Elías Pino Iturrieta
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«Venezuela fue un paradigma de apatías y silencios cuando los vientos de los combates habían cesado. Debido a la crueldad de la tiranía de Juan Vicente Gómez, la colectividad se aficionó a un mutismo provocado por el temor de caer en las manos de la policía política, en las garras heladas de unos mandarines soberbios e impunes»
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La antipolítica de nuevo
No se había ido del todo, estaba presente en la espera de su oportunidad, de esas ocasiones que nunca faltan cuando la lucha contra la opresión se vuelve forzada y accidentada, pero ahora ha vuelto cargada de bríos. Los recientes sucesos, que terminaron en el entierro del gobierno interino, han facilitado puerta franca al retorno de la antipolítica.
Las tiene todas consigo debido a las fisuras de la unidad opositora, que es más una colcha de retazos que un designio homogéneo y estable, pero los escándalos que se han alimentado alrededor de la defenestración de Juan Guaidó, fundamentados o fabricados a la mala, con soporte o inflados caprichosamente, han permitido un arrollador nuevo debut que no parece tener freno. Otra vez se niega la trascendencia de los partidos políticos, de nuevo impera la crítica despiadada de líderes jóvenes y viejos, el ataque a mansalva, la negación absoluta de lo bueno que se ha hecho y de lo que se ha anunciado para continuar las batallas contra el usurpador. Mucho peor, otra vez se siembra, pese a su falsedad, pese a su calidad de patraña esencial y malévola, la ilusión del advenimiento de un capitán portentoso y sin relaciones con la clase política, que viene de pulcros o inmaculados contornos a hacernos la faena de meter en el basurero a los dirigentes fracasados.
Todos los tentáculos de la antipolítica se han puesto en movimiento, voraces y ubicuos. Con el apoyo de una jauría mediática, y especialmente desde la furia irresponsable de los guerreros del teclado, no quieren dejar títere con cabeza. Auxiliados por portales de noticias especializados en la falsedad y en la exageración, multiplican venenos y dudas que abren inmensas goteras en el techo de la oposición, pero que después buscan el menoscabo de sus pilares. Salvavidas de dirigentes que no han logrado obtener el favor de la opinión pública, subterfugio para ocultar la superficialidad de quienes pretenden aprovecharse del terremotico, quieren ser martillo y guadaña de lo que se ha hecho con grandes sacrificios frente a una dictadura que los tiene como sus mayores adversarios.
Ciertamente sobran motivos para la crítica de los partidos de oposición, especialmente después de la estéril polémica que han protagonizado algunos de sus líderes, sin duda dañina cuando se vive la víspera de una elección primaria para la selección de un candidato capaz de derrotar a las fuerzas organizadas y más disciplinadas del oficialismo. Ofrecen un menú apetecible para los infinitos francotiradores y para algunos líderes que disparan por mampuesto, pero conviene poner los pies en la tierra para evitar una mayor fragilidad de quienes luchamos por la restauración de la democracia. Y poner los pies en la tierra significa llegar a análisis equilibrados de la realidad, a través de los cuales se compruebe la debilidad y la mala intención de las críticas despiadadas, o se demuestre de veras, pese a lo esperado o lo deseado, que en realidad de noche no todos los gatos son pardos.
Lo cual no solo incumbe a los miembros de los partidos y a los analistas más ponderados, que alimentan el buen juicio de las mayorías de la sociedad, sino especialmente a los miembros de la cúpula atacada, a los secretarios generales de los partidos aludidos, a los diputados desde sus frágiles curules, a los que animan las precandidaturas de cara a las primarias, a los jefes de las banderías llamados a demostrar con evidencias concretas que no son lo que pregona de ellos la antipolítica. Es la pelea que se debe dar, antes de que una tormenta de mayores proporciones los inunde, no solo a ellos sino a los pasajeros de una maltrecha nave gigantesca, es decir, a la inmensa mayoría de los venezolanos que solo desean librarse de la tragedia madurista.
La Gran Aldea
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