1. Los gobiernos de dominación antidemocrática han cambiado durante el siglo XXI. De hecho, las dictaduras tradicionales del siglo XX como fueron las militares del sur de Europa, las de América Central y las del Cono Sur latinoamericano, ya no son las predominantes. Para no confundir a los lectores, al referirnos a estas nuevas formas no democráticas de gobierno, las hemos llamado autocracias. Puede que el término no sea el más correcto (el término absolutamente correcto no existe, todos son aproximaciones). Pero ustedes entienden de qué estamos hablando. Se trata de gobiernos que provienen de movimientos radicales democráticos, también llamados populistas, gobiernos que han llegado al poder por la vía más democrática de todas: la electoral.
Observamos que no se trata de un fenómeno regional sino occidental, vale decir, puede aparecer en las latitudes más diversas, aunque siempre en contra y gracias a democracias establecidas. Ninguna nación del mundo está libre de caer bajo las garras de la epidemia autocrática. El fenómeno Trump fue solo un aviso luminoso. Como dijo Joe Biden, la contradicción fundamental de nuestro tiempo es la que se se da entre democracias y autocracias. Contradicción –eso no lo dijo Biden– que surge no solo entre las naciones sino también al interior de ellas
Ideológicamente, las autocracias son autodefinidas como antiliberales o –para expresarlo como el autócrata húngaro Viktor Orban– iliberales. Quiere decir: no se declaran antidemócratas, solo adversarios de la democracia liberal, entendiendo por ella a sistemas de gobierno, parlamentarios o presidenciales, en donde prima la división clásica entre los tres poderes del Estado.
El objetivo primero de la línea autocrática es, por lo tanto, limitar esa división al máximo en aras de la primacía del ejecutivo, casi siempre encarnado en un caudillo situado por sobre la Constitución y las leyes. Pueden llamarse Putin o Maduro, Lukashenko u Ortega, Erdogan o Morales, Kaczyński o Bukele (solo por nombrar a algunos).
El listado muestra que se trata de representantes de ideologías de «izquierda» y de «derecha». Ideologías que en verdad no constituyen un factor decisivo. La ideología, en todos estos casos, opera solo para otorgar cierta «ratio» al objetivo principal de las autocracias: el control del poder del Estado. Poder en el que son incluidas las fuerzas armadas, compradas a muy alto precio. No obstante, tampoco se trata de regímenes militares, en sentido tradicional.
Pese a todos sus privilegios, las fuerzas armadas mantienen bajo el dominio autocrático solo cuotas reducidas de poder. Las autocracias, sin renunciar al apoyo militar, están constituidas por gobiernos políticos-militares y no militares-políticos, y este no deja de ser un punto de suma importancia cuando se trata de enfrentarlas.
Ahora bien, la principal característica de estos gobiernos no-democráticos es haber incorporado a su sistema de dominación formas propias a la democracia liberal, particularmente la forma electoral. Todos, unos más otros menos, mantienen inamovible una apretada agenda electoral. Algunos autores nos hablan incluso de dictaduras-electorales (Levitsky y Ziblatt, 2018) De hecho, una contradicción en sí. Por eso preferimos llamarlos aquí gobiernos híbridos o mixtos.
Los eventos electorales requieren de ciertos espacios abiertos a la política: partidos, campañas, incluso una limitada prensa y, por supuesto, redes sociales. Ahí justamente reside la gran paradoja:
Las elecciones constituyen la principal carta de legitimación de las autocracias. Pero, a la vez, constituyen su zona de máximo peligro.
Si la votación contraria es masiva podrían perder (de hecho, casi todas han perdido cada cierto tiempo elecciones regionales y parlamentarias) y si cometen fraude, también pueden perder (en legitimidad, en cohesión interna, en apoyo internacional) Cabe, por lo mismo, anotar que no se trata de regímenes estáticos. En caso de sentirse acosados, pueden convertirse en dictaduras duras y puras (Lukashenko u Ortega, para poner dos ejemplos). Pero también pueden evolucionar y abrir espacios de participación relativamente democráticos. Eso no solo depende de ellos sino también –diría, sobre todo– de la política de las oposiciones.
En Polonia, Hungría y Turquía, las grandes ciudades han sido conquistadas por oposiciones democráticas, estableciéndose una convivencia tensa con representantes de los respectivos gobiernos, cuyos fuertes son las regiones políticamente poco evolucionadas de cada país.
En estos tres países el camino ya está decidido por sus respectivas oposiciones: mantener una coexistencia difícil con sus gobiernos, ampliar los espacios de participación pública y, en momentos de crisis, intentar ganar las elecciones decisivas. La vía insurreccional está descartada. No así en América Latina.
2. En la región latinoamericana la vía democrática ha sido obstaculizada no solo por los gobiernos sino que, en gran medida, por las mismas oposiciones antiautocráticas. Para decirlo en modo de tesis: el mayor obstáculo que aparece para la apertura democrática reside en una cultura no democrática compartida por los gobiernos autocráticos y sus respectivas oposiciones.
Estas últimas han tendido a optar por vías insurreccionales o por líneas confrontacionales, o no han sabido crear condiciones que permitan ampliar los espacios de participación que lleven al debilitamiento del oficialismo autocrático. Lo que buscan, dicho en breve, no es derrotar al enemigo, buscan derrocarlo. Y no es lo mismo. Derrocar es un acto de violencia. Derrotar es un proceso político.
El objetivo de las oposiciones en Nicaragua, Bolivia y Venezuela, digamos claramente, no ha sido debilitar a sus gobiernos sino derrocarlos, eligiendo una vía confrontacional, pero sin tener los medios para llevarla a cabo. En esos tres países, y esa es la diferencia con las luchas antiautocráticas de los países europeos, la hegemonía opositora ha sido ejercida por sectores extremistas.
En los tres países mencionados las oposiciones han participado regularmente en elecciones. Pero hay distintos modos de participar. Uno es «usar» las elecciones como táctica en el trayecto de una vía insurreccional, tal como decía hacerlo la «izquierda revolucionaria» durante los años 60. Otro es hacer de las elecciones una vía, «la vía» democrática por excelencia. Pero para las oposiciones nombradas, la vía electoral —llamada por ellas «electoralismo»— es una desviación política.
De más está decir que, por su naturaleza antidemocrática, los gobiernos autocráticos, esencialmente polarizadores, están más preparados para la guerra de contrainsurgencia que para la lucha política. La confrontación polarizada les brinda el mejor pretexto para abandonar su carácter mixto y así asumir una forma puramente dictatorial.
Las manifestaciones juveniles y callejeras en Venezuela durante 2017, así como las iniciadas en Nicaragua el 2018, al ser dirigidas por grupos que exigían tumbar a las dictaduras, sobrepasaron a los partidos electorales de oposición y brindaron la ocasión a los respectivos autócratas para desencadenar oleadas represivas sin precedentes en sus países. La renuncia a centrar la lucha en la vía electoral por los sectores extremos de ambas oposiciones, así como el deseo de embarcarse en insurrecciones sin programa ni destino, es precisamente lo que aguardan gobiernos de tendencias dictatoriales, como son los de Ortega y Maduro, para endurecer sus posiciones y desplazar la confrontación política –que ambos no dominan– hacia la lucha violenta, en la que ambos son expertos.
Maduro, más político que Ortega —quien no ha vacilado en convertirse en Somoza II—, no ha desahuciado del todo la confrontación política. Ya sea porque sabe que la oposición está dividida, ya sea porque necesita una distensión internacional, no abandona la vía electoral, más todavía si en estos momentos puede más ganar que perder.
A su vez, Evo Morales –hay que hablar de Morales y no de Arce en materias de poder– no ve motivo para desechar la vía electoral, pues sigue contando con amplios contingentes sociales enfrentando a una oposición fragmentada. Por el momento, aprovecha su victoria electoral para depurar al Ejército y usar la fuerza represiva en contra de sus adversarios. Sobre todo contra quienes enfrentaron la contienda electoral como una alternativa insurreccional.
Oposiciones no preparadas para enfrentar a sistemas mixtos de dominación no parecen encontrar la línea política adecuada. Como ha anotado el politólogo venezolano Ángel Álvarez en una entrevista al diario digital TalCual, dichos gobiernos pueden presentarse una vez como dictaduras, otra vez como democracias. Pero también, anota Álvarez, a la oposición le corresponde un alto grado de responsabilidad.
En efecto, hasta ahora la oposición no ha abandonado —aun participando en elecciones— «la vía del derrocamiento», de tal manera que cuando no se ha abstenido, renunciando con ello a toda participación en la política real, han ido a las elecciones de un modo «táctico», poniéndolas al servicio de una insurrección que no tienen cómo realizar. De este modo han abandonado las tareas de toda oposición democrática: la defensa estricta de la Constitución, hacerse eco de las demandas de los grupos sociales más golpeados por el gobierno y mantener los usos políticos en la confrontación.
En fin, al seguir una irreal y desquiciada estratégica insurreccional sin insurrectos, han regalado la presidencia a Maduro, amén de gobernaciones y, no por último, la propia Asamblea Nacional. Son estas las razones que llevan a opinar a Ángel Álvarez que una transición democrática no vendrá de la oposición sino desde fuerzas que apoyan al gobierno. Lo uno, sin embargo no excluye necesariamente a lo otro.
Evidentemente, todos los gobiernos autocráticos, en algún momento de su historia, comienzan a mostrar grietas internas. Pero estas no sirven de nada si no existe una oposición en condiciones de capitalizar esas grietas a su favor. En verdad, no conocemos ningún caso histórico de autodemocratización, es decir, sin participación activa de una oposición.
Para que una transición hacia la democracia comience a tener lugar se requiere de una oposición en condiciones de interactuar con fracciones del bloque autocrático de dominación.
Las oposiciones latinoamericanas tienen en ese sentido mucho que aprender de transiciones democráticas ocurridas en el pasado reciente. Recordemos que Mandela conectó con de Klerk; Walesa con el general Jaruzelski; Felipe González con Adolfo Suárez. Sin esa despolarización esencial, sin ese diálogo sostenido entre gobierno y oposición, sin una voluntad compartida de cambio, no puede haber ningún proceso de democratización en ninguna parte del mundo.
Naturalmente, ha habido experiencias insurreccionales armadas, pero todas o han fracasado, dejando detrás de sí regueros de sangre, o han triunfado estableciendo dictaduras más horrendas que las que derribaron. La lucha armada en contra de Batista llevó a la dictadura de los Castro. La de Nicaragua en contra de Somoza llevó a la dictadura de Ortega-Murillo. La de Zimbabue llevó a la dictadura criminal de Robert Mugabe. Y así, sucesivamente. La lección que de esos procesos deriva es simple: si una oposición no es democrática consigo, nunca será democrática con los demás.
Una colega venezolana me escribe: «Me encuentro situada entre dos dictaduras: la de Maduro y la del G4». Quizás exagera. O quizás no. Lo cierto es que la oposición venezolana, para llevar a cabo su imposible política insurreccional, terminó por «desdemocratizarse», desconectándose de las demandas sociales y entregando la iniciativa política a potencias externas.
Podemos, sí hablar, al referirnos a la venezolana, de una oposición con tendencias autocráticas. No debemos extrañarnos, entonces, de que en vísperas de nuevas elecciones regionales la opinión pública internacional se encuentre presenciando el vergonzoso espectáculo de una directiva más interesada en bloquear a candidaturas que en el pasado no apoyaron la opción insurreccional-abstencionista, que en enfrentar a los candidatos de gobierno. Y nada menos que en nombre de la unidad: «su» unidad.
Levitsky y Ziblatt opinan que para salir de las dictaduras (y aquí agregamos, de las autocracias) la condición primaria es la unidad de la oposición. Es difícil estar en desacuerdo con esa opinión. No obstante, debemos distinguir dos tipos de unidad: la unidad impuesta por una dirección autocrática y la unidad política-hegemónica. Entendemos por unidad política-hegemónica aquella que se forma a través de una intensa confrontación de opiniones sobre la base de fuerzas previamente medidas en la arena electoral.
Y bien, esa unidad, como toda unidad, debe provenir de la no-unidad. No hay mejor unidad (o acuerdos, o pactos, o alianzas) que la que se da entre partidos que han definido claramente su línea, su identidad y sus objetivos. A la vez, no hay peor unidad que la que se da entre partidos que han delegado su conducción a una dirigencia que ejerce, en lugar de hegemonía, simple dominación. La unidad es y será siempre unidad en torno a objetivos determinados. La unidad se da en la diversidad. O como se dice en chileno: «vamos juntos, pero no revueltos».
Para poner un ejemplo: en las elecciones bolivianas del 2020 que dieron como vencedor al evismo de Luis Arce, la oposición cometió el imperdonable error de no alinearse en torno a la candidatura que había obtenido mayor votación en la elección del 2019 (Carlos Mesa), cuando fue descubierto el fraude cometido por Evo Morales. En la repetición de las elecciones, en el 2020, la oposición decidió nuevamente medirse entre sí, confiando en que se iban a unir en una segunda vuelta, la que no tuvo lugar. Las fuerzas del MAS, en cambio, se unieron monolíticamente en torno a la candidatura de Arce. En esos comicios primó el egoísmo de los caudillos partidistas quienes olvidaron que la unidad no solo es sumatoria sino, además, contiene un efecto multiplicador.
Hoy, más bien empujada por las circunstancias (fracaso rotundo de la vía insurreccional de Guaidó-López, fin del gobierno Trump) la oposición venezolana intentará en las elecciones regionales de noviembre medirse consigo y con las fuerzas de gobierno a la vez.
Sin unidad, sin haber resuelto su problema hegemónico, sin primarias, y sin haber dado siquiera a conocer las razones que la llevaron a abandonar la vía electoral para retomarla en peores condiciones tres años después, esas elecciones solo serán vistas en el futuro como un capítulo más, probablemente el final de la crónica de una catástrofe anunciada.
Lo importante será el después. ¿Habrá un nuevo comienzo? ¿Nacerá una nueva oposición en el verdadero sentido del término? ¿Una oposición sin conducciones de extremistas alucinados, en condiciones de convivir y dialogar entre sí y con el gobierno? ¿Una oposición democrática, constitucional, pacífica y electoral como quisieron muchos –en un momento de arrebato realista– que así fuera? Son solo algunas preguntas. Por el momento no hay respuestas.
El teléfono suena ocupado.
Twitter: @FernandoMiresOl
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.