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Asdrúbal Aguiar

Mirando hacia atrás, para corregir el rumbo

Asdrúbal Aguiar

En mis libros El problema de Venezuela (2016) y De la pequeña Venecia a la disolución de las certezas (2020) avanzo en la descripción crítica del largo y muy doloroso proceso de desmantelamiento de la nación y la república a partir de 1999. Acaso para completar mi Historia inconstitucional de Venezuela (2012), en la que identifico los 174 atentados sustantivos que sufre el texto constitucional sustitutivo de la celebérrima Constitución democrática de 1961, amplío el espectro hasta el presente. Lo hago a partir del golpe de Estado terminal que ejecutan Nicolás Maduro y Diosdado Cabello a raíz del fallecimiento de Hugo Chávez Frías en 2012, hasta el cierre simbólico que ocurre, pasados treinta años, de esa etapa de ruptura de paradigmas globales que ocurre a partir de 1989 y enlaza con el inicio de la pandemia. Esa ampliación consta en el prólogo que escribo para la obra reciente de Allan R. Brewer Carías The Colapse of The Role of Law in Venezuela and The Struggle for Democracy (2020) y lleva como título “The Constitutional Dismantling of the Venezuelan Nation and State”: El desmantelamiento constitucional de la nación y el Estado venezolano 1999-2020.

Afirmar la cabal desaparición de la nación y el Estado venezolanos es máxima de la experiencia, no algo metafórico. La primera resulta de la dispersión de un pueblo que alcanza su unidad histórica y cultural alrededor del Estado y sus cuarteles, antes de que fragüe la idea de la ciudadanía en los intersticios de civilidad que se nos vuelven excepciones. Pero, en uno u otro caso, tales identidades desplazan las raíces culturales originarias y plurales que sostienen desde antes la diversidad fundacional que somos y alcanza su primera madurez hacia la emancipación. Éramos hijos de la civilización judeocristiana y grecolatina.

De la república, nada que agregar a lo que es palmario. No existen hoy poderes constituidos o espacios públicos reales, salvo en las cárceles o en el exilio. Lo prueba la fragmentación de los órganos previstos en la Constitución: dos jefes de Estado, una constituyente, dos asambleas, tres tribunales supremos: uno en Caracas y dos en el exilio, dos cabezas del Ministerio Publico, unas franquicias partidarias dispersas y también divididas e incapaces de interpretar –es una observación– el inédito fenómeno social señalado; desapareciendo otra vez y a la par, como el siglo XIX, el monopolio militar de las armas que justifica nuestro ingreso tardío al siglo XX.

¿Por qué fue imposible que, sin solución de continuidad, la experiencia democrática y civil que conoce Venezuela a partir de 1958 se prorrogase hasta el presente siglo que ya cubre dos décadas? Bastaban y por lo visto no bastaron algunos pocos datos para confirmar la existencia de una nación que alcanzó su modernidad plena durante medio siglo.

Si el propósito es imaginar el bosque sin tropezarnos con los árboles cabe dejar atrás las simplificaciones; esas que siguen a la orden y en la práctica. Tanto que, tras dos décadas de empeño en sostener la senda decreciente de libertades ante la barbarie que avanza, el propósito revulsivo se nos ha vuelto frustración.

Si la cuestión es la ruptura de la modernidad económica ocurrida a inicios de los noventa, bastaría sacar del poder o derrocar a Maduro e implementar un conjunto de políticas públicas adecuadas, distintas de las actuantes por retrógradas. Y, si en contrapartida, lo pertinente es restablecer las políticas populistas de solidaridad abandonadas, como algunos lo predican, sería suficiente una gerencia pública competente y nada más. Pero la cuestión es de un mayor calado.

La desintegración de lo nacional y su transformación en una red de nichos humanos atados a vínculos fundamentalistas a partir de los años noventa hace que las formas de relación entre la denominada sociedad civil y la política, a través de los partidos, se hayan agotado; sea por explicarse estos en el mismo Estado, por hacerse diafragmáticos, ora por incapaces para darle tejido a una democracia de rompecabezas. Se trata de un fenómeno que no es propio de Venezuela. Se extiende por todos los países americanos y en la Europa occidental. Italia inaugura el deconstructivismo político, dando lugar al hundimiento de los partidos históricos, el socialista y el demócrata cristiano, como ocurre en Colombia con los partidos liberal y conservador y en Venezuela con sus partidos AD y Copei.

En el caso nuestro, la desconcentración del poder político en beneficio de las regiones y ciudades con la elección directa de gobernadores y alcaldes permitió una oxigenación coyuntural y tardía dentro de un aparato institucional en declive, ya inadecuado al cosmos emergente. Mal podían los partidos hacerse intérpretes inmediatos de realidades que les resultaban incomprensibles. Siguieron siendo presas de sus dinámicas electoralistas y clientelares. Y al haberse operado una expansión del espíritu crítico por obra misma de la modernización y expansión educativas alcanzadas hasta 1998, en el caso nuestro resultaba inaceptable el sostenimiento de la visión tutelar militar clásica y la partidaria que se construyen, ambas bajo inspiración bolivariana, a lo largo del pasado siglo. Dicho en términos coloquiales, los partidos no podían estar a la altura de la obra de desarrollo integral que propulsaron.

En suma, agotada la nación y la república, para el tiempo posterior y si la mirada de los venezolanos se quiere dirigir hacia un horizonte de libertad, el desafío reside, exactamente, en saber descubrir o construir un hilo de Ariadna que a todos nos sirva de mínimo común capaz para sostener vínculos básicos entre las retículas sociales y de vocación excluyente, nutridas de desconfianza, que se expanden como identidades caseras, de raza o de género, entre tantas. Para ello urge proveer transacciones sobre las exclusiones razonables que estas denuncian y para que puedan ser satisfechas bajo instituciones probablemente nuevas y capaces de situarse en ese espacio vacío que ahora media entre el ecosistema tribal de los internautas y el sentido globalizador de la humanidad.

correoaustral@gmail.com

Las contramedidas de EE UU

Asdrúbal Aguiar

Las medidas de retorsión o contramedidas –según el derecho internacional– adoptadas por la Casa Blanca contra la empresa criminal transnacional que mantiene bajo secuestro a Venezuela y destruye sus fundamentos como Estado, lleva a algunos políticos de medianía, más que a los afectados, a reaccionar con indignación. ¡Algo muy extraño!

Cada uno es libre de tener sus afectos o desafectos con el mundo exterior, que en el caso de las naciones iberoamericanas es lo propio frente a Estados Unidos –no ocurre con las de origen lusitano, como Brasil– por razones intestinas, que nos vienen desde las guerras fratricidas por la Independencia.

Con aquel opera una suerte de doble rasero intelectual –lo constato en el mismo epistolario de Simón Bolívar, quien afirma que plaga a América de “miseria en nombre de la libertad” y a la vez recomienda hablar ante los Parlamentos copiando los discursos del “presidente de Estados Unidos”– lo que bien me resume un antiguo colega de la Corte Interamericana: Ustedes mueren y no van al cielo sino a Miami.

Lo cierto es que quienes más se rasgan las vestiduras para endosar otro traje como antiimperialistas de circunstancia o fingir vergüenza de admirar a esa gran nación del norte son los que sufren si el “imperio” les reduce sus privilegios e impide disfrutar de sus mieles.

Corren los años setenta del pasado siglo cuando, al concluir un conversatorio sobre Puerto Rico en la Universidad de Pittsburg, dos dirigentes fundacionales comunistas venezolanos participantes me piden llevarlos a conocer Nueva York, antes de regresar a Caracas. No olvido sus caras, creían estar en la presencia del Dios humanado.

Al caso y en nuestro caso, la mala memoria o la ingratitud –ambas herencias europea y española– omite hechos desdorosos de nuestro recorrido y el auxilio norteamericano siempre presente para sacarnos las castañas del fuego, sin que a cambio nos invadan.

Nos tiende la mano ante un Cipriano Castro que no honra sus deudas con las potencias del Viejo Mundo por daños causados a sus nacionales durante nuestras revoluciones, por lo que media para ponerle fin al bloqueo armado europeo de nuestros puertos; o al Inglaterra intentar quitarnos nuestro costado oriental hasta más allá de las bocas del Orinoco, coludida con los rusos.

El memorándum póstumo de Severo Mallet Prevost, nuestro abogado gringo –“albino” le llamaría Bolívar–, es el que remienda, en efecto, la última situación, que permite al gobierno de Rómulo Betancourt denunciar la corrupción habida durante el dictado del Laudo de París de 1897 y al gobierno de Raúl Leoni firmar el Acuerdo de Ginebra, abriéndonos espacios para la reclamación del Esequibo a partir de 1966; logro que tiran por la borda los felones de Hugo Chávez y Nicolás Maduro.

Rafael Caldera luego denuncia el Tratado de Reciprocidad Comercial con los Estados Unidos –que lo viola este para restringir sus importaciones petroleras– sin que nos agreda el Departamento de Estado; sabiendo, incluso, que perdían los beneficios de nuestra expansión comercial hacia Latinoamérica y el mundo andino.

Las contramedidas recién impuestas contra el usurpador Maduro y sus cómplices políticos y económicos –para impedirles vender, transar y robarse los bienes y dineros que hacen parte del patrimonio nacional de Venezuela– las protesta, con inenarrable cinismo, Europa. También Michelle Bachelet, la alta comisionada de la ONU, que ayer se escandaliza por los crímenes del primero. Olvidan que en su momento los europeos las adoptan contra Polonia (1980), suspendiéndole la ayuda alimentaria; también contra la Argentina (1982); así como Francia lo hace contra Suráfrica por el apartheid, en 1985.

Estados Unidos suspende sus ayudas públicas a los Estados que expropian bienes de americanos sin indemnización, durante los años sesenta, o que no respeten los derechos humanos, como lo decide Jimmy Carter entre 1977 y 1980; pues la retorsión es una medida nacional y territorial unilateral y legítima, según el derecho internacional. La ejecuta todo Estado afectado como respuesta apropiada, provisional, y proporcional ante el comportamiento internacionalmente ilícito de otro Estado –en el caso el comportamiento criminal de lesa humanidad, más que ilícito, del régimen usurpador de Maduro– a fin de hacerlo respetar y acatar las reglas que impone el mismo derecho internacional, y para que repare los daños causados.

Los límites que impone la doctrina jurídica internacional son precisos. Se cumplen esta vez. No pueden significar uso de la fuerza, o vulnerar derechos humanos y principios humanitarios.

Las contramedidas que comentamos tienen como propósito, justamente, ponerle coto al robo de los dineros públicos venezolanos y a las violaciones sistemáticas y generalizadas de derechos humanos que ejecutan el mismo Maduro y los suyos. Tampoco pueden –como lo dice el Instituto de Derecho Internacional– destruir la economía del país afectado, o poner en peligro su integridad territorial o independencia política.

Es palmario, es máxima de la experiencia silenciada a propósito por los europeos y la Bachelet, que la economía de Venezuela ha sido destruida de raíz por el régimen sancionado; que ha enajenado, además, la soberanía territorial e independencia política, entregándosela, para su canibalización, a grupos narcoguerrilleros y organizaciones criminales, a rusos, chinos y cubanos, y sometiendo sus decisiones al escrutinio previo de los gobernantes de La Habana. Extrañan, pues, tales protestas.

asdrubalaguiar@yahoo.es

Cuenta regresiva

Asdrúbal Aguiar

Venezuela se aproxima, aceleradamente, hacia otro parteaguas histórico, distinto de los que ha conocido casi siempre pasada una generación y desde su aurora republicana.

Esta vez trata que su lucha agonal – con costos de vidas, heridos y encarcelados – le permita renacer como nación, como sociedad con textura y más allá de sus partes, comprometida con prácticas políticas ajustadas a la moral, a las leyes universales de la decencia, desaparecidas a lo largo de los últimos 17 años; pero arrebatadas tales leyes y sus frenos desde el instante mismo en que una logia narco-terrorista se apropia del andamiaje del Estado. Impedir la prórroga de ésta y que se frustre la empresa de libertad que guían jóvenes y hasta niños con admiración de sus mayores – la he llamado “revolución de los pantalones cortos” – es un deber inaplazable.

Toda duda, toda omisión, toda falsa discreción o prudencia, incluida la de gobiernos extranjeros que se neutralizan alegando no querer darle aliento a una “guerra civil” en ciernes e imaginaria, pues es, antes bien, represión abierta y criminal – casi genocida – por parte de militares y paramilitares contra ciudadanos quienes protestan en paz al régimen de Nicolás Maduro, expresa complicidad con éste, responsabilidad compartida por los crímenes que a diario se le suman.

No exagero. El milagro de la tecnología digital hoy impide la censura, el ocultamiento dictatorial y la desfiguración de realidades crudas como las señaladas. Nadie puede decirse ajeno o ignorante. Quien no reacciona con indignación ante el oprobio es socio y cooperador activo o pasivo con la vesania que se fragua desde los laboratorios del Palacio de Miraflores y sus ministerios de defensa y del interior; éste último, bajo la dirección de una suerte de Pablo Escobar acusado de ser la cabeza de uno de los cárteles de la droga que ha secuestrado al país.

Los disparos, las torturas, las patadas de guardias nacionales y colectivos criminales organizados por el propio Maduro para sostenerse en pie por sobre el dolor de un pueblo inerme pero corajudo, son verdades palmarias que aceleran los latidos de todas las opiniones públicas en el mundo.

Cada día son más quienes se deslindan del régimen, con valentía que cabe admirar en la hora, pues es más fácil el alineamiento de quienes a él se oponen como víctimas sufrientes que el de otros, como la Fiscal General de la República, que han convivido con la dictadura y mezclado con sus tuétanos, y ahora la abandonan vomitando intoxicados ante los propios y escamados frente a los ajenos.

La responsabilidad de quienes tienen en sus manos las riendas para administrar y ordenar las protestas – es el caso de la Asamblea Nacional, depositaria de la única legitimidad democrática que resta en medio de la total desarticulación del país – y, sobre todo, de darles su propósito final, es más exigentes que nunca. Se requieren acciones concretas, decisiones incluso simbólicas que anuden al conjunto en su rechazo a lo insostenible, a la presencia de Maduro y su mafia criminal en el poder de facto que a todos intenta dominar. Y ello impone un diálogo, pero no con el crimen, jamás con los criminales, sino con ese resto de actores propios y ajenos, sean nacionales o internacionales, quienes desde sus distintas y no pocas veces antagónicas o diferentes posturas puedan darle una pronta salida al mal absoluto que lucha por sobreponerse de forma definitiva, para salvar sus pellejos incluso sobre un río de sangre inocente que va inundando el suelo de la patria doliente.

La Conferencia Episcopal Venezolana y su presidente, monseñor Diego Padrón, han sido contestes al respecto. Si de conversar se trata bien, pero sólo para que se le devuelva al pueblo el ejercicio cabal de su soberanía, se respeten las competencias de la Asamblea, se liberen a los presos políticos, y la ayuda humanitaria restañe las heridas vitales que causan la hambruna y la falta colectiva de medicinas.

El hemisferio y el mundo, a través de sus organismos más calificados – la OEA y la ONU, y la OEA en primer término como lo ha dicho la ONU – ya marca rumbos, pero ellos son, al fin y al cabo, el público o audiencia que ha de estar presente en el teatro de nuestra reconstrucción democrática. Es a los actores, a los venezolanos, con sus narrativas oportunas y ordenadas, como dueños de la trama y su desenlace, a quienes corresponde salir a la escena y llevarla hasta su clímax antes de que cierre con el éxito que todos esperamos. Vivimos un drama. Hemos de evitar que derive en tragedia.

Apenas falta que los ejecutores materiales de la violencia, los soldados, bajen sus armas y adquieran conciencia de que son igual carne de cañón por obra de un gobierno criminal y los generales que los mandan; para que se sumen – como ocurriera en la Alemania comunista – a quienes se esfuerzan en derrumbar los muros de la vergüenza, las paredes que a todos nos han separado siendo hermanos.

Las horas cuentan, las horas pasan.

correoaustral@gmail.com

http://www.analitica.com/opinion/cuenta-regresiva-4/

La OEA no es un club de la narco-política

Asdrúbal Aguiar

Si pudiese argumentarse sobre el porqué del fracaso de la resurrección marxista a manos de la satrapía cubana en Hispanoamérica – que golpea otra vez con la misma piedra – de nada servirán las explicaciones hijas de la experiencia u obra de la racionalidad empírica o teórica; como las que nutren a la literatura política en vísperas y después del derrumbe de la Cortina de Hierro. Esta vez aquella se entierra bajo el excremento de la corrupción, el peculado, el narcotráfico, los crímenes de terrorismo y lesa humanidad en sus modalidades sistemáticas de secuestro, asesinatos, torturas, represiones, diluidas tras la profanación del nombre Bolívar.

¡Y es que, al paso y por lo visto, la claque de filibusteros que se posa sobre Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, en la Argentina de ayer y el Brasil que desnuda Lava Jato, lo hace para capturar sus gobiernos y disponerlos como maquinarias al servicio del delito! No les basta a aquéllos el robo de los dineros públicos ni la expoliación de los bienes privados, sino que, al término, descubren, como antes lo hicieran los hermanos Castro, las ganancias jugosas y siderales del tráfico y comercio de las drogas.

Hace casi 28 años, ante el ruido pionero que ello hace internacionalmente, Fidel ordena el fusilamiento de la camarilla de sus socios: el general y “héroe de la república” Arnaldo Ochoa junto a otros 19 generales inculpados de narcotráfico, en la llamada Causa 1, para limpiarse aquél su rostro con la sangre de sus subalternos y ponerle distancia a la cuestión.

Desde entonces, sin embargo, en el mismo 1989 el mismo cocina su vuelta al ruedo como cabeza de la mafia narco-política y prepara como territorio para sus operaciones a Venezuela. No por azar, al encumbrarse Hugo Chávez – su segundo Ochoa – en el poder, le encomienda arreglarse con la vecina guerrilla colombiana. Se forja, así, un “modus vivendi” que a todos les deja dividendos en la empresa de muerte que los ata, purificada para lo sucesivo bajo una nueva e inédita modalidad: Se delinque con los votos de la democracia; se incrementan los socios en los gobiernos para ganar sus silencios; y, al cabo, se controla a los jueces para que, con sus sentencias, legalicen las violaciones de la legalidad requeridas para la prosperidad de la empresa de narcóticos cuya holding y mesa de diálogos reside en La Habana, ahora la Ginebra del Caribe.

Tengo a mano el papel que recoge las instrucciones del fallecido Comandante Eterno, quien a partir de 1999 ordena a los suyos suministrarle a las FARC “medicamentos especiales”, venderle “petróleo”, registrar sus “empresas en el área bancaria” con el nombre de Banco de los Pobres, apoyarlos con “asilo y tránsito”, garantizarles sus contactos con el “Alto Mando”, y obligándose ella, eso sí, a “no entrenar militantes venezolanos sin consentimiento del gobierno” ni realizar “en territorio venezolano” actividades ilícitas.

El saldo de esa mudanza atrabiliaria de Venezuela en un patio de criminales explica nuestra quiebra actual como nación anegada por la violencia. Que sus poderes inhabiliten a la disidente Asamblea Nacional que los observa y es disidente, era de esperarse. Revela el travestismo oficial por qué urge Chávez de la OEA, bajo el secretariado de Insulza y el concurso de muchos gobiernos cómplices, la aplicación de la Carta Democrática en el caso de la Honduras de Zelaya. Urgía salvarlo, salvando junto a él un territorio privilegiado para el negocio y tránsito obligado hacia el norte del continente. Indica lo que es vergüenza para quienes somos parte de la Venezuela decente, a saber, la colusión de los altos cargos para sostener el ferrocarril de la cocaína y demás basuras conexas, pues eso vale si se trata con ello de intoxicar al Imperio.

He allí la razón o sin razón de los costos que como víctimas ahora pagan, con luto y heridas, las muchedumbres que han decidido abandonar sus casas y no regresar a ellas hasta que renuncie la satrapía que mancha el honor patrio. He allí porqué ésta no tiene como pagar su precio de salida, que no sea inmolándose o tomando pasaje hacia las penitenciarías más cercanas.

¡Que el narcotráfico instalado en el gobierno de Venezuela anuncie su retiro de la OEA, su separación del club de los demócratas que conduce un hombre esclavo de los principios, Luis Almagro, es una nimiedad, causa hilaridad! Lo que no la causa es que aún queden gobernantes dentro de esta que se declaren neutrales al respecto, o todavía apoyen al dictador Nicolás Maduro, procónsul del Castro que sobrevive y de su cartel socialista del siglo XXI

correoaustral@gmail.com

El muro de la vergüenza en Venezuela

Asdrúbal Aguiar

Hartado el pueblo venezolano de la podredumbre que le significa el narco-régimen de Nicolás Maduro, sin regreso mientras permanezca en el poder y sin beneficio – como lo sugiere la ONU – de diálogo: que no sea para organizar una despedida con menos violencia, ha fijado dos símbolos que dicen mucho y a profundidad. Los recordará nuestra historia, una vez como se escriba sobre este agonal momento que tiene como hito la efeméride reciente del 19 de abril de 1810.

Primero, los jóvenes – en mega marcha que supera al millón de almas – se sumergen en el Río Guaire y sus aguas servidas. Escapan de sus represores y a las balas de los paramilitares – “colectivos armados” – que los apoyan. En ellas prefieren bañarse pues la fetidez es menor que la excretada por los represores. Luego, levantan aquellos para su memoria y la de las generaciones por venir el Muro de la Vergüenza. En el fijan las fotos de quienes, comenzando con Maduro, atrincherados en el poder para la ejecución de verdaderos crímenes de lesa humanidad, señalan como sus responsables. No le arredran las amenazas de 2015 y 2017: “Prepárense para un tiempo de masacre y muerte si fracasa la revolución”, “hay que garantizar un fusil … para cada miliciano”.

En la represión intencional, generalizada y sistemática del pueblo por la narco-dictadura no media un propósito ideológico: el Socialismo del siglo XXI, que tampoco la justifica. No reprime ésta para salvar al país de algún peligro mayor que tampoco la explicaría o acaso, a la manera del nazismo – tocado por una dislocación mesiánica – porque fuese necesaria para el bienestar nacional. Delinquen Maduro y los suyos, antes bien, para lo más vil y profano.

Realizan asesinatos, practican secuestros, torturan a sus presos, hacer morir de mengua a la gente, todos a uno como sicarios del narcotráfico y el terrorismo que, todos a uno, comparten como única razón de sus presencias en la política. Y al país que no le es funcional lo declaran civilmente muerto, siendo la mayoría.

Se trata, cabe decirlo sin ambages, de una réplica al calco de la serie sobre Pablo Escobar – El Patrón del mal – que esta vez tiene a otros actores de reparto: A Maduro y sus familiares, en espera de ser condenados por tráfico de drogas; a Tareck El Aissami y el general Reverol como el teniente Cabello, ejes visibles del negocio de la muerte y perseguidos por la DEA; el comisario Bernal y el señalado Cabello, regidores del narco-paramilitarismo popular; los magistrados Maikel Moreno y Gladys Gutiérrez como la inefable juez Susana Barreiros, purificadores de los crímenes de Estado; el Defensor del Pueblo Tareck William Saab y quienes le anteceden, German Mundaraín y Gabriela Ramírez, sordos ante los asesinatos y heridos que manchan, antier, a Hugo Chávez e Isaías Rodríguez durante la Masacre de Miraflores, ayer al general Rodríguez Torres por la Masacre del Día de la Juventud y, esta vez, a todos los señalados por la represión en curso.

No exagero. La línea roja ha sido traspasada por los que están y los que faltan en el Muro de la Vergüenza.

En buena hora y como una campanada que ha de impedir errores en el camino hacia el desenlace, la Asamblea Legislativa de El Salvador, país donde gobierna el Frente Farabundo Martí, ha ordenado a sus directivos adherir a la denuncia que contra la mafia criminal de represores y de militares que oprimen a la población venezolana y violan sus derechos a la vida, a la libertad e integridad personal, ha sido presentada ante la Corte Penal Internacional, registrada con las siglas OTP-CR-201/16 y suscrita por CASLA.

Antes, a propósito del 11 de abril de 2002, con sus 20 muertos y 100 heridos a cuestas, y de febrero de 2014, con sus 41 muertos por protestar y sus centenares de heridos como miles de encarcelados que ahora se repiten, similares denuncias se consignan ante La Haya. La penúltima ha sido suscrita por una pléyade de parlamentarios latinoamericanos.

Son acciones que intiman y comprometen a los demócratas venezolanos, pues si no hay verdad mal puede alcanzarse la reconciliación; si toma espacio la impunidad huye la Justicia y no restañarán las heridas causadas por la narco-dictadura; y sin memoria – como la del Muro de la Vergüenza – los atentados a la dignidad humana volverán a repetirse, una vez calmadas las aguas.

La disyuntiva de la comunidad internacional, incluido el Estado Vaticano e incluidos nuestros propios liderazgos, es elemental. En Venezuela no media una crisis política e institucional por obra de narrativas distintas acerca de una vida democrática deficiente, menos una polaridad entre banderías irreconciliables, sino el secuestro de toda una nación y su Estado por los cárteles de la droga y otros agentes del narco-terrorismo y el fundamentalismo islámico; a menos que prefieran hacerse cómplices por omisión y tolerar los crímenes de éstos, que claman al cielo.

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El poder inmoral

Asdrúbal Aguiar

Era predecible, según el catecismo de amoralidades diseñado por Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, Tarek El Aissami y hasta el juez supremo Maikel Moreno, entre otros tantos, el desconocimiento por éstos de la nueva Asamblea Nacional. Y es que les disgrega el “todo” revolucionario, de estirpe bolivariana. Se empeña en reconstituir ésta una moral pública distinta de la forjada en el curso de los últimos 17 años. La más vieja y anterior, con sus falencias, al menos censura a mandatarios, castiga a ministros, expone a la miríada de funcionarios corruptos y sus cómplices ala reprobación social.

La visión “ética” de quienes integran el actual Poder Moral venezolano, a saber, el Contralor de la República, la fiscal general, y el defensor de pueblo, muestra, por ende, signos que perturban, visto el saldo de sus ejecutorias.

Me refiero, justamente, a lo que con coraje describe el Secretario de la OEA, Luis Almagro, en su Informe de actualización sobre el gobierno de Nicolás Maduro y que el Poder Moral acalla: “La implicación en actividades de narcotráfico llega a los niveles más altos del gobierno venezolano, así como al círculo familiar del presidente.”

Si se trata del contralor Manuel Galindo Ballesteros, compadre de Maduro, su empleado antes, como lo fuera de la primera combatiente y consorte de éste, Cilia Flores, y encargado a la sazón de vigilar el comportamiento y virtudes de su mismo compadre, se ocupa de perseguir a quienes desafían a la narco-aristocracia que éste comanda. Henrique Capriles, es su más reciente víctima.

Transparencia ha acusado a Galindo de la práctica de nepotismo, que despliega a profundidad y sin miramientos, pues la califica de “nepotismo positivo” al ser sus familiares, según él, competentes y eficaces a la hora de no vigilar la falta de probidad pública de su compadre.

En el caso de la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, recién abona en su beneficio el coraje – puesto en duda por la opinión – de declarar como ruptura del orden constitucional y democrático el golpe de Estado ejecutado desde un Tribunal Supremo que dirige el ex convicto juez Moreno. Parece ser, se dice, que no acompaña a sus pares del Poder Moral en la decisión de no aceptar sean removidos por la Asamblea los jueces venales quienes participan de la felonía. No obstante, la duda sobre aquélla no se despeja, pero podrá despejarse, si asume la iniciativa penal que sólo ella tiene, para que éstos sean castigados con una pena que oscila entre 12 y 24 años de prisión. Ya se verá.

Lo de Tarek William Saab, defensor del pueblo, es de otra catadura y clama a los cielos. Se dice poeta y defensor de derechos, desde cuando me visita en mi Despacho como gobernador de Caracas, en 1994, sirviéndole al Alcalde Aristóbulo Istúriz, mi vecino de plaza.

Le dije el manido 11 de abril que lamentaba el desprecio que sufriera por sus vecinos amotinados, pues junto a él estaban sus hijos, pequeños, padeciendo sin ser responsables, sin comprender lo que ocurría. Le insistí, días después, que mirase más allá de los árboles patentes. Que en beneficio de sus hijos y también de los míos, se preguntase sobre el porqué de la severa censura social que recibiera y con rabia contenida. No me hizo caso.

De defensor del pueblo Tarek se ha hecho su represor. Algo insólito. Así lo registrará la historia, para su vergüenza. La violencia de los cuerpos armados y paraestatales contra quienes marchaban hasta su oficina para demandarle, como cabeza del Poder Moral, castigo para los jueces al servicio de un Estado transformado en asociación de criminales, quedará para la memoria de la infamia.

Habrá de escribir Tarek poemas fúnebres. Acaso llorar en silencio pasada la tormenta que sufre Venezuela, mientras, desde la distancia, le observarán entonces sus hijos, y mis hijos, y los hijos de nuestros hijos a lo largo de las siguientes generaciones, sin comprender el porqué de la hora de inmoralidades e impunidades que anegara a la república.

La figura o institución del poder moral, de origen bolivariano entre nosotros, tiene raíces en la llamada “costumbre de los ancestros” romanos (mores maiorum), preservada por los Censores. Es célebre el edicto de éstos que guarda Suetonio para la posteridad: "Todo lo nuevo que es realizado de manera contraria al uso y costumbres de nuestros antepasados no parece estar bien".

Bolívar, artesano de un Poder Moral que replica casi 200 años después el causante, Chávez, lo imagina distinto, centralista y totalitario; busca la forja de una ética social sin historia, que permita la fusión y amalgama del pueblo con su Estado en igual forja.

Cree que todo ciudadano debe amar a sus magistrados – léase a Nicolás Maduro y sus compinches – y a la patria, que no sería hoy otra distinta de la bolivariana: “Todas nuestras facultades morales no serán bastantes, si no fundimos la masa del pueblo en un todo; la composición del gobierno en un todo; la legislación en un todo; y el espíritu nacional en un todo”.

Es llegada, pues, la hora de enmendar el camino. Por falta de referentes moralizadores inmediatos, la trinchera de lucha ha pasado a manos de nuestros hijos y de los nietos, los estudiantes. Son ellos la esperanza segura.

correoaustral@gmail.com

La OEA, entre el cinismo y la decencia

Asdrúbal Aguiar

Desde la adopción de la Carta Democrática Interamericana hasta el momento en que el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, presenta su informe actualizado sobre la ruptura del orden democrático y constitucional de Venezuela, el Sistema Interamericano no ha vivido un momento tan dilemático como el actual. Está sobre un parte aguas, en una hora en la que debe avanzar hacia el porvenir de manos – para no exagerar con los estándares de la democracia – de las reglas más elementales de la decencia o volver atrás, hasta las líneas en la que el cinismo y la mordacidad se hacen característicos de los gobiernos de sus Estados miembros.

Pienso, a propósito, en la época en la que, orillando la dignidad humana de los pueblos que oprimen las dictaduras militares sentadas y dominantes en su seno, afirma, desde Caracas, en 1954, que el ejercicio “efectivo” y cabal de la democracia reclama, entre otras medidas de relieve “los sistemas de protección de los derechos y las libertades del ser humano mediante la acción internacional o colectiva”.

Samuel Huntington, politólogo norteamericano fallecido, describe bien las olas democratizadoras que ha vivido el mundo: una con las revoluciones francesa y americana; otra como hija de las enseñanzas de la Segunda Gran Guerra; y la que ocurre, finalmente, con la globalización, que da cuenta de los procesos democratizadores de Europa oriental. Mas antes de hablarnos de su tercera ola, hacia mediados de los años ’70, al alimón con Crozier y Watanuki, Huntington da cuenta de la crisis de la democracia por la ingobernabilidad que provocan la incapacidad sobrevenida de los Estados y sus instituciones ante las demandas exponenciales de una ciudadanía en avance social autónomo, al punto de sugerir la reinvención de aquéllos y de ésta. Como es obvio, dentro de procesos de final abierto y sirvientes del Mito de Sísifo.

Pero cabe decir que para los parteros de la democracia civil contemporánea en las Américas, a diferencia de Huntington – para quien ésta se reduce a la vigencia de métodos electorales – una cosa es el origen de la democracia y otra sus condiciones obligantes de ejercicio real; para que no se presenten equívocos o confusiones entre quienes, con fuerza de carboneros, luchan por la forja de democracias verdaderas y socialmente sensibles.

Es verdad, incluso así, que en 1948, Rómulo Betancourt, asistente a la Conferencia de Bogotá, afirma que los “regímenes que no respeten los derechos humanos, que conculquen las libertades de sus ciudadanos y los tiranicen con respaldo de policías políticas totalitarias, deben ser sometidos a riguroso cordón sanitario y erradicados mediante acción pacífica colectiva de la comunidad jurídica interamericana”. Hoy, la tesis de la exclusión ha cedido, pero no los principios de la democracia y menos la tolerancia hacia sus enemigos.

Como consta en la Carta Democrática de 2001, los miembros de la OEA deben dar asistencia “para el fortalecimiento y preservación de la institucionalidad democrática”, “adoptar decisiones dirigidas a la preservación de la institucionalidad democrática y su fortalecimiento”, “promover la normalización de la institucionalidad democrática”. Empero, ante “una ruptura o una alteración que afecte gravemente el orden democrático”, no pueden admitir que el gobierno responsable siga ejerciendo, sin más y con desprecio por sus pares, los derechos que le confiere su membrecía dentro del club de las democracias. Así de sencillo.

De modo que se trata de una suspensión – no es una expulsión – y ha lugar cuando las gestiones para que cese la ruptura se hacen infructuosas y se mantiene hasta tanto la democracia alcance su restablecimiento.

La Carta, cabe recordarlo, no es causahabiente de un delirio de los gobiernos que la adoptan al apenas iniciarse el siglo XXI y sobre supuestos devaneos neoliberales, como lo arguyen sus enemigos socialistas de nuevo cuño. Ella se mira, como antecedente inmediato, en la experiencia peruana de Alberto Fujimori, precursor de las neo-dictaduras que luego practican Hugo Chávez, Rafael Correa, Evo Morales, Daniel Ortega, y ahora Nicolás Maduro. Llegan al poder mediante los votos, para luego vaciar de contenido a la democracia. Y es ese, justamente, el mal contra el que intenta vacunarse el Sistema Interamericano, puesto a prueba con la cuestión de Venezuela, donde al paso hasta las elecciones se han acabado.

En 1959 nuestros gobiernos democráticos forjan un catecismo que la Carta Democrática asume como una suerte de relectura. Desde Santiago de Chile, reunida la OEA, precisan, justamente, que la democracia, para ser tal y no su caricatura, exige: “Imperio de la ley, separación de poderes públicos, y control jurisdiccional de la legalidad de los actos de gobierno; gobiernos surgidos de elecciones libres; proscripción de la perpetuación en el poder o de su ejercicio sin plazo; régimen de libertad individual y de justicia social fundado en el respeto a los derechos humanos; protección judicial efectiva de los derechos humanos; prohibición de la proscripción política sistemática; libertad de prensa, radio y televisión, y de información y expresión; desarrollo económico y condiciones justas y humanas de vida para el pueblo”.

Todas las exigencias de la democracia enumeradas y como lo confirma Luis Almagro con su memorable informe de actualización, han sido pisoteadas bajo un gobierno procaz – el de Maduro – que no es siquiera capaz de disimular. El general Marcos Pérez Jiménez, con vistas a la reunión de la X Conferencia Interamericana y para quedar bien, como anfitrión, al menos puso en libertad a los presos políticos.

Asdrúbal Aguiar / correoaustral@gmail / cesarmiguelrondon.com

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La dictadura en su desnudez y el desafío de la unidad

Asdrúbal Aguiar

Vistos los años transcurridos desde la entronización hasta el despido de Hugo Chávez –ahora hecho estatua de bronce frío, símbolo de la opresión venezolana y que ha de durar mientras esta dura, mordaz testimonio en el sitio que humilla y hace correr a su heredero al golpe de las ollas vacías por la hambruna, isla de Margarita– se observa, claramente, que muerto aquel también muere su habilidosa ficción democrática. Se derrumba su régimen de la mentira, el socialismo del siglo XXI.

Beneficiario de la manipulación posdemocrática –a saber, su afirmación como líder mediante el uso exponencial de la tecnología mediática y su propaganda instantánea– explota su tiempo dionisíaco apalancado sobre una manida legitimidad electoral. No hay elección que pierda. El argumento mayoritario le basta para encubrir violaciones sistemáticas de derechos humanos y alteraciones graves del orden constitucional que provoca sin miramientos, con la complicidad de gobernantes extranjeros envidiosos con el inédito espectáculo.

Lo cierto y veraz es que ni Chávez ni Nicolás Maduro, su causahabiente, menos los “montesinos” de aquel y de este, llámense Cabellos, llámense Rodríguez, creen en las elecciones.

Al apenas salir de la cárcel el primero demoniza a su conmilitón golpista, Francisco Arias Cárdenas, por someterse al escrutinio de las urnas y ser gobernador del Zulia bajo las reglas de la democracia representativa. Le tacha por traidor.

Y apenas forma su primer movimiento político, controlado por militares retirados, como paradoja bebe de la misma medicina. Sus primeros aliados civiles –Maduro y Cilia Flores– le señalan de corrupto por pensar y admitir, convencido por Luis Miquilena, sobre la conveniencia de la vía electoral para acceder al poder. La violencia, el terrorismo, el uso de las armas para imponerse sobre el colectivo quedan atrás, en la historia, “por ahora”.

Entre 2002 y 2004, cuando su popularidad se ve amenazada y la oposición promueve un referéndum consultivo sobre su gobierno, Chávez lo anula usando el Tribunal Supremo a su servicio. Y al demandársele luego, que se someta a un referéndum revocatorio, lo aleja lo más posible. Al final lo acepta a regañadientes. Se lo imponen Jimmy Carter y César Gaviria, pues la calle hierve y amenaza, y las recolecciones de firmas –rebanadas en cada oportunidad por los áulicos del régimen en el Poder Electoral– superan todo obstáculo.

“Si no hubiéramos hecho la cedulación, ¡ay, Dios mío!, yo creo que hasta el referéndum revocatorio lo hubiéramos perdido, porque esta gente [de la oposición] sacó 4 millones de votos... Entonces fue cuando empezamos a trabajar con las misiones, diseñamos aquí la primera y empecé a pedirle apoyo a Fidel. Le dije –confiesa Chávez–: Mira, tengo esta idea, atacar por debajo con toda la fuerza, y me dijo: Si algo sé yo es de eso, cuenta con todo mi apoyo”.

Informado por el CNE de los opositores que firman por su salida, los persigue a mansalva y los transforma en “muertos civiles”, y Rodríguez –auxiliado por Tibisay Lucena– se encarga de instalar el andamiaje digital que daría el puntillazo y otra vez le pondría careta de demócrata al soldado felón de La Planicie.

Chávez y Maduro, en suma, nunca han creído en elecciones democráticas competitivas y equitativas, ajenas a las meras contabilidades entre mayorías y minorías como si fuesen salchichas de ventorrillo, que no reparan en condimentos ni en su procedencia. Menos esta vez, cuando los recursos del petróleo faltan y no bastan para la democracia de utilería, obra de la astucia, esa que, a la manera del Reineke, el zorro de Goethe, practican incluso algunos opositores de mirada corta.

La desnudez de la vocación dictatorial y totalitaria agarra al último, a Maduro, en medio de la calle, aturdido por el ruido de las cacerolas de Santa Rosa. Le quedan como compañía, en burbuja protegida por esbirros, la estatua que inaugura y el Movimiento de No Alineados, club de parias creado por Cuba –la proxeneta– y cuyo último emblema es el dictador zimbabuense, Robert Mugabe.

La hora de la ficción ha finalizado. La lucha opositora pide mucho coraje; sabiduría para discernir sobre las acciones éticas pero eficaces, que hagan cesar la falacia y renueven la unidad en el sacrificio común. Exige de serenidad emocional, sintonía permanente con el dolor del pueblo, sobre todo visión de conjunto, narrativa que dibuje al país posible y a todos nos comprometa como mito movilizador posible.

La hora de las medianías políticas y de quienes juegan a la supervivencia como marqueses de Casa León se agotó. Como enseñanza y como prevención ante los sincretismos de laboratorio, diría Miranda, el Precursor, que “mal comienzo es contar con gente de mala laya en la refundación de la patria”.

correoaustral@gmail.com

20 de septiembre 2016 - 12:01 am