Quien quiera encontrar en el último libro de Anne Applebaum, El ocaso de la democracia, una nueva teoría para entender el aparecimiento de los gobiernos y movimientos antiliberales en distintos países del mundo, puede que no obtenga respuestas muy satisfactorias. No es un libro teórico. Su valor es más bien histórico-político y, por lo mismo, narrativo y descriptivo. Enhorabuena. Más allá de una evaluación teórica de las nuevas apariciones políticas, necesitamos observarlas de cerca.
Applebaum sabe muy bien sobre quienes escribe: personas a las que ha conocido en otras etapas de su vida, digamos, desde antes de la caída del Muro de Berlín, cuando muchos, en ese entonces, unidos en el proyecto de combatir a las tiranías comunistas, formaban un solo bloque. No como ahora, afirma ella, cuando aparece una clara diferencia entre quienes fueron anticomunistas debido a razones democráticas y otros guiados por motivos no muy democráticos, entre ellos los partidarios de nacionalismos extremos que toman forma en gobiernos como los de Rusia, Polonia, Hungría, amén de la enorme cantidad de movimientos y partidos xenofóbicos, homofóbicos, islamofóbicos, todos orientados a cuestionar los valores heredados de la Ilustración europea.
¿Estamos asistiendo a una subversión global en contra de la llamada democracia liberal? ¿Una subversión que llevará al ocaso de las democracias occidentales? Es la inquietante pegunta de Anne Applebaum. La respuesta aún no ha sido dada. Estamos recién –es mi impresión- en los comienzos de una larga lucha entre autocracias y democracias: La gran contradicción política de nuestro tiempo, según Joe Biden. Los resultados son inciertos. Pero es muy probable que de ahí no surgirá un mundo más democrático que el que conocemos.
En otras ocasiones hemos comentado interesantes análisis politológicos como los de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Cómo mueren las democracias) quienes creyeron encontrar «la causa» de la desdemocratización de las naciones en la debilidad de estados ocupados por gobiernos de tipo populista. O las más bien sociológicos de Yascha Mounk quien en su divulgado libro El pueblo contra la democracia ha llegado a la conclusión de que nos enfrentamos con movimientos radical-democráticos y no antidemocráticos. Probablemente aparecerán más aportes. Algunos ya nos hablan de movimientos posfascistas (Enzo Traverso en su libro Las nuevas caras de la derecha, por ejemplo), otros de derecha extrema, y la mayoría de populismos.
Anne Applebaum no se deja en cambio llevar por razones tipológicas. Al conjunto de movimientos y gobiernos que describe los llama, simplemente, antiliberales.
Desde una visión más modesta, quien escribe estas líneas ha propuesto, por su valor operativo, el concepto de nacional-populismo —vale decir, la combinación entre extremo nacionalismo y movimientos de masas— para entender las amenazas que en diversas latitudes se ciernen sobre las democracias. La discusión continúa abierta. Pero más allá de conceptos y denominaciones, a lo que no podemos renunciar es a la descripción de los hechos.
Hay en verdad muchas razones para poner en discusión la tesis de que el ser humano es democrático por naturaleza, sostiene Applebaum. Es un ser gregario, pero la sociabilidad que de ahí se deduce no tiene por qué ser automáticamente democrática.
Mirando la historia podríamos llegar incluso a la conclusión inversa: la naturaleza humana, depositaria de deseos y miedos, es profundamente antidemocrática. La democracia sería, vista así, una suerte de prótesis colectiva creada para controlar nuestros miedos y pasiones. Ha llegado a ser forma de gobierno y condición ciudadana. Atributos que por lo general no siempre van unidos.
Hay gobiernos que cumplen con los requisitos básicos de una democracia, pero gobiernan sobre una población mayoritariamente no democrática. O a la inversa: hay ciudadanías con aptitudes democráticas gobernadas por tiránicas autocracias. Un gobierno democrático como expresión de una ciudadanía democrática parece ser una excepción y no una regla.
Siguiendo a diversos autores, entre ellos Arendt, Adorno y, sobre todo Stener, Applebaum sostiene que en toda sociedad existen irrupciones antidemocráticas, sobre todo en momentos de crisis política o económica.
En Europa priman hoy las de «derecha». Pero ella misma constata que por lo menos hoy dos derechas. Una derecha nacionalista y autoritaria y una derecha democrática y liberal. Hay también, agregamos, una tercera: una derecha económica.
Ahora, particularidad de autócratas como Orban, Erdogan y Kaczynski, así como del autoritario Donald Trump, es haber unido a la derecha nacionalista con la derecha económica, marginando a la derecha democrática.
Después del comunismo esas tres derechas, separadas entre sí, aparecen a menudo como rivales. Algo parecido a lo que ha sucedido en el campo de las izquierdas, divididas todavía entre una izquierda autocrática y una izquierda democrática.
Frente a esas divisiones, cuando la democracia occidental es acosada desde dentro y desde fuera por fuerzas antidemocráticas, la contradicción entre derecha e izquierda ha sido atravesada de modo transversal por la que se da entre demócratas y antidemócratas. A partir de su nuevo posicionamiento, advierte Applebaum que esa contradicción siempre había existido, pero subsumida en la contradicción aparente de izquierdas y derechas. Ha podido comprobar, por ejemplo, que los principios llamados leninistas (partido de Estado, autocracia, ideología única, antiparlamentarismo) son propios a la izquierda como a la derecha antidemocrática. No extraña, por lo tanto, que quien fuera consejero de Trump, Stephen Bannon, se hubiera designado a sí mismo como «leninista», o que en Hungría y Polonia excomunistas figuren en las filas del nacional-populismo, tildado de ultra derecha.
Hay, según Appelbaum, un «leninismo de derecha». «La nueva derecha –escribe– es más leninista que burkeana». Quiere decir que lo importante para entender a un movimiento, partido o gobierno no son sus autodenominaciones ideológicas.
Que Putin bese crucifijos o que Maduro cite a Lenin constituyen factores secundarios frente a lo que esencialmente ellos son: enemigos del orden democrático.
La predisposición antidemocrática, según Karen Stener, no solo es resultado de la acción de malvados líderes que seducen el corazón democrático de sus inocentes pueblos. Tampoco es el resultado de un concepto llamado populismo que, al ser usado para explicar todo, termina por no explicar nada. Es, por el contrario, una actitud inherente a la condición humana. Esa tesis es subscrita por Appelbaum.
El abandono de la democracia y la adhesión a elites antidemocráticas no son desviaciones de la naturaleza humana sino reacciones masivas frente a un orden social cada vez más complejo.
Los partidos y movimientos antidemocráticos ofrecen soluciones simples a problemas complejos. Los miedos internos que acosan a cada individuo son representados en supuestos enemigos existenciales. Frente al deterioro de la familia tradicional, los antidemócratas imponen identidades sexuales biológicamente definidas. Frente al pavor a ser sobrepasados por las pasiones de cada uno, los antidemócratas ofrecen combatir «inundaciones demográficas» exteriorizadas en islamistas, enemigos históricos de la civilización occidental. La combinación entre identidad religiosa e identidad nacional no tardará en producir efectos malignos. Los emigrantes serán convertidos en enemigos nacionales, religiosos, sexuales y, al ser muy pobres, en enemigos sociales.
A la diversidad cultural y política de cada nación moderna, los antidemócratas impondrán la abolición de la política competitiva, la homogenización de todas las opiniones a través de un partido único convertido no solo en gobierno sino, además, en Estado, propietario de la prensa y de los poderes públicos. Ese es el ideal de gobernantes como Putin, Orban, Erdogan. Ese es también el proyecto de Marine Le Pen y de Santiago Abascal.
Las diversidades desaparecerán de la política y serán relegadas a las esferas del consumo y del mercado, al mundo oscuro de lo privado, alejadas lo más posible de de la luz pública.
No estoy comentando un libro optimista. El ocaso de la democracia no da soluciones ni dibuja perspectivas. La posibilidad de que los ideales democráticos sean sobrepasados ya no pertenece al género de las distopías literarias. En regímenes controlados por partidos como Ley y Justicia de Polonia, el Fidesz de Hungría, el PSUV de Venezuela, esa posibilidad es una realidad objetiva. La lucha entre demócratas y antidemócratas tiende a su vez a la polarización y ella favorece a la victoria de los segundos. Ahí está la trampa. El caso de España, muy bien conocido por Appelbaum, es ejemplar. El auge del nacionalismo posfranquista de Vox surgió como respuesta al «comunismo» de Podemos y a los movimientos secesionistas como el vasco y el catalán. Los extremos crean extremos.
En ordenes nacionales marcados por extremos irreconciliables, la posibilidad democrática será cada día más lejana. De la misma manera, podríamos agregar, la polarización que viven países como Venezuela, entre un gobierno autocrático y una oposición dominada por el extremismo político, trabaja en contra de una pronta democratización del país.
No sería errado pensar, de igual modo, que la extrema polarización política que viven países como Perú, Bolivia, Brasil y El Salvador, será prontamente trasladada a otros países de la región. Es lo que intenta, por ejemplo, Daniel Ortega frente a la creciente oposición democrática de su país: convertir a la oposición en fuerza extremista para aplastarla en nombre del bienestar de la nación. Es lo que hace Putin –mentor y guía de todos los gobiernos antidemocráticos del mundo– con la oposición que apoya a Navalny: empujarla hacia los extremos para después ponerla fuera de la ley.
La tragedia es que ya no hablamos solo de problemas del «tercer mundo», como en el pasado reciente, sino también de naciones que parecían estar vacunadas en contra del virus antidemocrático.
El hecho de que el trumpismo —expresión norteamericana de una contrarrevolución antidemocrática mundial— sea seguido por millones de ciudadanos, incluso más allá de las fronteras de los EE. UU., no solo es inquietante.
Es un llamado a todos los demócratas del mundo a unirse entre sí, a crear diques en defensa, no solo de los valores democráticos sino, sobre todo, de esa forma de vida a la que, a falta de otro nombre, conocemos como «libertad».
Las democracias y las libertades que ellas establecen están amenazadas como lo estuvieron en los años 30 del pasado siglo. Defenderlas será la principal tarea política de nuestro tiempo. Es la deducción que se desprende del importante libro de Anne Applebaum, El ocaso de la democracia, cuyo subtítulo es aún más decidor que el título: La seducción del autoritarismo.
Efectivamente, estamos siendo seducidos. Al fin y al cabo siempre será más difícil pensar que obedecer. La humanidad, a pesar de ser tan antigua, no sale todavía de su infancia.
Twitter: @FernandoMiresOl