En Argentina y Venezuela, el gran triunfador es la idea de la alternancia
La democracia se funda y se recrea en base a la alternancia, noción según la cual el poder no es propiedad de ningún partido, grupo, familia o persona. Por el contrario, es un recurso compartido colectivamente y transferible por medio del sufragio universal. Como tal, es transitorio y regulado por un conjunto de normas constitucionales.
En los sistemas parlamentarios el gobierno puede terminar en cualquier momento. Solo es necesario un voto de no confianza para hacer efectivo el principio de la alternancia. El gobierno se disuelve y uno nuevo se forma, ya sea en el Parlamento o por medio de elecciones anticipadas. En los presidencialismos, por su parte, el tiempo en el poder y el calendario electoral son fijos. Pensado como una alternativa a la monarquía, un presidencialismo sin límites de tiempo en el poder terminaría siendo exactamente eso, un régimen monárquico y con rasgos marcadamente despóticos.
Evocar la historia sirve para entender el capricho, el cinismo, el chantaje y la arrogancia de los oficialismos derrotados hoy en Argentina y Venezuela
Las autocracias no comulgan con estos principios, pero no obstante muchas de ellas han contado con mecanismos institucionales para enfrentar el inevitable problema de la sucesión. No siendo por convicción, una cierta alternancia ocurre por imposición del almanaque—la vida de un individuo es efímera en términos del tiempo político—tanto como por la necesidad de todo sistema de gobierno de renovarse, incluso las dictaduras.
En el sistema soviético el comité central del partido-Estado se encargaba de la sucesión, una decisión de los jerarcas. Franco restauró la monarquía como regla sucesoria, que derivó en democracia. Pinochet lo hizo por medio de un plebiscito estipulado en la constitución que él mismo escribió. Típicamente, los regímenes militares resolvían la sucesión por medio de decisiones colegiadas de los altos mandos. En la Indonesia de Suharto existían tres partidos políticos que competían entre sí en elecciones regulares. Los tres respondían al dictador, una eficaz mímica de alternancia democrática que duró más de dos décadas.
En notable contraste, los bolivarianos, el ALBA y otros autoritarismos afines no han siquiera pensado en una regla sucesoria, una rutina para enfrentar al implacable paso del tiempo. El ejemplo de la complicada sucesión de Chávez ilustra el punto con elocuencia. El lector dirá que ello es por ser populistas, pero ese es el error de la época: usar el término populismo para todo, tanto que no significa nada.
De hecho, el populismo era más cuidadoso en estas lides. Getúlio Vargas dejó dos partidos detrás, el PSD y el PTB. El PRI respetaba la norma de no reelección presidencial. El peronismo resolvió la crisis de la muerte de su fundador creando un partido político, con elecciones internas y que ganó y también perdió elecciones nacionales. Eso desde 1983 y hasta la llegada del kirchnerismo en 2003.
Evocar la historia sirve para entender el capricho, el cinismo, el chantaje y la arrogancia de los oficialismos derrotados hoy en Argentina y Venezuela. Cristina Kirchner boicoteó la asunción de Macri, incumpliendo sus obligaciones institucionales y amenazando al gobierno entrante. Maduro acusó al pueblo de votar contra sí mismo, en una sorpresiva utilización de la noción de falsa conciencia. Vengativo, además, anunció que no va a construir las viviendas programadas, ello como represalia por el resultado electoral.
Lo notable no es solo el autoritarismo sino la degradación institucional causada por la concepción patrimonialista del poder. Kirchner, Maduro y Cabello pierden los estribos porque su generosidad paternalista recibe la ingratitud como respuesta, bajo la forma de una inconcebible derrota. Rechazan la alternancia no por poseer una elaborada ideología anti-liberal, sino porque están convencidos que el poder les pertenece por derecho. No piensan en el desafío de la sucesión política porque los bienes se heredan.
El nepotismo aquí es el orden natural de las cosas, la garantía de la estabilidad que se deriva de la concentración endogámica del poder del Estado. Por ello no son capaces de imaginar que ese poder termine en manos de otro. Si sucede, es ilegítimo. Esas manos son, necesariamente, las de un usurpador. Macri y la MUD acaban de cometer un delito: han hurtado el poder.
Más que nunca, seguirán hablando de golpes destituyentes. De otro modo deberían reconocer que perdieron en elecciones libres. Salvo que uno piense como ellos, quienes continúan repitiendo aquello del “giro a la derecha” en la región, por favor, ¡ya basta! Luego de la liberación de los presos de conciencia, pocas cosas en la política son más progresistas que la alternancia en el poder.
Twitter @hectorschamis
El País (España). 12 dic 2015