Construir tipologías es un deporte muy practicado en la sociología y en la politología. Si fuéramos supersticiosos diríamos que el fantasma de Max Weber sigue penando en las dos disciplinas (disciplinas, no-ciencias). Por supuesto, las tipologías pueden ser muy útiles. Pero poco sirven si no provienen de hechos, procesos y fenómenos ocurridos sobre el plano de la realidad a la que accedemos (la otra, la verdadera realidad, la meta-realidad, a la que no accedemos, debe ser objeto de la filosofía y de la religión, pero la política sucede en el “más acá»; y con eso hemos de conformarnos). Esa constatación lleva a escribir este texto acerca de los liderazgos políticos no sobre la base de tipologías, sino al revés: a deducir tipologías basadas en los hechos.
Lo dicho vale cuando de lo que se trata no es dar curso al placer académico sino apuntar a un claro propósito político. En en el caso de este artículo, a una realidad detectada en diversas zonas occidentales. Me refiero a la llamada crisis de las democracias la que, en diversas opiniones, ha sido entendida como crisis de liderazgos.
El liderazgo político
Liderazgo y política no son sinónimos pero sí, realidades interdependientes.
No hay política sin liderazgo. Aunque sí, hay liderazgo sin política. Podríamos afirmar que el liderazgo es una constante antropológica y antropomorfa. Incluso entre los pre- humanos y primates –pensemos en los gorilas y chimpancés- hubo y hay liderazgos. Por eso en este texto me referiré solo a los liderazgos políticos en niveles nacionales.
Líder es quien conduce a grupos que no saben, no pueden o no quieren conducirse por sí solos. De tal modo los liderazgos políticos portan consigo los remanentes de su pasado pre-político. Hay diferentes casos -pensemos en los populismos fascistas– en los que la ciudadanía, en contacto con un líder, en vez de avanzar a nuevos estadios históricos, retrocede en el tiempo y se transforma en masa u horda.
Un líder es elegido como tal cuando los grupos creen que ese líder conoce mejor que los conducidos el lugar y la ruta hacia donde deben ser conducidos. De modo que en cada líder, político o no, hay una suerte de Moisés en busca de la tierra prometida. Esa tierra era literalmente terrena en los tiempos pre-políticos. Es por eso que, en toda esa inmensa era, los grandes líderes fueron militares. Desde Julio Cesar, pasando por Carlomagno, hasta llegar a Napoleón y Hitler, fueron también invasores de tierras ajenas. A esa primitiva especie pertenece hoy Vladimir Putin. Putin trata de reivindicar el liderazgo militar-imperial, pero –y esta podría ser una de las razones del fracaso que le espera- en medio de una era política por la que (todavía) atraviesa la humanidad.
En sentido psicopolítico Putin puede ser considerado como un exponente de una regresión histórica. Esa es la razón por la que no solo es detestado por todos los demócratas del mundo, incluyendo los de su propio país, donde ha logrado la sumisión, no digamos el amor, ni siquiera el respeto de la gran mayoría de sus conciudadanos. Putin gobierna sobre la base del terror, y muy poco más. Todo lo contrario a su actual oponente militar, Volodimir Zelenzki.
Zelenski, a diferencias de Putin es un gobernante elegido en elecciones libres y soberanas. Más todavía; es un miembro de la tradición democrática y popular que, desde la revolución de Maidán (2013-2014), reafirma la independencia nacional con respecto a Rusia, consagrada en el plebiscito del 2001.
A diferencias de Putin, solo la fuerza de las circunstancias hizo que Zelenski tuviera que convertirse de líder político en líder militar. El hecho de que casi siempre aparezca vestido de soldado muestra en modo simbólico que ha asumido consecuentemente un rol determinado por una invasión que él nunca provocó. Hoy Zelenski es, además, un simbólico líder del Occidente democrático. Por eso hemos repetido en diversas ocasiones que, lo que busca Putin en Ucrania no son solo más kilómetros cuadrados sino la destrucción del estado nacional ucraniano, lo que pasaría, naturalmente, por la muerte de Zelenski. Cualquier intento de negociación que ignore este propósito, llevará al fracaso.
Algunos analistas han comparado el papel histórico-político de Zelenski con el que asumió Churchill en Inglaterra durante la agresión hitleriana. La comparación es válida. Al igual que Churchill, un político civil, Zelenski se ha visto obligado a asumir un liderazgo militar que nunca había ambicionado. Churchill, no hay que pasarlo por alto, fue un líder político en tiempos de guerra, pero no llegó a serlo nunca en tiempos de paz. En ese punto (solo en ese) de Gaulle fue un líder más completo que Churchill. Primero fue líder militar y después líder político, al punto de crear un movimiento que, aun en nuestros días conserva su apellido: gaullismo. En Inglaterra en cambio nunca hubo un «churchillismo”. No sabemos tampoco si alguna vez en Ucrania habrá un “zelenskismo”. Lo cierto, es que tanto Churchill, de Gaulle y hoy Zelenski, llegaron a ser líderes durante la guerra, en defensa de sus naciones pero, a la vez, en busca de la paz. Ninguno fue un Gandhi o un Mandela, íconos que renunciaron a la violencia en busca de la paz política. A un Churchill, a un de Gaulle, y hoy a un Zelenski, no les fue permitido elegir, como a Gandhi o Mandela, entre la guerra y la paz. Pero asumieron la guerra para defender la paz.
Los liderazgos políticos, a diferencia de los militares, sin ser pacifistas como en cierto modo fueron los de Gandhi o Mandela, están orientados hacia la paz, así sea en la paz como en la guerra. Los liderazgos militares, como los de Hitler ayer, Putin hoy día, no suprimen la política, pero sí la ponen al servicio de la guerra.
Imponer la hegemonía de la paz por sobre la guerra, o sobre la violencia en general, es un atributo surgido de la fusión entre política y democracia, un signo al que los enemigos de la democracia llaman con desprecio “occidente”.
Liderazgo y autoridad
El poder político surge de la hegemonía, el poder militar surge de la dominación.
Hegemonía y dominación no han sido, para filósofos políticos como Gramsci y Arendt, términos complementarios (como sí lo fueron para el barón Von Clausewitz y para Carl Schmitt) sino términos antagónicos, incluso excluyentes. Arendt llevó esa idea hasta su punto final al subrayar insistentemente que la autoridad del poder no es lo mismo que el poder de la autoridad. La autoridad, a su vez, deducimos aquí, es la principal condición que hace de un líder un líder. No hay, en efecto, líder sin autoridad. Puede ser una autoridad heredada, puede ser una autoridad alcanzada, pero sin recurrencia al principio de autoridad ningún liderazgo puede aparecer.
Sin autoridad tampoco puede haber poder carismático.
Sin ser lo mismo, hay momentos en que autoridad y carisma confluyen. El carisma proviene de la autoridad, pero a la vez, no toda autoridad es carismática. De un Putin, o a nivel más enano, de un Ortega o un Maduro, podemos esperar autoritarismo; lo que no podemos esperar de ellos es que su autoridad sea carismática.
Carisma es una palabra que posee un doble significado. Uno usual y corriente, otro específico. De acuerdo al primer significado decimos que una persona es carismática cuando genera empatía, crea adhesiones, es escuchado y seguido por los demás. En la escena política los líderes carismáticos logran crear aceptación gracias al uso de la palabra justa dicha en los momentos justos. De acuerdo al segundo significado (es el que hizo suyo Max Weber) el carisma no proviene tanto de la persona en sí, sino del lugar que una persona ocupa en la tradición de su pueblo o nación. Para poner un ejemplo, el papado es un puesto carismático y cada papa, aunque sea un cretino (los ha habido) es escuchado con devoción no tanto por su persona sino por la dignidad del sillón donde se sienta. En cierto modo el Papa es una silla. El carisma, en este caso, proviene del trono del culo papal.
Por cierto, hay casos en los que los dos significados, el usual y el específico, logran unirse en una sola persona. El Papa Juan Pablo ll, para seguir con el ejemplo, supo articular su carisma personal con el carisma del trono (tradición), hasta el punto que para las multitudes polacas llegó a ser no solo un líder espiritual sino también uno político. En fin, ha habido líderes carismáticos de acuerdo a una u otra acepción del significado.
En términos generales podríamos decir que en las sociedades no políticas predomina el significado del carisma derivado de la tradición (o de la cultura, o de la religión). En las sociedades políticas, en cambio, predomina el carisma individualmente adquirido («personas con capital político», las llamó Pierre Bourdieu) el que, en determinadas ocasiones, no solo no proviene de una tradición sino que -es el caso de los líderes revolucionarios– puede ser dirigido en contra de la propia tradición.
Al ocupar la tradición un lugar secundario en la sociedad política, la aparición de un líder está condicionada por contingencias, a veces por encuentros fortuitos entre un líder y liderados. Precisamente, uno de los más grandes líderes de nuestro tiempo, Lech Walesa, emergió en circunstancias imposibles de prever. En ninguna parte estaba escrito que en los astilleros de Danzig iba a irrumpir una huelga, que esa huelga iba a ser torpemente bloqueda por el gobierno comunista, que a un joven electricista llamado Walesa se le iba ocurrir tomar unas tijeras mecánicas para cortar las alambradas y que, entusiasmado por su propio acto, se iba a poner a la cabeza de una marcha impresionante a la que se fueron uniendo distintos grupos, no todos obreros. Tampoco estaba programado que a algunas mujeres de la ciudad de Danzig se les iba ocurrir llevar alimentos a los huelguistas, y que ese acto de solidaridad iba a dar nombre al nuevo movimiento llamado Solidarnosc.
La de Walesa fue la primera revolución obrera de la historia de Europa, luego fue una revolución política y terminó siendo, articulada con diversas revoluciones pacíficas que tuvieron lugar en Europa del Este, parte de una gran revolución democrática de carácter continental a la que también pertenece la revolución democrática de Ucrania, la que estalló cuando Zelenski cursaba la escuela secundaria. Walesa, una especie de Moisés polaco, condujo a su país e inspiró a los demócratas de otros países a realizar un éxodo, pero no hacia un lugar terrestre como fue la tierra prometida de los judíos, sino a un lugar situado en el tiempo; un lugar llamado democracia.
A partir de esta somera descripción podemos entonces reunir cinco elementos propios al liderazgo de tipo político-occidental. Primero, es circunstancial (o contingente). Segundo, es relacional. Tercero, puede ser revolucionario, puede ser rupturista, pero no es casi nunca, violento. Cuarto, el carisma del líder, siendo en parte tradicional, no surge de la tradición sino más bien de la acción social y política. Quinto: el líder político apela como todo líder a las emociones, pero eso no significa que, justamente por ser político, deje de lado a la racionalidad.
Del líder emocional al líder racional
El último punto, el referente a la emocionalidad y racionalidad del liderazgo político, es muy importante para acceder al estudio de los liderazgos en América Latina.
En gran parte de América Latina, sobre todo allí donde han predominado los movimientos populistas, son adjudicado a los líderes políticos características más bien negativas. La literatura occidental tiende a presentarlos, de un modo casi caricaturesco, como a tribunos demagógicos e irresponsables cuyo propósito es enardecer a las masas para luego conducirlas hacia precipicios insondables. Efectivamente, en los llamados movimientos populistas hay una fuerte carga emocional, pero eso no significa que el populismo sea puramente emocional. Con razón Ernesto Laclau nos hablaba de “la razón populista» (precisamente título de uno de sus libros más importantes).
Justamente en la relación masa líder propia al movimiento peronista al que nunca abandonó de su mente, vio Laclau una relación según la cual las llamadas masas no son simple materia amorfa, moldeable al gusto del líder, sino movimientos que no solo son conducidos sino, además, conducen a sus líderes. Visto así, el populismo argentino habría sido una suerte de invención popular, sobre todo del movimiento sindical, para hacerse presente en el poder y conquistar allí espacios de representación que nunca habrían podrían ser alcanzados bajo una forma no-populista. Los Perón, particularmente Eva, no serían solo caudillos autónomos, sino productos del imaginario popular. Juan Domingo, ex militar, sería el representante del poder político. La bella Eva, nacida del pueblo bajo, sería la representante del poder popular. Justamente esa fusión entre intereses y pasiones, representadas en un marido y en una esposa, haría posible la transformación a posteriori del símbolo político en un mito histórico, uno tan profundo que incluso, el más radical anti peronista que hoy es posible imaginar, Javier Milei, terminaría apoderándose del estilo y del repertorio peronista pero para usarlo en contra del peronismo.
Mucho menos racional que el supuestamente irracional movimiento peronista, fue el castrismo cubano. Mientras el peronismo representaba intereses concretos de clases organizadas bajo la forma de masas, Castro representaba a masas sin organización interna y, por lo mismo, más manipulables que las argentinas. En vida, Fidel brilló mucho más que Perón, sin duda. Pero el castrismo terminó con la muerte de Fidel. El peronismo sin Perón se convirtió en cambio en un mito que hasta hoy perdura. Dicho en breve: en el peronismo había mucha más racionalidad que locura; en el castrismo, mucho más locura que racionalidad. Fidel, más que Perón, corresponde con la caricatura clásica del líder latinoamericano.
La misma o parecida suerte que el castrismo correría esa fotocopia borrosa del castrismo que fue el chavismo venezolano. Pero a diferencia de Castro, Chávez no venía de ninguna Sierra Maestra. Chávez nunca puso en juego su vida para combatir a una dictadura. Chávez llegó al poder en democracia con el claro objetivo de destruir a la democracia en nombre de un ideal socialista levantado como bandera justamente cuando del discurso socialista no quedaba nada en el mundo. De los líderes populistas latinoamericanos, puede que no sea el más grotesco; pero sin duda fue el más irracional de todos.
Cuesta encontrar un liderazgo de tipo racional en América Latina. La mayoría de ellos han sido predominantemente emocionales. Por cierto, ha habido y hay muchos políticos racionales en nuestro continente, pero, en no pocos casos, su propia racionalidad les ha impedido ser líderes de masas. Pienso por ejemplo en el chileno Ricardo Lagos quien, durante la dictadura militar y apuntando desde la pantalla televisiva a Pinochet con el dedo, lo acusó valientemente de las violaciones a los derechos humanos que habían tenido lugar bajo su era. Desde ese momento Lagos se convirtió en el símbolo del plebiscito que abriría a Chile las puertas de la democracia. Ahora, mirando la historia en retrospectiva podríamos decir que Lagos lo tuvo todo para convertirse en el líder de un enorme movimiento «laguista». Sin embargo, la racionalidad de Lagos lo llevó a ser parte activa de una concertación democrática, cediendo el paso a la candidatura de Patricio Aylwin, también un anti-líder en el sentido latinoamericano del término. Pero también podríamos decir que Lagos fue un líder justamente porque no quiso serlo; un líder al que podríamos denominar, ampliando la tipología, de la razón y no de la emoción.
La diferencia entre liderazgo emocional y liderazgo racional ha sido y es una constante de la vida política. Eso no significa que la emoción y la razón sean propiedades excluyentes. En Europa, Churchill, De Gaulle, Walesa, Zelenski, fueron líderes que supieron despertar fuertes emociones, pero nadie podría acusarlos de irracionales.
A esa conclusión llegaba cuando desde Venezuela recibí un mensaje de un estimada amiga. En esa carta me decía: «en estos momentos, María Corina Machado emerge como una líder que está en condiciones de disputar al propio Chávez sus dotes de líder emocional. Pero también ha aparecido la candidatura de Edmundo González, un hombre mesurado y conciliador, precisamente la personalidad que necesitamos para organizar el difícil proceso de transición del autoritarismo a la democracia. Lamentablemente no es un líder de masas, aunque tal vez podría serlo si los representantes de la oposición, y no solo María Corina, le dieran todo su apoyo» .
¿Un líder racional en Venezuela? Ese sí sería un segundo milagro. Decimos segundo, porque hablando de líderes racionales, la tropical Venezuela, a diferencia de otros países más templados, ya conoció ese milagro. Se llamaba Rómulo Betancourt.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
https://talcualdigital.com/sobre-lideres-y-liderazgos-por-fernando-mires/#google_vignette