Hay momentos históricos que son resultado de procesos desencadenantes en donde las grandes personalidades no juegan ningún papel decisivo. Así sucedió en la Primera Guerra Mundial. Hay otros, en donde las llamadas condiciones objetivas son articuladas con la aparición de una personalidad dominante, como sucedió durante la Alemania de Hitler (y en cierto modo durante la URSS de Stalin). Hay, por último, otros en donde hechos dramáticos de la historia, como la guerra de invasión a Ucrania, no habrían sido posibles sin la aparición de una personalidad dominante. Por eso, esa guerra —cuyas consecuencias son todavía imprevisibles— ya es conocida como «la guerra de Putin». Sobre esos temas he escrito el presente artículo.
1. Desde que los humanos comenzaron a narrar sobre «lo pasado» nació la historia. Y aparte de las tradiciones orales que hoy ya casi no existen, la historia es historia escrita: historiografía. Pero no todo el pasado es histórico o digno de ser historiografiado. El mirlo azul que dividió la noche para comenzar el día con su vuelo fue muy bello, pero no creo que pase a la historia, ni siquiera a la personal, pues pronto lo olvidaré.
¿Cuál objeto del pasado es el de la historia? Ni los antiguos griegos, que fueron quienes primero comenzaron a historiografiar, pudieron ponerse de acuerdo.
Homero, quien pese a no ser historiador —era más bien lo que hoy llamamos un escritor de ciencia-ficción— nos escribe una historia en dos libros (la Iliada y la Odisea) cuyos capítulos transcurren entre la predestinación de los dioses y la libertad del ser. Más tarde, Heródoto —a quien algunos nombran el padre de la historiografía— se liberó de la tutela de los dioses, pero no del concepto de predeterminación, pues asumió en gran parte como historia la tradición oral (no había otra).
No es, por cierto, la de Heródoto una historia mitológica como fue la de Homero, pero la tradición, sobre todo la popular, está impregnada por mitos prehistóricos. Distinto fue el caso de su seguidor, Tucídides. Para el autor de Las guerras del Peloponeso la dignidad histórica era obtenida por los hechos cuando estos poseían una connotación trágica —puede que Tucídides hubiera sido aquí influido por las tragedias griegas– y como no hay nada más trágico que la muerte (o el morir), el objeto histórico elegido por el historiador fue la guerra.
Sin duda Tucídides influyó muchísimo a la historiografía romana, sobre todo en su predilección por historiar los grandes acontecimientos. La diferencia con Tucídides es que la línea romana formada por historiadores de la talla de Polibio, Plutarco, Flavio Josefo (judío romano a quien interesó un hombre descalzo llamado Jesús) pusieron énfasis en ensalzar a la grandeza de la Roma imperial, representada en las hazañas del emperador en favor de sus súbditos. Desde esos momentos los romanos nos legaron el problema que ha caracterizado a casi toda la historiografía moderna: ¿qué debe ser más importante para el historiador, los hechos o sus promotores?
Cuando Pascal dijo: «Si Cleopatra hubiese tenido la nariz más corta toda la faz de la tierra habría cambiado», puede que no haya bromeado. De hecho estaba planteando dos temas muy serios: el papel del ser humano en la historia y la contingencia del acontecer. Si Cleopatra hubiese sido más chata o más narigona, es decir más fea, no solo Dino de Laurentis no habría producido su portentosa película ni Liz Taylor y Richard Burton se habrían enamorado. Peor aún: las relaciones entre Egipto y Roma habrían sido menos armoniosas y hasta es posible que la decadencia de un imperio desangrado en guerras hubiese comenzado durante el gobierno de Julio César. Vista así, la historia no seguiría el mandato de una razón dialéctica como imaginó Hegel, ni una determinación condicionada por el desarrollo de las fuerzas productivas, según Marx. La historia en tonalidad romana no sería más que una sucesión de «accidencias» (Aristóteles), determinadas por esos seres tan azarosos que somos los humanos.
Estas divagaciones, aparentemente ociosas, surgen de preguntas nada ociosas que se hacen los historiadores al escribir sobre capítulos cruciales del pasado reciente. Una de las más quemantes es: ¿fue el nazismo obra de un genio maligno llamado Hitler o un hecho que, de una manera u otra, estaba destinado a suceder? O dicho así: ¿fue el nazismo una consecuencia de Hitler o Hitler una consecuencia del nazismo? Por supuesto, una pregunta imposible de responder. Pero, como suele ocurrir, aquí la pregunta es más importante que la respuesta.
Han ocurrido grandes catástrofes históricas sin la presencia de un genio maligno o benigno, entre otros, nada menos que una guerra mundial, la primera, la de 1914. En todo el transcurso de esa absurda guerra no nos es posible encontrar ninguna personalidad determinante. Todo comenzó cuando el serbio-bosnio Gavrilo Princip, sin recibir ordenes de nadie, disparó contra el príncipe austriaco Luis Ferdinand y su esposa (junio de 1914), provocando una reacción en cadena de naciones que se declaraban la guerra solo por cumplir antiguos tratados bilaterales, dejando detrás de sí millones de muertos en los campos de batalla. Pues bien, esa guerra declarada por imbéciles no tuvo a ningún personaje como principal actor. Tanto el presidente Poincaré de Francia, el zar Nicolás, el rey alemán Wilhelm II, eran personas pulsilámines, sin grandes ideas ni ambiciones. 1914 fue una sangrienta comedia que después se repetiría como sangrienta tragedia, cuando Hitler, rompiendo todos los tratados, decidió hacerse de los Sudetes (1938) e invadir Polonia (1939).
La Primera Guerra Mundial resultó de un escalamiento incontrolable. La segunda, en cambio, sucedió de acuerdo a decisiones de líderes político-militares como Hitler, Mussolini, de Gaulle, Churchill. ¿Qué nos demuestra esta diferencia? Algo simple: puede ser perfectamente posible que existan grandes acontecimientos históricos sin mediación de grandes actores, pero también hay otros en donde las decisiones de los actores son determinantes.
2. Repitamos entonces la pregunta: ¿fue Hitler la causa del nazismo o el nazismo la causa de Hitler?
La mayoría de los historiadores coinciden en una opinión: pocos acontecimientos históricos han ocurrido como consecuencia del entrelazamiento de factores objetivos y subjetivos de un modo tan claro como fue el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial. Hitler —sobre esto también hay consenso— apareció sobre un terreno abonado para la siembra del mal. La Alemania de los 30 no podía sobreponerse de la gran crisis mundial, la desocupación laboral y la inflación competían entre sí, aterrorizando a sectores sociales intermedios. Hambre, pauperización y, por si fuera poco, incompetencia administrativa, era la tónica de cada día. A la ruina económica sucedió la ruina moral. A quienes no gusta la aridez de los libros de historia sugiero leer la conmovedora novela de Erich Kästner, Fabian. La historia de un moralista. Ahí podrá verse cómo la honestidad y la decencia se convirtieron en rara mercancía durante la república de Weimar. Las élites intelectuales no paraban de hablar de la patria humillada (Tratado de Versalles) culpándose entre sí. Y por si fuera poco, aparecía la amenaza del imperio soviético, no ficticia, muy real.
Stalin repetía incansablemente que el próximo país comunista iba a ser Alemania. Socialistas contra comunistas y ambos contra los fascistas se apaleaban en las calles. En ese ambiente enloquecido comenzaba el ascenso de Hitler, señalando a los dos enemigos de su nación, uno interno y otro externo: la Unión Soviética y los capitalistas usureros, quienes pasaron a ser en su retorcida retórica una raza-clase: los judíos. En fin, las condiciones objetivas y las subjetivas se daban la mano para que Hitler llegara pacíficamente al poder con el cometido de «salvar a la patria» en contra de enemigos reales e imaginarios. Por eso, y por nada más, Hitler fue amado por su pueblo.
El fascismo fue populista, pero no todo populismo es fascista, escribió acertadamente Ernesto Laclau. En el caso de Hitler, se dieron todos los ingredientes del fenómeno populista: comunión del pueblo con el líder, interpelación irracional a las masas, sobrepaso de las instituciones del Estado, entre otros. Esa es la diferencia fundamental entre un líder como Adolf Hitler con quien ya muchos consideran su sucesor del siglo XXI, el ruso Vladimir Putin.
3. Hitler era populista, Putin no lo es. Esto último es fundamental para entender los peligros que estamos presenciando en estos días.
Recapitulando: mientras los sucesos que llevaron a la Primera Guerra Mundial no tuvieron hechores sobresalientes, los que llevaron a la segunda resultaron de la articulación entre realidad objetiva y subjetiva, representada esta última por Hitler y el grupo de orates que formaban su comando central (Goebbels, Himmler, Göring y otros). En los acontecimientos que hoy nos tienen al borde de una tercera guerra mundial también hay un hombre-centro como ayer fue Hitler. Pero se trata de uno que se antepone a todas las condiciones objetivas, un ser que ha transformado a su propia subjetividad en objetividad. Putin no es en términos exactos el Hitler del siglo XXl, es algo más: es Putin. A esa singularidad del fenómeno hay que prestar atención.
Que Alemania pre-Hitler estaba amenazada por Stalin era una verdad. Que la Rusia de preguerra estaba amenazada desde el exterior y desde Ucrania fue una mentira de Putin. Naturalmente, los putinistas de distintos colores argumentan que fue el avance de la OTAN la razón que «obligó» a Putin a invadir a Ucrania. La historia, sin embargo, nos relata otras cosas: la OTAN fue ampliada en la misma proporción en que Europa crecía después de la liberación de nuevas naciones del yugo soviético. Pero nunca la OTAN avanzó hacia territorio ruso. Tampoco intervino después que Putin anexara Chechenia y parte de Georgia y, cuando en el 2014 Putin anexó a Crimea, la OTAN miró hacia otro lado.
Putin jamás hizo un reclamo formal por la ampliación de la OTAN. Ni en vísperas de la invasión a Ucrania puso Putin como condición el fin de la ampliación de la OTAN. La ampliación de la OTAN como razón de la invasión a Ucrania carece de todo basamento histórico.
Que la situación económica y social que llevó a Hitler al poder era catastrófica es innegable. Pero nada parecido ocurría en la Rusia de la preinvasión. La economía, gracias a los grandes niveles alcanzados en la exportación de gas y petróleo hacia Europa, marchaba sobre rieles. Nunca la ciudadanía rusa se había sentido mejor que antes de la guerra a Ucrania, aceptando el contrato tácito de no meterse en política a cambio de un relativo bien pasar. Más aún: pese a un par de leves sanciones formales, las relaciones diplomáticas de Rusia con Europa transcurrían de un modo extraordinariamente amistoso. Los contratos comerciales se multiplicaban y, aparte de pequeños grupos de nacional-eslavistas que giraban alrededor de Alexander Dogin, las élites culturales rusas se sentían integradas a Europa. ¿Por qué Putin entonces inició una guerra en contra de Ucrania?
En la guerra a Ucrania no encontramos ni un escalamiento como el que llevó a la Primera Guerra Mundial ni tampoco una economía destrozada ni a una masa militarista y fanática como fue la del nazismo. Al fin, por más vuelta que demos al problema, no podemos sino llegar a una conclusión: la invasión y la guerra a Ucrania fueron el producto de la mente de Putin. Pocas veces, quizás nunca antes, las condiciones subjetivas han logrado imponerse en la historia con tanta fuerza sobre las objetivas.
La guerra de Putin a Ucrania y por ende a Occidente, no estaba programada en ninguna razón de la historia, en ninguna lógica militar, en ningún plan económico. Esa ha sido, es y será denominada «la guerra de Putin». La de un hombre dominado por nociones premodernas, un reaparecido déspota del siglo XVII, un comunista vuelto fanático religioso, un fantasma del viejo pasado enquistado en las inmediateces de la Europa posmoderna; en fin, un «imperialista posimperial», para decirlo con las palabras del historiador Timothy Garton Ash.
Probablemente los gobernantes europeos se dejaron engañar intencionalmente por Putin. Puede haber sucedido también que no hicieron ningún esfuerzo para entender su irracionalidad, o si se prefiere, su otra racionalidad. Putin es un devoto de la antigua Rusia zarista y, por lo mismo, un antipolítico radical. Sus valores son arcaicos: culto a la patria, a la religión, a la violencia. Piensa como un emperador medieval e imagina que la riqueza de las naciones está basada en su extensión territorial. Como en los tiempos de Maquiavelo, cultiva el asesinato político por envenenamiento y, últimamente, por desfenestración. Su odio a Occidente es un odio a la modernidad, no a la de la técnica —que como a Hitler, lo obsesiona— sino a la del libre pensamiento. Por eso ama al rusista Stalin y odia al europeizado Lenin. Y por eso mismo desprecia a la Europa de hoy, a su multiculturalidad, a su multisexualidad, a las instituciones que limitan el poder.
El poder de Putin es ilimitado, indivisible, incompartible. Probablemente imagina que él es Rusia y Rusia es él. Por lo tanto, los ucranianos, al desear ser europeos, son seres que han traicionado a los «lazos de sangre» (Putin dixit) que los ataban con Rusia, como escribiera en su confuso ensayo del 2021. La destrucción de ciudades ucranianas, asesinatos de niños y seres indefensos, no son equivocaciones en sus objetivos de guerra. Son el objetivo.
4. Cuando llegue el momento de historiar la guerra que comienza en Ucrania, puede que el concepto de historia cultivado por los griegos y por los romanos —centrado en los grandes acontecimientos y en los grandes hombres— no nos sirva demasiado. Putin está muy lejos de ser un gran hombre. Es, por el contrario, un ser pequeño (en eso sí se parece a Hitler) aunque situado sobre un poder inmenso. Las filosofías de la historia, ya sea en sus versiones hegelianas, positivistas, marxistas, centradas en la lógica interna de los procesos, tampoco nos serán muy útiles para analizar el poder unipersonal del Estado putinista, en algunos puntos tan cercano al hitleriano y al staliniano, pero también, en otros, muy distinto.
Quizás la persona que más se parece a Putin existe en la historia de la literatura universal y no en la historia de los grandes acontecimientos hstóricos: sí, me refiero al rey Macbeth.
Llegado al poder asesinando (miles de chechenios lo supieron), atizando intrigas palaciegas y deshaciéndose de potenciales enemigos, Putin, como Macbeth, ha alcanzado la cima del poder absoluto, rodeado de aduladores, entre ellos el miserable Medvédev. La diferencia es que Putin no es el Macbeth escocés de Shakespeare, sino uno internacional, rodeado por los dictadores de la era global. Pero, al igual que el Macbeth originario, solo puede ejercer el poder desde su propia soledad. Lo que no sabían Macbeth ni Putin es que el poder absoluto no fue hecho para los humanos y que, los que han llegado a alcanzarlo, al no encontrar a nadie ni nada que los sostenga, terminan por hundirse en el abismo de su propio vacío.
«El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente», fue una famosa frase de lord Acton. Modernizando las palabras del aristocrático historiador inglés y mirando desde lejos a Putin, podríamos decir hoy: «el poder enloquece, y el poder absoluto enloquece absolutamente».
Twitter: @FernandoMiresOl
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.