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Mibelis Acevedo Donís

Burbujas democráticas

Mibelis Acevedo Donís

¿Ser leales a las prácticas democráticas, aunque se esté inmerso en un régimen no-democrático? El dilema no ha dejado de azuzar a los venezolanos, ni dejado de asomar desafíos para una oposición que, tanto en lo prescriptivo como en lo operativo, está obligada a distanciarse de los modos autoritarios y excluyentes del gobierno. No hay pantano más fullero que la presunta legitimidad que fines virtuosos endosarían a medios éticamente cuestionables. Allí, nos consta, prospera el germen de la autonegación, la pérdida de límites entre la propia ambición y la del adversario, ya de por sí desbordada.

Cuando el gobierno es el caos, la oposición debe ser el orden; cuando aquel es violento, debe proponer la paz; si viola la ley, debe representar al Estado de Derecho”, recuerda Carlos Raúl Hernández. Un ejercicio tenaz de equilibrio y autorregulación, sin duda. Los esguinces de los últimos años, el enajenamiento identitario, dan cuenta que cómo el remedo distorsiona valores que inspiran el deber ser democrático, aquellos destinados a cristalizar en una praxis nunca libre de tensiones y yerros, sí, pero modulada por una irrebatible teoría. Como advierte Sartori, lo que la democracia sea no puede separarse de lo que la democracia debería ser. Para los ciudadanos, sujetos deseantes y aún así proclives a la elección racional (no simples creyentes) apreciar esa coherencia en la oferta política es vital. Porque, ¿cómo confiar en actores cuya contradictoria conducta los vuelve no sólo borrosos, no sólo indistintos respecto a sus demonizados rivales, sino del todo impredecibles?

Las preguntas surgen a cuenta de lo que aparentemente ya es una decisión tomada por parte de un sector opositor, el vinculado a la Plataforma Unitaria. Saltándose alertas y cuestionamientos, todo indica que el plan de convocar elecciones primarias intra-oposición en nombre de la auctoritas de una alianza hoy desmembrada -la MUD- seguirá desplegándose, contra todo trance. Contra el hecho, incluso, de que más allá de asuntos como la disputada representatividad o las discrepancias doctrinarias, la renuencia a sentarse a hablar con el otro es literal.

Aun con tan estrambótico arranque, cabría preguntarse por las características y alcances de un plan que pide consensos mínimos. En el mejor de los casos, se trataría de promover el ensayo de una elección libre y competitiva, crear una “burbuja” democrática operando en ese contexto no-democrático que, muy probablemente, seguirá vigente en 2024. Un proceso que, de entrada, no estaría exento de tanteos erróneos, de pujas intensas, del conflicto y la confrontación agonista que distingue la construcción colectiva de respuestas, siempre susceptibles de revisión. No se puede temer a esa imperfecta índole, sin embargo. “La única virtud esencial de la democracia es el amor por la incertidumbre”, señalaba Hirschman, y sobre ese punto importa alinear expectativas. ¿Cómo manejar la pluralidad para que esta sea anticipo de un proyecto de reforma política profunda; una que no sólo implique hacerse del poder, sino instaurar un gobierno sustancialmente mejor?

Si la idea es demostrar que hay compromiso con otra manera de hacer las cosas, asegurar el potencial inclusivo de estas acciones no es asunto menor. En este sentido, conviene recordar las observaciones de Anthony Downs. La calidad de la dinámica democrática, dice, emerge de un proceso competitivo que se funda en la interacción de la libre oferta de los partidos y el derecho de los votantes a participar en una elección exenta de coacciones (esto es, expresión del poder para gobernarse a sí mismo y escoger a quien se delegará ese poder). Aun eludiendo modelos “normativamente ambiciosos” a fin de priorizar lo posible frente a lo deseable, cuando los partidos compiten bajo el paraguas de estas saludables premisas se activa la infraestructura institucional de la democracia. Justo ese déficit que prevalece a nivel macro es lo que tocaría revertir en el lote de terreno que ocupa una fragmentada oposición.

Cómo conducirse para evitar que esa competencia cancele la normatividad democrática, algo que un utilitarismo anti-ético terminó justificando en su momento: esa es una prioridad. Allí, la calidad del liderazgo político -su intervención eficaz, sus extravíos o su trágica dejadez- sigue siendo medular. Si las condiciones formales que dan sustento a la dinámica democrática, como anunciaba Schumpeter, determinan el desarrollo de competencias que ostentarán los líderes, podríamos estimar que una situación no-democrática escamotearía esa irrupción. La clave entonces es apuntalar ese valor contextual mediante mecanismos que aseguren no sólo el reclutamiento de los agentes mejor dotados para la tarea en cuestión. También el dinamismo y flexibilidad en la toma de decisiones, la autodisciplina democrática que sirve de dique contra la corrupción, el aprovechamiento de lo políticamente diverso, la capacidad para sintetizar visiones opuestas y facilitar el relevo cuando sea necesario.

Quizás ese ejercicio de democracia competitiva supone renunciar a la comodidad de ciertos atajos procedimentales; de imaginar estructuras más idóneas, más inclusivas. No sólo más simples y expeditas. La racionalidad implícita en sistemas donde prevalece esta lógica, lleva así a detenerse en la dificultad que entraña no anular las pretensiones del deber ser; la “utopía concreta” expresada en equilibrios que permiten acoplar las complejas demandas ciudadanas y las ofertas electorales, el alma pragmática y el alma redentora de la democracia (M. Canovan). Para eso es indispensable una competencia que, más que a los contendores, conceda tribuna a las propuestas que ellos encarnan. Sobre las últimas, por cierto, hemos tenido muy pocas noticias.

@Mibelis

¿Afición por el pozo?

Mibelis Acevedo Donís

Primero concéntrense en salir del pozo”. He allí el consejo que Felipe González daba a Ricardo Lagos y sus compañeros de la Concertación, y que un reciente trabajo de Lowenthal y Smilde en “The New York Times” invocaba a santo de la crisis que sacude a la oposición venezolana. Más allá de la anécdota, claro, más allá del foco que algunos han puesto en la “injusta” comparación entre la Venezuela de Maduro y el Chile de Pinochet, importa detenerse en la pedagógica premisa que los autores desgranan. Una oposición estancada, rota, perdida dentro sí misma, sin aparente autonomía, fuerzas ni influencia real, difícilmente podrá impulsar demandas políticas de gran calado. Más que idealismo, en fin, el maximalismo que hoy esgrimen unas huestes enclenques luce más bien como panglossiano extravío.

Lo dicho: recomponerse hacia lo interno asumiendo previamente la debilidad e identificando sin auto-engaños la oportunidad, sería el primer paso de un nuevo ciclo. Apelar al pragmatismo, además, no implica renuncia al objetivo. Todo lo cual lleva a preguntarse: ¿habrá disposición esta vez para aceptar que se está tocando fondo, o la expectativa seguirá atada a la terca percepción de que aún somos lo que alguna vez tuvimos? ¿Divisaremos el escalón, la ocasión de capitalizar algún progreso -aunque sea imperfecto, aunque sea incierto- o seguiremos dragando, haciendo más y más profundo el pozo?

Proclamas como “estamos más fuertes y unidos que nunca”, por ejemplo, hoy no parecen tener cabida. Sería un error creer que las ventajas de 2019 siguen intactas luego de la seguidilla de estrafalarios “asaltos al cielo”; de la embestida del régimen en medio del desconcierto de quienes -a contravía de la prédica de Sun Tzu- atacan “con cólera y con prisas. El peor lastre, el de la ceguera autoimpuesta, impide precisar la propia carencia o captar la marrullería de los comerciantes de espejitos que pululan en uno y otro bando. Peste que como a esos ciegos amargamente descritos por Saramago, los que “viendo, no ven”, mete a los afectados en una caverna de autoindulgencia, inmunes a las críticas y reconsideraciones.

El pozo prevalece, sin embargo. Se hace más hondo y estrecho en la medida en que la realidad pide activo involucramiento de los actores políticos; no entelequias, no meras consignas. En la superficie, una sociedad cada vez más hostigada por la pandemia y la merma generalizada, cada vez menos tocada por la consciencia de responsabilidad sobre el espacio común, no sólo obliga a explorar algún consenso surgido de la emergencia del nos-otros. También la convocatoria a elecciones viciadas –y percibidas por muchos como inútiles, en tanto no garantizan mudanzas drásticas del statu quo– presiona por decisiones que, entre otras cosas, comprometen la supervivencia de la oposición como alternativa política.

Todo anuncia que sectores acoquinados por el clima de opinión, auto-entrampados por la batería argumental que desestimó la participación en 2018 y dio su bendición al interinato; llevados por la idea (¿profecía autocumplida?) de que la vía electoral se agotó en 2015, decidirían abstenerse. Una posibilidad que perturba por muchos motivos. No sólo porque ante la reducción dramática de capacidades, despachar una oportunidad de organización, cohesión y articulación interna se vuelve una crónica de inanidad anunciada. No sólo porque el seguimiento del corsi e ricorsi opositor indica que el aumento de lainfluencia del bloque se relaciona con avances cuantificables en el terreno electoral; y los retrocesos, con el abandono total o parcial de esos cortijos. No sólo porque el interés de países aliados promete diluirse en el trastorno de la pandemia y los reacomodos de la post-pandemia. No sólo porque la desafección cívica que está en la base de la abstención (según reciente sondeo de Datanálisis, la identificación partidista opositora se ubica en 11,7%) delata la desconexión entre liderazgo y ciudadanía e impide capitalizar el descontento. Preocupa además porque la integridad y vigencia delethos democrático en contextos neo-autoritarios también dependen del visible contraste ofrecido por una oposición que, como apuntan Lowenthal y Smilde, debería participar “activamente en los asuntos públicos y la política”.

En ese sentido, y aun al tanto de la distorsión procedimental que encajan las neo-autocracias del siglo XXI, surge la angustia: ¿qué opciones de lucha quedan para la fuerzas democráticas que deciden apartarse de la arena institucional? ¿A qué grado de influencia pueden aspirar en procesos de cambio si, mudas o ausentes, no logran hacer sentir su peso en zonas de conflicto asociadas a las elecciones, a la gestión local, al parlamento, a los medios de comunicación?

Las alternativas no abundan. Precisamente, en atención a ese riesgo de auto-anulación es que oposiciones democráticas en otras latitudes, en lugar de tullirse señalando la ilegitimidad del régimen eligieron sudar en el terreno de juego y bajo las reglas que este imponía, con la esperanza de cuestionarlo, de debilitar sus bases de apoyo; de derrotarlo, incluso. Es el caso de Chile (1988), de Brasil (1985), Polonia (1989) o Ghana (2000). Pero también es un desafío en pleno desarrollo en países africanos como Kenia, Togo, Tanzania, Burundi o Guinea, por ejemplo, donde elecciones en medio de turbulentos procesos de autocratización/regeneración democrática y los perennes dilemas estratégicos que plantean, forman parte del actual paisaje político.

Primero concéntrense en salir del pozo, luego intenten ampliar su influencia, paso a paso. La serena exhortación que en 1986 el presidente español hacía al futuro presidente chileno, reverdece a la luz de los trajines de quienes enfrentan estas escurridizas, elásticas, fulleras autocracias modernas. Vale la pena atenderlo, sin duda. Nos consta que uno de los verdugos del ímpetu democrático es el obstinado apego por los oficios suicidas.

@Mibelis

La ética de los resultados

Mibelis Acevedo Donís

Acuciado por su propio desasosiego respecto a lo que llamó la “degeneración de la democracia italiana”, Norberto Bobbio retomaba en su lúcido ensayo, “Política y moral”, la añeja pero no menos vital discusión sobre la relación entre ambas nociones. En el marco de la diferenciación de los dictámenes que rigen la vida pública y la privada, Bobbio admitía la instrumental divergencia, la tensión entre principios y responsabilidad, el contraste entre idealismo y realismo; la certeza de que el criterio que determina si una acción es buena o mala en política (donde es preciso mirar el fin, alertaba Maquiavelo) es distinta al que se aplica para una acción moral.

“No es casual -escribía Bobbio- que la máxima virtud del político sea no tanto la sabiduría sino la prudencia, es decir, la suprema capacidad de entender las cuestiones concretas, de adaptar los principios a las soluciones de hechos particulares que requieren agudeza y mesura”. De allí que colija que la distancia entre moral y política atiende “casi siempre a la distinción entre la ética de los principios y la ética de los resultados, en el sentido de que el hombre moral actúa y valora las acciones ajenas a partir de la ética de los resultados. El moralista se pregunta: “¿qué principios debo observar?”. El político se cuestiona: “¿qué consecuencias derivan de mi acción?” (…) El moralista puede aceptar la máxima “Fiat iustitia pereat mundus”, pero el político actúa en el mundo y para el mundo. Y no puede tomar una decisión que implique la consecuencia de que “el mundo perezca”.

La reflexión del teórico turinés -de la que se desprende no la idea de la absoluta incompatibilidad entre ambas categorías, sino la de dos prácticas sociales con desiguales aplicaciones, dos modos de juzgar la misma faena; de allí la sospecha de la necesaria autonomía de la política respecto a otros sistemas de acción, a sabiendas de esa compleja búsqueda del bien común- viene a santo del intenso baile que han desplegado palabras como “moral” y “dignidad”, asociadas al quehacer político en Venezuela. Según algunos de nuestros avispados sofistas resulta inadmisible moverse en la ciénaga gris de los relativismos, así que para “salvar” a la sociedad de los mercenarios del pragmatismo toca depurar a fondo e instalarse en la petrificada esquina del orgullo; parte de la cura consistiría entonces en voltearle los ojos, sacarle la lengua, cerrar puertas al farsante que ose cruzar ese inmaculado zaguán: y sí, “hacer justicia aunque el mundo perezca”. Al más rancio estilo del jacobinismo francés (cuyo ascenso a partir de la derrota girondina fue avivado por el extremismo) cunde una soflama de “rabiosos” y “exagerados”, emponzoñada por el delirio de una minoría “selecta”, últimos “reductos de dignidad”: una estirpe en extinción, auto-ungida para la tarea de conducir a las masas hacia la instauración de un régimen de virtud, pero cuya intolerancia parece llevar el mismo sello del autoritarismo que censura.

Penosamente, a merced de la molienda, la fatigosa incertidumbre y los tropiezos con la misma piedra, del desamor que nace como pago por el pecado de incoherencia, esa tendencia a la moralización de la política, esa dislocada aplicación de los valores particulares de la moral cotidiana a la vida pública parece seducir ahora a la dirigencia con su súbito sex-appeal, su boca roja, el puñal de su verbo bello e hiriente. De allí que en aras de una verticalidad que, en teoría, serviría de alcázar frente a la inmoralidad indomeñable del entorno, la alternativa es confinarnos al callejón sin salida del “todo o nada”, encadenarnos a la talanquera del pensamiento binario y evadir las luces del pensamiento estratégico. Menuda tragedia. La inercia de los “decentes” se ha disfrazado de solución.

¿Cómo explorar una transición a la democracia a partir de tal rigidez? ¿Cómo aspirar a definir una ruta de concreciones que incidan en el beneficio colectivo cuando se trafica sólo con lo apolíneo, lo inasible, con el fervor por lo impoluto? ¿Cómo zanjar el dilema entre opciones en apariencia excluyentes -participar o no- sin mutilar un espacio de maniobra que podría redundar en saldos relevantes para la vida en la polis? No en balde quienes han vivido las encrucijadas que empujan este tipo de procesos apuntan que la inflexibilidad no sólo es infame mentora, sino un rasgo de ingenuidad que emparentada con la antipolítica suele urdir peligrosas engañifas.

Asumiendo así que la acción política no debe juzgarse como “buena” o “mala” sino por ser pertinente o no, por estar estratégicamente apegada al objetivo o no, la clave podría estar en apartar la estorbosa moralina y activar el pensamiento integrador: esa capacidad para “movernos con soltura entre dos aguas”, casar ideas contrarias y sintetizarlas para encontrar un mejor resultado. Eso es lo que hay que pedir, diría Savater: “no se trata de exigir moral”, entonces, ”sino que el político funcione bien como político”.

@Mibelis

La conjura del loco

Mibelis Acevedo Donís

En país donde el poder nos ha sitiado durante tanto tiempo con su patológico desdén por la regla, su vocación por suprimir el saber del adversario, el afán por subvertir las claves de la normalidad y tachar todo límite entre bien y mal, toda distancia entre lo público y lo íntimo, a la oposición le pasó un poco como a ciertos personajes de la literatura y el cine: esos que al convertirse en amenazas para el sistema son de pronto tildados de locos, internados en celdas, tratados como conspiradores perturbados… ¿y cómo creerles, si están “mal de la cabeza”? Confinada a esa “casa de lunáticos” donde mandan los respingos de quienes fingían sanidad política ante el mundo, esa parte del país negada a la sujeción, a dejarse abatir por la aplanadora del autoritarismo, fue desacreditada nacional e internacionalmente por la estructura hegemónica de un régimen dispuesto a eternizarse en el poder. Con camisas de fuerza, amarrados al diván que para el caso dispuso el psiquiatra, los opositores fueron diagnósticos ad nauseam como “disociados”, seres llevados por “conductas alejadas de la realidad”, empeñados en “creer y avalar sólo las elecciones que ganan”; eso, aunque lo factual una y otra vez llevase a sospechar que la verdadera disociación vivía entre los administradores del manicomio.

El mundo no es sino un gran Bedlam, donde aquellos que están más locos encierran a quienes no lo están tanto”, decía Thomas Tryon en 1689 (aludía al Bethlem Royal Hospital, célebre mad-house fundada en Londinium en 1247; suerte de vista secular del infierno, decir “bedlam” se volvió sinónimo de caos, locura). Así, como perdidos en nuestro propio Bedlam, los venezolanos hemos visto cómo equilibrio y chifladura se alternan de manera tan consistente, tenaz y amplificada, que hasta hace poco ese transtorno fue la única verdad que reconocieron los ojos extranjeros. Pero la inocultable crisis, atizada recientemente por la temeraria inhabilitación de la Asamblea Nacional urdida desde el TSJ, contra toda razón democrática -algo que incluso la misma Fiscal General Luisa Ortega Díaz calificó como “ruptura del hilo constitucional”- ha disparado todas las alarmas. Luego de haber tenido que sufrir reportes como los del periodista Mark Weisbrot –quien tras visitarnos en 2014 concluía en The Guardian que acá sólo había una “revuelta de acomodados”, pues “no hay señales de que Venezuela esté atrapada por una “crisis” que requiera la intervención de la OEA, sin importar lo que John Kerry diga”- finalmente esa amplia mayoría que se reveló tras el triunfo electoral de 2015 no sólo puede ofrecer su versión de los hechos, sino contar con la escucha empática de otras naciones.

(La oposición está “envalentonada”, dispara la canciller Delcy Rodríguez… ¿será?)

Admitamos que recobrar la credibilidad usurpada por los amos del asylum, ser reconocidos tras una larga noche de silencio e invisibilidad a juro, no es poca cosa. “Existo en un sentido vital y humano sólo en relación (…) a mi mundo de otros “yo”, nos recuerda Josiah Royce. Nuestro ser “significa” a partir del reconocimiento del otro, uno que a su vez se arma a partir de nosotros. Una psiquis castigada por la anulación que aplica ese “gran Otro”, por ende, es barrida en su identidad, expropiada en su sentido. Es lo que ha pretendido el chavismo: despojarnos de autoestima, destruir ese espejo interno que permite encontrar referentes externos avalando la legitimidad de nuestras necesidades, deseos y acciones; empujarnos fuera de nuestros límites, llevarnos a creer que aunque hablemos, nadie mirará, nadie escuchará el canto solitario del orate.

Se trata, pues, de sepultarnos bajo la lógica del “mundo al revés”, la tiranía de lo anómalo, un laberinto regido por leyes que omiten cualquier mandato de la realidad. La gesta, sin duda, ha cosechado cierto éxito -el apego por la autodestrucción no deja de arrear malamente a nuestras huestes- pero toca reconocer que la sana vocación democrática del pueblo venezolano parece más terca que la locura inoculada. Sí: esa larga tradición de resistencia frente a la mascarada obliga a reorganizarse para “aprovechar el día”, ahora que la mirada del mundo se alinea con la nuestra, ahora que nos ampara un nuevo “Ardid de la razón”. Carpe díem.

En Venezuela no hay normalidad”, advertía Julio Borges desde la Asamblea Nacional. No son normales los desafueros por parte de cuerpos de seguridad del Estado al reprimir opositores, ni la deriva dictatorial, ni la imagen del feroz tajo en la frente del diputado Juan Requesens, agredido cuando manifestaba –vaya sangrante ironía- frente a la Defensoría del Pueblo. La obsesión por vender un país donde, de acuerdo a Samuel Moncada, “las calles están tranquilas”, hoy sólo remite a una “apariencia de verdad”, una burbuja distorsionada, esa oscura posverdad según la cual los manifestantes desarmados atacan a la Guardia Nacional y los sabuesos son destazados por las liebres. Mundo al revés, manicomio regentado por el desvarío, cuyo absurdo y toxicidad no sólo los venezolanos estamos percibiendo como intolerables.

@Mibelis