Hay cierto acuerdo tácito entre quienes nos ocupamos del no siempre simpático trabajo de caracterizar a movimientos y gobiernos políticos. Ese acuerdo es el de llamar a los nuevos movimientos sociales que se levantan en contra de la democracia que ellos llaman liberal, como nacionalpopulistas.
En un comienzo era tendencia denominar como fascistas, neofascistas o posfascistas a movimientos como los de la Le Pen, en Francia, Demócratas Suecos, Liga Norte en Italia, AfD en Alemania, VOX en España. Más difícil ha sido seguir sosteniendo el calificativo cuando estos movimientos toman la forma de gobiernos como ocurrió con el Fidesz de Orbán, Ley y Justicia de Polonia y recientemente con Los Hermanos de Italia.
Por cierto, todos incorporan elementos fascistoides, entre ellos discriminación racial en políticas migratorias, la misoginia, la homofobia, un furioso anticomunismo sin comunistas. Pero pronto fueron agregados a su repertorio otro elementos de clásico tipo conservador. Entre otros, el culto a los símbolos patrios y a la familia tradicional, agregando a la lista una tenaz lucha en contra de la despenalización del aborto, en nombre del «derecho a la vida».
Nuevo nacionalismo Morawiecki
Justamente ha sido ese acercamiento a los valores religiosos y morales de tipo conservador un obstáculo para denominar a esos movimientos como fascistas, pues, como es sabido, los fascismos «clásicos», sobre todo los de Hitler y Mussolini, fueron moralmente disolutos y radicalmente antirreligiosos. Ideológicamente un Orbán, un Morawiecki, una Meloni se encontrarían más cerca del integrismo franquista que del totalitarismo fascista al estilo de Mussolini y Hitler.
Más difícil todavía fue mantener el concepto de fascismo cuando logró percibirse que los nuevos movimientos unían a su conservadurismo demandas exigidas por las izquierdas occidentales, entre ellas la limitación de la globalización, de instituciones internacionales como el Banco Mundial en lo económico y la UE en lo político, todo acompañado con una negación, compartida por las izquierdas occidentales, a la democracia liberal. Odio o aversión que ha llevado a muchos de esos movimientos y gobiernos a identificarse con la Rusia de Putin, convertida en vanguardia de los gobiernos antidemocráticos de la tierra.
Ahora bien, intentando buscar denominadores comunes, encontramos que todos esos movimientos se declaran nacionalistas. Algunos han llegado a incorporar el nombre de sus naciones en la designación de sus partidos. Alternativa para Alemania, Patriotas por Suecia, Hermanos de Italia, entre otros. Por lo tanto, en cualquiera definición general, algo que no puede faltar es el término nacional o nacionalismo. Estamos frente a una ola antidemocrática y nacionalista a la vez. Que ese nacionalismo sea más retórico que práctico, es otro tema.
Podríamos afirmar en sentido gramsciano que los nuevos partidos nacionalistas están ganando en Occidente la lucha hegemónica al apropiarse del concepto de nación. Quizás esa es una de las varias razones que explica por qué tales organizaciones han llegado a constituirse en partidos y gobiernos de masas. Pues al presentarse como defensores de las tradiciones nacionales en contra de los demócratas globalistas y liberales y de las izquierdas internacionales, han construido una narrativa que sitúa a la nación como una entidad amenazada por fuerzas externas frente a las cuales solo cabe defenderse. Partiendo de esa base, los movimientos migratorios son para ellos destacamentos desnacionalizantes, hordas de bárbaros cuyo objetivo es robar «nuestra» identidad nacional, imponiéndonos sus culturas, sus tradiciones y hasta sus religiones, como destaca la buena pero muy tendenciosa novela de Michel Houellebeq, Sumisión. Naturalmente, siempre ha habido y habrá movimientos nacionalistas. Lo nuevo es que el nacionalismo ya no es de grupos sino de masas.
La rebelión de las masas
Uno de los secretos del éxito de los nuevos nacionalismos es que han sabido adaptarse a las formaciones sociales propias a la era de la revolución digital.
Ya sea por la desestructuración de estructuras sociales y clases que ha traído consigo el desarrollo de un capitalismo cada vez más global, nos encontramos ante el aparecimiento de una nueva sociedad de masas solo comparable a la que tuvo lugar en la Europa de fines del siglo XlX y comienzos del siglo XX, cuando la industria destruyó estructuras de origen medieval y arcaicas comunidades agrarias. El modo industrial de producción fue impuesto en contra de la resistencia de sectores laborales desplazados por la maquinaria y después por la automatización. El movimiento ludista inglés, cuyos integrantes eran llamados «destructores de máquinas», fue una de las más conocidas, pero no la única resistencia social frente a la era industrial que se avecinaba.
Por otra parte, a un nivel más bien elitista surgió el movimiento cultural romántico europeo considerado por los historiadores como una protesta intelectual en contra de la modernidad anunciada por la maquinaria industrial, El fascismo recogería parte de la nostalgia elitista preindustrial para convertirla en un relato asequible a las grandes masas. El aparecimiento de las hordas fascistas ocurrió cuando las clases se disolvieron en la masa. Tuvo así lugar, «una alianza entre las élites y el populacho» (Hannah Arendt).
Y aquí llegamos al segundo punto más característico de los nuevos fenómenos políticos: los movimientos nacionales y nacionalistas de Europa y América Latina son, en primera línea, organizaciones de masas en una sociedad de masas del mismo modo como los partidos socialdemócratas fueron en su tiempo partidos de clase en una sociedad de clases. Esta y no otra es la razón que explica por qué los movimientos y gobiernos a los que nos estamos refiriendo pueden ser denominados como nacionalpopulistas.
El populismo es la política en la sociedad de masas, hemos escrito en otros textos. Es cierto. Pero la adhesión de las masas a una organización política no la define de por sí como populista. Si así fuera todos los gobiernos surgidos de elecciones masivas serían populistas. Lo que identifica al populismo, entonces, no es solo la masificación de la política sino la relación que establecen las masas con un liderazgo populista.
Dicho en breve: no hay populismo sin líder populista. Masificación y líder son componentes insustituibles de todo movimiento o gobierno populista. Faltando uno de ellos, no hay populismo. Esa es mi tesis.
Masa y líder
Pero no todos los líderes políticos son populistas. El populismo existe cuando se da una relación de amor intenso entre masa y líder.
El populismo ha sido y es esencialmente antropomórfico. El carácter profético, mesiánico e incluso mágico de los líderes populistas solo se da en relación directa con una rebelión de las masas, como lo explicaron de modo filosófico Le Bon, Ortega y Canetti. Si extraemos al líder de esa relación, podemos contemplarlos en toda su pequeñez. Un Mussolini o un Hitler, un Perón o un Chávez, separados de su relación con la masa, pueden ser mirados como lo que fueron: personajes muy mediocres. Hasta el cine y la literatura se burlan hoy de ellos. Mussolini aparece como un chillón histriónico. Hitler, lo mostró Charlie Chaplin, como un payaso ridículo. Cuando desaparezca del todo el peronismo, Perón será visto como un gesticulador incoherente. Chávez ya es visto como un simple charlatán. Trump como un ignorante pretencioso. Y, sin embargo, todos fueron idolatrados hasta el punto de ser seguidos más allá de la Constitución, de las leyes y de las instituciones de cada nación.
Este último aspecto debe ser tomado en cuenta. El líder populista, al aparecer situado sobre las instituciones, no debe ajustarse a los imperativos que imponen las mediaciones del poder, entre ellas el parlamento. No es casualidad que la mayoría de los movimientos populistas han terminado por ser radicalmente antiparlamentarios. Y desde la perspectiva del populismo hay en esa posición suma coherencia. El parlamento es el lugar donde son hechas las leyes a través del debate. El líder populista es la institución que constituye al pueblo como pueblo sin parlamento ni debate. El pueblo del líder no es y no puede ser, por lo tanto, igual el pueblo constitucional. Así entendemos por qué los populistas, cuando llegan al gobierno o intentan dictar una nueva Constitución hecha a su medida, gobiernan simplemente sin Constitución, solo por decreto, como lo hizo Hitler.
Como su antecesor, el nacionalsocialismo, el nacionalpopulismo es la política de las masas representadas por un líder escogido por las masas. Es, si se quiere, aunque parezca paradoja, la más directa de las democracias. Tan directa que para existir no necesita mediaciones institucionales y constitucionales. El populismo, en fin, lleva a la democracia a su radicalización extrema.
La radicalización de la democracia, según Jascha Mounk, al lesionar las instituciones sobre las que se sustenta la democracia, conduce al fin de la democracia: a la dictadura del líder a través del pueblo y a la dictadura del pueblo a través del líder. En breve: conduce al fin de la política como medio de comunicación racional entre seres ciudadanos. Esa es la tónica del nacionalpopulismo de nuestro tiempo. Su ataque a la democracia liberal es un ataque a la democracia en general, hecho nada menos que en nombre de la democracia.
El retorno de los dioses
El populismo es el gobierno directo de las masas a través del líder. Ahí reside justamente su peligrosidad, pues para que el líder de masas sea tal, ha de representar un poder sobrehumano y eso quiere decir sobrepolítico, y en cuanto lo político se sustenta en instituciones, antinstitucional. Pero como lo único sobrehumano es dios o los dioses, el líder aparecerá dotado de plenos poderes, como un representante divino situado al nivel de lo terreno.
Hay en todo populismo una fuerte tonalidad religiosa, hecho descuidado por la mayoría de los autores dedicados a analizar el fenómeno. Advirtiendo ese descuido, la socióloga venezolana Nelly Arenas en un notable ensayo titulado Populismo y Religión, nos da a conocer la vinculación de los actuales movimientos populistas con el universo religioso. Escribe Arenas: «Aunque la sociedad en general pareciera experimentar una vuelta hacia el sentimiento religioso, no es posible prever todavía una reversión del proceso de secularización del Estado experimentado por Occidente. Habría que tener en cuenta, no obstante, que la inclinación manifiesta de los populismos, particularmente los de extrema derecha, es la de imponer al conjunto social una moral conservadora y retrógrada en línea con los preceptos confesionales».
El retorno de lo religioso en lo político es uno de las principales amenazas que porta consigo el avance del nacionalpopulismo ¿Estamos frente a una disyuntiva desecularizadora? Es la pregunta formulada entre otros por Garzón Vallejos. Hay indicios que hacen temer esa posibilidad.
El proceso de desecularización, muchas veces encubierto, puede tomar, y ha tomado, dos vías que bien pueden ser paralelas. Una es conferir a un gobernante poderes divinos. Esa fue una de las vías del populismo fascista de la era industrial: Mussolini, Hitler, Perón, fueron idolatrados como dioses. La segunda vía es incorporar instituciones religiosas al poder político.
Podría pensarse que el franquismo tomó esa vía, pero Franco estaba lejos de ser un líder de masas y, como hemos dicho, sin participación de masas no hay populismo. En el paisaje actual hay dos gobernantes con pretensiones populistas que tampoco han llegado a ser populistas porque no han logrado erigirse como caudillos de masas. Me refiero a Erdogan y a Putin. El primero intenta fundar una república islámica desmontando el legado secularizante del mitológico presidente Mustafá Kemal Atatürk, contando para ello con los sectores más conservadores del islamismo turco. El segundo ha llevado a la Iglesia ortodoxa al poder, hasta el punto que su pope superior, Kirill, ha otorgado a la invasión a Ucrania un carácter de cruzada.
Distinta es la situación en Polonia y en Hungría. En Polonia, aún sin ser miembro activo del gobierno, el ultracatólico Kaczynski es un líder de masas. En Hungría, a su vez, Orbán ha logrado establecer una relación directa entre gobierno, Estado, pueblo, religión y líder.
Giorgia Meloni también es religiosa y su compañero de ruta, Salvini, es un fascista de tomo y lomo. El peligro de formación de un movimiento nacionalpopulista (religioso, además) desde el gobierno es una posibilidad latente. No obstante, ese exiguo 25% que la llevó al gobierno hace imposible considerarla por el momento como una líder de masas. La suerte de la futura Italia dependerá en gran parte de la reconstitución de una oposición que, estando disgregada, continúa siendo mayoría.
En Brasil, en cambio, llegando o no al gobierno, Bolsonaro, al igual que Trump en los EE UU, logró a través de elecciones consolidar su liderazgo nacionalpopulista. Incluso ha dotado a su movimiento de algo que faltaba al trumpismo: la introducción de la religiosidad. El papel que podría cumplir la incorporación de las agrupaciones evangélicas a su movilización política debe ser analizarlo con seria atención.
El nacionalismo y la religión han sido grandes inventos de la humanidad. Las dos entidades merecen el más profundo respeto. Pero cuando logran acceso al Estado y comienzan a unirse en un solo poder, surge un fenómeno que lleva a la destrucción de otra invención, muy antigua y muy moderna a la vez. Nos referimos a la llamada por el filósofo Claude Lefort invención democrática.
Probablemente, los triunfos de los nacionalpopulismos no serán totales. No es descartable que en algunos países sean domesticados por las mismas instituciones que hoy adversan. Eso, por lo demás, ya ha ocurrido en el pasado. Por ejemplo, cuando el movimiento socialista se vio obligado a organizarse en partidos socialdemócratas, o cuando los ecologistas se vieron obligados a representar sus ideales a través de partidos parlamentarios.
En otros casos los movimientos nacionalpopulistas no han sido más que antecesores de formas antidemocráticas de gobierno. Muchas de las autocracias que hoy infectan la política occidental han tenido un pasado nacionalpopulista. La mayoría de esos gobiernos autocráticos apoyan hoy a la dictadura de Putin en su guerra imperial contra Ucrania. El nacional populismo, si es que triunfa, puede ser entendido como la fase inicial de la autocracia.
Un fantasma recorre el mundo. Es el fantasma del nacionalpopulismo. Que ese fantasma no sea más que eso, un fantasma, dependerá del curso de las luchas democráticas que hoy tienen lugar en el Occidente político. Nada está escrito todavía.
Referencias:
Iván Garzón Vallejo, ¿Postsecularidad: un nuevo paradigma de las ciencias sociales? Revista de Estudios Sociales, num. 50, sept.-dic. 2014
Jascha Mounk, El pueblo contra la democracia, Planeta, Madrid 2020
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
Twitter: @FernandoMiresOl