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Moises Naim

¿Qué puede aprender Trump de Al Capone y Richard Nixon?

Moises Naim

"Me podría parar en medio de la Quinta Avenida en Manhattan y dispararle a alguien y aun así no perdería votos” afirmó el actual presidente de Estados Unidos cuando aún era candidato. Probablemente tenía razón entonces y hoy seguramente aun cuenta con un gran número de incondicionales seguidores.

Esto no quiere decir que Donald Trump sea invulnerable. Su estadía en la Casa Blanca puede verse truncada por una masiva revuelta política o por un proceso judicial que conduzca a su destitución.

Esto último es más probable que el primero. Es sorprendente la frecuencia con la cual, en Estados Unidos, gobernadores y alcaldes, congresistas, miembros del gabinete ejecutivo y otros altos funcionarios públicos pierden su cargo por incumplir alguna ley. Ni siquiera los presidentes han sido inmunes a estos catastróficos accidentes legales.

Estos accidentes suelen ocurrir cuando un político o gobernante trata de encubrir un delito “menor” u ocultar una conducta que daña su reputación. Al intentar ocultarlo miente bajo juramento u obstruye la justicia, cometiendo así un delito más grave que el que intenta esconder. “Lo que te hace caer no es el delito, es su encubrimiento” es una frase que se oye regularmente en los círculos del poder en Estados Unidos (y que es ignorada con sorprendentemente frecuencia).

Esto le pasó a Richard Nixon, quien renunció justo antes de ser destituido por obstruir la justicia cuando intentó esconder su participación en el caso Watergate. Y también le pasó a Bill Clinton, quien fue acusado de mentir cuando fue interrogado bajo juramento sobre su relación con Mónica Lewinski. La cámara de diputados votó a favor de su destitución como presidente, pero el senado lo absolvió, permitiéndole así terminar su periodo presidencial.

Esto mismo le acaba de pasar al gobernador de Alabama, Robert Bentley, quien tuvo que renunciar al ser acusado de mentir y usar recursos públicos para ocultar la relación extramatrimonial que mantuvo con su asesora política. De nuevo, los esfuerzos por esconder su conducta, y no la conducta en sí, fueron la causa de su salida del poder. Lo mismo le pasó al general Michael Flynn, el consejero para la seguridad nacional nombrado por el presidente Trump. Flynn batió un record al solo durar 20 días en el cargo. Tuvo que renunciar al descubrirse que sus conversaciones con el embajador Ruso en Estados Unidos habían incluido la posibilidad de aliviar las sanciones económicas impuestas a Rusia por haber invadido Crimea y agredir a Ucrania. Las conversaciones con el diplomático Ruso no fueron la causa de la salida de Flynn sino el haber mentido sobre el contenido de esas conversaciones.

Los casos del gobernador Bentley y del General Flynn son solo los ejemplos de esta semana y del mes pasado, pero la lista de poderosos que dejan de serlo al tratar de encubrir relaciones sexuales escandalosas, el tráfico de influencias, actos de corrupción, el uso indebido de recursos públicos, o la responsabilidad en decisiones erradas es increíblemente larga. Donald Trump haría bien en aprender la lección que se deriva de esta lista.

La otra lección que debería tener muy presente es que el dinero deja huellas. Es por eso que “seguir el dinero” se ha convertido en otra popular consigna en Washington. Trazar los orígenes y los intermediarios, las contraprestaciones y todos los movimientos de fondos es la mejor manera de encontrar las vulnerabilidades de los poderosos. En Estados Unidos, las relaciones sexuales escandalosas y el manejo indebido del dinero son las dos razones más frecuentes por las cuales se estrellan los lideres políticos..

“Seguir el dinero” fue la consigna que finalmente llevo a Al Capone a la cárcel, por ejemplo. El gángster más famoso del Siglo XX fue acusado de todo tipo de crímenes, incluyendo 33 asesinatos, pero nunca se le pudo comprobar nada. Solo cuando las autoridades pudieron probar que había evadido el pago de impuestos Capone pudo ser condenado a una larga pena en prisión.

La semana pasada, la agencia de noticias Associated Press reveló que Paul Manafort, el jefe de la campaña electoral de Donald Trump entre marzo y agosto del año pasado, recibió 1.2 millones de dólares de un grupo político pro-ruso basado en Ucrania. Manafort, quien inicialmente dijo que el informe era falso, ahora acepta haber recibido el dinero, pero alega que fue el pago de sus honorarios. Se sabe que el FBI está investigando a Manafort por sus posibles contactos con agentes rusos que podrían haber estado apoyando la campaña presidencial de Donald Trump.

También se sabe que Donald Trump se ha negado a mostrar sus impuestos. Es difícil que esos documentos no se hagan públicos y que cuando eso suceda “seguir el dinero” que allí se muestra puede ofrecer interesantes revelaciones.

Trump haría bien en pensar cómo fue que se hundieron Al Capone y Richard Nixon.

@moisesnaim

¿Está loco Trump?

Moises Naim

Llevo años estudiando el poder y a quienes lo tienen o lo han tenido. Mi principal conclusión es que, si bien la esencia del poder –la capacidad de hacer que otros hagan o dejen de hacer algo– no ha cambiado, las maneras de obtenerlo, usarlo y perderlo han sufrido profundos cambios. Otra observación es que la personalidad de los poderosos es tan heterogénea como la humanidad misma. Los hay solitarios y gregarios, valientes y cobardes, geniales y mediocres. Sin embargo, a pesar de su diversidad, todos tienen dos rasgos en común: son carismáticos y vanidosos. Según la Real Academia Española, carisma es "la especial capacidad algunas personas para atraer o fascinar". Los líderes carismáticos inspiran gran devoción e, inevitablemente, los aplausos, la adulación y las loas inflan su vanidad. Es fácil que la vanidad extrema se convierta en un narcisismo que puede ser patológico. De hecho, estoy convencido de que uno de los riesgos profesionales más comunes entre políticos, artistas, deportistas y empresarios exitosos es el narcisismo. En sus formas más moderadas, este narcisismo, el encanto consigo mismo, es irrelevante. Pero cuando se vuelve más intenso y domina las actuaciones de quienes tienen poder, puede ser muy peligroso. Algunos de los tiranos más sanguinarios de la historia mostraron formas agudas de narcisismo y grandes empresas han fracasado debido a los delirios narcisistas de su dueño, por ejemplo.

La Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos ha desarrollado criterios para diagnosticar el narcisismo patológico. Lo llama “Desorden de Personalidad Narcisista” y, según las investigaciones, las personas que lo padecen se caracterizan por su persistente megalomanía, la excesiva necesidad de ser admirados y su falta de empatía. También evidencian una gran arrogancia, sentimientos de superioridad y conductas orientadas a la obtención del poder. Sufren de egos muy frágiles, no toleran las críticas y tienden a despreciar a los demás para así reafirmarse. De acuerdo con el manual de la organización de psiquiatras estadounidenses, quienes sufren de DPN tienen todos o la mayoría de estos síntomas:

1) Sentimientos megalómanos, y expectativas de que se reconozca su superioridad.

2) Fijación en fantasías de poder, éxito, inteligencia y atractivo físico.

3) Percepción de ser único, superior y formar parte de grupos e instituciones de alto status.

4) Constante necesidad de admiración por parte de los demás.

5) Convicción de tener el derecho de ser tratado por los demás de manera especial y con obediencia.

6) Propensión a explotar a otros y aprovecharse de ellos para obtener beneficios personales.

7) Incapacidad de empatizar con los sentimientos, deseos y necesidades de los demás.

8) Intensa envidia de los demás y convicción de que los demás son igualmente envidiosos de él.

9) Propensión a comportarse de manera pomposa y arrogante.

Y ahora hablemos de Donald Trump.

No hay duda de que el actual presidente de Estados Unidos exhibe muchos de estos síntomas. ¿Pero lo inhabilita eso para ocupar uno de los cargos de mayor responsabilidad de nuestro planeta? Un grupo de psiquiatras y psicólogos cree que sí. Enviaron una carta a The New York Times en la cual señalan:

“Las palabras y las acciones del señor Trump demuestran una incapacidad para tolerar puntos de vista diferentes a los suyos, lo cual lo lleva a reaccionar con rabia. Sus palabras y su conducta sugieren una profunda falta de empatía. Los individuos con estas características distorsionan la realidad para adaptarla a su estado psicológico, descalificando los hechos y a quienes los transmiten (periodistas y científicos). En un líder poderoso, estos ataques tenderán a aumentar, ya que el mito de su propia grandeza parecerá haberse confirmado. Creemos que la grave inestabilidad emocional evidenciada por los discursos y las acciones del señor Trump lo incapacitan para desempeñarse sin peligro como presidente”.

Esta carta es, por supuesto, muy controvertida. No solo por la posición que toma con respecto al presidente Trump, sino también porque viola el código de ética de la Asociación Americana de Psiquiatría. El código mantiene que no se puede diagnosticar a nadie –especialmente a una personalidad pública– a distancia. La evaluación en persona es indispensable. Sin embargo, en la carta los firmantes sostienen: “Este silencio ha llevado a que no hayamos podido ofrecer nuestra experiencia a periodistas y miembros del Congreso preocupados por la situación en tan críticos momentos. Tememos que haya demasiado en juego para seguir callando”. Alexandra Rolde, una de las psiquiatras que firmó la carta, le dijo a la periodista Catherine Caruso que su propósito y el de sus colegas no era diagnosticar a Trump, sino enfatizar rasgos de su personalidad que les preocupan.

Rolde no cree que se deba hacer un diagnóstico sin haber examinado al paciente, pero opina que es apropiado hacer ver cómo la salud mental de una persona puede afectar a otros o limitar su capacidad para desempeñarse adecuadamente.

Otros psiquiatras no están de acuerdo: “La mayoría de los aficionados que se han metido a hacer diagnósticos se han equivocado al etiquetar al presidente Trump con un desorden de personalidad narcisista. Yo escribí los criterios que definen este desorden y el señor Trump no encaja en ellos. Él puede ser un narcisista de categoría mundial, pero eso no lo convierte en enfermo mental, ya que no sufre de la angustia y la discapacidad que caracterizan un desorden mental. El señor Trump genera severas angustias en otras personas, pero él no las sufre y, más que penalizado, ha sido ampliamente recompensado por su megalomanía, egocentrismo y falta de empatía”.

Quien esto escribe es el médico psiquiatra Allen Francis, director del grupo de trabajo que elaboró la cuarta edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de Desórdenes Mentales. La sorpresa es que el doctor Francis va más allá de su especialidad. “Los insultos psiquiátricos son una manera equivocada de contrarrestar el ataque del señor Trump a la democracia. Se puede, y se debe, denunciar su ignorancia, incompetencia, impulsividad y afanes dictatoriales. Pero sus motivaciones psicológicas son demasiado obvias como para que tengan algún interés, y analizarlas no detendrá su asalto al poder. El antídoto contra una distópica edad oscura trumpiana es político, no psicológico”.

Una de las conclusiones del doctor Francis es fácil de compartir y otra menos. La fácil de aceptar es que más importante que la salud mental del presidente es la salud política del país. La capacidad de las instituciones para resistir los intentos de Trump de concentrar el poder es la batalla más importante que se libra en Estados Unidos. Sus resultados tendrán consecuencias mundiales. La otra conclusión de Francis es que la estabilidad mental de Donald Trump es irrelevante. No estoy de acuerdo. Trump lleva pocas semanas en la Casa Blanca y su conducta ya es causa de justificada alarma. Los problemas y frustraciones del presidente se van a agudizar. Y eso no es bueno para su salud mental.

@moisesnaim

http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/esta-loco-trump_8277

El populismo: manual para usuarios

Moises Naim

El populismo no es una ideología. Es una estrategia para obtener y retener el poder. Siempre ha existido, pero en los últimos tiempos ha reaparecido con fuerza, potenciada por Internet y por las frustraciones de sociedades abrumadas por el cambio, la precariedad económica y una amenazante inseguridad ante lo que deparará el futuro.

Una de las sorpresas del populismo es cuán comunes son sus ingredientes, a pesar de que los líderes que lo ejercen y los países donde lo imponen son muy diferentes. El populismo hoy reina en la Rusia de Vladímir Putin y en la América de Donald Trump, la Turquía de Recep Tayyip Erdogan y la Hungría de Viktor Orbán, entre muchos otros. En todos vemos cuatro tácticas principales:

Divide y vencerás. El líder y su gobierno se presentan como los defensores del noble pueblo —el populus— maltratado y atropellado. Los populistas se nutren del “nosotros contra ellos”: el pueblo contra la casta, la élite, la oligarquía, el 1% o, en Europa, contra “Bruselas” y en Estados Unidos contra “Washington”.

Los populistas más exitosos son virtuosos del arte de exacerbar las divisiones y el conflicto social: entre clases, razas, religiones, regiones, nacionalidades y cualquier otra brecha que pueda ser ensanchada y convertida en indignación y furia política. Los populistas no temen jugar con fuego y avivar el conflicto social; por el contrario, lo necesitan.

Deslegitimar y criminalizar a la oposición. Exagerar la mala situación del país y magnificar los problemas es indispensable. El mensaje central del populista es que todo lo que hicieron los gobiernos anteriores es malo, corrupto e inaceptable. El país necesita urgentemente cambios drásticos y el líder populista promete hacerlos. Y quienes se oponen a sus cambios no son tratados como compatriotas con ideas diferentes, sino como apátridas a quienes hay que borrar del mapa político.

La criminalización de los rivales es una táctica común de populistas y autócratas. Uno de los lemas más populares en los mítines de la campaña de Donald Trump fue “enciérrenla”, refiriéndose a la amenaza de encarcelar a Hillary Clinton. En Rusia, Turquía, Egipto o Venezuela estas amenazas contra líderes de la oposición no se quedan en eslóganes.

Denunciar la conspiración internacional. El populismo requiere de enemigos externos. Este es un viejo truco que, tristemente, suele dar dividendos políticos a corto plazo aunque luego acabe en tragedias. El enemigo externo puede ser un país —para el presidente Trump son China o México, por ejemplo— o un grupo. Víktor Orbán, el primer ministro húngaro, ha dicho que “los inmigrantes son violadores, ladrones de empleos y un veneno para la nación” y construyó un muro para mantenerlos fuera. Para Vladímir Putin, Estados Unidos estuvo detrás de las “revoluciones coloradas” que sacudieron a Europa oriental y llegaron a las calles de Moscú en 2011. Putin también denuncia regularmente a la OTAN.

Con frecuencia estos enemigos extranjeros suelen ser presentados como aliados de la oposición doméstica. Por ejemplo, el presidente de Turquía ha explicado que el fallido golpe de Estado en su contra el año pasado fue una conspiración orquestada por Fetulá Gülen, un clérigo musulmán radicado en Estados Unidos que tiene una amplia base de seguidores en Turquía. Según Erdogan, el golpe también contó con el apoyo de militares estadounidenses. Cuando a los populistas las cosas en casa les comienzan a ir mal suelen provocar conflictos internacionales que sirvan de distracción. Este es el gran peligro que significa tener a Donald Trump como jefe supremo de las fuerzas armadas más poderosas que ha conocido la humanidad.

Desprestigiar a periodistas y expertos. “¡Este país está harto de expertos!”. Así reaccionó Michael Gove, uno de los líderes del Brexit, ante un informe de varios economistas que documentaron los costos que tendría para Reino Unido la salida de la Unión Europea. Para Donald Trump no importa que el calentamiento global haya sido confirmado por miles de científicos. Él sostiene que es una conspiración de China. El presidente de EE UU también piensa que el autismo es causado por las vacunas y no le importa que esa sea una teoría completamente falsa.

Pero el desdén que tienen los populistas por la ciencia, los datos y los expertos no es nada comparado con el desprecio que sienten por los periodistas. Desprecio que en algunos países conduce a la cárcel, a las palizas y, en ciertos casos, al asesinato. El hecho es que tanto los científicos como los periodistas obtienen datos y documentan situaciones que suelen chocar con la narrativa que les conviene a los populistas. Y cuando eso pasa, nada es mejor que descalificar —o eliminar— al mensajero.

Ninguna de estas tácticas es nueva. Lo sorprendente es su actual renacimiento en un mundo donde se esperaba que la democracia, la educación, la tecnología, las comunicaciones y el progreso social hicieran más difícil su éxito.

@moisesnaim

Dictaduras 1 - Democracias 0

Moises Naim

En mi columna del 6 de marzo del año pasado escribí: “Si en 2000 la Corte Suprema fue la institución que en la práctica determinó quién sería el presidente de Estados Unidos, este año el gran elector podría ser el director del FBI, James Comey”.

Me equivoqué. El gran elector de estas últimas elecciones no fue el jefe del FBI. Fue Vladímir Putin.

Como se sabe, el FBI estaba investigando si Hillary Clinton había cometido un delito al usar su sistema privado de correo electrónico para enviar mensajes confidenciales. El jefe del FBI también dijo “…Sigo muy de cerca esta investigación y quiero asegurar que cuenta con todos los recursos que necesita, tanto de personal como tecnológicos…”

Hoy sabemos que mientras Comey y sus colegas estaban dedicando “todos los recursos” a los correos de Hillary Clinton, Vladímir Putin estaba llevando a cabo una masiva campaña destinada a impedir su victoria en las elecciones. El director de Inteligencia Nacional de Estados Unidos acaba de hacer público un informe preparado por la CIA, el FBI y la Agencia Nacional de Seguridad. Su título es Evaluando las actividades e intenciones de Rusia en las recientes elecciones de Estados Unidos. Está en Internet y sugiero que lo lea.

Estas son algunas de sus alarmantes conclusiones:

“En 2016 Vladímir Putin ordenó una campaña dirigida a influir en la elección presidencial de EE UU. Sus objetivos eran socavar la confianza del público en el proceso democrático, denigrar a Hillary Clinton y dañar su elegibilidad y potencial presidencia. También concluimos que Putin y el Gobierno ruso desarrollaron una clara preferencia por Donald Trump. Tenemos una alta confianza en estas evaluaciones”.

“La campaña de influencia de Moscú siguió una estrategia que combina operaciones secretas de inteligencia —como actividades cibernéticas— con abiertos esfuerzos por parte de agencias gubernamentales rusas, medios financiados por el Estado, terceras partes e intermediarios, así como activistas de medios sociales pagados o trolls”.

“Evaluamos con gran confianza que el GRU (inteligencia militar rusa) transmitió a WikiLeaks el material que obtuvo del DNC (Comité Nacional del Partido Demócrata) y de altos funcionarios demócratas”.

“Rusia también recaudó información de algunos objetivos afiliados a los republicanos, pero no llevó a cabo una campaña de divulgación comparable”.

En 2012, León Panetta, entonces secretario de Defensa de Estados Unidos, alertó de que su país corría el riesgo de ser víctima de un “Pearl Harbor Cibernético”. Así como Japón causó estragos cuando en 1941 atacó por sorpresa la base naval de Estados Unidos en Pearl Harbor, los actuales agresores pueden hacer algo parecido utilizando Internet. Según Panetta, en su versión contemporánea, un ataque cibernético por parte de un agresor extranjero podría inutilizar la red eléctrica del país, bloquear el sistema de transporte, hacer colapsar el sistema financiero, paralizar el Gobierno y así causar daños aún mayores a los que hubo en Pearl Harbor. Aunque este tipo de ataque cibernético masivo y simultáneo que preocupaba a Panetta aún no ha ocurrido, Estados Unidos ha venido siendo blanco creciente de ataques cibernéticos parciales con graves consecuencias. Organismos gubernamentales como todo tipo de empresas privadas han sido víctimas de estos ataques.

Pero este más reciente ataque de Rusia es diferente. Su propósito no fue dañar máquinas, armamentos y edificios sino las instituciones democráticas del país. El informe publicado por las agencias de inteligencia muestra claramente que Estados Unidos fue víctima de un Ciber-Pearl Harbor pero político. El ataque fue un intento de sesgar los resultados de las elecciones estadounidenses a favor de los intereses de una potencia rival: Rusia

El informe además nota que Putin seguramente seguirá utilizando esta estrategia en otras partes:

“Evaluamos que Moscú aplicará las lecciones aprendidas de la campaña dirigida por Putin contra las elecciones presidenciales de Estados Unidos en todo el mundo, incluso contra aliados estadounidenses y sus procesos electorales”.

En 2017, Alemania, Francia y Holanda tendrán elecciones cuyos resultados pueden alterar drásticamente la Unión Europea. Putin nunca ha ocultado su desdén por el proyecto de integración europea o por su alianza militar, la OTAN. Donald Trump tampoco. Y en todas las elecciones europeas se ha hecho común la participación de candidatos que abogan por la salida de su país de la Unión Europea y que son críticos con la OTAN. Eliminar las severas sanciones económicas que Europa y EE UU han impuesto a Rusia en represalia a su invasión de Crimea es una prioridad para Putin. Hasta ahora no ha podido. Veremos si gracias al ataque cibernético y a la elección de candidatos partidarios de eliminar las sanciones lo logra. Estos candidatos seguramente tendrán furtivos apoyos que nos recordarán las tácticas expuestas por el informe de las agencias de inteligencia estadounidenses.

La paradoja en todo esto es que, a pesar de que Estados Unidos es el indiscutible líder mundial en las tecnologías de la información necesarias para librar ciberguerras, se encuentra en clara desventaja para enfrentarse en este terreno a regímenes autoritarios y democracias no liberales. Sus rivales autoritarios no tienen las limitaciones legales, institucionales y políticas, el control y los equilibrios, de una democracia.

Pero las democracias saben aprender de la experiencia. En 1941 todos entendieron qué pasó en Pearl Harbor. Eso llevó a Estados Unidos a reaccionar y terminó derrotando a Japón. Queda por ver cómo reaccionarán EE UU y Europa al menos visible, pero más peligroso, Ciber-Pearl Harbor político del cual son víctimas.

@moisesnaim

El País

Enero 29, 2017

http://internacional.elpais.com/internacional/2017/01/29/america/1485645294_854875.htmll

Trump en Guantánamo

Moises Naim

En 2007, el candidato presidencial Barack Obama prometió que una de sus primeras medidas sería clausurar la prisión en la base militar de EE UU en Guantánamo, Cuba. Ya como presidente lo intentó varias veces y de diversas maneras. Ninguna funcionó. Después de ocho años demandato, Obama deja la Casa Blanca y la prisión sigue allí.

Donald Trump tendrá muchas frustraciones como la de Barack Obama con Guantánamo. De hecho, en el mundo de hoy eso es lo normal. Los presidentes, aun en los países más autoritarios, confrontan más limitaciones que nunca para hacer todo lo que quieren. Se podría llamar el síndrome de Guantánamo.

Si bien la incapacidad de los presidentes para cumplir con lo que prometen es lo normal, Trump tendrá una dosis anormalmente alta de promesas incumplidas y deseos insatisfechos. Esto es paradójico, ya que este nuevo presidente va a contar con el apoyo de un Congreso dominado por su partido y una Corte Suprema inclinada a su favor. Pero esto no será suficiente para compensar las otras fuerzas que van a limitar su capacidad para llevar a cabo lo que ha prometido. Extraditar a millones de inmigrantes indocumentados, vetar la entrada de musulmanes al país, reemplazar por completo la reforma sanitaria impulsada por Obama, obligar a México a pagar por el muro que él pretende construir en la frontera entre los dos países o autorizar el uso de la tortura son algunas de las promesas que Trump no podrá cumplir.

Los obstáculos políticos, las restricciones fiscales, los límites impuestos por la economía y la política mundial, la inexperiencia y el estilo personal del presidente y, sobre todo, los tribunales serán la fuente de muchas frustraciones para la Administración que se acaba de estrenar en Washington.

Trump descubrirá, por ejemplo, que algunas de sus iniciativas no cuentan con la simpatía de sus partidarios en el Congreso. Los senadores y congresistas republicanos no son un bloque monolítico, y su apoyo al presidente no es automático ni está garantizado. Muchos líderes republicanos, por ejemplo, no comparten la sospechosa afinidad de su nuevo presidente con Putin y quieren una línea dura hacia Rusia. Recientemente, en el Senado, Marco Rubio presionó a Rex Tillerson, el candidato a secretario de Estado, para que reconociera públicamente que el líder ruso es un criminal de guerra.

Trump también descubrirá que el Congreso no le va a aprobar todo el dinero que sus costosos planes requieren. Además, el presidente quiere rebajar los impuestos, lo que hará que la brecha entre ingresos y gastos del Gobierno crezca significativamente. El déficit fiscal será una espinosa fuente de fricciones entre Trump y sus compañeros de partido, que tienen posiciones mucho más conservadoras con respecto al gasto público. El mundo tampoco le va a poner las cosas fáciles. No solo hay tratados y alianzas internacionales de los cuales EE UU no podrá zafarse fácilmente, sino que además las posiciones más radicales de Trump provocarán reacciones de otros países que limitarán las opciones de la Casa Blanca. Sus políticas también pueden tener efectos inesperados que harán difícil su implementación.

México es un buen ejemplo. Durante el Gobierno de Obama, el número de mexicanos que viven ilegalmente en EE UU se redujo en un millón con respecto al máximo que alcanzó durante la Administración de George W Bush. Pese a ello, Trump planea construir un muro de 3.000 kilómetros a un costo estimado en 25.000 millones de dólares. Pero al mismo tiempo que propone el muro, también propone medidas que van a hacer que más mexicanos busquen la manera de llegar a Estados Unidos como sea. Aun antes de tomar posesión, Trump ha creado un ambiente que ya ha debilitado la economía mexicana (el peso se ha devaluado y varias empresas han cancelado sus inversiones). Una economía débil crea menos empleos y peores salarios, lo cual estimula la emigración hacia el norte; una inmigración que el muro no impedirá. A Europa no la separa de África un muro sino un mar y ni siquiera eso detiene a inmigrantes decididos a llegar al viejo continente. No importa. El milmillonario Wilbur Ross, nuevo secretario de Comercio ha declarado que renegociar el acuerdo de libre comercio con México y Canadá es una prioridad para la Administración Trump.

Pero las batallas más frecuentes y duras Trump no las tendrá en el Congreso o en la arena internacional, sino en los tribunales. Trump adoptará muchas políticas y tomará decisiones que son legalmente vulnerables. Varias de sus promesas violan la Constitución o leyes estadounidenses. Grupos de oposición y organizaciones no gubernamentales que se ocupan de la protección de los derechos civiles, de la defensa de los derechos humanos, del medioambiente, la libertad de prensa o que luchan por los derechos de las mujeres o los inmigrantes se están preparando para confrontar en los tribunales las iniciativas de Trump. Gobiernos estatales como el de California ya han tomado medidas destinadas a contrarrestar algunas de las iniciativas que promete Washington.

Es indudable que Donald Trump tendrá mucho poder. Pero es igualmente indudable que será sorprendido por el síndrome de Guantánamo.

Le invito a seguirme en Twitter: @moisesnaim

El País

Enero 22, 2017

http://internacional.elpais.com/internacional/2017/01/20/actualidad/1484927254_573181.htmll

De regreso

Moises Naim

Pasé más de seis meses sin escribir mi columna de los domingos. La suspendí temporalmente para dedicarme a terminar un libro y una serie de televisión en los cuales he estado trabajando desde hace un par de años. Concluida la tarea, aquí estoy, de regreso.

Durante esos meses, fueron muchas las veces en que me sentí tentado a reaccionar por escrito ante los muchos eventos insólitos con los que nos ha sorprendido el mundo. De la desconcertante llegada de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos (que no vi venir), a las cruentas masacres en Siria, y de la derrota de importantes referendos en el Reino Unido, Colombia e Italia a la intromisión de Rusia en las presidenciales norteamericanas. Y, por supuesto, la gran ansiedad populista. Me refiero al creciente temor de que en un país tras otro lleguen al poder individuos y grupos políticos que intenten, o logren, remplazar el defectuoso orden político, social y económico de su país por un esquema que termina siendo aún peor.

Pero quizás lo más interesante –y lo más peligroso– que está pasando es la frecuencia con la cual acontecimientos inéditos y situaciones excepcionales se han vuelto comunes. La normalización de lo excepcional es una importante característica de este tiempo. Se ha hecho normal, por ejemplo, que sucesos absolutamente irrelevantes reciban más atención que otros de gran importancia para el mundo. El pasado 13 de diciembre, por ejemplo, el noticiero estelar de la cadena de televisión estadounidense ABC incluyó la noticia de que el presidente electo, Donald Trump, se había reunido ese día con el rapero Kanye West, esposo de la muy famosa Kim Kardashian. ¿El tema de la reunión? “Asuntos multiculturales”, según un tweet del señor West. “La vida”, según dijo Trump.

Ese mismo día había tomado posesión de su cargo el nuevo secretario general de la Organización de las Naciones Unidas, el portugués Antonio Guterres, evento que no fue de mayor interés para los medios. La ONU no tiene muy buena reputación, pero sin duda lo que allí pasa tiene más importancia para todos nosotros que la visita de Kanye West a Donald Trump.

Esta preferencia de los medios por recoger lo popular, lo sensacional y lo divertido, más que lo importante y aburrido, no es nueva. Pero en los últimos tiempos esta tendencia ha llegado a su máxima expresión. La mejor evidencia de ello es la popularización de las “noticias falsas”. Estas son “noticias” totalmente inventadas o tergiversaciones de hechos reales que sus creadores ponen a circular a través de las redes sociales. Para muchos, Facebook o Twitter se han constituido en la principal, cuando no la única, fuente de información. El portal BuzzFeed encontró que en los últimos 3 meses de la campaña electoral de Estados Unidos, las 20 noticias falsas más populares en Facebook fueron más vistas, recomendadas y reproducidas que las 20 noticias verídicas más importantes publicadas por los medios tradicionales de mayor renombre, como The New York Times o el Washington Post.

Los titulares de algunas de las noticias falsas que más circularon fueron: “El papa Francisco apoya a Donald Trump”, “Hillary vendió armas a ISIS”, “Hallado muerto un agente del FBI sospechoso de haber filtrado información crítica contra Hillary Clinton”.

Uno de los aspectos más graves de todo esto es la normalización de la mentira. Antes como candidato y ahora como presidente electo, Donald Trump se ha caracterizado por inventar hechos, falsear datos y, más directamente, mentir. Todos los políticos suelen exagerar, distorsionar y, en algunos casos extremos, son propensos a mentir con desfachatez. Pero aceptar la mendacidad como un elemento más del estilo personal y constante de un líder político no era normal. Ahora lo es.

Pero de todas las situaciones excepcionales que ya tratamos como “normales”, no hay ninguna más amenazante que el calentamiento global. El año 2016 fue el más caliente desde 1880. El récord anterior lo tenía 2015. Y, antes, 2014. Los diez años más calientes de la historia han ocurrido después de 1998. Así, se ha hecho normal que, cada año, la temperatura promedio de la superficie del planeta sea la más alta hasta ahora. De hecho, esta normalización del cambio climático ha llegado hasta el punto de que la desaparición de enormes superficies de hielo polar no causa mayor conmoción en la opinión pública. Por ejemplo, en los mismos días en que Kanye West se reunió con Donald Trump, los científicos anunciaron que la capa de hielo polar se había reducido en un tamaño equivalente a la superficie de la India.

Una de las personas que no está alarmada por estas transformaciones es Donald Trump. El presidente electo de Estados Unidos, negando la evidencia científica, ha dicho que el cambio climático es un fraude del gobierno chino para perjudicar a su país. Antes, despreciar la ciencia no era ni aceptable, ni normal. Ya no es así.

La normalización de lo excepcional nos amenaza a todos.

http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/regreso_75462