Dos hechos recientes frustran las ilusiones de que el régimen cambiaba para mejor. Uno, la renovación del Tribunal Supremo que, después de haber despertado expectativas de restitución de la independencia judicial y de retorno a la constitución, resultó en un proceso controlado por el oficialismo para reelegir algunos magistrados –contrariando el artículo 264 de la Carta Magna— y conformar, junto con otros cuya militancia chavista los descalifica para el cargo, un cuerpo que se vislumbra igual de obsecuente con el Ejecutivo. El otro, la condonación de la deuda de San Vicente y Las Granadinas con PetroCaribe, y el anuncio de Maduro de que reducirá a la mitad las deudas de otras islas del Caribe Oriental.
Ambos ratifican conocidas prácticas patrimonialistas para perpetuarse en el poder. Son indicios de que la cacareada “normalización” de Venezuela no ha alterado la primacía que tienen los intereses de quienes controlan el poder en las decisiones del Ejecutivo. Por un lado, revalida la impunidad para personeros del chavomadurismo –es notorio que el gobierno no pierde juicios en su contra-- y, por otro, reactiva la “petrochequera” para comprar apoyos internacionales Semejante comportamiento en absoluto abona a favor de la idea de que levantar las sanciones sobre PdVSA mejoraría las condiciones de vida de la población. Cabe mencionar que el ingreso por habitante de San Vicente y Las Granadinas, en torno a los 7.300 USD, es varias veces superior al del venezolano promedio, hoy.
No puede olvidarse que el desmantelamiento de las instituciones del Estado de Derecho, y el acorralamiento de los mecanismos de mercado para asignar y distribuir recursos, fue suplantado por criterios políticos para su usufructo, sobre todo, la lealtad con quienes detentan el poder. Ha sido notorio que, al amparo de la discrecionalidad, la no transparencia y la ausencia de rendición de cuentas, fueron proliferando intereses dedicados a depredar la cosa pública. En primer lugar, a PdVSA, con compras abultadas, contratos amañados, comisiones y desvío de fondos. A ello se añadió el despojo de otros entes públicos, las trácalas con Recadi, el contrabando de gasolina, la reventa (y contrabando) de bienes regulados y la confiscación de empresas, mientras se afianzaba la complicidad de militares “bolivarianos” (¡!) en el tráfico de estupefacientes.
Pero la destrucción de la economía obligó a Maduro a levantar algunos controles para darle respiro. Pudo ser aprovechado por quienes disponían de divisas. Y, siendo su poder mucho más precario que el de su padre putativo, sin el carisma de aquél ni los ingresos petroleros que lo favorecieron, también se vio en la necesidad de extender sus bases de apoyo, abriendo otros ámbitos, notoriamente en Bolívar, para la forja de complicidades en la expoliación de sus riquezas naturales. Un poder judicial obsecuente garantiza la impunidad a los que perpetran estos saqueos.
En la medida en que cambiaban las oportunidades de lucro, fueron modificándose las alianzas entre quienes sostienen el poder. Aparecieron nuevas mafias y se restructuraron otras. Sobre todo, adquirieron preeminencia los militares traidores, eje del sistema de corrupción imperante, dedicados a esquilmar a la población en fronteras, puertos, aeropuertos y carreteras, y con la distribución de comida, petróleo y medicinas. Pero su presencia en corruptelas va más allá, incluyendo el tráfico de drogas.
A Maduro le corresponde regular los reacomodos que ocurren en este tinglado de complicidades para no perder poder y control. Que de allí surjan o se fortalezcan facciones más proclives a restituir ciertas garantías económicas, está por verse. Pero confiar en que levantar algunas sanciones los estimularán puede resultar en que el tiro salga por la culata, nutriendo a los sectores más retrógradas, depredadores, de la alianza, como los asociados a Diosdado Cabello, las bandas criminales y/o los militares corruptos.
Sea como sea, Maduro piensa sacarles provecho a las ilusiones de “normalización” que se desprenden de la incipiente mejoría de algunas actividades económicas. Su plataforma electoral en unos eventuales comicios (¿2024?) sería que “Venezuela se arregló”. Ya se ejercita anunciando disparates, como el de “la cosecha de café más grande de la historia”, amén de entretenerse con banalidades como si en el país no se enfrentasen problemas sumamente graves. Ante esto la oposición debe tener respuesta.
Es menester un deslinde claro entre las posibilidades que ofrece la “normalización” de Maduro y las de un programa económico verosímil, orientado hacia la competitividad. En primer lugar, es necesario insistir en un marco institucional que fomente, de verdad, la reactivación productiva. Esto significa garantías (seguridades) para quien emprenda actividades económicas. Junto con condiciones creíbles para sostener la estabilidad de precios y de los agregados macroeconómicos, posibilitan la previsibilidad en los resultados esperados, elemento base de la confianza.
Ello no sólo convertirá a Venezuela en un destino más atractivo para la inversión, tanto nacional como foránea, sino que permitirá, bajo un gobierno serio, negociar importantes préstamos con los multilaterales para sanear al Estado y reestructurar la abultada deuda pública. Sin apego al ordenamiento constitucional y el imperio de la ley, será prácticamente imposible acceder al financiamiento externo. Y, sin financiamiento externo, no hay forma de rescatar la capacidad de un Estado tan deteriorado como el nuestro, de producir bienes públicos.
En marcada distinción con la “normalización” de Maduro, la estabilización de precios y del tipo de cambio habrá de lograrse mediante políticas expansivas, que estimulen la economía y la demanda por créditos, de forma de absorber productivamente incrementos en las variables monetarias. El ajuste de Maduro, por el contrario, ha sido uno de los más recesivos conocidos –deja pálido al denostado “neoliberalismo” de los ’90—, contrayendo fuertemente el gasto público, aplicando encajes prohibitivos que anularon la capacidad crediticia de la banca y sobrevalorando drásticamente la moneda nacional al anclar el precio de la divisa.
Desplumó, así, al Estado, empobreciendo terriblemente al empleado público y colapsando los servicios públicos, e hizo todavía más dura la competencia de la producción nacional con las importaciones (que, muchas veces, ni siquiera pagan impuestos). Que algunos sectores hayan dado muestras de reactivación no es atribuible a ningún acierto del gobierno. Es expresión de la enorme resiliencia y capacidad de algunos emprendedores, y reflejo de las enormes potencialidades que aun anidan en la economía venezolana.
Tales potencialidades no se restringen a la consabida lista de recursos minerales, hidrográficos y agropecuarios, o al atractivo turístico derivado de su geografía y clima. Incluyen la enorme subutilización de capacidades productivas en la manufactura, el campo, la construcción y los servicios, legada por la “revolución”, y a los millones de venezolanos emigrados, ricos en talento, que se les robó su presente y su futuro.
Por último, no se puede dejar de hacer referencia a la creciente capacidad emprendedora de muchos que se quedaron, atizada por la necesidad de arreglárselas creativamente, dada la destrucción de la economía. El régimen actual es antítesis y negación de tales potencialidades.
Un proyecto económico coherente y viable, que contase con un marco institucional favorable y amplio apoyo financiero internacional, podría atraer de regreso parcial al talento migrado y, con inversiones y nuevos emprendimientos, reconstruir el tejido productivo deshecho. Provocaría un salto cualitativo en las capacidades productivas del país, seguido de altas tasas de crecimiento sostenido. El nivel de vida de 2013 podría recuperarse en 15 años o menos. La “normalización” de Maduro, sin seguridades y sujeta a los abusos y arbitrariedades de un poder corrupto, generará, en contraste, un crecimiento errático que arribaría a este nivel, si acaso, en 40 años o más. Por supuesto que se requiere un cambio político.
Corresponderá a la lucha reivindicativa, en demanda de derechos y de servicios dignos, así como a la gestión eficaz de los alcaldes democráticos, enriquecer este proyecto y darle contenido concreto. Debe devolvérseles las esperanzas de cambio a las mayorías, estimulándolas a movilizarse para arrebatarle concesiones a la dictadura. La lucha sostenida por conquistar mejores condiciones de vida deberá fortalecer a las fuerzas democráticas y constituirse en plataforma para un triunfo electoral en 2024. Sin un programa que aglutine y potencia los esfuerzos opositores, restableciendo la confianza en la inevitabilidad del cambio político, no bastará un candidato unitario escogido en primarias acordadas.
Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela