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Alberto Hernández

Obituarios de un no-país

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

No sabemos cuántos son, pero sí hemos memorizado sus nombres. Sus apellidos. Asfalto-infierno, cuerpos caídos, sangre, banderas, gritos, disparos, patrullas, cruces rojas y verdes. Cruces, cementerios en la memoria, pero más que camposantos, calles, calles, cuerpos tirados en las calles. Cuerpos vivos que se enferman luego de cruzar un río enfermo. Cuerpos muertos en todo el mapa nacional. En toda la tierra seca, húmeda, silenciosa, llorosa. Cuerpos, cuerpos, nombres y apellidos de muchachos y muchachas, de adultos y niños, viejos y nombres, apellidos, cuerpos caídos, tumbas con flores. Sepulcros con ángeles. Pero más que todo, calles, calles, marchas, nombres, apellidos, escolares, universitarios, trabajadores, desempleados, muertos, muchos muertos, muchos nombres, muchos apellidos, muchas bazucas contra un grupo de jóvenes alzados, masacrados, ajusticiados, muchos nosotros muertos en un libro que encoge el ánimo, en un libro que Golcar Rojas ha escrito para que sepamos que la tristeza también es nuestra muerte: “Obituarios de un no-país” (2017).

Es un libro cementerio. Un libro de epitafios. Un libro donde la poesía se despoja y se convierte en heridas, disparos en la frente, en el pecho, en los costados, en el vientre, en los ojos, en las piernas, en el alma de un país que ya no es. En un país que fue y ahora es un llanto mundial.

2.-

Sí sabemos cuántos son. Y tenemos sus nombres y son versos, poemas. Son nombres y apellidos que recorren la memoria de quienes también pierden la memoria, porque el dolor no necesita palabras ni recuerdos. El dolor es la misma palabra, el mismo silencio que perdura mientras la bala cruza el aire y se incrusta en la frente. O en el pecho. O una granada explota en la cabeza de un muchacho parado en una esquina. Y otro que es quemado porque una bomba revienta ante sus ojos. Y aquel que vemos caer luego de un terrible golpe de agua que le hace fracturar el cráneo contra el asfalto. Y el niño que no llega a la casa luego de hacer el mandado. Y el que llevaba una bandera y fue impedido de contar las estrellas. Poemas, muerte, mensajes en la lápida, lágrimas sobre un montón de tierra.

El mapa es una tumba abierta.

Son muchos, tantos que nos aprendimos de memoria el olvido de sabernos vivos. Son tantos los muertos, los asesinados por quienes visten de verde, de policías, de jinetes del apocalipsis en motos desde las que disparan sus armas procuradas por los mismos verdes y rojos, por quienes luego acusan a las víctimas de ser culpables de sus propias muertes.

3.-

“…el rimo de la matanza” encuentra sentido en la danza macabra de quien ordena disparar, de quien desde la camisa verde, desde la guayabera de lujo, desde sus bigotes, desde su hechicería ideológica, disfruta de los denarios que el poco país produce. Dientes manchados de petróleo, lengua de sangre. Mirada bífida y viperina. Y “Es que la bala de esos días era mucho más rápida que mi pluma”, confiesa Golcar Rojas. Son tantos los muertos, tantos los obituarios, tantos los epitafios.

El mapa es una tumba que habla.

Aquí están todos los nombres, pero también los que faltan, todos los apellidos, todo el santoral, todos los ángeles de alas abiertas del país, todos los dolores y colores, todos los gritos y ruidos producidos por los lamentos, también los chirridos de los criminales. Ese ajuste de cuentas, esa venganza de una familia que ahora tiene como campo de tiro el cuerpo de miles de nombres y apellidos.

Una lista interminable. Hay muertos que hablan. Otros no tienen palabras. Son poemas mudos. Son poemas ocultos entre la maleza de la inocencia. E inclusive, entre la cizaña de quienes disfrutan con patear la cara de una muchacha flaca. Aquella imagen en la que una mujer militar golpea con su casco a una inerme enferma en Valencia.

Y entonces el país, el no-país nos recorre en su geografía: Caracas, Mérida, Valera, Barinas, Valencia, Cumaná, San Cristóbal, Maracaibo, San Felipe, Ciudad Bolívar, Maracay. Todo el país tomado por asalto por salvajes en dos ruedas. Por criminales que se ocultan tras mastodontes de hierro y desde allí disparan mientras los muchachos se cubren con escudos de cartón.

El mapa es un cañón contra los ciudadanos.

Las imágenes se convierten en poemas desnudos. Poemas de piel helada. Poemas muertos también con toda la vida de todos los muertos. Poemas que no son poemas. Poemas que son más que poemas porque se vierten poesía en la sangre coagulada, en lo que no quieren leer los culpables. Y en la sangre que no quieren ver los escrupulosos. Poesía en cueros. Poesía en músculo rasgado. Poesía con bala de plomo. Poesía agujero en la frente. Poesía dolor y arrechera. Poesía sin palabras. Poesía vientre abierto. Poesía para leer y marcar en las paredes. Poesía con nombres y apellidos. Poesía tributo. Poesía homenaje. Poesía para despojarnos del odio y darnos a celebrar la vida.

4.-

Hay cifras que abortan. Hay cifras que recorren el espinazo de la ira: 15.890 jóvenes asesinados de diversas maneras. Y “Los hospitales son los campos de concentración de la revolución”.

Imágenes, voces que nos llaman. Nombres y apellidos. Dolores que llegan y se instalan en algún lugar del espíritu, en los ojos de esos niños que reposan inermes a la orilla de una acera mientras un policía los mira con desdén. Mientras el arma aún humea. Mientras el escudo golpea la nuca de la mujer. Mientras unos barrigones masacran a un anciano en La Isabelica, estado Carabobo. Mientras un grupo de guardias de la monarquía acorrala a un joven con deficiencias mentales en el Oriente de Venezuela.

Y así lo dice la herida que Golcar Rojas nos entrega:

“La noche nos cayó encima/ Un manto pesado y oscuro”.

Y esa misma sombra que es diaria abre la boca para morder los pasos de los que caen:

“La noche se negó a marcharse”.

Nombres y apellidos acosados por las sombras, por los murciélagos del poder, por los payasos de la burocracia, por los saltimbanquis de los ministerios, por las insignias de quienes llevan más medallas que un mariscal ruso. Todos esos son los creadores de estas noches interminables.

“A mediodía la noche seguía oscura” y “En un luto por goteo”.

5.-

A esta hora aciaga, a esta hora cuando el poema obliga a seguir trazando nombres y apellidos, “Seguimos contando muertos”. Para ellos, para los que se dicen portadores del amor “Somos sus enemigos”. Ellos, los verde/oliva se visten de colgajos para enarbolar el miedo en las esquinas.

Son tantos que no termino de contarlos. Son tantos los muertos que no alcanzan los poemas. Son tantos los epitafios que recurrimos a todas las voces para pronunciar los epitafios. Pero sí, hay tiempo y habrá para dejar sus nombres y apellidos en la memoria, así olvidemos.

Los muertos también pasarán sus cuentas. Los muertos saben de estadísticas.

Ya llegará la hora de que la noche regrese a sus orígenes.

El tantas veces Leopoldo Sequeda

Alberto Hernández

Los años setenta se nos ofrecían en pleno ambiente universitario. Maracay era el pueblo que sigue siendo, con la diferencia de que no es la misma Maracay afectiva de aquellos días de convulsiones callejeras planificadas en la UCV o en el Pedagógico. Y eran los días juveniles del MAS, el partido que fundaran Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez. Y también los días del “glorioso” Partido Comunista, a través de la JC, cuyos militantes éramos tan ignorantes como desenfrenados. Pero también campeones en cien metros planos cuando aparecía la policía.

Eran los días de Carlos Tablante, Didalco Bolívar, Nelson González, Gustavo Cabrera, Luisa Ortega Díaz, Carlos Pinto, César Girón (no el torero, por supuesto), Carlos Javier Velarde, entre otros tantos de otras organizaciones de la llamada izquierda, quienes mandaban a sus muchachos a desestabilizar el sistema y a asaltar el cielo, aunque los del MAS no estaban muy convencidos de tales asaltos, pues lograron otros cuando arribaron al poder y se olvidaron de sus deberes políticos. Por supuesto, con las excepciones de siempre.

Y también eran los días de Leopoldo Sequeda, quien llegó a ser Secretario de Gobierno en 1974. Gobernaba Acción Democrática. Para muchos, Leopoldo era el terror de los revoltosos.

Las tantas veces que lo nombraban era para hacer sentir que le tenían miedo. Que era una suerte de hombre duro del gobierno adeco en Aragua. Hombre duro sí era. Tenía carácter. Hablaba con firmeza y no tenía miedo.

A mí me toco conocerlo cuando ya no era un tirapiedras. Me tocó conocerlo siendo yo periodista, gracias a mi cercanía y familiaridad profesional con Gustavo Urbina, fundador del diario “El Periódico”, luego bautizado “El Periodiquito”.

Gustavo y Leopoldo eran como hermanos. Se levantaron juntos en el barrio Belén de Maracay. Sus “peleas” eran de antología. Siempre terminaban con una botella de whisky. Y allí estuve yo muchas veces, las tantas veces que Leopoldo y Gustavo se “peleaban” y decidían terminar el último round en alguna tasca, por supuesto, una vez cerrada edición del periódico, que era cuando Leo se aparecía con muy malas intenciones.

Fueron muchas las ocasiones con Leopoldo. En sus reuniones taurinas. En discusiones políticas. En la redacción de periódico. En una calle. Durante una entrevista. Un día, de esos tantos con Leopoldo, me tocó irme con él en su viejo Mercedes Benz. En los otros vehículos iban Gustavo y Juan Onofre Páez Castillo y Juan Carlos Carabaño. Recuerdo que el Mercedes de Leopoldo se movía como una ballena y se lo hice saber. Se carcajeó y me dijo: “Si quieres te dejo aquí”. Esa noche fue de fiesta como las tantas veces con Leopoldo.

Otro día en su mismo carro le recordé que al único revoltoso que no había logrado meter preso fue a mí. Entonces volteó hacia el lado del pasajero y me dijo: -¿Ah, no, coño? ¡Qué vaina!

Me contó las veces que logró llevarse detenidos a Tablante y a otros izquierdosos de la época.

-Pero, mira, Alberto, yo iba a la casa de la mamá de Carlos en el barrio La Coromoto y le decía que se lo tenía guardado en un cuarto y que al día siguiente lo soltaba. Y que no se preocupara que yo le compraría pollo y hallaquitas y después se lo mandaría para la casa.

Muchos amigos comunes, aquellos que fueron “perseguidos” por Leopoldo, terminaron siendo muy amigos de él. Y confirmaban a diario que ese abogado que estuvo en el poder era más bien un tipo que amaba a su ciudad y no escatimaba en buscarse amigos.

Así era este hombre duro. Leopoldo fue un buen amigo. De duro tenía la cara, pero era un tipo bondadoso, solidario. Me tocó esa etapa de alegría y luego verlo recién operado del corazón. De un fortachón que era se convirtió en un hombre que me hacía la competencia en peso. Y eso le causaba gracia.

Celebro haber sido amigo y compañero de tertulias de este ciudadano maracayero que se sigue llamando Leopoldo Sequeda.

Acaba de morir. Pero como tantas veces, Leopoldo estará en nuestros recuerdos.

“La nada cotidiana”, de Zoé Valdés

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

Patria o Yocandra, la misma persona y también distinta. El primer nombre ajustado a lo que pasaba y pasa como consigna en la Cuba recién tomada por asalto y la que continúa siendo asaltada. El nombre que sublima el gesto del Che de poner sobre la barriga inflada de la madre a punto de parirla. De parir a quien bautizaron con ese sustantivo, y que el personaje se arrancó de la piel para hacerse llamar Yocandra, por la burla que impone la ruina de su tierra o la grandeza de un apelativo que no cabe en ser humano alguno.

Yocandra, vocativo tomado de los papeles de un seudo escritor que lo había creado, pero que jamás respiró como literatura, pero ella sí. Ella, personaje. Ella, ficción o realidad, referente de una aventura que aún mortifica la conciencia del mundo. Ella, personaje que desnuda una hora muy larga del llamado “período especial”, cuando nació su niña Attys Luna, la hija de la escritora.

Saber que la nada existe, que es un rencor vibrante. Descubrir al final que todo eso, la mentada revolución cubana, no es más que un remedo. Un crimen aplaudido por todos los que se dicen manifestantes, protagonistas de una historia desfasada, criminal, atornillada al populismo, al oportunismo más descarado.

Nuestro personaje –ella- vive afiliado a esa realidad. A las secuencias del esbirrismo de los CDR, de la delación, de la putería y chulería nacional. El personaje se quita la máscara, que es la misma que se ponen los dirigentes, sólo que la máscara de ella, la de la Patria o Yocandra, es la del dolor. Es la máscara de la víctima. La verdadera cara de la infamia, porque en ella están los pliegues, los surcos de sujetos con nombres y apellidos como Ernesto Guevara, Fidel y Raúl Castro, entre otros fascistas que convirtieron la Isla de Cuba, en la Cuba sin Isla.

2.-

El vacío, la cotidianidad de la nada. La miseria. La gran pereza colectiva. Un país que dejó de ser país para ser sólo una consigna, una enseña en una pared ruinosa. Una isla cuyo mar llega a las miserables cocinas y allí se instala con su sal, sus corales, sus monstruos raigales, su agua apesadumbrada, su porquería callejera. Una isla que desaparece del mapa del mundo gracias al silencio del mundo. Una isla inundada por el Caribe, por los tornados que hacen de las calles faramalla de miserables que bailan y juegan dominó en medio de la podredumbre de las cloacas.

Cuba es una mujer asomada a un balcón. Ella, descalza, sin pantaletas, sin ropa interior mientras en el Malecón gira el pequeño mundo de los desperdicios. Cuba es una insinuación.

Esta primera novela de Zoé Valdés, reconocida, leída y traducida a otros idiomas, la consagraba como una joven promesa, que ya dejó de serlo, es una escritora leída en todos los ámbitos de nuestra cultura literaria. Es una narradora que escribe desde su cubanidad. Que no se aleja de su calle, de sus personajes, de sus familiares. Es una escritora cubana en el exilio, pero lleva a su país siempre en la maleta. Por eso recurre a este intertítulo: “Morir por la patria es vivir”, pero también contiene una ironía, porque Marguerite Yourcenar, pocas líneas abajo, usada como epígrafe, dice: “Tener miedo del futuro, eso nos facilita la muerte”.

Palabras duras, de muerte, y más si el personaje se llama Patria. Patria o muerte, moriremos, traduzco. Y de allí, de sus primeras letras: “Ella viene de una isla que quiso construir el paraíso. El fuego de la agresividad devora su rostro…”

Después la seguimos en las anécdotas, en una narrativa que no descuenta nada. Que todo lo suma a la barbarie que aún continúa asolando a ese país que se niega a morir pese a los fusilamientos, las torturas, las cárceles, los insultos, el hambre, la humillación.

Pues bien, Patria, que no es Yocandra, porque Yocandra es metaficción, y ella es reflejo de la realidad, vivió y vive en todas las mujeres cubanas lo que ella cuenta, lo que su personaje, su doble, su desdoblamiento, acusa mientras sus libros, que son los de la narradora Zoé Valdés recorren el mundo.

Yocandra comienza a ser exilio. Quiere borrar su nombre para ser otro, en préstamo. Porque ese nombre sacado de unas páginas de pobreza literaria, enaltecen lo que será su nuevo espíritu. La patria ya no es. Cuba es una isla rodeada de Patrias exiliadas.

3.-

Esta exposición narrativa de Zoé Valdés deriva en varios personajes que le hacen compañía a Patria o Yocandra, quienes conforman el tejido social en el que se mueve ella. Con El Traidor, falso novelista, amante y un enchufado del régimen, un estafador de ilusiones; La Gusana, una de las amigas del personaje principal, quien al final logra salir de la isla; El Lince, otro de los amigos de Patria, quien termina huyendo de Cuba en una balsa, y el Nihilista, un fracasado cineasta que también forma parte del entorno de la mujer.

Ellos, todos animan el mundo de La Habana donde vive Patria. Ellos desnudan la corrupción, el miedo, la miseria y la incertidumbre que habita en el alma de esa nación, regida por una tiranía que vigila, espía, bucea, indaga, descubre y castiga a la disidencia.

“La nada cotidiana” (Quinteto/ Salamandra, España 2002) se asimila bien a un discurso a veces poético de narrar, aunque la desnudez de su sintaxis expone más claramente el paisaje de un país que ha dejado de serlo para convertirse en una cárcel.

Expresiones como “Tres ventanas abiertas confirman que el mar existe”, “El agua es una atracción lenta, una serenidad máxima”, “padezco de un suspiro eterno”, dan cuenta de la médula poética de esta novela.

En las escenas eróticas la tensión llega a su límite. La narradora juega con el lector, con la narrativa del deseo del lector: lo excita, lo convierte en participante del acto carnal. Zoé Valdés cuenta, narra en medio de un orgasmo verbal.

4.-

Los mitos de la Cuba potencia, de la Cuba culta, de la Cuba solidaria y culta se desprenden de su pedestal. La carestía, el estraperlismo (bachaquerismo en Venezuela), la especulación, el robo, la usura…todo está en esta historia que en esta hora viven algunos países como Venezuela.

Una muestra:

“Total, que me despabilé con el buchito de café, me lavé los dientes, desayuné agua con azúcar prieta y la cuarta parte de los ochenta gramos del pan de ayer. He administrado muy bien el pan nuestro de cada día. Cuando hay -¿si es que hay!- lo pico en cuatro: un pedazo en el almuerzo, otro en la comida, el tercero antes de acostarme, si no lo he compartido antes cuando tengo visita, y el cuarto es el destinado al desayuno. Después volví a lavarme los dientes. Tengo pasta dental gracias a una vecina que la cambió por el picadillo de soya, porque yo sí es verdad que no ingiero eso, sabrá Dios con qué fabrican esa porquería verdosa y maloliente. Me han vuelto vegetariana a la fuerza, aunque tampoco hay vegetales”.

Y como vivía pensando en las musarañas y los apagones eran constantes, Patria no trabajaba jornada completa. Era empleada en una revista literaria que dejó de salir, pero hacían creer que existía, como todo en este tipo de regímenes. Dicen que hay pero no hay. Dicen que es el paraíso y es el infierno.

Acosada por una soplona, a quien ella apodaba “la militonta”, Patria, la patria, la que lleva otro nombre, se siente acosada, estudiada de arriba abajo por aquella mujer que, como sus profesores, también es policía. Y los que se ocupan de perseguir en las calles, mientras más violentos son más pollos comen. Considerada una “gusana” por esa comisaria, Patria ya no era la patria que ella creía ser. Por eso se decía:

“Vivíamos exiliados de nosotros, nuestras almas en destierro, el cuerpo respondiendo obediente al interrogatorio de las circunstancias (…) Preguntar no estaba permitido (…) Nunca podremos erguirnos totalmente por culpa de los fusilamientos”. Por esa razón vivía en “La Habana, Ciudad Mortaja”.

Esta novela recoge imágenes y expresiones que se han convertido en una ventana de denuncias. No la ventana que descubre el mar. Es la ventana por la que es posible dejar colar:

“De tan alto sentimiento patriótico nos hemos transformado en decadentes, y jugamos con la vida como a la gallinita ciega (…) ya sé que un exiliado tiene hasta la tumba prohibida”.

La isla, ese terrón que antes era de azúcar y ahora es un coágulo de amargura, tiene en la voz de la narradora esta imagen: “Un país obsesionado con obtener riquezas de la miseria”.

El desarraigo no termina de borrarse de la lengua. Raspa la palabra, relata su condición de extraña: “Vivir en el exilio aguza el estado onírico”. Los sueños se hacen más reales, más diarios, más nocturnos, más siempre. Se sueña para despertar en medio de una pesadilla.

Y como todo estado policial con las características de Cuba u otro país que haya pasado o pasa por esta terrible experiencia: “…cada escritor tiene un policía asignado”, y los castigos para quienes se “portan mal” se convierten en primera persona, como en el caso del Nihilista: “Estuvo siete años entre premios, interrogatorios, cárceles, autoencierros, disidencia y reintegración”.

Y como si el cierre de la novela fuese un calco de lo que acontece en pleno siglo XXI en alguna región muy cercana, se pregunta: “¿No ven que me ido quedando sin amigos? Se me fueron, se me van, y apenas puedo hablar de ellos en voz alta, y debo fingir que no me alegro cuando les va bien y tienen trabajo, y reúnen unos quilitos (dinero), y tal vez regresen de visita, pero ya no viven aquí, ya no estamos juntos en el día a día, ya no existe más el “vamos a casa de fulano”, porque fulano, sutanejo y esperancejo se fueron a Miami, o a México…”.

Zoé Valdés cierra la ventana que daba a su mar con esta oración:

“Ella viene de una isla que quiso construir el paraíso”.

“La sombra del terror” de Braulio Barreto (“Barretico”)

Alberto Hernández

En este libro la ficción no existe:

No se trata de la recreación de un imaginario convertido en arcadia del espíritu. Es el testimonio de una larga aventura donde los hombres eran lobos del hombre. Es el testimonio de un hombre que asumió la experiencia de perseguir por encargo, de silenciar por mandato y obediencia a quienes se oponían a los designios del poder.

Una máscara cubrió durante diez años un pedazo de nuestra historia política contemporánea. Un rostro sudoroso bajo esa tropical eufonía del silencio y la muerte. Una cara que crecía en la pupila opaca de quien se ocultaba para favorecer su violencia.

Marcos Pérez Jiménez bailó el vals de esta historia durante casi dos duros lustros en los que la persecución y el crimen dominaron el escenario de Venezuela.

En este libro hay un hombre que cuenta lo que hizo para sostener el poder de ese hombrecito en Miraflores. Un hombre que lideró la tortura, el miedo e hizo de esta experiencia una forma de vida.

No es la primera vez que Braulio Barreto se relata como ejecutor de órdenes emanadas del corazón de la terrible Seguridad Nacional, donde era agente. No es la primera vez que se desnuda en público para testimoniar el infierno del cual fue protagonista, desdelas manoplas de Pérez Jiménez y Pedro Estrada.

Este libro no es literatura:

Este libro es un acto solitario donado por la prisión. Es un gesto desde un pequeño espacio donde purgó condena luego de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez.

Este libro es el testimonio de un “esbirro” (entrecomillado porque el mismo personaje me pidió que lo calificara de esa manera) que hacía también labores de espionaje. Es el relato vívido de un policía del régimen dictatorial, despojado de vocación literaria. Es un libro donde quien cuenta es también una víctima, pero no porque él lo digo sino porque esos diez años lo hicieron víctima de su propia obediencia.

Es también un libro que se aventura a desnudar y a destapar la podredumbre de un lugar bastante alejado de los asuntos del espíritu. Este libro es un pedazo de país, de ese país que un día perteneció a la muerte y al miedo. Es el mismo país que hoy llevamos muy adentro, pero matizado por miedos menos profundos. Es el país que siempre hemos estrenado, atornillado al olvido.

En este libro no hay poesía:

En este libro nos encontramos con aquellos venezolanos que se graduaron: unos, de asesinos, traidores, cobardes. Otros, de cómplices, taberneros de un régimen que aún suena sus copas en los dientes de la estupidez. También es el país de quienes transitaron un tiempo de martirios. Es un país del asco, de muchos sinsentidos. Un país hecho mofa y carcajada enferma.

En este libro de Braulio Barreto uno se encuentra en la herencia que siempre nos convierte en pesadillas de nosotros mismos. Un libro para reconocernos, para vernos en el rostro de hoy de un hombre que no ha querido guardar silencio, porque aún los fantasmas lo llaman desde el pasado.

Braulio Barreto es un hombre que dejó el miedo colgado en el armario. En estas páginas nos topamos con él y nos llenamos de respuestas.

Maracay, 1999 (Texto/ prólogo a la edición de Impresos Urbina)

La semana del odio

Alberto Hernández

Sí, era un día luminoso, recuerda Winston Smith. Lo era, no lo puede negar por la visibilidad que le permitía el sol: la inmensa pantalla del “Big Brother” no le quitaba la mirada de encima. Y si el ambiente hedía a podrido, “a legumbres cocidas y a esteras viejas”, en el ambiente nacional se respiraba la llegada de la “Semana del Odio”, encabritante evento en el que participan Rafi Ramírez, con su magnífica dicción desde el patio de Jose en el estado Anzoátegui, y el teniente Diosdy Hair, con su espada de palo siempre dando, quienes ahumados por la gratificante atmósfera de la ciudad despejan el camino a quien madura sobre su silla monárquica.

Es la Semana del Odio, que ya son décadas de mucho odio contra quien apela al uso de la protesta, la rabia y la disidencia contra las tropelías del Gran Hermano, el ojo que nos mira desde paredes públicas, ventanas, árboles, sanitarios, oficinas, iglesias, embajadas, consulados, consultorios, esquinas, ministerios, cines, comandos policiales y cuarteles militares, etc.

La Semana del Odio. Buen slogan para no dejar de leer “1984”, de George Orwell, la novela que fija como un cartel lo que exactamente ocurre en Venezuela.

Finalmente, Winston Smith no soporta tanta presión y grita enloquecido, al final de la novela y la semana o de todas las semanas del odio, que apoya al régimen, vencido por la manipulación y las amenazas. Así ocurre con algunos mendicantes y mendrugueros que se hacen pasar por demócratas y lucen sus atuendos de “middle class” en sus urbanizaciones mientras venden productos alimenticios a altísimos precios. Y luego salen con banderitas. Los típicos colaboracionistas.

De la política, la cursilería y el odio

Alberto Hernández

1.-

Tengo sobre mis rodillas el pesado tomo del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, mi muy fiel “mata burro”, como decían algunos viejos maestros de la otrora escuela venezolana, la que nos enseñó a usar ese libraco en el que a veces nos ahogamos y otras salimos ilesos. Y que me desmienta desde su lejanía mi querido profesor Manuel Bermúdez, quien también hacía lujo de estas costumbres lingüísticas.

Pues bien, con el recuerdo y el dolor (por los ausentes y por los que siempre estarán frente a nuestros ojos) de tener que repasar de nuevo las grietas de este país, resuelvo consultarlo para sacarme de dudas y establecer un contacto afectivo con quienes tienen asuntos pendientes con los significados y usos del bello idioma español, tan caro a nuestros orígenes, aunque algunos renieguen de él y se crean chinos.

Pues bien, vuelvo y digo, la Política (con mayúscula) es, según nuestro gran libro: “Arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los Estados. // Actividad de los que rigen o aspiran a regir los asuntos públicos.// Cortesía y buen modo de portarse.// Por extensión, arte o traza con que se conduce un asunto o se emplean los medios para alcanzar un fin determinado”.

De la cursilería (con minúscula) explaya: “Acto o cosa cursi. // Conjunto o reunión de cursis”. También se puede decir “cursería”. Cursi: “Dícese de la persona que presume de fina y elegante sin serlo// Aplícase a lo que, con apariencia de elegancia o riqueza, es ridículo y de mal gusto. // Dícese de los artistas y escritores, o de sus obras, cuando en vano pretenden mostrar refinamiento expresivo o sentimientos elevados”.

Y ahora Odio (siempre con mayúscula porque hace mucho daño): “Antipatía y aversión hacia alguna cosa o persona cuyo mal se desea”.

2.-

Tres palabras que hoy están de moda, pero no sólo de moda sino que se aplican con toda su crudeza y fuerza, como para desmoronar conductas y acabar con la vida de una persona o de un país. La política, es bien sabido, es la realización de los asuntos del Estado. Es decir, construir un estado para que funcione. Un estado se construye con política, con inteligencia, con las habilidades de los seres humanos. Para que pueda haber equilibrio social, económico y cultural. Es decir, la política arropa todos esos aspectos. Recordemos a los griegos, quienes nos dotaron de las herramientas que hoy conforman el mundo Occidental. Sin ahondar, para no confundir a quienes dicen que la lectura hace daño a los ojos y a la mente.

De la cursilería, sálvanos señor. Suele aparecer producto del azucaramiento de muchos espíritus livianos, muy sensibles a cualquier motivación superficial. O por algún rasgo de ignorancia. La cursilería abunda en nuestro acontecer por los discursos que se han entronizado en nuestro ser colectivo. La política ha caído en esa trampa. De modo que política y cursilería muchas veces se dan la mano y pasean felices por todo el estamento nacional.

3.-

El odio, esa cosa purulenta que crece en el espíritu humano, sólo humano, porque los tigres ni las moscas odian. Odian los humanos. Porque el odio es un acto de inteligencia. Se elabora la tesis y sobre ella se aposenta el sentimiento aversivo. El instinto no crea el odio, lo disipa. La inteligencia acapara los sentimientos, los amontona, los hace una masa y allí se concentra el odio, como podría concentrarse la alegría, el amor, las ganas de comer chocolate o de acostarse con una mujer o un hombre.

No es preciso devanarse los sesos para entender que estamos metidos en un verdadero problema, porque la política (con minúscula), la que suele ser apostillada como “politiquería”, anda amigada con el odio. Cuando se junta el poder, en este caso esa política, y el odio, las familias o los países (total, son una familia) entran en crisis en conflictos. Aparece la violencia que es la sustitución de la Política. El odio se hace presente. Y los regímenes que lo sembraron no lo pueden controlar o detener, como no pueden controlar o detener las distorsiones de la economía. Inventan, en consecuencia, leyes inútiles e ilegales para tratar de contener el desbocamiento de la brutalidad provocada por la “política” de quien gobierna o dice gobernar.

Queda a un ladito la cursilería porque es tan inane que quien no sepa leer o entender la ética, la estética o la política, se dedica a decir sandeces, mientras el mundo afectivo se les viene encima.

“Leo”, el exilio y mi padre

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

Mi padre murió el 26 de octubre de 1968 en Guacara. Unos meses antes, en Valle de la Pascua, mi primo Carlos Hernández, para aquellos días teniente de la Efofac, le había regalado el libro “Leo Más allá de la anécdota”, escrito por Eduardo Montes y publicado por Ediciones Casa de la Cultura de Los Teques, estado Miranda, ese mismo año de 1968.

Recuerdo que mi padre, Baltazar Hernández Loreto, se empeñó en que yo lo leyera. Siempre, mucho antes de saber de Leoncio Martínez a través de esas páginas, él hablaba del poeta y humorista como si lo conociera. Me decía de sus dibujos en “Fantoches”, de sus textos humorísticos, pero sobre todo de su poesía.

También me decía de su rencor contra Rafael Caldera, quien se sintió ofendido por “Leo” y le dio una paliza al también periodista y escritor venezolano, agresión que lo llevó a la muerte, porque el autor de “Balada del preso insomne” nunca se pudo recuperar de los golpes recibidos por las hordas universitarias del FEI.

2.-

Es un librito de 45 páginas, un opúsculo, una joyita que conservo no sólo por Leoncio Martínez, a quien siempre he admirado, sino por el gesto que representó el que mi primo, un joven militar, le haya obsequiado esas páginas a mi padre. Y que él, mi padre, me lo haya acercado como parte de una herencia, pues está en mi poder, no porque yo quiera retenerlo sino porque ese libro es mi padre y él me lo confió.

Eduardo Montes cuenta parte de la vida de Leoncio Martínez, un autor cuya inteligencia define el carácter seriamente festivo y analítico del intelectual venezolano que pasó por la angustia de una terrible dictadura como la de Juan Vicente Gómez. Y quien no tenía temor de burlarse del poder, cuestión que le costó persecución y cárcel.

Por esa razón mi viejo, que no murió viejo, lo tenía tan cerca. Igual solía hablar de Francisco Pimentel, “Job Pim”, una suerte de “partner” de “Leo”. Un par de jodedores, cultos jodedores de una Venezuela terrible, muy parecida a la que nos circula por las venas hoy.

Mi hermano mayor, Hernán Hernández Marrero, lo conservó un tiempo. Solía declamar los versos de Leo, suerte que tuvo de estar cerca de esa poesía conversada que aprendió a declamar con los sonidos del violín del poeta Ángel Eduardo Acevedo en sus tiempos de estudiante en Valle de la Pascua, antes de marcharse a San Juan de los Morros.

Pero el libro me quedó a mí. Y desde ese mismo año lo he cargado en el morral, que es mi casa. Se me pierde, lo encuentro, lo extravío entre tantos libros y vuelve a aparecer, como hoy cuando les cuento esta historia que siempre me conmueve, porque así como “Leo” vivió el exilio a mí me tocó un poquito de eso a comienzo de los años 70, pero sin el dolor que sufrieron las generaciones anteriores en los tiempos de Gómez y Pérez Jiménez y el que viven muchos de nuestros compatriotas por la desgracia que le ha tocado sufrir a nuestro país desde 1999.

Tanto mi padre como Hernán solían leer en voz alta el poema “Balada del preso insomne”. Esa lectura me ha marcado siempre. Está en mis oídos. Está en este día a día que nos rasga en estos tiempos aciagos.

3.-

Para los lectores: Eduardo Montes no existió, era el seudónimo de alguien cuyo nombre no se ha sabido. Los trabajos que aparecen en el libro fueron tomados del diario El Nacional, según escribió en el preámbulo Benjamín Arocha, quien añadió:

“Que nos excuse el autor del documentado ensayo, a quien nos fue imposible localizar para pedir la debida autorización.

A Manuel Martínez y a Luis Peraza, fieles amigos y discípulos del humorista, le debemos el entusiasmo para que esta edición se lograra. Así como también nuestro reconocimiento a Iginio Yépez y a Gabriel Bracho Montiel”.

Seguidamente, una carta de Peraza a Arocha en la que agradece la publicación, y entre otras cosas: “Tu proyecto de llevar el folleto “Leo más allá de la anécdota”, escrito por Eduardo Montes para el gran diario “El Nacional”, es un acto de justicia venezolanista con ambición antialdeana”.

Una nota en la que Peraza cuenta episodios en los que Leo tiene presencia. Al final de la esquela, este trazo: “Como juego juvenil Manuel en Caracas y yo en Acarigua, empezábamos a reírnos de los caudillos tradicionales. Nosotros somos núcleos”.

El ensayo de Montes recoge la biografía de Leo. Pero el libro también contiene los poemas “Balada del preso insomne”, “El tren” y “Barataria”.

Un día, cuando toda esta locura pase, será necesario reeditarlo.

Aún oigo la voz de mi padre bajo el inmenso tamarindo de mi casa del Llano:

“¡Ah, quién sabe si para entonces,

ya cerca del año 2000

esté alumbrando libertades

el claro sol de mi país!”.

Queda a los lectores buscar este poema y leerlo completo con la fecha actual, con el mismo ánimo con que lo leía mi viejo antes, un poco antes de morir.

“Cultura y Coraje” en la voz de Malraux

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

El 28 de mayo de 1959, los griegos, hoy como siempre centro de nuestra cultura, inauguraron los “Sonidos y luces” en el Acrópolis. Para tal evento invitaron al escritor francés André Malraux, quien ofreció un muy corto discurso que contiene, si queremos ver, la savia de lo que realmente somos.

“El discurso ante el Acrópolis”, publicado por la editorial Sur de Buenos Aires en agosto de ese mismo año, complejo para nuestra política doméstica (comenzaba la vieja idea de Clístenes, a asomarnos electoralmente) y revelador en estos instantes en los que nos sacudimos entre contradicciones y pesadas sombras.

La voz de Malraux se oyó bajo las estrellas de Atenas. Se paseó el novelista por los nombres que han sostenido nuestras emociones creativas y anímicas, pero también políticas, porque en el fondo arte y política pueden andar juntos en la medida en que nos bañemos contra el dogmatismo y las secuelas de las torceduras históricas. Para consolidar esta afirmación, es preciso recordar a Pericles como lo ve el autor de “La condición humana”: “La gloria de Pericles –del hombre que fue y del mito que va unido a su nombre- es ser al mismo tiempo el más grande servidor de la ciudad, un filósofo y un artista”.

Abrevo en este discurso por dos cosas: para celebrar a Grecia y porque lo que en este momento vivimos es un episodio de la tragicomedia de siempre: dos rostros que se contraponen. Los que nos acompañan en cada uno de nuestros pasos.

La afirmación que le da título a esta crónica, viene a dedo, toda vez que a diario se nos pregunta acerca del comportamiento de quien escribe y describe la cotidianidad -la muy aborrecida rutina- pero también hace cabriolas con la literatura. Pues bien, el bien dotado escritor francés, quien fuera soldado (como Rilke) y político, no desdeñó –como muchos otros- los diversos temas que la existencia hace oportunos para saberse humano. Esa condición de uniformado y funcionario no lo apartó de sus angustias culturales y afectivas. En el discurso que venimos nombrando, Malraux dice: “A los delegados que me preguntaron cuál podría ser la divisa de la juventud francesa, he respondido “cultura y coraje”…porque la cultura no se hereda: se conquista. Pero se conquista de muchas maneras, cada una de ellas se parece a quienes la han concebido”. Por esa vía del reconocimiento de nuestro pasado cultural, no podemos dejar de decir que somos universales, por esa razón rechazamos etiquetas falsamente nacionalistas (¿chauvinistas?). Somos venezolanos en la medida de nuestra universalidad. O no somos, si nos afanamos en ser lo que otros quieran que seamos.

Ese chauvinismo, trocado en zapato roto, nos conduce a la angustia, la que dice Castro Leiva en sus brillantes ensayos. Si nos apegamos a la sacralidad histórica, devenimos fanáticos, aturdidos pájaros de mal agüero. Bien lo expresa Malraux en el discurso: “Gracias a la primera civilización sin libro sagrado, la palabra inteligencia quiso decir interrogación”. Que seamos preguntas, no respuestas. Que seamos preocupación para ser discusión. ¿Cuántas pérdidas en las sombras? ¿Cuántos golpes contra un muro con El Capital bajo el brazo? ¿Cuántos odios acumulados mientras se levantan Biblia, Corán o el Libro Sagrado de los Muertos? ¿Cuántos remordimientos con la Carta de Jamaica? Con esos avíos queda un espacio demasiado sensible pero dominado por la futilidad.

2.-

La política, una de las patas de la cultura griega, es suma de razonamientos, como lo es la estética o la ética. De nada nos vale solazarnos entre viejos papeles para terminar siendo carne para los depredadores: aniquilados con la más tierna de las sonrisas. Así como “el arte de lo posible” nos devana los sesos, así la estética. Desde ésta es posible la civilización, la que llevamos, no en la herencia, sino en los esfuerzos.

¿Cuántos mundos son necesarios para ubicarnos en algún rincón de este gran supermercado? Citamos de nuevo al francés: “Hablo de la nación griega viva, del pueblo al cual se dirige el Acrópolis antes de dirigirse a todos los demás, pero que dedica a su propio futuro todas las encarnaciones de su genio que irradiaron sucesivamente sobre Occidente el mundo prometeico de Delfos y el mundo olímpico de Atenas, el mundo cristiano de Bizancio y, por último, durante largos años de fanatismo, el solo fanatismo de la libertad”.

Ojalá podamos entender que desde el politeísmo helénico fue posible alcanzar una civilización. Ojalá podamos concebirnos plurales como mortales y no invencibles como simples mortales.

“Cultura y coraje”, única vía para la sobrevivencia. Que le pregunten a los pueblos que han pasado por guerras de exterminio. ¿Cuántos Museos del Prado escondieron los españoles para que los bombardeos no los borraran del mapa? Hubo coraje y valentía para salvar la cultura. Sin ella es imposible entender qué somos y hacia dónde nos dirigimos.

El reino de arena

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

Venezuela es un mapa arrugado sobre un charco de sangre. El país de los viejos caudillos retorna, gira como un carrusel, siempre regresa y se instala en el imaginario recurrente de quienes se encargan de trazarla, de revelar sus límites, de deshacerse del olvido para acomodar la tarima donde el populismo es la base de la demagogia.

Con ese espíritu ha sido escrita la novela “El reino de arena”, de Andrés Volpe, publicada por Oscar Todtmann Editores, Caracas, 2017.

El largo relato de Volpe deriva en una suerte de ensayo en el que la ficción roza la realidad, la del pasado y la del presente actual, porque siempre habrá un presente ataviado con el mal olor del pasado y con ciertos rasgos triunfalistas reservados al futuro. En el caso de Venezuela, todo lo que se afirme acerca del poder, fraguado por caudillos cuyos desenfrenos concluyen en la muerte, se asimila a los escrúpulos que podrían ser parte también de una añoranza: soñamos con el paraíso perdido, con el que siempre hemos fantaseado. Con el que solemos tener frente a nosotros como una vieja película muda.

Venezuela siempre será un regreso a la ilusión. A un reino que jamás ha sido liberado, a los feudos que nunca han sido desterrados del inventario colonial. Las páginas de Volpe nos llevan a sabernos protagonistas o testigos de aquella Venezuela en la que las guerras, desde las de Independencia, pasando por las del siglo XIX, nos trajeron a ésta en la que Bolívar continúa montado en su caballo blanco dando órdenes y gritando sobre las cabezas de un grupo de soldados y mercenarios.

Novela que refleja la Venezuela de la Guerra Federal, las de los liberales amarillos, la de Zamora, los Monagas, Crespo o Castro y la última de Juan Vicente Gómez, y tocada por la asignación de los nombres que hoy creen cabalgar en ese caballo que mira hacia otro lado. Esta borrosa capitanía general fue y es una rueda sin fortuna.

2.-

Venezuela es un mapa cuyos trazos borrosos animan a pensar que aún no ha consolidado su presencia en el concierto de las naciones, como suelen decir los diplomáticos e historiadores. Venezuela, desde estas páginas, es la imagen de una gran torta de la cual cada quien toma un pedazo. El federalismo fue un zumbido en el cerebro. Los andinos, los llaneros, los capitalinos, los zulianos, todos ellos, funcionarios del pasado remoto y del presente instalado en nuestras grietas, conforman el rompecabezas de una nación a punto de extinguirse o de refundarse como república. La ficción suele estar más cerca de la realidad que la realidad de la ficción.

Hoy, queda revisar los viejos cuadernos, los antiguos apuntes para poder entender que este país es la novela que el joven novelista Andrés Volpe ha puesto ante nuestros ojos.

Es el relato de una permanente confrontación. La narrativa de un cuestionamiento inacabable, porque la vida y la muerte siempre han encarado sus diferencias y las han usado como epitafio.

Los nombres de los vivos y los muertos en esta novela son los mismos nombres de los vivos y los muertos que nos han tocado conocer y enterrar. Desde la muerte de Bolívar hasta la agonía política de Nicolás Maduro. Desde la mitológica batalla de Santa Inés de Ezequiel Zamora hasta la canonización de Hugo Chávez. Desde el epiléptico Páez hasta el retaco Marcos Pérez Jiménez. Desde el brujo Guardajumo hasta aquel invento llamado el Negro Antonio. Desde el loco Funes hasta cualquier otro sociópata que se nos atraviese en el camino, Venezuela sigue siendo tierra de caudillos y engendros populistas. Parcelas de dictadores y delincuentes comunes. Ayer a caballo, hoy en motos. Ayer en barcos, hoy en aviones privados o arrancados del erario público.

Los años de democracia sirvieron de semillero para que estos sombríos personajes decidieran dividirse el país en caseríos, hatos, fincas, reinos, fundos, cuarteles, comandos, prostíbulos, regimientos y otros sustantivos que tocan la costumbre militar y la de sus aduladores.

3.-

Un reino en la costa cuyo jefe “revolucionario” enfrenta a los republicanos, a quienes acusa de caníbales. Cada región tiene un jefe caudillo. Cada caudillo tiene un ejército. Cada ejército está formado por asesinos, locos y desmirriados que delatan, traicionan o dan la vida por el analfabeta que los oprime. Medina, el “mocho” Medina, heredero de un tal Pinto, gobierna el reino de la costa. Caracas y las ciudades más cercanas han sido destruidas por las locuras de los revolucionarios bolivarianos. En los Andes andan otros que se reparten botines y alijos. Ciudades que ahora están en manos de los republicanos. Los enemigos externos, calificados de caníbales, suerte de metáfora del Imperio o de otros enemigos de la revolución, son sólo parte del discurso de quien se dice el mandamás de la libertad.

Esta es una novela que permite en el lector dos viajes: uno hacia el pasado y otro hacia el presente que vive en nosotros, sin descontar la posibilidad de que el futuro asome su hocico como una alternativa de salvación.

Es una novela apocalíptica en la que tanto distopía como utopía se pelean sus espacios. Un relato donde la desesperanza tiene asidero en el terror, en las torturas, cárceles y abusos de quien se dice el hijo heredero de un legado. Un país hiperbolizado, un país forjado por la exageración; un símil le ofrece a la realidad el sostén de su existencia.

Una novela que destaca un referente en unas mariposas amarillas que representan la muerte. El realismo mágico tiene sello en tres o cuatro momentos en el que las mariposas aparecen y podrían sortear sus vuelos en un homenaje a quien las creó en el trópico colombiano, ese Mauricio Babilonia que encarnó en García Márquez.

Una novela que nos exprime. Podrían sobrarle algunos relatos, pero que también sirven para sostener la posibilidad de un nuevo intento para que el lector imagine su destino personal. La realidad, como la lectura, es un experimento. La ficción es su sostén.

Y así como “Los desconsolados iban a la playa y le agregaban lágrimas al mar”, también –como cierre- tener en cuenta que “Este reino de arena sería despertado entre fuego y alarmas una vez que yo irrumpiera entre el silencio de la noche para dar comienzo a la misión”.

Y la misión es la libertad. Salir de un régimen de oprobio acompañado de todos los personajes, los vivos y los muertos, que respiran o se pudren en el imaginario de una historia que se prevé interminable.

Santos Michelena, El Estadista Liberal

Alberto Hernández

Crónicas del Olvido

1.-

Sostuvo la nota con mano firme. Un frío momentáneo lo hizo respirar un poco más agitado y profundo. “Retírese de la Cámara con cualquier pretexto”, decía el papelito que alguien le entregara en una suerte de solidaria y anónima advertencia.

El 24 de enero de 1848, el Congreso Nacional fue asaltado por facciones del presidente Monagas. En medio de la violencia resultó herido de gravedad Santos Michelena, quien venía de una larga jornada aún sentida en el país de hoy. Aquella República desapareció entre las heridas que el diplomático y estadista sufriera en su cuerpo, las cuales no tuvieron tiempo de cicatrizar. Cuarenta y ocho días después, el 12 de marzo, moriría escondido en la misión británica en Caracas.

Esta breve reseña es recogida por Simón Alberto Consalvi en las últimas páginas de su libro “Santos Michelena, el Estadista Liberal”, para cerrar el ciclo de un país que, como dijo Robert Ker Porter, tuvo en Michelena al “único hombre con capacidad, rectitud y conocimientos suficientes para desempeñar las complejas carteras de Hacienda y relaciones exteriores, en los primeros años de la República”.

2.-

En efecto, Michelena lidió con ese tiempo. Cabeza visible del primer intento de liberalismo económico, este venezolano nacido en Maracay el 1º de noviembre de 1797, fue quien le dio forma a la Hacienda Pública de un país rural rodeado de conflictos. Las finanzas encontraron en Michelena al cerebro mejor organizado.

La diplomacia tiene en él al más conspicuo representante, toda vez que fue quien negoció con Colombia un tratado que aún sirve de acicate para intentar explicar los problemas con el vecino país. Pero como siempre, los intereses políticos, las mañas y las torpezas, no permitieron que el Congreso de la época aprobara las ideas de quien fuera asesinado en plena Cámara durante los sucesos de aquel fatídico 24 de enero.

Lúcido, Santos Michelena recorrió el polvo y las páginas de tantos caminos. Ese talento imprevisto fue truncado en pleno apogeo de sus facultades. Nadie movió un dedo para evitar el hecho de sangre en el recinto legislativo. Monaguistas y antimonaguistas lograron borrar a puñaladas los esfuerzos de un hombre poco dado a las lides políticas.

3.-

Con cincuenta años a cuestas, la muerte se posesionó de quien es motivo de estas líneas. Antes, Santos Michelena se había revelado al mundo como un excelente, polémico y astuto negociador. Después de haberse paseado por una adolescencia revolucionaria, al lado de las ideas de Bolívar, nuestro personaje se fue a Filadelfia en una especie de exilio de seis años que dedicaría al estudio. Dejó señas en la batalla de La Victoria. Sus huellas fueron a encontrarse con las luces de la democracia norteña, pespunteadas por Jefferson, Hamilton y Madison, “quienes habían diseñado una sociedad para el futuro, una república de ciudadanos iguales y libres”, como lo afirma Consalvi en su trabajo.

“Cuando la disminución proviene del aumento del contrabando, puede ponerse remedio de dos modos: disminuyendo la tentación del contrabando, y aumentando la dificultad de hacerlo. La tentación se disminuye rebajando los derechos, y la dificultad se aumenta con el sistema de la administración más propia para impedir el fraude”, palabras de Michelena inspiradas en el pensamiento del autor de “La riqueza de las Naciones” y que servirían para darle cuerpo a un nuevo régimen de importaciones y borrar el de los tiempos coloniales. Pozo de reflexiones que serviría para encarar al Congreso de la Gran Colombia, adonde llegó por instancias de José Rafael Revenga, en 1825. Su talento de hombre de estado quedó sellado en esa jornada.

4.-

Negocia y discute con los neogranadinos, por los años 1833 y 1834, los problemas fronterizos con Venezuela. Así, el 14 de diciembre del año 33, Michelena y Pombo suscriben el “Tratado de Amistad, Alianza, Comercio, Navegación y Límites”, pero como dejó escrito José Gil Fortoul, no fueron tan afortunados estos pactos como la ventajosa convención sobre la deuda. Para Santos Michelena, la solución al problema limítrofe fue todo un éxito, pero como siempre, encontró los obstáculos internos que dieron al traste con el contenido de sus ideas.

De esta manera lo advierte Gil Fortoul:

“Una simple mirada al mapa demuestra que los congresos venezolanos, de 1836 a 1840, cometieron un error negándole al Ejecutivo la autorización de reabrir negociaciones diplomáticas, para modificar ventajosamente, o aceptar como estaba, el Tratado Michelena-Pombo, cuyas estipulaciones, en todo caso, resultan más favorables que la frontera del laudo, pues ésta, en el norte, no empieza ahora sobre la costa del mar de las Antillas sino dentro del golfo de Maracaibo, y en el sur penetra hasta la vaguada del Orinoco, haciendo un ángulo entrante desde el Apostadero del Meta”.

Asunto este tan discutido, tan vapuleado, que hoy nos sigue causando dolores de cabeza. No entendieron a Michelena, no quisieron hacerlo. Finalmente, todo fue rechazado. Es decir, el país se rechazó él mismo. De un mordisco perdió un buen pedazo de territorio.

Como coda, el lamento. Este hombre es el pálpito de los errores y mezquindades de otros. La mano anónima que le hizo llegar el recado en el Congreso, seguramente confiaba en la sabiduría de Santos Michelena, aquel estadista liberal que aún sangra acorralado en la residencia del ministro del imperio británico de la capital de un país no muy lejano del siglo pasado, llamado Venezuela.

(Este libro fue publicado por la editorial La liebre libre. Maracay 1999)