Una estratégica interacción entre ideas y partidos socialdemócratas y verdes se perfila como vía esencial para que la izquierda retenga relevancia en Europa
La socialdemocracia europea entró en el siglo XXI con vigor y grandes expectativas. El paso de centuria fotografió como jefes de Gobierno a Gerhard Schröder en Alemania, Tony Blair en el Reino Unido, Lionel Jospin en Francia (con el conservador Jacques Chirac de presidente), Massimo D’Alema en Italia y Romano Prodi al frente de la Comisión Europea. El deterioro desde entonces ha sido evidente. La familia controla ahora el poder en países de menor peso (España, Portugal y Suecia son los más destacados) y en la UE perdió las presidencias de mayor peso (Comisión, Consejo, BCE, Eurogrupo). En algunos casos el descalabro es brutal, como en Francia o Grecia donde la familia política se halla casi en la irrelevancia, o grave, como el debilitamiento en Alemania o Italia.
En términos generales, la socialdemocracia no parece haberse adaptado exitosamente a las mutaciones de la sociedad europea en la era de la globalización. Su propuesta de protección social ha perdido atractivo, sea por carencias propias o por el magnetismo de ofertas alternativas de corte nacionalpopulista.
En paralelo a este declive, en el corazón de Europa asistimos a un paulatino avance de proyectos de inspiración ecologista. En Alemania, Los Verdes llevan un año adelantando en los sondeos al histórico SPD; en Francia, las recientes municipales han arrojado resultados extraordinarios para los ecologistas, que han cosechado las alcaldías de Lyon, Marsella o Estrasburgo, y fueron clave para la victoria de la socialista Anne Hidalgo en París; en países como Austria y Países Bajos mantienen una posición relevante.
Sin embargo, el despegue verde no acaba de ser rotundo. Pese a su fuerza y ascenso en el corazón de la UE, son irrelevantes en el Sur y el Este, e incluso en sus mejores plazas no cuentan con perspectivas de liderazgo real.
La cooperación entre ambas fuerzas empezó hace tiempo. Precisamente el Gobierno de Gerhard Schröder que asumió el poder en 1998 fue una coalición con los ecologistas. Experiencias parecidas se han dado en otros países en distintos niveles políticos.
Los Verdes son una familia no del todo uniforme, con rasgos ideológicos levemente diferentes según los países, y en muchos casos bastante pragmáticos como para establecer alianzas también con partidos de corte liberal o conservador.
Pero quizás su afinidad más natural sigue siendo con la socialdemocracia, y la interrelación entre ambas será probablemente una de las claves de lectura más importantes de la política europea de los próximos años. Se dan múltiples opciones: cooperaciones clásicas en alianzas cuyo paso marca el socio mayoritario; convergencia en plataformas abiertas detrás de candidatos independientes; intentos de cooptación del ideario verde por parte de socialdemócratas allá donde estos son fuertes y los ecologistas todavía irrelevantes; o, quién sabe, incluso el surgimiento de formaciones híbridas que fusionen las dos pulsiones políticas. Ni rojo, ni verde, ni rojiverde: marrón, como la fusión de los dos colores dentro de uno nuevo.
El marrón es un color poco habitual en los símbolos de la política, quizá por su relación con materia poco agradable. Es también, sin embargo, el de objetos y conceptos tan nobles e inspiradores como la tierra fértil o el tronco de los árboles.
Rojo o verde solo tienen pocas perspectivas de ser hegemónicos en muchos países. Quizá el marrón sea la única opción viable para que en buena parte de Europa el espectro progresista pueda conformar opciones nuevamente hegemónicas en los fragmentados panoramas políticos actuales. Veremos si por metamorfosis del rojo, fusión de rojo y verde, absorción del rojo por parte del verde o creación ex novo de contenedores del color de la tierra fértil.
17 de julio 2020
El País
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