Vladimir Putin ha exhibido el arma más terrible en su criminal invasión de Ucrania: su ausencia absoluta de escrúpulos para emprender acciones que considera necesarias para alcanzar sus fines. Al violentar la soberanía e independencia del país vecino, vulnerando normas internacionales asumidas por la propia Rusia, amenazó de inmediato a la OTAN y a Estados Unidos con "consecuencias más grandes de lo que ninguno de ustedes ha visto jamás en la historia" si intervenían a favor de Ucrania. Tal amenaza la volvió a asomar abiertamente días después, al poner en alerta de combate a sus fuerzas estratégicas, es decir, nucleares. Y lo reiteró como respuesta ante cualquier posibilidad de que la OTAN accediera a la petición del presidente ucraniano, Volodimir Zelenski, de imponer una zona de exclusión en el espacio aéreo de su país, para contener el incesante bombardeo de aviones rusos a su población. Hay que señalar que Putin no sacó su amenaza nuclear de la nada. Fue probando, en pasos sucesivos, hasta dónde las potencias mundiales le permitirían llegar en sus delirios imperiales a expensas de otros pueblos. El desmembramiento militar de Georgia para crear los protectorados de Abjasia y Osetia del Sur no provocó reacción alguna de occidente, como tampoco el aplastamiento brutal de la rebelión en Chechenia. La ocupación de la península de Crimea en 2014, territorio ucraniano, apenas suscitó una débil protesta. Y su apoyo a Bashar Al Assad, para disuadir a Obama de cumplir con su amenaza de intervenir si el carnicero de Siria utilizaba armas químicas contra sus adversarios, fue consentida. Por último, llegó la gran prueba, la de invadir a Ucrania para deshacerse de un gobierno incómodo a su despótica megalomanía, por ser ejemplo de democracia en un país eslavo con demasiadas semejanzas al ruso. Y, como lamentablemente se ha evidenciado en los últimos días, al encontrar una resistencia mayor a la esperada por parte de los valientes defensores de Ucrania, no ha vacilado en arremeter con bombardeos a zonas residenciales, a pesar de haberse comprometido públicamente a respetar a la población civil. Como sea, busca pulverizar la elevada moral de combate de los ucranianos. Lo que ha extasiado a Donald Trump como una genial operación de brinkmanship de Putin –el “arte” de poner al contrario al borde del precipicio para que no tenga otra opción que aceptar las demandas que se le imponen—es, en realidad, el chantaje de un sicópata quien, aterradoramente, tiene a su disposición el arsenal nuclear más grande del globo, junto al de EE.UU. ¿Quién puede garantizar que, ante acciones más contundentes en apoyo a Zelenski, Putin –mejor, Putler-- no apele a estas armas estratégicas? ¿Hay razones para confiar que este personaje, o aquellos de su círculo íntimo de poder, tengan los valores morales, políticos o humanitarios capaces de frenarlo antes de acometer lo impensable? Precisamente, por haberse revelado como sicópata, su chantaje surte efecto. Demasiado riesgoso para que los gobernantes responsables de occidente accedan a poner a prueba si se trata sólo de un bluff. Pero, precisamente por la eficacia de su chantaje, no hay seguridad alguna de que las ansias imperiales de Putler se satisfagan si, en el peor de los casos, termina aplastando la resistencia ucraniana. EE.UU. y la UE confían en que las sanciones económicas y financieras de por sí sean lo suficientemente contundentes como para ponerlo de rodillas, invalidando su acción miliar, incluyendo la opción nuclear. La clave decisiva aquí es la capacidad de resistencia del ejército y del pueblo ucraniano, uno de cuyos determinantes es, claro está, la efectividad del apoyo de occidente en el suministro de armas y servicios. Y esto necesariamente debe aumentar, si se quiere evitar que Putler se salga con las suyas. La laxitud exhibida en el trato de algunos de sus oligarcas amigos, sobre todo en el Reino Unido, y la dependencia europea del gas ruso tampoco ayudan. Los analistas recogen evidencias de creciente frustración del déspota ruso ante la no concreción en el tiempo de sus planes. Aumentan los temores respecto a su inestabilidad emocional u mental. Por otro lado, la represión emprendida en Rusia contra toda protesta por la guerra y el control draconiano de los medios de comunicación ahí se orientan a evitar que, internamente, surjan las fuerzas que lo conminen a parar su aventura criminal. Pudiera llevarlo a creer que puede ejecutar lo impensable para imponer su voluntad. De ahí las voces a favor de una estrategia que ofrezca un “puente dorado” para el repliegue e “decoroso” de Putler, sin que pierda “cara”. Pero esto implicaría, cruelmente, alguna concesión por parte de Ucrania, como la cesión de los territorios del Donbás, el reconocimiento de que Crimea es rusa o el compromiso de no entrar a la OTAN. Dudo que las heroicas fuerzas de resistencia ucraniana, que han entregado tanta sangre para evitar un desenlace de esta naturaleza, accedan. La invasión de Ucrania es la prueba suprema que ha puesto Putin sobre la mesa para saber lo que estarían dispuesto a tragarse las potencias occidentales para evitar una hecatombe nuclear. De ceder, ¿quién lo parará después? ¿Cómo garantizar la seguridad futura de los países bálticos, Finlandia, Suecia, Polonia y, en fin, del resto de Europa, si prevalece en Ucrania su voluntad? Como han afirmado tantos, lo que está en juego no es sólo la suerte de un país que, para algunos, pudiera ser “prescindible” en aras de evitar la guerra nuclear. Lo que peligra es el orden democrático liberal como paradigma del mundo actual y las posibilidades de contar con unas reglas de juego consensuadas, con base en las cuales los pueblos puedan aspirar a vivir en libertad y forjar las condiciones para su propio bienestar. Desde esta columna sería absolutamente irresponsable pretender sopesar los pro’s y los contra´s de acciones militares de la OTAN contra Putler, como sería la de asegurar una zona de exclusión aérea en Ucrania que pudieran obligarlo a parar su ofensiva criminal. La incertidumbre de la existencia de un loco en el Kremlin dispuesto a apretar el botón nuclear aterra. Pero con todo y el abrumador peso moral que enfrenta occidente ante esta decisión, las opciones a considerar son esas. Porque el dilema verdadero no parece ser si debe tomar o no una decisión que frene definitivamente a Putin, sino cuándo. El aprendizaje de Múnich, 1938, sugiere que mañana quizás sea demasiado tarde. El humor de Maduro A despecho del escenario tan dantesco como el referido arriba, Nicolás Maduro nos sorprendió el sábado cinco de marzo con una humorada. En su alocución pidió a la justicia aplicar el “máximo castigo” a aquellos funcionarios públicos del país que estén involucrados en el “fenómeno de la narcopolítica”, para concluir –miren qué ocurrente-- que es la “primera vez” que en el país se ve tal fenómeno (¡!). Vamos, Nicolás, tus sobrinos presos por narcotráfico en EE.UU., con acceso a la rampa presidencial de Maiquetía para sus andanzas, el “pana” Makled, que llegó a tener en su abultada nómina a muchos jerarcas chavistas, y los militares integrantes del tristemente notorio Cartel del Sol, amparados desde el poder durante años, te obligan a no ser tan torpe en tus sarcasmos. Porque los sarcasmos más hilarantes son los inteligentes, los que explotan la sutileza, ¡no esa burda chanza que anunciaste el sábado! Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela humgarl@gmail.com