Cuando me senté ante mi computadra para cumplir con el compromisó de escribir este artículo quincenal, me percaté de que sería publicado el Domingo de Resurrección o de Pascua Florida, una celebración alegre para el crstianismo. No debía amargarles el día a mis lectores de fe cristiana con un inventario de las plagas que han caído sobre nuestro país en estos últimos 23 años, casi comparables a las 10 plagas con las que Yahvé castigó a los egipcios hasta que el faraón cedió y accedió a la liberación del pueblo judío sometido a la esclavitud durante más de cuatro siglos.
Este año, como sucede cada vez y desde siempre, la Semana Santa o Semana mayor coincide con el Pesaj en hebreo, Passover en inglés, Pascua en español. Los ocho días en que los judíos en todo el mundo rememoran, celebran y exaltan la gesta heróica de Moisés, el elegido por Dios para negociar con el Faraón la liberación de su pueblo.
El Éxodo es sin duda el primer movimiento de liberación nacional del que se tenga noticias en la historia de la humanidad. Los judíos en todo el mundo lo celebran durante ocho días que comienzan con dos noches de Seder o Sedarim, en los que las familias se reúnen alrededor de la mesa para leer la Hagadá que recoge la historia de la salida de Egipto y la epopeya de los 40 años de travesía por el desierto. Durante esos días no comemos nada que contenga harina de trigo y levadura, solo matzá o pan ácimo.
Según se relata en el texto bíblico, fueron 630 mil los judíos (sin incluir los niños), liberados por las negociaciones con Dios, por una parte, Moisés como intermediario y el faraón, que se cree era Ramsés II, por la otra. Esa multitud siguió a Moisés en el milagroso cruce por el mar Rojo y en la travesía por el desierto. Moisés el profeta —Moshe Rabenu— es venerado por las tres religiones monoteístas: judaísmo, cristianismo y el islam. Y es probable que muchos cristianos ignoren que la última cena de Jesús de Nazareth con los apóstoles, que se conmemora cada Jueves Santo, fue un Séder de Pesaj en el que ese grupo de judíos observantes como lo fue Jesús hasta el día de su muerte, se sentaron ante una mesa para leer la Hagadá, comer el pan de la aflicción o matzá, tomar las copas de vino que acompañan cada pasaje y comer el jaroset, la mezcla de frutos secos y vino que simboliza la arcilla que los judíos utilizaron para construir sus barracas en el desierto.
Vivimos tiempos en que lamentamos la carencia de líderes. El mundo se ha llenado de populistas vocingleros y extravagantes, de dirigentes y gobernantes que carecen del valor y de los principios para servirles a sus pueblos con desprendimiento y sacrificios. Es obligante preguntarse cómo logró Moisés, cuando no existía Internet, ni siquiera calculadoras, hacer un censo y ubicar a los 630 mil judíos esclavos que según la Biblia lo siguieron en la aventura de salir de Egipto. Y luego, poner de acuerdo a esa multitud lo que debe haber sido especialmente difícil por tratarse de judíos quienes suelen ser cuestionadores por naturaleza. Esta última una proeza casi tan titánica como la de separar las aguas del mar Rojo.
Agreguemos algo de lo que muchos dirigentes políticos carecen: la habilidad negociadora de Moisés. Por un lado, su comunicación con Yahvé (Dios) y por la otra con el faraón: «¡O dejas salir a mi pueblo o el tuyo sufrirá estas plagas!». Y así una a una hasta llegar a la décima y más terrible: muerte de los primogénitos, la que obligó al faraón a ceder.
No estoy al tanto, lo confieso, de otros personajes bíblicos que hayan logrado comunicarse con Dios o su representación de una manera tan directa para luego presionar al faraón. Por lo que hemos visto hay muchos negociadores en la actualidad que fracasan porque se creen Dios ellos mismos. Además, la osadía de Moisés llegó a desobedecer a Dios al golpear dos veces la roca de la que debía brotar agua. Dios les dijo a Moisés y a su hermano Aarón: «¡Puesto que no confiaron lo suficiente en mí para demostrar mi santidad a los israelitas, ustedes no los llevarán a la tierra que les doy!». Por eso este lugar se conoce como las aguas de Meriba (que significa «discusión») porque allí el pueblo de Israel discutió con Dios y Dios demostró su santidad entre ellos.
Las angustias del profeta Moisés no terminaron con la salida de Egipto. Tuvo que lidiar con un pueblo que después de cuatro siglos viviendo entre idólatras, había perdido vínculos con el judaísmo. Fue así cuando al bajar del monte Sinaí con las Tablas de la Ley o la Torá, los encuentra adorando al Becerro de Oro, monta en cólera y arroja las Tablas contra el suelo rompiéndolas. Pero no desmaya, no se rinde y regresa a buscar unas nuevas que sirvan de código ético, de conjunto supremo de valores para el pueblo judío y para la humanidad en general.
La suma de milagros que narra el Éxodo no es materia para escépticos ni para quienes buscan una explicación científica detrás de cada suceso. La fe consiste en creer sin preguntarse por lo fantasioso o sobrenatural detrás de lo que la Biblia nos dice. Así cada año, desde tiempos inmemoriales y aún en las tenebrosas condiciones de los campos de exterminio nazis, los judíos en general, incluidos muchos agnósticos, se reúnen alrededor de una mesa para leer la Hagadá o libro del Éxodo. Para preguntarse por qué esta noche es diferente a todas las demás y para alabar la gesta heroica del profeta Moisés.
La palabra Éxodo que en la Biblia tiene una connotación libertaria, adquiere un significado doloroso en la Venezuela de hoy. Aquellos judíos que siguieron a Moisés iban en busca de la libertad en la que fue y debía ser de nuevo su propia tierra, la tierra prometida. Los venezolanos que por millones han abandonado su patria, donde perdieron la libertad y las esperanzas, van en busca de mejores condiciones de vida, pero nunca de una tierra prometida porque ninguna será igual a la tierra que los vio nacer y crecer.
Paulina Gamus es abogada, parlamentaria de la democracia.
Twitter: @Paugamus