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Joseph E. Stiglitz

El mito del estancamiento secular

Joseph E. Stiglitz

Tras la crisis financiera de 2008, algunos economistas sostuvieron que Estados Unidos (y acaso la economía mundial) padecían “estancamiento secular”, una idea que se originó después de la Gran Depresión. Las economías siempre se habían recuperado de sus caídas, pero la Gran Depresión tuvo una duración inédita. Muchos creyeron que la recuperación no hubiera sido posible sin el gasto público de la Segunda Guerra Mundial, y temían que al terminar la guerra la economía volvería a estancarse.

Se pensaba que había sucedido algo por lo cual, incluso con tipos de interés bajos o nulos, la economía seguiría paralizada. Felizmente estas aciagas predicciones resultaron erradas, por razones que ahora comprendemos bien.

A los responsables de manejar la recuperación de la crisis de 2008 (las mismas personas culpables de la subregulación de la economía en los días previos a la crisis, a quienes inexplicablemente el presidente Barack Obama acudió para que arreglaran lo que habían ayudado a desarreglar) la idea de estancamiento secular les pareció atractiva, porque explicaba su incapacidad de lograr una recuperación rápida y sostenida. Por eso, mientras la economía languidecía, revivieron la idea, insinuando que ellos no tenían la culpa, porque hacían lo que podían.

Los acontecimientos del año pasado mostraron la falsedad de esta idea, que nunca pareció muy verosímil. Una mal diseñada reforma tributaria regresiva y un programa de incremento del gasto con respaldo bipartidario provocaron un súbito aumento del déficit estadounidense, de cerca del 3% a casi el 6% del PIB, que impulsó el crecimiento a alrededor del 4% y llevó el desempleo a un nivel mínimo en 18 años. A pesar de sus defectos, estas medidas demuestran que con apoyo fiscal suficiente, es posible alcanzar el pleno empleo, incluso mientras los tipos de interés suben a niveles significativos.

El gobierno de Obama cometió un error crucial en 2009 al no aplicar un estímulo fiscal mayor, más prolongado, mejor estructurado y más flexible. Si lo hubiera hecho, la recuperación de la economía habría sido más fuerte y no se hablaría de estancamiento secular. Pero tal como se lo aplicó, sólo el 1% superior de la pirámide vio aumentar sus ingresos durante los primeros tres años de la así llamada recuperación.

Algunos advertimos en aquel momento que era probable que la caída fuera profunda y prolongada, y que se necesitaban medidas más enérgicas y diferentes de las que propuso Obama. Sospecho que el principal obstáculo fue la creencia en que la economía sólo había experimentado una ligera desaceleración de la que se recuperaría en poco tiempo. Bastaba llevar los bancos al hospital, atenderlos bien (es decir, no pedir cuentas a los banqueros ni criticarlos, sino subirles el ánimo invitándolos a opinar sobre lo que había que hacer a continuación) y, lo más importante, bañarlos en dinero, y pronto todo estaría bien.

Pero los padecimientos de la economía eran más profundos de lo que sugería este diagnóstico. Las consecuencias de la crisis financiera eran más graves, y una redistribución a gran escala de ingresos y riqueza hacia la cima de la pirámide había debilitado la demanda agregada. La economía estaba pasando del énfasis en las manufacturas a los servicios, y las economías de mercado por sí solas no manejan muy bien esas transiciones.

No bastaba un rescate de bancos a gran escala. Estados Unidos necesitaba una reforma fundamental del sistema financiero. La Ley Dodd-Frank de 2010 ayudó un poco, pero no lo suficiente, a evitar que los bancos hagan cosas perjudiciales; pero no hizo nada para asegurar que cumplan la función que supuestamente tienen: por ejemplo, concentrarse más en dar crédito a las pequeñas y medianas empresas.

Se necesitaba más gasto público, pero también programas más activos de redistribución y predistribución, para hacer frente al debilitamiento del poder de negociación de los trabajadores, la concentración de poder de mercado en grandes corporaciones y los abusos corporativos y financieros. Y unas políticas industriales y laborales activas tal vez hubieran sido útiles para las áreas perjudicadas por las consecuencias de la desindustrialización.

Pero las autoridades no hicieron lo suficiente ni siquiera para impedir que las familias pobres perdieran sus hogares. Las consecuencias políticas de estos fracasos económicos eran predecibles y fueron predichas: era evidente que había riesgo de que las víctimas de semejante destrato recurrieran a un demagogo. Lo impredecible era que Estados Unidos conseguiría uno tan malo como Donald Trump: un misógino racista decidido a destruir el Estado de Derecho dentro y fuera del país y desprestigiar a las instituciones estadounidenses encargadas de evaluar y decir la verdad, incluidos los medios de prensa.

Un estímulo fiscal de la magnitud del de diciembre de 2017 y enero de 2018 (que en ese momento la economía en realidad no necesitaba) hubiera sido mucho más potente diez años antes, cuando el desempleo era tan alto. De modo que la débil recuperación no fue resultado del “estancamiento secular”: el problema fue que el gobierno aplicó políticas inadecuadas.

Se plantea aquí una pregunta fundamental: ¿serán las tasas de crecimiento de los años venideros tan sólidas como en el pasado? Eso dependerá evidentemente del ritmo del cambio tecnológico. La inversión en investigación y desarrollo, sobre todo en investigación básica, es un factor determinante importante, pero obra con gran retraso; los recortes propuestos por el gobierno de Trump no presagian nada bueno.

A esto hay que sumarle una gran incertidumbre. La tasa de crecimiento per cápita ha variado en gran medida en los últimos 50 años, desde un 2 o 3% anual en la(s) década(s) de después de la Segunda Guerra Mundial hasta 0,7% en la última década. Pero es posible que haya habido demasiado fetichismo en relación con el crecimiento; sobre todo cuando se piensa en los costos medioambientales, y aún más si ese crecimiento no aporta grandes beneficios a la inmensa mayoría de los ciudadanos.

La reflexión sobre la crisis de 2008 tiene muchas enseñanzas que ofrecernos, pero la más importante es que el problema era –y sigue siendo– político, no económico: no hay nada que necesariamente impida una gestión económica que asegure pleno empleo y prosperidad compartida. El estancamiento secular sólo fue una excusa para políticas económicas deficientes. Hasta que no superemos el egoísmo y la miopía que definen nuestra política –especialmente en Estados Unidos con Trump y sus cómplices republicanos–, una economía al servicio de todos, no de unos pocos, seguirá siendo un sueño imposible. Incluso si el PIB aumenta, los ingresos de la mayoría de los ciudadanos estarán estancados.

Traducción: Esteban Flamini

Agosto 28, 2018

Project Syndicate

https://www.project-syndicate.org/commentary/secular-stagnation-excuse-f...

El Estados Unidos forajido de Trump

Joseph E. Stiglitz

Donald Trump ha lanzado una granada de mano a la arquitectura económica mundial que se construyó tan meticulosamente durante los años posteriores al final de la segunda guerra mundial. El intento de destrucción de este sistema basado en reglas de gobernanza mundial –que ahora se manifiesta en la retirada de Trump de Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el cambio climático del año 2015– es sólo la más reciente expresión del ataque que perpetra el presidente de Estados Unidos a nuestro sistema básico de valores e instituciones.

El mundo está llegando lentamente a admitir de manera plena la malevolencia de la agenda de la administración Trump. Él y sus compinches han atacado a la prensa –una institución de importancia vital para la preservación de las libertades, los derechos y la democracia de los estadounidenses– tildándola como “enemiga del pueblo”. Han intentado socavar los fundamentos de nuestro conocimiento y nuestras creencias –de nuestra epistemología– etiquetando como “falso” todo lo que desafíe sus objetivos y argumentos, incluso rechazando la propia ciencia. Las falaces justificaciones de Trump para desdeñar el Acuerdo de París sobre el cambio climático son solamente la evidencia más reciente de lo antedicho.

Durante milenios, antes de mediados del siglo XVIII, los niveles de vida se encontraban estancados. Fue la Ilustración, con su acogimiento del discurso razonado y la investigación científica, que sustentó los grandes incrementos en los niveles de vida durante los siguientes dos siglos y medio.

Junto a la Ilustración también llegó un compromiso por descubrir y lidiar con nuestros prejuicios. A medida que la idea de la igualdad humana –y su corolario, los derechos básicos individuales para todos– se extendía rápidamente, las sociedades comenzaron a luchar por eliminar la discriminación por motivos de raza, género y, finalmente, por otros aspectos de la identidad humana, incluyendo las discapacidades y la orientación sexual.

Trump busca revertir todo eso. Su rechazo de la ciencia, y de la ciencia climática en especial, amenaza el progreso tecnológico. Además, su intolerancia hacia las mujeres, los hispanos y los musulmanes (excepto aquellos, como los gobernantes de los reinos de los jeques de petróleo del Golfo, de quienes él y su familia pueden sacar provecho), amenaza el funcionamiento de la sociedad estadounidense y de su economía al socavar la confianza que tienen las personas en un sistema que es justo para todos.

Como buen populista, Trump ha explotado el justificable malestar económico que se ha generalizado ampliamente en los últimos años; a medida que muchos estadounidenses se desplazan económicamente cuesta abajo en medio de una rápida y creciente desigualdad. Pero el verdadero objetivo de Trump –enriquecerse a sí mismo y a otros buscadores de ganancias doradas a expensas de quienes lo apoyaban– se ve revelado en sus planes tributarios y de atención de la salud.

Las reformas tributarias propuestas por Trump, por lo que se puede ver, superan a las de George W. Bush en su regresividad (la porción de los beneficios que van a los que están en la parte superior de la distribución del ingreso). Y, en un país donde la esperanza de vida ya está disminuyendo, su reforma de la atención de salud dejaría a 23 millones adicionales de estadounidenses sin seguro de salud.

Si bien Trump y su gabinete pueden saber cómo realizar negocios, no tienen la menor idea sobre cómo funciona el sistema económico en su conjunto. Si se implementan las políticas macroeconómicas de la administración, estas se traducirán en un déficit comercial más grande y una mayor disminución en la manufactura.

Estados Unidos sufrirá bajo la administración de Trump. Su papel de liderazgo mundial estaba siendo destruido, incluso antes de que Trump rompiera la confianza de más de 190 países al retirarse del Acuerdo de París. En este momento, la reconstrucción de dicho liderazgo demandará de un esfuerzo verdaderamente heroico. Compartimos un planeta común, y el mundo ha aprendido a golpes que todos tenemos que llevarnos bien y trabajar juntos. También hemos aprendido que la cooperación puede beneficiar a todos.

Entonces, ¿qué debe hacer el mundo con un matón infantil en la caja de arena, quien quiere todo para sí mismo y con quien no se puede razonar? ¿Cómo puede el mundo lidiar con un EE. UU. “forajido”?

La canciller alemana, Ángela Merkel, dio la respuesta correcta cuando, tras reunirse con Trump y otros líderes del G7, dijo que Europa ya no podía “contar plenamente con el apoyo de otros” y que en Europa se tendría que “luchar por nuestro propio futuro”. Llegó el momento que Europa se una, vuelva a comprometerse con los valores de la Ilustración y se enfrente a Estados Unidos, de la forma que el nuevo presidente de Francia, Emmanuel Macron, lo hizo elocuentemente con un apretón de manos que frenó el pueril enfoque de macho alfa de Trump que tenía el objetivo de afirmar su poder.

Europa no puede confiar su defensa a un EE. UU. liderado por Trump. Pero, al mismo tiempo, Europa debe reconocer que la Guerra Fría ha terminado –a pesar de cuán no dispuesto a reconocer este hecho se encuentre el aparato industrial-militar de Estados Unidos. Si bien la lucha contra el terrorismo es importante y costosa, la construcción de portaaviones y super aviones de combate no es la respuesta. Europa debe decidir por sí misma cuánto gastar, en lugar de someterse a los dictados de los intereses militares que exigen el 2 % del PIB. La estabilidad política puede lograrse con mayor seguridad si Europa renueva su compromiso con su modelo económico socialdemócrata.

Ahora también sabemos que el mundo no puede contar con Estados Unidos para hacer frente a la amenaza existencial que plantea el cambio climático. Europa y China hicieron lo correcto al profundizar su compromiso con un futuro verde –uno que es correcto para el planeta y correcto para la economía. De la misma manera en la que la inversión en tecnología y educación le dio a Alemania una clara ventaja en la fabricación avanzada frente a un EE. UU. paralizado por la ideología republicana, también Europa y Asia lograrán una ventaja casi insuperable que los colocará por encima de EE. UU. en el ámbito de las tecnologías verdes del futuro.

Pero el resto del mundo no puede permitir que un Estados Unidos forajido destruya el planeta. Tampoco puede dejar que un Estados Unidos forajido se aproveche de ello con políticas no ilustradas –en realidad, políticas anti-Ilustración– que pregonan “Primero EE. UU.”. Si Trump quiere retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París sobre el cambio climático, el resto del mundo debería imponer un impuesto de ajuste por carbono a las exportaciones estadounidenses que no cumplan con los estándares mundiales.

La buena noticia es que la mayoría de los estadounidenses no está con Trump. La mayoría de los estadounidenses todavía creen en los valores de la Ilustración, aceptan la realidad del calentamiento global y están dispuestos a tomar medidas. Pero, en lo que respecta a Trump, ya debería estar claro que el debate razonado no funcionará. Ha llegado el momento de la acción.

* Premio Nobel de Economía, profesor universitario de Columbia University.

10 Jun 2017

https://www.project-syndicate.org/commentary/trump-rogue-america-by-jose...