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Antonio R. Rubio Plo

La niebla de la guerra

Antonio R. Rubio Plo

Tres meses de guerra en Ucrania y cunde la sensación de que las informaciones se evaporan, son difusas y van cayendo de los titulares destacados de los medios de comunicación. A esto se une otra percepción: la de que el conflicto se estanca. No hay batallas decisivas sino ataques puntuales y, de vez en cuando, declaraciones “incendiarias” de responsables políticos, que poco a poco, dejan de inquietar. La magia de las fechas se ha diluido, ya sea la Pascua ortodoxa o el aniversario de la “Gran Guerra Patriótica”. No hay que esperar ni cambios, ni decisiones importantes, en función de una fecha. En uno de los bandos apunta una moral de victoria, en el otro la mecánica determinación de seguir adelante con una “operación especial” que, en el peor de los casos, se saldará con más porciones de territorio conquistado, fatalmente inamovibles cuando las armas callen.

Estamos en plena “niebla de la guerra”, una expresión que se atribuye a Karl von Clausewitz en su tratado De la guerra, aunque, en realidad, la popularizó entre los estudiosos el coronel británico Lonsdale August Hale en 1896, en una conferencia en que comentaba la obra del estratega prusiano. Lo que escribió Clausewitz lo encontramos en el capítulo 3 del libro I de su tratado:

“La guerra es el reino de la incertidumbre. Las tres cuartas partes de los factores en que se basan las acciones bélicas están envueltas en una niebla de mayor o menor incertidumbre. Se exige un juicio sensato y perspicaz, una inteligencia entrenada en desvelar la verdad”.

Hay quien puede creer que el uso de las nuevas tecnologías, sobre todo para la localización del enemigo, contribuye a disipar la niebla de la guerra. Sin embargo, es sabido que el tener más datos y saber más cosas “no reduce nuestra incertidumbre, sino que la aumenta”, en opinión de Clausewitz. Si, además, se están recibiendo informaciones fragmentadas, eso perjudica cualquier capacidad de decisión. Nuestro estratega dice además que la inteligencia, por sí sola, es insuficiente. En muchos ámbitos se considera hoy la inteligencia como el gran motor de cualquier estrategia, pero se suele ocultar otra realidad: muchas personas inteligentes son irresolutas. Una cosa es diagnosticar los síntomas y otra muy diferente curar una enfermedad.

Por lo demás, no hay tecnología en el mundo que pueda sondear a fondo la mente humana, cuyas acciones futuras son muy complejas de predecir. En el caso de Ucrania son muchos los analistas que intentan introducirse en la cabeza de Vladimir Putin, como si la suerte de la guerra dependiera de un solo hombre, de sus convicciones, de sus palabras pasadas y presentes. Pero ni las palabras, ni mucho menos los silencios, aclaran nada. Tampoco las calificaciones de si un determinado comportamiento es racional o irracional; ni, por supuesto, las comparaciones históricas, siempre con la Segunda Guerra Mundial o con Hitler y Stalin, pues resultan tan eruditas como forzadas. Cabe concluir que la guerra, al igual que otras acciones humanas, es el reino de las emociones. Lo dice también Clausewitz en el citado libro I: “Si la guerra es un acto de fuerza, las emociones no pueden faltar”. Son las emociones, que nacen habitualmente de percepciones subjetivas, las que contribuyen a la incertidumbre de la niebla de la guerra. Se puede expresar con una referencia literaria rusa, de Iván Turguéniev: “El alma humana son tinieblas”.

La niebla de la guerra tampoco es inocente. Debe mucho al secreto que cultivan los bandos enfrentados. El secreto no se fundamenta sólo en la falta de información sino en todo lo contrario: en la proliferación de informaciones, sobre las que hay decidir, y en poco tiempo, si son reales, falsas o erróneas. Hoy se podría afirmar incluso que la guerra es el reino de la posverdad. La niebla de la incertidumbre trae inevitablemente sorpresas. Clausewitz así lo corrobora: “Como todas las informaciones e hipótesis están sujetas a la duda y como el azar actúa en todo, el mando descubre continuamente que las cosas no son como esperaba”. De la niebla de la guerra sabía bastante el secretario de Defensa Robert McNamara, que en 2003 protagonizó un documental dirigido por Errol Morris. Afirmó que en Vietnam fue esa niebla lo que llevó a los militares estadounidenses a cometer graves errores tácticos y a ser conscientes de ello, incluso hasta el extremo de saber que estaba muriendo gente inocente.

Los historiadores no suelen hablar de la niebla de la guerra. Manejan tal cantidad de informaciones que alimentan la ilusión de saber ensamblar los hechos. En cambio, algunos escritores, profundos conocedores de la psicología humana, han sabido transmitir la atmósfera de la niebla de la guerra. Por ejemplo, en Guerra y paz de Tolstoi, el príncipe Andrei Bolkonski, en la batalla de Austerlitz, se ve sorprendido por una oleada de soldados fugitivos rusos que huyen de los franceses. Él creía estar ante un momento decisivo de una gran victoria de las armas rusas, pero esa oleada lo envuelve y lo hace retroceder. Luego cae herido y pierde la sensación de lo que está pasando. Sólo distingue un cielo alto y con nubes grises, al tiempo que es invadido por sensaciones de paz, calma y serenidad. Entonces aparece Napoleón Bonaparte y ordena que evacuen al príncipe para ser asistido de sus heridas.

Por lo menos, Tolstoi escribe sobre un enemigo que reconoce el valor de los otros, pero en el caso de Fabrice del Dongo, protagonista de La cartuja de Parma de Stendhal, la realidad es más prosaica en la batalla de Waterloo. A Fabrice lo envuelven también nubes de caballería francesa en retirada, los mismos jinetes que un día antes habían vencido a los prusianos en Ligny. Ahora huyen “como carneros”, dice Fabrice –que no está seguro de haber presenciado ninguna batalla, pues sus sensaciones se reducen a humo blanco, que no le deja ver casi nada, y a descargas ensordecedoras–. Sólo por unos instantes alcanza a ver al mariscal Ney, ennoblecido por Napoleón con el título de príncipe del Moscova, encarnación de la gloria militar francesa, pero fusilado pocos meses después de la derrota de Waterloo. El humo ha hecho dudar a Fabrice sobre si ha estado realmente en una histórica batalla y esa duda le lleva a esta conclusión: “La guerra no era, pues, ese noble y máximo vuelo de almas amante de la gloria, que se había figurado, leyendo las proclamas de Napoleón”.

¿Sirve la niebla de la guerra en Ucrania para confirmar la célebre cita de Clausewitz de que la guerra es la continuación de la política por otros medios? Si la guerra, y más aún una guerra prolongada, no funciona para conseguir unos fines políticos, la niebla se expande y no deja ver el horizonte. La prolongación de las destrucciones y las muertes de civiles no contribuyen al logro de los fines políticos en un mundo siempre sediente de imágenes. En medio de la niebla, los alardes de determinación de cualquier líder político que conduzca una guerra pueden no ser interpretados como una virtud heroica, sino como una exhibición vacilante de riesgos e incertidumbres.

1 de julio 2022

elcano

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Napoleón para analistas internacionales

Antonio R. Rubio Plo

Napoleón sigue siendo uno de los grandes protagonistas de la Historia, doscientos años después de su muerte el 5 de mayo de 1821. El mundo de campañas militares y batallas decisivas que él contribuyó a forjar no goza hoy del mismo entusiasmo que en otras épocas, pero sus ideas estratégicas siguen siendo estudiadas no solo en las academias militares sino también entre los analistas de estrategias económicas. Incluso en la propia Francia voces como la del exministro de Asuntos Exteriores, Hubert Védrine, se levantan para decir que es un aniversario para conmemorar, aunque no para celebrar. Es muy posible que los totalitarismos del siglo XX hayan contribuido a minar el prestigio de Napoleón en su propio país. De hecho, en los años de la Segunda Guerra Mundial, bajo la ocupación alemana, se difundió en Francia Del espíritu de conquista y usurpación de Benjamin Constant, una crítica al régimen napoleónico que hacía pensar inevitablemente en las conquistas militares de los sistemas totalitarios. Se olvidaba, sin embargo, que incluso el liberal Constant puso sus esperanzas en el Napoleón que regresó de la isla de Elba, aunque solo fue por cien días, y redactó para él una especie de “constitución” bajo el nombre de Acta Adicional a las Constituciones del Imperio. Pero en Francia no se ha olvidado a Napoleón Bonaparte. Hay quien lo ha descubierto bajo los rasgos del joven presidente Emmanuel Macron, aunque en realidad no hay un solo jefe de estado de la presidencialista Quinta República en el que no pudiéramos descubrir rasgos napoleónicos.

Con las frases atribuidas a Napoleón hay que tener mucho cuidado, pues no se tiene una certeza plena de su veracidad, aunque lo mismo sucede con otros grandes personajes de la Historia. En algunas le podemos dar la razón, aunque otras serían cuestionables.

“Un estado hace la política de su geografía”

La existencia de Napoleón no puede concebirse sin un mapa de Europa. Es un grande de la geopolítica, el que sienta las bases de una geopolítica de Francia, mucho más ambiciosa que la de los monarcas absolutistas, interesados casi exclusivamente en Europa occidental y el Mediterráneo. Napoleón no solo quiere para Francia unas fronteras seguras, y ciertamente el afán por la seguridad le lleva a ampliarlas, sino que también busca doblegar a Austria, el gran Imperio de Europa Central, a la emergente Prusia y al Imperio de los zares rusos. Desde Napoleón, Francia ha mirado hacia el este y centro de Europa, con desiguales resultados. Ha desarrollado asociaciones estratégicas con Polonia y con todas las naciones centroeuropeas que se fueron desgajando del Imperio austrohúngaro, pero a la vez ha buscado el entendimiento con Rusia. De hecho, lo consiguió a finales del siglo XIX con el zar Alejandro III, si bien la revolución leninista frustró esa alianza. Con todo, el pragmático De Gaulle no dudó en aproximarse a Stalin en 1944 en un intento de constituir un equilibrio ante la nueva hegemonía de las potencias anglosajonas. Y en la actualidad, Macron defiende, pese a las circunstancias adversas, un acercamiento de Europa a Rusia para contrarrestar la asociación estratégica de Moscú y Pekín. En tiempos de Napoleón reinaba un zar admirador de la cultura francesa, Alejandro I, si bien eso no impidió la desastrosa campaña de Rusia, en la que la estrategia de ganar una batalla decisiva demostró ser inútil. Por lo demás, la Rusia de Putin no quiere ser europea, aunque quiera hacer negocios de suministro de energía con los europeos. Para los rusos el 9 de mayo no es el día de Europa, tal y como se conmemora en Bruselas en homenaje a la Declaración Schuman. Por el contrario, para Moscú el 9 de mayo es el día de la victoria sobre el régimen hitleriano. Las relaciones franco-rusas siempre resultarán complejas y se verán con recelo por los vecinos europeos de Rusia, socios de Francia en Europa.

“Quiero conquistar el mar con el poder de la tierra”

Gran Bretaña fue el principal enemigo y una obsesión de Napoleón. Sin embargo, Londres no apeló en las guerras de este período a argumentos ideológicos, basados en la existencia de una monarquía parlamentaria, sino a la ruptura del equilibrio del continente europeo por la potencia hegemónica francesa. Frente a un enemigo que dominaba los mares, Napoleón tenía que utilizar una estrategia de aproximación indirecta, mucho antes de que hablara de ella el capitán Basil Henry Liddell Hart en el siglo XX. Con su campaña de Egipto pretendió dar un golpe mortal al comercio británico en su ruta hacia la India. Pero los británicos le ganaron en el mar en la batalla de Abukir (1798), y más tarde en la de Trafalgar (1805). La invasión de las islas británicas resultaba imposible en tales circunstancias, y en 1807 el emperador decretó un bloqueo comercial continental para perjudicar nuevamente los intereses de Gran Bretaña. Sin embargo, tal y como ha sucedido con otros bloqueos y embargos posteriores, Napoleón fracasó porque no todos los países respetaron la medida. Es otro ejemplo de que las sanciones económicas suelen tener un efecto limitado y muchas veces perjudican más a quien las establece o las secunda que al país afectado. Las guerras con la Francia napoleónica reafirmaron a los británicos en la convicción de que lo que pasara en el continente podía repercutir en su propia seguridad y estabilidad. Paradójicamente sirvieron para “ligar” a Gran Bretaña más a Europa, tal y como demostraría el sistema del Congreso de Viena y la participación en las dos guerras mundiales. Pero, de momento, el Brexit parece haber revertido esta tendencia y ha alimentado otra imagen: la de una Gran Bretaña global y en buena medida extraeuropea.

“El mejor soldado no es el que combate sino el que avanza”

Napoleón estaba acostumbrado al avance arrollador de su ejército que solía ir acompañado de una batalla decisiva para la derrota definitiva del enemigo. En cierto modo, su estrategia es un antecedente de la “guerra relámpago”, que marcó los inicios de la Segunda Guerra Mundial. La lista de sus victorias responde a esta dinámica: Marengo, Ulm, Austerlitz, Jena, Eylau, Friedland… Sin embargo, el avance en Rusia, durante la campaña de 1812, no fue el presagio de una victoria. El espacio, el clima y la determinación del mariscal Mijaíl Kutuzov, que evitó presentar a Napoleón batalla en campo abierto, frustraron el avance y la posibilidad de un combate decisivo. La batalla de Borodino, la única excepción, causó grandes pérdidas en ambos bandos, y la toma de Moscú no sirvió de nada a los franceses. Napoleón fue derrotado por su desconocimiento de Rusia, de su historia, de su geografía y de sus gentes. Sigue siendo verdad, hoy más que nunca, la famosa cita de Churchill: “Rusia es un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”. George Kennan, con su “telegrama largo”, acertó a comprenderla un poco, algo que no conseguirían otros sovietólogos. Pero muchos políticos y analistas de la Posguerra Fría siguieron sin comprenderla. Acostumbrados al bastante previsible Boris Yeltsin, quedaron desconcertados con el imprevisible Vladimir Putin.

“Cuando China despierte, el mundo temblará”

No se ponen de acuerdo los historiadores sobre cuándo dijo Napoleón esta frase. Algunos creen que fue en 1803 con la contemplación de un mapa del mundo, pero la mayoría la sitúan en su destierro de Santa Elena en 1816. Al parecer, Napoleón había leído el relato de una embajada británica que intentó en vano convencer al emperador chino de abrir las puertas de su país al comercio. En cambio, el historiador Jean Tulard sugiere que la frase se debe a la imaginación de uno de los guionistas del filme 55 días en Pekín (1963), ambientado durante el asedio del barrio diplomático en el verano de 1900. Con todo, en 1973 el exministro gaullista, Alain Peyrefitte, utilizó la citada frase para dar título a un libro que relataba su viaje a la China de Mao. Sin embargo, Napoleón no parece haber ideado una frase premonitoria sobre el futuro de China. Quizás solo fuera un tópico comentario de que las invasiones de Europa procedieron principalmente del continente asiático, una advertencia sobre lo que a principios del siglo XX algunos llamaron el “peligro amarillo”. Napoleón no estaba demasiado interesado por Asia ni tampoco por América, pues vendió a Estados Unidos la Luisiana en 1803 y no mostró interés en recuperar los territorios franceses en Canadá. Para el emperador, el mundo se reducía a Europa, pero dos potencias de la periferia continental, Gran Bretaña y Rusia, echaron abajo su sueño europeo. Son precisamente los dos países que hoy tienen un encaje más problemático con Europa.

14 de mayo 2021

Elcano

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El populismo según Plutarco y Rosanvallon

Antonio R. Rubio Plo

El siglo del populismo, el último libro del historiador y politólogo Pierre Rosanvallon, representa un título de lectura indispensable sobre este fenómeno sociopolítico, de carácter tan difuso como volátil. Es una corriente de pensamiento líquido, no tanto una doctrina, marcada por el imperio absoluto de las emociones. Limitarse a comparaciones históricas con los fascismos de entreguerras denota una cierta pereza a la hora de analizar. Para empezar, el populismo es mucho más antiguo que todo eso. Podríamos remontarnos a la Antigüedad clásica y a otras etapas de la historia porque el populismo es una actitud, una táctica y finalmente una estrategia al servicio de la toma del poder. Además, el populismo está, y siempre lo ha estado, al servicio de una “política espectáculo”, y, en consecuencia, no es extraño que acapare la atención de los espectadores, llámense pueblo o público, en esta sociedad del espectáculo, en la que se prefiere la representación a la realidad, la apariencia al ser, tal y como subrayaba el filósofo Guy Debord en 1967.

Pierre Rosanvallon presenta en su libro toda una serie de ejemplos de la fuerte carga emocional que sustenta al populismo, en la que se entremezclan pretensiones de exclusiva grandeza moral, no pocas veces salpicadas por el término “dignidad”, y los odios más turbulentos, con una violencia verbal sin límites. Nos trae un ejemplo de la política francesa, el de Jean-Luc Mélenchon, y nos cuenta una significativa anécdota en la que se aprecian las simpatías del fundador de La France insoumise por el cesarismo. En 2017 visitó las ruinas del Foro romano, donde señaló que César estaba cerca del pueblo y por eso los patricios lo asesinaron. Rosanvallon no se remonta tan lejos en su libro para narrar la historia del populismo, si bien es recomendable revisar las Vidas paralelas de Plutarco, y en concreto la de César, para tomar nota de actitudes populistas que siguen muy vigentes.

En efecto, Plutarco retrata a César, en sus funciones de edil o pretor de Roma, como un político ambicioso, que utiliza al pueblo para sus fines. Solo Cicerón, el principal representante del ideal republicano, parece darse cuenta de que detrás de su humanidad y afabilidad externas, que le ganan una inmensa popularidad, están los designios de un ambicioso. Pero el destino de Cicerón será el de tantos críticos del cesarismo: la de ser desprestigiado por encarnar supuestamente los intereses de los privilegiados, los del patriciado romano. Los “hombres fuertes”, idolatrados por las masas, nada quieren saber de quienes apelan a los dictados de la razón. Lo cierto es que el gran orador romano percibe rasgos tiránicos en todas las empresas y actos políticos de César, y escribe: “Cuando veo su caballera peinada con tanto cuidado, cuando le veo rascarse la cabeza con un solo dedo, llego a creer que un hombre así ha decidido un crimen tan grande como la ruina de la República romana”. El propio Cicerón señala también la anécdota de que César tradujo de este modo una cita de Eurípides: “Si hay que violar el derecho, debe hacerse para reinar; en los demás casos practica la rectitud”. Hoy diríamos que César era un maestro en el arte de la inteligencia emocional, y todo líder populista termina siéndolo. El cesarismo ha pasado además al teatro, entre otros géneros literarios, y Shakespeare, con su Julio César, debe mucho a Plutarco. En esa obra le vemos comportarse como un tribuno de la plebe. No menos populista es Marco Antonio con su sinuoso discurso ante el cadáver de César, que desbanca al discurso “patriótico” de Marco Bruto, uno de sus asesinos, pues Antonio consigue con habilidad desatar toda clase de emociones entre su auditorio.

Pierre Rosanvallon hace en su libro una anatomía y una crítica, bien fundamentada del populismo, pero, en mi opinión, tiene también el mérito de esbozar una historia del populismo contemporáneo, centrada particularmente en Francia, aunque perfectamente trasplantable a otros países. El populismo impregna el régimen del primer Napoleón, esperanza de los decepcionados y cansados de la revolución, pero el Segundo Imperio de Napoleón III (1852-1870) es un populismo en estado puro. Allí surgirá la idea, que luego cruzará el Atlántico para germinar en el terreno propicio de los caudillismos de las repúblicas latinoamericanas, de que el emperador no es un hombre sino un pueblo, el elegido de la democracia, la encarnación de la representación popular. Luis Napoleón Bonaparte multiplicará las recepciones y los desplazamientos por el interior de Francia, a modo de un continuo plebiscito. El bonapartismo busca no solo la unanimidad política sino también la unanimidad social, y esto también explicará sus intentos de controlar la prensa, a la que considera un Estado dentro del Estado, carente de toda legitimidad democrática. Dicha percepción es una prueba más de que el populismo antepone la democracia plebiscitaria al Estado de derecho.

Durante la Tercera República, en 1889, Francia conocerá el efímero bonapartismo del general Georges Boulanger, paralelo a los escándalos políticos de corrupción del momento, y que es jaleado por una prensa que considera a los diputados de la Asamblea Nacional como ejemplo de cinismo, cobardía y mediocridad. Boulanger no triunfará al final, pues nunca lo hacen quienes son incapaces de separar lo sublime de lo ridículo, con todas sus actitudes teatrales y sobreactuadas. Hay quien opina que Boulanger temía en realidad al Estado de derecho y no se atrevió a dar el golpe de Estado que le reclamaban sus partidarios, tras haber ganado las elecciones parlamentarias. Por cierto, Jean Renoir hizo un retrato muy logrado de Boulanger en la película Elena y los hombres (1956), bajo los rasgos del general François Rolland (Jean Marais), tan pretencioso como teatral.

Una acertada conclusión de El siglo del populismo es que la democracia es a la vez una suma de modalidades imperfectas y un sistema experimental, algo que nunca está acabado. Pero el populismo no ha surgido de modo espontáneo. Ha sido una reacción contra la clase política tradicional conformista y encerrada en sí misma. La democracia representativa, según Rosanvallon, “es el régimen que no se cansa de preguntarse por él mismo”. Su pervivencia dependerá de su capacidad de reinventarse, de ser más activa y participativa.

24 de fenrero 2021

Elcano

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