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Benigno Alarcón Deza

Cómo producir una transición democrática en Venezuela (y II)

Benigno Alarcón Deza

Dijimos en nuestra anterior columna que una transición política en Venezuela no es ya un tema de preferencias sino una condición sine qua non de la que depende la viabilidad del Estado y la vida misma de millones de venezolanos que, ante la desesperación, se exilian sin certeza de su destino, huyendo del hambre y la enfermedad, para buscar al menos un mañana menos incierto, haciendo cualquier cosa en cualquier otro lugar.

Atendiendo a la trascendencia de esta urgencia, desarrollamos una propuesta sobre cómo producir una transición democrática en Venezuela, la cual incluye cinco tareas básicas: presión interna, presión internacional, reducción de los costos de tolerancia, tener un plan para un gobierno que atienda la gobernabilidad durante la transición y prepararse para una elección presidencial.

Como también dijimos, la ruta descrita demanda un factor esencial, hasta ahora inexistente: un liderazgo responsable de la dirección del proceso. Tal como sucede con una orquesta, ésta no puede funcionar sin un director y una partitura (plan bien definido) y tampoco con varios directores que dan instrucciones simultáneamente siguiendo partituras distintas. Se necesita un director y una partitura. Sin tal liderazgo resulta imposible lograr avances significativos en ninguna de las tareas necesarias.

Sin liderazgo es imposible movilizar a la sociedad de manera masiva y coordinada para presionar internamente. Sin liderazgo no es posible coordinar esfuerzos con la comunidad internacional de manera eficiente. Sin un liderazgo que ejerza la dirección y vocería del cambio es imposible construir una visión coherente del país posible; ni los actores gubernamentales, o quienes les sostienen en el poder, encontrarán una contraparte con quien negociar. Sin un liderazgo unitario, alrededor de quien se generen expectativas creíbles de cambio, es imposible conformar equipos de trabajo que puedan prepararse, adecuada y oportunamente, para gobernar en medio de las dificultades e inestabilidades propias de una transición política. Sin un liderazgo unitario es imposible estar preparados para ganar una elección y blindar a un nuevo gobierno con la legitimidad necesaria para consolidar una democracia, bien sea que esta elección se produzca como resultado de la presión interna e internacional, de una negociación, o como consecuencia de una renuncia o ruptura del bloque de gobierno. Toca hoy desarrollar algunas ideas sobre cómo colocar un liderazgo legítimo al frente del proceso.

Tal liderazgo, para llevar al país hacia una transición y luego consolidarla, debe gozar de un importante nivel de consenso por lo que, difícilmente, éste puede derivarse de un acuerdo entre élites partidistas que nunca sería representativo de un país que, aunque hoy demanda por unanimidad un cambio democrático, dejó de confiar en los partidos, como demuestran la totalidad de los sondeos de opinión pública.

Si los partidos no pueden decidir tal liderazgo, en representación de los ciudadanos que hoy no se sienten representados por éstos, además de las dificultades más que demostradas para alcanzarlo –porque tal decisión no le otorgaría la tan necesaria legitimidad–, entonces toca a los ciudadanos decidir, de manera directa, en quien confían para liderar lo que sería el proceso político de mayor trascendencia nacional desde su independencia hace casi doscientos años.

Tal decisión sobre el liderazgo puede darse tan solo por dos caminos. Un primer camino es el propio de la evolución natural de un liderazgo, mediante un proceso de darwinismo político en el que la mayor parte de los líderes actuales se extinguirán, mientras otros, más aptos para lidiar con las actuales circunstancias, emergerán y se posicionarán políticamente hasta que tengan la fuerza y encuentren el camino para desplazar a quienes hoy ocupan el poder. Este proceso, como seguramente usted ya intuye, puede tomar años y hasta décadas, sin que muchos de nosotros alcancemos a ver su concreción, con costos humanos y de reconstrucción que serían inaceptables.

Una segunda alternativa es la de crear las condiciones necesarias para acelerar este proceso, es decir, para que los ciudadanos puedan elegir de manera directa un líder e iniciar, de manera inmediata, coherente y orquestada, el camino que nos llevaría hacia un proceso de cambio político. Eso podría concretarse en los próximos meses si existe la voluntad y determinación de amplios sectores de la sociedad venezolana.

La propuesta que hemos venido manejando, y que hoy hacemos pública a través de esta Carta, ha sido presentada recientemente ante partidos políticos y plataformas de la sociedad civil, como Creemos Alianza Ciudadana y el Frente Amplio Venezuela Libre, así como a otros actores representativos. Aunque no ha conseguido consenso entre los partidos de oposición –lo que no debe extrañar porque es la suerte que corren la mayoría de las propuestas por el “dilema de prisionero” del hemos hablado en otros artículos– sí ha merecido una mayor consideración de parte de actores y líderes sociales.

Esta propuesta consiste en la organización de una elección abierta para definir tal liderazgo. Esta elección debe ser organizada por los cinco actores que gozan de mayor credibilidad y confianza en el país: la iglesia, las universidades, los estudiantes, los líderes de la sociedad civil organizada y las fuerzas productivas del país (empresarios y trabajadores), sin la participación del Consejo Nacional Electoral. En esta elección deben poder participar todos los venezolanos mayores de 18 años, inscritos o no en el Registro Electoral, residentes o no actualmente en Venezuela, ya que su participación es la mejor prueba de su disposición para esta lucha. Si se logra que haya una elección presidencial también se podrá lograr que estas personas sean debidamente registradas para votar en una próxima elección.

En este mismo sentido, en esa elección deben tener el derecho a ser elegidos, en condiciones de igualdad, todos los que tengan la voluntad, preparación y disposición para liderar al país en un proceso de transición política, que será extraordinariamente complejo, sean éstos miembros de partidos políticos o no, estén o no habilitados políticamente, siempre que reúnan las condiciones establecidas por la Constitución para participar en una elección presidencial. Así, si se logra la presión necesaria para que se celebre una nueva elección presidencial, también se logrará que ésta se desarrolle bajo reglas distintas que permitan la participación del líder que el país escoja y no el que el régimen pretenda escoger por nosotros.

Obviamente, en una elección de participación abierta se corren dos riesgos principales: uno es la dispersión de votos entre candidatos (conocidos o emergentes), lo que pudiese traer como consecuencia que quien gane por una mayoría relativa no cuente con el reconocimiento de parte importante del resto de electores. El otro es que tal elección, como algunos temen, termine generando una importante pugnacidad que haga más difícil la posterior cohesión de todo el movimiento democrático en torno a un liderazgo.

Ambos obstáculos pueden superarse con una solución sencilla que ha sido probada en procesos electorales en otros países: una elección con selección múltiple; para ello existen varias metodologías con distintos niveles de complejidad. Creo que en nuestro caso lo más sencillo puede ser lo más eficiente.

Cada elector tendría la oportunidad de votar por tres candidatos de su preferencia. Esta metodología tendría dos ventajas. La primera es que todo candidato, al necesitar de los votos de los electores de sus contendores, se vería obligado a reducir su pugnacidad hacia los otros candidatos. Si alguien necesita los votos de otro, nadie que dedique su campaña a descalificarlo tendrá los votos necesarios para ser una de las tres opciones mayoritarias. La segunda ventaja es que el ganador será el que tenga el mayor consenso y el menor rechazo entre todos los competidores y se convertiría en una de las opciones para la gran mayoría de los electores.

Para quienes piensan que nadie participaría en un proceso electoral de esta naturaleza en medio de las actuales circunstancias, la respuesta es que la disposición a participar ya ha sido medida por dos estudios que, aunque no son nuestros, son coincidentes y la estiman en alrededor de dos tercios de los electores de oposición. Ello implicaría una participación superior a la de la consulta del 16 de julio de 2017, incluso superior a la de los supuestos resultados oficiales de la elección del pasado 20 de mayo.

¿Y después qué?

Las condiciones bajo las cuales se celebró la última elección presidencial hacen imposible para la comunidad internacional democrática el reconocimiento de la presidencia de Maduro a partir de enero de 2019. Tal situación constituye una ventana de oportunidad que solo es posible aprovechar, sí y solo sí, el país y la comunidad internacional se unifican y se movilizan en torno a un solo objetivo que haría posible todas las demás aspiraciones: elecciones democráticas para elegir al gobierno de transición que deberá iniciar la gran reconstrucción nacional, a partir de enero de 2019.

Toca a todos los ciudadanos y sectores democráticos del país la tarea de iniciar un movimiento que, articulado como una gran orquesta bajo un mismo liderazgo y con una ruta claramente definida, nos permita llevar a ese líder, legítimamente electo y reconocido, a encabezar un gobierno de reconstrucción nacional que debe ser también electo en un proceso democrático, todo lo opuesto a lo que vimos el 20 de mayo pasado. Un proceso que no ocurrirá porque el gobierno lo vaya a permitir por una concesión graciosa –que nunca ha sido ni será su intención– sino como consecuencia de la presión interna e internacional, tal como ha ocurrido en la mayoría de los procesos de transición en el mundo.

A partir de allí, aquellos actores moderados y racionales vinculados al gobierno –o las instituciones que lo sostienen– sabrán con quién hablar. A partir de allí, quienes quieran estar al servicio de la nación, y no de las élites que desesperadamente se aferran al poder, sabrán a quién escuchar y a quién dirigirse si quieren contribuir a un cambio que será inevitable. A partir de allí, quienes hoy ocupan puestos de liderazgo o autoridad en alguna institución tendrán que decidir entre servir a la nación o servir a las élites del actual régimen que gobiernan en contra de la voluntad de la nación.

Shimon Peres, cuando se le preguntó si veía la luz al final del túnel en el conflicto entre su país, Israel, y Palestina, dijo: “veo la luz, pero lo que aún no veo es el túnel que nos llevará a ella”. Si alguien tiene una propuesta más realista que no implique sentarse a esperar a que otros decidan o hagan algo que nosotros no hemos sido capaces de hacer, seré el primero en reconocer, con la mayor humildad, la pertinencia de otra alternativa y poner mi mayor esfuerzo en la construcción de un camino que sea factible hacia una Venezuela libre, próspera y democrática. Mientras tanto, seguiré insistiendo en la ruta propuesta con la esperanza de que caiga en tierra fértil y eche raíces entre aquellos liderazgos políticos y sociales, así como entre los ciudadanos que amamos esta tierra y actuamos de buena fe.

@benalarcon

Septiembre 18, 2018

Politika UCAB

https://politikaucab.net/2018/09/18/como-producir-una-transicion-democra...

Cómo producir una transición democrática en Venezuela

Benigno Alarcón Deza

En nuestro último columna prometimos dedicar la presente a tratar de explicar cómo puede producirse una transición democrática y el anhelado cambio que desde hace ya tiempo la casi totalidad del país reclama y que hoy, más que un tema de preferencias políticas, es una condición de la que depende la viabilidad misma del Estado y la supervivencia de millones de venezolanos.

Hoy, el sector democrático del país se encuentra sumido en la más profunda confusión y parálisis. En lo personal, no puedo hacer responsable a ningún líder en particular, pero mientras no se tomen decisiones, todos, sin excepción –por acción u omisión– somos corresponsables de esta debacle. Tampoco es serio explicar la situación a partir de teorías conspirativas que solo logran dividir y debilitar más al sector democrático. Creo, hasta que alguien pruebe de manera fehaciente e irrefutable lo contrario, que líderes como Henry Ramos, Julio Borges, Leopoldo López, Henrique Capriles, Tomás Guanipa, Omar Barboza, Freddy Guevara, Antonio Ledezma, María Corina Machado y Andrés Velásquez, entre otros muchos, son de esta causa y no fichas del Gobierno.

También comprendo, porque he estudiado y enseñado sobre conflicto y negociación por más de veinte años, que las dificultades para alcanzar acuerdos en la oposición tienen más que ver con condiciones estructurales de la situación (dilema de prisionero), que con los actores. Se está ante una situación donde los costos potenciales para los actores son muy altos, como lo demuestran Leopoldo López o Juan Requesens, los más visibles hoy de entre cientos de héroes ­–conocidos o anónimos– que han perdido su libertad o la vida. Lo menos que podemos hacer es honrarlos con nuestro reconocimiento y respeto. Asimismo, los incentivos de liderar esta lucha hacen mucho más difícil la coordinación, porque aquel líder que logre sacar adelante la transición democrática del país ocupará un lugar especial en la historia de Venezuela.

En la medida en que el país renuncie a la convicción de que el cambio político está en nuestras manos y no en factores o actores externos, el régimen habrá logrado desmovilizar y afianzarse en el poder, mientras esperamos que algo pase o alguien haga la tarea que nos corresponde a los venezolanos, en un mundo donde más de la mitad de la humanidad se encuentra gobernada por regímenes autoritarios. Sin la conformación de una amplia coalición social y política nadie podrá llevar adelante la titánica tarea de generar un cambio político y transformar a Venezuela en un país normal.

Como afirmó Samuel Huntington (1980), la característica principal de las transiciones democráticas a partir de lo que llamó la tercera ola de democratización –iniciada con la Revolución de los Claveles, tras el golpe de estado en Portugal (1974)– es que han sido impulsadas por la movilización masiva de sus sociedades. En sentido contrario, la mayor parte de los procesos de transición que se han intentado de arriba hacia abajo han fracasado –circunscribiendo la dinámica a la interacción entre las élites políticas del gobierno y la oposición– porque es mucho más fácil para un régimen con vocación autoritaria perseguir, encarcelar, reprimir, ignorar o cooptar a unos pocos líderes que conforman una élite con intenciones reformistas, que a un pueblo que se moviliza masivamente para exigir y presionar por un cambio político.

Estos niveles de movilización masiva se consiguieron durante la consulta del 16 de julio de 2017, cuando alrededor de siete millones de personas tomaron las calles para dar apoyo a todo lo que la oposición planteó en aquellas tres preguntas a las que dedicamos nuestro anterior artículo. Lamentablemente, como se hizo obvio posteriormente, no se tuvo una ruta estratégica más allá de la consulta misma. Así, una de las mayores movilizaciones de protesta que se haya hecho contra el régimen, terminó siendo el debut y la despedida de una clara manifestación a favor del cambio, extendida por más de 120 días, pero que llegó al declive como consecuencia de su anarquización y violencia.

La desesperanza parece ser hoy el sentimiento dominante en una sociedad que, aunque mayoritariamente opuesta al actual orden, se encuentra desmovilizada y confundida. Sabemos, porque lo hemos evaluado y vivido en los últimos 19 años, que sí es posible levantar las expectativas y movilizar a la sociedad nuevamente, y es imprescindible para lograr el tan anhelado cambio político. Lo que no puede repetirse es movilizar sin estrategia y objetivos claramente definidos; la movilización no puede ser un fin en sí misma sino el medio para producir la transición democrática.

Pese al escepticismo que nos domina y que está más que justificado, sigo convencido de que una transición democrática, pacífica y sin derramamiento de sangre sigue siendo posible, independientemente de la demostrada falta de disposición del régimen a salidas negociadas y a su inclinación a usar toda su fuerza para mantenerse en el poder.

Recientemente, un importante experto en la situación política de África me comentó, durante su visita a Venezuela, que la diferencia de nuestro país con algunas dictaduras africanas radica en que los venezolanos aún no se han rendido. Construir las condiciones políticas para girar el tablero de juego a favor de los sectores democráticos sí es posible.

El éxito del sector democrático no depende de estrategias secretas ni de tácticas de guerra para las cuales no está preparado, ni suelen ser exitosas, como demuestra el fracaso de decenas de procesos que trataron de impulsar cambios por la fuerza, algunos con resultados desastrosos, como en Serbia. No existe ningún escenario que el régimen ya no conozca, es quien mejor ha estudiado esta teoría y comprende, mejor que los sectores democráticos, las dinámicas transicionales. A fin de cuentas, en ello se juega su propia existencia.

Hay que retomar una lucha asimétrica en la arena política para lograr la movilización social masiva, capaz de producir un cambio político que no pueda ser contenido por la fuerza. Una ruta estratégica debe considerar, al menos, cinco componentes básicos: presión interna, presión internacional, reducción de los costos de tolerancia, tener un plan para un gobierno que atienda la gobernabilidad durante la transición y prepararse para una elección presidencial.

Desarrollemos y razonemos brevemente cada uno de estos componentes.

  1. Presión interna. Ya dijimos que la mayor parte de las transiciones democráticas en el mundo se han producido por la movilización y presión social masivas, como lo identificó Huntington. Si quienes demandan cambio son mayoría, como el 80% de la población venezolana, pero están paralizados por miedo, por su sobrevivencia o por división en su liderazgo –los regímenes generan condiciones para todo ello–, el régimen no tiene necesidad de reprimir para sostenerse y su costo de represión es cero. Los movimientos sociales exitosos demandaron porcentajes pequeños, de entre el 3,5 y el 5% de esas poblaciones, como lo documentó el estudio de Erika Chenoweth y María Stephan (2009). Pero para alcanzar consistentemente esos niveles de participación la renuncia a la violencia de los movilizados es condición sine que non. La violencia genera la excusa para reprimir, desincentiva la participación ciudadana y deja el conflicto en manos de los más radicales, lo que escala la reacción de los cuerpos policiales, que vencen por estar mejor equipados. En sentido opuesto, con menor nivel de violencia hay mayor participación y el costo de reprimir es mayor para el gobierno. Así, crecen exponencialmente las probabilidades de producir un cambio; pero eso implica crear las condiciones para una acción colectiva coordinada y sostenible –como una gran orquesta– ello demanda organización, planificación y ejecución con una sola partitura y bajo una sola dirección o liderazgo.
  1. Presión internacional: La presión internacional ha tenido una gran importancia en buena parte de los procesos de transición política, aunque no suelen ser su variable causal. Es indudable que en el caso venezolano la comunidad internacional ha demostrado niveles de compromiso con la democracia como nunca antes, aunque ha sido también evidente que tales esfuerzos son insuficientes para producir un cambio. Ante la falta de resultados las demandas suelen ubicarse en un espectro que va desde el cese de las sanciones hasta la intervención armada. La presión internacional ejercida a través de sanciones, como es nuestro caso, sí genera una elevación de los costos para el régimen, pero tiene un efecto paradójico que perjudica un proceso de transición. Mientras por un lado tiene la virtud de elevar los costos para quienes son llamados a reprimir para mantener al gobierno en el poder, por el otro aumenta los costos que un potencial cambio tiene para quienes están en las listas de sancionados. Las esperanzas de una transición democrática en Venezuela no pueden endosarse a la comunidad internacional porque las decisiones de los países aliados no están en manos del sector que demanda cambio en Venezuela. Las actuaciones de los aliados internacionales de la democracia, al ser países democráticos, responden más a razones de política interna en cada país que a las preferencias o convicciones de sus propios mandatarios. Ante este escenario, la falta de resultados puede llevar a un desescalamiento de la presión internacional si no se reorientan los esfuerzos y se optimiza la coordinación entre actores democráticos nacionales e internacionales, de manera tal que existan expectativas creíbles para un cambio democrático. La comunidad internacional continuará apoyando los cambios democráticos, pero no invadirá Venezuela ni puede hacer la tarea que corresponde al liderazgo político y social del país. Para avanzar es esencial una estrecha coordinación entre la comunidad democrática internacional y un liderazgo nacional bien definido que tenga la responsabilidad de impulsar el proceso de transición.
  2. Reducir los costos de tolerancia: La mayor parte de los procesos de transición se han producido por una combinación de conflicto y negociación. El conflicto generado por la movilización social masiva y la negociación con actores clave del régimen, o esenciales para su sostenimiento. En estos procesos es fundamental que el liderazgo democrático sea capaz de generar una visión de país inclusiva, en la que aquellos que apoyaron o aún sostienen al régimen no vean el cambio como una situación terminal en la que se juegan la vida, porque ello les pondría en una posición de luchar o morir. En tal sentido, es esencial que el liderazgo democrático pueda posicionarse del lado de la tolerancia y la justicia, que es lo opuesto a la venganza; demostrar que se está abierto al diálogo constructivo con los sectores que estén dispuestos a cooperar para llevar al país a la normalidad, pero no a negociaciones maliciosas como las que se dieron en República Dominicana. Es necesario que el liderazgo democrático sea capaz de convencer a quienes hoy sostienen al régimen que su futuro está en manos de ese liderazgo y no en las de un régimen que se resiste a su inevitable colapso. Estos procesos de negociación, en ocasiones, se producen con los mismos actores gubernamentales (España, Sudáfrica, Brasil o Chile), y en otros casos se producen, ante la negativa del régimen, con quienes lo soportan (Perú, Polonia, Serbia, Ucrania, República Checa, Túnez o Egipto). Quienes están dispuestos a negociar solo lo harán si saben quién gobernará la transición, lo que obliga a definir quién gobernará ese lapso y prepararse para una negociación, aunque hoy no la creamos posible.
  3. Tener un plan de gobierno que atienda la gobernabilidad durante la transición: Este es uno de los componentes más complejos, imposible de abordar en pocas líneas, me limitare a algunas ideas puntuales. Existen numerosos esfuerzos, muy valiosos, de reconocidos expertos que han trabajado en planes de gobierno, pero pocas veces se tiene presente que gobernar en una transición no es lo mismo que hacerlo en democracia. Esta diferencia queda plasmada en casos como el de Egipto, donde se perdió el gobierno de transición en menos de un año; o el de Nicaragua, donde el proceso se revirtió en el mediano plazo como consecuencia de decisiones y medidas que no se implementaron durante el gobierno de transición. Un gobierno de transición debe concentrar todos sus esfuerzos en levantar de manera simultánea y balanceada tres pilares sobre los cuales se sostendrá la gobernabilidad. Primero, el pilar democrático, lo que incluye entre otros objetivos la reforma electoral, el fortalecimiento del sistema de partidos políticos y de la sociedad civil organizada. Segundo, el pilar de la capacidad estatal mediante reformas institucionales y burocráticas que busquen el fortalecimiento de las instituciones que darán sostén a la nueva democracia, así como su capacidad para canalizar y dar respuesta a las múltiples demandas que se generan desde el sistema político y social. Tercero, el estado de derecho, lo que implica tanto la reforma del marco constitucional y legal vigente, como del sistema judicial de administración de justicia.
  4. Prepararse para una elección presidencial: Dejamos para el cierre el componente que, sin lugar dudas, será el más controversial, o sea, la necesidad de preparase para una elección presidencial que es muy difícil predecir cuándo y bajo qué condiciones se producirá. Como hemos dicho en artículos anteriores, es falsa la idea de que “dictadura no sale por votos”, de hecho, como consecuencia de una elección han salido regímenes tan represivos como los de Pinochet en Chile, Milosevic en Serbia, o Yanukovich en Ucrania. En este sentido, es importante entender que el rol de lo electoral en una transición no siempre es el mismo. Han existido casos en los que lo electoral ha sido el detonador de las crisis, que terminaron en una transición política por un error de cálculo del régimen (Perú, Serbia, Ucrania, Polonia). En otras situaciones la elección no ha sido el detonador sino el resultado de una transición negociada, como sucedió en España tras la muerte de Franco; o en Sudáfrica con las negociaciones entre Mandela y de Klerk. En otros casos, los menos frecuentes, las elecciones se han constituido en el capítulo inicial de un proceso de transición, tras la ruptura o la salida del régimen anterior, por mecanismos distintos a los electorales (golpe de estado o colapso del régimen gobernante) como sucedió en los casos de Venezuela tras la caída de Pérez Jiménez y Portugal tras la Revolución de los Claveles. En respuesta a quienes alegan que el actual gobierno ha cerrado la vía electoral o jamás permitirá una elección, es importante recordar que ninguna autocracia o dictadura, como la de Venezuela, renuncia o celebra una elección voluntariamente para perder el poder, sino porque la presión supera su capacidad de represión o porque quienes ejercen la represión deciden no continuar asumiendo los costos de sostener al régimen y éste se ve obligado a renunciar o negociar la forma y consecuencias de su salida. Bien sea en el escenario de una salida electoral –producto de un error de cálculo del régimen–, de una transición electoral negociada o de una elección posterior a una ruptura, el sector democrático del país está obligado a definir un liderazgo unitario que tenga la capacidad de ganar una contienda electoral, sin las condiciones y garantías ideales, y tenga la legitimidad necesaria para desarrollar las tareas propias de una transición, durante un periodo que nunca podría ser menor a dos años. La no definición de tal liderazgo con suficiente anticipación coloca al sector democrático en una posición de gran vulnerabilidad que implicaría la pérdida de una importante oportunidad de cambio, como sucedió con el caso de la Primavera Árabe. En Egipto, en menos de un año, los Hermanos Musulmanes perdieron el gobierno de transición tras un golpe de estado ejecutado por el mismo ejército que estuvo bajo las ordenes de Mubarak y que luego lo desalojó del poder. Ese ejército resultó “legitimado” en un proceso electoral posterior que colocó a su comandante como nuevo jefe de un estado hoy mucho más represivo.

En Venezuela, la demanda por una nueva elección presidencial es una de las pocas banderas en torno a la cual se puede unificar y coordinar la presión nacional e internacional. En lo internacional, porque una parte importante de la comunidad democrática ha desconocido la validez de la elección presidencial del pasado mes de mayo y ha exigido, una y otra vez, la celebración de elecciones democráticas. En lo interno, porque una proporción mayor a dos tercios del país no reconoce tampoco la pasada elección presidencial, pero además está consciente de que la grave problemática del país no cambiará sin que antes haya un cambio de gobierno.

La ruta descrita demanda un factor común para su desarrollo exitoso, un liderazgo que asuma la dirección y vocería única del proceso, que debe desarrollarse bajo un plan debidamente concebido. Tal como sucede con una orquesta, se necesita un director y una partitura, sin tal liderazgo resulta prácticamente imposible lograr avances significativos en ninguno de los componentes descritos. Sin un liderazgo único, o unitario, es imposible lograr el nivel de coordinación para movilizar a la sociedad de manera masiva para generar los niveles necesarios de presión interna. Sin un liderazgo único, o unitario, no es posible coordinar esfuerzos con la comunidad internacional de manera eficiente. Sin un liderazgo que ejerza la dirección y vocería del cambio es imposible construir una visión coherente del país posible y tampoco es posible que los actores gubernamentales, o quienes les sostienen en el poder, encuentren una contraparte con quien negociar. Sin liderazgo unitario alrededor del que se generen expectativas creíbles de cambio, es imposible conformar con suficiente anticipación equipos que puedan preparase adecuadamente para gobernar en medio de las dificultades e inestabilidad propias de una transición política. Sin un liderazgo único, o unitario, es imposible estar preparados para ganar una elección y blindar a un nuevo gobierno con la legitimidad necesaria para consolidar una democracia, bien sea porque esta elección se produzca como resultado de la presión interna e internacional, de una negociación, o como consecuencia de una renuncia o ruptura del bloque de gobierno.

Lo expuesto nos obliga a una conclusión inevitable: la transición, como ha sucedido en la mayoría de los casos, exige la definición de su liderazgo y de una estrategia única que permita orquestar la presión interna e internacional, asumir la vocería que permita construir una visión de país y la interlocución con quienes estén dispuestos a negociar. Un liderazgo con un equipo y un plan de gobierno apropiados a los desafíos de un proceso de democratización, y alrededor del que se construya el consenso y apoyo necesarios para garantizar su éxito en una elección que lo envista de la legitimidad imprescindible para emprender los cambios urgentes que el país necesita, pero que no resultarán sencillos.

Tal liderazgo, para ser efectivo, demanda un importante nivel de consenso, por lo que difícilmente puede derivarse de un acuerdo entre élites partidistas. Tales liderazgos, normalmente, son legitimados desde las propias bases, bien sea mediante procesos formales, como una primaria, o ante la falta de reglas y procesos que permitan su elección, terminan por emerger y abrirse paso en medio de las dificultades y desafíos propios de un proceso de cambio político.

Las circunstancias y condiciones bajo las cuales se celebró la elección presidencial del pasado mes de mayo hacen imposible para la comunidad internacional democrática el reconocimiento de la presidencia de Maduro a partir de enero de 2019. Tal situación constituye una nueva ventana de oportunidad que solo es posible aprovechar, sí y solo sí, el país y la comunidad internacional se unifican en torno a un solo objetivo: elecciones democráticas para elegir al Presidente que liderará un gobierno de transición a partir de enero de 2019.

@benalarcon

Elecciones regionales: ¿ayudan o perjudican a la oposición?

Benigno Alarcón Deza

Carta del director

El pasado domingo 10 de los corrientes se celebró una elección primaria en la que la oposición escogió a sus candidatos a la elección de gobernadores que, supuestamente, tendrá lugar el próximo 15 de octubre. Como era de esperarse, fue un proceso que la mayoría del país ignoró, al igual que ha sucedido con otros llamados hechos tras la materialización de la elección de la Asamblea Nacional Constituyente el pasado 30 de julio.

Si bien es cierto que la participación en una primaria no es un buen predictor de cuántos votarán en la elección regional, el estado de ánimo generalizado y las razones de una mayoría opositora hoy pasiva, no es algo que pueda cambiarse fácilmente en un mes. Ello tiene potenciales repercusiones en la elección regional que no pueden ignorarse y que el régimen bien conoce y tratará de aprovechar.

Desde la secuencia iniciada por Chávez tras su elección en 1998, seguida del referéndum para nombrar la asamblea constituyente, le elección de los constituyentes y la aprobación de la nueva Constitución en 1999, cerrando con las nuevas elecciones generales del 2000, el acomodo del calendario electoral para generar una cascada electoral favorable ha sido una estrategia exitosa a la que el régimen ha recurrido. Una y otra vez ha aprovechado el efecto desmovilizador que tienen determinadas batallas, que hábilmente, se posicionan desde el Gobierno como grandes derrotas para la oposición.

Hoy en día, el rechazo al Gobierno de Maduro da a la oposición un margen suficientemente amplio como para ganar cualquier elección –aún con niveles de participación significativamente bajos– pero en la medida en que la participación sea más baja también lo será el margen de votos que el régimen necesitaría para –tomando ventaja del control del Estado– imponerse de manera fraudulenta en una elección.

Es en el ámbito de este razonamiento que es importante responder a la pregunta: ¿Cómo las elecciones regionales ayudan o perjudican a la oposición? Para responder, corresponde primero tener claro cuál es el objetivo de la oposición, si todo el liderazgo de oposición está alineado con tal objetivo, o si, por el contrario, existen objetivos mutuamente excluyentes. Dejando a un lado cualquier cálculo individual, egoísta, de algún actor que pretenda priorizar sus objetivos –personales o de partido– sobre los de la mayoría del país, la realidad es que la gran mayoría del electorado y del liderazgo tienen como propósito lograr un cambio de gobierno. Esa es condición sine qua non para emprender el cambio de rumbo político, social y económico, sin el cual no hay futuro posible.

Si el propósito es el de producir una transición política, la elección regional, para que sea útil, debe estar enmarcada en una estrategia diseñada a tal fin. De no ser así, la elección regional perjudicaría el objetivo de producir el cambio.

Al contrario de lo que algunos creen, los regímenes autoritarios celebran elecciones y, en muchas ocasiones, con más frecuencia que las democracias. En un primer momento, como sucedió cuando Chávez gozaba de sus mayores niveles de apoyo popular, se celebraban elecciones competitivas de manera continua y en todos los niveles para colocar todo el aparato estatal en manos de sus aliados políticos. Posteriormente, al perderse la mayoría del apoyo electoral –como sucede hoy con Maduro– el voto se ejerce con menor frecuencia. Se manipulan tanto los tiempos como sus condiciones, haciendo las elecciones menos frecuentes, menos libres y menos competitivas, sobre todo en el caso de cualquier consulta nacional que ponga en peligro el control del Estado, como sucedió con el revocatorio y la elección de la asamblea constituyente. Es así como los regímenes híbridos, al volverse menos competitivos, van mutando hacia autoritarismos hegemónicos de partido único, o donde los partidos “legales” son solo los cooptados por el régimen para exhibir una decoración “democrática”. Para ellos se mantienen espacios subnacionales de competencia electoral, como en estados y municipios. El régimen busca así alimentar una dinámica clientelar-competitiva en la cual partidos de gobierno y oposición compiten en un microjuego por espacios y recursos, controlados y limitados por el régimen, que no implican una amenaza para el control del gobierno central.

En este sentido, si las elecciones regionales sirven para dividir, alimentado las apetencias individuales al profundizar un dilema de prisionero en el que la no cooperación se convierte en el equilibrio entre partidos y actores de la oposición –que priorizan sus estrategias individuales sobre la búsqueda de un consenso unitario, neutralizándose unas a otras en la fantasía de que quien tenga la minoría mayor podrá ser gobierno– el régimen habrá impuesto su estrategia para escoger a la oposición contra la cual competirá en el futuro, y podría terminar siendo la minoría mayor entre una oposición mayoritaria, pero fragmentada y desmovilizada.

Si, por el contrario, la oposición retoma el camino de la Unidad, haciendo de cada candidato a la regional una candidatura unitaria y no del partido X, Y o Z; si se entiende esta elección regional como una oportunidad para reforzar la maquinaria unitaria de cara a un proceso de transición política bajo una estrategia que sume y multiplique –no una que divida y reste, y que hoy pareciera no existir–, entonces la oposición habrá hecho buen uso de este proceso y comenzaremos, no solo a ver la luz al final del túnel, sino a tener el túnel que nos llevaría a ella.

Politika Ucab

Caracas, 15 de septiembre de 2017

Poniendo los puntos sobre las íes de la protesta

Benigno Alarcón Deza

Carta del Director

Tras la polémica y amplia difusión que tuvo mi pasado artículo “¿Violencia o resultados?”, ha resultado difícil decidir cómo contribuir a una mejor comprensión de este proceso, de lo que debe hacerse, y lo que no debe hacerse, desde este espacio. Siguiendo las recomendaciones de algunos amigos y lectores, trataré de continuar abonando de la manera más sencilla posible, y sin preciosismos académicos, a la comprensión sobre dónde estamos hoy y qué debemos hacer para tener mayores posibilidades de alcanzar el objetivo que reclama la gran mayoría del país: Una transición democrática que se materialice en un cambio político efectivo y sostenible, con los menores costos y traumas posibles.

Y como en mi caso particular no estoy en la competencia de popularidad, que en muchos cosas pareciera condicionar lo que algunos dicen o dejan de decir, sino en una por la verdad aunque a algunos no les guste, sin pretender ser su dueño, intentaré hoy poner los puntos al menos sobre algunas íes en relación a lo que se debe y a lo que no debe hacerse con la protesta. Y digo sobre algunas íes porque el tema no puede simplificarse y agotarse en un artículo.

En primer lugar, ¿por cuánto tiempo debe sostenerse la protesta para tener resultados? Eso nadie lo sabe con precisión, lo que sí sabemos es que sin protesta no habrá cambios de ningún tipo, por lo que es necesario manejarla de manera inteligente para hacerla sostenible durante el tiempo que sea necesario. Los cambios institucionales implican cooperación de las instituciones, y tal cooperación de parte de instituciones como el CNE o el TSJ, que hoy no gozan de ninguna autonomía y están totalmente cooptadas por el gobierno, no es posible, al menos que las circunstancias modifiquen sus cálculos costo/beneficio. Para ello la protesta tiene en valor fundamental.

En segundo lugar, ¿es sostenible la protesta? Lo que hace sostenible una acción colectiva son las expectativas de quienes participan. Las expectativas de las personas actuando de manera colectiva suelen ser de corto plazo, por lo cual mantenerlas en el largo plazo es siempre difícil e implica un manejo adecuado de la comunicación del liderazgo convocante con quienes participan en la protesta, y el tener los objetivos que se persiguen con la protesta definidos con claridad y de manera realista para evitar, justamente, desinflar las expectativas de la gente y, con ello, su disposición a protestar.

En tal sentido, hoy es evidente que tenemos dos tipos de protesta: las rutinarias de todos los días, las cuales se caracterizan por niveles muy altos de violencia y represión y con cada vez menor participación, y las masivas que solo se logran cuando se convoca de manera unitaria e inteligente, buscando los espacios, días y horas en donde puede haber mayor participación. En estas protestas la participación es mucho mayor, en primer lugar porque en su diseño se busca facilitar las condiciones para que la mayoría asista, pero también porque se genera la expectativa de que mucha gente irá y la sensación de que los riesgos serán menores y el impacto mayor.

La protesta rutinaria y confrontacional tiende a ser cada día menor, aunque algunos se empeñen en no verlo, porque la violencia, independientemente del lado que venga, eleva las barreras físicas, morales y psicológicas a la participación, pero además le hace un daño enorme a la protesta en general porque ayuda al gobierno a justificar la represión, lo que afecta la participación al generar expectativas negativas en la gente sobre los riesgos y la utilidad de la protesta para generara un cambio político. Solo la protesta masiva, con altos niveles de participación, que estudiosos del tema como Erica Chenoweth calculan entre tres y cinco por ciento de la población nacional, son los que logran tener impacto político.

Entonces, ¿cuáles deben ser los objetivos de la protesta? El objetivo general o propósito de la protesta en un proceso de democratización como el que se trata de impulsar en Venezuela es el de impedir que un gobierno pueda imponer su voluntad a un pueblo por la fuerza, y para ello es vital que la protesta, lejos de facilitar y dar elementos al gobierno para justificar la represión, haciéndola más riesgosa y costosa para los protestantes y afectando sus niveles de participación, haga difícil y costosa la represión ejercida por el gobierno. Por ejemplo, aquellas protestas cuyo recorrido o destino final no son realistas y plantean desafíos geográficos que son garantía de confrontación, reducen su participación y hacen predecible, en consecuencia, más bajas entre los que protestan, lo que lejos de leerse como un triunfo, se entiende como costos, pérdidas y derrotas que ya hoy se han convertido parte de una rutina que, lejos de alimentar las expectativas positivas, las destruye.

Las protestas no son campañas bélicas destinadas a conquistar territorios, sino campañas civiles destinadas a visibilizar la voluntad de la gente y presionar por decisiones favorables. En tal sentido, entre los objetivos específicos de la protesta está el lograr cambios en los pilares que sostienen al régimen, recordando siempre que el régimen y las pseudo-instituciones que lo sostienen no son estructuras monolíticas, sino sistemas formados por seres humanos, muchos de ellos críticos o con dudas sobre la manera en que se están manejando las cosas y su sustentabilidad y, por lo tanto, no siempre incondicionales en su apoyo. Es entonces necesario que la protesta se oriente, principalmente, hacia el objetivo de modificar el comportamiento de estos pilares del régimen, tal como sucedió en el caso de la Fiscalía General de la República. Esto no se logrará escalando las agresiones de manera tal que les estemos diciendo que su única salvación es sostener al régimen.

¿Debe entonces toda protesta ser masiva? No necesariamente. La protesta con mayor impacto es la que logra altos niveles de participación, pero ello no es posible lograrlo todos los días y existen otras acciones que permiten lograr otros objetivos e incluso alimentan las expectativas y fortalecen la convocatoria a las protestas masivas. En tal sentido, mientras las protestas que escalan en violencia reducen los niveles de participación en futuras, las protestas no-violentas ejecutadas por pequeños grupos, pero adecuadamente comunicadas, pueden tener un valor simbólico muy importante y fortalecen las expectativas de la gente para participar en otras cuya convocatoria busque altos nivelad de participación. Es así como los teatros de calle, en los que se usaba el humor para educar a la gente sobre las acciones y pretensiones ilegitimas de sus gobernantes, fueron muy importantes en los procesos de democratización de Europa del Este; las actuaciones operísticas de jóvenes cantando a la libertad, como las que vimos en recientes días en el Centro Comercial Sambil, que motivan y alimentan el espíritu de lucha, forman parte de un repertorio que puede ser tan amplio como la imaginación.

Y ¿qué hacemos con los “escuderos”? Existen, de acuerdo a lo que hemos podido identificar, cuatro tipos de escuderos: los infiltrados, los mercenarios, los ingenuos y los defensores. Los infiltrados son en algunos casos agentes de inteligencia de cuerpos policiales y militares, y en otros mercenarios, colocados por el gobierno en la vanguardia de las protestas para que sean ellos quienes marquen la dinámica de las protestas opositoras, generando los primeros actos de violencia, muchas veces antes de que la misma policía o la Guardia actúen, para justificar la represión. Estos infiltrados normalmente desaparecen inmediatamente después de que le represión comienza. Si Usted toma la iniciativa de colocarse con suficiente antelación y discretamente a poca distancia de los piquetes de la policía y la guardia, verá a algunos de estos infiltrados con sus escudos y en ropa de protesta, compartiendo con la policía y la Guardia. Los infiltrados, obviamente, deben ser identificados y execrados de las protestas de la oposición, sin agresiones que puedan revertirse en contra de quienes protestan legítimamente.

Los mercenarios son aquellos que actúan en las protestas buscando un beneficio económico propio, algunos de ellos levantando dinero en medio de las protestas, otros siendo financiados por personas bien intencionadas que pretenden ayudar, y otros por agentes de inteligencia del Estado que los usan, consciente o inconscientemente, para escalar la violencia de la misma forma en que lo hacen con los infiltrados. El problema con el mercenario es que es un individuo poco confiable en el sentido de que sus motivaciones poco o nada tienen que ver con los valores que defendemos, y de la misma forma que hoy actúa a favor de un lado a cambio de un pago, mañana podría estar actuando desde el lado contrario por las mismas razones. Con los mercenarios aplica la conversión a una lucha por principios, lo que no siempre es posible, o su execración de la protesta, en la misma forma que se recomienda con los infiltrados. Pero en este caso, toca también cortar las fuentes de financiamiento de estos grupos, lo que implica no cooperar con la contribución pequeña. Y si Usted conoce a alguien que haga contribuciones mayores, por favor hágale saber el efecto contraproducente que su contribución está teniendo a la causa.

Con la denominación de ingenuos me refiero a una categoría, la más importante quizás no porque son la mayoría sino por ser los más activos en la calle y en las redes, que tienen los mismos valores que la mayoría de nosotros, pero poca o ninguna comprensión sobre cómo funciona la protesta y lo que debe o no hacerse. Estos jóvenes, y algunos no tan jóvenes, están convencidos de que pueden ganar esta guerra por métodos convencionales, o sea enfrentando la fuerza pública con la fuerza de sus escudos, chinas, molotov o puputov, y pueden ganar. Los ingenuos actúan con buena intención, pero sin conciencia del enrome daño que terminan haciéndole al movimiento democrático, al contribuir con sus propias acciones al mismo objetivo de escalar la violencia y reducir la participación en las protestas, que es lo mismo que busca el gobierno a través de sus infiltrados. Si la protesta quiere ser vista desde al ángulo confrontacional, como una guerra, que es como muchos insisten en verla, entonces lo primero que debe entenderse es que no se trata de una guerra convencional en la que gana quien sea capaz de ejercer más poder letal sobre el otro, sino de una guerra asimétrica, lo que implica el uso de estrategias y armas distintas a las del adversario. La resistencia civil no violenta tiene como principio, justamente, el de elevar los costos de la represión hasta neutralizar el uso de la violencia de parte del Estado. Este grupo, tan numeroso como valioso y valiente, debe ser convencido del valor de cambiar sus tácticas de lucha por los principios de la resistencia civil no violenta.

Finalmente, tenemos a lo que he llamado los defensores que, aunque comparten los valores de la mayoría de quienes estamos en esta lucha y son más realistas que los ingenuos en sus expectativas sobre la confrontación, al asumirlo no con el objetivo de derrotar al adversario sino de defenderse, es necesario comprender, aunque reconozco que es más fácil decirlo que hacerlo, que el ejercicio de la violencia en el caso de la legítima defensa, lejos de lograr los resultados que buscamos, logrará el efecto opuesto. Como decíamos en nuestro último artículo, si confrontar exige valor, mucho más valor exige el resistir sin confrontar, y es justamente este tipo de respuesta asimétrica la que hace la represión injustificable y eleva al máximo los costos para el gobierno y para órganos represores como la policía y las fuerzas armadas. Es justamente la conducta de resistencia no violenta la que le generará al régimen y a las fuerzas armadas los mayores problemas para reprimir.

Hacer sostenible la protesta implicará, entre otras cosas, erradicar de manera urgente la violencia, para ello es necesario cambiar el comportamiento de la vanguardia de las marchas, que debe ser ocupada por un liderazgo político y social, sin capuchas ni morrales con piedras, chinas, molotov o puputov que evidencian intenciones y disposición a la violencia, y que sea capaz de asumir con una actitud ejemplar y de modelaje el giro de la protesta hacia dinámicas que han probado su eficacia en entornos aún más represivos y violentos que el nuestro. Hacer sostenible la protesta implica cambiar la forma y el mensaje de nuestros escudos, como se hizo en Hong Kong con las sombrillas, o quizás prescindir de ellos como hicieron María José, esa valiente mujer que se paró frente a la banqueta de la Guardia Nacional, o Hans Wuerich, ese joven estudiante de la UCV que enfrentó desnudo los disparos de sus opresores. Hacer sostenible la protesta implica que no destruyamos nuestros propios espacios y agredamos a nuestros propios vecinos, lo cual lejos de afectar al gobierno nos afecta a nosotros y resulta tan irracional como sería destruir nuestro propio país en una guerra para “ganarle” al adversario. Hacer sostenible la protesta implica no convertirla en campo de oportunidades para los mercenarios sin escrúpulos, así como dejar de aplaudir y convertir en héroes a infiltrados o a ignorantes bien intencionados.

Evidentemente, comprender la complejidad de la resistencia civil no violenta leyendo unas pocas cuartillas no es fácil, pero existen unos cuantos sitios serios en Internet que contienen cursos para todo público y material muy amplio que contribuye a una comprensión más realista y menos dogmática y prejuiciada sobre este tema.

Director

Centro de Estudios Políticos

Universidad Católica Andrés Bello

https://politikaucab.net/2017/06/02/poniendo-los-puntos-sobre-las-ies-de-la-protesta/

¿Violencia o resultados?

Benigno Alarcón Deza

El 17 de diciembre de 2010 un buhonero que vendía frutas en las calles de Túnez, de nombre Mohamed Bouazizi, fue despojado de su mercancía, en la que tenía invertido todo su capital y de la que dependía para llevar el alimento a su familia. Mohamed Bouazizi, tras varios intentos desesperados primero por negociar, y luego de ruego a la policía, se inmoló, prendiéndose fuego frente a la comisaría. La noticia corrió de inmediato por las redes sociales y, durante su agonía, miles de tunecinos, que se identificaban con la desesperación y el hambre que llevó a Mohamed a atentar contra su propia vida al privársele de su único medio de subsistencia, comenzaron a salir a las calles para protestar contra el régimen por las condiciones del país. Mohamed Bouazizi falleció el 4 de enero de 2011. Diez días después, el presidente Ben Ali renunció dando paso a una transición democrática después de 23 años liderando un régimen autoritario.

Las protestas y la caída del régimen tunecino un mes después generaron un efecto dominó en el resto de los países árabes que produjo, como resultado, un estallido sin precedentes de protestas que exijan reformas en Egipto, Yemen, Bahréin, Libia y Siria. Durante este proceso cayeron líderes autoritarios que ostentaban el poder desde hacía mucho tiempo, como Hosni Mubarak en Egipto, derrocado por sus propias fuerzas armadas el 11 de febrero tras semanas de una cruenta represión. Gadafi, en Libia, quien ordenó al uso de su propia fuerza aérea para reprimir a los manifestantes, lo que hizo que la OTAN decidiera liderar una coalición que expulsó a Gadafi de Trípoli, la capital, para ser luego encontrado huyendo y ejecutado, dando fin a la guerra. En Yemen, el país más pobre del mundo árabe, las protestas contra Ali Abdullah Saleh duraron más de un año, hasta que en febrero de 2012 fue expulsado del poder. En Siria, por el contrario, se produjo otra guerra civil que ha cobrado la vida de más de 250.000 personas y ha desplazado a 11 millones de sus casas.

Pero mientras la llamada Primavera Árabe produjo un solo caso que podríamos calificar como exitoso, aunque aun no consolidado, de democratización, existen otro muchos casos de transiciones exitosas como los de Portugal (1974), Brasil (1985), Chile (1989); Ghana (2000), Indonesia (2004), México (2000), Filipinas (1986), Polonia (1989), Sudáfrica (1994) y España (1977), entre otros.

En las entrevistas realizadas por Bitar y Lowenthal para su obra Transiciones Democráticas (2016), todos los líderes de estos procesos coinciden en que los regímenes autoritarios no toleran ningún cambio en el poder hasta que comienzan a aflorar las diferencias dentro del mismo bloque de poder cuando un sector importante percibe que la pérdida sustancial de apoyo público puede llevarles a consecuencias nefastas o incontrolables, que superan los beneficios de tratar de mantener el poder por la fuerza.

Es aquí en donde la protesta juega su rol principal. Es la protesta, ante la falta de canales institucionales democráticos para expresar la magnitud del rechazo político y dirimir el conflicto, el mecanismo alternativo para evidenciar el rechazo político y convertirlo en presión sobre el aparato gubernamental. Pero para evidenciar la magnitud del rechazo y aumentar las posibilidades de éxito de manera significativa, es necesario sostener una protesta masiva con niveles de participación que alcancen entre tres y cinco por ciento de la población nacional, según el estudio sobre cien años de protesta realizado por Chenoweth y Stephan (2011).

Para lograr estos niveles de masificación es condición sine que non controlar los niveles de violencia. La sustentabilidad y masificación de la protesta es inversamente proporcional a sus niveles de violencia, y esto es algo que el actual régimen conoce muy bien.

La estrategia del régimen para contener la protesta ha sido la de incitar a la violencia mediante el uso de los colectivos armados y la infiltración de personas en las protestas de la oposición a los fines de generar violencia y caos para así justificar la represión de las marchas. De esta forma, en la medida que la violencia se incrementa, aumentará la represión como consecuencia de ello, y la protesta irá menguando al aumentar las barreras físicas, psicológicas y morales a la participación, hasta que solo se atrevan a protestar los grupos más radicalizados y violentos, los cuales, en sentido opuesto a lo que muchos creen, son los más fáciles de reprimir a un menor costo político y de imagen para el gobierno, así como para militares y policías, ya que la violencia será la justificación para la represión.

En tal sentido, el éxito de las actuales protestas dependerá, en buena medida, de la capacidad y habilidad que se tenga para reducir de manera inmediata la escalada de violencia que hemos visto durante los últimos días. Y aunque es cierto que tal violencia viene provocada desde el lado oficialista mediante el uso de colectivos armados, infiltrados y niveles de represión injustificables, los convocantes a la protesta tienen la responsabilidad de liderarla y hacer un uso inteligente de la buena disposición de la gente a darlo todo por el país, haciendo uso de la movilización, como el arma más poderosa que hasta ahora tienen los demócratas, de manera racional, eficiente y con una orientación estratégica claramente definida. Si no se reorienta de manera inmediata la protesta, se corre el riesgo de un nuevo fracaso.

Es por ello que decimos que es necesario escoger entre violencia y resultados. Reorientar la protesta para aumentar sus niveles de incidencia política implica atender de manera prioritaria a dos factores clave: sustentabilidad y masificación, y ambos dependen básicamente de reducir las barreras y costos de participación, lo que a su vez depende de mantener bajos niveles de violencia en el desarrollo de las protestas. Para ello existen algunas previsiones básicas que los lideres de este movimiento democrático deben implementar de manera inmediata:

Primero, repensar la frecuencia de la protesta. No es cierto que la eficiencia de la protesta va vinculada a su frecuencia. La idea de que la frecuencia genera el desgaste del gobierno y de los cuerpos represivos, si bien puede ser cierto, opera en ambos sentidos, y también genera un enrome desgaste físico y emocional del lado de la oposición, lo cual dificulta la sustentabilidad de altos niveles de participación y el control de la violencia. Lo más importante para un movimiento democrático no es que la gente proteste todos los días de manera anárquica, sino que la gente responda de manera inequívoca y masiva cada vez que se le convoca, lo cual no es posible si se le convoca todos los días.

Segundo, es necesario considerar la seguridad de la gente. En tal sentido, el volumen de la concentración es la mayor garantía de seguridad para los protestantes. Por tal motivo deben evitarse las concentraciones pequeñas en múltiples puntos con la idea errada de que la desconcentración dificulta la represión. A mayor cantidad de puntos de protesta o concentración mayor es la posibilidad de que la protesta se anarquice, como sucedió con “El Trancazo”. Al contrario de lo que algunos alegan, grupos pequeños de personas reunidas en un punto para protestar o incorporarse a una marcha son presa fácil de grupos armados que pueden disolver la concentración con mucha facilidad y bajo riesgo para ellos mismos. En sentido opuesto, si la idea es iniciar marchas desde diferentes puntos de una ciudad, las marchas deben iniciarse en muy pocos puntos de concentración, de fácil acceso y que atraigan a mucha gente que se mantenga unida y motive, por su volumen, a que otras personas se incorporen a su paso para terminar concentrándose en un solo punto.

Tercero, es fundamental execrar a los grupos violentos de las manifestaciones democráticas, comenzando por los infiltrados, por lo general fácilmente reconocibles. Asimismo, es necesaria una reordenación de la vanguardia de las marchas, que debe ser ocupada por el liderazgo político asumiendo una actitud ejemplar y de modelaje para el resto de los participantes. Si bien es cierto que las personas que ocupan la vanguardia de las marchas son admiradas por muchos por su valor y coraje, lo cual nadie puede poner en duda, su falta de entrenamiento en procesos de resistencia no-violenta les hace cometer errores fundamentales. Es la vanguardia de la marcha, justamente, la que termina marcando la pauta del comportamiento del resto de la gente, y de ellos depende, principalmente, la actuación del resto de los participantes. Si confrontar exige valor, mucho más valor exige el resistir sin confrontar, y es justamente este tipo de respuesta asimétrica la que hace la represión injustificable y eleva al máximo los costos para el gobierno y para órganos represores como la policía y las fuerzas armadas. Es justamente la conducta de resistencia no violenta la que le generará al régimen y a las fuerzas armadas los mayores problemas para reprimir y la que hará que los que están en la primera fila, de ambos lados, puedan comenzar a mirarse a los ojos y a negociar, muchas veces sin palabras.

Cuarto, el fin de la protestas no puede ser el de ganarle a las fuerzas armadas en su propio terreno, o sea el de la confrontación. La población civil y los sectores democráticos no son ni cuentan con grupos armados, por lo cual el ejercicio de la violencia como respuesta a la represión, coloca a los manifestantes en una batalla asimétrica que solo aplauden los ingenuos y , que lejos de acercarnos al objetivo democrático, nos empuja hacia procesos de radicalización y confrontación muy peligrosos al obligar al sector militar a atrincherarse del mismo lado del régimen, lo cual es el mejor escenario para su sustentación. Las respuestas violentas físicas o simbólicas de parte de los protestantes, solo contribuyen a convertir a fuerzas armadas y pueblo en enemigos sobre el terreno de una batalla convencional cuyos resultados, como en el caso de Serbia, son fácilmente previsibles y es lo que busca estimular el ala más radical del régimen. De lo que trata la protesta no es de inmolarse de manera absurda en las calles del país tratando de cruzar fronteras simbólicas, como si fuera la conquista imaginaria de un territorio enemigo. No se trata de alimentar la fantasía épica fabricada desde el mismo gobierno del Este invadiendo el Oeste, sino de que el Oeste y el Este se encuentren y de demostrar de qué lado está la voluntad de la mayoría, de poner en la calle, frente al régimen, a toda una nación exigiendo sus derechos más sagrados, y entre ellos el de decidir su propio futuro, de manera inequívoca, y ganarse a quienes pueden tomar las decisiones finales que abran la puerta del cambio político que toda la Nación Venezolana exige. No se trata de ganarle a las fuerzas armadas, sino de ganárselas a nuestra Causa.

Benigno Alarcón Deza
Director
Centro de Estudios Políticos
Universidad Católica Andrés Bello

Retomamos la calle y, ¿ahora qué?

Benigno Alarcón Deza

Carta del Director

Si bien es cierto que las protestas por sí solas rara vez generan un cambio de gobierno, en el caso de Venezuela, al igual que ha sucedido en la mayoría de las transiciones, el cambio político no será posible sin protestas. Es un hecho evidente, aunque algunos parecieran pretender desconocerlo, que las protestas de las últimas semanas han tenido una incidencia significativa en la evolución del escenario político venezolano. Hoy los partidos y movimientos que se oponen al gobierno de Maduro han logrado trasladar la batalla del campo institucional, en donde solo se cuenta con el control del Legislativo, desde hace tiempo neutralizado por el resto de las instituciones estatales bajo el control hegemónico del oficialismo, a las calles del país, con un nivel de respuesta inesperado para muchos, que ha colocado el conflicto en niveles de mayor simetría con el gobierno.

Y esta simetría, que significa un careo de tú a tú entre el gobierno y la oposición, que hoy se enfrentan en condiciones de mayor igualdad, ha tenido su expresión en una serie de consecuencias que pueden considerarse como las ganancias de la protesta. Entre ellas vale la pena destacar:

  • El derrumbe de los muros territoriales entre oficialismo y oposición. Hoy las manifestaciones de descontento con el gobierno no se centran en el este de Caracas, ni en las zonas de clase media y alta de las diferentes ciudades del país. Las manifestaciones se han generalizado en todos los espacios geográficos y hoy se encuentran con un objetivo: Producir el cambio.
  • La toma de la iniciativa por la oposición. Hoy la ofensiva está en manos de los sectores pro-democráticos, mientras el gobierno se mantiene a la defensiva.
  • El afianzamiento de la solidaridad internacional con la causa democrática en Venezuela, lo que tuvo su expresión más significativa en la evolución de la votación en la OEA, que hoy ha logrado sumar diecinueve de sus países miembros a la convocatoria de una reunión de cancilleres que colocará al gobierno venezolano en una situación muy difícil.
  • Los medios nacionales e internacionales están más centrados que nunca en el proceso venezolano, con una matriz de opinión favorable a los sectores democráticos, mientras la mayoría de la gente percibe que sin cambio de gobierno no hay futuro y parecieran estar dispuestos a hacer lo que sea por lógralo.
  • Se han elevado de manera exponencial los costos de represión, tanto para el gobierno nacional como para la Fuerza Armada y cuerpos policiales.
  • La generación de fisuras en el oficialismo entre quienes, por miedo a pagar sus crímenes, parecieran estar dispuestos a lo que sea para no salir del poder, aunque ello implique la fantasía de crear una especie de Alepo tropical, y aquellos, más realistas, que comprenden que la mayoría de la tropa nos les seguiría en semejante aventura y preferirán negociar sus condiciones de salida y tener una transición pacífica, con costos menores para todos y con posibilidades de convivencia, como se logró en los casos de España, Sudáfrica o Brasil, entre muchos otros.

Al dejar atrás el falso dilema entre conflicto y diálogo, o entre protesta y elecciones, y comenzar a comprenderse que las estrategias blandas y duras no son excluyentes sino complementarias, la oposición aparece hoy más coordinada, al asumir cada partido y liderazgo el papel con el que se siente más cómodo y un mínimo de coherencia, que ha permitido la masificación y el sostenimiento de la protesta a los niveles que hemos vivido durante las últimas semanas.

En conclusión, retomamos la calle, y ¿ahora qué?

Los procesos de transición, como hemos dicho muchas veces, dependen principalmente del balance entre costos de represión y costos de tolerancia. En otras palabras, las transiciones políticas se producen cuando los costos de tolerar un cambio político se perciben menores que los costos de usar la represión para mantenerse por la fuerza.

Si bien es cierto que los costos de represión vienen escalando de manera exponencial durante las últimas semanas tanto para el gobierno como para las fuerzas armadas y policiales, la protesta tampoco está libre de costos para la oposición y al momento se han registrado, hasta donde conocemos, unas 29 víctimas fatales, a las que deben sumarse innumerables personas heridas o detenidas.

En base a ello podría discutirse, con argumentos circulares que no nos llevarían a ninguna parte, quién gana y quién pierde la actual batalla, para terminar en la conclusión de que gana quien se mantenga firme por más tiempo, lo cual puede ser cierto, pero con costos inmensos para ambas partes.

La respuesta racional al ¿ahora qué? no debe circunscribirse a someter a la gente a una guerra de resistencia con un final incierto, sino en desarrollar la habilidad para, simultáneamente mientras se continuar elevando los costos de represión, reducir los costos de salida de quienes prefieren soluciones negociadas.

Ello requiere el desarrollo de una estrategia inteligente de parte de la oposición que aproveche el elevamiento de los costos de represión, y las fisuras que ello genera en el bloque de gobierno y la fuerza armada, para reducir los costos de tolerancia a un cambio político de quienes estén más interesados en tener un futuro tras un proceso de transición que en evitarlo por la fuerza.

Para ello es necesario permitir la cooperación, o su salida, a ciertos de actores clave, sin los cuales el sistema es insostenible. Esta, aunque puede resultar justificadamente cuestionable por algunos, es la estrategia que ha hecho la diferencia entre países que han logrado transiciones pacíficas y los que se han sumido en una espiral de violencia muy costosa para la población. Este es el precio que países como España, Sudáfrica, Ghana, Brasil y Túnez pagaron por la democracia, la paz y un mejor futuro para todos.

Director Centro de Estudios Políticos Universidad Católica Andrés Bello

(https://politikaucab.files.wordpress.com/2017/04/editado-carta-del-direc...)

Lecciones sobre el diálogo

Benigno Alarcón Deza

Carta del Director

Cuando nos caemos o algo no sale bien, solo tenemos tres alternativas posibles: paralizarnos y no hacer más nada ante la incertidumbre o el miedo de volver a fracasar, dedicarnos a rumiar nuestro fracaso lamentándonos y culpando a otros por lo que salió mal, o tener la humildad para reconocer los errores y el valor y la sabiduría para rectificar y volver a empezar con renovadas energías y una mejor comprensión de la situación. Esta carta tiene la intención de centrarse en la tercera alternativa, o sea en la de aprender y rectificar, que es la única que sirve de algo.

Los resultados de los procesos de negociación transicional, que es de lo que supuestamente trataba este diálogo, dependen más de lo que sucede o puede suceder fuera de la mesa de negociación que de lo que sucede en ella misma. Esto es lo que en el lenguaje técnico de la negociación se conoce como las alternativas al acuerdo.

Recurramos a un ejemplo para tratar de explicar de una forma más didáctica lo que queremos decir. Si dos países tienen un conflicto por la delimitación de sus fronteras, pero uno de ellos tiene un poder militar mucho mayor que el otro, éste último tendrá menos motivaciones para llegar a un acuerdo porque la alternativa de una guerra le resultaría obviamente más favorable, mientras que el país más débil necesitaría desesperadamente de un acuerdo porque la alternativa de una confrontación implicaría una pérdida aún mayor que la de mantener el estatus actual. En una situación como ésta, en la cual a un país no le interesa llegar a ningún acuerdo y el otro no tiene como una alternativa distinta al acuerdo, que obligue al otro a reconsiderar la conveniencia de cooperar, es fácil predecir que el desenlace sería el statu quo.

Este ejemplo, aplicable por analogía a la mesa de diálogo, hace que sea fácil comprender por qué no resultaba posible alcanzar un acuerdo en la mesa de diálogo que permitieran un cambio en el statu quo político. El gobierno siente que tiene los recursos (control sobre las instituciones y el ejercicio de la represión) para mantener el poder, aun por la fuerza si fuese necesario, mientras que la oposición pareciera no estar dispuesta a ejercer sus alternativas ante la negativa del gobierno a cooperar en la construcción de las condiciones para su propia salida.

A todo evento es necesario y responsable reconocer que todo proceso de transición política pacifica ha tenido como uno de sus componentes principales la negociación, pero ello solo es posible cuando ambas partes reconocen que sus alternativas al diálogo son menos atractivas que alcanzar un acuerdo. Es por ello que mientras el gobierno perciba que no necesita negociar su salida, el diálogo será un ejercicio inútil.

Si la oposición pretende entonces construir alguna viabilidad al diálogo, tendría que comenzar por fortalecer sus propias alternativas en caso de que no se alcance un acuerdo y estar dispuesta a ejercerlas, y no solo a utilizarlas como amenazas. En otras palabras, si la oposición habla de retomar el juicio político en la Asamblea, debe tener muy claro, antes de anunciarlo, en qué consiste y a dónde nos lleva ello, cuál es su desenlace y cómo con ello genera para el gobierno un escenario menos atractivo que un potencial acuerdo. Asimismo, si se habla de retomar la calle la oposición está obligada a tener una estrategia coherente para ello que termine produciendo consecuencias tales para el gobierno que le hagan preferir una solución negociada.

Aunque algunos podrían ver en lo planteado la debilidad de que el cálculo estratégico parte de la supuesta racionalidad de los actores involucrados, está demostrado que la mayoría de los actores, incluso aquellos que parecieran actuar de manera más irracional, responden a un cálculo racional. La limitante real está en que la racionalidad no es absoluta, sino que está limitada, básicamente, por tres factores: los objetivos del sujeto, la información disponible para éste y la interpretación que se hace de la información disponible. Es por estas razones que una estrategia efectiva implica, entre otras cosas, comprender la lógica del otro, ser capaz de colocarse en sus zapatos y adelantarse a su racionalidad.

En este sentido, mientras algunos actores en la oposición hablan insistentemente de una salida pacífica, constitucional, democrática, electoral e institucional, estamos obligados a recordar que tal salida no es posible sin cierto nivel de cooperación por parte de quienes ocupan las instituciones del Estado, tal como ha quedado demostrado con la confiscación del derecho constitucional a revocar y con la postergación de las elecciones regionales que debieron haberse celebrado este año. La mala noticia es que nos encontramos ante un gobierno que no actúa bajo una lógica democrática y cuyos costos de salida del poder son extraordinariamente altos. La buena noticia es que no hay tan solo dos actores y la institucionalidad del Estado no es monolítica, sino que está conformada por una complejidad de actores cuyos cálculos costo-beneficio difieren unos de otros, y por lo tanto también su disposición a cooperar o no, dependiendo de las consecuencias.

El cálculo costo-beneficio para quienes hoy ocupan las instituciones del Estado dependerá de las consecuencias que se derivan de cooperar o no con una salida política. Estas consecuencias, a su vez, dependerán de lo que la oposición esté en capacidad de hacer si no se alcanza un acuerdo que permita una salida con la cooperación de ambas partes. Si la oposición no está en capacidad o no tiene la disposición a cumplir sus amenazas, o el gobierno, según sus cálculos, tiene la capacidad para confrontarlas exitosamente, no tendría ningún incentivo real para cooperar. Si, por el contrario, las consecuencias de no cooperar implican un escenario de mayor riesgo para el gobierno que el de un acuerdo negociado, habría una salida pacífica, constitucional, democrática, electoral e institucional posible.

En otras palabras, esta mesa de diálogo, como dijimos hasta el cansancio en muchas oportunidades anteriores, no ha funcionado porque la misma no estaba diseñada para darle viabilidad a un proceso de transición, sino para evitarlo, y porque los acuerdos en escenarios de conflicto dependen más de lo que se esté en capacidad de hacer fuera de la mesa de negociación, que de lo que se haga en ella.

Director Centro de Estudios Políticos Universidad Católica Andrés Bello

9 de diciembre de 2016