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Cementerio industrial

Opinión
Artículos de opinión
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Cuando esta desgracia llamada revolución llegó al país, de inmediato comenzó a confiscar la esperanza del pueblo que confió en el líder antes, durante y después de las elecciones, a la vez que reafirmó las dudas de quienes jamás creímos en sus fanfarronerías de prestidigitador pedante de lenguaje altanero y soez con devoción provisional en su discurso seductor de pendejos, resentidos, oportunistas y aprovechadores de todo nivel, ávidos de adulación y de aduladores en una Venezuela que esperaba más de sus hijos en el preciso momento en que las instituciones reiniciaban el camino de la perfectibilidad de la democracia.

Paralelamente al secuestro de la fe empezó la confiscación de la propiedad y de las ganas del sector empresarial en jornadas avivadas y aplaudidas por una alucinada clase trabajadora cegada por la emoción efímera de payasos y magos de circo bien pagados por domadores engordadores de cuentas bancarias que se frotaban las manos en espera de lo que, sabían, en su momento les vendría.

En el 2000, apenas a un año de la tragedia anunciada, un joven empresario maracayero, Eduardo Elías Larrazábal (Q.E.P.D.), lamentable y prematuramente fallecido, convocó a una reunión de las Cámaras de Industriales de los estado Aragua, Carabobo y Lara para expresarle al estrenado gobierno, en presencia de su entonces ministro de Hacienda, José Alejandro Rojas, que si así comenzaban las cosas, así terminarían de mal, ya que en Aragua fueron cerradas, en tan breve lapso, más de 600 empresas.

Y no había que dudarlo, pues la primera medida revolucionaria del gobierno socialista y bolivariano fue eliminar, de un solo plumazo y en el más sepulcral silencio del soberano y sus representantes, la Corporación para el Desarrollo de la Artesanía Pequeña y Mediana Industria (Corpoindustria), que tenía en Maracay y en Aragua el epicentro de la actividad promotora, emprendedora y financiera de quienes querían invertir y trabajar en el desarrollo industrial del país y de su gente, de la república y sus republicanos. Pero todo aquello acabó, todo quedó en el olvido, como dice la gitana canción “Dos Cruces”, porque aquellas promesas de amor en el aire ya se habían perdido.

Hoy vemos cómo la Zona Industrial de San Vicente, que fue la más emblemática de los centros de producción del país, hoy no sólo es un cementerio de galpones, sino un campo de tiro regentado por el hampa común y uniformada las 24 horas del día, con una comunidad secuestrada sin atención médica ni asistencia social ni alimentaria, aunque con algunos valientes que, pese a las dificultades, se mantienen “vacunados” para no perder la esperanza ni lo poco que va quedándoles.

Con esto tenemos suficientes razones y motivos para seguir luchando, para seguir marchando, para seguir en la calle, para seguir mostrando, hablando y escribiendo lo que tenemos que decir, lo que debemos decir y, es más, lo que estamos obligados a decir so pena de caer en la complicidad y la alcahuetería en la cual se encuentran muchos y de la que algunos están saliendo, como la señora fiscal Luisa Ortega Díaz…