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Javier Solana

La interdependencia en el mundo de hoy

Javier Solana

Ha transcurrido un año desde que Rusia invadió Ucrania en febrero del año pasado. De todas las lecciones que pueden extraerse este año fatídico, se podría destacar una en concreto: la interdependencia no es sinónimo de paz y debe ser adaptada para hacer frente a una nueva realidad internacional.

Según los reputados académicos de relaciones internacionales Joseph S. Nye y Robert O. Keohane, el concepto de interdependencia hace referencia a las relaciones de dependencia mutua que se desarrollan entre Estados como resultado de sus interacciones, principalmente económicas y comerciales. En consecuencia, en una relación de interdependencia un Estado depende de otro – y viceversa – para garantizar su seguridad (incluida su seguridad energética) y su desarrollo económico.

En las últimas décadas, la interdependencia ha ocupado un lugar privilegiado en el pensamiento político occidental. Aunque el concepto merezca un replanteamiento, ignorar la contribución positiva que ha tenido la interdependencia en la estabilidad global y la seguridad en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial sería deshonesto e improductivo.

El éxito del proyecto europeo se debe en gran parte a las virtudes de la interdependencia. El desarrollo de lazos económicos – fundamentalmente, a través del comercio – entre los países que han ido integrando la comunidad europea ha facilitado la creación de intereses comunes entre europeos, lo que ha traído décadas de paz a un continente asolado por dos guerras mundiales durante la primera mitad del siglo XX, un hito que vale la pena recordar.

La interdependencia también fue un componente fundamental de la Östpolitik de Willy Brandt impulsada a partir de 1969. El excanciller de la República Federal Alemana tuvo la lucidez de apostar por la idea – arriesgada por aquel entonces – de que la profundización de las relaciones diplomáticas y económicas entre Occidente y Moscú dificultaría el estallido de una conflagración entre ambos bloques. Resultó ser un golpe maestro diplomático: la Östpolitik ayudó a aliviar las tensiones entre ambas partes.

A principios de este siglo, la globalización avanzaba a gran velocidad, y la interdependencia económica era vista por una gran parte del pensamiento occidental como sinónimo de estabilidad global. Es cierto que los ataques terroristas del 11-S contra las Torres Gemelas fueron un aviso de que la globalización – y la interdependencia – también conllevaba riesgos, pero el mundo no había perdido la fe en la capacidad del intercambio comercial para acercar a países de signo ideológico contrario. Prueba de ello es que tres meses después de los atentados del 11-S, China entraba en la Organización Mundial del Comercio.

Desde que Vladimir Putin accediera a la presidencia de Rusia a principios de este milenio, su mandato ha revelado cómo la interdependencia puede ser utilizada con fines coercitivos. Ucrania siempre ha ocupado un lugar central en las ambiciones imperiales de Putin. En las últimas décadas, sobre Ucrania no solo se ha dirimido el lugar que debiera ocupar la exrepública soviética en la arquitectura de seguridad europea, sino también su lugar en un mundo definido cada vez más por las relaciones comerciales.

Putin ha perseguido unas relaciones comerciales con el espacio postsoviético y con el resto de Europa con el único fin de ejercer un mayor grado de influencia. Con la creación de la Unión Aduanera Eurasiática en 2010, la estrategia de Putin buscaba replicar la antigua Unión Soviética a través de otros medios, principalmente comerciales.

Finalmente, Ucrania no se adhirió a la Unión Aduanera, sino que optó por un Acuerdo de Asociación con la Unión Europea. Putin no podía tolerar tal escenario y presionó al entonces presidente ucraniano, Víktor Yanukóvich, para que suspendiera los preparativos del acuerdo de asociación a finales de 2013. Se podría decir que este fue el detonante de la actual guerra ruso-ucraniana. A partir de ese momento, la historia es conocida: las protestas del Euromaidán darían paso a la anexión rusa de Crimea y el comienzo de la guerra ruso-ucraniana en el Donbás, la cual desde principios del año pasado ha dado paso a un segundo y trágico capítulo.

Días antes de la invasión rusa de Ucrania tenía lugar la Conferencia de Seguridad de Múnich. La preocupación durante esas semanas era evidente, pero la idea de que Putin lanzaría una invasión militar sobre Ucrania era recibida con una cierta incredulidad. La esperanza de que la invasión no se materializaría residía en parte en las virtudes de la interdependencia, debido a los elevados costes económicos que supondría – para Rusia y para la economía global en su conjunto – empezar una guerra en suelo europeo. Esa esperanza en la lógica pacificadora de la interdependencia se demostró infundada, y el 24 de febrero de 2022, las tropas rusas invaden Ucrania.

La invasión rusa de Ucrania es el ejemplo reciente más claro de que la interdependencia no es la solución a todos los males del mundo, ni es una garantía de paz, ni tan siquiera de acercamiento. Putin ha demostrado que la interdependencia económica, a pesar de la capacidad pacificadora que ha tenido en las últimas décadas, no engendra necesariamente actores geopolíticos responsables. Más bien al contrario. La interdependencia, para que sea constructiva, necesita de líderes políticos responsables.

Los europeos hemos descubierto que la interdependencia, o más bien las dependencias, nos pueden hacer más vulnerables de lo que pensábamos. Después de la invasión rusa de Ucrania, la respuesta de la Unión Europea se ha basado en la aplicación de esta máxima, sobre todo en el campo de la energía. Los cambios han sido drásticos, rápidos y loables. En 2021, la Unión Europea importaba el 40 por ciento de su demanda de gas natural de Rusia; esa cifra ahora se sitúa en torno al 8 por ciento.

Los Estados Miembros de la Unión Europea deben buscar formas de reducir las dependencias que los hacen más vulnerables. Donde se hayan desarrollado dependencias que puedan ser arriesgadas para la seguridad de la Unión Europea, en cualquier sector estratégico, como en el sector sanitario, la defensa, la energía, o la tecnología, será prudente reducirlas.

Por otra parte, Europa tiene que encontrar una manera equilibrada de relacionarse económicamente con el mundo. Como escribía el canciller alemán Olaf Scholz en un artículo previo a su visita oficial a Pekín en noviembre del año pasado, Europa debe evitar depender excesivamente de sus competidores, como China, pero ello no debe llevarla a un decoupling, o la ruptura de lazos económicos.

En el último año hemos aprendido que la interdependencia no puede evitar la guerra. También sabemos que rechazar la interdependencia no solo es la antítesis del proyecto europeo, sino que es incompatible con el multilateralismo y la resolución de problema globales. Como europeos, este último debería ser nuestro cometido principal.

22 de febrero 2023

Project Syndicate

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China ante una nueva etapa histórica

Javier Solana

“Esconde tu fuerza, espera tu momento”

Con esta frase, Deng Xiaoping establecía las bases estratégicas – el gradualismo, la flexibilidad ideológica y la discreción – del imparable ascenso económico del país asiático tras la muerte de Mao Tse Tung. Casi cincuenta años después de la presidencia de Deng, el estatus de China como potencia económica ya no es objeto de debate.

Los sucesores de Deng centraron su atención en el crecimiento económico, mientras China mantenía un perfil bajo a nivel internacional. A pesar de las incógnitas sobre el tercer mandato de Xi Jinping, ha quedado patente que en el concepto de la ‘revitalización de la nación china’ que promulga el actual mandatario chino no cabrá la discreción geopolítica.

Xi Jinping afronta su tercer mandato, que sin duda será ratificado durante el XX Congreso Nacional del Partido Comunista Chino que se está celebrando a lo largo de esta semana, en un momento delicado. Según Oxford Economics, la economía china crecerá aproximadamente en torno al 4.5 por ciento al año durante la próxima década, con una bajada del 3 por ciento de crecimiento económico anual para la década que empezará en el año 2030. Los datos de crecimiento económico de China en las últimas cinco décadas, que en numerosas ocasiones superaban el diez por ciento, pasarán a ser cosa del pasado.

Ante este escenario, no sería improbable asistir a una convergencia entre los datos de crecimiento económico de China y EE. UU., un acontecimiento que no ocurría desde 1976, el año de la muerte de Mao Tse Tung. Sin ir más lejos, hace unas semanas el Banco Mundial revisaba los datos de crecimiento de China para este año a un 2,8 por ciento, tan solo tres décimas por encima de la previsión del mismo organismo para la economía estadounidense.

En las últimas décadas, una parte importante del pensamiento occidental sobre China se ha centrado, acertadamente, en la necesidad de integrar al gigante asiático en la comunidad internacional para que su rápido ascenso económico fuese pacífico. En las próximas décadas, la comunidad internacional tendrá que prepararse para un escenario en el que las cifras de crecimiento del PIB de China no vayan más allá de un crecimiento moderado, incluso bajo.

Además, China asiste a un resquebrajamiento de su pacto social como consecuencia de las grandes desigualdades que ha generado su espectacular crecimiento económico. Aunque Xi Jinping quiera atajar este problema, quedará por ver cómo puede llevar a cabo su programa de ‘prosperidad común’ (common prosperity) sin que afecte demasiado a su principal fuente de legitimidad social, el crecimiento económico, o al espacio que tenga el sector privado para seguir participando en el desarrollo económico del país.

La salud de la economía global depende en gran medida de la salud de la economía china, y de su apertura comercial. El Puerto de Shanghái, el más grande del mundo en cuanto a volumen de comercio anual, ha estado parado durante meses como consecuencia de las políticas de cero-COVID, lo que ha resultado en una caída del PIB de la provincia de Shanghái de un 13.7 por ciento.

Durante este siglo, China no va a querer comportarse como un mero espectador de la coyuntura internacional. Los acontecimientos más recientes – como la reunión de la Organización de Cooperación de Shanghái en Samarcanda, en la que Putin se vio obligado a reconocer las ‘preguntas y preocupaciones’ de China respecto al conflicto en Ucrania – fueron un necesario recordatorio del papel que quiere jugar China en el orden internacional del siglo XXI.

Xi Jinping ha sido claro en su voluntad de que China sea un participante activo en la conformación de un nuevo orden internacional. Al fin y al cabo, es cierto que el actual sistema gobernanza global es una creación de los países que conformaban Occidente tras la Segunda Guerra Mundial, que fundaron instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, y que establecieron la primacía del dólar en la economía global.

Como argumenta Kevin Rudd, en su último libro The Avoidable War, China quiere participar en la creación de las normas globales que van a regir el orden internacional del siglo XXI. Aunque está por ver cómo pretende China reescribir estas normas, lo cierto es que difícilmente el orden internacional liberal surgido del final de la Segunda Guerra Mundial podrá perdurar sin modificaciones.

Más allá del próximo mandato de cinco años, resulta difícil predecir cuánto tiempo permanecerá Xi Jinping como presidente. Sin embargo, vistos los acontecimientos más recientes – como la tercera resolución emitida recientemente por el Partido Comunista Chino, en la que se eleva el estatus histórico de Xi al nivel de Mao Tse Tung y de Deng Xiaoping – una presidencia indefinida de Xi Jinping al frente del Partido no resultaría inverosímil.

Xi Jinping tiene sentido de misión histórica que podría ser catastrófico. En aras de asegurar su legado en la historia del Partido Comunista, Xi no esconde sus intenciones de ‘recuperar’ Taiwán. Sobre este asunto, es crucial que tanto China como EE. UU. sigan manteniendo las líneas de interacción diplomática abiertas para evitar ulteriores escaladas.

Las relaciones entre China y EE. UU. serán determinantes para el transcurso del siglo XXI. Su capacidad para hacerlo dependerá no sólo de las ambiciones geopolíticas de Xi, sino también del futuro político de Estados Unidos. Tras el Congreso del Partido Comunista, para tener una imagen más completa de la dirección que tome el siglo XXI, tendremos que esperar a las elecciones de medio mandato en EE. UU. que se celebrarán en unas semanas, y que pueden servir de termómetro de la salud política de la democracia estadounidense. También podrían tener un impacto significativo en el futuro de las relaciones sino-americanas.

Un decoupling entre las economías de Estados Unidos y China sería catastrófico para ambos países, por lo que es imperativo evitar ese escenario. Mientras que la salud política y económica de China y EE. UU. es fundamental para la gobernanza global, abordar problemas globales como el cambio climático será imposible sin la cooperación de ambas potencias. Si queremos construir un nuevo orden global adecuado a los retos del siglo XXI, deberán prevalecer la cordura y la sensatez.

21 de octubre 2022

Project Syndicate

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Un actor necesario

Javier Solana

"¿En qué momento, pues, cabe esperar la llegada del peligro? Respondo que, si alguna vez nos llega, surgirá de entre nosotros. No puede venir del exterior. Si la destrucción es nuestra suerte, nosotros mismos seremos su autor y su finalizador". Así vaticinaba Abraham Lincoln, en su célebre discurso de 1838 titulado "La Perpetuación de Nuestras Instituciones Políticas" que, en caso de darse, el ocaso de los Estados Unidos no vendría como consecuencia de una amenaza del exterior, sino por disfunciones internas.

En momentos de gravedad histórica, las inquietudes de los grandes líderes norteamericanos suelen impregnar la retórica de la política estadounidense. Tras meses de preparación, Joe Biden expresó la misma preocupación por la democracia estadounidense en un reciente y mediático discurso en el Independence Hall de Filadelfia, el lugar donde se debatió y adoptó la Declaración de Independencia en 1776. El título del discurso – La Batalla Continua por El Alma de la Nación – no engaña en cuanto al momento histórico por el que atraviesa la sociedad norteamericana.

La salud política de la primera potencia mundial es fundamental para la estabilidad global. En este sentido, tampoco hay que remontarse muy atrás en el tiempo para darse cuenta de que lo que pasa en la política interna de la primera potencia mundial – para bien y para mal – acaba condicionando en gran medida la estabilidad internacional en su conjunto. Dicho en los términos más claros posibles, ninguno de los grandes problemas globales a los que nos enfrentamos podrán ser abordados en las organizaciones multilaterales de manera eficaz sin la estabilidad política de los EE. UU.

La primera vez que pisé suelo estadounidense fue en 1965, durante la presidencia de Lyndon B. Johnson, y lo hacía con una beca Fulbright. Permanecí ahí durante cinco años. Me encontré con un país en ebullición que estaba sumido en la Guerra de Vietnam, sus consecuencias domésticas y el movimiento por la extensión de derechos civiles a la población afroamericana.

Hoy, la sociedad estadounidense está atravesando por una situación preocupante, pero cualitativamente distinta a la de los años sesenta. Si bien la conflictividad social que definió la década de los sesenta en EE. UU. giraba en torno a injusticias inasumibles para una sociedad moderna, no ponían en entredicho a las instituciones fundacionales de la república estadounidense. Ahora, el problema existencial ante el cual se encuentra la sociedad norteamericana se puede resumir en la falta de legitimidad de sus principales instituciones democráticas, y, entre ellas, de su sistema electoral. En otras palabras, en 1965, nadie cuestionaba el hecho de que Johnson era el presidente de los EE. UU.

Sesenta años después de esa década crucial de la Guerra Fría, nos encontramos ante un mundo incierto y fragmentado. Tras una pandemia global de la cual todavía no nos hemos recuperado, el mundo sufre las consecuencias económicas y sociales de una guerra en suelo europeo, con la que tampoco contábamos. Para agravar la situación, las instituciones multilaterales creadas para gestionar la globalización, sus oportunidades y sus riesgos, se están viendo superadas por la creciente división del mundo en bloques geopolíticos y el peligro de un decoupling entre sus dos principales potencias.

EE. UU. se enfrenta a un periodo electoral determinante para los propios americanos y para el mundo. A pocas semanas de las elecciones legislativas (midterms), los estadounidenses y el mundo se están jugando mucho. Sobre todo, porque uno de los partidos que han sustentado la democracia estadounidense ha sucumbido a la deriva populista de Trump. De todos los candidatos que recibieron el apoyo del expresidente (doscientos ocho concretamente) el 95% ha ganado en las primarias republicanas para las elecciones a la Cámara de Representantes y el Senado.

Resulta preocupante que el Trumpismo se convierta en un elemento permanente de la política estadounidense, dado el grado de poder político que ha podido acumular en los últimos años. El Trumpismo no hubiese podido consolidarse sin el éxito previo del Partido Republicano al hacerse con el control de los centros de poder político más accesibles durante una época de declive electoral para el conservadurismo norteamericano. Tras la victoria electoral de Barack Obama en 2008 el Partido Republicano cambió el color político de trece cámaras bajas estatales en 2010, mientras los Demócratas estaban concentrados en llevar a cabo su agenda doméstica e internacional en Washington.

Como consecuencia del dominio Republicano sobre las cámaras legislativas de los Estados, el Partido Republicano ha sido capaz de cambiar el dibujo del mapa electoral estadounidense a su favor – que afecta a las elecciones a nivel federal o nacional – por medio de la manipulación de las circunscripciones electorales en su propio beneficio, un proceso conocido como gerrymandering.

Aunque Trump haya conseguido cooptar en gran medida al Partido Republicano, el Trumpismo no siempre tiene todas las de ganar. Incluso en Estados indiscutiblemente republicanos, el populismo puede ser derrotado como hemos visto con el reciente triunfo de la candidata Demócrata Mary Peltola frente a Sarah Palin, en las elecciones al escaño del Estado de Alaska en la Cámara de los Representantes. Para el calendario electoral que se viene, Biden tiene la tarea histórica de unir a Demócratas y a Republicanos moderados en un frente común.

A veces, construir mayorías democráticas no es suficiente para preservar la democracia. Por suerte, una de las fortalezas del sistema democrático es su arquitectura institucional, que separa al poder del Estado en ramas – ejecutivo, legislativo y judicial - para evitar los abusos en los que pueda incurrir cada una de estas ramas. Con las recientes sentencias de la supermayoría conservadora, la legitimidad del poder judicial estadounidense está siendo cuestionada. Como apuntaba el último juez del Tribunal Supremo en dejar su cargo, Stephan Breyer, si los jueces son vistos como políticos, la legitimidad de los tribunales que sostienen el Estado de Derecho solo puede disminuir,

La Historia, y sus estudiosos, son fuentes de un valor incalculables para analizar la coyuntura actual y estar en las mejores condiciones para gestionarla. Hace unas semanas el presidente Joe Biden decidió convocar a la Casa Blanca a un grupo de historiadores de las universidades más prestigiosas del país para analizar la actual situación por la que atraviesa la sociedad americana. El mensaje principal de esa reunión fue rotundo: la polarización política está llevando a la democracia estadounidense al borde del colapso.

En 1838, Abraham Lincoln empezaba su discurso con una pregunta y una respuesta rotunda sobre el futuro de la democracia estadounidense. Hoy, las palabras de Lincoln sobre los peligros a los que se enfrenta la sociedad estadounidense son de una triste relevancia, para los propios americanos y para la estabilidad internacional.

22 de septiembre 2022

Project Syndicate

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Ucrania y la Unión Europea, indispensables para la seguridad en Europa

Javier Solana

Ninguna región del mundo posee un sistema de seguridad como el europeo, dotado de un complejo entramado de tratados, reglas e instituciones. Sin embargo, la sofisticación del sistema de seguridad europeo no puede llevarnos a concluir que se trate de una obra finalizada, sino una en constante revisión.

La seguridad en Europa se ha construido a lo largo de varias décadas de forma gradual. Las bases del sistema de seguridad europeo se asentaron con la Conferencia de Yalta de 1945, donde el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt, el primer ministro británico Winston Churchill y el líder soviético Iósif Stalin dividieron Europa en esferas de influencia, garantizando al concierto europeo una cierta estabilidad y previsibilidad.

Tres décadas más tarde, en 1975, la Conferencia de Helsinki sentó las bases de un periodo de distensión en la Guerra Fría. En los años 90, la Conferencia dio paso a la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE). Estos acuerdos fueron de gran trascendencia para la seguridad en Europa, pero no la eximirían de retos futuros.

Con la caída del bloque soviético a finales del siglo pasado, la seguridad europea se tambaleó. El último presidente de la Unión Soviética (URSS) Mijaíl Gorbachov era consciente de los cambios a los que se enfrentaba Rusia: ‘Vivimos en un mundo nuevo’, declaró en el discurso que disolvía la URSS de forma oficial la noche del 25 de diciembre de 1991. Entre 1989 y 1991, Moscú perdería el control sobre una extensión de territorio mayor que la Unión Europea.

En ese mundo nuevo del que hablaba Gorbachov, Ucrania seguiría siendo, para muchos líderes rusos, parte fundamental de la identidad nacional rusa. El entonces Ministro de Asuntos Exteriores ruso Yevgueni Primakov, con quien negocié, como secretario general de la OTAN, el acuerdo que permitió la primera ampliación de la Alianza Atlántica tras el final de la Guerra Fría, y cuya mujer era ucraniana, me decía con frecuencia: ‘Ukraine is in my heart’.

Tras la firma del Acta Fundacional entre Rusia y la Alianza Atlántica en 1997, tuvo lugar la Cumbre de la OTAN en Madrid. En esta misma cumbre, en la que se invitó a formar parte de la Alianza a tres países (Hungría, Polonia y la República Checa), tendría lugar la primera reunión OTAN-Ucrania, que formalizó la relación diferenciada con Ucrania a través de la firma de la Carta de Relación Especial. La ex república soviética no pasaría a formar parte de la OTAN, pero se posicionaba como un interlocutor de privilegio con Occidente.

Ucrania es clave también para la seguridad en Europa. El día del atentado del 11 de septiembre de 2001, me encontraba en Crimea en una cumbre de la Unión Europea con el entonces presidente ucraniano Leonid Kuchma. Con esa trágica noticia, Europa y el mundo se volcaron en solidaridad con Nueva York, pero seguiríamos mirando hacia Ucrania.

A principios de siglo surgían nuevas amenazas, Estados Unidos lideraba un nuevo orden mundial, y Rusia no se sentía cómoda en ese nuevo orden. En la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2007, Putin expresaba este descontento con claridad: ‘El mundo unipolar no solo es inaceptable, sino insostenible’.

El reajuste del espacio postsoviético fue especialmente traumático para la política exterior rusa, por su concepción del poder basada en la territorialidad. Rusia se siente arrinconada por la reducción progresiva de su espacio de seguridad, y Ucrania es su línea roja, como hemos visto con el reciente envío masivo de tropas rusas a la frontera ucraniana. Sin embargo, el objetivo no es anexionar Ucrania, sino evitar su salida de la esfera de influencia del Kremlin.

El orden de seguridad europeo se fundamenta en unos principios básicos, entre ellos la integridad territorial de los Estados, que se viola de forma clara con el referéndum ilegal de 2014 en Crimea y su posterior anexión por parte de Rusia. Desgraciadamente, la actual situación de tensión a lo largo de la frontera con Ucrania pone en riesgo la estabilidad en este país y, por lo tanto, la seguridad en Europa.

En este sentido, las diversas iniciativas que se han puesto en marcha para resolver la situación en Ucrania son de una gran urgencia. En las últimas semanas han tenido lugar reuniones bilaterales entre Estados Unidos y Rusia, la reunión OTAN-Rusia, y las reuniones en el marco de la OSCE, pero la situación sigue estancada.

Por su parte, la Unión Europea tiene que seguir apoyando todos aquellos formatos diplomáticos para la resolución del conflicto en Ucrania, como el Cuarteto de Normandía, que junta en un grupo de contacto informal a Francia, Alemania, Rusia y Ucrania. Además de apoyar estos formatos, la Unión Europea debe hacerse oír.

Para llegar a una solución negociada, la Unión Europea debe estar representada de forma efectiva en las negociaciones. Como ha recordado el Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad Josep Borrell, la Unión Europea no puede ser un ‘espectador neutro’ en aquellos asuntos que afectan directamente a su propia seguridad. Además, esta posición no es exclusivamente europea, sino que es parte de un consenso transatlántico. En palabras del presidente de EE.UU. Joe Biden, ‘nothing about you, without you’.

La inclusión de la Unión Europea en la arquitectura de la seguridad del continente es también una cuestión práctica, dado que ya no es la comunidad de países que existía al final de la Guerra Fría. En los últimos treinta años, la Unión Europea ha pasado de tener doce miembros a veintisiete, que conforman el mayor bloque comercial del mundo. Además, la Política Exterior y de Seguridad Común europea no tiene relación alguna con los instrumentos de los que disponía hace treinta años, que ya tiene todos los elementos de una política exterior eficaz. Lo que tiene que conseguir ahora es ejecutarla.

Gorbachov advirtió a los rusos en 1991 que el mundo había cambiado. Europa también ha cambiado, y en virtud del rechazo a la guerra y la voluntad de construir la paz como base esencial de su proyecto político, la arquitectura de la seguridad europea deberá reflejar esta nueva realidad.

21 de enero 2022

Project Syndicate

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