En un artículo reciente[1], la periodista e historiadora, Anne Applebaum, alerta sobre la existencia de una especie de trasnacional de las autocracias –la denomina (en inglés) “Autocracy Inc”.—, constituida por Estados paria que se auxilian entre sí ante la reprobación que su conducta provoca a la comunidad democrática internacional. Tienen inclinaciones ideológicas variadas, desde la extrema izquierda (Cuba, Corea del Norte) hasta la extrema derecha (Myanmar), incluyendo las teocracias conservadoras de Irán y de los talibanes. En este club de los malos, violadores de los derechos humanos consagrados por las Naciones Unidas, pueden mencionarse, entre otros, a Alexandr Lukashenko, Bashar Al-Assad, Vladimir Putin, Recep Erdogan, Daniel Ortega, Miguel Díaz Canel, al menos seis dictaduras africanas y –no podía faltar—Nicolás Maduro. No pertenecen a ninguna organización formal, ni responden a liderazgo alguno. Más bien gravitan instintivamente hacia sus similares por razones de solidaridad criminal.
A pesar de su diversidad, emulan aquellos comportamientos que el “amigo” ha probado que son eficaces para contener a su propia población. Han ido homologando herramientas de un arsenal represivo que cada uno ha afinado con estos fines: desapariciones selectivas para sembrar terror; acoso a medios de comunicación nominalmente libres; elecciones trucadas; contrainteligencia para difamar, intrigar y sembrar falsas noticias; judicialización de la política; criminalización de la protesta; uso de bandas paramilitares disfrazadas de “pueblo” para reprimir; hackeo, espionaje y control de información en las redes sociales; y mucho más. Esta caja de herramientas se complementa con alianzas para evadir sanciones, complicidades en corruptelas numerosas e, incluso, apoyo financiero.
Son dictaduras de nuevo cuño que, como se puede apreciar, han perfeccionado dispositivos más “sofisticados” de control y represión que la brutal bota militar clásica. Desde luego, esta estará siempre a la mano si la protesta se desborda. Pero la primera línea de defensa está en asfixiar las posibilidades de que los opositores acumulen fuerzas capaces de desafiar su poder. Denuncias, movilizaciones o protestas son desarticuladas fabricando cualquier acusación absurda para apresar a sus cabezas más visibles o con medios más mortíferas –lamentables “accidentes”--, que le ponen sordina a la expresión democrática. Cada una de estas dictaduras ha confeccionado su propia burbuja ideológica como refugio, sea de naturaleza religiosa, patriotera, anticomunista, procomunista, etc., con la cual “justifican” sus abusos ante sus partidarios y forjan sentimientos de solidaridad entre sí, casi siempre formulados como “defensa ante los ataques” de Estados Unidos (el imperio) y de la Unión Europea (colonialista).
Otro elemento distintivo con respecto a las dictaduras más clásicas es que éstas buscaban cubrirse de las críticas con campañas propagandísticas cuidadosamente articuladas, reservándose en secreto toda información inconveniente. Applebaum señala el caso de la URSS. Pero a los integrantes de la presente trasnacional autocrática parece que la crítica les rueda. En su escrito, cita al activista prodemocracia, Srdja Popovic, quien designa a este comportamiento como el “modelo Maduro”. Los dictadores que lo adoptan –afirma—están dispuestos a pagar el precio de ser un Estado fallido, a aceptar el colapso de su economía y a quedar aislados internacionalmente, si ello es conducente a que puedan mantenerse en el poder y seguir enriqueciéndose. Como ejemplo, se refiere a Al-Assad, el carnicero de Siria, quien ha asumido el modelo Maduro. El disfraz ideológico es lo de menos, acaso para respuestas automáticas.
De manera que el comportamiento de Maduro, totalmente insensible, displicente y despreocupado por la tragedia que su conducta ha urdido sobre los venezolanos, le ha valido para servir de ejemplo, según estos analistas internacionales. Es emblemático de un ejercicio despótico del poder que, más allá del saludo a la bandera de ciertas consignas antiimperialistas y patrioteras, le importa un bledo la suerte de sus compatriotas. Como hemos venido insistiendo, transformar a Venezuela de ser el país más próspero de América Latina hace pocas décadas, a ser hoy el más pobre junto con Haití, no es tanto por ignorancia o incompetencia –que las habido mucho—sino resultado inexorable del régimen de expoliación que montó el chavismo, alegando estar construyendo el “socialismo de siglo XXI”. La guinda que puso Maduro, al extremar la corrupción de militares traidores para hacer de ellos los principales dolientes (cómplices) de semejante desastre, ha hecho que su “modelo” sea muy resiliente: todo le rueda.
Las particularidades del ”modelo Maduro” subrayan la descomposición moral y personal de quienes han hecho de él una referencia. Pone de relieve, además, que en el fondo --¡y en la superficie!—de lo que se trata es de un poder ejercido por una organización criminal. Es necesario tomar esto en cuenta a la hora de pensar que en torno a determinados objetivos o propósitos debería existir un interés común con base en el cual negociar acuerdos para superar la terrible tragedia que agobia a Venezuela. A juzgar por lo comentado, las probabilidades de que ello exista son, cuando menos, remotas. Los valores (si es que pueden llamarse tales) y prioridades de quienes se han forjado tan infame distintivo internacional, están fijados en otra cosa: cómo sostener, valiéndose de las armas a su disposición, su régimen de expoliación. Los intereses de la nación, el bienestar del venezolano o el disfrute a plenitud de las libertades ciudadanas no parece tener sintonía alguna con ésta, su principal misión.
De manera que negociar una salida que le devuelva a la población las posibilidades de disfrutar de una vida digna, en libertad, no va a tener mayores posibilidades de éxito sino persigue acumular una posición de fuerza ante la cual los titulares del “modelo” les sea costoso desestimar. Dada la apatía evidenciada en las elecciones regionales y locales recién culminadas, el desafío del liderazgo democrático es, hoy, aún más significativo. Para bien del país, de los jóvenes que les han confiscado su futuro, y de los adultos y viejos que les arruinaron lo que les queda de vida, no debe escatimarse iniciativa o esfuerzo alguno para construir esa fuerza. Un análisis crítico de lo ocurrido, incluyendo el esfuerzo de numerosos compatriotas por levantar y promover, con sus errores y aciertos, la alternativa democrática, a pesar de las circunstancias adversas, constituye una tarea inescapable para asumir, de manera honesta y productiva, una estrategia capaz de insuflar aires frescos al liderazgo opositor para que, progresivamente, pueda tener éxito en esa labor. En pro de la necesaria unidad que debe fundamentar estos esfuerzos, que cada quien asuma su responsabilidad.
[1] “Autocracy is winning”, The Atlantic, 15 de noviembre, 2021
Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela