La democracia tal como la conocemos, vale decir, ese orden político al que algunos denominan democracia liberal y otros llamamos democracia constitucional, ha sido y es el resultado de un largo proceso histórico todavía lejos de alcanzar su meta final (si es que la tiene). Eso significa que la democracia ha sido hasta ahora un orden político sujeto a permanentes transformaciones. Más todavía, dichas transformaciones son constitutivas a la misma idea de democracia pues la democracia, a diferencia de otros ordenes políticos, vive de las transformaciones que ella misma genera. Parodiando a Leo Trotzki, la democracia solo puede existir en un estado de transformación permanente.
Malestar en la democracia
El malestar en la democracia que continuamente emerge a través de diversas reacciones antidemocráticas deriva de la propia dinámica democrática, hecho que nos obliga a adaptarnos a cambios que pueden ser, para muchos ciudadanos (quien escribe se cuenta entre ellos), demasiado rápidos. Eso quiere decir que la democracia, al asegurar políticamente a la libertad, paga un precio alto por sobrevivir.
Ese precio es su continua inestabilidad. En tono paradójico podríamos afirmar que la estabilidad de la democracia depende de su propia inestabilidad. La agonía de la democracia es su estado natural; si se quiere: su forma de ser.Pero hay momentos que son más agónicos que otros. En la segunda década del XXI, de eso ya no queda duda, estamos viviendo uno de ellos.
El orden democrático mundial ha tenido siempre enemigos, pero nunca tantos y tan bien organizados como hoy, ya sea a escalas nacionales, ya sea a escalas internacionales. El hecho de que se haya formado un frente internacional antidemocrático (antioccidental) de carácter global, dirigido por una triada atómica formada por las dictaduras de Rusia, Irán y China, es inédito.
Cierto es que el movimiento comunista mundial de la guerra fría conformó también un poderoso frente antidemocrático internacional, pero solo agrupaba a gobiernos que se regían por una similar ideología a la que ellos denominaban antimperialista y anticapitalista. El frente antidemocrático de nuestro tiempo, en cambio, es plurideológico. Ahí caben islamistas radicales, ultranacionalistas (Trump, Milei, Bolsonaro) restauradores del pasado premoderno (Putin) e imperios económicos como China, hasta llegar a piezas de museo poscomunistas, como Cuba. Lo único que los une a todos es el odio parido a Occidente. O sea, a la democracia liberal y/o constitucional.
Sin embargo, si revisamos la historia de la democracia occidental, podríamos deducir que, desde los antiguos griegos hasta ahora, ha vivido una crisis inscrita en los momentos de su propia génesis.
Entendida en sentido literal como gobierno del pueblo, la democracia ha creado su propia imposibilidad pues el pueblo es una construcción teórica basado sobre una realidad heterogénea y como tal no puede regir sin recurrir al principio de representación. En consecuencia, el dilema de toda democracia es quien gobierna en nombre del pueblo, alternativa que abre la posibilidad de que el gobierno sea ejercido por quienes obtienen medios fácticos (poder y violencia, por ejemplo) para derribar los pilares sobre los cuales se sustenta, entre ellos el parlamento, lugar donde el pueblo, a través de sus representantes, parla y, por cierto, el estado de derecho.
No hay dictadura, en efecto, que no imagine representar a la mayoría del pueblo. Peor aún: muchas veces la representan de verdad. Para poner un ejemplo muy conocido, Hitler fue amado por su pueblo; y lo fue hasta tal punto que llegó a ser el gobernante más popular habido en toda la historia moderna de Europa. Hoy día –no estamos ni comparando ni analogizando– vemos a democracias políticamente lastimadas –es el caso de Hungría, Turquía, Serbia– cuyos lastimadores son apoyados por mayorías nacionales.
Vivir en democracia no es fácil. De esa dificultad proviene, dicho con cierta seguridad, la permanente tentación que experimentan tantas personas para abandonar la vida democrática y entregarse a caudillos y partidos en nombre de «una democracia superior», eufemismo al que recurren todas las dictaduras para justificarse a sí mismas. Mirando así a la historia, podría decirse que el enemigo de la democracia puede llegar a ser, en determinadas ocasiones, la propia democracia. La razón: El pueblo de las democracias es soberano, pero no siempre la mayoría electoral de un pueblo es democrática. Por eso mismo, para defenderse, entre otros peligros, de las temporarias veleidades de los pueblos y, por cierto, de sus infaltables demagogos, la democracia se ha visto obligada a mantener dentro de sí el ideal republicano posmonárquico y predemocrático, incrustado en las instituciones y en las constituciones modernas. Ese ideal puede ser considerado como un dique de contención que dificulta las caídas rápidas de una democracia en una autocracia e, incluso, en una dictadura.
De acuerdo con Joseph Ratinger, toda democracia reposa sobre presupuestos morales (religiosos, culturales) que ella misma no ha creado. Si esos presupuestos son débiles, cualquier gobernante alucinado puede arrastrar al pueblo hacia los abismos de la antidemocracia. Ayer lo hizo Hitler en Alemania. Hoy lo hace Putin en Rusia. Los dictadores llegan al poder como consecuencia de una crisis de la democracia que ellos mismos no han causado.
El advenimiento al poder de Hitler es inexplicable sin la crisis de la democracia que tuvo lugar en la república de Weimar. También Putin es inexplicable sin la crisis de la democracia que impulsó la irresponsabilidad de un gobernante entregado al alcoholismo, como fue el Yelsin de su último periodo. En cambio, no porque sus políticos sean mejores a los alemanes y a los rusos, la democracia norteamericana, aún pese a haber sido regida por personajes como Nixon, Bush jr. y Trump, ha podido mantenerse constitucional e institucionalmente incólume. Lo más probable es que pueda resistir incluso a un segundo gobierno de Trump, un hombre que ha intentado ponerse por sobre la institucionalidad y la constitucionalidad y que, por lo mismo, ha sido declarado culpable de delitos en contra de la Constitución, hecho que no le impedirá postular a la presidencia de su país.En países menos democráticos, Trump estaría en prisión. En los EE UU puede ser presidente. De esas contradicciones, incomprensibles para un autócrata, vive la democracia.
La gran regresión
Las regresiones a periodos autoritarios, vistas desde una perspectiva macro histórica, corresponden a fluctuaciones, o dicho con Huntington, a “olas”. Pues bien, así como Occidente gozó de las aguas de una ola democrática a fines del siglo XX, durante los dos últimos decenios afronta una contra ola antidemocrática de enormes proporciones, constatación que ha llevado a pensar a no pocos observadores que estamos asistiendo al fin de las democracias existentes y reales. Puede incluso que así sea.
Pero el verdadero problema no es que las democracias se encuentren en retroceso, sino hasta dónde retrocederán. O formulado ese mismo problema en una pregunta: ¿logrará la contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo socavar la armazón institucional y constitucional republicana que permitió el aparecimiento democrático o solo sufrirán una regresión que las llevará nuevamente al estadio predemocrático de la política occidental?
Hemos escrito, pidiendo prestada la palabra a la psicología analítica, regresión. Las regresiones son probabilidades patológicas que se dan en el aparato psíquico individual, pero no hay razones para no admitir que también se den en el alma colectiva de los pueblos.
Las regresiones son impulsos, lo dice la palabra, por regresar a estadios inferiores de nuestro desarrollo intelectual, según Freud, a ese paraíso perdido y casi siempre imaginario de la infancia, cuando no estábamos sometidos ni a leyes ni a obligaciones. De acuerdo a la terminología de Lacan podríamos entender, además, la regresión como un impulso de transgresión que nos lleva en su «goce» no hacia atrás sino hacia esa nada magnética que nos precede y nos trasciende más allá de nosotros.
Aplicada en los dos sentidos, la regresión política puede ser entendida como resultado de fuerzas que nos arrastran a buscar un nuevo comienzo en la persona de un ente autoritario que de modo simbólico representaría al Padre omnímodo del mundo totémico. Efectivamente, de eso se trata. Por eso Putin, cuando defiende la invasión de Rusia a Ucrania apela a un argumento culturalista arcaico (del mismo modo como Hitler apelaba al argumento racista).
Según Putin, Rusia y Ucrania comparten el mismo techo cultural y por eso Ucrania debe ser anexada a Rusia. Lo que no dice el reaccionario dictador es que Rusia y Ucrania tienen dos techos políticos diferentes en un mundo que se rige por leyes políticas y no por tradiciones culturales. El techo de Rusia es dictatorial, el de Ucrania es, o ha llegado a ser, político y, luego, democrático. Visto el tema de ese modo, la contradicción principal de nuestro tiempo, la que se da entre dictaduras y democracias, trasluce la diferencia que se da entre naciones culturalmente organizadas y naciones políticamente organizadas.
La guerra entre Rusia y Ucrania es la guerra entre un pasado que no volverá y un presente que puede perder su futuro. En busca de ese pasado imperial, el enloquecido Putin conduce el automóvil ruso en contra del tráfico y a toda velocidad dejando atrás las luces rojas que aparecen a lo largo de una vía que conduce al infierno. Hay que detenerlo antes de que sea demasiado tarde, decimos muchos. Pero nadie sabe cómo.
Los sillones vacíos de la política
Una segunda observación nos permite constatar que, ya sea en la regresión psíquica como en la política, la elección de entidades autoritarias no lleva automáticamente a la instalación de una dictadura. Los gobernantes autoritarios, queremos decir, no siempre se convierten en dictaduras. Más bien nos dejan a «medio camino». En muchas ocasiones tales gobiernos logran hacer retroceder la democracia a estadios democráticos anteriores, pero sin derribar las instituciones que la hicieron posible.
Si hubieran surgido a comienzos del siglo XIX, gobiernos como los de Erdogan u Orban habrían sido designados como democráticos, pero en el siglo XXI, de acuerdo a parámetros en rigor, son definidos como autocráticos. Eso no quiere decir que la democracia esté sometida a leyes evolutivas. Pero es posible, mirando en retrospectiva, constatar una progresividad que se extiende desde la república predemocrática antiliberal a la democracia liberal y social del siglo XXI.
En un comienzo las democracias no eran muy democráticas. Menos que democracias, eran repúblicas políticamente constituidas inscritas en el marco de un estado de derecho consagrado como sucedáneo de las monarquías. Napoleón, para poner un ejemplo clásico (podríamos decir también Bizmark) no fue un restaurador de la monarquía, pero sí lo fue de la reconstrucción del poder absoluto representado en la persona del rey («el espíritu universal a caballo» según la expresión de Hegel). Y, sin embargo, el código napoleónico, hecho bajo una república militar no democrática, recogió los ideales democráticos que llevaron al fin de la monarquía en un texto que sigue siendo una de las bases (republicanas y jurídicas) de las democracias modernas. Pasaría mucho tiempo antes de que las repúblicas autoritarias llegaran a convertirse en democracias liberales, primero, y en democracias sociales, después.
Las democracias en sus versiones liberales y/o sociales no son, como se piensa, hijas de las luchas secularizadoras y antimonárquicas. Más bien son sus nietas. Ellas aparecieron en el mundo no en confrontación con el poder absoluto de las monarquías sino en contra del poder autoritario de las repúblicas autoritarias posmonárquicas.
Pues bien, esos componentes de toda democracia moderna, a saber, liberalismo y socialdemocratismo, a los que deberíamos agregar las reivindicaciones corporales logradas por los movimientos feministas y de género, son los avances que buscan bloquear los movimientos y líderes antidemocráticos del siglo XXI. En diversas naciones lo están logrando. Lo más probable es que, tanto en Europa como en América Latina, continuarán apareciendo gobiernos republicanos semi o no democráticos, social, cultural y sexualmente involutivos.
La democracia como forma de gobierno se encuentra en una fase defensiva. Así como ayer los fundamentos predemocráticos de las democracias fueron desafiados por movimientos y partidos cuyas ideologías eran de izquierda, hoy lo son por movimientos y partidos de ultraderecha. O por ambos a la vez (caso España). Los trumpismos, los mileísmos, los bolsonarismos, los bukelismos, son fenómenos nacionales, pero son componentes de una constelación internacional. O si se prefiere, global.
Reiteramos entonces la idea: el verdadero peligro para las democracias aparece, no cuando los demagogos alcanzan el poder, sino cuando desde el poder comienza a tener lugar una demolición de los fundamentos republicanos predemocráticos sobre los que reposa toda democracia, vale decir, las instituciones y las constituciones que precedieron a su formación.
Recurriendo a la conocida imagen de Claude Lefort, el fin de las monarquías nos dejó sin reyes, pero no sin los tronos donde se sentaban los reyes. Para Lefort, esos sillones vaciados de poder, real o no, son la condición de existencia de la democracia. Mientras los sillones se mantengan vacíos, existirá la democracia. Pero si alguien se sienta en ellos, se acabó la democracia. La imagen, siendo muy buena, hay que completarla. Sobre esos sillones no debe sentarse nadie, no porque estén vacíos, sino porque en lugar del culo real yace un libro. Ese libro se llama Constitución.
No solo en el sillón, sino sobre la Constitución puesta sobre el sillón, están sentados hoy los Lukashenkos, los Putines, los monjes iraníes, y una buena cantidad de gobernantes latinoamericanos de cuyos nombres no quiero ni acordarme. Esos adalides pretenden erigirse en la vanguardia de la guerra política y militar declarada a la democracia a la que ellos llaman «Occidente». De esa guerra, lo hemos dicho en otras ocasiones, la de Ucrania es solo un comienzo. Un comienzo, claro está, que puede ser decisivo para el futuro.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.