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Timothy Snyder

¿Qué es la libertad? La palabra más usada (y maltratada) en política

Timothy Snyder
La libertad no es solo la ausencia de barreras y prohibiciones, como considera una buena parte de la derecha, incluidos Donald Trump, Javier Milei o Isabel Díaz Ayuso. Hace falta que se den las condiciones (y algunas nos las proporciona el Estado) para que podamos ejercer nuestras libertades

Deberíamos decirlo: Rusia es fascista

Timothy Snyder

El fascismo nunca fue derrotado como idea.

Como culto a la irracionalidad y la violencia, no podía ser derrotado como argumento: mientras la Alemania nazi parecía fuerte, los europeos y otros se sentían tentados. Fue solo en los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial que el fascismo fue derrotado. Ahora ha vuelto, y esta vez, el país que lucha en una guerra fascista de destrucción es Rusia. Si Rusia gana, los fascistas de todo el mundo se consolarán. Nos equivocamos al limitar nuestros miedos al fascismo a cierta imagen de Hitler y el Holocausto.

El fascismo era de origen italiano, popular en Rumania —donde los fascistas eran cristianos ortodoxos que soñaban con limpiar la violencia— y tenía adeptos en toda Europa (y América). En todas sus variedades, se trataba del triunfo de la voluntad sobre la razón. Por eso, es imposible definirlo satisfactoriamente.

La gente no está de acuerdo, a menudo con vehemencia, sobre lo que constituye el fascismo. Pero la Rusia de hoy cumple con la mayoría de los criterios que los académicos tienden a aplicar. Tiene un culto en torno a un solo líder, Vladimir Putin. Tiene un culto a los muertos, organizado alrededor de la Segunda Guerra Mundial. Tiene el mito de una edad de oro pasada de grandeza imperial, que será restaurada por una guerra de violencia curativa: la guerra asesina contra Ucrania.

No es la primera vez que Ucrania ha sido objeto de una guerra fascista. La conquista del país fue el principal objetivo de guerra de Hitler en 1941. Hitler pensó que la Unión Soviética, que entonces gobernaba Ucrania, era un estado judío: planeó reemplazar el gobierno soviético por el suyo propio y reclamar el fértil suelo agrícola de Ucrania. La Unión Soviética moriría de hambre y Alemania se convertiría en un imperio. Imaginó que esto sería fácil porque la Unión Soviética, en su opinión, era una creación artificial y los ucranianos un pueblo colonial. Las similitudes con la guerra de Putin son sorprendentes. El Kremlin define a Ucrania como un estado artificial, cuyo presidente judío demuestra que no puede ser real. Después de la eliminación de una pequeña élite, se piensa, las masas incipientes aceptarían felizmente el dominio ruso.

Hoy es Rusia la que está negando la comida ucraniana al mundo, amenazando con una hambruna en el sur global. Muchos dudan en ver a la Rusia de hoy como fascista porque la Unión Soviética de Stalin se definió a sí misma como antifascista. Pero ese uso no ayudó a definir qué es el fascismo, y hoy en día es más que confuso.

Con la ayuda de aliados estadounidenses, británicos y otros, la Unión Soviética derrotó a la Alemania nazi y sus aliados en 1945. Sin embargo, su oposición al fascismo fue inconsistente. Antes del ascenso de Hitler al poder en 1933, los soviéticos trataban a los fascistas como una forma más de enemigo capitalista. Los partidos comunistas en Europa debían tratar a todos los demás partidos como enemigos. Esta política en realidad contribuyó al ascenso de Hitler: aunque superaban en número a los nazis, los comunistas y socialistas alemanes no pudieron cooperar. Después de ese fiasco, Stalin ajustó su política y exigió que los partidos comunistas europeos formaran coaliciones para bloquear a los fascistas. Eso no duró mucho. En 1939, la Unión Soviética se unió a la Alemania nazi como aliado de facto y las dos potencias invadieron Polonia juntas. Los discursos nazis se reimprimieron en la prensa soviética y los oficiales nazis admiraron la eficiencia soviética en las deportaciones masivas. Pero los rusos de hoy no hablan de este hecho, ya que las leyes de memoria tipifican como delito hacerlo.

La Segunda Guerra Mundial es un elemento del mito histórico de Putin sobre la inocencia rusa y la grandeza perdida: Rusia debe disfrutar del monopolio del victimismo y la victoria. El hecho básico de que Stalin permitió la Segunda Guerra Mundial al aliarse con Hitler debe ser indecible e impensable. La flexibilidad de Stalin sobre el fascismo es la clave para entender a Rusia hoy.

Bajo Stalin, el fascismo fue primero indiferente, luego fue malo, luego estuvo bien hasta que, cuando Hitler traicionó a Stalin y Alemania invadió la Unión Soviética, volvió a ser malo. Pero nadie definió nunca lo que significaba. Era una caja en la que se podía poner cualquier cosa. Los comunistas fueron purgados como fascistas en juicios espectáculo. Durante la Guerra Fría, los estadounidenses y los británicos se convirtieron en fascistas. Y el “antifascismo” no impidió que Stalin atacara a los judíos en su última purga, ni que sus sucesores fusionaran a Israel con la Alemania nazi. El antifascismo soviético, en otras palabras, era una política de nosotros y ellos. Esa no es una respuesta al fascismo. Después de todo, la política fascista comienza, como dijo el pensador nazi Carl Schmitt, a partir de la definición de un enemigo. Debido a que el antifascismo soviético solo significaba definir un enemigo, le ofreció al fascismo una puerta trasera a través de la cual regresar a Rusia.

En la Rusia del siglo XXI, el “antifascismo” se convirtió simplemente en el derecho de un líder ruso a definir enemigos nacionales. A los fascistas rusos reales, como Aleksandr Dugin y Aleksandr Prokhanov, se les dio tiempo en los medios de comunicación. Y el propio Putin se basó en el trabajo del fascista ruso de entreguerras Ivan Ilyin. Para el presidente, un “fascista” o un “nazi” es simplemente alguien que se opone a él o a su plan para destruir Ucrania. Los ucranianos son “nazis” porque no aceptan que son rusos y se resisten.

Un viajero en el tiempo de la década de 1930 no tendría dificultad en identificar al régimen de Putin como fascista. El símbolo Z, las manifestaciones, la propaganda, la guerra como acto de limpieza de la violencia y los pozos de muerte alrededor de las ciudades ucranianas lo dejan todo muy claro. La guerra contra Ucrania no es solo un regreso al campo de batalla fascista tradicional, sino también un regreso al lenguaje y la práctica fascista tradicional. Otras personas están ahí para ser colonizadas. Rusia es inocente debido a su antiguo pasado. La existencia de Ucrania es una conspiración internacional. La guerra es la respuesta.

Debido a que el Sr. Putin habla de los fascistas como el enemigo, es posible que nos resulte difícil comprender que, de hecho, podría ser un fascista. Pero en la guerra de Rusia contra Ucrania, "nazi" simplemente significa "enemigo infrahumano", alguien a quien los rusos pueden matar. El discurso de odio dirigido a los ucranianos hace que sea más fácil asesinarlos, como vemos en Bucha, Mariupol y cada parte de Ucrania que ha estado bajo la ocupación rusa. Las fosas comunes no son un accidente de guerra, sino una consecuencia esperada de una guerra fascista de destrucción.

Fascistas llamando a otras personas "fascistas" es el fascismo llevado a su extremo ilógico como un culto a la sinrazón. Es un punto final donde el discurso del odio invierte la realidad y la propaganda es pura insistencia. Es el apogeo de la voluntad sobre el pensamiento. Llamar fascistas a los demás siendo fascista es la práctica putinista esencial. Jason Stanley, un filósofo estadounidense, lo llama "propaganda de socavamiento". Lo he llamado “esquizofascismo”. Los ucranianos tienen la formulación más elegante. Lo llaman “ruscismo”.

Entendemos más sobre el fascismo que en la década de 1930. Ahora sabemos a dónde llevó, debemos reconocer el fascismo, porque entonces sabemos a lo que nos enfrentamos. Pero reconocerlo no es deshacerlo. El fascismo no es una posición de debate, sino un culto a la voluntad que emana ficción. Se trata de la mística de un hombre que cura el mundo con violencia, y será sostenida por la propaganda hasta el final. Solo se puede deshacer mediante demostraciones de la debilidad del líder.

El líder fascista tiene que ser derrotado, lo que significa que aquellos que se oponen al fascismo tienen que hacer lo necesario para derrotarlo. Sólo entonces los mitos se derrumban. Como en la década de 1930, la democracia está en retirada en todo el mundo y los fascistas se han movilizado para declarar la guerra a sus vecinos. Si Rusia gana en Ucrania, no será solo la destrucción de una democracia por la fuerza, aunque eso ya es bastante malo. Será una desmoralización para las democracias en todas partes. Incluso antes de la guerra, los amigos de Rusia —Marine Le Pen, Viktor Orban, Tucker Carlson— eran enemigos de la democracia. Las victorias fascistas en el campo de batalla confirmarían que el poder hace el bien, que la razón es para los perdedores, que las democracias deben fracasar.

Si Ucrania no se hubiera resistido, esta habría sido una primavera oscura para los demócratas de todo el mundo. Si Ucrania no gana, podemos esperar décadas de oscuridad.

20 de mayo 2022

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2022/05/timothy-snyder-deberiamos-decir...

El abismo estadounidense

Timothy Snyder

Cuando Donald Trump se paró frente a sus seguidores el 6 de enero y los instó a marchar hacia el Capitolio de Estados Unidos, estaba haciendo lo que siempre había hecho. Nunca tomó en serio la democracia electoral ni aceptó la legitimidad de su versión estadounidense.

Incluso cuando ganó, en 2016, insistió en que la elección fue fraudulenta, que se emitieron millones de votos falsos para su oponente. En 2020, sabiendo que iba detrás de Joe Biden en las encuestas, pasó meses afirmando que la elección presidencial estaba amañada y señalando que no aceptaría los resultados si no le favorecían. El día de las elecciones afirmó erróneamente que había ganado y luego endureció su retórica: con el tiempo, su victoria se convirtió en una avalancha histórica y las diversas conspiraciones que la negaban cada vez eran más sofisticadas e inverosímiles.

La gente le creyó, lo que no es para nada sorprendente. Se necesita una gran cantidad de trabajo para educar a los ciudadanos a resistir la poderosa atracción de creer lo que ya creen, o lo que otros a su alrededor creen, o lo que le daría sentido a sus propias decisiones anteriores. Platón advirtió de un riesgo particular sobre los tiranos: que al final se verían rodeados de gente que siempre les dice que sí y de facilitadores. A Aristóteles le preocupaba que, en una democracia, un demagogo rico y talentoso pudiera dominar fácilmente las mentes de la población. Conscientes de estos y otros riesgos, los creadores de la Constitución de Estados Unidos instituyeron un sistema de pesos y contrapesos. No se trataba simplemente de asegurar que ninguna rama del gobierno dominase a las demás, sino también de anclar en las instituciones diferentes puntos de vista.

En este sentido, la responsabilidad de la presión de Trump para anular una elección debe ser compartida por un gran número de miembros republicanos del Congreso. En vez de contradecir a Trump desde el principio, permitieron que su ficción electoral floreciera. Tenían motivos para hacerlo. Un grupo de integrantes del Partido Republicano se preocupa sobre todo por jugar con el sistema para mantener el poder, aprovechando al máximo las imprecisiones constitucionales, las manipulaciones y el dinero sucio para ganar las elecciones con una minoría de votantes motivados. No les interesa que colapse la peculiar forma de representación que permite a su partido minoritario un control desproporcionado del gobierno. El más importante de ellos, Mitch McConnell, permitió la mentira de Trump sin hacer ningún comentario sobre sus consecuencias.

Sin embargo, otros republicanos vieron la situación de manera diferente: podrían realmente romper el sistema y tener el poder sin democracia. La división entre estos dos grupos, los que participan en el juego y los que quieren patear el tablero, se hizo muy evidente el 30 de diciembre, cuando el senador Josh Hawley anunció que apoyaría la impugnación de Trump al cuestionar la validez de los votos electorales el 6 de enero. En ese momento, Ted Cruz prometió su propio apoyo, junto con otros diez senadores. Más de un centenar de representantes republicanos asumieron la misma postura. Para muchos, esto lucía como un espectáculo más: las impugnaciones a los votos electorales de los estados forzarían retrasos y votos en el pleno pero no afectarían al resultado.

Sin embargo, que el Congreso obviara sus funciones básicas tenía un precio. Una institución elegida que se opone a las elecciones está invitando a su propio derrocamiento. Los miembros del Congreso que sostuvieron la mentira del presidente, a pesar de la evidencia disponible y sin ambigüedades, traicionaron su misión constitucional. Hacer de sus ficciones la base de la acción del Congreso les dio vigor. Ahora Trump podría exigir que los senadores y congresistas se sometan a su voluntad. Podía poner la responsabilidad personal sobre Mike Pence, a cargo de los procedimientos formales, para pervertirlos. Y el 6 de enero, ordenó a sus seguidores que ejercieran presión sobre estos representantes elegidos, lo que procedieron a hacer: asaltaron el edificio del Capitolio, buscaron gente para castigar y saquearon el lugar.

Por supuesto que esto tenía sentido de cierto modo: si la elección realmente había sido robada, como los senadores y congresistas insinuaban, entonces ¿cómo se podía permitir que el Congreso siguiera adelante? Para algunos republicanos, la invasión del Capitolio debe haber sido una sorpresa, o incluso una lección. Sin embargo, para quienes buscaban una ruptura, puede haber sido un atisbo del futuro. Luego, ocho senadores y más de 100 representantes votaron a favor de la mentira que les obligó a huir de sus cámaras.

La posverdad es prefascismo, y Trump ha sido nuestro presidente de la posverdad. Cuando renunciamos a la verdad, concedemos el poder a aquellos con la riqueza y el carisma para crear un espectáculo en su lugar. Sin un acuerdo sobre algunos hechos básicos, los ciudadanos no pueden formar una sociedad civil que les permita defenderse. Si perdemos las instituciones que producen hechos que nos conciernen, entonces tendemos a revolcarnos en atractivas abstracciones y ficciones. La verdad se defiende particularmente mal cuando no queda mucho de ella, y la era de Trump —como la era de Vladimir Putin en Rusia— es una de decadencia de las noticias locales. Las redes sociales no son un sustituto: sobrecargan los hábitos mentales por los que buscamos estímulo emocional y comodidad, lo que significa perder la distinción entre lo que se siente verdadero y lo que realmente es verdadero.

La posverdad desgasta el Estado de derecho e invita a un régimen de mitos. Estos últimos cuatro años, los estudiosos han discutido la legitimidad y el valor de invocar el fascismo en referencia a la propaganda trumpista. Una posición cómoda ha sido etiquetar cualquier esfuerzo como una comparación directa y luego tratar esas comparaciones como tabú. De manera más productiva, el filósofo Jason Stanley ha tratado el fascismo como un fenómeno, como una serie de patrones que pueden observarse no solo en la Europa de entreguerras sino más allá de esa época.

Mi propia opinión es que un mayor conocimiento del pasado, fascista o no, nos permite notar y conceptualizar elementos del presente que de otra manera podríamos ignorar, y pensar más ampliamente sobre las posibilidades futuras. En octubre me quedó claro que el comportamiento de Trump presagiaba un golpe de Estado, y lo dije por escrito; esto no es porque el presente repita el pasado, sino porque el pasado ilumina el presente.

Como los líderes fascistas históricos, Trump se ha presentado como la única fuente de la verdad. Su uso del término fake news (“noticias falsas”) se hizo eco de la difamación nazi Lügenpresse (“prensa mentirosa”); como los nazis, se refirió a los reporteros como “enemigos del pueblo”. Como Adolf Hitler, llegó al poder en un momento en que la prensa convencional había recibido una paliza; la crisis financiera de 2008 hizo a los periódicos estadounidenses lo que la Gran Depresión le hizo a los diarios alemanes. Los nazis pensaron que podían usar la radio para remplazar el viejo pluralismo del periódico; Trump trató de hacer lo mismo con Twitter.

Gracias a la capacidad tecnológica y al talento personal, Donald Trump mintió a un ritmo tal vez inigualado por ningún otro líder de la historia. En su mayor parte eran pequeñas mentiras, y su principal efecto era acumulativo. Creer en todas ellas era aceptar la autoridad de un solo hombre, porque creer en ellas era descreer en todo lo demás. Una vez establecida esa autoridad personal, el mandatario podía tratar a todos los demás como mentirosos; incluso tenía el poder de convertir a alguien de un consejero de confianza en un deshonesto sinvergüenza con un solo tuit. Sin embargo, mientras no pudiera imponer una mentira verdaderamente grande, una fantasía que crease una realidad alternativa en la que la gente pudiera vivir y morir, su prefascismo se quedó corto.

Algunas de sus mentiras fueron, sin duda, de tamaño mediano: que era un hombre de negocios exitoso; que Rusia no lo apoyó en 2016; que Barack Obama nació en Kenia. Esas mentiras de tamaño medio eran la norma de los aspirantes a autoritaristas en el siglo XXI. En Polonia el partido de la derecha construyó un culto al martirio que giraba en torno a responsabilizar a los rivales políticos por el accidente de avión que mató al presidente de la nación. El húngaro Viktor Orban culpa a un número cada vez más reducido de refugiados musulmanes de los problemas de su país. Pero esas afirmaciones no eran grandes mentiras; se extendían pero no rompían lo que Hannah Arendt llamaba “el tejido de la realidad”.

Una gran mentira histórica discutida por Arendt es la explicación de Joseph Stalin de la hambruna en la Ucrania soviética en 1932-33. El Estado había colectivizado la agricultura, y luego aplicó una serie de medidas punitivas contra Ucrania que provocaron la muerte de millones de personas. Sin embargo, la versión oficial era que los hambrientos eran provocadores, agentes de las potencias occidentales que odiaban tanto el socialismo que se estaban matando a sí mismos. Una ficción aún más grande, en el relato de Arendt, es el antisemitismo hitleriano: las afirmaciones de que los judíos dirigían el mundo, los judíos eran responsables de las ideas que envenenaban las mentes alemanas, los judíos apuñalaron a Alemania por la espalda durante la Primera Guerra Mundial. Curiosamente, Arendt pensaba que las grandes mentiras solo funcionan en las mentes solitarias; su coherencia sustituye a la experiencia y al compañerismo.

En noviembre de 2020, al llegar a millones de mentes solitarias a través de las redes sociales, Trump dijo una mentira peligrosamente ambiciosa: que había ganado unas elecciones que, de hecho, había perdido. Esta mentira era grande en todos los aspectos pertinentes: no tan grande como “los judíos dirigen el mundo”, pero lo suficientemente grande. La importancia del asunto en cuestión era grande: el derecho a gobernar el país más poderoso del mundo y la eficacia y fiabilidad de sus procedimientos de sucesión. El nivel de mendacidad era profundo. La afirmación no solo era errónea, sino que también se hizo de mala fe, en medio de fuentes poco fiables. Cuestionaba no solo las pruebas sino también la lógica: ¿Cómo podría (y por qué debería) una elección haber sido amañada contra un presidente republicano pero no contra senadores y representantes republicanos? Trump tuvo que hablar, absurdamente, de una “Elección (para Presidente) amañada”.

La fuerza de una gran mentira reside en su demanda de que muchas otras cosas deben ser creídas o no creídas. Para dar sentido a un mundo en el que las elecciones presidenciales de 2020 fueron robadas se requiere desconfiar no solo de los reporteros y de los expertos, sino también de las instituciones gubernamentales locales, estatales y federales, desde los trabajadores electorales hasta los funcionarios electos, la Seguridad Nacional y hasta la Corte Suprema. Esto trae consigo, por necesidad, una teoría de la conspiración: imagina a toda la gente que debe haber estado en ese complot y a toda la gente que habría tenido que trabajar en el encubrimiento.

La ficción electoral de Trump flota libre de la realidad verificable. Está defendida no tanto por hechos como por afirmaciones de que alguien más ha hecho algunas afirmaciones. La sensibilidad es que algo debe estar mal porque siento que está mal, y sé que otros sienten lo mismo. Cuando líderes políticos como Ted Cruz o Jim Jordan hablaban así, lo que querían decir era: crees mis mentiras, lo que me obliga a repetirlas. Las redes sociales proporcionan una infinidad de pruebas aparentes para cualquier condena, especialmente una aparentemente sostenida por un presidente.

En la superficie, una teoría de la conspiración hace que su víctima parezca fuerte: ve a Trump como resistiendo a los demócratas, los republicanos, el Estado Profundo, los pedófilos, los satanistas. Sin embargo, más profundamente, invierte la posición de los fuertes y los débiles. El enfoque de Trump en las supuestas “irregularidades” y “estados disputados” se reduce a las ciudades donde los negros viven y votan. En el fondo, la fantasía del fraude es la de un crimen cometido por los negros contra los blancos.

No es solo que el fraude electoral de los afroestadounidenses contra Donald Trump nunca haya ocurrido. Es que es todo lo contrario de lo que sucedió, en 2020 y en todas las elecciones estadounidenses. Como siempre, los negros esperaron más tiempo que los demás para votar y era más probable que sus votos fuesen impugnados. Era más probable que estuvieran sufriendo o muriendo a causa de la COVID-19, y menos probable que pudieran tomarse un tiempo fuera del trabajo. La protección histórica de su derecho al voto fue eliminada por el fallo de 2013 de la Corte Suprema en el caso del Condado de Shelby contra Holder, y los estados se han apresurado a aprobar medidas del tipo que históricamente reducen el voto de los pobres y las comunidades de color.

La afirmación de que a Trump se le negó una victoria por fraude es una gran mentira, no solo porque atenta contra la lógica, describe mal el presente y exige creer en una conspiración. Es una gran mentira, fundamentalmente, porque invierte el campo moral de la política estadounidense y la estructura básica de la historia estadounidense.

Cuando el senador Ted Cruz anunció su intención de impugnar el voto del Colegio Electoral, invocó el Compromiso de 1877, que resolvió la elección presidencial de 1876. Los comentaristas señalaron que esto no era un precedente relevante, ya que en ese entonces realmente habían graves irregularidades de los votantes y se produjo un impasse en el Congreso. Para los afroestadounidenses, sin embargo, la referencia aparentemente gratuita llevaba a otra parte. El Compromiso de 1877 —por el que Rutherford B. Hayes tendría la presidencia, siempre que retirara el poder federal del Sur— fue el mismo acuerdo por el que los afroestadounidenses fueron expulsados de las casillas de votación durante la mayor parte del siglo. Fue el fin de la Reconstrucción, el comienzo de la segregación, la discriminación legal y Jim Crow. Es el pecado original de la historia afroestadounidenses en la era posesclavitud, nuestro más cercano roce con el fascismo hasta ahora.

Si la referencia parecía distante cuando Ted Cruz y 10 colegas senadores dieron a conocer su declaración el 2 de enero, se acercó mucho cuatro días después, cuando las banderas confederadas desfilaron por el Capitolio.

Algunas cosas han cambiado desde 1877, por supuesto. En ese entonces, eran los republicanos, o muchos de ellos, los que apoyaban la igualdad racial; eran los demócratas, el partido del sur, los que querían el apartheid. Fueron los demócratas, en ese entonces, quienes llamaron fraudulentos los votos de los afroestadounidenses, y los republicanos quienes querían que fueran contados. Esto se ha invertido ahora. En el último medio siglo, desde la Ley de Derechos Civiles, los republicanos se han convertido en un partido predominantemente blanco interesado —como Trump declaró abiertamente— en mantener el número de votantes, y en particular el número de votantes negros, lo más bajo posible. Sin embargo, el hilo conductor sigue siendo el mismo. Al ver a los supremacistas blancos entre la gente que asaltaba el Capitolio, era fácil ceder a la sensación de que algo puro había sido violado. Sería mejor ver el episodio como parte de una larga discusión estadounidense sobre quién merece ser representado.

Los demócratas se han convertido en una coalición, una que lo hace mejor que los republicanos entre los votantes femeninos y no blancos y consigue votos tanto de los sindicatos como de los universitarios. Sin embargo, no es del todo correcto contrastar esta coalición con un Partido Republicano monolítico. En este momento, el Partido Republicano es una coalición de dos tipos de personas: aquellos que jugarían con el sistema (la mayoría de los políticos, algunos de los votantes) y aquellos que sueñan con romperlo (algunos de los políticos, muchos de los votantes). En enero de 2021, esto fue visible como la diferencia entre los republicanos que defendían el sistema actual con el argumento de que les favorecía y los que trataban de derribarlo.

En las cuatro décadas desde la elección de Ronald Reagan, los republicanos han superado la tensión entre los jugadores y los rupturistas gobernando en oposición al gobierno, o llamando a las elecciones una revolución (el Tea Party), o afirmando que se oponen a las élites. Los rupturistas, en este arreglo, proporcionan una cobertura a los jugadores, al presentar una ideología que distrae de la realidad básica de que el gobierno bajo los republicanos no se hace más pequeño sino que simplemente se desvía para servir a una serie de intereses.

Al principio, Trump parecía una amenaza para ese equilibrio. Su falta de experiencia en política y su racismo abierto lo hicieron una figura muy incómoda para el partido; al principio, republicanos prominentes consideraban que su hábito de mentir continuamente era grosero. Sin embargo, después de ganar la presidencia, sus particulares habilidades como rupturista parecían crear una tremenda oportunidad para los jugadores. Liderados por el jugador en jefe, McConnell, consiguieron cientos de jueces federales y recortes de impuestos para los ricos.

Trump no se parecía a otros rupturistas porque parecía no tener ninguna ideología. Su objeción a las instituciones radicaba en que podían limitarlo personalmente. Tenía la intención de romper el sistema para servirse a sí mismo y, en parte, ha fracasado por eso. Trump es un político carismático e inspira devoción no solo entre los votantes sino también entre un sorprendente número de legisladores, pero no tiene una visión más grande que la suya o la que sus admiradores proyectan sobre él. En este sentido, su prefascismo no estuvo a la altura del fascismo: su visión nunca fue más allá de un espejo. Llegó a una mentira verdaderamente grande no desde cualquier visión del mundo sino desde la realidad de que podría perder algo.

Sin embargo, Trump nunca preparó un golpe decisivo. Carecía del apoyo de los militares, algunos de cuyos líderes había alienado. (Ningún verdadero fascista habría cometido el error que cometió allí, que fue amar abiertamente a dictadores extranjeros; a los partidarios convencidos de que el enemigo estaba en casa podría no importarles, pero a los que juraron proteger de los enemigos en el extranjero sí les importó). La fuerza de policía secreta de Trump, los hombres que realizaban operaciones de secuestro en Portland, era violenta pero también pequeña y ridícula. Las redes sociales demostraron ser un arma contundente: Trump podía anunciar sus intenciones en Twitter, y los supremacistas blancos podían planear su invasión del Capitolio en Facebook o en Gab. Pero el presidente, a pesar de todas sus demandas, ruegos y amenazas a los funcionarios públicos, no podía maquinar una situación que terminase con las personas correctas haciendo lo incorrecto. Trump pudo hacer creer a algunos votantes que había ganado las elecciones de 2020, pero no pudo hacer que las instituciones se alinearan con su gran mentira. Y pudo traer a sus partidarios a Washington y enviarlos al Capitolio, pero ninguno parecía tener una idea muy clara de cómo funcionaría esto o de lo que su presencia lograría. Es difícil pensar en un momento insurreccional comparable —con la toma de un edificio de gran importancia— que implicó tanto trabajo.

La mentira dura más que el mentiroso. La idea de que Alemania perdió la Primera Guerra Mundial en 1918 por una “puñalada por la espalda” judía tenía 15 años cuando Hitler llegó al poder. ¿Cómo funcionará el mito de la victimización de Trump en la vida estadounidense dentro de 15 años? ¿Y en beneficio de quién?

El 7 de enero, Trump pidió una transición pacífica del poder, admitiendo implícitamente que su golpe de Estado había fracasado. Sin embargo, volvió a repetir e incluso amplió su ficción electoral: ahora era una causa sagrada por la que la gente se había sacrificado. La puñalada por la espalda imaginaria de Trump vivirá principalmente gracias a su respaldo por los miembros del Congreso. En noviembre y diciembre de 2020, los republicanos lo repitieron, dándole una vida que de otra manera no hubiera tenido. En retrospectiva, ahora parece como si el último compromiso tambaleante entre los jugadores y los rupturistas fuera la idea de que Trump debería tener todas las oportunidades de probar que se le había hecho mal. Esa posición apoyaba implícitamente la gran mentira de los partidarios de Trump que se inclinaban a creerla. No pudo contener a Trump, cuya gran mentira solo se hizo más grande.

En ese momento, los rupturistas y los jugadores vieron un mundo diferente por delante, donde la gran mentira era un tesoro que había que tener o un peligro que había que evitar. Los rupturistas no tuvieron más remedio que apresurarse a ser los primeros en afirmar que creían en ella. Debido a que los rupturistas Josh Hawley y Ted Cruz deben competir para reclamar el azufre y la bilis, los jugadores se vieron obligados a revelar su propia mano, y la división dentro de la coalición republicana se hizo visible el 6 de enero. La invasión del Capitolio solo reforzó esta división. Por supuesto, algunos senadores retiraron sus objeciones, pero Cruz y Hawley siguieron adelante de todos modos, junto con otros seis senadores. Más de 100 representantes doblaron su apuesta en la gran mentira. Algunos, como Matt Gaetz, incluso añadieron sus propias florituras, como la afirmación de que la turba no estaba liderada por los partidarios de Trump sino por sus oponentes.

Trump es, por ahora, el mártir en jefe, el sumo sacerdote de la gran mentira. Él es el líder de los rupturistas, al menos en la mente de sus partidarios. Por ahora, los jugadores no quieren a Trump cerca. Desacreditado en sus últimas semanas, es inútil; despojado de las obligaciones de la presidencia, volverá a ser embarazoso, como lo fue en 2015. Incapaz de proporcionar una cobertura para jugar astutamente, será irrelevante para sus propósitos diarios. Pero los rupturistas tienen una razón aún más fuerte para buscar la desaparición de Trump: es imposible heredar de alguien que todavía está por aquí. Aprovechar la gran mentira de Trump podría parecer un gesto de apoyo. De hecho, expresa un deseo de su muerte política. Transformar el mito de uno sobre Trump a uno sobre la nación será más fácil cuando esté fuera del camino.

Como Cruz y Hawley pueden aprender, decir la gran mentira es ser propiedad de ella. Solo porque hayas vendido tu alma no significa que hayas hecho un buen negocio. Hawley no tiene ningún nivel de hipocresía; hijo de un banquero, educado en la Universidad de Stanford y en la Escuela de Derecho de Yale, denuncia a las élites. En la medida en que se pensaba que Cruz se apegaba a un principio, el de los derechos de los estados, que los llamados a la acción de Trump violaban descaradamente. Una declaración conjunta que Cruz emitió sobre la impugnación de los senadores al voto captó muy bien el aspecto posverdadero del conjunto: nunca alegó que hubiera fraude, solo que había alegaciones de fraude. Alegaciones de alegaciones, alegaciones hasta el final.

La gran mentira requiere compromiso. Cuando los jugadores republicanos no se arriesgan lo suficiente, los rupturistas republicanos los llaman “RINO”, que en inglés es la sigla de “republicanos solo de nombre”. Este término alguna vez sugirió una falta de compromiso ideológico. Ahora significa una falta de voluntad para echar abajo una elección. Los jugadores, en respuesta, cierran filas en torno a la Constitución y hablan de principios y tradiciones. Todos los rupturistas deben saber (con la posible excepción del senador por Alabama Tommy Tuberville) que están participando en una farsa, pero tendrán una audiencia de decenas de millones que no lo saben.

Si Trump sigue presente en la vida política estadounidense, seguramente repetirá su gran mentira incesantemente. Hawley, Cruz y los otros rupturistas comparten la responsabilidad de lo que eso desencadenará. Cruz y Hawley parecen estar postulándose para la presidencia. ¿Pero qué significa ser candidato a la presidencia y denunciar el voto? Si afirmas que el otro lado ha hecho trampa, y tus partidarios te creen, esperarán que te engañes a ti mismo. Al defender la gran mentira de Trump el 6 de enero, ellos sentaron un precedente: un candidato presidencial republicano que pierde una elección debe ser nombrado de todos modos por el Congreso. Los republicanos en el futuro, por lo menos los candidatos a presidente de la ruptura, presumiblemente tendrán un Plan A, para ganar y ganar, y un Plan B, para perder y ganar. No es necesario el fraude; solo las alegaciones de que hay alegaciones de fraude. La verdad debe ser remplazada por el espectáculo, los hechos por la fe.

El intento de golpe de Trump de 2020-21, como otros intentos fallidos de golpe, es una advertencia para quienes se preocupan por el Estado de derecho y una lección para aquellos que no lo hacen. Su prefascismo reveló una posibilidad para la política estadounidense. Para que un golpe de Estado funcione en 2024, los rupturistas necesitarán algo que Trump nunca tuvo: una minoría furiosa, organizada para la violencia nacional, dispuesta a añadir intimidación a las elecciones. Cuatro años de amplificación de una gran mentira podría darles eso. Afirmar que el otro lado robó una elección es prometer que tú también robarás una. También es afirmar que el otro bando merece ser castigado.

Observadores informados dentro y fuera del gobierno están de acuerdo en que la supremacía blanca de la derecha es la mayor amenaza terrorista para Estados Unidos. La venta de armas en 2020 alcanzó un nivel asombroso. La historia muestra que la violencia política ocurre luego de que los líderes prominentes de los principales partidos políticos abrazan abiertamente la paranoia.

Nuestra gran mentira es típicamente estadounidense, envuelta en nuestro extraño sistema electoral, y depende de nuestras particulares tradiciones de racismo. Sin embargo, nuestra gran mentira también es estructuralmente fascista, con su extrema mendacidad, su pensamiento conspirativo, su inversión de los perpetradores y las víctimas y su implicación de que el mundo está dividido entre nosotros y ellos. Para mantenerlo en marcha durante cuatro años hay que cortejar el terrorismo y el asesinato.

Cuando esa violencia llegue, los rupturistas tendrán que reaccionar. Si la aceptan, se convierten en la facción fascista. El Partido Republicano estará dividido, al menos por un tiempo. Uno puede, por supuesto, imaginar una funesta reunificación: un candidato de la ruptura pierde una estrecha elección presidencial en noviembre de 2024 y grita fraude, los republicanos ganan ambas cámaras del Congreso y los alborotadores en la calle, educados por cuatro años de la gran mentira, exigen lo que ven como justicia. ¿Se mantendrían los jugadores con los principios si esas fueran las circunstancias del 6 de enero de 2025?

Sin embargo, este momento también es una oportunidad. Es posible que un Partido Republicano dividido sirva mejor a la democracia estadounidense; que los jugadores, separados de los rupturistas, empiecen a pensar en la política como una forma de ganar elecciones. Es muy probable que el gobierno de Biden-Harris tenga unos primeros meses más fáciles de lo esperado; tal vez se suspenda el obstruccionismo, al menos entre unos pocos republicanos y por poco tiempo, para vivir un momento de cuestionamientos. Los políticos que quieren que el trumpismo termine tienen un camino sencillo: decir la verdad sobre las elecciones.

Estados Unidos no sobrevivirá a la gran mentira solo porque un mentiroso esté separado del poder. Necesitará una reflexiva repluralización de los medios y un compromiso con los hechos como un bien público. El racismo estructurado en cada aspecto del intento de golpe es un llamado a prestar atención a nuestra propia historia. La atención seria al pasado nos ayuda a ver los riesgos pero también sugiere la posibilidad de futuro. No podemos ser una república democrática si decimos mentiras sobre la raza, grandes o pequeñas. La democracia no consiste en minimizar el voto ni en ignorarlo, ni en jugar ni en romper un sistema, sino en aceptar la igualdad de los demás, escuchar sus voces y contar sus votos.

15 de enero 2021

NY Times

https://www.nytimes.com/es/2021/01/15/magazine/trump-fascismo-golpe.html