salvador y Honduras viven cerca de 34 millones de personas. En Latinoamérica y el Caribe hay 658 millones de habitantes. Los problemas de estos países centroamericanos son enormes. Los del resto de América Latina son aún más graves.

Hasta ahora, Joe Biden y su equipo solo han tenido tiempo para atender la grave crisis migratoria producto de la oleada de centroamericanos que buscan refugio en Estados Unidos.

Biden conoce bien la situación de Centroamérica ya que, en 2014 el presidente Barack Obama lo encargó de manejar la crisis migratoria de ese momento. Eso llevó al entonces vicepresidente a investigar a fondo la situación.

Apenas Donald Trump llegó a la Casa Blanca revirtió los progresos —ciertamente magros— que había logrado Biden y se concentró en construir un muro entre México y EE UU.

Ahora, ya como presidente, Biden se enfrenta al mismo problema. Los costos políticos en Estados Unidos del caos fronterizo son significativos y, por lo tanto, contener la crisis es una prioridad que acapara la atención de la Casa Blanca.

¿Y para el resto de América Latina y el Caribe? ¿Cuál es la política de Estados Unidos? No sabemos.

Esta desatención del Gobierno estadounidense hacia sus vecinos del sur ha sido la norma durante décadas. Estados Unidos siempre tiene problemas más amenazantes y urgentes de los que vienen de América Latina. Pero en estos tiempos ignorar las crisis latinoamericanas puede resultar más oneroso de lo que fue en el pasado.

América Latina no está teniendo un buen siglo XXI. Los dos gigantes de la región —Brasil y México— están en manos de populistas enamorados de malas ideas. Practican con fruición la necrofilia ideológica, el amor ciego a ideas ya probadas que siempre fracasan.

A medida que los partidos políticos de la región se atrofian y las economías se hunden, la democracia peligra. En Perú, dos abominables candidatos, se enfrentarán en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. En Ecuador, un presidente electo que parece sensato enfrentará a un Congreso fragmentado y corrupto que le hará muy difícil gobernar. El Chile políticamente estable de las últimas décadas ya no lo es y Argentina sigue siendo Argentina, pero peor. Brasil se prepara para el choque de titanes populistas: Bolsonaro vs. Lula.

Mientras la política fracasa y los políticos se insultan, América Latina, con solo el 8% de la población del mundo, tiene el 28% de las muertes globales por coronavirus.

En otra época, en Estados Unidos, un Gobierno demócrata de centro habría intentado dinamizar las economías y buscar formas de proteger la democracia. Estimular el comercio entre América Latina y Estados Unidos, por ejemplo, es una idea valida que hoy ni siquiera se menciona. El ánimo antiglobalización imperante en el partido demócrata lo impide. Rompiendo con una tradición de tres décadas el presidente Biden ni siquiera ha solicitado al Congreso (controlado por su partido) que le dé la autoridad para negociar acuerdos comerciales con otros países. Un tratado de libre comercio entre Estados Unidos y Brasil, al cual podrían unírsele otros países, tendría un inmenso impacto positivo. Pero nadie cree que sea factible.

En Nicaragua y Venezuela, países donde la democracia ha dejado de existir, el equipo de Biden aún no ha ofrecido nuevas ideas.

La realidad es que Washington ha abandonado a Latinoamérica en la pandemia. Hasta sus aliados tradicionales se ven obligados a negociar vacunas rusas y chinas. Por su parte Moscú y Pekín están aprovechando al máximo la oportunidad que les abre el desinterés de Washington. El Gobierno de Biden se ha reducido a advertir a sus aliados regionales sobre lo inaceptable que es la adopción de la tecnología Huawei para el desarrollo de sus redes 5G. Mientras tanto, China coloca sus vacunas en millones de brazos en la región.

Las democracias latinoamericanas están siendo sometidas a duras pruebas. Líderes con tendencias antidemocráticas ahora dirigen no solo a Brasil y México, sino también Argentina, Bolivia y pronto también a Perú. En Colombia, a más de un año de las elecciones, un candidato de extrema izquierda lidera las encuestas. Así, el aliado más firme de Estados Unidos en la región podría dejar de serlo.

Esto debería alarmar a Washington. Después de todo, si el fracaso de tres pequeños Estados en el extremo norte de América Central puede generar tanto caos en su frontera sur, no es difícil imaginar lo que podría suceder si lo mismo ocurre en los países más grandes. Venezuela, con los casi seis millones de emigrantes que ya ha generado, debería servir de lección: las democracias grandes también pueden colapsar y desestabilizar al resto de la región.

La crisis de Centroamérica, sin duda, necesita ser atendida. Hay que reducir las fuerzas que llevan a familias enteras a abandonar a su país o a enviar solos a sus pequeños hijos en una travesía peligrosísima. Pero atender la crisis centroamericana no puede ser a expensas de ignorar la crisis latinoamericana.

@moisesnaim

17 de abril 2021

El País

https://elpais.com/opinion/2021-04-18/joe-biden-y-el-fracaso-de-america-...

74 millones

Moisés Naím

En las recientes elecciones de Estados Unidos votó el mayor número de personas en 120 años. Casi 80 millones votaron por Joe Biden y más de 74 millones por Donald Trump. Son los dos políticos más votados en la historia de ese país.

Se suponía que la pandemia y la campaña del presidente Trump pronosticando un fraude electoral aumentarían la abstención. No fue así. 67% de los inscritos votó en persona o por correo.

La otra sorpresa fueron los 74 millones de personas que votaron por Trump —10 millones más de cuantos le votaron en 2016—. Sorprendieron por lo que no les importó, así como como por lo que si les importa.

No les importó, por ejemplo, votar por un presidente que miente de manera constante y fácilmente verificable. ¿Mentir compulsiva y comprobadamente no debería ser suficiente para ser derrotado en las urnas? 74 millones de estadounidenses piensan que no. No creen que Trump sea un mentiroso, o no les importa, o tienen necesidades y esperanzas que les resultan más importantes que la honestidad del presidente.

¿Que 26 mujeres se atrevan a identificarse públicamente y denunciar a Trump por violencia sexual, y que algunas lo acusen de haberlas violado, no debería haberle hecho perder el voto femenino? ¿No basta el video del programa Access Hollywood donde Trump le dice al presentador Billy Bush que “ser famoso te permite hacer lo que quieras con las mujeres, incluyendo el agarrarlas por los genitales”? Pues no. Cerca de la mitad de las mujeres blancas votaron por Trump.

Pero si a los 74 millones no les importan las múltiples denuncias de acoso sexual contra el presidente ¿no debería importarle la salud del planeta? Parece que no.

Trump ha denunciado la lucha contra el calentamiento global como una trampa de China para debilitar la economía estadounidense. Las decisiones del presidente Trump han sido devastadoras para el medio ambiente. Y muy lucrativas para las empresas más contaminantes–y los lobistas que las representan. ¿Importa a los votantes de Trump que el haya nombrado en los principales cargos que se ocupan de regular las industrias contaminantes a los lobistas que representan a esas mismas industrias? Obviamente no.

¿Les importa que el gobierno de Trump sea caótico e inepto y que haya manejado tan mal la pandemia? No parece. A los 74 millones tampoco les importa que dos importantes documentos sigan siendo secretos: la declaración de impuestos de Donald Trump y su política sanitaria. ¿Que hay en los impuestos de Trump como para que el presidente haya hecho tantos esfuerzos para mantenerlos fuera del escrutinio público? ¿No deberían los votantes saber que compromisos financieros tiene el presidente y con quién? ¿No debería saberse si el presidente es un evasor de impuestos?

El otro documento que no aparece es el plan de Trump con respecto a la salud. El presidente se ha dedicado a desmontar la política sanitaria de Barack Obama. Trump ha prometido reiteradamente que la reemplazará por “algo mucho mejor”. Los operadores políticos del presidente han ofrecido una montaña de confusos documentos, pero hasta ahora no han revelado los detalles de lo que es ese “algo mejor”. Lo que esta claro es que eliminar la reforma sanitaria de Obama sin tener con que reemplazarla le hará mucho daño a la gente, incluyendo por supuesto, a los 74 millones que votaron por él. O no lo saben, o no lo creen o no les importa.

La lista de razones por las cuales no había que votar por Trump es larga. Su renuencia a denunciar con firmeza a los odiosos supremacistas blancos. Su desinterés por enfrentar el racismo institucionalizado. Sus menguados logros en política exterior y el haberle cedido espacios de poder a China y Rusia. Sus extensos conflictos de interés. Sus derivas autoritarias y la manera como ha socavado la democracia estadounidense. Nada de eso parece importarles a los 74 millones.

Pero entonces ¿qué les importa? ¿Qué los mueve a apoyar tan incondicionalmente a Trump? Muchas cosas. Van desde lo muy concreto (“no me suban los impuestos”) a lo espiritual (“Trump entiende lo que siento”). De lo positivo (Hagamos América grande de nuevo) a lo negativo (“Si gana Biden, los afroamericanos invadirán los suburbios). De la defensa de derechos (el libre porte de armas) a la defensa de valores (“estoy en contra del aborto”). De repudiar la inmigración ilegal (“viva el muro con México”) al oponerse a la globalización económica (“quiero fábricas y empleos aquí, no en China”).

La demografía de los 74 millones es diversa y confusa. Incluye a significativos porcentajes de hispanos, de la población rural, de hombres blancos sin estudios universitarios, de grupos evangélicos, empresarios, obreros y muchas otras categorías. Los condados donde ganó Biden, por ejemplo, generan el 70% de la actividad económica de Estados Unidos, mientras que los que votaron mayoritariamente por Trump generan el 30%.

El hecho de que las empresas encuestadoras no hayan anticipado la conducta de los 174 millones confirma que no sabemos lo que realmente determina su incondicional apoyo a Donald Trump.

Tenemos cuatro años para averiguarlo.

@moisesnaim

La pandemia: Reacciones, exageraciones y confusiones

Moisés Naím

Habitantes del barrio de Brooklyn, en Nueva York ( EE UU), hacen cola para recibir paquetes de alimentos del Banco de Alimentos de la ciudad.Alba Vigaray / EFE

"El mundo ha cambiado para siempre”, “De esta catástrofe saldrá un nuevo orden internacional”. Esto se dijo después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 y se repitió después de la última gran recesión. También después de cada uno de los colapsos financieros que regularmente sacuden el mundo. El análisis de las crisis internacionales que hemos vivido desde la década de los ochenta revela varios factores recurrentes. Algunos, los vemos en esta pandemia. Otros no. Hay cinco que vale la pena destacar.

1. La exageración del impacto de la crisis. Los pronósticos acerca del cambio del mundo suelen resultar exagerados. Después de las crisis el mundo no cambió ni para siempre ni para todos. Claro que el terrorismo y los problemas económicos tuvieron grandes impactos. Pero, en la práctica, hubo más continuidad que cambio.

2. La reacción de los Gobiernos tiene mucho más impacto que el evento que causa la crisis. Los ataques del 11-S produjeron cerca de 3.000 muertos y 100.000 millones de dólares en pérdidas. Los conflictos en Irak, Afganistán y Pakistán dejaron más de 480.000 muertos, incluyendo 244.000 civiles. Igual pasó con el último gran colapso financiero. Las gigantescas ayudas que los Gobiernos desembolsaron para salvar de la bancarrota a grandes empresas tuvieron un mayor impacto que la crisis misma. Los Gobiernos priorizaron el socorro a las grandes empresas privadas a expensas de la clase media y de los trabajadores. Esto agravó la desigualdad económica y estimuló el descontento social, lo cual, a su vez, potenció el populismo que terminó trastocando la política en muchos países.

3. Las crisis no son globales. La gran recesión fue tan grave y la reacción de los Gobiernos de las economías desarrolladas fue tan masiva que era natural suponer que era una crisis económica mundial. Pero no lo fue. China, Brasil y otros mercados emergentes no se vieron tan afectados. Más bien se convirtieron en las locomotoras de la economía global y contribuyeron a reanimar las postradas economías de Estados Unidos y Europa.

4. La rutinaria exigencia de reformas que nunca ocurren. Otro factor que nunca falta en las crisis es el llamamiento a reformar las instituciones internacionales, la democracia y el capitalismo. Al estallar una crisis es común que los líderes políticos e intelectuales pidan la eliminación —o la reforma a fondo— de Naciones Unidas, la OTAN, el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, o el sector privado. Como sabemos, nada de eso ha pasado.

5. Lo que creíamos permanente resultó ser transitorio, y viceversa. Otro de los elementos comunes en las crisis es la sorprendente desaparición o la irrelevancia de líderes e instituciones que suponíamos permanentes y omnipotentes. Sadam Husein, Muamar el Gadafi o algunos de los grandes bancos son buenos ejemplos. A la vez, vemos cómo ideas, líderes, acuerdos institucionales y políticos que parecían transitorios, terminan siendo permanentes.

No todas estas lecciones de otras crisis internacionales serán aplicables a la pandemia causada por la covid-19. Esta crisis es diferente. El coronavirus ha disparado una crisis mundial ante la cual ningún país es inmune. La tecnología, la globalización, la revolución digital, el hecho de que desde 2009 en el mundo hay más gente viviendo en las ciudades que en el campo y la total ausencia de una cura conocida para este virus, son solo algunas de las diferencias.

Pero a pesar de estas y otras diferencias, también hay cosas que vimos en las pasadas crisis mundiales que se repiten en esta. A largo plazo, la exagerada o inepta reacción de los Gobiernos a la pandemia probablemente produzca tantos o más daños que la pandemia misma. Tampoco ha faltado en esta crisis la denuncia de las organizaciones multilaterales. El Gobierno estadounidense dejó de pagar sus cuotas a la Organización Mundial de la Salud y pidió su total restructuración.

La pandemia también nos ha traído situaciones que comenzaron como un paliativo y que se han transformado en una realidad que será permanente. El teletrabajo es el más obvio de los ejemplos. Finalmente, un factor común en todas las grandes crisis es la proliferación de teorías conspirativas para explicar lo que está pasando y el creciente rol de charlatanes que se aprovechan del temor y la confusión de sus seguidores para venderles malas ideas o productos fraudulentos. Como hemos visto de sobra en las noticias, esta pandemia también ha producido un buen grupo de charlatanes. Algunos son presidentes. @moisesnaim

https://elpais.com/opinion/2020-05-16/la-pandemia-reacciones-exageracion...

Todos somos vecinos

Moisés Naím

Los terremotos generan destrucción y también nueva información sobre las capas más profundas del planeta. Las pandemias también generan destrucción e información, y no solo biológica, epidemiológica o médica. También revelan quiénes somos como personas y como sociedad. ¿Hay entre nosotros más altruistas o más egoístas? ¿Nos conviene tener un país abierto al mundo o fronteras más cerradas? ¿Le creemos a los políticos o a los expertos? ¿Qué debe guiar más nuestra conducta, las emociones o los datos?

Quienes defienden la integración entre países chocan con los partidarios del nacionalismo y el proteccionismo. “Rechazamos el globalismo y abrazamos la doctrina del patriotismo”, dijo el presidente Trump en la ONU en 2018. También dejó clara su antipatía por el multilateralismo, es decir, las iniciativas basadas en acuerdos entre un gran número de países. El multilateralismo condujo a la creación de organismos como las Naciones Unidas y el Banco Mundial, por ejemplo. También anima los acuerdos en los cuales los países participantes se comprometen a hacer esfuerzos conjuntos para lidiar con problemas que ningún país puede enfrentar solo, independientemente de cuán grande, rico o poderoso sea. El cambio climático, la inmigración o el terrorismo son ejemplos de esto. Al presidente Trump estos acuerdos multilaterales no le gustan. “Estados Unidos siempre escogerá la independencia y la cooperación en vez del control y la dominación de la gobernanza global”, dijo el presidente. Como sabemos, Trump no es el único crítico de la globalización. Un sinnúmero de líderes políticos, así como intelectuales de fama mundial, rechazan la globalización.

Es en este contexto que hace su revolucionaria aparición el coronavirus. Si la globalización se basa en el movimiento internacional de productos, ideas, gente o tecnología, pues este virus es un poderoso ejemplo de la globalización de flujos biológicos. También confirma lo miope que es pensar en la globalización solo como un fenómeno comercial, financiero o mediático.

Resulta que algunos flujos biológicos, por ejemplo, viajan más rápido, a mayor distancia, tienen efectos más inmediatos y de mayor impacto que los demás flujos que caracterizan a la globalización. Pero la reacción al coronavirus también revela lo tentador que es el aislacionismo. Un creciente número de Gobiernos está tratando de sellar las fronteras y aislar las ciudades y regiones más afectadas, bloqueando el libre tránsito de personas y las comunicaciones aéreas.

Estamos viviendo en tiempo real el choque entre el globalismo y el aislacionismo. Pero al mismo tiempo que están cerrando sus fronteras, estos Gobiernos están descubriendo cuánto necesitan el apoyo de otros países, y de entes multilaterales como la Organización Mundial de la Salud.

El coronavirus también está sirviendo para traer de nuevo a la palestra y darle un rol protagónico a expertos y científicos. Una de las sorpresas de este temprano siglo XXI fue la pérdida de credibilidad de los expertos y el auge de charlatanes y demagogos. Esta tendencia tuvo un momento icónico cuando en 2016 Michael Gove, entonces ministro de Justicia del Reino Unido, reaccionó a un estudio en el cual renombrados expertos criticaban al Brexit, proyecto que él promovía. El ministro afirmó sin desparpajo: “La gente de este país ya ha tenido suficiente con los expertos”. Otro que rutinariamente desprecia a los expertos es Donald Trump. Ha dicho que el cambio climático es una farsa montada por China, que él sabe más de guerra que sus generales, o que él entiende mejor esto del virusque los científicos.

Pues no. Resulta que en “esto del virus” los científicos deben ser —y afortunadamente están siendo— los principales protagonistas. Muchos de ellos, además, son funcionarios públicos, otra categoría de profesionales que suele ser desdeñada por los líderes populistas que han logrado ganar poder avivando las frustraciones y ansiedades del “pueblo” que ellos dicen representar. Los populistas conviven mal con los expertos y con los datos que contradicen sus intereses. Detestan a los organismos públicos que albergan expertos y producen datos incuestionables. Pero la crisis del coronavirus ha demostrado que estas burocracias públicas, cuyos presupuestos y capacidades suelen ser erosionados

La pandemia no solo hace que los expertos y sus organismos jueguen un crecido rol, sino que también hace que adquiera renovada urgencia el viejo debate entre altruismo e individualismo. El altruista está dispuesto a beneficiar a otros —incluyendo a desconocidos— aun a costa de sus propios intereses. En cambio, el individualista tiende a actuar independientemente de los efectos que sus decisiones tengan sobre el bienestar de los demás. En las próximas semanas y meses vamos a descubrir quiénes —tanto personas como países— están más dispuestos a actuar teniendo a los demás en mente y quiénes solo piensan en sí mismos. Esto se va a hacer más fácil de descubrir, ya que el coronavirus ha hecho patente que todos somos vecinos. Aun de países que están en nuestras antípodas.

15 de marzo

La Patilla

https://www.lapatilla.com/2020/03/15/moises-naim-todos-somos-vecinos/

Alianzas repugnantes

Moisés Naím

El partido centrista dominante en Suecia, revierte su posición y anuncia que está dispuesto a aliarse con los nacionalistas de extrema derecha”. “Para mantenerse en el poder, [el primer ministro canadiense] Trudeau debe aprender a trabajar con sus rivales”. “Israel, en camino a su tercera elección en un año”. “Protestas callejeras llevan a la renuncia del primer ministro de Irak”. “El premier de Finlandia renuncia al colapsar su coalición”. “Pelosi anuncia que el Congreso procederá con la acusación formal contra Trump”. Estos fueron titulares de prensa de la semana pasada.

Hay países donde los rivales políticos logran ponerse de acuerdo, y gobiernan, compartiendo el poder. En otros, el odio entre los contrincantes hace imposible acuerdo alguno. Los rivales son vistos como enemigos cuyas ideas o actuaciones los inhabilitan. La posibilidad de cohabitar políticamente con personas o grupos que promueven agendas inaceptables o, peor aún, que han sido acusados de crímenes y abusos, resulta moral y psicológicamente inaceptable para sus adversarios. Una alianza con estos adversarios muchas veces equivale al suicidio político de quien se atreva a proponerla. Otras veces es la solución. Dura de tragar, ciertamente, y fácil de denunciar apelando a la moral y a la justicia. A veces, sin embargo, la incapacidad de los adversarios políticos para ponerse de acuerdo condena al país a la parálisis política y gubernamental. Entre 2010 y 2011, por ejemplo, Bélgica estuvo 589 días sin que las facciones en pugna pudiesen formar gobierno.

Actualmente, la polarización es la norma en la mayoría de las democracias del mundo. Si bien siempre ha existido, en los últimos tiempos la polarización se ha exacerbado. Naturalmente, en las democracias la división de la sociedad se refleja cada vez que hay elecciones. Ninguna agrupación política recibe suficientes votos como para formar un gobierno.

Esto no fue siempre así. Décadas atrás, Sudáfrica y Chile lograron evitar la violencia política y tener prolongados periodos de estabilidad y progreso gracias a las alianzas que se dieron entre enemigos históricos.

Nelson Mandela logró lo que nadie creía posible: una transición pacífica de la hegemonía de la minoría blanca, que impuso el apartheid, a una democracia en la cual la mayoría negra alcanzó el poder a través de las elecciones. En Chile, el movimiento democrático negoció un acuerdo con el general Augusto Pinochet que para muchos chilenos era inaceptable. Dejaba al dictador no solo como senador vitalicio sino como intocable comandante de las Fuerzas Armadas, ya que impedía que los presidentes electos pudiesen destituir del cargo a los jefes militares. La Constitución también garantizaba un número de senadores nombrados a dedo por los militares y refrendaba la obligatoriedad de asignar automáticamente a las Fuerzas Armadas el 10% de los ingresos generados por las exportaciones de cobre, la principal fuente de divisas del país. Obviamente, para quienes sufrieron las persecuciones y torturas de la Junta Militar, aceptar todo esto era como ingerir un revulsivo. No obstante, también en Chile, el resultado de una negociación entre el Gobierno militar y las fuerzas democráticas permitió la transición pacífica de una dictadura a una democracia.

Como sabemos, en los últimos tiempos, ni Chile ni Sudáfrica han podido salvarse de las convulsiones políticas que incendian las calles. Pero ambas sociedades se beneficiaron de un largo periodo en el cual enemigos políticos lograron convivir.

En Sudáfrica, después de abolido el apartheid, la economía se expandió, la inflación cayó y proliferaron los programas sociales, muchos de los cuales, por primera vez, beneficiaron a las mayorías más necesitadas. En Chile, las distintas facciones políticas, que incluían tanto a quienes apoyaban a Pinochet como a quienes fueron sus víctimas, lograron ponerse de acuerdo sobre la política económica. El resultado fue una de las economías más exitosas del mundo. Según cifras del Banco Mundial, en el año 2000, más de un tercio de los chilenos vivía en condiciones de pobreza, mientras que para el 2017, la proporción de pobres había bajado al 6,4%.

Estos éxitos no fueron suficientes. En Sudáfrica el desempleo, la inmensa corrupción y un estado inepto son fuentes de grandes frustraciones. En Chile, se descuidaron las necesidades de vastos sectores de la sociedad. En ambos países la desigualdad económica está entre las más altas del mundo.

Queda por verse si estos dos países encontrarán la forma de producir coaliciones que hagan posible gobernar y prosperar. El reto que enfrentan Chile y Sudáfrica hoy lo enfrentan la mayoría de las democracias del mundo: crear, en una sociedad altamente polarizada, acuerdos entre grupos que se odian.

Es posible imaginar un futuro en el cual las democracias del mundo se dividen entre aquellas que están empantanadas en conflictos irresolubles que las estancan y otras que, gracias a acuerdos entre enemigos políticos, logran formar gobiernos capaces de gobernar. En el siglo XXI, aprender a hacer gobiernos con gente que se odia puede llegar a ser un requisito para que las democracias prosperen.

Twitter @moisesnaim

9 de diciembre de 2019

El País

https://elpais.com/elpais/2019/12/07/opinion/1575735457_241840.html

¿Será Venezuela la Libia del Caribe?

Moisés Naím

En 2011, Libia se rompió en mil pedazos. Con la autorización de la ONU, una amplia coalición de países atacó el país, una turba asesinó a Muamar el Gadafi, su sanguinario régimen colapsó y el país se fragmentó. Eventualmente, se consolidaron dos Gobiernos, uno con sede en Trípoli y otro en Tobruk. Cada uno tiene un líder, fuerzas armadas, una burocracia e, incluso, su propio banco central y su papel moneda. Además, ambos Gobiernos cuentan con el apoyo de otros países. El de Trípoli tiene el reconocimiento de la ONU, mientras que al de Tobruk lo apoyan, entre otros, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí y Rusia.

El control de los ricos campos petroleros de Libia ha sido motivo de fuertes enfrentamientos armados pero, hasta ahora, ninguno de los dos Gobiernos ha podido derrotar al otro. Adicionalmente, en territorio libio operan con gran autonomía centenares de milicias, tribus, grupos terroristas —incluyendo a Al Qaeda y el Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés)— así como organizaciones criminales que trafican drogas, personas y armas. La amplia disponibilidad de todo tipo de armas entre la población hace la situación aún más peligrosa.

El prolongado colapso del país se ha convertido en un problema europeo. Trípoli queda a solo 300 kilómetros de Lampedusa, la isla italiana en la cual han desembarcado miles de inmigrantes africanos que llegan a Libia y, desde allí, entran a Europa. El caos y la corrupción reinantes en el país africano hacen muy difícil controlar estos flujos de personas, que generan inmensas ganancias a los traficantes.

Nada de esto estaba en los cálculos de las potencias extranjeras que intervinieron militarmente en Libia. La prioridad era acabar con el régimen de Gadafi y evitar que el lunático líder cometiera un genocidio. El plan era que, una vez derrocado Gadafi, un Gobierno de transición convocaría elecciones que iniciarían el tránsito de Libia hacia la democracia. La explotación de sus enormes reservas petroleras financiaría el relanzamiento económico del país. Ocho años después del ataque militar, este promisor “día después” ni ha llegado, ni se vislumbra.

Venezuela corre el peligro de volverse la Libia del Caribe. Por supuesto que son países muy distintos y sus circunstancias difieren significativamente. Pero, las semejanzas son sorprendentes.

Al igual que en Libia, en Venezuela también hay dos centros de poder enfrentados que, hasta ahora, no han podido desalojar al otro. Juan Guaidó es el presidente encargado y su legitimidad constitucional es reconocida por más de 60 países, incluyendo las principales democracias del mundo. Nicolás Maduro llegó a la presidencia a través de elecciones certificadamente fraudulentas y usurpa el poder gracias al respaldo de las Fuerzas Armadas y de grupos paramilitares. Cuenta con el apoyo de Cuba, Rusia, China, Irán, Turquía y Siria, entre otros países.

Tanto Libia como Venezuela son Estados fallidos con Gobiernos incapaces de desempeñar funciones básicas. Ninguno de los dos Gobiernos controla todo el territorio nacional y ese vacío ha sido llenado por una multiplicidad de peligrosos actores. En Libia operan Al Qaeda y el Estado Islámico mientras que en Venezuela actúan el ELN y las FARC, los grupos narcotraficantes colombianos. Caciques regionales, milicias y bandas criminales también controlan regiones y ciudades o partes de ellas.

En Libia hay grandes emporios criminales que trafican con gente. En Venezuela hay influyentes emporios que trafican con drogas y minerales. Libia es un gran bazar de armas. Venezuela también. En ambos países reina la anarquía y la criminalidad. Y ambos se han convertido en el foco de una grave crisis regional. Los inmigrantes africanos que llegan de Libia han desestabilizado la política de Europa, mientras que la llegada de millones de refugiados venezolanos está desestabilizando la política en Colombia y otros países.

Libia y Venezuela también se parecen en que ambos son países petroleros que no logran producir y exportar los enormes volúmenes de crudo que les permitirían sus vastas reservas. Ambas naciones están sometidas a sanciones internacionales y están en la mira del Kremlin. Vladímir Putin logró que Rusia alcanzase a tener una gran influencia en el conflicto sirio. Ahora está tratando de lograr lo mismo en Libia y en Venezuela.

En ambos países ha habido diálogos y negociaciones con mediación internacional que han fracasado.

Otro rasgo común de las crisis de Libia y Venezuela es que la fatiga está creando desaliento y desazón. Las crisis que se enquistan, alargándose sin perspectivas de una solución, dejan de tener prioridad para una comunidad internacional agobiada por otros conflictos y emergencias humanitarias. Los kurdos, los rohinyá, y los refugiados de Yemen, Siria, Turquía y Centroamérica compiten por la atención y los recursos de la comunidad internacional.

Lamentablemente, gobiernos, organismos internacionales y medios de comunicación ya muestran señales de fatiga con respecto al estancamiento de la situación en Venezuela. Si en los próximos meses no hay cambios en el statu quo, la inercia y el “más-de-lo-mismo” se impondrán. Esto hay que evitarlo como sea.

Twitter @moisesnaim

10 de noviembre 2019

El País

https://elpais.com/elpais/2019/11/09/opinion/1573321100_730765.html