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Ese milagro llamado Gorbachov

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Tiempo de lectura: 16 min.

Un milagro pareció ser Gorbachov. Un milagro, a su vez, parece ser todo aquello que no encuentra explicación inmediata y aparece donde me­nos se piensa. Pues que el imperio soviético llegara a su fin, era algo que soñaban muchos disidentes. Pero que la ruptura decisiva proviniera de la cima del aparato de poder más burocrático de la historia mundial, no se lo imaginaba ni el más optimista. Y sin embargo, así ocurrió.

Pero los milagros son fenómenos sin explicación. Desde esa perspectiva Gorbachov no es un milagro, sino que parte de un proceso bastante racio­nal. Por de pronto, Gorbachov no era una persona aislada. En cierto modo era un dirigente típico de partido y en gran medida, un ciudadano soviético normal. De su historia personal sabemos que su abuelo, un kulak a quien parece haber admirado bastante, fue expropiado y perseguido por Stalin, debiendo pasar nueve años en el siniestro Gulag; que el abuelo de su que­rida Raisa fue asesinado durante el régimen de Stalin; que su padre murió en la guerra. Razones familiares no tenía Gorbachov para adorar a Stalin, y sin embargo como ocurrió con tantos rusos, lo adoraba. Incluso, en los tiem­pos en que era un brillante joven comunista trataba de emularlo hasta en el tono y forma de hablar.

Esa dualidad de acción y pensamiento era preci­samente una de las características del «homo soviéticus», como observó G. Sheehy, uno de sus buenos biógrafos. Por un lado, lleva en su inconsciente las heridas que provocan los asesinatos a los seres amados, la represión sistemática, la degradación de la moral personal en función de la razón de Estado a la cual pertenece delatar a los propios amigos. Por otra, sabe que para sobrevivir, hay que adaptarse a reglas del juego que impo­nen los detentores del poder. Si es miembro del Partido, debe combinar téc­nicas de sobrevivencia con capacidad para conseguir protectores que le ayuden a escalar posiciones, tanto burocráticas como profesionales. De la misma manera, sabe que repentinamente pueden originarse cambios en la cúspide y debe estar preparado para readaptarse a nuevas circunstancias.

La sociedad soviética y el Partido eran verdaderas escuelas en la formación de «camaleones sociales» lo que en la profesión política puede, bajo ciertas condiciones, ser una virtud. De la misma manera, quien quería llegar lejos en la vida debía desarrollar una suerte de «disonancia cognitiva», que significa algo así como realizar algo con la mayor naturalidad, pensando exactamente lo contrario.

Vivir en la contradicción puede ser para un miembro de una so­ciedad democrática, insoportable. En la URSS era no sólo normal, sino que una condición de sobrevivencia y de progreso personal. Y precisamente esas características aparentemente negativas supo convertirlas Gorbachov en cua­lidades. Quien había pasado por la escuela del stalinismo y ganado el apoyo de protectores tan poderosos como Suslow (una especie de Richelieu rojo) o Andropov (durante largo tiempo jefe de la KGB) y que además reunía condi­ciones personales muy valoradas por el régimen como una disciplina que ra­yaba en el ascetismo, capacidad fanática de trabajo, inteligencia, una cultura más que sobresaliente para su medio, y sobre todo, un irresistible «charme» – que lo llevó a cautivar (políticamente, por supuesto) nada menos que a la «dama de hierro» inglesa y a que Reagan le tomara casi tanto cariño como a Micky Maus – estaba llamado a entrar alguna vez al umbral de «los elegi­dos».

Si hubiera que buscar una fórmula clave para designar el sentido las reformas propuestas originariamente ella es: informática+ de­mocratización o, en la terminología de Gorbachov, Perestroika+ Glasnost. Esa fórmula buscaba expresarla Gorbachov en otra, aún mucho más llamativa: La Segunda Revolución es precisamente el subtítulo de su libro escrito en 1987: Perestroika. La primera revolución era naturalmente la de octubre de 1917. La de Gorbachov y una fracción bastante numerosa del PCUS, buscaba establecer continuidad con la primera, y cumplir el sueño leninista- stalinista- jruscheviano de desarrollar las fuerzas productivas y transformar a la Unión Soviética en una potencia moderna. En ese sentido la fracción gorbachiana no se apartaba un ápice de la ideología modernizadora de sus principales predecesores.

No olvidemos que para Lenin el socialismo era electrificación+ Soviets. Para Stalin había sido Gulag+ industria pesada. Para Kruschev era conquista del espacio+ bomba atómica. En esa carrera loca para emular al enemigo, al «capitalismo imperialista», sólo la era Breschnew echaba a perder el juego, pues su política no estaba dirigida tanto a desarrollar las fuerzas productivas, sino a la mantención precaria del orden establecido. Es por eso que en sus primeros momentos, los cañones ideológicos de Gorbachov estaban dirigidos no contra el stalinismo, sino contra el período Breschnew, bautizado como la estagnación, lo que en cierto modo implicaba una justificación ideológica indirecta del stalinismo. Y en efecto: la ideología del bolchevismo, aún presente en los años ochenta, podía tolerar los crímenes de Stalin y de Lenin, pero no la falta de «crecimiento económico».

Debido a esa razón, la constatación del principal asesor econó­mico de Gorbachov, Abel Aganbegjan, relativa a que el último plan económico (1981-1985) arrojaba un saldo de cero, no podía sino constituir un escándalo político al interior de la «Nomenklatura». El desarrollo de las fuerzas productivas era, entre otros puntos, parte de la racionalidad interna del marxismo soviético; «la guerra económica» que, a fin de cuentas, debía de ser tanto o más decisiva que la política o la militar frente al «mundo ca­pitalista».

En 1982, Andropov, esa extraña simbiosis de policía e intelectual, había hecho preparar un informe en el que participaron los más connotados espe­cialistas soviéticos. El resultado, para la ideología comunista, no pudo ser más desalentador (Spiegel Spezial 1991:92). Sobre esa situación se ha escrito bastante y lo concreto puede resumirse así: la URSS se encontraba al borde del colapso financiero y, lo que era peor, en los niveles de producción, y en el tecnológico, muy atrasada respecto «al capitalismo». Cuando el último re­presentante de la gerontocracia bolchevique, Chernenko, falleció (10 de marzo de 1985), el relativamente joven Gorbachov traía como principal misión sacar a la URSS de la estagnación y reencauzarla por las sendas del pro­greso en dirección del socialismo. Gorbachov debía ser el encargado de restaurar el orden histórico. Y para eso era necesario una segunda revolu­ción.

La primera revolución, la antizarista, había sido nacional, democrática, y sobre todo, popular. Esto último no se puede decir desgraciadamente de la que quería encabezar Gorbachov. Que se sepa, Gorbachov no alcanzó el po­der montado en ninguna ola revolucionaria, ni nunca hubo alguna manifesta­ción popular de importancia en contra de Brechner.

Gorbachov era, en el mejor de los casos, el representante de una revolución interpartidaria. Es por eso que la lectura que él y su fracción hicieron de la realidad no podía ser la misma que hacía el pueblo.

Digámoslo así: el pueblo soviético no estaba interesado mayormente en el desarrollo de las fuerzas productivas, ni en que la Unión Soviética se convirtiera en potencia mundial, ni en derrotar al imperialismo, ni en nada de las cosas en las que estaba interesado su «glorioso Partido». Más aún: y espero que el lector me entienda: parece que nunca, en su triste historia del último centenio, lo pasó mejor que durante Breschnew.

Por cierto, subsistían los sistemas leninistas- stalinianos de vi­gilancia, las relaciones de desconfianza, las tristemente famosas clínicas psi­quiátricas, y las persecuciones a disidentes. Nadie podía leer lo que quería, ni manifestar libremente sus opiniones. Pero comparada con el pasado, la generación de Breschnew vivía una especie de stalinismo con rostro humano. No había gran escasez; por lo menos lo suficiente para comer y sobre todo para beber, y lo que no se conseguía en tiendas, se adquiría a buen precio en el mercado negro, como viene ocurriendo desde la antigüedad hasta nuestros días en todas partes. Se trabajaba lo suficiente, pero no dema­siado, y sin mística patriótica ni comunista, sino simplemente para tener lo suficiente para alimentar a la familia, salir en las escasas tardes de verano a comer esos deliciosos helados rusos, y emborrachare el fin de se­mana como ocurre con los trabajadores de casi todo el mundo. Y la URSS era fundamentalmente un país de trabajadores (y de burócratas). En cual­quier caso, no era un país revolucionario, y eso es lo más normal que le puede suceder a cualquier país.

Por cierto, había que pagar ciertos precios: asistir por lo menos irregularmente a reuniones de partido o de sindicato (era lo mismo), desfilar marcialmente el primero de mayo, inscribir a los hi­jos en los «pioneros», y trabajar un par de días voluntarios al año por Cuba, Vietnam, Chile, o cualquier otro país caído en desgracia. Pero eso no era nada comparado con el Gulag y las guerras que habían tenido que so­brellevar en el pasado. Quizás fue esa la razón por la cual el pueblo sovié­tico se asustó tanto cuando Gorbachov pretendió movilizarlo en función de una nueva revolución. En nombre de la revolución había tenido que sufrir demasiado y ya no quería hacer ninguna más. También los pueblos tienen derecho a descansar.

Pero Gorbachov no pertenecía al pueblo. Era un hombre de Partido, y por lo tanto le interesaba más el futuro que el presente, sobre todo si se tiene en cuenta que su Partido vivía de ficciones históricas. La fracción mo­dernizante, desde los tiempos de Andropov, estaba evidentemente escanda­lizada de lo que ocurría entre los seres mortales.

Como herederos de la tra­dición revolucionaria inaugurada por los bolcheviques, era puritana. De otra manera no se explica que Gorbachov haya iniciado su proyecto democrático con una campaña en contra del alcoholismo. Puritano, como Lenin y Stalin, como Kruschev y Andropow, como Robespierre, pero no como Dantón, no po­día tolerar que el país se escapara del orden histórico asignado desde el Olimpo.

El leninista puritano que era Gorbachov en 1987 escribía por ejemplo que el pueblo (o su Partido) «ven con conmoción y disgusto que los sagrados valo­res de la revolución de octubre sean tratados a puntapiés». Y como un profesor de escuela frente a una desordenada clase se indignaba por «la erosión de la moral pública, del digno sentimiento de soli­daridad de los primeros años de la revolución, de los primeros planes quin­quenales, de la de la gran Guerra Patria, y de la reconstrucción de post­guerra, los que han perdido su significado».- Y agregaba todavía más irri­tado – «En cambio aumentan el alcoholismo, la drogadicción y la criminalidad. Se fortalece la penetración de los estereotipos de la cultura de masas, que a nosotros nos son extraños y que conllevan un gusto primitivo y al empobreci­miento ideológico».

Gorbachov, siguiendo la línea de An­dropow, llegaba al poder en su doble condición de modernizador y restaura­dor. Él se encargaría de restaurar el orden de la historia en contra del caos breschneviano. Democracia sí, pero de acuerdo a las normas socialistas y, como se deja ver en las líneas citadas, reivindicando incluso la obra de Stalin. Como los grandes revolucionarios, el desrevolucionario Gorbachov no podía entender que el pueblo soviético no quería vivir en el curso de la historia sino en de la vida real y cotidiana, nada de heroica, pero a veces más hermosa.

La historia de Rusia desde Pedro el Grande hasta Yelzin, pasando natu­ralmente por Stalin, ha sido la de modernizar «desde arriba» al país. En al­gunos terrenos como en el tecnológico- militar había sido alcanzado ese ob­jetivo. Pero el objetivo máximo, alcanzar, y después superar al «capitalismo», estaba lejos de materializarse durante la época Breschnew. Kruschev había prometido nada menos que la sociedad comunista para 1980. Durante Breschnew ya nadie quería acordarse de eso.

En el terreno militar, por ejemplo, ya habían perdido la guerra. En el de la produc­ción se habían quedado más que rezagados. Ni hablar del cultural, pues Coca Cola y Rock and Roll ya se habían apoderado de la so­ciedad soviética, como constataba escandalizado Gorbachov. Por si fuera poco, la violación permanente de la realidad en función de un objetivo meta histórico: la revolución industrial en un sólo país, había degradado las fuentes de todo proceso económico: la naturaleza y el ser humano.

El drama de la URSS era tener que alcanzar siempre «al enemigo». La lógica militar, en función de ese objetivo, había sido trasladada durante la Guerra Fría a la de la producción. No por casualidad la terminología econó­mica estaba plagada con la jerga militar. Y cada año, los jerarcas llenaban de medallas los pechos enflaquecidos de «los héroes del trabajo». En pocos países del mundo «la ideología del crecimiento» ha sido impuesta con mayor fanatismo que en la URSS. El problema es que de tanto perseguir al ene­migo, la economía, en su conjunto, se había estructurado como «una economía de alcance». La producción no «crecía» de acuerdo a las necesidades inter­nas, sino que de los avances del enemigo.

En otras palabras: para alcanzar al enemigo, necesitaba del enemigo. El enemigo era el principal factor de crecimiento. Pero, para que esa economía funcionara, el enemigo no debía ser nunca alcanzado, pues de otra manera dejaba de ser una economía de al­cance. El drama de Sísifo estaba presente en la economía soviética en toda su magnitud. En tiempos de Gorbachov ya era evidente, que después de Stalin, la URSS había realizado hasta sus últimas consecuencias, la segunda revolución industrial, y precisamente cuando se disponía, durante Breschnew, a disfrutarla, el enemigo ya había realizado la tercera.

De un modo general es posible decir que el proyecto originario de Gor­bachov era crear marcos políticos institucionales a fin de modernizar al país en función de los objetivos determinados por la tercera revolución industrial. En los propios términos marxistas, la URSS vivía un momento en que las fuerzas productivas habían entrado en contradicción con las relacio­nes sociales de producción. Tal era al menos el diagnóstico de Andropov hecho suyo por la fracción gorbachiana. De ahí la importancia que tenía, a juicio de Gorbachov, la democratización, a la que concebía como una condi­ción para el desarrollo y la modernización económica. «Perestroika» -escri­bía- «es sólo posible sobre fundamentos democráticos».

De acuerdo a la lectura de la realidad hecha hasta 1987, Gorbachov se en­contraba en perfecta sintonía con el orden histórico que regía en la URSS. Stalin había realizado, sobre las bases de una acumulación originaria de ca­pitales, la revolución industrial, la que se había estagnado durante Breschnew. La revolución modernizadora debería iniciarse bajo su reinado. Como las condiciones no estaban dadas para una reestalinización del poder, lo que además habría sido imposible – no sólo porque la introducción de tecnología basada en la informática es relativamente incompatible con siste­mas políticos cerrados (Mandel 1989:34) sino además porque era contraprodu­cente para la distensión internacional que a su vez era fundamental en la provisión tecnológica que requería la URSS, no quedaba más alternativa que «activar al factor humano», como continuamente repetía Gorbachov en su li­bro acerca de la Perestroika.

De ahí que invirtiendo la lógica economicista de sus predecesores teóricos, la democracia aparecía ahora no como el re­sultado del desarrollo, sino que como su condición. Perestroika quería ser, a la vez, la segunda revolución política (la primera era la de Lenin) y la se­gunda revolución industrial (la primera era la de Stalin). Al final no fue ninguna de las dos. Pero sí fue la primera desrevolución del mundo.

El aporte verdaderamente revolucionario de Perestroika residía sin em­bargo en sus proyecciones internacionales. No sin razón Gorbachov era mucho más aplaudido en el extranjero – donde era visto como una suerte de milagroso mensajero de la paz – que en su país, donde nunca fue realmente amado.

Que se hubiera desatado una verdadera «gorbimanía» en Alemania, donde sus habitantes no son precisamente muy tropicales, muestra como Gorbachov estableció una suerte de alianza entre un amplio movimiento paci­fista que desde tiempo atrás venía erosionando las estructuras belicistas de sus países, y su proyecto distensionador. En el extranjero, efectivamente, Gorbachov era otra persona. Franco, abierto, simpático, se adaptaba a las normas de la política internacional con la misma facilidad que cuando en su juventud se adaptaba a las del stalinismo. Las principales revisiones teóri­cas de la Perestroika se encontraban precisamente en el terreno de la polí­tica internacional, y de eso tomaron nota rápidamente los expertos europeos y norteamericanos.

A primera vista, la propuesta internacional de Gorbachov parecía ser una confirmación retórica de la política de «coexistencia pacífica» iniciada por Kruschev. Sin embargo había tres innovaciones altamente interesantes. La primera era que dejaba de considerar como fundamental la contradicción entre el mundo capitalista y el socialista que venía rigiendo hasta Breschnev, poniendo en su lugar a la que se daba entre la guerra y la paz. Esa contradicción -y esta era una sorpresa en el discurso marxista-sovié­tico- se encontraba más allá de las propias contradicciones de clase, o como formulaba en su Perestroika «por primera vez se ha constituido un interés común a toda la humanidad que no es especulativo sino que real: la salva­ción de la humanidad frente a la catástrofe» .

La se­gunda innovación era «la relación de causa y efecto entre guerra y revolu­ción no existe más». La imagen del socialismo emergiendo de las cenizas como el Ave Fénix no podía seguir siendo válida pues después de las cenizas atómicas no hay Ave Fénix posible o lo que es pare­cido: el socialismo no podía ser fundado sobre las bases del apocalipsis.

La tercera innovación era quizás la más radical: Gorbachov renunciaba explícitamente a expandir el imperio hacia el llamado Tercer Mundo, desapare­ciendo una de las principales fuentes de conflictos entre USA y la URSS que, complementados entre sí habían externalizado esos conflictos hacia los países pobres instalando en muchos de ellos dictaduras stalinistas o facistoides a fin de asegurar sus «zonas de influencia» (en el lenguaje de la Guerra Fría). En ese sentido, Gorbachov era brutalmente franco: «nosotros sabemos cómo de importantes para la economía americana y europea son el Cercano Oriente, Asia, Latinoamérica y otras regiones del Tercer Mundo, como también Sudáfrica, en lo que respecta a las fuentes de materias pri­mas. Romper esos vínculos es lo último que nosotros deseamos». Por supuesto, la nueva política de la URSS hacia el «Tercer Mundo» no sería recibida con alegría por Huseim, Gadafi y Castro.

Sabiendo Gorbachov que la política de las armas ya no tenía sentido, recurrió a las armas de la política. Y no se puede negar: en ese terreno era mejor guerrero que casi todos sus colegas occidentales. Gorbachov ha sido incluso uno de los pocos gobernantes que ha logrado convertir una derrota militar en un triunfo político, como fue su retirada de Afganistán.

Sin haber leído a Maquiavelo y a Gramsci, sabía que los principios de la he­gemonía política son más importantes que los de la dominación. Técnica y militarmente la URSS ya no tenía medios para ejercer una política de domi­nación. No le quedaba más que jugar la carta política. Y en ese juego Gor­bachov demostró poseer dotes que rayaban en la genialidad. Durante un largo tiempo fue la figura hegemónica de la política mundial, desarmando por completo la lógica de Reagan quien se preparaba para la «guerra de las ga­laxias». Fue, en buenas cuentas, un líder político occidental. Donde iba era aclamado, aún más que el Papa. Pero en su casa, no.

Este artículo es una reelaboración de un fragmento de mi libro «El Orden del Caos», «historia del fin del comunismo», Buenos Aires, 2006.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.