Al poco rato de pisar diciembre, últimos días del año, uno sucumbe a la tentación de ensimismarse. Es una suerte de costumbre emocional que opera como reflejo condicionado y dispara la necesidad de reflexionar para ver cómo nos ubicamos en el marco de esta actualidad tan complicada, tan incierta.
Desde el murciélago hasta Bill Gates
Resulta imposible, así ´pues, discurrir por estos días sin aludir a ese animalito microscópico (el SARS-COV-2, como lo llaman los científicos), que ha bordado nuestra vida con una pandemia que poco a poco se nos va haciendo eterna. Inevitable, igualmente, hablar, de la confusión respecto a su origen, puesta en evidencia dentro un menú de explicaciones que van desde los cambios ecológicos hasta el castigo divino, pasando por un fulano murciélago, un ataque terrorista, la creación en un laboratorio, el nacimiento en un mercado chino y hasta la intervención, con quien sabe cuáles intenciones, de Bill Gates, el “filántropo perverso”, como algunos lo identifican. Todo ello ocurre a pesar de que diversos organismos internacionales (también el Gobierno de Biden), aseguran que no cejarán en su esfuerzo hasta identificar cómo y donde surgió el patógeno letal, pregonando a cada rato a que están a punto de hallar la respuesta.
En medio del panorama anterior, las dudas se extienden hasta los medios de protección recomendados, bien sean las vacunas (en sus distintas versiones), otros tipos de medicamentos (la cloroquina, por ejemplo), la mascarilla o incluso hasta la propia estrategia del confinamiento
La sociedad de la información muestra, así, algunas de sus ¿paradojas?, generando un exceso de datos, opiniones y noticias que a la postre deja muchas preguntas en el aire y alimentan nuestro enredo respecto a lo que ocurre y a lo que va a ocurrir. A propósito de ello, ante el surgimiento de la última versión del virus, algunos psicólogos indican que las alarmas han dejado de asustarnos, que la gente se está descuidando. Es, señalan, como si estuviéramos desarrollando “anticuerpos contra el miedo”, justo en el momento en que el Informe de Riesgos Globales, publicado este año por el Foro Económico Mundial (FEM), advierte que las enfermedades infecciosas a escala mundial ocupan ahora el primer puesto.
El síndrome del estadio vacío
La pandemia nos ha cambiado el rostro del tiempo. Los relojes apenas sirven, casi no importa que sean las dos o las cuatro de la tarde. Nuestra existencia es ahora digital y transcurre principalmente en las redes sociales, conforme a nuevos y muy distintos patrones, generando, por supuesto, perfiles diferentes de inequidad social que traslucen las disparidades de la “realidad real”.
La vida es “una locuacidad permanente”, como escribió Javier Marías. Uno echa de menos la época analógica, a la par que eleva el susto por el metaverso de Zuckerberg y otras ideas parecidas que asoman en el horizonte una suerte de realidad paralela, en donde, según los expertos, va a deslizarse la mayor parte de nuestras vidas, ojalá sea esto una exageración, ruega uno.
Afirma Menotti, gran entrenador argentino, que el mundo del fútbol gira alrededor de la relación del futbolista con la gente. Si no hay gente en un estadio, el futbolista no es futbolista. Algo parecido, creo, ocurre con nuestra vida en medio de la pandemia. Experimentamos, digámoslo así, el síndrome del estadio vacío.
La Casa ¿Común?
Desde principios del año 2020, cuando surgió la pandemia, el discurso dominante sobre su gravedad subrayaba la aparición de un problema cuya solución comprometía a toda la humanidad, que nos curábamos todos o que no se curaba nadie, dado que habitamos en una “Casa Común”, conforme a la expresión que popularizo el Papa Francisco. Pero, tal como lo predijeron algunos escépticos, las palabras no brincaron a los hechos, a pesar de que han cobrado forma algunas iniciativas importantes, representando sin duda una señal de esperanza.
En este planeta vertebrado por la desigualdad social, en el que el 10% de la población mundial con mayores ingresos concentra el 52% de la renta global y la mitad de la gente apenas recibe el 8%. Adicionalmente, las reglas que pautan el comportamiento de la economía han permitido que el minúsculo patógeno haya vuelto más ricos a los ricos y más pobres a los pobres.
No debe extrañar, entonces, que diez países concentren el 80% de las vacunas y que en África escasamente el 3% de la población haya recibido su dosis Cada país ha ido, entonces, resolviendo las cosas según va pudiendo, visto que los terrícolas no acabamos de entender la solidaridad, más que como una virtud, como una necesidad. Su “convivencia” se encuentra signada por el tribalismo, el sectarismo, la polarización, prueba de que no todos vamos en la misma lancha, remando en la misma dirección. En muchos lugares, demasiados, la política ha dejado de entenderse como un medio que hace posible que vivamos juntos. Se ha debilitado cada vez más el compromiso con lo común y la falta de los consensos básicos nos enfrenta unos a otros. El mundo continúa dibujado, en trazos muy fuertes, por conflictos que, a estas alturas, en este contexto, son un absurdo histórico.
Protección a cambio de vigilancia
Distintos estudios muestran que alrededor de dos tercios de la humanidad vive en países cuyo gobierno actúa en formato autoritario, el cual empieza a observarse también, en grado variable, en naciones que venían siendo identificadas como democráticas. En efecto, bajo el comprensible propósito de proteger a la población mediante las medidas requeridas para prevenir y curar, éstas han servido adicionalmente para reforzar un sistema de vigilancia social orientado controlar y manipular la vida de los ciudadanos, recogiendo y almacenando datos que permiten saber no solo adónde va y con quién se encuentra una persona, sino también para observar qué pasa en el interior de su cuerpo (su presión sanguínea, pulso del corazón, actividad cerebral). En esta dirección, el dictamen de Naciones Unidas y de otros organismos es muy claro respecto a la violación de los derechos humanos mediante el uso indebido de los dispositivos biométricos.
Conclusión: un jalón de orejas
La vida en el planeta azul venia revelando sus costuras desde tiempo. Numerosas advertencias que en algún momento sonaron alarmistas, son hoy en día difíciles de negar, salvo por algunos grupos de empecinados que sostiene que en lo del cambio climático, por ejemplo, hay mucha alharaca.
La pandemia ha colmado el vaso, aunque algunos añoran el regreso a la “normalidad”, ignorando que esta fue la que nos trajo hasta donde nos encontramos ahora. En efecto, el crecimiento eterno, en contextos sociales inequitativos, ha orientado el paso del desarrollo durante un tramo largo de nuestra historia en todas las sociedades, se califiquen de derecha, de izquierda o de centro. La pandemia es un jalón de orejas para los terrícolas, un llamado a que reinventen sus modos de vida como especie, conciliando lo local con lo global (“glocalización”, según los entendidos). La reinvención debe tener lugar en medio de los cambios tecnológicos que empiezan a moldear la sociedad desde otras posibilidades que aún no desciframos del todo.
Ante todo lo anterior, y como lo leí en Nexos, una revista mexicana, “Sólo hay una pregunta: ¿Cambiará la humanidad debido a los destrozos provocados por Covid-19?. Sólo debería haber una respuesta.”
El Nacional, miércoles 22 de diciembre de 2021