Estoy tentado por creer que el jugar pertenece a la condición humana. Jugar, jugar a cualquiera cosa, desde que aprendemos a percibir el mundo que nos rodea. Los adultos juegan con uno y después jugamos entre nosotros, los coetáneos. Jugamos y nos divertimos, como si hubiéramos aprendido a que jugar y ser feliz no son dos cosas diferentes. El ser humano es, en sus buenos momentos, un ser juguetón. Un Homo Ludens, diría alguien más cursi. Lo cierto es que necesitamos jugar.
El juego, dicen los psicoanalistas, es la sublimación de los deseos pues no todos los deseos son sublimes. Nos gusta ganar, y ganar es ganar a otro. En un juego se gana o se pierde. O sea, negamos al otro. Y a través de la negación del otro, intentamos afirmarnos sobre nosotros mismos. Pues los que ganan son individuos o grupos: yo y los míos en contra de los ellos y los vosotros.
La forma radical de toda negación es la muerte del otro. Su forma sublimada es la derrota deportiva -la muerte ficticia- del otro, en un juego cuyas reglas hemos acordado en conjunto. Por eso los niños juegan a la guerra y hay que dejarlos que lo hagan. Solo así llegan a entender que las agresiones pueden ser convertidas en juegos.
El deporte también es juego. O mejor dicho, hay un juego originario al interior de cada deporte. Por eso las olimpiadas se llaman Juegos Olímpicos. En ellas los deportistas juegan a vencerse a sí mismos (superando sus propias marcas) al adversario y a otros países. Mientras los países compiten deportivamente entre sí, no hay guerras. Porque la guerra no es un juego. Donde termina el juego, ese juego que se llama vida, comienza el de la muerte.
¿Cuándo un juego se convierte en deporte? Yo creo simplemente que eso ocurre cuando es reconocido oficialmente como un deporte. Lo cierto es que originariamente, cada deporte, antes de ser deporte, fue un simple juego.
¿Quién llega primero a ese árbol? Ese es un juego. Pero como el árbol puede estar muy lejos o muy cerca, la carrera fue después oficializada en metros y así se convirtió en un deporte. ¿Quién levanta la piedra más pesada? Ahí reside el origen del levantamiento de pesas. ¿Quién es capaz de pegarle al matón? Para que el matón no nos masacre, alguien inventó a los guantes y así nació el boxeo con todas sus complicadas reglas.
Una vez supe que los indios araucanos de mi país natal fueron los inventores del hockey. La diferencia es que no jugaban con una pelota sino con una piedra. Además corrían a pata pelada y no con zapatillas marca Puma. Ese juego lo llamaban la chueca, tal vez porque le pegaban a la piedra con un palo chueco (torcido). Pero sí, era practicado de acuerdo a los principios más estrictos del hockey. Del mismo modo hay quienes afirman que el juego de la pelota vasca no lo inventaron los vascos sino los mayas.
Los niños también practican juegos primitivos. A veces, con el paso del tiempo, se transforman en deportes. Otras veces, no. Al recordar mi infancia, me doy cuenta de que muchos de los juegos que practicábamos eran muy competitivos y algunos cumplían con todas las reglas de un deporte oficial. La chita y cuarta, por ejemplo. Era un juego con bolitas, en otras partes llamadas canicas. Tú lanzabas una bolita, el otro lanzaba la suya hacia la otra bolita. Después era realizada la medición. Había tres tipos de mediciones. El dedo gordo con el meñique, esa era la chita. El dedo gordo con un anular, esa era la cuarta. Si una bolita le pegaba a la otra, se llamaba pique. A veces las medidas eran irregulares, pues había niños que tenían las manos chicas y otros muy grandotas. Entonces elegíamos a un árbitro encargado de medir las distancias. Algunos nos pasábamos el día completo practicando solos, antes de llegar a las competencias del barrio.
Había otros juegos-deportes que tenían diferentes nombres de acuerdo a las edades. Para los niños, uno era la rayuela. Consistía en trazar en el barro una raya y desde una distancia acordada (6 o 7 metros) lanzábamos una moneda, un peso. El que llegaba a la raya (la quemá) o más cerca, ganaba. No era tan fácil. Requería técnica. La moneda debía ser tomada entre el gordo y un anular, el brazo debía permanecer colgado mientras con los ojos calculabas la intensidad del movimiento. Los adultos hacían lo mismo pero con unos tejos de fierro, desde 20 metros. Se llama el juego del tejo. Los que perdían pagaban el vino.
¿Y quién no jugaba a la payaya? Era complicado. Había que sentarse en círculos y lanzar piedras al medio para que cayeran sobre una mano. Así existía la payaya de a uno, la de a dos, la de a tres piedras. Las chicas también jugaban pero no con piedras sino con frijolitos.
En general, casi todos los juegos-deportes que practicábamos eran paritarios. Pero había algunos que solo eran de género. El luche, por ejemplo. Nunca logré entenderlo. Las chicas hacían una serie de cuadrados con tizas, todos numerados y después daban saltos con una pata, como chincoles. Yo las miraba de lejos, tal vez me habría gustado jugar al luche, pero los “cabros” del barrio habrían dicho que yo me estaba volviendo marica. Así que, de lejos no más.
El menos paritario de todos los juegos era sin duda el de la meada larga. Nos poníamos todos uno al lado del otro, cada uno con su manguera en la mano, y meábamos. El que meaba más lejos, ganaba. Recuerdo que había uno que nos ganaba siempre. Tiempo después, cuando yo era mayor, me encontré con él casualmente y le pregunté: ¿cómo lo hacías para ganar siempre? Me contestó riendo: muy fácil: poco antes de jugar me tomaba tres litros de agua fría y después, en la competencia, meaba con ganas. Yo me quedé pensando: a su modo, el muchacho ya había descubierto el doping. Yo pienso que la meada larga debería ser incluida en los deportes olímpicos. Si no muy estético, sería divertido.
Durante un tiempo practicamos también un juego-deporte del cual me declaro co-autor. Se llamaba el de la carrera lenta. Todo comenzó jugando con el chico de la casa vecina. Consistía en subirnos a la bicicleta. El que llegaba último en su bicicleta, ganaba. El juego no tardaría en hacer escuela. Así fue como se nos fueron sumando varios ciclistas. Todos esforzados como locos por llegar últimos. Pero lentamente el juego se fue transformando en un deporte peligroso. Muchos, en su afán de ganar, dejaban de pedalear y caían al suelo produciendo carambolas terribles. Aunque de verdad: era apasionante.
Hoy, mientras miraba los ojos de la venezolana Yulimar, después de haber ganado y batido el récord olímpico, pensé que esa radiación de alegría que en ellos alumbraba no era quizás tan diferente a la de los niños del barrio cuando alguien ganaba un campeonato, sea el de la chita y cuarta, el de la rayuela, el de la payaya, el del luche, el de la meada larga, el de la carrera lenta.
Todo comienza alguna vez. Según Nietzsche, el coro del teatro griego precedió al teatro. Según Borges, la milonga de la calle putera, tamboreada sobre un barril de bencina, mientras dos hombres jugaban con cuchillos, precedió al tango. Los saltos de Yulimar comenzaron tal vez como un juego de una niñez. Así como en cada humano vive el niño que fue, en cada deporte hay un juego escondido. Si ese juego desaparece, el deporte también deja de ser un deporte.
“Lo primero fue el juego”, podría habría dicho San Juan, el Evangelista.
1 de agosto 2021
Polis
https://polisfmires.blogspot.com/2021/08/fernando-mires-el-juego-y-el-de...