Ya parece ser un concepto dominante entre latinoamericanos: estallidos sociales. No es la primera vez que pasa algo parecido. Ya en el pasado reciente vimos cómo determinados acontecimientos encadenados entre sí, generan procesos paralelos. Por ejemplo, durante 2010-2012 ocurrió la llamada Primavera Árabe. Apareció cuando en diversos países árabes irrumpieron rebeliones en contra de tiranías que, hoy sin contrapeso, siguen dominando en la región. Movimientos que fueron arrasados por la confabulación indirecta que se dio entre movimientos islamistas, ejércitos pretorianos de las dictaduras (caso egipcio) y la sangrienta intervención externa ordenada por Putin, quien terminó apoderándose de Siria, ayer una nación en forma, hoy no más que un protectorado militar ruso.
Vuelven también a la memoria rebeliones socio-juveniles que ocurrieron en la España de Rajoy; o el movimiento obrero-popular de los Chalecos Amarillos durante el gobierno de Macron. Y así es: cada cierto tiempo, algunas regiones del planeta se convierten en escenarios de movimientos de masas que en un comienzo nadie sabe cómo aparecieron.
Los objetivos suelen ser diversos. En la Primavera Árabe eran democráticos. En los movimientos españoles y franceses, más bien sociales, incluso económicos. Hoy toca el turno a América Latina. Son los estallidos sociales aparecidos en Chile, Colombia y, como veremos, en Perú. Probablemente no serán los últimos.
Vivimos una época cuyo signo parece ser el desprendimiento de amplios sectores masivos con respecto a las representaciones políticas imperantes.
Efectivamente, todas las manifestaciones nombradas, y muchas más, son la expresión de dislocaciones entre representantes y representados. En términos más escuetos, las masas irrumpen en las calles para llenar un vacío, todas dirigidas –ya es un denominador común– en contra de las llamadas «clases políticas». Tema, el de los vacíos, que puede ser considerado como prioritario con respecto al de los estallidos sociales, pues, si hablamos en términos de causa-efecto, los vacíos serían más causa que efecto. Los estallidos surgen en un espacio vacío y vaciado de, y por la, política.
Para decirlo en términos gramscianos, los vacíos políticos evidencian una crisis de representación. Aunque en términos no gramscianos podrían ser considerados como una condición para la reproducción de la política. Sin espacios vacíos, en efecto, la política perdería su dinámica para convertirse en simple superestructura de la economía, al gusto de marxistas y liberales.
El tema, por lo tanto, no es el vacío político en sí, sino la frecuencia e intensidad de sus apariciones. Cuando los vacíos políticos son muy frecuentes o muy anchos, podríamos hablar no solo de crisis política sino de crisis de la política. Eso es lo que está ocurriendo en diferentes países llamados occidentales, incluyendo algunos latinoamericanos.
La magnitud y frecuencia de los vacíos políticos nos permiten detectar si estamos frente a una crisis de representación ocasional o de una crisis orgánica, entendiendo por esta última –otra vez con Gramsci– la ausencia de «ideas-fuerza» que lleven a unificar políticamente a las masas y convertirlas en movimientos e, incluso, en partidos políticamente estructurados.
Toda crisis orgánica, dicho en breve, es una crisis de los partidos y toda crisis de los partidos es una crisis de las ideas (no solo políticas).
Como hemos afirmado en otros textos, la crisis orgánica de representación que viven casi todas las naciones del occidente político tiene que ver con una no-adecuación entre transformaciones operadas en las relaciones de producción y reproducción social y sus expresiones políticas. La modernidad globalizadora ha generado nuevos sectores aún no definidos sociológicamente y estos viven bajo el alero de un orden político que representa más bien un pasado que ellos no viven ni entienden.
El tronco político de la modernidad —cuyas ramas son la conservadora, la liberal, la socialcristiana y la socialista— se ve cada vez más raquítico, mientras sus sombras cubren espacios cada vez más reducidos. La posmodernidad política del capitalismo global está vaciada y ese vacío ejerce, como si fuera un agujero negro perdido en el espacio infinito, una atracción cada vez más gravitante a nuevos movimientos, partidos y siglas.
El vacío actúa como demanda. La oferta en Europa es predominantemente xenófoba, ultraderechista, fascistoide (Vox, el repentismo, Alternativa para Alemania, entre tantos) aunque también se suman de vez en cuando partidos izquierdistas, más bien actualizadores imaginarios del pasado, como Podemos en España, o los socialistas de Melenchón en Francia, todos, al igual que sus epígonos de la derecha, anti-UE y anti-OTAN. Europa es la nueva Roma sitiada desde fuera y acorralada desde dentro por los nuevos habitantes del vacío político.
El panorama, visto hacia el futuro, no puede ser optimista. Las fuerzas de la modernidad democrática han pasado a la defensiva. Socialistas españoles y alemanes han comenzado a votar por las derechas tradicionales a fin de defenderse de las derechas salvajes del nacional-populismo. Hacen bien. No tienen, por lo demás, otra alternativa. Cuando es imposible avanzar hay que, al menos, defender lo que se tiene.
2.
En América Latina, el vacío político emergente ha sido espacio de estallidos. Un fenómeno casi físico. El vacío, al contraerse, incapaz de soportar su propio vacío, estalla. El caso chileno es paradigmático.
A raíz de la subida del precio de la locomoción en el metro, salieron los escolares a las calles y a ellos se sumaron trabajadores, luego familias completas. En un momento lo que menos interesaba era el precio del pasaje del metro. Las multitudes protestaban por miles de razones, aunque solo dos las unificaban: el malestar frente a la desigualdad social, oculta bajo una alfombra tejida con falsos hilos modernos, y el malestar frente a una clase política de izquierda derecha y centro, ante la cual ya no se sentían representadas.
La segunda fase fue la de la violencia: lumpen, hampones, marginales, submundos que ocultan hasta las más modernas democracias.
Recordemos a los movimientos de los suburbios de París, los 1° de mayo de Hamburgo y de Berlín, los movimientos afroamericanos de Los Ángeles y las huestes trumpistas del Capitolio. Masas desintegradas, sin organizaciones, sin idearios, sin programas, sin nada que no sea odio a «los de arriba», pero con el derecho a ser pueblo y a expresarse como pueblo. En el fondo, nada demasiado chileno.
La clase política chilena, izquierda y derecha, con el presidente de la república a la cabeza, supo al menos reaccionar. Abrió un canal institucional y constitucional. Una nueva constitución social, feminista, indigenista, nacida de «abajo», deberá ser elaborada con el concurso mayoritario de supuestos independientes. Vamos a ver qué sale. No hay que abrigar demasiadas esperanzas. Quien espere de ese proceso una carta constitucional perfecta lo hará en vano. Pero al menos los chilenos supieron esquivar el estallido del vacío. Con improvisaciones «a la chilena», han salido por el momento del paso. Lo importante es que el proceso de democratización social ya no transcurre sobre el vacío. Las elecciones de mayo del 2021 taparon, aunque fuera momentáneamente, al vacío.
3.
Las que no logran salir del paso son las masas sin rumbo fijo del estallido colombiano. Aprisionadas entre dos violencias –la de una extrema izquierda que aún piensa de modo guerrillero, y la de una extrema derecha que aún piensa de modo uribista y paramilitar– no han logrado ser canalizadas políticamente. Las cifras de muertos, heridos y presos políticos son innumerables. Bajo esas condiciones, el presidente Duque solo tenía dos alternativas: o la represión más violenta que es posible imaginar (línea Uribe) o abrir diques para un diálogo político. Pero hizo precisamente lo que no hay que hacer.
Entre esas dos alternativas eligió a las dos al mismo tiempo. Con ello ha sepultado la vía del diálogo logrando que los manifestantes pierdan miedo a la represión al ver a su presidente como lo que es: un tipo débil y vacilante.
«Esto, ¿para dónde va?», pregunta el columnista Enrique Santos Calderón. Tiene toda la razón al preguntar, pues nadie sabe la respuesta. Solo cabe esperar, agregamos, que Iván Duque logre terminar a duras penas su mandato y asuma el gobierno una fuerza de centro-izquierda, o más difícil, de centro-derecha, como única posibilidad para hacer regresar al país a una paz mediana.
Solo la aparición de un centro político, con inclinaciones hacia la derecha o a la izquierda, salvaría a Colombia. No obstante, Duque, y su antagonista Petro, harán lo posible para que eso no ocurra. Con eso hay que contar. Ambos viven de la polarización. Y la polarización vive del vacío que separa a ambos polos. Solo cabe rogar para que el país colombiano no siga el polarizado camino de Perú.
4.
Vacío estaba también el panorama político peruano. País que ostenta el raro récord mundial en materia de presidentes destituidos y judicializados. Destrozándose a sí misma por migajas de poder, la clase política peruana ha llegado a probarse como absolutamente incapaz para resolver su vacío hegemónico. En ese ambiente, los políticos peruanos han creado una polarización tan extrema entre dos sectores políticos, con un alto potencial antidemocrático, que todo buen augurio pareciera estar fuera de lugar.
A un lado, Keiko Fujimori, representante de una oligarquía ya centenaria, del empresariado exportador, de los sectores altos y medios urbanos, de la modernización excluyente, de la desigualdad estructural, del mercado internacional. Al otro lado, el Perú profundo y semicolonial, país de indios desarraigados, de pequeños propietarios, de campesinos sin tierra y de parias suburbanos. Son las muchedumbres que votaron por Castillo.
Lo que ha caracterizado al balotaje no es, sin embargo, la lucha de clases. Es, por el contrario, la lucha de masas. Masas contra masas.
Todos los partidos de la clase política unidos, en defensa propia, en contra de un candidato salido casi de la nada, uno que logró concitar el apoyo incondicional de los humillados y ofendidos de la nación.
Tampoco el enfrentamiento electoral es, como creen casi siempre los ingenuos observadores europeos, de izquierda contra derecha. Pues hay una diferencia fundamental entre lo que una fuerza política piensa de sí misma y lo que objetivamente es. En el caso peruano las líneas están cruzadas. Quien representa la modernización y el progreso económico es Fujimori. Quien representa a la tradición, a las fuerzas que provienen del pasado, es Castillo. En cierto modo, el de este último es un movimiento popular de carácter redentor. Más que Keiko, Castillo está en contra del divorcio y del aborto. Mucho más que Keiko, es profundamente religioso. Los valores de Castillo son conservadores, o por lo menos tradicionalistas. Del mismo modo que su lejano mentor, J. C. Mariátegui, Castillo piensa que las fuerzas productivas del capitalismo son esencialmente destructivas. Su socialismo, o mejor, su igualitarismo, hunde raíces en el comunitarismo indígena y campesino y no en las luchas obreras de las grandes ciudades.
En otras palabras, mientras Keiko busca ocupar el vacío político con un progresismo desarrollista, urbano y empresarial, Castillo lo intenta ocupar con fuerzas que provienen del pasado, desde el Perú profundo. En ese sentido la candidatura de Castillo puede ser considerada como un estallido social recuperacionista. Revolucionaria, vista desde una perspectiva marxista-leninista es Keiko Fujimori. Castillo lo es solo si entendemos a la revolución como un simple cambio repentino y profundo.
Así como el excandidato presidencial chileno, Andrés Velasco, escribió que en Chile tuvo lugar una revolución constitucional, en Perú parece estar teniendo lugar una revolución electoral.
El dilema, el gran dilema, será si ambas revoluciones lograrán ocupar el vacío político que surca a los dos países vecinos, o se hundirán en los abismos más profundos de ese mismo vacío. La suerte está echada. Y ya no hay vuelta atrás.
Twitter: @FernandoMiresOl