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Joseph E. Stiglitz

La COVID‑19 y la libertad de las personas

Joseph E. Stiglitz

El incremento de casos, hospitalizaciones y muertes por COVID‑19 en Estados Unidos es un triste recordatorio de que la pandemia no terminó. La economía mundial no volverá a la normalidad mientras la enfermedad no esté controlada en todas partes.

Pero el caso estadounidense es una auténtica tragedia, porque lo que ocurre aquí es totalmente innecesario. Mientras los habitantes de países emergentes y en desarrollo anhelan la vacuna (y muchos mueren por no tenerla), el suministro en Estados Unidos es lo bastante grande como para dar una segunda dosis (y ahora también una de refuerzo) a toda su población. Y cuando casi toda la población esté vacunada, es casi seguro que la COVID‑19 «desaparecerá», como en la memorable frase del expresidente Donald Trump.

Sin embargo, la cantidad de personas vacunadas en Estados Unidos todavía es insuficiente para evitar un nuevo aumento de casos en muchas zonas, como consecuencia de la muy contagiosa variante delta. ¿Cómo es posible que en un país con una población aparentemente bien educada haya tanta gente que actúa en forma irracional, contra sus intereses, contra la ciencia y contra las enseñanzas de la historia?

Una parte de la respuesta es que pese a ser rico, el país no está tan bien educado como se supone; da cuenta de ello su desempeño internacional comparativo en las evaluaciones estandarizadas. En muchas áreas de Estados Unidos (incluidas algunas con los mayores índices de resistencia a la vacunación) la educación en ciencias es particularmente deficiente, por la politización de temas fundamentales como la evolución y el cambio climático, que en muchos casos se excluyeron de los programas de estudio.

En este entorno hay muchas personas que son terreno fértil para la desinformación. Y las plataformas de redes sociales, a salvo de toda responsabilidad por lo que transmiten, han creado un modelo de negocios basado en maximizar el tiempo de conexión de los usuarios difundiendo información falsa (incluso en relación con la COVID‑19 y las vacunas).

Pero una parte esencial de la respuesta tiene que ver con un enorme malentendido (presente sobre todo en la derecha) en relación con la libertad individual. Un argumento habitual de quienes se niegan a usar mascarilla o mantener el distanciamiento social es que supone una limitación de su libertad. Pero la libertad de uno termina donde empieza la de los demás. Si por negarse a usar mascarilla o vacunarse, algunas personas provocan que otras se contagien la COVID‑19, les están negando el derecho más fundamental a la vida misma.

La esencia del asunto es que hay grandes externalidades: en una pandemia, las acciones de una persona afectan el bienestar de otras. Y allí donde existen esas externalidades, el bienestar de la sociedad exige acción colectiva: regular para restringir conductas socialmente perjudiciales y promover conductas socialmente benéficas.

Toda sociedad ordenada implica restricciones. Prohibiciones como las de matar, de robar, etc., restringen la libertad individual, pero es evidente que una sociedad no puede funcionar sin ellas. En el mundo que seguirá a la COVID, tal vez haya que interpretar que los Diez Mandamientos incluyen «no matarás, y tampoco lo harás transmitiendo enfermedades contagiosas cuando puedas evitarlo».

Y del mismo modo: «Te vacunarás». Cualquier limitación de la libertad individual por el hecho de exigir la aplicación de vacunas seguras y muy eficaces contra la COVID‑19 es nada en comparación con los beneficios sociales (y los consiguientes beneficios económicos) de la salud pública. Que todas las personas deben vacunarse (con algunas excepciones limitadas por razones médicas) se cae de maduro. Y ya que muchos gobiernos parecen demasiado temerosos de exigirlo, deben encargarse de ello empleadores, escuelas, organizaciones sociales; cualquier ámbito de actividad organizada donde haya contacto entre personas.

Como hemos aprendido estos últimos dieciocho meses, la salud mundial es un bien público mundial. Mientras la enfermedad siga haciendo estragos en algunas partes del mundo, crecerá el riesgo de que aparezca una mutación más letal, más contagiosa y resistente a las vacunas.

Pero en la mayor parte del mundo, el problema no es que haya resistencia a la vacunación sino una enorme escasez de vacunas. Es evidente que el sector privado no consigue aumentar la producción para asegurar un suministro adecuado. ¿Se debe eso a que los productores de vacunas carecen de capital? ¿Hay escasez de frascos de vidrio o jeringas? ¿O esperan tal vez que restringir el suministro de dosis aumente los precios y las ganancias? Uno de los principales obstáculos a un mayor suministro es el acceso al uso de propiedades intelectuales necesarias; por eso la propuesta de suspensión de patentes que se está discutiendo en la Organización Mundial del Comercio es tan importante.

Y en vista de la urgencia y de la magnitud del desafío, hace falta más: una de las medidas que puede tomar el gobierno del presidente estadounidense Joe Biden es invocar la Ley de Producción para la Defensa y aprovechar el hecho de que el gobierno federal es titular de patentes fundamentales. Estados Unidos ha dado a las farmacéuticas libre acceso a esos bienes intelectuales públicos, mientras se embolsan miles de millones de dólares en utilidades. Estados Unidos debe usar todos los instrumentos de los que dispone para aumentar la producción dentro y fuera del país.

Esto también se cae de maduro. Aun si el costo de la vacunación en todo el mundo llegara a varios miles de millones de dólares, no sería nada en comparación con el costo humano y económico de que la pandemia de COVID‑19 continúe.

Traducción Esteban Flamini

7 de septiembre 2021

Project Syndicate

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El diablo de un impuesto global está en los detalles

Joseph E. Stiglitz

Pareciera ser que la comunidad internacional está avanzando hacia lo que muchos consideran un acuerdo histórico para fijar una tasa de impuesto mínimo global a las corporaciones multinacionales (CMN). Era hora de que sucediera –pero tal vez no sea suficiente.

Con las reglas existentes, las empresas pueden eludir pagar su porción justa de impuestos si registran sus ingresos en jurisdicciones con bajos impuestos. En algunos casos, si la ley no les permite simular que una parte suficiente de sus ingresos se origina en algún paraíso fiscal, han trasladado algunas partes de sus operaciones a estas jurisdicciones.

Apple se convirtió en el paradigma de la evasión fiscal al registrar ganancias generadas en sus operaciones europeas en Irlanda y luego utilizar otro vacío legal para evadir gran parte de la notoria tasa impositiva del 12,5% de Irlanda. Pero Apple no fue la única empresa en convertir la genialidad detrás de productos que amamos en una evasión fiscal sobre las ganancias obtenidas gracias a vendérnoslos. La compañía, con razón, dijo que pagaba cada dólar que debía; simplemente estaba sacando plena ventaja de lo que el sistema le ofrecía.

Desde esta perspectiva, un acuerdo para establecer un impuesto mínimo global de por lo menos el 15% es un paso importante hacia adelante. Pero el diablo está en los detalles. La tasa oficial promedio actual es considerablemente más alta. Es posible entonces, y hasta probable, que el mínimo global se convierta en la tasa máxima. Una iniciativa que comenzó como un intento por obligar a las multinacionales a aportar su cuota justa de impuestos podría representar un ingreso adicional muy limitado, mucho más bajo que los 240.000 millones de dólares que no se pagan anualmente. Y algunas estimaciones sugieren que los países en desarrollo y los mercados emergentes también verían una pequeña fracción de este ingreso.

Impedir este desenlace depende no sólo de evitar una convergencia global a la baja, sino también de garantizar una definición amplia e integral de las ganancias corporativas -una que limite, por ejemplo, la deducción por costos relacionados con gastos de capital más interés más pérdidas previas a la entrada más… Probablemente lo mejor sería acordar sobre una contabilidad estándar para que las nuevas técnicas de evasión impositiva no reemplacen a las viejas.

Lo que resulta particularmente problemático en las propuestas presentadas por la OCDE es Pilar Uno, cuyo objetivo es abordar la potestad tributaria y aplicarla exclusivamente a las empresas globales muy grandes. El viejo sistema de precios de transferencia claramente no estaba a la altura de los desafíos de la globalización del siglo XXI; las multinacionales habían aprendido a manipular el sistema para registrar ganancias en jurisdicciones de bajos impuestos. Es por eso que Estados Unidos ha adoptado una estrategia por la cual las ganancias se asignan entre los estados mediante una fórmula que tiene en cuenta las ventas, el empleo y el capital.

Los países en desarrollo y desarrollados pueden verse afectados de manera diferente dependiendo de qué formula se utilice: un énfasis en las ventas afectará a los países en desarrollo que producen bienes manufacturados, pero puede ayudar a resolver algunas de las desigualdades asociadas con los gigantes digitales. Y para las Grandes Tecnológicas, el valor de las ventas debe reflejar el valor de los datos que recaban, algo crucial para su modelo de negocios. La misma fórmula tal vez no funcione en todas las industrias.

Aun así, hay que reconocer los avances hechos en las propuestas actuales, incluida la eliminación de la prueba de “presencia física” para imponer impuestos –algo que no tiene ningún sentido en la era digital.

Algunos consideran que Pilar Uno es un respaldo del impuesto mínimo y, por ende, no sienten pruritos respecto de la ausencia de principios económicos que guíen su construcción. Sólo una pequeña fracción de las ganancias por encima de un cierto umbral serán asignadas –lo que implica que el porcentaje total de ganancias a ser asignadas es por cierto pequeño-. Pero si a las empresas se les permite deducir todos los insumos de producción, incluido el capital, el impuesto a las ganancias corporativas es realmente un impuesto a las rentas o a las ganancias puras, y todas esas ganancias puras deberían estar disponibles para ser asignadas. En consecuencia, la demanda por parte de algunos países en desarrollo de que un porcentaje mayor de las ganancias corporativas sea objeto de una reasignación es más que razonable.

Existen otros aspectos problemáticos de las propuestas, hasta donde se puede determinar (ha habido menos transparencia, menos discusión pública de los detalles de la que uno habría esperado). Un aspecto tiene que ver con la resolución de disputas, que claramente no se puede llevar a cabo utilizando los tipos de arbitraje que hoy prevalecen en los acuerdos de inversión; tampoco debería dejarse en manos del país “de origen” de una corporación (especialmente frente a corporaciones sin ataduras que buscan hogares favorables). La respuesta correcta es un tribunal fiscal global, con la transparencia, estándares y procedimientos que se esperan de un proceso judicial del siglo XXI.

Otra de las características problemáticas de las reformas propuestas tiene que ver con la prohibición de “medidas unilaterales”, algo aparentemente destinado a frenar la propagación de impuestos digitales. Pero el umbral propuesto de 20.000 millones de dólares deja a muchas grandes compañías multinacionales fuera del radar de Pilar Uno. ¿Y quién sabe qué vacíos legales encontrarán abogados tributarios inteligentes? Dados los riesgos para la base imponible de un país –y en vista de la dificultad de concluir acuerdos internacionales y del poder de las CMN-, los responsables de las políticas tal vez tengan que recurrir a medidas unilaterales.

No tiene sentido que los países renuncien a su potestad tributaria por un Pilar Uno limitado y arbitrario. Los compromisos exigidos no son proporcionales a los beneficios otorgados.

Los líderes del G20 harán bien en llegar a un acuerdo sobre un impuesto mínimo global de por lo menos el 15%. Más allá de la tasa final que fije el piso para los 139 países que actualmente negocian esta reforma, sería mejor si al menos unos pocos países introdujeran una tasa más alta, unilateralmente o como grupo. Estados Unidos, por ejemplo, está planeando una tasa del 21%.

Es crucial abordar el conjunto de cuestiones detalladas que son necesarias para un acuerdo fiscal global, y resulta especialmente importante interactuar con los países en desarrollo y los mercados emergentes, cuya voz no siempre ha sido escuchada tan claro como se debería.

Por sobre todas las cosas, será esencial revisar la cuestión en cinco años, no siete, como se propone actualmente. Si los ingresos impositivos no aumentan, como se promete, y si

los mercados en desarrollo y emergentes no obtienen un porcentaje mayor de esos ingresos, el impuesto mínimo tendrá que ser aumentado y las fórmulas para asignar los “derechos fiscales”, revisadas.

Jul 6, 2021

Project Syndicate

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Prioridades para la economía de la COVID‑19

Joseph E. Stiglitz

Aunque ya parece historia antigua, no pasó tanto tiempo desde que las economías de todo el mundo comenzaron a cerrarse en respuesta a la pandemia de COVID‑19. Al principio de la crisis, casi todos anticipaban una recuperación rápida en forma de V; esto se basaba en suponer que una breve interrupción de la economía sería suficiente, y que, tras dos meses de amorosos cuidados y montones de dinero, retomaría donde había dejado.

Era una idea atractiva. Pero ya estamos en julio, y la recuperación en forma de V es probablemente una fantasía. La economía pospandemia será casi con certeza anémica, no sólo en los países que no consiguieron controlar el virus (en concreto, Estados Unidos), sino también en los que se las apañaron bien. El Fondo Monetario Internacional prevé que a fines de 2021, la economía mundial apenas habrá crecido respecto de fines de 2019, y que las economías de Estados Unidos y Europa se habrán achicado alrededor del 4%.

El panorama económico actual puede analizarse en dos niveles. La macroeconomía nos dice que el gasto se reducirá, por el deterioro de los balances de empresas y hogares, una oleada de quiebras que destruirá capital organizacional e informacional, y una fuerte conducta precautoria inducida por la incertidumbre respecto del desarrollo de la pandemia y las respuestas oficiales. Al mismo tiempo, la microeconomía nos dice que el virus actúa como un impuesto a aquellas actividades que implican contacto humano cercano; como tal, seguirá impulsando grandes cambios en las pautas de consumo y producción, que a su vez provocarán una transformación estructural más amplia.

Por la teoría económica y por la historia, sabemos que los mercados por sí solos no pueden manejar bien una transición de esta naturaleza, sobre todo con lo repentina que fue. No hay un modo fácil de convertir empleados de aerolíneas en técnicos de Zoom. E incluso si se pudiera, los sectores que ahora están creciendo se basan menos en la mano de obra y más en el conocimiento especializado que aquellos a los que reemplazan.

También sabemos que las grandes transformaciones estructurales suelen crear un problema tradicional keynesiano, por aquello que los economistas llaman «efecto ingresos» y «efecto sustitución». Aunque los sectores no dependientes del contacto humano estén creciendo al mejorar su atractivo relativo, el incremento de gasto asociado no compensará la disminución del gasto derivada de la pérdida de ingresos en los sectores que se contraen.

Además, en el caso de la pandemia habrá un tercer efecto: el aumento de la desigualdad. Como las máquinas no pueden contagiarse el virus, crecerá su atractivo relativo para los empleadores, en particular en los sectores en contracción que usan mano de obra relativamente menos cualificada. Y como las personas de bajos ingresos gastan en bienes básicos una proporción mayor de lo que ganan que las más pudientes, cualquier aumento que la automatización induzca en la desigualdad será contractivo.

A todos estos problemas se suman otros dos motivos para el pesimismo. En primer lugar, la política monetaria puede ayudar a algunas empresas a enfrentar restricciones de liquidez temporales (como sucedió durante la Gran Recesión de 2008‑09), pero no puede corregir problemas de solvencia ni estimular la economía cuando los tipos de interés ya están cerca de cero.

Además, en Estados Unidos y algunos otros países, el necesario estímulo fiscal chocará con las objeciones de los «conservadores» al aumento del déficit y del endeudamiento. Claro que es la misma gente que estuvo muy dispuesta a reducir impuestos para ultra millonarios y corporaciones en 2017, rescatar a Wall Street en 2008 y echar una mano a megaempresas este año. Pero extender el seguro de desempleo, la atención médica y ayuda adicional a los más vulnerables es otra cosa.

Las prioridades inmediatas están claras desde el principio de la crisis. La más evidente es la necesidad de encarar la emergencia sanitaria (por ejemplo, garantizar un suministro adecuado de equipos de protección personal y capacidad hospitalaria), porque no puede haber recuperación económica hasta que se haya contenido el virus. Al mismo tiempo, para asegurar la rapidez de la recuperación llegado el momento, es esencial implementar políticas que protejan a los más necesitados, provean liquidez para evitar quiebras innecesarias y mantengan los vínculos entre trabajadores y empresas.

Pero incluso acordadas estas necesidades obvias, hay decisiones difíciles que tomar. No debemos rescatar empresas (por ejemplo, tiendas minoristas tradicionales) que ya venían mal antes de la crisis, ya que eso sólo serviría para crear «zombis» y limitar en última instancia el dinamismo y el crecimiento. Tampoco empresas que ya estaban demasiado endeudadas para soportar cualquier shock. Puede decirse casi con certeza que la decisión de la Reserva Federal de los Estados Unidos de dar apoyo al mercado de bonos basura con su programa de compra de activos es un error. De hecho, estamos ante un caso donde la preocupación por el riesgo moral es realmente relevante: los gobiernos no deberían proteger a empresas de su propia temeridad.

Como parece improbable que la COVID‑19 desaparezca en el corto plazo, hay tiempo suficiente para adecuar el gasto a nuestras prioridades. La pandemia encontró a la sociedad estadounidense atravesada por desigualdades raciales y económicas, deterioro de los niveles de salud y una dependencia destructiva de los combustibles fósiles. Ahora que se lanzan programas de gasto público a gran escala, la ciudadanía tiene derecho a exigir que las empresas que reciban ayudas contribuyan a la justicia social y racial, la mejora de la salud y la transición hacia una economía más ecológica y más basada en el conocimiento. Estos valores deben verse reflejados no sólo en el modo en que asignemos el dinero del erario, sino también en las condiciones que impongamos a los receptores.

Como varios colegas y yo señalamos en un estudio reciente, el gasto público bien dirigido, en particular la inversión en la transición a una economía verde, puede ser oportuno, muy demandante de mano de obra (lo que ayudará a resolver el problema del desempleo en alza) y sumamente estimulante; es decir, su relación costo‑beneficio es mucho mejor que, por ejemplo, la de una rebaja impositiva. No hay ninguna razón económica que impida a los países (incluido Estados Unidos) adoptar grandes programas de recuperación sostenidos que refuercen (o ayuden a hacer realidad) el tipo de sociedad que dicen ser.

1 de julio 2020

Traducción: Esteban Flamini

Project Syndicate

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El fin del neoliberalismo y el renacimiento de la historia

Joseph E. Stiglitz

Al final de la Guerra Fría, el politólogo Francis Fukuyama escribió un famoso ensayo titulado “The End of History?” [¿El fin de la historia?], donde sostuvo que el derrumbe del comunismo eliminaría el último obstáculo que separaba al mundo de su destino de democracia liberal y economía de mercado. Muchos estuvieron de acuerdo.

Hoy, ante una retirada del orden mundial liberal basado en reglas, con autócratas y demagogos al mando de países que albergan mucho más de la mitad de la población mundial, la idea de Fukuyama parece anticuada e ingenua. Pero esa idea aportó sustento a la doctrina económica neoliberal que prevaleció los últimos cuarenta años.

Hoy la credibilidad de la fe neoliberal en la total desregulación de mercados como forma más segura de alcanzar la prosperidad compartida está en terapia intensiva, y por buenos motivos. La pérdida simultánea de confianza en el neoliberalismo y en la democracia no es coincidencia o mera correlación: el neoliberalismo lleva cuarenta años debilitando la democracia.

La forma de globalización prescrita por el neoliberalismo dejó a individuos y a sociedades enteras incapacitados de controlar una parte importante de su propio destino, como Dani Rodrik (de Harvard) explicó con mucha claridad, y como yo sostengo en mis libros recientes Globalization and Its Discontents Revisited y People, Power, and Profits.

Los efectos de la liberalización de los mercados de capitales fueron particularmente odiosos: bastaba que el candidato con ventaja en una elección presidencial de un país emergente no fuera del agrado de Wall Street para que los bancos sacaran el dinero del país. Los votantes tenían entonces que elegir entre ceder a Wall Street o enfrentar una dura crisis financiera. Parecía que Wall Street tenía más poder político que la ciudadanía.

Incluso en los países ricos, se decía a los ciudadanos: “no es posible aplicar las políticas que ustedes quieren” (llámense protección social adecuada, salarios dignos, tributación progresiva o un sistema financiero bien regulado) “porque el país perderá competitividad, habrá destrucción de empleos y ustedes sufrirán”.

En todos los países (ricos o pobres) las élites prometieron que las políticas neoliberales llevarían a más crecimiento económico, y que los beneficios se derramarían de modo que todos, incluidos los más pobres, estarían mejor que antes. Pero hasta que eso sucediera, los trabajadores debían conformarse con salarios más bajos, y todos los ciudadanos tendrían que aceptar recortes en importantes programas estatales.

Las élites aseguraron que sus promesas se basaban en modelos económicos científicos y en la “investigación basada en la evidencia”. Pues bien, cuarenta años después, las cifras están a la vista: el crecimiento se desaceleró, y sus frutos fueron a parar en su gran mayoría a unos pocos en la cima de la pirámide. Con salarios estancados y bolsas en alza, los ingresos y la riqueza fluyeron hacia arriba, en vez de derramarse hacia abajo.

¿A quién se le ocurre que la contención salarial (para conseguir o mantener competitividad) y la reducción de programas públicos pueden contribuir a una mejora de los niveles de vida? Los ciudadanos sienten que se les vendió humo. Tienen derecho a sentirse estafados.

Estamos experimentando las consecuencias políticas de este enorme engaño: desconfianza en las élites, en la “ciencia” económica en la que se basó el neoliberalismo y en el sistema político corrompido por el dinero que hizo todo esto posible.

La realidad es que pese a su nombre, la era del neoliberalismo no tuvo nada de liberal. Impuso una ortodoxia intelectual con guardianes totalmente intolerantes del disenso. A los economistas de ideas heterodoxas se los trató como a herejes dignos de ser evitados o, en el mejor de los casos, relegados a unas pocas instituciones aisladas. El neoliberalismo se pareció muy poco a la “sociedad abierta” que defendió Karl Popper. Como recalcó George Soros, Popper era consciente de que la sociedad es un sistema complejo y cambiante en el que cuanto más aprendemos, más influye nuestro conocimiento en la conducta del sistema.

La intolerancia alcanzó su máxima expresión en macroeconomía, donde los modelos predominantes descartaban toda posibilidad de una crisis como la que experimentamos en 2008. Cuando lo imposible sucedió, se lo trató como a un rayo en cielo despejado, un suceso totalmente improbable que ningún modelo podía haber previsto. Incluso hoy, los defensores de estas teorías se niegan a aceptar que su creencia en la autorregulación de los mercados y su desestimación de las externalidades cual inexistentes o insignificantes llevaron a la desregulación que fue un factor fundamental de la crisis. La teoría sobrevive, con intentos tolemaicos de adecuarla a los hechos, lo cual prueba cuán cierto es aquello de que cuando las malas ideas se arraigan, no mueren fácilmente.

Si no bastó la crisis financiera de 2008 para darnos cuenta de que la desregulación de los mercados no funciona, debería bastarnos la crisis climática: el neoliberalismo provocará literalmente el fin de la civilización. Pero también está claro que los demagogos que quieren que demos la espalda a la ciencia y a la tolerancia sólo empeorarán las cosas.

La única salida, el único modo de salvar el planeta y la civilización, es un renacimiento de la historia. Debemos revivir la Ilustración y volver a comprometernos con honrar sus valores de libertad, respeto al conocimiento y democracia.

Traducción: Esteban Flamini

4 de noviembre de 2019

Project Syndicate

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¿Volvió realmente el “capitalismo de las partes interesadas”?

Joseph E. Stiglitz

Durante cuatro décadas, la doctrina predominante en Estados Unidos fue que las corporaciones deben maximizar el shareholder value: el valor para los accionistas (es decir, las utilidades y los precios de las acciones) aquí y ahora, a como dé lugar, sin importar las consecuencias para los trabajadores, los clientes, los proveedores y las comunidades. Así que la declaración de apoyo a un capitalismo de “partes interesadas” (stakeholders), firmada a principios de este mes por casi todos los miembros de la organización empresarial estadounidense Business Roundtable, causó bastante revuelo. Al fin y al cabo, son los directores ejecutivos de las corporaciones más poderosas de Estados Unidos, y están diciendo a los estadounidenses y al mundo que una empresa no se reduce a sus resultados financieros. Es un giro bastante radical. ¿Será verdad?

El ideólogo del libre mercado y premio Nobel de Economía Milton Friedman tuvo un papel influyente no sólo en la difusión de la doctrina de la primacía de los accionistas, sino también en conseguir que se incorporara a la legislación en los Estados Unidos. Llegó a decir que hay una “única responsabilidad social de las empresas: usar sus recursos para participar en actividades diseñadas para incrementar sus beneficios”.

Lo irónico es que poco después de que Friedman promulgó estas ideas, y allá por el tiempo en que se popularizaron e incorporaron a las leyes sobre gobernanza corporativa (como si se basaran en una teoría económica sólida), Sandy Grossman y yo, en una serie de artículos de fines de los setenta, mostramos que el capitalismo de los accionistas no maximiza el bienestar social.

Esto es evidentemente cierto cuando hay externalidades importantes como el cambio climático o cuando las corporaciones envenenan el aire que respiramos o el agua que bebemos. Y es evidentemente cierto cuando promueven el consumo de productos nocivos para la salud, por ejemplo bebidas azucaradas que contribuyen a la obesidad infantil o analgésicos que desatan una crisis de opioides, o cuando explotan a personas incautas y vulnerables, como la Universidad Trump y muchas otras instituciones estadounidenses de educación superior con fines de lucro. Y es cierto cuando se aprovechan del poder de mercado, como hacen muchos bancos y empresas tecnológicas.

Pero es cierto también en un sentido más general: el mercado puede impulsar a las empresas a ser imprevisoras y no invertir lo suficiente en los trabajadores y en las comunidades. Así que es un alivio que dirigentes corporativos, presuntamente dotados de una comprensión profunda del funcionamiento de la economía, finalmente hayan visto la luz y se hayan puesto al día con la economía moderna, aunque les haya llevado unos cuarenta años.

Ahora bien: ¿creen realmente estos dirigentes corporativos en lo que dicen, o es su declaración un mero gesto retórico frente a la reacción popular contra numerosos abusos? Hay motivos para pensar que no están siendo muy sinceros.

La primera responsabilidad de las corporaciones es pagar sus impuestos; pero entre las que suscribieron la nueva visión corporativa hay algunas de las empresas estadounidenses que más eluden impuestos, por ejemplo Apple, que a todas luces sigue usando paraísos fiscales como la isla de Jersey. Otras apoyaron el paquete impositivo promulgado en 2017 por el presidente estadounidense Donald Trump, que mientras reduce impuestos a corporaciones y milmillonarios, los aumentará para la mayoría de los hogares de clase media y dejará a varios millones de personas más sin seguro médico cuando se complete su implementación. (Esto, en un país con el mayor nivel de desigualdad, los peores indicadores sanitarios y la menor expectativa de vida entre las grandes economías desarrolladas.) Y aunque estos dirigentes empresariales defendieron la tesis de que la rebaja de impuestos generaría inversiones y aumentos salariales, los trabajadores recibieron migajas. La mayor parte del dinero no se usó para la inversión, sino para la recompra de acciones, que sólo sirvió para forrarles los bolsillos a accionistas y ejecutivos con planes de incentivos basados en acciones.

Un auténtico sentido de responsabilidad más amplia llevaría a la dirigencia corporativa a apoyar una normativa más rigurosa que proteja el medioambiente y la salud y seguridad de sus empleados. Unas pocas empresas automotrices (Honda, Ford, BMW y Volkswagen) lo hicieron, y apoyan normas que son incluso más estrictas que las que quiere el gobierno del presidente Trump (que está ocupado en deshacer el legado medioambiental del expresidente Barack Obama). Hasta hay ejecutivos de empresas de gaseosas que al parecer se sienten mal por su contribución a la obesidad infantil, que como saben, suele provocar diabetes.

Pero aunque muchos ejecutivos quieran hacer lo correcto (o tienen familiares o amigos que quieren hacerlo), saben que no todos sus competidores harán lo mismo. Hay que emparejar el terreno de juego para que las empresas con conciencia no queden en desventaja frente a las irresponsables. Por eso muchas corporaciones quieren normas contra el soborno y reglas que protejan el medioambiente y la salud y seguridad de los trabajadores.

Por desgracia, esto no incluye a muchos de los grandes bancos, cuya conducta irresponsable produjo la crisis financiera global de 2008. Apenas aprobada la Ley Dodd‑Frank (2010) de reforma financiera, que fijó normas más estrictas para reducir la probabilidad de repetición de la crisis, los bancos ya estaban trabajando para lograr la derogación de sus disposiciones clave. Uno de esos bancos fue el JPMorgan Chase, cuyo director ejecutivo es Jamie Dimon, presidente actual de Business Roundtable. Previsiblemente, dada la influencia del dinero en la política estadounidense, los bancos tuvieron bastante éxito. Y un decenio después de la crisis, algunos todavía pelean en los tribunales contra las demandas planteadas por víctimas de su conducta irresponsable y fraudulenta: esperan que su capacidad económica les permita aguantar más que los demandantes.

Por supuesto que la nueva postura de los directores ejecutivos más poderosos de Estados Unidos es bienvenida. Pero habrá que esperar hasta saber si es otro truco publicitario o si realmente creen en lo que dicen. Mientras tanto, necesitamos una reforma legislativa. Las ideas de Friedman no sólo dieron a ejecutivos codiciosos una excusa perfecta para hacer lo que siempre habían querido hacer, sino que también produjeron leyes de gobernanza corporativa que incorporaron el capitalismo de accionistas al marco legal de Estados Unidos y de muchos otros países. Eso debe cambiar, para que las corporaciones no tengan sólo la opción, sino también la obligación real, de pensar en los efectos de su conducta sobre otras partes interesadas.

Traducción: Esteban Flamini

Agosto 27, 2019

Project Syndicate

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Después del neoliberalismo

Joseph E. Stiglitz

¿Qué tipo de sistema económico es más conducente al bienestar humano? Esa pregunta ha llegado a definir la época actual porque, después de 40 años de neoliberalismo en Estados Unidos y en otras economías avanzadas, sabemos lo que no funciona.

El experimento neoliberal –impuestos más bajos para los ricos, desregulación de los mercados laboral y de productos, financiamiento y globalización- ha sido un fracaso espectacular. El crecimiento es más bajo de lo que fue en los 25 años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y en su mayoría se acumuló en la cima de la escala de ingresos. Después de décadas de ingresos estancados o inclusive en caída para quienes están por abajo, el neoliberalismo debe decretarse muerto y enterrado.

Hay por lo menos tres alternativas políticas importantes que compiten para sucederlo: el nacionalismo de extrema derecha, el reformismo de centroizquierda y la izquierda progresista (la centroderecha representa el fracaso neoliberal). Sin embargo, con excepción de la izquierda progresista, estas alternativas siguen estando en deuda con alguna forma de la ideología que ha expirado (o debería haber expirado).

La centroizquierda, por ejemplo, representa al neoliberalismo con un rostro humano. Su objetivo es trasladar las políticas del ex presidente norteamericano Bill Clinton y del ex primer ministro británico Tony Blair al siglo XXI, haciendo sólo revisiones tenues a los modos prevalecientes de financiamiento y globalización. Mientras tanto, la derecha nacionalista reniega de la globalización y culpa a los migrantes y a los extranjeros de todos los problemas de hoy. Aun así, como ha demostrado la presidencia de Donald Trump, no está menos comprometida –por lo menos en su variante norteamericana- con los recortes impositivos para los ricos, la desregulación y el achicamiento o eliminación de los programas sociales.

El tercer campo, en cambio, defiende lo que llamo capitalismo progresista, que prescribe una agenda económica radicalmente diferente, basada en cuatro prioridades.

La primera es restablecer el equilibrio entre los mercados, el estado y la sociedad civil. El crecimiento económico lento, la creciente desigualdad, la inestabilidad financiera y la degradación ambiental son problemas nacidos del mercado y, por lo tanto, no pueden ser resueltos, ni lo serán, sólo por el mercado. Los gobiernos tienen la obligación de limitar y delinear los mercados a través de regulaciones ambientales, de salud, de seguridad ocupacional y de otros tipos. También es tarea del gobierno hacer lo que el mercado no puede hacer o no hará, como invertir activamente en investigación básica, tecnología, educación y la salud de sus votantes.

La segunda prioridad es reconocer que la “riqueza de las naciones” es el resultado de la investigación científica –aprender sobre el mundo que nos rodea- y de la organización social que permite que grandes grupos de personas trabajen juntos para el bien común. Los mercados siguen teniendo un rol crucial que desempeñar a la hora de facilitar la cooperación social, pero sólo cumplen este propósito si están subordinados al régimen de derecho y son objeto de controles democráticos. De lo contrario, los individuos pueden enriquecerse explotando a otros, generando riqueza a través de la búsqueda de renta en lugar de creando riqueza a través de una creatividad genuina. Muchos de los ricos de hoy tomaron la ruta de la explotación para llegar adonde están. Se han visto muy favorecidos por las políticas de Trump, que han alentado la búsqueda de renta destruyendo al mismo tiempo las fuentes subyacentes de creación de riqueza. El capitalismo progresista busca hacer precisamente lo contrario.

Esto nos lleva a la tercera prioridad: abordar el creciente problema del poder de mercado concentrado. Al explotar las ventajas de la información, comprar a potenciales competidores y crear barreras de entrada, las empresas dominantes pueden comprometerse en una búsqueda de renta de gran escala en detrimento de todos los demás. El incremento del poder del mercado corporativo, junto con la caída del poder de negociación de los trabajadores, ayuda a explicar por qué la desigualdad es tan alta y el crecimiento tan débil. A menos que el gobierno asuma un papel más activo de lo que prescribe el neoliberalismo, estos problemas probablemente se vuelvan mucho peores, debido a los avances en el campo de la robótica y la inteligencia artificial.

El cuarto punto clave en la agenda progresista es disociar el poder económico de la influencia política. El poder económico y la influencia política se refuerzan mutuamente y se perpetúan a sí mismos, especialmente donde los individuos ricos y las corporaciones pueden gastar sin límite en las elecciones, como sucede en Estados Unidos. En la medida que Estados Unidos se acerque cada vez más a un sistema esencialmente antidemocrático de “un dólar, un voto”, el sistema de controles tan necesario para la democracia quizá no pueda resistir: nada podrá restringir el poder de los ricos. No se trata simplemente de un problema moral y político: a las economías con menos desigualdad en verdad les va mejor. Las reformas progresistas-capitalistas, por ende, tienen que empezar por recortar la influencia del dinero en la política y reducir la desigualdad de la riqueza.

No hay una solución mágica que pueda revertir el daño provocado por décadas de neoliberalismo. Pero una agenda integral según los lineamientos planteados más arriba decididamente puede hacerlo. Mucho dependerá de si los reformistas son tan decididos a la hora de combatir problemas tales como el excesivo poder del mercado y la desigualdad como lo es el sector privado para crearlos.

Una agenda integral debe centrarse en la educación, la investigación y las otras fuentes verdaderas de riqueza. Debe proteger al medio ambiente y combatir el cambio climático con la misma vigilancia que los partidarios del Nuevo Trato Verde en Estados Unidos y Rebelión contra la Extinción en el Reino Unido. Y debe ofrecer programas públicos que garanticen que a ningún ciudadano se le nieguen los requisitos básicos de una vida decente. Estos incluyen seguridad económica, acceso al trabajo y a un salario digno, atención médica y vivienda adecuada, un retiro seguro y una educación de calidad para los hijos.

Esta agenda es sumamente alcanzable; de hecho, no podemos no implementarla. Las alternativas ofrecidas por los nacionalistas y los neoliberales garantizarían más estancamiento, desigualdad, degradación ambiental y acrimonia política, lo que conduciría potencialmente a desenlaces que ni siquiera queremos imaginar.

El capitalismo progresista no es un oxímoron. Más bien, es la alternativa más viable y vibrante para una ideología que claramente ha fracasado. Como tal, representa la mejor oportunidad que tenemos de escapar de nuestro malestar económico y político actual.

Mayo 30, 2019

Project Syndicate

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La concentración de mercados amenaza a la economía estadounidense

Joseph E. Stiglitz

Las economías avanzadas padecen una variedad de problemas muy arraigados. En Estados Unidos, en particular, la desigualdad está en su mayor nivel desde 1928, y su PIB sigue creciendo a un ritmo terriblemente lento en comparación con las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Tras prometer un crecimiento anual del “4, 5 e incluso 6%”, el presidente estadounidense Donald Trump y sus acólitos republicanos en el Congreso sólo han logrado niveles de déficit inéditos. Según las últimas proyecciones de la Oficina de Presupuesto del Congreso, el déficit fiscal federal llegará a 900.000 millones de dólares este año, y superará la marca del billón de dólares cada año después de 2021. En tanto, el estímulo efímero inducido por el último aumento del déficit ya está desapareciendo, y el Fondo Monetario Internacional prevé que Estados Unidos crecerá un 2,5% en 2019 y 1,8% en 2020, una caída respecto del 2,9% de 2018.

Muchos factores contribuyen al problema de falta de crecimiento y alta desigualdad de la economía estadounidense. La mal diseñada “reforma” impositiva de Trump y los republicanos agravó deficiencias previas del código tributario, canalizando todavía más ingresos a los que ya ganaban más. Al mismo tiempo, falta todavía una buena gestión de la globalización, y los mercados financieros siguen más orientados a la extracción de beneficios económicos (búsqueda de rentas, en la jerga de los economistas) que a proveer servicios útiles.

Pero un problema todavía más profundo y fundamental es la creciente concentración de poder de mercado, que permite a las empresas dominantes explotar a sus clientes y exprimir a sus empleados, cuyo poder de negociación y protecciones legales se están debilitando. Los altos ejecutivos obtienen remuneraciones cada vez mayores a expensas de los trabajadores y de la inversión.

Por ejemplo, los ejecutivos corporativos estadounidenses consiguieron que la inmensa mayoría de los beneficios del recorte impositivo fueran para dividendos y recompras de acciones, que en 2018 superaron un nivel récord de 1,1 billones de dólares. Las recompras aumentaron los precios de las acciones y mejoraron el cociente de ganancias por acción, en el que se basa la remuneración de muchos ejecutivos. En tanto, la inversión anual se mantuvo limitada (13,7% del PIB) y muchos planes corporativos de pensiones quedaron subfinanciados.

Casi no hay lugar donde no se vean señales de un creciente poder de mercado. Grandes márgenes de ganancias están ayudando a las corporaciones a obtener enormes beneficios. En un sector tras otro, desde cosas pequeñas como alimento para gatos hasta cosas grandes como telecomunicaciones, servicios de televisión por cable, aerolíneas y plataformas tecnológicas, unas pocas empresas han llegado a dominar entre el 75 y el 90% del mercado, y a veces más; y el problema es todavía más pronunciado en el nivel de los mercados locales.

Conforme el poder de mercado de los gigantes corporativos aumentó, lo mismo ocurrió con su capacidad para influir en la plutocrática política estadounidense. Y conforme el sistema se inclinó cada vez más a favor de las empresas, a la ciudadanía de a pie se le ha vuelto mucho más difícil defenderse de maltratos o abusos. Un ejemplo perfecto es el uso extendido de cláusulas de arbitraje en contratos laborales y de servicio, que permiten a las corporaciones resolver disputas con empleados y clientes a través de mediadores favorables en vez de hacerlo en los tribunales.

Múltiples fuerzas impulsan este aumento del poder de mercado. Una es el crecimiento de sectores con grandes efectos de red, en los que resulta fácil para una sola empresa –por ejemplo Google o Facebook– obtener el dominio del mercado. Otra es la actitud predominante de la dirigencia empresarial, que se acostumbró a pensar que el único modo de asegurar ganancias duraderas es por medio del poder de mercado. Como dijo el inversor de riesgo Peter Thiel: “competir es para perdedores”.

Algunos dirigentes empresariales estadounidenses mostraron verdadero ingenio en la creación de barreras de mercado que impiden toda competencia significativa, con ayuda de una fiscalización laxa de las leyes de defensa de la competencia y de la falta de actualización de esas leyes para la economía del siglo XXI. Esto llevó a que la tasa de creación de empresas nuevas en Estados Unidos esté en caída.

Nada de esto es buen presagio para la economía estadounidense. El aumento de la desigualdad implica una caída de la demanda agregada, porque quienes están en la cima de la distribución de la riqueza tienden a consumir una fracción menor de sus ingresos que quienes cuentan con medios más modestos.

Además, por el lado de la oferta, el poder de mercado debilita los incentivos a invertir y a innovar. Las empresas saben que si producen más, tendrán que reducir sus precios. Por eso sigue habiendo poca inversión, a pesar de que en Estados Unidos las corporaciones obtienen ganancias récord y hay billones de dólares de reservas en efectivo. Además, ¿por qué molestarse en producir algo valioso cuando uno puede usar su poder político para extraer más rentas por medio de la explotación del mercado? Una inversión política en conseguir una rebaja de impuestos rinde mucho más que una inversión real en plantas y equipos.

Para colmo de males, el bajo nivel del cociente recaudación impositiva/PIB en Estados Unidos –apenas 27,1%, incluso antes de las rebajas de Trump– implica que hay escasez de dinero para invertir en infraestructura, educación, atención médica e investigación básica, todo lo cual es necesario para garantizar el crecimiento futuro. Esas sí son medidas ofertistas que se “derraman” a toda la sociedad.

Las políticas para combatir un desequilibrio de poder económicamente dañino son sencillas. Hace medio siglo que los economistas de la Escuela de Chicago, partiendo del supuesto de que los mercados en general son competitivos, hacen girar la política de competencia en torno de la eficiencia económica exclusivamente, sin atender a cuestiones más generales de poder y desigualdad. Lo irónico es que ese supuesto empezó a dominar la formulación de políticas justo cuando los economistas comenzaban a revelar sus defectos. El desarrollo de la teoría de juegos y de nuevos modelos con información imperfecta y asimétrica dejó al descubierto las profundas limitaciones de la modelización de la competencia.

Es necesario poner al día la legislación. Hay que declarar ilegal cualquier práctica anticompetitiva, y punto. Y además de eso, hay infinidad de otros cambios que hay que hacer para modernizar la legislación antitrust en los Estados Unidos. Los estadounidenses tienen que mostrar la misma determinación en defender la competencia que las corporaciones han mostrado en evitarla.

El problema, como siempre, es político. Pero en vista del poder que han amasado las corporaciones en Estados Unidos, hay motivos para dudar de que el sistema político estadounidense esté a la altura de la reforma necesaria. Si a esto le sumamos la globalización del poder corporativo y la orgía de desregulación y capitalismo prebendario bajo Trump, resulta evidente que la delantera tendrá que llevarla Europa.

Marzo 11, 2019

Traducción: Esteban Flamini

Project Syndicate

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Más allá del PIB

Joseph E. Stiglitz

Hace poco menos de diez años, la Comisión Internacional sobre la Medición del Desempeño Económico y el Progreso Social publicó el informe Mismeasuring Our Lives: Why GDP Doesn’t Add Up [traducido al español como Medir nuestras vidas: las limitaciones del PIB como indicador de progreso]. El título lo dice todo: el PIB no es una buena medida del bienestar. Lo que medimos afecta lo que hacemos, y si medimos la cosa equivocada, haremos la cosa equivocada. Si sólo nos concentramos en el bienestar material (por ejemplo, en la producción de bienes, más que en la salud, la educación y el medioambiente) nuestra visión se vuelve distorsionada, como son distorsionadas estas medidas: nos volvemos más materialistas.

Fuimos gratamente sorprendidos por la recepción que tuvo nuestro informe, que alentó un movimiento internacional de académicos, miembros de la sociedad civil y gobiernos en pos de la creación y el empleo de métricas que reflejen una idea más amplia del bienestar. La OCDE elaboró el Índice para una Vida Mejor, formado por una variedad de métricas que reflejan mejor aquello que constituye y promueve el bienestar, y creó un grupo de expertos de alto nivel sobre la medición del desempeño económico y el progreso social, continuador de la Comisión. La semana pasada, en el sexto Foro Mundial de la OCDE sobre Estadística, Conocimiento y Políticas, celebrado en Incheon (Corea del Sur), el grupo emitió el informe Beyond GDP: Measuring What Counts for Economic and Social Performance [Más allá del PIB: medir lo que importa para el desempeño económico y social].

El nuevo informe hace hincapié en varios aspectos (como la confianza y la inseguridad) que sólo se trataron brevemente en Medir nuestras vidas, y explora en más profundidad otros (como la desigualdad y la sostenibilidad). También explica de qué manera el uso de métricas inadecuadas llevó a la adopción de políticas deficientes en muchas áreas; otros indicadores mejores hubieran revelado los efectos sumamente negativos y posiblemente duraderos de la profunda caída de la productividad y del bienestar después de 2008, lo que tal vez hubiera permitido a las autoridades no obsesionarse tanto con la austeridad que, aunque redujo el déficit fiscal, más redujo la riqueza nacional (bien medida).

Los sucesos políticos de años recientes en Estados Unidos y muchos otros países reflejan el estado de inseguridad en que viven muchos ciudadanos ordinarios, y al que el PIB presta muy poca atención. Inseguridad agravada por una serie de políticas excesivamente centradas en el PIB y en la prudencia fiscal. Piénsese en los efectos de las “reformas” previsionales que obligan a las personas a asumir más riesgos, o en los de las “reformas” del mercado laboral que en nombre de aumentar la “flexibilidad” debilitan la posición negociadora de los trabajadores al dar a los empleadores más libertad para despedirlos, lo que a su vez conduce a salarios más bajos y más inseguridad. Como mínimo, unas métricas mejores sopesarían estos costos con los beneficios, y tal vez motivarían a las autoridades a acompañar esos cambios con otros que promuevan más seguridad e igualdad.

A instancias de Escocia, un pequeño grupo de países ha formado la Alianza de la Economía del Bienestar, con la esperanza de que los gobiernos prioricen el bienestar y redirijan de tal modo sus presupuestos. Por ejemplo, un gobierno neozelandés centrado en el bienestar daría más atención y recursos a la reducción de la pobreza infantil.

Métricas mejoradas también serían una importante herramienta de diagnóstico para que los países puedan identificar los problemas antes de que las cosas se salgan de control y elegir las herramientas correctas para encararlos. Si, por ejemplo, Estados Unidos hubiera pensado más en la salud, en vez de sólo el PIB, la disminución de la expectativa de vida entre los estadounidenses sin educación terciaria, y especialmente entre los residentes de las regiones desindustrializadas, hubiera sido evidente hace años.

Asimismo, fue hace poco que las métricas sobre igualdad de oportunidades expusieron la hipocresía de afirmar que Estados Unidos es una tierra de oportunidades (donde todos pueden progresar, siempre que sean hijos de padres blancos ricos). Los datos revelan que Estados Unidos está lleno de lo que se conoce como “trampas de desigualdad”: los que nacen abajo tienden a quedarse allí. Para eliminar estas trampas de desigualdad primero hay que saber que existen, y después determinar qué hechos las crean y sostienen.

Hace poco más de un cuarto de siglo, el presidente estadounidense Bill Clinton propuso “poner a las personas primero”. Es notable lo difícil que es hacer eso, incluso en una democracia. Diversos grupos de presión (corporativos y de otros tipos) siempre buscarán que sus intereses tengan prioridad. La inmensa rebaja impositiva aprobada en Estados Unidos por la administración Trump a estas alturas del año pasado es un ejemplo patente. La gente de a pie (la menguante pero todavía vasta clase media) tiene que soportar un aumento de impuestos, y millones perderán el seguro de salud, para financiar una rebaja de impuestos a multimillonarios y corporaciones.

Si queremos poner a las personas primero, tenemos que saber qué les importa y mejora su bienestar y cómo aumentar su suministro. La agenda de medición Más allá del PIB seguirá desempeñando un papel fundamental para ayudarnos a alcanzar estos objetivos cruciales.

Dec 3, 2018

Traducción: Esteban Flamini

Project Syndicate

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Elecciones intermedias en Estados Unidos: la gente contra el dinero

Joseph E. Stiglitz

¿Proclamará el electorado estadounidense que Trump no es aquello que Estados Unidos representa? ¿Repudiarán los votantes su racismo, su misoginia, su nativismo y su proteccionismo? ¿Dirán que su política de “Estados Unidos primero”, contraría a la legalidad internacional, no se corresponde con los valores que defiende Estados Unidos? ¿O por el contrario, confirmarán que la victoria de Trump no fue un accidente histórico, derivado de un proceso de primarias republicano que produjo un candidato deficiente y de un proceso de primarias demócrata que produjo la adversaria ideal para Trump?

Mientras oscila en la balanza el futuro de Estados Unidos, las causas del resultado de 2016 son objeto de apasionados debates, que no son meramente académicos. Se trata de definir la postura que el Partido Demócrata (y otros partidos similares de la izquierda en Europa) deben adoptar para obtener la mayor cantidad posible de votos. ¿Deben inclinarse hacia el centro o concentrarse en movilizar a nuevos votantes jóvenes, progresistas y entusiastas?

Hay buenos motivos para pensar que la segunda opción es la mejor para obtener la victoria electoral y frenar los peligros que genera Trump.

La participación electoral estadounidense es exigua, y peor aún en los años en que la elección no es presidencial. En 2010, sólo votó el 41,8% del electorado; en 2014, sólo emitió su voto el 36,7% de los votantes habilitados (según datos de United States Elections Project). La participación demócrata es incluso peor, aunque en este ciclo electoral parece que está en alza.

Muchos estadounidenses dicen que no van a votar porque gane quien gane, los dos partidos son prácticamente indistinguibles. Pero Trump demostró que no es verdad. Los republicanos que el año pasado se quitaron el disfraz de la disciplina fiscal y votaron una inmensa rebaja de impuestos para los multimillonarios y las corporaciones demostraron que no es verdad. Y los senadores republicanos que apoyaron la designación de Brett Kavanaugh para la Suprema Corte (pese a que dio falso testimonio ante el Senado y a las pruebas totalmente creíbles de su conducta sexual inapropiada en el pasado) demostraron que no es verdad.

Pero la apatía de los votantes también es responsabilidad de los demócratas. El partido debe superar una larga historia de colusión con la derecha, desde la presidencia de Bill Clinton con la rebaja del impuesto a las plusvalías (que enriqueció al 1% más rico) y la desregulación de los mercados financieros (que contribuyó a producir la Gran Recesión), hasta el rescate de bancos en 2008 (que ofreció muy poco a los trabajadores desplazados y a los propietarios que enfrentaban una ejecución hipotecaria). En el último cuarto de siglo, a veces pareció que el partido estaba más interesado en obtener el apoyo de los que viven de la renta del capital que de los que viven del salario. Muchos que se abstienen de votar se quejan de que los demócratas sólo atacan a Trump y no proponen ninguna alternativa real.

El ansia de una clase distinta de contendiente se evidencia en el apoyo de los votantes a propuestas progresistas como el ex candidato presidencial Bernie Sanders y la neoyorquina Alexandria Ocasio-Cortez (28 años), que hace poco derrotó en una primaria del partido a Joseph Crowley, cuarto en orden de jerarquía en el bloque demócrata en la Cámara de Representantes.

Progresistas como Sanders y Ocasio-Cortez lograron presentar un mensaje atractivo a los mismos votantes que los demócratas deben movilizar para ganar. Buscan restaurar el acceso a una vida de clase media a través de una oferta de empleos dignos bien remunerados, el restablecimiento de una idea de seguridad financiera y el acceso a educación de calidad (sin el endeudamiento asfixiante que hoy enfrentan tantos graduados que tomaron préstamos estudiantiles) y a atención médica digna cualquiera sea la situación de salud previa del beneficiario. Propugnan la vivienda accesible y una jubilación segura, en la que los ancianos no sean presa de la codicia del sector financiero. Y buscan una economía de mercado justa, más dinámica y competitiva, mediante la limitación de los excesos del poder de mercado, la financierización y la globalización, y el fortalecimiento del poder de negociación de los trabajadores.

Estos beneficios de una vida de clase media son alcanzables. Lo eran hace medio siglo, cuando el país era considerablemente más pobre que ahora; y lo son todavía hoy. De hecho, ni la economía de Estados Unidos ni su democracia pueden permitirse no fortalecer a la clase media. Y para hacer realidad esta visión, es esencial el uso de políticas y programas estatales (lo que incluye proveer alternativas públicas en seguros de salud, complementación de prestaciones de retiro y crédito hipotecario).

La explosión de apoyo a estas propuestas progresistas y a los dirigentes políticos que las sostienen me llena de esperanza. Estoy convencido de que estas ideas prevalecerían en cualquier democracia normal. Pero la política estadounidense está corrompida por el dinero, por la manipulación partidista del trazado de distritos electorales y por intentos masivos de privación del derecho al voto. La reforma impositiva de 2017 fue prácticamente un soborno a las corporaciones y a los ricos para que vuelquen sus recursos financieros en la elección de 2018. Las estadísticas demuestran el enorme peso del dinero en la política estadounidense.

Pero aun con una democracia defectuosa (incluido en esto la existencia de un esfuerzo concertado para evitar que algunos voten) el poder del electorado estadounidense importa. Pronto descubriremos si importa más que el dinero que ingresa a las arcas del Partido Republicano. El futuro político y económico de Estados Unidos, y casi con certeza la paz y la prosperidad de todo el mundo, dependen de la respuesta.

Traducción: Esteban Flamini

11 de octubre de 2018

Project Syndicate

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El mito del estancamiento secular

Joseph E. Stiglitz

Tras la crisis financiera de 2008, algunos economistas sostuvieron que Estados Unidos (y acaso la economía mundial) padecían “estancamiento secular”, una idea que se originó después de la Gran Depresión. Las economías siempre se habían recuperado de sus caídas, pero la Gran Depresión tuvo una duración inédita. Muchos creyeron que la recuperación no hubiera sido posible sin el gasto público de la Segunda Guerra Mundial, y temían que al terminar la guerra la economía volvería a estancarse.

Se pensaba que había sucedido algo por lo cual, incluso con tipos de interés bajos o nulos, la economía seguiría paralizada. Felizmente estas aciagas predicciones resultaron erradas, por razones que ahora comprendemos bien.

A los responsables de manejar la recuperación de la crisis de 2008 (las mismas personas culpables de la subregulación de la economía en los días previos a la crisis, a quienes inexplicablemente el presidente Barack Obama acudió para que arreglaran lo que habían ayudado a desarreglar) la idea de estancamiento secular les pareció atractiva, porque explicaba su incapacidad de lograr una recuperación rápida y sostenida. Por eso, mientras la economía languidecía, revivieron la idea, insinuando que ellos no tenían la culpa, porque hacían lo que podían.

Los acontecimientos del año pasado mostraron la falsedad de esta idea, que nunca pareció muy verosímil. Una mal diseñada reforma tributaria regresiva y un programa de incremento del gasto con respaldo bipartidario provocaron un súbito aumento del déficit estadounidense, de cerca del 3% a casi el 6% del PIB, que impulsó el crecimiento a alrededor del 4% y llevó el desempleo a un nivel mínimo en 18 años. A pesar de sus defectos, estas medidas demuestran que con apoyo fiscal suficiente, es posible alcanzar el pleno empleo, incluso mientras los tipos de interés suben a niveles significativos.

El gobierno de Obama cometió un error crucial en 2009 al no aplicar un estímulo fiscal mayor, más prolongado, mejor estructurado y más flexible. Si lo hubiera hecho, la recuperación de la economía habría sido más fuerte y no se hablaría de estancamiento secular. Pero tal como se lo aplicó, sólo el 1% superior de la pirámide vio aumentar sus ingresos durante los primeros tres años de la así llamada recuperación.

Algunos advertimos en aquel momento que era probable que la caída fuera profunda y prolongada, y que se necesitaban medidas más enérgicas y diferentes de las que propuso Obama. Sospecho que el principal obstáculo fue la creencia en que la economía sólo había experimentado una ligera desaceleración de la que se recuperaría en poco tiempo. Bastaba llevar los bancos al hospital, atenderlos bien (es decir, no pedir cuentas a los banqueros ni criticarlos, sino subirles el ánimo invitándolos a opinar sobre lo que había que hacer a continuación) y, lo más importante, bañarlos en dinero, y pronto todo estaría bien.

Pero los padecimientos de la economía eran más profundos de lo que sugería este diagnóstico. Las consecuencias de la crisis financiera eran más graves, y una redistribución a gran escala de ingresos y riqueza hacia la cima de la pirámide había debilitado la demanda agregada. La economía estaba pasando del énfasis en las manufacturas a los servicios, y las economías de mercado por sí solas no manejan muy bien esas transiciones.

No bastaba un rescate de bancos a gran escala. Estados Unidos necesitaba una reforma fundamental del sistema financiero. La Ley Dodd-Frank de 2010 ayudó un poco, pero no lo suficiente, a evitar que los bancos hagan cosas perjudiciales; pero no hizo nada para asegurar que cumplan la función que supuestamente tienen: por ejemplo, concentrarse más en dar crédito a las pequeñas y medianas empresas.

Se necesitaba más gasto público, pero también programas más activos de redistribución y predistribución, para hacer frente al debilitamiento del poder de negociación de los trabajadores, la concentración de poder de mercado en grandes corporaciones y los abusos corporativos y financieros. Y unas políticas industriales y laborales activas tal vez hubieran sido útiles para las áreas perjudicadas por las consecuencias de la desindustrialización.

Pero las autoridades no hicieron lo suficiente ni siquiera para impedir que las familias pobres perdieran sus hogares. Las consecuencias políticas de estos fracasos económicos eran predecibles y fueron predichas: era evidente que había riesgo de que las víctimas de semejante destrato recurrieran a un demagogo. Lo impredecible era que Estados Unidos conseguiría uno tan malo como Donald Trump: un misógino racista decidido a destruir el Estado de Derecho dentro y fuera del país y desprestigiar a las instituciones estadounidenses encargadas de evaluar y decir la verdad, incluidos los medios de prensa.

Un estímulo fiscal de la magnitud del de diciembre de 2017 y enero de 2018 (que en ese momento la economía en realidad no necesitaba) hubiera sido mucho más potente diez años antes, cuando el desempleo era tan alto. De modo que la débil recuperación no fue resultado del “estancamiento secular”: el problema fue que el gobierno aplicó políticas inadecuadas.

Se plantea aquí una pregunta fundamental: ¿serán las tasas de crecimiento de los años venideros tan sólidas como en el pasado? Eso dependerá evidentemente del ritmo del cambio tecnológico. La inversión en investigación y desarrollo, sobre todo en investigación básica, es un factor determinante importante, pero obra con gran retraso; los recortes propuestos por el gobierno de Trump no presagian nada bueno.

A esto hay que sumarle una gran incertidumbre. La tasa de crecimiento per cápita ha variado en gran medida en los últimos 50 años, desde un 2 o 3% anual en la(s) década(s) de después de la Segunda Guerra Mundial hasta 0,7% en la última década. Pero es posible que haya habido demasiado fetichismo en relación con el crecimiento; sobre todo cuando se piensa en los costos medioambientales, y aún más si ese crecimiento no aporta grandes beneficios a la inmensa mayoría de los ciudadanos.

La reflexión sobre la crisis de 2008 tiene muchas enseñanzas que ofrecernos, pero la más importante es que el problema era –y sigue siendo– político, no económico: no hay nada que necesariamente impida una gestión económica que asegure pleno empleo y prosperidad compartida. El estancamiento secular sólo fue una excusa para políticas económicas deficientes. Hasta que no superemos el egoísmo y la miopía que definen nuestra política –especialmente en Estados Unidos con Trump y sus cómplices republicanos–, una economía al servicio de todos, no de unos pocos, seguirá siendo un sueño imposible. Incluso si el PIB aumenta, los ingresos de la mayoría de los ciudadanos estarán estancados.

Traducción: Esteban Flamini

Agosto 28, 2018

Project Syndicate

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