Hace más de cuatro décadas hube de trillar con las cuestiones de la integración regional –así, en 1974, participamos de la fundación en el IESA, con apoyo del BID y el Intal, del primer máster latinoamericano que suma a varias legiones de extranjeros y venezolanos– y nos era inevitable aceptar que su fuente intelectual, en el caso de las Américas, procedía de una visión estructuralista sobre las relaciones asimétricas entre los países centrales y periféricos.
Era la consecuencia explicable, más allá de las elaboraciones teóricas, de unas deficiencias genéticas que tienen como su punto de partida nuestros procesos de independencia y formación como repúblicas. El “gendarme necesario” reinterpreta o intenta darnos una historia “nueva” que oculta los 300 años trascurridos bajo la influencia cultural latina e hispana, forjando a propósito culpables ajenos.
Ya desde 1949, incluso antes de iniciarse la luminosa experiencia de la integración europea con los tratados de 1951 que impulsan Robert Schuman y Jean Monnet, la Cepal, encabezada por el célebre académico y economista Raúl Prébisch, habla de los desequilibrios e injusticias que afectan al llamado capitalismo periférico apalancándose sobre la idea de nuestro desarrollo hacia adentro: la industrialización mediante la sustitución de las importaciones y un régimen de protección moderada de las economías nacionales. En esa vía se enrumban los distintos gobiernos.
Agotado tal estadio, durante los años cincuenta e inicios de los sesenta Prébisch plantea como desaguadero la formación de un Mercado Común. Propone el derrumbe progresivo de las fronteras económicas y comerciales entre nuestros países –una zona de libre comercio– a la vez que su cuidado mediante un muro virtual compartido, la unión aduanera, que otra vez nos protegiese como en la colonia de los bucaneros.
Es larga y azarosa la historia que cubre el nacimiento y la muerte por reconversión de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (Alalc) creada con el Tratado de Montevideo (1960) y la de su complemento y corrección, alimentado por la misma tesis del complejo ante los grandes, el Pacto Andino o Acuerdo de Cartagena (1969). El ensayo centroamericano es el pionero, la Odeca de 1951.
Un dato que no puede omitirse hoy es que, a pesar de esos esfuerzos y sus resultados debatibles, el soporte que los acompaña es la voluntad de los Estados y sus gobiernos, antiguallas para la globalización; más allá de que estos le hayan dado paso a la noción de la supranacionalidad y al establecimiento de autoridades comunes que les distancian de la lógica de las soberanías que rige hasta después de la Segunda Gran Guerra del siglo XX.
Ahora declinan los sólidos de la Europa de la integración, un modelo que influye mucho y acaso contamina indebidamente al latinoamericano durante sus fases de avance, y puede pensarse –lo pregunta Moisés Naím– que una buena idea que todos consideran buena y loable pero que jamás se realiza es una mala idea.
No obstante, desde Guatemala, en un marco de excelencia académica y calidad en la experiencia que junta a empresarios e intelectuales con gobernantes y ex gobernantes durante la semana que recién finaliza, la Fundación Libertad y Desarrollo ha optado por marchar a contracorriente. Su conductor, Dionisio Gutiérrez, líder de experiencia transnacional y académico salmantino, plantea una vuelta a la integración económica como obligante y apropiada respuesta ante la disolución global de las certezas y la obvia incapacidad de los viejos Estados para asumir los desafíos que plantea el siglo XXI.
La cuestión no es baladí ni subalterna, menos en esta témpora mejor ganada para la experiencia de lo instantáneo y la inmediatez.
Si se admite que las solideces políticas y culturales ceden y se desmoronan y desparraman ante nuestros ojos como líquidos, las poblaciones ahora huérfanas de patria de bandera – así se sienten y copio para ello el giro de don Miguel de Unamuno–, la solución es encontrar otro hilo de Ariadna. Cabe armonizar las diferencias y exclusiones recíprocas que a todos anegan. No son un soliloquio, son máxima de la experiencia la miríada de nichos sociales o cavernas neoplatónicas que siguen a la evidente pérdida de las texturas políticas y sociales nacionales, presionadas por la supervivencia o las expectativas de bienestar.
Es aquí en donde la integración de los problemas centrales que a todos aquejan y de las soluciones comunes que a todos beneficien puede volverse una idea-fuerza innovadora –ya no estamos en los tiempos de Prébisch, hechos de espacios y de tiempos– y que mal puede encerrarse en los conventos de este neo Medioevo en curso.
Si lo dominante es la dispersión y la indignación, la “libanización” entre hombres y mujeres millonarios en informaciones y billonarios en deseos –se lo escuchamos decir a Mauricio Macri, en lúcida exposición– y que abandonan sus lares nativos para refocilarse en las indiferencias hacia los otros y las huidas, lo veraz es que todos a una tienen necesidades básicas igualmente inmediatas: transportarse, alimentarse, educarse, reposarse, sin mengua de los nomadismos y narcisismos propios al ecosistema digital.
Solo cabe resolver, pues, a través de un esfuerzo común, el de la integración de los servicios sin rostro y de sus usuarios, que es cosa muy distinta a la integración de las vanidades políticas y sus instituciones de museo, sin importancia para estos.