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El ser, el siendo y el no-ser

Opinión
Tiempo de lectura: 12 min.

«Sola en una vieja casa de la costa noruega, Signe mira por la ventana y se ve a sí misma veinte años atrás, mientras espera el regreso de su marido, Asle, durante una terrible tarde de finales de noviembre en la que él se subió a su bote de remos para no regresar».

Con esta escueta frase, la editorial de la breve novela de Jon Fosse «Ales junto a la hoguera», nos cuenta el argumento.

1.

Sin embargo, el argumento de una narración no es la narración. Un argumento puede ser banal pero a la vez magistralmente bien escrito, como también un argumento atractivo puede ser muy mal escrito. La narración de Fosse pertenece sin duda a la primera categoría. Signe, en verdad, no solo espera a su marido perdido en el mar y en el tiempo, además se ve a sí misma esperando al amor de su vida, cuando recordando, va resucitando los momentos en que ambos, muy jóvenes, se conocieron.

Una historia que vive en los recuerdos de pronto convertidos en el deseo de volver a estar-siendo en lo que hubo. Una historia de compartido amor que trasciende en los recuerdos hacia su tiempo y hacia un espacio, siendo recreados no solo los recuerdos, también los fantasmas de los seres que antecedieron a Ales en esa casa, desde los tatarabuelos hasta la puerta donde Signe espera el regreso del hombre que nunca vuelve pero siempre está.

En su novela Ales frente a la Hoguera, como en muchas de Fosse, el pasado interfiere al presente y a la inversa, el presente regresa a sus orígenes: al comienzo de lo que se es, cuando aún no existíamos como cuerpos o cuando ya potencialmente habitábamos en otros cuerpos que no son los nuestros del mismo modo como Ales habita en el cuerpo de Signe, lo que quiere decir que Ales nunca se ha ido del todo. Ales vive en Signe, la que con su amor lo espera día y día, noche y noche.

Nunca somos los mismos y al mismo tiempo lo somos. Nuestro ser, quisiera decirnos tal vez Fosse, ese escritor tan religioso que por momentos se vuelve ateo, es lo que hemos llegado a ser, no solo en lo que vivimos, sino también en lo que recordamos.

Pensar sin recordar puede ser posible durante algunos minutos, pero, como enseñaba San Agustín, sin la memoria no somos. El ser es un ser en el tiempo, escribió Heidegger, seguramente recordando al santo. Y ese tiempo no solo es el nuestro; puede ser también la suma y síntesis de todos los tiempos, concentrados en uno. Nadie es únicamente sí mismo. Los objetos, las cosas, las casas, suelen precedernos y continuarnos con sus historias. La casa de Signe que fue habitada «primero con su madre y su padre y sus hermanos (de Ales), y es una casa vieja y bonita, y como de vieja es, eso no lo sabe nadie, pero vieja es, y debe llevar siglos en el mismo lugar donde está ahora».

Allí, en esa casa vieja y bonita vive ahora Signe, esperando y esperando. Pensando y pensando. A veces piensa en tiempo condicional. ¿Y si Ales no hubiese salido con su bote hacia el fiordo? ¿Qué es lo que lo atraía? ¿La oscuridad? ¿Qué es lo que buscaba en la oscuridad. ¿Una luz? Tu no quieres estar conmigo por eso vas al fiordo en esta noche oscura y lluviosa, le dijo ella a él, coqueteando, a su manera. No; es lo que más quiero, respondió Ales. Pero de todas maneras voy al fiordo. La noche lo llamaba. ¿Lo noche? ¿No sería esa noche la no-vida, la del no ser? Y si no hubiera ido al mar, Ales, con su melena oscura y sus piernas cortas todavía estaría vivo en esta vida, caminando por el Camino Largo o por el Camino Corto que dan desde el muelle a la casa. Éramos el uno como el otro, piensa Signe. ¿Por qué tenía que ir esa noche al fiordo si éramos el uno como el otro?, piensa Signe: uno para el otro, inseparables «como si la voluntad no existiera». A su manera tan sencilla, Signe ha descubierto a la inquebrantable fuerza del destino, frente al cual nuestra voluntad no puede nada.

Pero no al destino que nos espera. Ese destino anclado en el pasado no lo conoce nadie antes de que aparezca en un pasado que siempre vuelve, convertido en imaginario presente por el amor y sus imaginaciones. Ese destino mora en el pasado. Para conocer al destino hay que pensar en tiempo pasado, rememorando hechos, sucesos que nunca fueron pero que pudieron haber sido y no fueron.

El destino aparece en el pasado y vive en y del pasado. Por eso, ese pasado que es el destino, nunca se ve, aunque de pronto resurge en sus más diversas formas. Quienes no creen en los fantasmas las llaman «alucinaciones».

Una noche el destino apareció en la forma de una hoguera frente a la puerta de la casa en donde, desde veinte años, Signe espera a Ales. Luego la hoguera desaparece. Pero vuelve a reaparecer, lejos, en la playa, donde arde una barca. La barca de Ales seguramente, piensa Signe. Una hoguera encendida en medio de la oscuridad total. En esa hoguera está el cuerpo de Ales, piensa Signe.

«¿Dentro de la hoguera, no hay como un cuerpo?» Se pregunta Signe. O quizás en esa hoguera, que viene y va, que está a su lado y de pronto lejos, en la playa cubriendo los cuerpos de Ales y de todos los que antes de Ales habitaron en la vieja casa. Una hoguera luminosa en la oscuridad. Inevitablemente recuerdo al personaje central, también llamado Ales, de muchas novelas de Fosse, sobre todo en su Sextología y en su Septología.

En esa serie, un pintor, también llamado Ales, vivía obsesionado por una luz que se ocultaba al interior de una oscuridad total. El deseo de Ales era encontrar esa luz que, aunque no se viera como luz, era una luz dentro de la oscuridad. Un día lo logró y pintó la luz dentro de la oscuridad, una luz que solo él podía ver. Desde ese momento Ales, ya viejo, dejó de pintar. Había llegado con su pintura o con su vida, al lugar adonde iba: a su destino. A una luz que nunca se ve, pero que existe, una luz de donde venimos y vamos todos, a encontrarnos con lo que no se puede decir con ninguna palabra. Una luz que vive más allá de lo que somos. Y entonces fue cuando pensé: Quizás esa luz era la hoguera de Ales, la que vio Signe, cuya luz viene y va. Puede ser.

2.

Al terminar de leer la breve novela Ales junto a la hoguera pensé que debía salir del mundo de Jon Fosse. 

Como consecuencia de una cierta tristeza que en los últimos tiempos me ha sobrevenido, si quiero leer, me han aconsejado, debo buscarme otras historias que, como me dijo un médico amigo, sean más «terrenales». Sin embargo, la prosa poética de Fosse puede más que mi voluntad. Fosse logra atraerme como solo la luz puede atraer a uno cuando uno está dentro de la oscuridad.

Como sea, decidido a cambiar de tema, fui hacia la ruma de libros que todavía no he leído y me encontré con la novela de Paul Auster titulada Baumgartner. Su última novela, en los dos sentidos de la palabra última: la última que escribió, y la última que escribió antes de morir.

Siempre me ha gustado el modo de escribir de Auster: su buen humor, su mejor ironía, cierta ligereza (no superficialidad). Pero esta vez cometí un grave error, debo confesar. Al comenzar a leer Baumgartner, descubrí que, con otras palabras, y adaptada en el espacio de otros tiempos, estaba leyendo de nuevo la última novela de Fosse. Pero ya era tarde para abandonar la lectura, algo que solo hago cuando una novela está mal escrita. Debe ser el destino, pensé, ese destino que me lleva a encontrarme siempre con el mismo tema. Cosas de la edad, pensé después.

3.

La escritora, poeta y traductora Anna Blume dice a su esposo, el profesor de filosofía S. T. Baumgartner, que se va a dar una última zambullida, y él se queda tranquilo en la playa de Cappe Cod, leyendo un libro, y de pronto una ola «con la cresta monstruosa» rompió la espalda de Anna y la mató. La ola rompió también el alma de Baumgartner quien nunca pudo abandonar el recuerdo de Anna con quien convivió en feliz matrimonio durante cuarenta años. No puede hacerlo; «era la única persona a la que había querido y ahora tengo que encontrar el modo de seguir viviendo sin ella», se dice. Anna llegó a ser así el vacío que él quiere cubrir sin lograrlo. Durante largo tiempo Baumgartner viviría de acuerdo al ritmo que había impuesto la vida en común con Anne. «Se levantaba a hacer lo mismo que hacía cuando Anna estaba viva».

La novela no comienza con la muerte de Anna sino diez años después y todavía Baumgartner no hace otra cosa que orientar su vida en torno al recuerdo de Anna. La habitación de ella se ha convertido en un museo personal, limpiado acuciosamente por la trabajadora del hogar Rosita Flores.

En un solo día, Baungartner se ha quemado una mano en la cocina al ir apresuradamente a hablar por teléfono y poco después el inspector de la luz, el novicio Ed, golpea la puerta y Baumgartner con su cortesía habitual decide conducirlo hacia el sótano. En ese mismo momento, la hija de Rosita llama para avisar que su padre se ha cortado dos dedos en su trabajo de carpintero. Hay días que no merecen ser vividos.

Al bajar para orientar al inspector de la luz, Baumgartner da un traspiés en la oscura escalera lastimándose una pierna. Ed lo ayuda en lo que puede y después lo deja reposando para volver después a ayudarlo. Pero aún en esos instantes, con el dolor en la pierna, Baumgartner no deja de pensar en Anna. En esos mismos momentos de dolor, sin proponérselo, hace una descripción de su propio duelo.

Recuerda por ejemplo a los mutilados a los que han arrancado una pierna o un brazo pero siguen sintiendo dolores en los miembros ausentes. Así sucede con Anna, piensa. Ella está ausente, pero su ausencia sigue doliendo.

Gracias a un intenso trabajo intelectual Baumgartner no ha logrado superar, pero sí dar un sentido productivo a su duelo: continuar escribiendo para Anna, pensando siempre en ella, y al mismo tiempo pensando más allá de ella, aunque sin abandonarla jamás. Baumgartner seguirá viviendo, para él, escribiendo, sintiendo ganas de vivir «pero en lo más recóndito de su ser, está muerto». Su ser-siendo está aquí, pero su ser primario pertenece al pasado, o lo que es parecido, al destino.

Bumgartner ya ha aceptado vivir con su dolor a cuestas. Según sus palabras: «Vivir es sentir dolor y vivir con miedo al dolor es negarse a vivir». Así, en vez de sumirse en el dolor, decide enfrentarlo; cada día. Pero para eso necesita la presencia de la ausencia de Anna. O su fantasma. Un día incluso, en un teléfono viejo ya inutilizado, escucha el llamado de Anna. Las suyas, son palabras que solo puede escuchar un filósofo de profesión en quien, el dolor del duelo se confunde y entrelaza con su propio modo de pensar; o de ser. Lo mismo suele suceder en nuestros sueños.

La voz de Anna, que revela su estado del no-ser, es también una inconsciente elaboración intelectual de Baumgartner, hecha posible gracias al recuerdo de Anna. «Lo que ocurre después de la muerte» – dice la voz telefónica de Anna – «es que se entra en el Gran Vacío, un espacio negro donde nada es visible (la negrura de Fosse, F. M.), una inaccesible negrura donde nada es visible, espacio de nulidad, la nada de la ausencia».

Anna quiere contar a su amor que no disponemos, estando vivos, de dispositivos mentales para imaginar a la nada (lo había dicho antes Sartre). La nada es impensable. Sin embargo, insinúa Anna, ese impensable piensa desde su nada. Anna, elucubra Baumgartner, «no oye nada porque ya no tiene cuerpo; ninguna extensión, como solían decir los antiguos filósofos». Una “inexistencia consciente”, la titula Baumgartner con pericia ontológica; eso es ahora Anna, un ser que existe, como Dios, pero solo cuando se lo piensa desde el recuerdo y desde el amor. Sin pensarla o imaginarla, Anna es nada. Una existencia presentida que viaja del no-ser al ser solo cuando encuentra en otro ser el vacío de ser.

Los vivos y los muertos están conectados en uno mismo, deduce Baumgartner. Citemos: «El vivo puede mantener al muerto en una especie de limbo personal entre la vida y la no vida, pero cuando el vivo muere a su vez y todo acaba, la conciencia se extingue para siempre» (hasta volver a aparecer en una luz; o en una hoguera, diría Fosse)

Baumgartner después de diez años de duelo, había intentado olvidar a Anna. Pero había descubierto que lo que él gustaba en algunas mujeres, eran solo ciertos parecidos con Anna. Estuvo sí a punto de lograr su libertad enamorándose de Judith, una profesora de cinematografía, quien a la vez había sido amiga de Anna. Lograron una buena relación, pero Judith no aceptó su propuesta de matrimonio. La novela no lo dice, pero se deja entrever: Judith entendió que Baumgartner se había enamorado de ella justo porque ella era todo lo contrario a Anna. O sea, en un matrimonio con Baumgartner, ella estaría condenada a ser la foto negativa de Anna. De alguna manera, en su versión positiva como en su versión negativa, Anna siempre continuaría presente entre los dos. Así parece también haberlo entendido Baugartner. Hasta que encontró su solución. Dedicar el resto de su vida a recopilar la vasta obra no publicada por Anna.

La ocasión llegó cuando una joven y talentosa intelectual, Bebe Cohen, le escribió con el propósito de escribir su promoción sobre la escritos póstumos de Anna Blume. Baumgartner estaba feliz. Llegó incluso a pensar que Bebe Cohen podría llegar a ser la hija adoptiva de él y Anna, la hija que nunca habían podido tener cuando ella estaba viva.

Pero apareció el destino. Poco tiempo antes de que llegara Bebe, Baumgartner sufrió un accidente, chocó con un auto en plena noche invernal, su frente quedó sangrando, pero curiosamente él no sentía ningún dolor. Enfiló entonces sus pasos en busca de ayuda.

Y ahí termina la novela. Cito: «Y así, con el viento en la cara y en la sangre aun rezumando de la herida en la frente, nuestro héroe se dirige en busca de ayuda, y cuando llegó a la primera casa y llama a la puerta, empieza el último capítulo de la historia de S. T. Baumgarten».

Nadie puede saber lo que dice ese capítulo no escrito por Paul Auster. Aunque yo lo presiento. Detrás de ese capítulo está la blancura infinita, oculta dentro de la oscuridad de la que nos hablaba Jon Fosse. ¿Por qué lo presiento? Porque Jon Fosse también escribió una novela acerca de un auto que se pierde en la noche fría de un bosque, cuyo conductor se adentra desde la más oscura noche, pasando por la densa neblina, acercando sus pasos hacia la blancura luminosa que lo espera, allí donde estaba, según Paul Auster, Anna, viviendo en su «inexistencia consciente». Esa novela de Fosse la he comentado en otro texto. Se llama Blancura.

Referencias:

Fernando Mires – EL HUMANO ES UNA ISLA RODEADA DE NADA POR TODAS PARTES

Fernando Mires – EL DIOS DE JON FOSSE

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS

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