Hace un tiempo leí, en El País, un artículo que recomendaba a los que escuchamos historias de la guerra civil española el que deberíamos contarlas para que no se olvidasen, y digo yo, no volviesen a repetirse.
Tuve el privilegio de contar con unos padres que siempre me hablaron y a los cuales debo mi comportamiento hacia mis semejantes, aunque este puede no haber sido exactamente lo que hubiesen deseado.
Por papá supe de la terrible guerra, la que costó un millón de muertos, que le tocó vivirla desde el comienzo, encerrado en cárceles por siete años y medio desde sus 21, en una Canarias donde no la hubo, pero que no por eso dejo de sufrirla en hambre y represión.
Su delito, ser Secretario de las Juventudes Socialistas, partidario de Francisco Largo Caballero y firme creyente de que todos, independientemente de nuestro origen, tenemos el derecho a una vida cónsona con nuestra condición humana y que el Estado, ese que somos todos, tiene la obligación de velar por que las oportunidades de salud, educación y trabajo estén al alcance de los que nacen sin haberlo pedido, y por lo tanto, con derecho a labrarse un futuro propio e independiente de su procedencia social y económica.
Hoy lamento no haber tomado nota de los detalles de nuestras conversaciones, aunque recuerdo muchos, en las que resaltaba su valoración a la amistad y su rechazo a la violación de derechos, los cometiese quien los cometiese, eso sí, destacando que en el caso español, los del bando Republicano fueron producto de reacciones individuales o grupales, totalmente injustificables y reprochables, pero en ningún caso una política de Estado, como si la fue en el bando Nacional (los fascistas son siempre “patrioteros”), situación confirmada por su continuidad hasta prácticamente la muerte del dictador.
Siempre comentaba, con mayor o menor detalle según la ocasión, el haber compartido cárcel con cientos de canarios y peninsulares de distintos orígenes sociales, entre ellos su padre y mi tío materno, Santiago Albertos Hernández, de quién no llegó a ser cuñado formal, dado que fue asesinado estando preso, a mediados de 1936, en una de las tantas noches en las que se produjeron las terribles “sacas” que mataron a decenas de inocentes, tirándolos al mar y desapareciéndolos físicamente para siempre, por no haber cometido otro delito que el de pensar distinto y que por lo tanto, a criterio de sus captores, debían ser eliminados para que nunca más pudiesen propalar sus ideas, desde una tribuna ni mucho menos en conversaciones cotidianas, que son las que más pesan en la conformación de un ideario social común.
Los familiares de estas víctimas de la intolerancia, entre ellos por supuesto, mis abuelos y mamá, eran informados de que habían sido puestos en libertad, sin que se volviese a saber de ellos. Otros, enjuiciados sumariamente, fueron fusilados en los patios de las prisiones, mientras que muchos más, acusados de delitos “mayores”, fueron sometidos a juicios ejemplarizantes sucesivos, seguidos de largas condenas que les permitieron sobrevivir encarcelados hasta el final de la guerra civil, para luego “disfrutar” de libertad condicional vigilada y pueblos por cárcel, todo esto en una región insular donde no se disparó un tiro, pues de allí partió el golpe de Franco contra la República, ya que contaban con el control absoluto de esa plaza militar.
En momentos como los que vivimos, estos recuerdos se han vuelto recurrentes, estoy seguro debido a la evidencia de que hechos similares empiezan a hacerse comunes en esta Venezuela que abrigó, tanto a refugiados políticos como a los que huían del hambre, situación que hoy viven millones de compatriotas y que nos obliga a manifestar solidaridad y compromiso con los que actualmente sufren persecuciones, exilio, prisión e inclusive muerte, y a desear, desde lo más profundo, que mañana, cuando inevitablemente tengamos que pactar el reencuentro para la transición, no lamentemos y recordemos “un millón de muertos” como aún lo hace en España la gente de bien.
Maracay, 1 de octubre 2024